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“THE PURGE: LA NOCHE DE LAS BESTIAS” – “LOBEZNO INMORTAL”

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Permiso para matar durante doce horas: The Purge: La noche de las bestias (The Purge, 2013), de James DeMonaco.- [ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hacía tiempo que no veía cómo se malograba una idea teóricamente interesante y repleta de posibilidades como la que sustenta este pequeño e inesperadamente exitoso film escrito y dirigido por el hasta ahora desconocido James DeMarco, y cómo lo hace por culpa exclusivamente de este último, responsable de un libreto que, aún partiendo de una premisa atractiva, se estropea a base de ineptitud en su desarrollo, y de una puesta en escena que contribuye al destrozo con generosas dosis de rutina y vulgaridad. Esa premisa, ampliamente difundida en el momento de su estreno y sin duda alguna lo único que puede haber justificado el tirón comercial de esta producción estadounidense de segunda fila (más de 64 millones de dólares en los Estados Unidos hasta el pasado 21 de julio, sobre un presupuesto de tan solo 3 millones), consiste en lo siguiente. Nos hallamos en los Estados Unidos de un futuro inmediato (año: 2022). El nuevo gobierno ha implantado una asombrosa política de cara a la reducción de la delincuencia y el paro (sic), consistente en que una noche al año está establecida lo que se conoce como la Purga: doce horas de impunidad legal total y absoluta, entre las 7 de la tarde y las 7 de la mañana del siguiente día, durante las cuales está permitido el asesinato, garantizándose además la nula asistencia de las fuerzas del orden (policía, bomberos, hospitales) mientras dure la Purga. De este modo, se nos dice, los Estados Unidos han logrado reducir el paro hasta un mísero 1% (¡), sumergiendo a la nación en una renovada etapa de prosperidad económica que parte de la base de que, durante la noche de la Purga anual, se eliminan los “parásitos” que lastran el estado del bienestar, es decir, principalmente a criminales, en la práctica a los “sin techo”: a los pobres.
Esta premisa, que como digo ni siquiera llega a la categoría de tesis, dada la pobreza de su planteamiento y la nulidad de su desarrollo, se sostiene alrededor de un relato construido en torno a una serie de personajes que, en este contexto “distópico” a lo George Orwell (originalidad cero), pertenecen a las así llamadas clases pudientes: la familia que forma James Sandin (Ethan Hawke), un tecnócrata que, a mayor ahondamiento, es el diseñador y primer vendedor del mejor sistema de seguridad para viviendas de ricos de la ciudad (la jornada laboral inmediatamente anterior a la Purga, James recibe un ascenso), su no menos tópica y despreocupada esposa Mary (Lena Headey), su hija adolescente Zoey (Adelaide Kane) —la cual, siguiendo con los estereotipos, es presentada en el film besuqueándose a escondidas en su propia habitación con su “noviete” Henry (Tony Oller)—, y su hijo más joven, Charlie (Max Burkholder), un joven genial y “raro” —más estereotipos—, capaz de convertir uno de sus juguetes en una sofisticada cámara móvil teledirigida. A río revuelto, ganancia de pescadores: James Sandin, se nos dice, se ha enriquecido gracias a las ventas del sistema de seguridad anti-Purga de la empresa para la que trabaja y que tiene instalado en su propio hogar; en un momento dado, le vemos mirando un catálogo de compra de yates, y comentando a Mary: “ahora estamos pensando en comprarnos un yate, y hace diez años pensábamos en cómo pagar el alquiler…”. Desde este punto de vista, James es un firme defensor de la Purga, no solo porque considera que, por desgracia pero efectivamente, funciona (las cifras de descenso de la delincuencia y el desempleo así lo corroboran), y trata de inculcárselo a sus hijos (¿hace falta señalar que tanto Zoey como Charlie muestran su desagrado ante las ideas de papá?), sino también porque (si bien esto no lo dice) se ha enriquecido a costa de la misma, facilitando protección a los “pudientes” que, una noche al año, se encierran como él y su familia en casas fuertemente blindadas mientras siguen la Purga por televisión, a la espera de que al día siguiente las cifras de víctimas mortales sobre las que nunca nadie hará justicia garanticen el status quo de los Sandin y de todos aquellos que tienen la suerte de no ser o haber nacido pobres…
The Purge: La noche de las bestias se construye, por tanto, en forma de pequeño cuento moral(ista), en virtud del cual los privilegiados protagonistas del relato tendrán que vérselas de cerca con esa violencia callejera que hasta ahora miraban de lejos desde la comodidad de sus sofás a través de fríos monitores que muestran una selección —en encuadres lo más abiertos y distantes posible— de las matanzas que acontecen en su propio e impoluto barrio de ricachones. El detonante de la acción, como no podía ser menos, viene de la mano de la juventud: la de Charlie, quien tiene un gesto de piedad hacia un hombre joven de raza negra (Edwin Hodge) procedente, claro está, de uno de los barrios pobres y que, herido y asustado, suplica que alguien le dé cobijo de sus perseguidores, un grupo de niñatos que, con los rostros cubiertos con unas grotescas máscaras de feria y armados hasta los dientes, dedican la noche de la Purga al asesinato de homeless. Charlie deja entrar al joven negro en su casa, la cual a partir de ese momento es objeto de un tenaz acoso por parte de los niñatos sedientos de sangre, encabezados por el psicópata de (asimismo, tópicas) suaves maneras que les lidera (Rhys Wakefield).
James DeMonaco, a quien deseamos suerte en futuros cometidos profesionales que se le den mejor que el cine, articula la premisa que sostiene el relato sobre una primera secuencia de supuesto tono documental a base de imágenes aparentemente extraídas de auténticos noticiarios televisivos, destinados a dibujarnos algo archisabido: la violencia gratuita que asola las calles de muchas grandes ciudades del mundo, entre ellas pero no exclusivamente las de los Estados Unidos. El apólogo moral que sostiene la trama no es sino el proceso de aprendizaje y reconocimiento de los efectos nocivos de la violencia, tanto da si es la descontrolada como la supuestamente acotada en el período de doce horas que dura la Purga, a la que es sometida la familia Sandin, en particular el cabeza de familia: apenas empiezan esas doce horas, el joven Henry, que se ha colado en su casa antes de que se activara el sistema de seguridad, intenta asesinarle a tiros, obligándole a defenderse de igual manera; luego, y ante la perspectiva de que los niñatos con caretas irrumpan en su vivienda y acaben con toda la familia, James y su esposa Mary se aprestan a dar caza al negro que se ha refugiado en su casa para entregárselo a los jóvenes que les cercan; dicho de otro modo, James y Mary se ensucian las manos de sangre por primera vez en sus vidas, y eso les lleva a un punto límite a partir del cual “reflexionan” hasta acabar adoptando una decisión: hacer frente a los fanáticos seguidores de la Purga tan pronto entren en su no por caro menos sacrosanto hogar. La toma de conciencia de James y Mary, empero, está pésimamente planteada y resuelta, hasta el punto de resultar completamente inverosímil; incluso buenos actores como Lena Headey y un aquí despistadísimo Ethan Hawke resultan incapaces de conferir carne a semejante disparate.
El relato va de mal en peor con el asalto de los jóvenes enmascarados (aburridamente planificado), una inesperada “sorpresa” (los vecinos de los Sandin se aprestan a defenderles, en lo que parece una espontánea reacción ciudadana ante toda esa violencia gratuitamente tolerada), que al final resulta que no es tal (en realidad quieren aprovechar la ocasión para dar rienda suelta a la envidia que sienten hacia ellos por ser los más ricos del barrio), y un final demagógico como pocos, en el cual el joven de raza negra es quien, agradecido, salva la vida de Mary, Zoey y Charlie. Apuntes tales como el ya mencionado hecho de que los asaltantes usen idénticas máscaras, convirtiéndoles así en una masa uniforme con un mismo rostro, no compensan el sublime ridículo de una producción de la que acaso John Carpenter hubiese podido sacar mucho más jugo, empezando por reescribir un libreto que el autor de La noche de Halloween quizá hubiese afrontado de una manera más cínica y mucho menos superficial y demagógica, pues lo que empieza con el planteamiento de la denuncia del peligro de la hipotética caída de la sociedad entera en un proceso de radical reaccionarismo acaba desembocando en otro planteamiento no menos reaccionario: la defensa del propio hogar, caiga quien caiga y pese a quien pese. Lamentable, muy lamentable.

Un mutante en Japón: Lobezno inmortal (The Wolverine, 2013), de James Mangold.- [ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] A falta de haberme leído Lobezno: Honor, el relato gráfico de Chris Claremont (guión) y Frank Miller (dibujos) que parece ser que se encuentra en la base de esta nueva entrega cinematográfica de las aventuras del mutante Logan al que apodan Lobezno (Hugh Jackman), nada puedo decir con respecto al valor de Lobezno inmortal en cuanto adaptación de aquél. Partiendo, pues, de esa ignorancia por mi parte, la película escrita por Mark Bomback y Scott Frank y realizada por el a veces interesante James Mangold me recuerda más bien a cualquiera de los films de lo que a grandes rasgos y en términos muy generales podríamos definir como el género, subgénero o variante genérica de los “americanos en Japón”: una corriente temática muy querida por el cine estadounidense, que se remonta a los tiempos de títulos como Sayonara (ídem, 1957, Joshua Logan) o El bárbaro y la geisha (The Barbarian and the Geisha, 1958, John Huston), y que prosigue con otros ya más cercanos al substrato de film-de-acción de Lobezno inmortal al estar inscritos en los márgenes del policíaco, tal es el caso de La casa de bambú (House of Bamboo, 1955, Samuel Fuller), Yakuza (The Yakuza, 1974, Sydney Pollack) —sin duda la mejor de este lote— o Black Rain (ídem, 1989, Ridley Scott).
No obstante, y antes de que la acción se centre en el así llamado País del Sol Naciente, la trama de Lobezno inmortal se entretiene a dejarnos claro que: 1) el hilo argumental no continúa de la anterior entrega de la franquicia dedicada al mutante de las garras de “adamantium” —la olvidable X-Men orígenes: Lobezno (X-Men Origins: Wolverine, 2009, Gavin Hood)—, sino de la dedicada a los componentes de la entrañable Patrulla X (o “ixs-men”, como ya hemos aprendido a decir aquí), tal y como queda claro por la vía de las subrepticias (y agradecidas) apariciones de la siempre estupenda Famke Janssen (en las pesadillas de un siempre atormentado y enfurecido Logan) como la mutante Jean Grey, ya difunta, tal y como vimos en el clímax de X-Men: La decisión final (X-Men: The Last Stand, 2006, Brett Ratner); 2) en el pasado —más concretamente, el 9 de agosto de 1945—, y estando en un campo de prisioneros japonés en Nagasaki, Logan salvó la vida de un joven oficial nipón, Yashida (Hal Yamanouchi), porque intentó sacarle de su cautiverio en un pozo momentos antes de que detonara la segunda bomba atómica arrojada por los norteamericanos sobre una población civil; y 3) convertido en una especie de homeless, si bien bastante menos indefenso que los de The Purge: La noche de las bestias, Logan recibe la inesperada visita de Yukio (Rila Fukushima), una joven nipona con adiestramiento de samurái que trabaja para el ya anciano Yashida, quien le pide que la acompañe a Japón porque su moribundo jefe quiere verle antes de morir. Nada de lo contado hasta este momento es particularmente interesante, pero nada desmerece en absoluto gracias en gran medida a la labor sólida aunque impersonal del realizador James Mangold, mejor aquí que en sus últimas propuestas hollywoodiensesEl tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 2007), Noche y día (Knight and Day, 2010)—, por más que en sus líneas generales Lobezno inmortal apenas se sitúe un poco por encima de X-Men orígenes: Lobezno.
Lobezno inmortal acaba haciendo gala de una llamativa carencia de tono “superheroico”; o dicho de otra manera, si no fuera porque su protagonista es el conocido mutante con zarpas, así como por un clímax, este sí, más deudor de las convenciones del cómic de superhéroes, casi podríamos decir que nos hallamos ante otro policíaco de “americanos en Japón” a lo Yakuza o Black Rain. El resultado es un film en el que nada está completamente mal, pero nada termina de estar completamente bien. Por un lado, resulta de agradecer el intento de exploración de la psicología del superhéroe protagonista: un nihilista desencantado que, pese a comportarse en ocasiones como un animal salvaje (sobre todo, cuando lucha), no puede resistirse a un impulso de “hacer justicia”, bien sea vengar a un oso “grizzly” al que se ha visto obligado a rematar con sus zarpas porque el animal sufría bajo los efectos de una flecha envenenada disparada por un cazador desaprensivo, o bien lanzarse sin pensárselo a la protección de Mariko (Tao Okamoto), la nieta de Yashida, que sufre un intento de secuestro por parte de yakuzas durante el funeral de su abuelo. Ayuda a esta digresión el hecho de que, en esta ocasión, y como consecuencia del vaho ponzoñoso que le arroja una tal Viper (Svetlana Khodchenkova) por su boca —más o menos como la Hiedra Venenosa de los cómics de Batman para DC—, nuestro héroe ve reducidos sus poderes de regeneración, de tal manera que golpes, cuchilladas o disparos producen en su cuerpo heridas que sangran y no se curan si no es mediante cuidados médicos: Lobezno hace frente, por tanto, a su lado más humano y menos “animal” por medio de una aventura marcada por la experimentación del dolor. A pesar de estos apuntes, que en su conjunto no están nada mal, la película no desarrolla a partir de los mismos nada de especial; incluso, cuando conviene a las exigencias de espectacularidad de la producción, se dejan momentáneamente a un lado con vistas a no estropearle a nadie la diversión: ahí está la secuencia de la pelea de Lobezno en el techo del famoso tren-bala de Tokio contra unos yakuzas saltarines que, si no son mutantes como él, lo parecen…
Es por todo ello que Lobezno inmortal acaba siendo un film desigual. Si, por un lado, llama la atención e incluso se agradece el intento del realizador de situar los márgenes del relato dentro de un marco genérico más cercano al policíaco que al “superheroico”, acaso con vistas a conferirle así a la película una cierta personalidad propia y diferenciada en el contexto del actual “cine de superhéroes”, el conjunto se resiente a ratos de la tensión existente entre el atractivo de las ideas que maneja y la desigualdad de la poco satisfactoria resolución. Hay secuencias atractivas, es verdad, tal es el caso de la ya mencionada del flashback/sueño de Lobezno en Nagasaki, bastante lograda en sus líneas generales, y determinados momentos de acción conseguidos, tales como la escaramuza de Yukio contra los cazadores en la cantina donde se encuentra por primera vez con Logan, o la pelea de Lobezno contra el hijo de Yashida y padre de Mariko, Shingen (Hiroyuki Sanada), que funcionan bien gracias a una aceptable combinación de cuidada planificación y brillante textura fotográfica (responsable: Ross Emery). Pero, en contraposición a todo ello, también hay apuntes que hubiesen merecido un mejor desarrollo, tales como la idea de comparar a Lobezno con un ronin —un samurái sin amo—, lo cual, vuelvo a insistir que a falta de haberme leído Lobezno: Honor, parece una idea muy grata a Frank Miller (autor, no lo olvidemos, de un relato gráfico explícitamente titulado Ronin), pero la cosa no va más allá de ese apunte; o, en el clímax del relato, la batalla final del superhéroe contra el monstruoso samurái gigante y robotizado, con ecos a lo RoboCop: recordemos que Miller, nuevamente, fue guionista de la virulenta y muy reivindicable RoboCop 2 (ídem, 1990, Irvin Kershner), si bien también lo fue de la mucho más mediocre RoboCop 3 (ídem, 1993, Fred Dekker). Todas las escenas de acción tampoco brillan a la misma altura: frente a alguna de concepción brillante, como la singular captura de Lobezno a flechazos a manos de los ninjas negros, hay otras menos logradas, caso de la ya mencionada del intento de secuestro de Mariko durante el funeral de Yoshida, de más bien confusa planificación. Lobezno inmortal se mueve hábilmente y con cierta elegancia formal entre lo bueno y lo malo, pero sin terminar de tener la altura que podría haber tenido. Nota para cinéfilos: el gag de la piscina está copiado del film de James Bond Diamantes para la eternidad (Diamonds Are Forever, 1971, Guy Hamilton). Advertencia para impacientes: no se levanten de sus asientos cuando empiecen los títulos de crédito finales: hay entonces una secuencia llena de sorpresas que poco le falta para erigirse en lo mejor de la función… justo cuando la película ya ha acabado.

El Viejo / Nuevo Orden: “GUERRA MUNDIAL Z”, de MARC FORSTER

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No he leído la novela homónima de Max Brooks que se encuentra en la base de Guerra Mundial Z (World War Z, 2013), pero tengo las suficientes referencias sobre la misma para saber que su estructura narrativa es muy distinta de la de la película realizada por Marc Forster. El libro de Brooks está construido alrededor de una serie de (imaginarios) informes, memorandos y entrevistas que documentan minuciosamente el origen, desarrollo y punto final de una plaga zombi de proporciones planetarias, empezando por los indicios de la existencia de un “paciente cero”, el portador inicial de la plaga, y concluyendo con los informes definitivos sobre el control de la misma tras una batalla que se ha saldado con millones de vidas humanas. Como resulta notorio a estas alturas incluso para quienes todavía no hayan visto el film, Guerra Mundial Z: the movie no está planteada de esta manera, sino que gira principalmente alrededor del personaje de Gerry Lane (Brad Pitt), un exagente de la ONU que, apenas empezado un relato que, hay que decirlo a su favor, va al grano, se encuentra metido a la fuerza en el operativo preparado, of course, por el gobierno de los Estados Unidos en coordinación con los gobiernos de otros países, de cara a la contención y erradicación de la pandemia zombi. La motivación de Gerry, como suele ser habitual en el grueso del cine comercial hollywoodiense de prácticamente todas las épocas, es de tipo personal, ergo, familiar: gracias a sus antiguos contactos en la ONU, el protagonista ha conseguido plaza a bordo de un portaaviones para su esposa Karin (Mireille Enos) y sus dos pequeñas hijas Constance y Rachel (Sterling Jerins y Abigail Hargrove), pero los militares le obligan a participar en la operación anti-zombis, so pena de que su familia pierda dichas plazas, esperando ser ocupadas con ansiedad por muchas otras personas en “lista de espera”, y lo que es peor, que la trasladen de nuevo a tierra firme, exponiéndola al ataque de los muertos vivientes…
Vuelvo a insistir en que, a falta de conocer por mí mismo la novela de Max Brooks, nada puedo decir ni sobre su calidad ni sobre los posibles méritos del film como adaptación suya. No obstante, hay algo del libro que sí que parece haber trascendido en la película: la construcción en forma de relato que va “viajando” alrededor de distintos puntos del globo, por más que esto último tampoco tenga nada de nuevo, dado que es una característica habitual de un importante cupo de best-sellers adoptada con mucha frecuencia por el cine hollywoodiense de intriga “internacional”. Pero llama la atención el hecho de que, dejando aparte sus méritos estrictamente cinematográficos (que los tiene), Guerra Mundial Z propone de manera abierta y descarada una especie de pseudo-fantasía con visos de “realidad” alrededor de un simbólico Nuevo Orden internacional (o “Viejo Orden”, según como se mire) regido, por descontado, por los Estados Unidos, y dentro del cual se encuentran englobadas las naciones “amigas”, ergo sometidas al arco de influencia social, política y económica del american way of life. No resulta casual en este sentido que el periplo de Gerry alrededor del mundo en pos de una cura contra la pandemia zombi tenga lugar en países situados dentro de esa órbita, Corea del Sur, Israel y el Reino Unido, del mismo modo que tampoco es casualidad que el origen de la pandemia se sitúe en algún borroso pero para nada ambiguo punto entre dos antiguos países “de economía emergente” como China y la India. ¿Es una simple casualidad que las escenas desarrolladas alrededor del único reducto protegido que mantiene, claro, el ejército de los Estados Unidos en Corea del Sur sean tenebrosas, e incluyan detalles macabros de cadáveres humanos enganchados en muros coronados con alambradas, a modo de (in)directo reflejo de la situación actual entre las dos Coreas? ¿O que la por lo demás muy espectacular secuencia que tiene lugar en Jerusalén gire alrededor de la idea de ese gigantesco muro que aísla la “ciudad santa” de una colosal turba de muertos vivientes, la cual viene precedida de una serie de explícitas referencias verbales a los ataques sufridos por la nación israelí y los diversos intentos de los árabes de “echarlos al mar”? ¿O que en los diálogos se afirmen cosas con respecto a Rusia como que “no hay información”, o peor aún, que “es un agujero negro” (sic)? ¿Y qué decir de ese tercio final, ambientado en las instalaciones en Inglaterra de la Organización Mundial de la Salud, buena parte de las cuales —en otra aviesa idea de guión— se encuentra, literalmente, poblada por zombis que van a lo suyo, indiferentes al dolor que están causando en el resto de la humanidad? Por no hablar, claro está, de las primeras escenas en la ciudad de Filadelfia, impregnadas de nuevo por los traumáticos ecos del 11-S. Como me comentaba el amigo Antonio José Navarro en el pase para prensa donde vimos el film, resulta absurdo pensar que todavía quede gente que cree que en los Estados Unidos no se hace cine político.  
Todo esto no es óbice para que, cinematográficamente hablando, Guerra Mundial Z haga gala de una construcción muy hábil y de buenos momentos de puesta en escena, por más que parte de la labor desarrollada al respecto por Marc Forster, firmando aquí uno de sus más interesantes trabajos, y —a falta de conocer su poco difundida Machine Gun Preacher (2011)— sin duda el mejor que ha realizado hasta la fecha dentro del cine de alto presupuesto —mucho mejor que su infausta aportación a la serie Bond, 007: Quantum of Solace (Quantum of Solace, 2008)—, se vehicula, como digo, sobre una puesta en escena condicionada en todo momento por dos factores muy importantes: el carácter de superproducción del producto (del orden de nada menos que 200 millones de dólares, lo que la convierte automáticamente en la “película de zombis” más cara jamás realizada), y la supeditación de la realización a ese “efecto realidad” del cual hablaba líneas atrás. Con respecto a lo primero, la necesidad de amortizar un film tan caro que, se dice, tiene que duplicar su coste de producción para alcanzar beneficios (coste que, sumando gastos de publicidad, hay quien cifra incluso en los 400 millones de dólares), trae como consecuencia la necesidad de que el mismo llegue a un máximo de espectadores potenciales, y en el caso de una “película zombi”, eso implica una notabilísima reducción del contenido violento, con vistas a atraer a un público no juvenil que por sistema elude el visionado de este tipo de producciones. Efectivamente, los muertos vivientes de Guerra Mundial Z ni practican el canibalismo y ni tan siquiera tienen un aspecto excesivamente putrefacto; apenas hay una gota de sangre en los momentos que se prestan a ello, e incluso las escenas más crudas están resueltas… ¡mediante el fuera de campo!: el flashback que ilustra brevemente cómo se contagió el médico surcoreano de la base militar (un calculado movimiento de cámara nos escamotea, incluso, “el mordisco”…); aquella escena en la que Gerry amputa de un machetazo la mano izquierda de la soldado israelí Segen (Daniella Kertesz), que acaba de ser mordida por un zombi, para evitar la propagación de la infección por el resto del cuerpo de la mujer; la cura del muñón de la soldado por parte de Gerry cuando ambos se encuentran a bordo del avión de pasajeros con el que han logrado huir de Jerusalén; o el fragmento de suspense en virtud del cual Gerry tiene problemas para desclavar del cráneo del zombi que acaba de destruir la barra de hierro que necesita para repeler la agresión de otro muerto viviente que se le está echando encima. Comprendo que esta asepsia y ausencia de gore pueda parecerles decepcionante a los fans de George A. Romero o de la mediocre teleserie The Walking Dead, pero me remito a lo que he pensado siempre al respecto: que valorar positiva o negativamente una película exclusivamente en función de su contenido violento no tiene para mí la menor relevancia desde un punto de vista cinematográfico.
La puesta en escena de Guerra Mundial Z hace gala de una determinada supeditación a un cierto “efecto realidad”. Bajo este punto de vista, el film es poco o nada fantastique, desde una estricta perspectiva de cine de género, por más que nunca deje de ser una alucinante fantasía cuyos rasgos de verismo la hacen, si cabe, más irreal de lo que acaso pretendería ser. El arranque, por ejemplo, es muy “realista”: consiste en una serie de imágenes y locuciones en off procedentes de noticiarios de televisión de todo el mundo que nos informan de una serie creciente de sucesos violentos cuyo origen no está en absoluto claro; tanto el formato visual y sonoro de estas imágenes como su contenido enunciativo no difieren en nada en lo que vemos a diario a través de nuestros receptores. Ese “efecto realidad” se rompe a continuación gracias a una secuencia estereotipada, y por tanto, “irreal”: la del desayuno de Gerry con su esposa e hijas, mientras se preparan para subirse en su coche e irse de vacaciones. Por más que la secuencia, absolutamente convencional, carece de fuerza alguna —nada que ver con el contundente prólogo de Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004), una buena película (esta sí) del director de El Hombre de Acero, Zack Snyder—, la misma tiene la función de introducir unas breves pinceladas de “normalidad cotidiana” (por más que sea en versión estereotipo) que, nueva ruptura, se destrozan por completo a los pocos minutos en virtud de una secuencia tan espectacular como impactante: la del atasco automovilístico en pleno centro de Filadelfia, que culmina con el primer ataque masivo de los zombis. 
La sombra del 11-S planea me atrevería a decir que inevitablemente sobre esta secuencia, pero llama la atención de la misma que Forster introduce en ella la presencia de los zombis, abalanzándose veloces sobre sus presas —los muertos vivientes de Guerra Mundial Z corren más que los de La invasión de los zombies atómicos (Incubo sulla città contaminata, 1980, Umberto Lenzi), que fue de donde se inspiraron el Danny Boyle de 28 días después (28 Days Later…, 2002) y el Snyder de Amanecer de los muertos—, haciéndolo, como digo, sin hacer el menos énfasis al respecto. A pesar del caos de ese primer ataque, el realizador lo filma todo con bastante claridad y precisión, hasta el punto de que apenas introduce unos pocos y nada cargantes planos cámara en mano a fin de apuntar la idea de confusión. Incluso cuando, en medio de esta secuencia, se detiene a mostrarnos los efectos del mordisco de un zombi en un ser humano (muerte / transformación / resurrección convertido en un nuevo zombi), la mirada del realizador es más funcional que aterradora, de manera que lo relevante de esta escena no es lo inquietante que puede resultar ese horror en sí, sino más bien el hecho de que aporta una información que luego el personaje de Gerry utilizará de cara a conseguir una cura para la pandemia. Es decir, Forster muestra a sus zombis como si fuera una catástrofe natural cualquiera de las que suelen aparecer en los informativos televisivos como los que abren el film. Más que una mirada fría (puede juzgarse así), es una mirada atonal; y, por eso mismo, más que una película fantastique, Guerra Mundial Z es (o parece) un reportaje “objetivo” sobre las convenciones un género tan intrínsecamente subjetivo como es el de terror.
Puedo comprender que esa mirada atonal será precisamente lo que se le puede reprochar al film desde el punto de vista de la ortodoxia de los más acérrimos amantes del cine fantástico, dado que redunda en detrimento de una narración que podría haber sido más puramente fantastique: ¿qué puede serlo más que el desmoronamiento total y absoluto de la civilización humana como consecuencia del ataque masivo de millones de difuntos sobrenaturalmente “vivos” y agresivos? Pero esa atonalidad es lo que le confiere cierta personalidad propia a la película. En este sentido, la elección formal del realizador es la más adecuada, o al menos la mejor que podía llevar a cabo, sobre todo (quizá) a raíz de su fracaso a la hora de asimilar el espíritu de la serie Bond en 007: Quantum of Solace, papeleta que intentó resolver (sin conseguirlo) mediante una operación de “modernización” vía trasplante del lenguaje de otra franquicia más moderna (que no mejor), la de la serie Jason Bourne. Lo afirmado no quiere decir que Forster no domine el lenguaje del cine fantástico: lo demostró con creces en la que sigo considerando su mejor película, la fascinante Tránsito (Stay, 2005). Pero en esa ocasión se trataba de una propuesta radical y relativamente minoritaria; ahora, ha preferido nadar y guardar la ropa; y, a pesar de los numerosos problemas de producción a los que ha tenido que hacer frente, y que llenaron los mentideros cinematográficos durante meses, lo cierto es que el film resultante no se resiente de aquéllos porque el realizador ha optado por una mirada no-fantástica, cierto, pero no por ello menos fascinada hacia lo que muestra y cómo lo muestra. Bajo cierto punto de vista, más que una película fantástica, Guerra Mundial Z es una película maravillada, que en vez de mostrar el efecto perturbador de una realidad cotidiana brutalmente alterada (la característica esencial del mejor cine fantástico), lo que hace es captar esa nueva realidad y registrarla con la mayor neutralidad posible, como si la cosa no fuese con él pero al mismo tiempo esforzándose en plasmar la situación de la manera más minuciosa.
De esa mezcla de fascinación y distanciamiento ante lo que se narra surge lo mejor de un film que, lecturas socio-políticas aparte, deposita sus mayores logros en su sentido del detalle que, como anotaba Ángel Sala desde las páginas de Dirigido por…, relaciona Guerra Mundial Z con la interesante película de Steven Soderbergh Contagio (Contagion, 2011), con la diferencia de que el film de Forster vendría a ser el contrapunto espectacular y más hollywoodiense de la, digamos, “trastienda del Apocalipsis” que quería ser la más intimista producción de Soderbergh. Hay numerosos ejemplos al respecto. Por ejemplo, en la larga secuencia del ataque a Filadelfia, ese magnífico momento en la tienda de comestibles donde, tras abatir de un disparo al agresor armado que se ha abalanzado sobre su esposa Karin, Gerry levanta los brazos ante la presencia de un agente de policía que corre hacia él, convencido de que va a intervenir en la reyerta que se acaba de producir; pero el policía pasa de largo, y se abalanza sobre una estantería para acaparar toda la comida posible, tal y como está haciendo el resto de la gente… O cuando, en el piso de la familia latina donde Gerry se refugia temporalmente con los suyos, el protagonista improvisa una rudimentaria defensa anti-mordiscos atándose un par de gruesas revistas en los antebrazos a modo de escudo. O ese instante no menos brillante, y que define muy bien la psicología y el carácter metódico del personaje, cuando tras haber recibido en la cara una salpicadura de sangre de zombi el protagonista se coloca justo al borde de una cornisa en lo alto de la azotea y empieza a contar segundo a segundo, calculando al mismo tiempo la posibilidad de haberse infectado… y la de arrojarse al vacío en el último instante caso de que así sea, a fin de no hacer daño a sus seres queridos. Otros detalles que expresan bien el concepto de derrumbe de la civilización que flota a lo largo de todo el relato es la fugaz imagen del cuadro Los fusilamientos del 3 de Mayo, de Francisco de Goya, requisado a bordo del portaaviones estadounidense (el célebre pintor español se ha puesto de un tiempo a esta parte cinematográficamente de moda: véase el último film de Danny Boyle); o cuando los pasajeros de los asientos delanteros (por tanto, de primera clase) utilizan su equipaje de mano para crear una barricada como arma defensiva ante el ataque de los pasajeros “infectados” de la parte trasera del avión, esto es, los que viajan en clase turista…  
Forster y sus guionistas (Matthew Michael Carnahan, J. Michael Straczynski, Drew Goddard y Damon Lindelof) consiguen incluso sacar partido de las convencionales escenas “de amor” entre Gerry y su mujer: antes de partir a la misión dejándola a ella al cuidado de las niñas en el portaaviones, Gerry le da a Karin un walkie talkie para mantenerse comunicados una vez al día; luego, en la secuencia nocturna del intento de Gerry y sus hombres de regresar al avión con el que han aterrizado en la base militar surcoreana, una inoportuna llamada de Karin a Gerry está a punto de costarle la vida a su marido. La idea de que cualquier sonido subido de tono puede provocar un ataque de los zombis reaparece, bien dosificada, en otros momentos del film, tal es el caso de los cánticos religiosos por megafonía que desencadenan la oleada de muertos vivientes que, cual hormigas, sobrepasa el altísimo muro que rodea Jerusalén (en una secuencia, además, excelentemente rodada); utilización dramática del sonido que funciona muy bien, asimismo, en el punto culminante del relato: la silenciosa incursión de Gerry, la soldado Segen y un médico italiano de la OMS (Pierfrancesco Favino) en el sector de las instalaciones de esa organización que se encuentra ocupado por los zombis. Es una pena que la película concluya con otra llamada conciliadora a mayor honra y gloria de ese Nuevo / Viejo Orden internacional made in USA del cual hemos hablado líneas atrás, porque incluso a pesar de este pegote Guerra Mundial Z atesora suficientes elementos de interés.

Solo contra todo: “PACTO DE SILENCIO”, de ROBERT REDFORD

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] A la espera de que se confirme su estreno en España el próximo 31 de octubre con distribución de Tripictures, la nueva película dirigida y protagonizada por Robert Redford, que salvo cambios de última hora se titulará entre nosotros Pacto de silencio (The Company You Keep, 2012), es muy característica de la obra de su principal responsable, entendiendo en su caso como “obra” la práctica totalidad de su filmografía no solo como realizador, sino también como actor y productor. A partir de un guión escrito por Lem Dobbs, basado a su vez en la novela de Neil Gordon Los que te rodean (de la cual existe edición española a cargo de Alevosía), Pacto de silencio reincide en el retrato que Redford se ha creado en pantalla (o le han creado, si bien particularmente me inclino por la primera opción) alrededor de ese personaje casi siempre de ficción —subrayo el “casi”: en ocasiones, ha encarnado a figuras reales, como el periodista del Washington Post de Todos los hombres del presidente (que produjo) o el cazador de Memorias de África— que se caracteriza por su sempiterna lucha en soledad contra todo: bien sea, por regla general, “el sistema” y la globalidad de lo que este representa —El candidato, Tal como éramos, El gran Gatsby, El carnaval de las águilas, Los tres días del Cóndor, Todos los hombres del presidente, El jinete eléctrico, Brubaker, El mejor, Memorias de África, Habana—, pero también, en ocasiones, las fuerzas de la naturaleza: ahí están Las aventuras de Jeremiah Johnson y, al parecer —a falta de haberla visto todavía—, All Is Lost (2013), la reciente película de J.C. Chandor que interpreta en solitario, encarnando a un hombre-sin-nombre que lucha por sobrevivir a bordo de su yate en medio del océano: un film que, así explicado, parece un homenaje en abstracto a la figura y personalidad cinematográfica de un cineasta que, en su triple función como artista, representa uno de los últimos exponentes (o el último) de una determinada tendencia sociopolítica progresista dentro del Hollywood de los años setenta y primeros ochenta. 
Pacto de silencio no constituye una excepción: a falta de conocer por mí mismo la novela de Neil Gordon de la que parte, Redford vuelve a encarnar aquí su prototípico personaje de “solo contra todo”, en esta ocasión un abogado viudo desde hace un año, Jim Grant, y padre de una niña de tan solo once, Isabel (Jackie Evancho) —su esposa, mucho más joven que él, falleció en un accidente automovilístico—, quien en realidad resulta ser —no descubro nada: ello se revela en la primera media hora de metraje— un tal Nick Sloan: nada menos que el cerebro de un grupo de activistas que durante los años setenta perpetraron, entre otros delitos y atentados antisistema, el atraco a un banco de Detroit, en el curso del cual fue asesinado un vigilante de seguridad, crimen que treinta años después de su comisión sigue siendo atribuido a Sloan. De hecho la película arranca con la detención de otra antigua componente de la banda, Sharon Solarz (Susan Sarandon), descubierta tras años de haber permanecido oculta y asimismo bajo una falsa identidad por el tenaz agente del FBI Cornelius (Terrence Howard), momento a partir del cual Ben Shepard (Shia LaBeouf), un joven periodista con ganas de ascender en el diario que dirige Ray Fuller (Stanley Tucci), va tirando de los hilos hasta descubrir que Grant no es sino Sloan, quien no tarda en darse a la fuga tras haber confiado el cuidado de su hija a su hermano Daniel (Chris Cooper). A partir de ese momento, el film narra las investigaciones de Ben en su afán de averiguar todos los detalles del “caso Sloan”, lo cual le lleva a contactar con una antigua novia que trabaja para el FBI —Diana: Anna Kendrick—, el agente de policía ya retirado que estuvo involucrado en la investigación del asesinato del vigilante en Detroit —Henry Osborne: Brendan Gleeson— y la hija de este último —Rebecca: Brit Marling—, mientras también desarrolla paralelamente la huida de Sloan y sus contactos con dos de sus viejos colegas activistas sobre los cuales no penden órdenes de búsqueda y captura —Donal Fitzgerald: Nick Nolte, y Jed Lewis: Richard Jenkins—, con el propósito de localizar, antes de que los federales le capturen, a la persona que puede ser (y es) la clave del enigma: Mimi Lurie (Julie Christie).
Me he entretenido a desglosar un poco más de lo debido las principales líneas argumentales de Pacto de silencio —las cuales guardan ciertas semejanzas con la trama del film de Sidney Lumet Un lugar en ninguna parte (Running on Empty, 1988)—, porque en ellas se perciben los intereses habituales de Redford como cineasta (sobre todo, la denuncia del “sistema”), que salen a relucir en los títulos que ha dirigido de contenido más fuertemente social, crítico y/o político: Un lugar llamado Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988), Quiz Show (El dilema) (Quiz Show, 1994) —acaso su mejor trabajo tras las cámaras—, Leones por corderos (Lions for Lambs, 2007) —un film menos despreciable de lo que se suele afirmar— y La conspiración (The Conspirator, 2010). En un sentido simbólico, puede verse en la trama de Pacto de silencio una especie de paráfrasis de la carrera de Redford, quien bajo cierto punto de vista también ha sido y en parte sigue siendo un viejo “activista” de otra manera de entender el cine hollywoodiense, asimismo perseguido por todo el mundo bajo la acusación de “crímenes” de “lesa cinematograficidad” (esto es, pretender que el público, además de entretenerse, piense…), hasta el punto de que, como acabamos de ver, la propia trama del film está construida a modo de sucesivos encuentros y reencuentros de los personajes encarnados por Redford y LaBeouf (un periodista, recordemos, como el joven Redford de, de nuevo, Todos los hombres del presidente) con otros personajes que, de un modo u otro, son “simpatizantes” con la causa común que defienden Sloan y Ben cada uno a su manera, esto es, el esclarecimiento de la verdad; tampoco sería de extrañar, en este mismo sentido, que haya una cierta complicidad entre Redford y los componentes del excelente reparto que ha reunido para la ocasión, si bien afirmar esto último se acerca peligrosamente a la especulación.
El resultado de Pacto de silencio es, en sus líneas generales, interesante y a ratos intenso: la película tiene, por un lado, algo de ese espíritu crítico y generoso, y a la vez turbulento y desasosegante, del mejor thriller “conspiratorio” de los setenta, representado tanto por la repetidamente citada Todos los hombres del presidente como por El último testigo (The Parallaw View, 1974), no por casualidad del mismo realizador de aquélla, el hoy en día excesivamente olvidado Alan J. Pakula. Por otra parte, se beneficia enormemente de la excelente labor de sus intérpretes, el propio Redford incluido, lo cual, en estrecha combinación del buen sentido de la planificación y el encuadre del director y protagonista, da pie a algunos momentos logrados: señalemos, por ejemplo, el plano de presentación del personaje de Sharon Solarz, de espaldas a la cámara y de cara al fregadero: un personaje, en cierto sentido (y como luego sabremos) también “de espaldas” a la realidad, a modo de sugerencia en torno a su turbio pasado como activista practicante de la violencia; la excelente secuencia de la conversación nocturna de Sloan y Mimi en la cabaña y ante la chimenea, en la cual la luz del fuego dota de carácter intimista y a la vez infernal a las confesiones que se hacen ambos personajes: la revelación de que estos dos antiguos activistas han cambiado como consecuencia del paso del tiempo y de las experiencias vividas, al margen de lo que ellos consideraban la única manera de “arreglar las cosas”; o el plano final —que no destriparemos, en atención a quien todavía no haya visto el film—, en el cual dos personajes establecen un simbólico pero necesario puente generacional, manteniendo un diálogo en off sonoro que preserva su intimidad a ojos y oídos del espectador y nos recuerda la obligación de no olvidar el pasado y transmitirlo a quienes tienen que edificar nuestro futuro, o al menos intentarlo. Es una pena que, al igual que ocurría en La conspiración, Pacto de silencio acabe dependiendo en exceso de la solidez del guión y la buena labor de los actores, puntales buenos pero no lo suficientemente atractivos para hacer de ella la gran película que podría haber sido, porque atesora una convicción hacia lo que cuenta, y en particular, hacia el trasfondo crítico y reflexivo que se encuentra agazapado tras lo que cuenta, que no puede menos que mover a la simpatía.

“Dossier” FRANCIS FORD COPPOLA, en CINE ARCHIVO

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Francis Ford Coppola es el eje temático del dossiercuya primera de dos entregas acaba de publicar Cine Archivo, en el cual he participado comentando dos films suyos de lo más dispar, El valle del arco iris (Finian’s Rainbow, 1968) y el famosísimo Apocalypse Now (ídem, 1979), en un texto publicado tiempo atrás en el mismo portal.
El valle del arco iris:Realizado entre su primer y más bien modesto trabajo para un gran estudio de Hollywood, “Ya eres un gran chico” (1966), y la que sin duda es su primera película enteramente personal, la excelente “Llueve sobre mi corazón” (1969), “El valle del arco iris” (1968) fue el primer film de Francis Ford Coppola en formato de superproducción (3 millones de dólares de la época) y su primera incursión en el género musical. El material de partida era la obra “Finian’s Rainbow”, de Barton Lane (música), E.Y. Harburg (letras y libreto) y Fred Saidy (libreto), estrenada con gran éxito en Broadway en 1947 y considerada durante mucho tiempo una pieza difícilmente adaptable al cine como consecuencia de su sátira del racismo sureño, personificado en el film por el personaje secundario del senador Billboard Rawkins (Keenan Wynn), un hacendado que halla la horma de su zapato el día que, como consecuencia del encantamiento de un duende irlandés, Og (Tommy Steele), Rawkins se transforma en… ¡negro!”.
Apocalypse Now:nació como fruto del impacto que en 1962 tuvo la novela de Joseph Conrad “El corazón de las tinieblas” en John Milius. Ello le inspiraría una libre adaptación que Milius había situado durante la guerra del Vietnam como resultado del interés de George Lucas por dirigir una película sobre ese conflicto bélico tan pronto como acabara su trabajo como ayudante de dirección de Francis Ford Coppola en “Llueve sobre mi corazón” (1969). El proyecto de Milius y Lucas tenía desde el principio el título de “Apocalypse Now”, que el primero se había inventado a partir del lema que por esa época exhibían los “hippies” en una chapa: “Nirvana Now”. Coppola produciría el film a través de su compañía, Omni Zoetrope, y Lucas tenía previsto dirigirlo en 1971, tan pronto concluyera su primer largometraje, “THX 1138” (1970), pero acabó retrasando el proyecto en beneficio de “American Graffiti” (1973). En la primavera de 1974, mientras acababa el rodaje de “El padrino. 2ª parte” (1974), Coppola pensó que podría repetir la jugada comercial que había llevado a cabo con “La conversación” (1974), producida gracias a los beneficios generados por “El padrino” (1972), y realizar con “Apocalypse Now” un título que ofrecía grandes posibilidades de comercialidad”.

Cine Archivo:
Especial Francis Ford Coppola (Parte I, 1963-1983):
Finian y el caldero de oro: El valle del arco iris (1968):
El “paraíso” de la locura: Apocalypse Now (1979):

¿Espectáculo de autor?: “PACIFIC RIM”, de GUILLERMO DEL TORO

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Dejando ahora al margen las opiniones en torno a Pacific Rim (ídem, 2013), tanto las de quienes “hablan bien” del film (es decir, positivamente) como las de quienes “hablan mal” del mismo (negativamente), de la mayoría de comentarios que he leído u oído estos días al respecto parece desprenderse una curiosa preocupación por parte de algunos comentaristas de demostrar a toda costa que la película es, por encima o a pesar de su innegable condición de superproducción de Hollywood, una obra “de autor”; o dicho de otra manera, que pese a su carácter de gran producción cinematográfica “veraniega” (así se las adjetiva), Guillermo del Toro consigue imprimirle a Pacific Rim su personalidad más reconocible, o como suele decirse, su “sello de autor”. Disculpen la franqueza, pero no pueden menos que resultarme chocantes esos enconados esfuerzos destinados a corroborar que, con independencia de que haya firmado una película como Pacific Rim, Del Toro sigue siendo por encima de todo un “autor”. Tengo la sensación de que esa demostración a ultranza no alberga sino una especie de mala conciencia de los “incondicionales” (así se les llama) del cineasta mexicano, hecha con el propósito de o bien “defenderse” de quienes puedan mirarles por encima del hombro por el mero hecho de haber disfrutado con este carísimo tebeo de robots-gigantes-contra-monstruos-gigantes (es decir, para replicar a los botarates que siguen valorando el cine, ergo el arte, en función de eso que llaman, horror, El Tema), o bien para “perdonarle” a Del Toro un “pecado” que, dicho sea de paso, no se le suele disculpar a un cineasta infinitamente superior y de una trayectoria artística y profesional que a estas alturas debería estar ya más allá de toda duda como Steven Spielberg; es decir, el haberse atrevido a hacer un film hecho para esa entelequia (y cada día lo es vez más) conocida como “gran público”. Basta con estampar sobre Pacific Rim el sello Película De Autor para que automáticamente todo le sea disculpado. 

La razón de toda esa “dispensa” se fundamenta a mi modo de ver en la mala aplicación a ultranza de una teoría que hace ya muchos años que está obsoleta, al menos tal y como la entienden y siguen entendiéndola algunos hoy en día: la de la politique des auteurs. Nadie niega la importancia fundamental que tuvo la misma en su época, en cuanto estableció una valiosa metodología basada en los rasgos de estilo diferenciadores entre cineastas (es decir, la valoración del cine desde el punto de vista de su propio lenguaje) y su extraordinario mérito como reconocimiento de la labor de no pocos realizadores cuya obra no había sido juzgada y respetada como se merecía. Pero no es menos cierto que una mala aplicación endémica, superficial y reduccionista de la teoría de la política de los autores, en virtud de la cual el director es no ya el principal sino prácticamente el único responsable en exclusiva de todos y cada uno de los méritos artísticos de las películas que firma, y ello en función del reconocimiento de esos rasgos de estilo propios e intransferibles, degeneró con los años hasta convertir la teoría en un simple patrón que se aplica en virtud de un molesto silogismo según el cual: 1) un realizador es un autor, o se le considera como tal, porque tiene unos rasgos de estilo reconocibles + 2) ese realizador dirige un film que reúne esos rasgos de estilo que le definen como autor = 3) esa película es buena porque es de un autor. Un razonamiento teóricamente perfecto que, en la práctica, se estrella contra “casos” como el de Michael Bay, actual paradigma de la basura hollywoodiense por antonomasia pero que, no obstante, encaja perfectamente en esa simplista aplicación de la teoría de la política de los autores que acabamos de enunciar; de ahí que, como explicaba hace poco el colega Diego Salgado en el último número de Dirigido por… con respecto al último film de Bay, Dolor y dinero (Pain & Gain, 2013), ya haya críticos estadounidenses que han acuñado la expresión vulgar auteur para encasillar de algún modo a ese tipo de realizadores artísticamente nulos pero estilísticamente reconocibles que pueblan el cine mundial. Pero tampoco es necesario echar toda la culpa al pobre Michael Bay, quien a este paso acabará cayéndonos simpático a base de pura estulticia: existe otra forma de “degeneración” de la misma teoría, y es la que apunta a modelos más elevados, como puedan ser Alfred Hitchcock, John Ford o Ingmar Bergman. Desde el punto de vista de la aplicación simplista a la que me vengo refiriendo de esa teoría, parecería por tanto que el mérito de las películas de Hitchcock (o aquello que las hace fácilmente reconocibles) consiste en que en ellas salen “falsos culpables” o mujeres desnudas acuchilladas en la ducha, el de las de Ford, la presencia de simpáticos irlandeses borrachines y propensos a echarse a cantar, o el de las de Bergman, la de personas angustiadas por “el silencio de Dios”. O, si lo prefieren, que el mérito del cine de Béla Tarr consiste en que hace bonitos planos-secuencia, o que en las de Nicholas Ray hay unos colores que no veas… En definitiva, la sensación es de que se interpreta la parte por el todo o el todo por la parte: que se confunde (con resultados desastrosos) el hecho de tener un estilo reconocible con el hecho de que resulta perfectamente lícito cualquier resultado del ejercicio de ese estilo mientras se note que se tiene. Lo cual equivale a dejarse llevar si no por la pereza, al menos sí por una cierta inercia de pensamiento, bajar la guardia del rigor y dar por sentado que, por ejemplo, “si es de Haneke, será buena…”. Póngase el nombre de cualquier director, tanto si está o no de moda. El sello, la firma, la autoría identificable a simple vista, lo es todo; el resto, poco o nada. 
   
Acudir a la caducada política de los autores para justificar lo injustificable carece de razón de ser ante films todo lo “autorales” que se quiera, pero que en última instancia fracasan a la hora de medirlos mediante otra teoría mucho más sencilla y efectiva: la teoría del resultado. Desde este punto de vista (que, naturalmente, no tiene por qué ser compartido), creo que lo que ofrece Pacific Rim—y lo creo honestamente— está muy por debajo de lo que promete. No se puede negar que nos hallamos un film “de” Del Toro, por la sencilla razón que resulta prácticamente imposible hacerlo: la película es, estéticamente hablando, una variante de lo planteado por su director en las dos entregas de Hellboy (apariciones de Ron Perlman y, sí, Santiago Segura incluidas). Asimismo, resulta evidente el habitual enfoque cinéfilo de su firmante, empezando por bautizar a los —de nuevo, más o menos lovecraftianos— monstruos gigantes que aparecen a lo largo y ancho del relato como “kaijus” (por lo del kaiju-eiga: ¿lo pillan?), y acabando por las dedicatorias en los títulos de crédito finales —esos que jamás de los jamases casi nadie lee— a Ray Harryhausen e Ishirô Honda, precedidas por si fuera poco de sendos agradecimientos de Del Toro a nada menos que James Cameron, David Cronenberg, Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu. La trama de Pacific Rim, que empieza yendo, como suele decirse, al grano (en la primera secuencia, ¡ataca el primer “kaiju”!), para luego alargarse en exceso, es un singular destilado de otro par de las reconocidas filias (tiene muchas) de Del Toro: las películas de Godzilla y la célebre serie de televisión nipona de dibujos animados Mazinger Z (Majingâ Zetto, 1972-1974): el “¡planeador abajo!” y los “¡puños fuera!” también hacen, mas o menos, acto de presencia.
  
En sus líneas generales, el film apela a cierto espíritu de la fantasía sin complejos muy propio de Del Toro, si bien en este caso menos conseguido que en los Hellboy por culpa de una sobrecarga de bostezantes tópicos en lo que a la caracterización de personajes se refiere. En este sentido, la descripción de la psicología de los mismos carece del menor interés, y algunos se sostienen a duras penas por la profesionalidad y/o carisma de los intérpretes que les tienen a su cargo, caso del fatalista Stacker Pentecost (Idris Elba), el comandante de los “jaegers” (los robots gigantes pilotados entre dos o tres tripulantes que hacen frente a la invasión de los colosos), o el de Hannibal Chau (Ron Perlman), el tratante de restos de “kaijus”. No es el caso del protagonista, Raleigh Becket (Charlie Hunnam), y su típico trauma —¡los “kaijus” mataron-a-su-hermano Yancy (Diego Klattenhoff)!—, o el no menos convencional de “la chica”, la piloto japonesa Mako Mori (Rinko Kikuchi) —la “Sayaka” del film—, por más que este último, justo es reconocerlo, está presentado mediante las que sin duda alguna son las escenas más bellas de la película: el flashback dividido en dos partes que ilustra el origen del vínculo paterno-filial entre Mako y Pentecost, en un relato que está lleno, por cierto, de relaciones consanguíneas a las que no se les saca mayor provecho dramático: a las ya mencionadas hay que añadir el vínculo de sangre entre los dos atolondrados científicos Newton (Charlie Day) y Gottlieb (Burn Gorman), o la relación de padre e hijo entre Herc (Max Martini) y Chuck Hansen (Robert Kazinsky), penoso personaje este a quien le cabe el dudoso honor de centrar los peores y más execrables momentos del relato: la (tópica) mezcla de arrogancia y envidia con que recibe el retorno de Raleigh al equipo de los “jaegers”, y la previsible pelea a puñetazos con aquel, que el espectador está esperando desde la primera aparición en escena de Chuck para que alguien-le-dé-su-merecido a este último. Hay quien ha afirmado que a Del Toro no le importa el carácter convencional de estos personajes porque su principal deseo es concentrarse en las espectaculares secuencias de batalla entre los “jaegers” y los “kaijus”. Puede que sea así, más en la práctica esa intencionalidad no se percibe, habida cuenta de que la película invierte más de dos horas de metraje para contar lo poco que cuenta, entreteniéndose más allá de lo debido en la pobre descripción de los conflictos de esos asimismo pobres personajes durante minutos y minutos previos a los ataques del o los “kaijus” de turno: el aburrimiento campa a sus anchas en más de una ocasión. Y más después del engañoso arranque de la película, que empieza dibujándonos, vía comentario over y supuestas imágenes de reportajes televisivos, el ataque de los “kaijus” y cómo —se supone— la humanidad entera decide olvidar-sus-diferencias y unir-sus-fuerzas contra el enemigo común, en forma aquí de gigantescas criaturas extraterrestres procedentes de un “portal dimensional” (eso) que se abre en un punto determinado de las profundidades de océano. Es decir, lo que arranca como un relato-de-acción-trepidante, al poco se detiene para perder el tiempo mostrándonos con minuciosidad pero sin relieve las vicisitudes de unos personajes mediocres, consumiendo estérilmente minutos y minutos de un metraje, asimismo, de tamaño “kaiju”. No hay casa para tanto mueble. 

No comparto, empero, las (fáciles) comparaciones que han circulado estos días con, de nuevo, el inevitable Michael Bay y su saga Transformers; al contrario que en esta última, Del Toro demuestra que sabe filmar con cierta elegancia, imprimiendo a las batallas entre “kaijus” y “jaegers” de un ritmo casi lento: los planos generales de los colosos en liza se mantienen lo suficiente en pantalla de cara a resaltar así el gigantismo de los adversarios, lo cual brilla especialmente en el combate en Hong Kong, el más conseguido del film. Por lo demás, Pacific Rim no aporta nada que no hicieran previamente cineastas más modestos y/o defenestrados/despreciados por los críticos de autores como Koichi Takano y su (falsa) versión de Mazinger Z —Mazinger Z, el robot de las estrellas (Sûpâ robotto Maha Baronu, 1974)—, Stuart Gordon y su Robot Jox (1989) y hasta el Roland Emmerich de Godzilla (ídem, 1998): algunos momentos de Pacific Rim no andan demasiado lejos de lo propuesto por el realizador alemán a costa del simpático dinosaurio radiactivo con voz de falsete estrella de los kaiju-eiga de la productora Toho.

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, SEPTIEMBRE 2013, ya a la venta

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El núm. 338 de Imágenes de Actualidad dedica su portada a un espectacular avance del que probablemente será uno de los estrenos más taquilleros de las próximas navidades: El hobbit: La desolación de Smaug(The Hobbit: The Desolation of Smaug, 2013), la segunda entrega de la trilogía de Peter Jackson basada en la novela de J.R.R. Tolkien El hobbit. Otros títulos de los cuales se ofrecen avances dentro de la sección Primeras Fotos son: The Counselor (2013), de Ridley Scott; The Monuments Men (2013), de y con George Clooney; y Lone Survivor (2013), de Peter Berg.

La revista ofrece extensos reportajes de las más llamativas películas que veremos entre finales de este mismo mes de agosto y a lo largo del mes de septiembre, tal es el caso de: Riddick (ídem, 2013), de David Twohy; Kick-Ass 2: Con un par(Kick-Ass 2, 2012), de Jeff Wadlow, cuyo reportaje se complementa con una entrevista con su protagonista femenina, Chloë Grace Moretz; Asalto al poder (White House Down, 2013), de Roland Emmerich; Dolor y dinero (Pain & Gain, 2013), de Michael Bay; 2 Guns (ídem, 2013), de Baltasar Kormákur; Jobs (jOBS, 2013), de Joshua Michael Stern, que se acompaña a su vez con una entrevista con su intérprete principal, Ashton Kutcher; Rush(ídem, 2013), de Ron Howard; Mud (ídem, 2012), de Jeff Nichols; Tú eres el siguiente (You’re Next, 2012), de Adam Wingard; y las producciones españolas La gran familia española (2013), de Daniel Sánchez Arévalo, Otro verano (2012), de Jorge Arenillas, y Arraianos(2013), de Eloy Enciso. El número se completa, como es habitual, con las secciones Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; Videojuegos, de Marc Roig; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

Como homenaje al gran escritor Richard Matheson, fallecido a principios de este verano, dedico el Cult Movie a una de las más famosas adaptaciones al cine de una de sus mejores novelas, El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957), de Jack Arnold, la cual “puede entenderse como la crónica de un hombre que, en contra de su voluntad, va sumergiéndose (y, a medida que lo hace, aceptándolo) en un universo infinitesimal, tal y como certifican las extraordinarias escenas finales, en las cuales un Scott ya tan reducido que es capaz de pasar entre las minúsculas rejillas de una tela metálica se interna con decisión en el gigantesco universo desconocido del jardín de su casa, dispuesto a experimentar mientras pueda la aventura más grande que jamás nadie haya vivido, paradójicamente, en el más pequeño de los mundos”.

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Incidente en Isla Nublar: “PARQUE JURÁSICO”, de STEVEN SPIELBERG

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No es ningún secreto para nadie que, cuando Michael Crichton publicó en 1989 su novela Parque Jurásico (primera edición española: Plaza y Janés Editores, S.A., Barcelona, 1992), lo que hizo fue reciclar una idea que había desarrollado previamente en uno de sus mejores trabajos como guionista y director, Almas de metal (Westworld, 1973): si en este la trama giraba en torno a un insólito parque de atracciones futurista poblado por androides en el cual los clientes podían hacer realidad sus fantasías aventureras y/o eróticas en tres zonas temáticas bien diferenciadas, el Mundo Medieval, el Mundo del Futuro y el Mundo del Oeste (Westworld), Parque Jurásico lo hacía sobre la posibilidad de la creación de un parque temático para turistas cuya principal atracción serían dinosaurios de carne y hueso “resucitados” gracias al milagro de la clonación genética; en ambos casos, los dos parques acaban desbordando a sus creadores como consecuencia de catastróficos fallos mecánicos que provocan en su caso el descontrol de los androides y la liberación de los lagartos terribles. Todo ello, unido a la ya habitualmente gigantesca campaña mercadotécnica que acompañó al estreno de la película en salas y a ciertas “ganas” de algunos críticos sin profesionalidad que todavía no saben inhibirse de las técnicas de publicidad del cine de Hollywood y pensar por sí mismos, provocó que Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993) fuese un gran éxito taquillero porque así había sido diseñado pero que a cambio recibiese, al menos en España, algunas de las peores críticas de la carrera de Steven Spielberg. Lo cierto es que este film desprestigiado, si bien está lejos de los mejores trabajos de su autor (que Spielberg lo es, guste o no, es algo que a estas alturas está, o debería estar, fuera de toda duda), y que regresa a los cines con motivo de una reposición tras su reciente reconversión a 3D, se revela veinte años después de su estreno una obra que resiste el paso del tiempo mejor de lo que cabía esperar.

Algo que de entrada conviene desmentir, o cuanto menos matizar, consiste en la cacareada afirmación de que Spielberg destrozó la novela de Crichton en su traslado al cine, dado que el libro de este último, aún siendo más interesante que el guión de la película, tampoco es una obra maestra de la literatura (ni siquiera la mejor novela de Crichton: si tuviese que quedarme con una, me inclinaría sin dudarlo por Devoradores de cadáveres). Por otro lado, Crichton participó en la redacción del guión, aunque de creer lo que se dice su tarea consistió en limitarse a hacer una versión resumida de la trama del libro para adecuarla al formato de un largometraje de dos horas, algo que sabía hacer sobradamente dada su experiencia como guionista y director, por más que sea justo reconocer que algunas de las mejores ideas de la novela se malograron en esa adaptación; la principal, los apuntes relativos a la célebre “teoría del caos”, puesta en boca del Dr. Ian Malcolm (Jeff Goldblum), y aquí reducidos, teoría y personaje, a meros chistes.

Una de las acusaciones más frecuentes hacia Spielberg en general y hacia Parque Jurásico en particular reside en la supuesta pobreza de sus personajes. Y si bien es verdad que la mayoría de los que pueblan Parque Jurásicoadolecen de superficialidad —el ya mencionado Dr. Malcolm, la intrépida paleontóloga Ellie Sattler (Laura Dern), el cazador Robert Muldoon (Bob Peck), los pequeños hermanos Tim (Joseph Mazzello) y Lex Murphy (Ariana Richards)—, hay un par de honrosas excepciones, por más que no suelan verse reconocidas como tales: el paleontólogo Dr. Alan Grant y John Hammond, el anciano millonario que ha financiado la erección del Parque Jurásico en la isla costarricense de Nublar; no por casualidad, ambos corren a cargo de los dos mejores componentes del elenco, Sam Neill y Richard Attenborough respectivamente, y encarnan, indiscutible “toque” Spielberg, a los personajes sobre los cuales pivota la paradoja en torno a la imposibilidad de conciliar la fantasía y la realidad que se encierra en el fondo de muchos relatos característicos de su director.

Alan Grant, figura tocada con un sombrero que le da un aire a lo Indiana Jones, es descrito como un (otro) personaje cautivado por cierta “magia” inherente a su profesión: Alan ama los dinosaurios porque odia el mundo moderno (al principio del relato le vemos estropeando un ordenador con solo tocarlo; “Alan es incompatible con las máquinas”, apostilla Ellie); pero la idea de resucitar genéticamente a los lagartos terribles le fascina tanto como le aterra, consciente del riesgo que entraña mezclar con los seres humanos a criaturas sobre las cuales se desconoce casi todo. Ese sentido pragmático de las cosas se ve reforzado por el cuidado que pone Spielberg en mostrarle como un hombre lleno de recursos: al descender sobre la isla en helicóptero, como no sabe atarse el cinturón de seguridad, acaba atándoselo; aprovecha el agua de lluvia para llenar su cantimplora; y aplica en la práctica sus conocimientos sobre los saurios con tal de sobrevivir. Hammond es, como él, otro soñador, orgulloso de enseñarle al mundo la maravilla que ha financiado (su propósito es abrir el Parque Jurásico y vender entradas a precios populares para que nadie se vea privado de su visita); por eso mismo intenta que Alan le apoye en ese sueño (le dice que es el único del grupo de visitantes que puede comprender lo que está intentando conseguir); pero, al final, no tendrá más remedio que admitir que su sueño no es viable: que lo que realmente ha creado es una pesadilla. Resulta sintomática la secuencia, en ocasiones injustamente criticada, de la conversación íntima entre Hammond y Ellie: la misma se abre con un par de movimientos de cámara que asocian los muñecos, camisetas y souvenirs del Parque Jurásico con el anciano millonario comiendo helado, y termina con la amarga reflexión de Ellie respecto a que el parque es como el circo de pulgas con el que Hammond amasó su primera fortuna: otro sueño imposible.  

Este film, irregular en su primera mitad pero atractivo en la segunda, y a pesar de alguna innecesaria salida humorística —la escena en la que un dinosaurio herbívoro, y por tanto inofensivo, estornuda sobre la pequeña Lex y la cubre de mocos—, me parece en su conjunto mucho mejor de lo que suele decirse, haciendo gala, a pesar de su aparente ligereza, de un espléndido sentido del detalle que es el que acaba confiriéndole todo su interés: la hábil planificación corta de la primera secuencia, en la que un operario del parque es atacado por un velociraptor enjaulado; el viento lanzado por el helicóptero de Hammond sobre el esqueleto de dinosaurio que Alan, Ellie y su equipo están desenterrando (una bonita imagen que resume por sí sola el conflicto que se dirime en el fondo del relato); las extraordinarias secuencias de los ataques del tiranosaurio al coche donde los niños recorren el parque y luego al jeep que acude en su rescate, pletóricas de ingeniosos apuntes (el vaso de agua que vibra por las pisadas del saurio, la pata de cabra lanzada sobre el parabrisas, la pupila del saurio contrayéndose a la luz de la linterna que sostienen los aterrados chiquillos, el plano del retrovisor del jeep donde se refleja el tiranosaurio que les persigue); otro espléndido fragmento de suspense, el acoso a los niños en la cocina por dos velociraptores, asimismo lleno de sugerentes imágenes (la gelatina temblando en la cuchara que sostiene Lex, la sombra del animal superponiéndose al dibujo de la pared, el reflejo de Tim escondiéndose en el armario que despista al dinosaurio, el plano picado sobre el velociraptor en el instante en que asesta una dentellada a través de la trampilla por la que huyen los personajes); en particular, el inesperado lirismo de la escena final: como señaló José María Latorre en su momento, esa última y triste mirada de Hammond hacia la isla antes de subirse al helicóptero; o poco después de haber despegado, cuando Ellie y Alan intercambian miradas de ironía porque los niños se han dormido apoyados en el paleontólogo, quien detesta la idea de tener hijos con Ellie, en otro de esos apuntes de humor que, en el caso de Spielberg, provocan las consabidas acusaciones de conservadurismo de los modernos, sin tener en cuenta que, como ya ocurría con el clímax de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977) y las (torpes) acusaciones de “religiosidad” que la acompañaron, en Parque Jurásico los árboles (del prejuicio) tampoco dejan ver el bosque (la realidad que muestran las imágenes): retomando esa escena final del helicóptero, la mirada de Alan se aparta de la de Ellie y de los niños, para embelesarse en lo que realmente le apasiona: la visión de un grupo de pájaros, descendientes de los dinosaurios, surcando el cielo.

Si Parque Jurásico mejora con el paso del tiempo (o, sencillamente, uno no supo “verla” en el momento de su estreno), no puede decirse lo mismo de su secuela, El mundo perdido (The Lost World: Jurassic Park, 1997). Adaptación en este caso de la mediocre continuación literaria homónima de Parque Jurásico perpetrada por el propio Crichton (Edición española: El mundo perdido. Plaza & Janés Editores, S.A. Barcelona, 1995), cuyos libros fueron empeorando a medida que iba aumentando su popularidad como escritor, El mundo perdido tiene el dudoso honor de ser uno de los peores trabajos de su director, amén de innecesario, habida cuenta de que la siguiente secuela de la serie, Parque Jurásico III (Jurassic Park III, 2001), ni siquiera corrió a cargo de Spielberg, quien se limitó a producirla, sino de Joe Johnston. De entrada, El mundo perdidotiene el inconveniente respecto al primer Parque Jurásico de la eliminación del personaje de Alan Grant y la reducción del de John Hammond, centrando el protagonismo en el menos atractivo del Dr. Malcolm (de nuevo Jeff Goldblum), quien en esta ocasión comanda una nueva expedición a otra isla de Costa Rica llamada Sorna (sic), donde se supone estaba el laboratorio original de clonación de dinosaurios y en la cual estos últimos campean a sus anchas. La incorporación de nuevos personajes tan simples como la novia de Malcolm, Sarah Harding (Julianne Moore), su ayudante Nick Van Owen (Vince Vaughn), el ambicioso financiero Peter Ludlow (Arliss Howard) y otro cazador a las órdenes de este último, Roland Tembo (Pete Postlethwaite), no ayuda a animar una función que se sigue con decreciente interés y que culmina en un aparatoso epílogo en San Diego a lo King Kong, con Ludlow intentando sacar tajada del clausurado Parque Jurásico de Hammond mediante el arriesgado método del traslado de un tiranosaurio a la gran ciudad. Como siempre en Spielberg, no faltan imágenes atractivas y momentos de acción resueltos con habilidad, pero no compensan un relato, además, alargado en exceso. Sorprendentemente, con menos ínfulas y metraje, Parque Jurásico III resulta superior a El mundo perdido: recupera a Alan Grant/Sam Neill y a cambio ofrece un relato de aventuras sencillo pero eficaz, con al menos una excelente secuencia, nacida en las páginas de la primera novela de Crichton y descartada del guión del primer film, pero felizmente recuperada aquí: la que transcurre en el interior de la gigantesca pajarera donde anida una colonia de feroces pterodáctilos.

Sobre Parque Jurásico, puede consultarse también la interesante reflexión del amigo Sergi Grau en su Voiceover’s Blog: http://sergimgrau.wordpress.com/2013/08/02/jurassic-park/

2ª parte del “dossier” FRANCIS FORD COPPOLA, en CINE ARCHIVO

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Cine Archivo publica estos días la segunda y última parte del dossier centrado en la figura del realizador norteamericano Francis Ford Coppola. He contribuido al mismo con un par de textos: el primero, dedicado a un film por el cual siempre he sentido atracción por más que no esté considerado entre sus mejores trabajos, Legítima defensa (John Grisham’s The Rainmaker, 1997); y el segundo, centrado en una película tanto o más (creo que mucho más) discutida: Twixt (2011), de la cual hablé en este mismo blog (1), y por la cual, lo reconozco, siento especial debilidad. El mismo portal también recupera un comentario mío relacionado con el film de Coppola Youth Without Youth (2007), que no es sino mi texto a propósito de Tiempo de un centenario, la novela de Mircea Eliade en el cual se basaba aquél.

Legítima defensa:A la hora de hacer frente al visionado de “Legítima defensa”, resulta necesario salvar un par de escollos, para mí, importantes. El primero es el hecho de que se trata de una película basada en una novela de John Grisham, nefasto escritorzuelo de quien tuve la mala suerte de tragarme uno solo de sus populares libros, el mismo que dio pie a su popularidad y a la primera adaptación al cine de sus novelas —“La tapadera” (1993)—, cuyo éxito se prolongó en nuevas adaptaciones a lo largo de los diez siguientes años —“El informe pelícano” (1993), “El cliente” (1994), “Tiempo de matar” (1996), “Cámara sellada” (1996), “El jurado” (2003)—, todas ellas mediocres salvo el film que aquí nos ocupa. (…)El segundo grave inconveniente que presenta “Legítima defensa” reside en el hecho de contar con Matt Damon en el papel protagonista; mala elección, habida cuenta de que siempre me ha parecido un actor pésimo, pero a pesar de ello cuenta con “mejor fama” que su amigo Ben Affleck, no menos infausto pero que, por razones que se me escapan, goza de peor credibilidad como intérprete que su compañero coprotagonista y co-guionista de “El indomable Will Hunting” (por la cual, recordemos, ambos ganaron un Oscar)”.

Tiempo de un centenario:una extraña narración, a medio camino entre el relato fantástico y la digresión filosófica (estoy simplificando mucho), que en tan solo seis capítulos y las poco más de 170 páginas de la edición de bolsillo que he leído, narra la insólita historia de Dominic Matei, un viejo profesor de lingüística rumano que en 1938, y como consecuencia de los misteriosos efectos de la descarga de un rayo sobre su persona, no solo detiene su proceso natural de envejecimiento, sino que incluso rejuvenece hasta aparentar alrededor de 35 años. De este modo, Dominic deviene una especie de paria de la sociedad, dado que su insólita condición de inmortal le convierte de inmediato en objeto de curiosidad científica, así como en eje de una estrambótica intriga internacional a partir del momento en que los alemanes se interesan en su persona: su caso podría ser la demostración práctica de la veracidad de las delirantes teorías de un científico nazi que afirma que, con una descarga eléctrica controlada de hasta dos millones de voltios (sic), ¡el hombre sería capaz de alcanzar la inmortalidad! Todo ello obliga a Dominic a vivir escondido, o bien oculto bajo una identidad secreta, y a ir viajando constantemente para no ser reconocido en ningún sitio”.

Twixt:Lo más atractivo del resultado reside en que, paradójicamente, “Twixt” acaba siendo en última instancia una película total y absolutamente “fantastique”, tanto o más que muchos títulos “puros” inscribibles en los márgenes habituales / tradicionales / convencionales del género. Ello se debe, a mi entender, a que Coppola es consciente de que el buen cine fantástico es aquel cuya “pureza” de formas está intrínsecamente ligada a su puesta en escena, o lo que es casi lo mismo, que el buen cine fantástico no se define por el carácter “fantástico” de su temática (por más que la trama de “Twixt” esté llena de elementos convencionalmente considerados como tales: vampiros, fantasmas…), sino por el carácter “fantástico” de su lenguaje cinematográfico. En segundo lugar, hay en el film una labor de disección “deconstructiva” de las convenciones no ya del género fantástico sino de cualquier género cinematográfico que también podemos considerarla algo de por sí intrínseca e indirectamente “fantástico”, por lo que supone de operación contraria al orden natural de las cosas: analizar algo, ergo diseccionarlo, dividirlo por partes, ordenarlas y clasificarlas, equivale en cierto sentido a alterar su forma “natural” o “normal” y transformarlo en otra cosa o cosas, por más que el resultado venga a ser el mismo”.

Cine Archivo:
Especial Francis Ford Coppola (Parte II, 1984-2011):
Una cuestión de dignidad: Legítima defensa (1997):
Libro: Tiempo de un centenario:
El escritor y sus vampiros: Twixt (2011):

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/07/el-escritor-y-sus-vampiros-twixt-de.html

“DIRIGIDO POR…”, SEPTIEMBRE 2013, ya a la venta

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Dirigido por… llega a su núm. 436, correspondiente al mes de septiembre, dedicando su portada al contenido más extenso de este ejemplar: la primera entrega de un dossier de dos partes dedicado al famoso productor y realizador norteamericano Roger Corman.

Destacamos, asimismo, el largo artículo dedicado a la prestigiosa trilogía de Ulrich Seidl ParaísoParaíso: Amor (Paradies: Liebe, 2012), Paraíso: Fe (Paradies: Glaube, 2012) y Paraíso: Esperanza (Paradies: Hoffnung, 2013)—, analizada por Quim Casas, quien también firma la extensa reseña dedicada a Mud (ídem, 2013), de Jeff Nichols; los comentarios, para la sección de Televisión, de Behind the Candelabra (ídem, 2013), el film de Steven Soderbergh finalmente programado en la pequeña pantalla, y de la quinta y última temporada de la reputada teleserie Breking Bad (ídem, 2008-2013), y uno de los comentarios del artículo colectivo Formas actuales del cine español. Seis películas, seis miradas, a propósito de otros tantos estrenos de nuestra cinematografía, en el que también escriben Tonio L. Alarcón, Héctor G. Barnés y Ángel Sala. El número incluye las extensas reseñas dedicadas a Cruce de caminos (The Place Beyond the Pines, 2012), de Derek Cianfrance, escrita por Roberto Alcover Oti; el documental de Ken Loach El espíritu del 45 (The Spirit of the ’45, 2013), a cargo de Israel Paredes Badía; Asalto al poder (White House Down, 2013), de Roland Emmerich, reseñada por Tonio L. Alarcón; y, asimismo para la sección Televisión, el comentario de la primera temporada de la serie Bates Motel (ídem, 2013- ), escrito por Antonio José Navarro, quien también firma el del film La casa de la colina de paja (Exposé, 1975), de James Kenelm Clark, dentro de la sección Cinéma Bis. La revista incluye, como no podía ser menos, las secciones habituales de José María Latorre (Pantalla Digital) y Joan Padrol (Banda Sonora), y la de Críticas.

Como ya he mencionado, la pièce de résistancedel número es la primera entrega del dossierRoger Corman, compuesto este mes por cuatro extensos artículos: Serie B se escribe con C. Roger Corman (1954-1960), de Quim Casas, quien arroja una mirada general sobre los inicios profesionales de este cineasta en el período citado; De la B a la Z. Entre el “western” y la ciencia ficción, de Tonio L. Alarcón, quien pormenoriza la labor de Corman dentro de estos géneros; El ciclo Poe. Entre telarañas, decadencia y psicoanálisis, de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, centrado en la famosísima serie de películas de Corman inspiradas en textos de Edgar Allan Poe y protagonizadas por Vincent Price; y La reinvención de la serie B. Roger Corman productor (1954-1970), de Antonio José Navarro, en torno a su labor en esa primera etapa de su carrera en calidad de productor.

Este mes firmo un par de reseñas para la sección de Críticas: la de la estupenda El Llanero Solitario (The Lone Ranger, 2013), de Gore Verbinski, y de la de fallida Elysium (ídem, 2013), de Neill Blomkamp.

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La ciencia desencadenada: “FRANKENSTEIN UNBOUND”, de ROGER CORMAN

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[Nota previa: Como complemento del “dossier” que “Dirigido por…” dedica estos días a Roger Corman, recupero aquí el comentario que elaboré en su día para el libro co-escrito con Antonio José Navarro “Frankenstein: El mito de la vida artificial” (Nuer Ediciones. Madrid, 2000).] El origen de Frankenstein Unbound (1990) hay que encontrarlo, según parece, en el deseo, más caprichoso que otra cosa, del realizador Roger Corman de regresar al terreno profesional de la realización, faceta que tenía abandonada desde que dirigiera en 1971 El barón rojo (Von Richtofen and Brown). Tras diversos azares de financiación que se remontan a 1986 y que incluyen un primer tratamiento argumental escrito nada menos que por Wes Craven (1), Corman se decantó por una adaptación de la novela de Brian W. Aldiss Frankenstein desencadenado, firmada por él mismo en colaboración con el crítico de cine F.X. Feeney y que contó, de manera no acreditada como tal (si bien su nombre figura entre los agradecimientos finales), con la aportación del guionista Edward Neumeier en los diálogos. Aunque la película tuvo el mayor presupuesto que haya manejado nunca Corman, del orden de 10 millones de dólares, y un buen respaldo publicitario, el resultado fue un fracaso comercial, hasta el punto que en España sólo ha habido ocasión de verla en cinta magnética [con el título, añado aquí, de “La resurrección de Frankenstein”].

Ya hemos hablado de la novela de Aldiss en el capítulo dedicado a otras aproximaciones literarias al mito, por lo que aquí tan sólo nos limitaremos a apuntar las novedades introducidas por Corman en su versión, las cuales en general se caracterizan por su notable simplificación de las ideas del escritor. A cambios puramente formales, como que el protagonista, el político Joseph Bodenland, pase a llamarse Buchanan (John Hurt) y sea un científico en el film, y la desaparición de fragmentos enteros del libro, como la dramática estancia del protagonista en prisión y su desesperada fuga de la misma aprovechando una inundación, hay que sumar otras ideas que no hacen otra cosa que estropear el texto de Aldiss hasta el extremo de alterar, incluso, buena parte de su sentido.

Lo más notorio consiste en comprobar cómo traduce Corman en imágenes las dos principales ideas de Aldiss, a saber, la posibilidad de que la novela de Mary Shelley no fuese una obra de ficción sino un relato basado en hechos reales, y la equivalencia simbólica que se establece entre el experimento del Dr. Frankenstein y el nacimiento de un concepto de la ciencia entendida como fuente de horror, destrucción y muerte. La primera de las dos ideas es la peor expuesta en la película y la que da pie a sus momentos más endebles. Recuérdese que el libro de Aldiss gira en torno a la posibilidad de que un hombre del futuro retroceda en el tiempo hasta el año 1817 y una vez allí descubra la “auténtica” verdad que se oculta tras la gestación literaria de Frankenstein o el moderno Prometeo. Así como Aldiss planteaba la inquietante sugerencia de que Mary Shelley estuviese escribiendo su novela mientras se estaban sucediendo, paralelamente, los hechos que narra sin que ella tenga el menor conocimiento de los mismos, en la película la escritora (encarnada por Bridget Fonda) está más próxima a los acontecimientos, dado que incluso asiste como espectadora al juicio por asesinato contra la criada Justine (Catherine Corman) y será en la sala del tribunal donde Buchanan la verá por primera vez. Lo malo es que este cambio, a priori tan bueno como cualquier otro, no contribuye para nada a dotar de mayor densidad al relato. Es más, la posterior relación de Buchanan con Lord Byron (Jason Patric), Percy B. Shelley (Michael Hutchence) y la propia Mary no tiene ningún interés, no sólo gracias a la pésima labor de los intérpretes que cargan con el enorme peso que supone interpretar a los ilustres ocupantes de Villa Diodati, sino en particular por lo forzada y estereotipada que resulta aquí la atracción amorosa entre el protagonista y la novelista (que Buchanan le enseñe a Mary una copia impresa de su novela ya terminada puede tener su gracia, pero la posterior escena romántica en la que la joven se abraza al protagonista y le dice “Byron y Shelley predican el amor libre. Yo lo practico” es el peor momento del film).

Algo mejor resulta la ilustración de la idea de que el Monstruo de Frankenstein es, en realidad, el Monstruo de la Ciencia que amenaza con destruir a la humanidad en el futuro: una vez dado el paso, ya nada detendrá el afán del hombre por experimentar con fuerzas superiores a él: Frankenstein está desencadenado. El arranque de la película, bastante fiel aquí a la novela de Aldiss, es harto prometedor. Tras la cita de un pesimista comentario de Einstein (“Si llego a saber cómo acabaría todo esto, hubiese sido relojero”), el film nos sitúa en el futurista Nuevo Los Ángeles del año 2031, donde Buchanan está probando un arma de su invención que tiene como efecto secundario la posibilidad de abrir una brecha que permite viajar en el tiempo. También es sugestiva la escena, tomada asimismo de Aldiss, de los hijos de Buchanan enterrando su bicicleta en el jardín porque sus padres les han comprado una nueva. Por otro lado, el hecho de convertir al protagonista del relato en un científico a fin de fortalecer su relación con Frankenstein (Raul Julia) también resulta coherente, hasta el punto de erigirse en la mejor aportación de la versión de Corman respecto al libro de Aldiss (“Somos hermanos, doctor”, afirmará Buchanan).  Lamentablemente, la película tampoco termina de apurar las posibilidades de tan atractivo planteamiento, sobre todo a causa del débil retrato que ofrece del Dr. Frankenstein y de todo lo que afecta a su entorno (y a pesar, por descontado, de los ímprobos esfuerzos del malogrado Raul Julia a la hora de interpretarlo). La descripción de la Criatura (Nick Brimble) no rebasa el nivel del estereotipo, y Elizabeth (Catherine Rabett) también carece de relieve.

Uno de los aspectos más curiosos de Frankenstein Unbound consiste en comprobar de qué forma Corman había permanecido fiel a sus modos cinematográficos a pesar de llevar casi veinte años sin ponerse detrás de una cámara. El director nunca se ha distinguido por su elegancia y sutileza, ni siquiera en sus mejores títulos de la celebrada “serie Poe”, La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960) y El péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, 1962), que si por algo destacaban era por su deliberada exageración de los elementos plásticos y escenográficos, y en Frankenstein Unbound demuestra, para bien o para mal (más lo segundo que lo primero), que su concepción del cine no había variado con los años. Hay momentos en que el film exhibe lo peor de su estilo: esas tres innecesarias secuencias de las pesadillas de Buchanan, que no aportan absolutamente nada al relato, salvo un guiño gratuito, el estallido del pecho del protagonista, a la participación de John Hurt en la famosa Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979).

Los detalles que jalonan el relato también son harto irregulares. Hay uno particularmente extraño: Corman insiste al principio de la llegada de Buchanan a 1817 en las enormes guadañas que empuñan los campesinos del lugar y, más adelante, veremos al propio Buchanan defenderse del ataque de esos mismos lugareños empuñando un palo que también tiene forma de guadaña (¿una alusión indirecta al poder destructivo del científico?). Sin embargo, aquellos otros que pretenden “modernizar” el relato transmiten una penosa sensación de déjà vu: por ejemplo, el coche de Buchanan que lleva incorporado un ordenador que habla con una sinuosa voz femenina parece inspirado en el popular Delorian que aparecía en las tres entregas de la serie Regreso al futuro(Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985-90), mientras que el receptor de televisión del vehículo que informa de extravagantes desastres ocurridos en el mundo del futuro deja ver la aportación específica de Edward Neumeier al guión (2)

Otros momentos están, en cambio, más conseguidos: la bien rodada secuencia en la que el Monstruo persigue el carricoche conducido por Elizabeth; o la escena en la que la Criaturafemenina, la cual ha sido creada a partir del cadáver de Elizabeth (y no, como escribe Aldiss, con el de Justine), se da cuenta de su angustiosa nueva situación, y a continuación se suicida pegándose un tiro en el pecho con la pistola de Frankenstein: tanto el planteamiento dramático de este momento, como el artificio del decorado erigido en estudio donde transcurre la acción, anticipan claramente la posterior versión de Kenneth Branagh. Mas en su conjunto, Frankenstein Unbound es una insatisfactoria revisión no ya del mito de Mary Shelley sino también de una novela, la de Aldiss, cuyas sugerencias están apuntadas con escasa energía.

Notas.
(1) Según explica Arthur Joseph Lundquist en su excelente capítulo sobre este film aparecido en We Belong Dead (v. bib.), pag. 273, todo empezó cuando una encuesta de la Universal Picturesindicaba que un elevado porcentaje de público potencial estaría interesado en ver un film provisionalmente titulado Roger Corman’s Frankenstein. En realidad Corman no había manifestado hasta entonces el menor interés por el tema, pero a raíz de ahí empezó a estudiar la idea. En una entrevista concedida a la revista Cinefantastique en 1986, el director anunciaba oficialmente su intención de hacer una película basada en el personaje de Mary Shelley pero dándole un enfoque “futurista”. Entretanto, Wes Craven había escrito un primer tratamiento para ese posible “Frankenstein del futuro”, pero finalmente, cuando el proyecto fue puesto en manos de la Twentieth CenturyFox, Corman descartó el guión de Craven y se concentró en una adaptación de la novela de Brian Aldiss. Aunque Lundquist no lo aclara, es posible que el film de Corman fuera objeto de algún tipo de acuerdo posterior de cara a su explotación entre la Foxy la Warner Bros.,distribuidora de la película en vídeo.
(2) Acertadas reflexiones de Arthur Joseph Lundquist vertidas en op. cit. infra, pags. 275 y 281. Téngase en cuenta que Edward Neumeier había escrito tres años antes el guión de RoboCop (ídem, Paul Verhoeven, 1987), donde también había una irónica utilización de los informativos televisivos.

"THE TWILIGHT ZONE", en "MISTERIS" (RAC 1), con SEBASTIÁN D'ARBÓ

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La madrugada del pasado lunes, se emitió en RAC 1 el programa Misteris, de Sebastián D'Arbó, donde grabé una entrevista a propósito de la serie de televisión The Twilight Zone y del libro que escribí con Jordi Ardid, Àlex Barba, Sergi Grau, Joan Renter y Lluís Vilanova. 

Los interesados pueden encontrarla en el enlace: http://rac1.org/a-la-carta/. Dentro del mismo, se pueden descargar el programa Misteris, concretamente el archivo de las 02:00 horas. (Aviso: Programa grabado en lengua catalana).

Objetivo: La Casa Blanca 2: "ASALTO AL PODER", de ROLAND EMMERICH

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEESTE FILM.] Éramos pocos, y parió la abuela. No contentos con casi haber empezado este año 2013 con un buen asalto a la Casa BlancaObjetivo: La Casa Blanca(Olympus Has Fallen, 2013, Antoine Fuqua) (1)—, ahora casi lo acabamos con otro (cinematográficamente hablando, se entiende), pergeñado por el alemán largo tiempo instalado en Hollywood Roland Emmerich, quien parece tener una (divertida) filia, consistente en ver la destrucción de la residencia del primer mandatario de la nación norteamericana, tal y como ya hizo en Independence Day (ídem, 1996) —de la cual, por cierto, está preparando dos secuelas consecutivas: ID Forever Part I e ID Forever Part II: el que avisa no es traidor—, algo a lo que se hace referencia directa en los diálogos de Asalto al poder (White House Down, 2013), y así todo queda en casa.  

El avispado Emmerich, quien probablemente puso en marcha Asalto al poder con vistas a resarcirse de las posibles pérdidas económicas de su anterior y no tan comercial Anonymous (ídem, 2011), su mejor película por otro lado, y que, siguiendo la misma estrategia de mercado, seguramente ha reactivado Independence Day para compensar el fracaso comercial, al menos en los Estados Unidos, de su más reciente propuesta, plantea la misma siguiendo todos los tópicos de lo que hace ya mucho tiempo que se configuró como un género, subgénero o variante genérica con personalidad propia: el actioner. El John Cale (Channing Tatum) de Asalto al poder viene a ser, en este sentido, un heredero directo del John McClane de la serie Jungla de cristal, es decir, alguien que está-en-el-lugar-equivocado-y-en-el-momento-equivocado (¡cuánto enriquece el cine nuestro vocabulario!); nada nuevo bajo el sol, habida cuenta de que el héroe del film de John McTiernan tampoco era un dechado de originalidad, sino un destilado de cientos y cientos de héroes previamente brindados por la cinematografía estadounidense a lo largo de un siglo de historia. Casualmente, Cale se encuentra visitando la Casa Blancajunto a su hija Emily (Joey King); y, asimismo por casualidad, pues el destino es aquí más caprichoso que nunca, se convierte en el único hombre que puede (sigamos enriqueciendo nuestro léxico) marcar-la-diferencia y salvar una situación desesperada: la que se produce a raíz de la toma de la Casa Blanca por parte de un grupo paramilitar formado por elementos de extrema derecha y exsoldados desengañados por la política pacifista del presidente Sawyer (Jamie Foxx), un mandatario que, ¿otra casualidad?, recuerda vagamente a Barack Obama. La unión hace la fuerza (dicen): de ahí que, previo rescate del segundo por el primero, Cale y Sawyer acaben formando equipo, convirtiendo Asalto al poder en una (otra) variante de la fórmula de la buddy movie o “película de colegas”, mostrándonos de paso que, a pesar de su pacifismo y si se presenta la ocasión, el presidente de los Estados Unidos los tiene tan bien puestos como el inefable Harrison Ford de Air Force One (El avión del presidente)(Air Force One, 1997), película de otro alemán residente en Hollywood, Wolfgang Petersen.

A pesar de lo rutinario del guión, servido en bandeja por James Vanderbilt, y de la convencional funcionalidad de la realización, tan insípida y a la vez, y a pesar de todo, no desagradable de ver, característica de Emmerich (el alemán siempre ha sabido filmar, pero no expresar ideas con la cámara: no es lo mismo), hay algunos pequeños aspectos positivos que impiden que el desastre sea total y absoluto. Está, como siempre, el buen hacer de James Woods, quien tiene a su cargo el personaje clave de la función: Walker, el encargado de seguridad de la Casa Blancay, por eso mismo, el personaje perfecto para organizar un ataque contra ella desde dentro, tal y como ocurre aquí; en este sentido, la manera de apoderarse del lugar resulta relativamente más verosímil que la de Objetivo: La Casa Blanca, por más que la forma como se hacía en esta última fuera más divertida, de puro descacharre; en comparación, Asalto al poder parece algo más sobria, si bien dicha sensación no tarda en desvanecerse, pues el film de Emmerich funciona de menos a más: una vez tomada la sede presidencial, el resto deviene un delirio a base de misiles teledirigidos que repelen cualquier contraataque del ejército norteamericano, tanto da que sea con tanques o helicópteros, e incluso el Air Force One se va a parir monas… Hay que reconocer, empero, que Emmerich sabe manejar el tema de las escenas de acción, todas, como digo, bien filmadas, y sobre todo, bien planificadas; y flota sobre el conjunto del relato cierto humor soterrado que invita a no tomárselo demasiado en serio (suponiendo, claro está, que alguien mínimamente sensato pueda hacerlo), el cual se deja salir subrepticiamente a través de salidas cómicas, por más que, también hay que decirlo, se nota que están insertadas cronómetro en mano: porque “toca”, dicen, para-aliviar-la-insoportable-tensión.  
    
(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2013/05/la-caida-del-olimpo-objetivo-la-casa.html

Testigo mudo: "PERDER LA RAZÓN", de JOACHIM LAFOSSE

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEESTE FILM.] Parece ser que esta película de Joachim Lafosse —de quien nada había visto hasta ahora, si bien parece ser que el tercero de sus cinco largometrajes hasta la fecha, Propiedad privada (Nue propriété, 2006), conoció estreno en España— parte de un lamentable hecho real: el caso de Geneviève Lhermitte, una mujer que asesinó a sus cinco hijos el 28 de febrero de 2007 en la localidad belga de Nivelles. También es cierto, como ha reconocido el propio Lafosse en diversas declaraciones, que Perder la razón (À perdre la raison, 2012) no es ni pretende ser una reconstrucción fidedigna del caso Lhermitte, sino que toma ese dramático punto de partida para, a partir de un guión elaborado por el realizador en colaboración con Thomas Bidegain y Matthieu Reynaert, efectuar una ficción que ahonde bajo qué circunstancias alguien es capaz de llegar al extremo de matar a seres que son carne de su carne y sangre de su sangre movido únicamente por la desesperación. Perder la razón arranca con una corta escena, resuelta en un solo plano, en la cual vemos a Murielle (Émilie Dequenne), una de las protagonistas del relato, en el lecho de un hospital y dirigiéndose hacia alguien que está junto a su cama, preguntándole: “¿Los enterrarán en Marruecos?”. El tono sombrío de este momento se reafirma en la siguiente escena / el siguiente plano: un encuadre general de un avión estacionado en un aeropuerto, en el cual se cargan cuatro pequeñas cajas blancas: cuatro ataúdes. A partir de entonces, Perder la razón empieza un larguísimo flashback, que cubre la totalidad del resto de su metraje, para mostrarnos minuciosamente qué es lo que ocurrió en el pasado de Murielle que acabó conduciéndola a su actual situación, todavía difusa para el espectador en este punto del relato pero que se irá clarificando, en todo su dramatismo, a medida que avance el mismo.

Unos pocos años antes, vemos que Murielle es la novia de Mounir (Tahar Rahim), un joven marroquí que comparte piso con su benefactor, el doctor André Pinget (Niels Arestrup). No obstante, tal y como están presentados los personajes al principio de la trama, y teniendo en cuenta la familiaridad con que se tratan, resulta lícito pensar que André y Mounir son padre e hijo; esta es, precisamente, una de las peculiaridades del film, y lo que le confiere buena parte de su personalidad: no narra, muestra; no explica, sugiere; no especifica, indica; luego veremos cómo esta peculiaridad es consecuencia de una no menos minuciosa labor de puesta en escena. Pero antes demos más detalles del argumento. Mounir tiene problemas para encontrar trabajo, mientras que Murielle se gana bien la vida como maestra; agobiado por la falta de empleo, Mounir decide aceptar la oferta de André de que trabaje para él como secretario, concertándole las citas para su consultorio privado, y Murielle ve con buenos ojos la proposición. Detrás de esta oferta de André llegará otra: que la pareja, cuando se case, venga a vivir con él: está solo, tiene una casa muy grande, y se sentiría encantado de cederles espacio y que le hagan compañía. La pareja acepta. Pasa el tiempo: Mounir y Murielle van teniendo hijos, primero tres niñas, luego un varón. Murielle, que en un primer momento ha aceptado de buena gana las atenciones, el dinero y la ayuda de André con el piso, empieza a sentir deseos de irse a vivir con su familia a una casa más grande y, sobre todo, que sea suya. André soluciona ese problema a su manera: con la aquiescencia de Mounir pero no la de Murielle, compra un piso mayor que el anterior para seguir viviendo todos juntos. A Murielle le atrae la idea de irse a vivir a Marruecos, cerca de la bondadosa madre de Mounir, Rachida (Baya Belal), pero Mounir se resiste a dejar las comodidades que le brinda André; es más, cuando Mounir le promete a Murielle que hablará con André sobre el asunto y lo hace, este último se enfurece llamándoles desagradecidos, y Mounir no se atreve a llevarle la contraria. La situación empeora para Murielle, que se ve atrapada en una situación familiar y personal que no soporta, y que se va enrareciendo con las constantes recriminaciones de Mounir y André, quienes no paran de criticarla, insensibles al estado depresivo que se está apoderando de la muchacha, todo lo cual va unido a las vagas sospechas de Murielle de que la relación que Mounir tuvo de niño con André fue algo más que un vínculo entre benefactor y protegido…

Si bien es verdad que el guión desarrolla todo esto con admirable precisión, y está espléndidamente sostenido por sus intérpretes —desde un siempre magnífico Niels Arestrup a una Émilie Dequenne que da la sorpresa tras años de haberla visto haciendo mediocres interpretaciones en no menos malas películas (Rosetta, El pacto de los lobos)—, lo mejor de Perder la razón reside en la manera como Joaquin Lafosse expone todo esto. Ya he mencionado que el film no narra hechos, sino que más bien los muestra. De este modo, la presencia de la cámara se hace muy presente en todas las escenas en virtud de la planificación elegida, en virtud de la cual la cámara acaba ejerciendo una insólita función como de testigo mudo, que lo presencia todo pero no interviene en nada, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones. Esa presencia de la cámara se percibe, por ejemplo, en la forma de planificar algunas conversaciones, de modo que la cámara toma los planos/contraplanos de los personajes colocándose a la altura de los hombros de los mismos, como si fuera el punto de vista subjetivo de alguien que está, literalmente, mirando y escuchando por encima del hombro de los personajes lo que están haciendo y diciendo. Asimismo, las escenas filmadas en planos más abiertos están captadas con la cámara colocada junto al dintel de una puerta, o desde un rincón del decorado, sugiriendo siempre la presencia invisible de un tercero imparcial que observa desde un punto de vista cercano y a la vez alejado de los personajes; idéntica impresión producen las escenas de la escuela donde trabaja Murielle, en las cuales la cámara se coloca en el punto de vista de uno cualquiera de sus alumnos sentados en sus pupitres. La cámara está, por tanto, siempre presente, pero al mismo tiempo sabe mantenerse ausente: observa, pero no interviene; mira, pero no comenta lo que ve; registra los hechos, pero sin acotaciones, apuntes ni notas. Me parece una forma espléndida de sugerir la tragedia de Murielle, que se va desarrollando ante los ojos del espectador / del mundo pero sin que nadie pueda hacer nada por ella, salvo asistir a su proceso de perturbación mental, el mismo que la llevará a adoptar una demente decisión que el realizador resuelve de modo, asimismo, extraordinario: primero, mediante un largo plano general fijo de las tres niñas de Murielle mirando la tele en el salón (momentos antes hemos visto a la protagonista llevarse al varón, todavía un bebé, en brazos); oímos la voz de Murielle, llamando una a una a las niñas, a intervalos de pocos minutos y sin que el plano varíe; cuando todas las niñas han desaparecido del encuadre, el plano entonces se corta, para dejar paso a uno nuevo, un plano general de la casa, sobre el cual oímos en off la voz llorosa y desesperada de Murielle, telefoneando a la policía para advertirles que acaba de hacer algo espantoso a sus hijos… Perder la razón es una magnífica película.    

La joven y el autómata: "LA MEJOR OFERTA", de GIUSEPPE TORNATORE

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEESTE FILM.] Movido, lo reconozco, por cierta pereza, no había visto hasta fecha reciente esta película de Giuseppe Tornatore, un cineasta a mi entender poco estimulante, a pesar de la buena fama de la que suele gozar entre cinéfilos embriagados por la nostalgia del “cine de barrio” y “cine de pueblo” su irregular Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), y a la vista de los mediocres resultados de varios de sus films —El profesor (Il camorrista, 1986), Están todos bien(Stanno tutti bene, 1990), el últimamente reivindicado Pura formalidad (Una pura formalità, 1994), o Malena (ídem, 2000), este particularmente infausto—, si bien debo hacer un par de salvedades, por un lado, con La desconocida (La sconosciuta, 2006) y Baaria (Baarìa, 2007), porque no los he visto, y por otro, con El hombre de las estrellas (L’uomo delle stelle, 1995) y La leyenda del pianista en el océano (La leggenda del pianista sull’oceano, 1998), que hasta hace poco me parecían sus mejores trabajos. Digo que me lo parecían porque, a falta de haber revisado desde el momento de su estreno los títulos que le he visto, y de ver los que le desconozco, ahora mismo no dudaría en colocar en cabeza de mis preferencias sobre Tornatore a La mejor oferta (La migliore offerta, 2013).

Lo más logrado reside en la descripción del personaje protagonista, magníficamente interpretado por un siempre espléndido Geoffrey Rush: el tratante, subastador y coleccionista de arte Virgil Oldman. Los primeros minutos de la película se entretienen a describirle cuidadosamente como alguien un tanto especial: un hombre ya maduro, solitario, que vive en un apartamento tan lujoso como algo aséptico. De semblante sombrío y un tanto taciturno, viste elegantemente y, detalle importante, siempre usa guantes (en su piso tiene un ropero inmenso repleto de ellos), que cuando está fuera de casa no se quita ni para comer en los caros restaurantes que frecuenta, salvo para acariciar aquello que más ama: las pinturas cuyo tema es el retrato femenino. De hecho, en la enorme estancia de su vivienda a la cual solo se accede a través de una puerta acorazada, guarda el mayor de sus tesoros: una extraordinaria colección de retratos de bellas mujeres jóvenes de todas las épocas. Llegados a este punto, y más teniendo en cuenta que Tornatore, también autor del guión, va diseminando ciertos detalles al respecto (la pequeña celebración de su cumpleaños que le organizan los dueños del restaurante donde suele comer, y que Virgil recibe con frialdad y cierta tristeza contenida), no cuesta demasiado intuir que el gran problema del protagonista del relato consiste precisamente en esa existencia solitaria, sustentada por un modo de vida que le reporta mucho dinero y notable prestigio (su pericia como tasador de arte y sus elevados emolumentos como subastador provocan la admiración a su paso), pero a la que no se le ven mayores alicientes, salvo ese inmenso amor por el retrato femenino del cual, por descontado, se deduce no tanto una visión idealizada de la mujer por parte del protagonista como el peso de la ausencia de compañía femenina en un hombre acaso envejecido antes de tiempo: su apellido, Oldman (“hombre viejo”), también lo sugiere.

Pero Virgil está lejos de ser un ingenuo en lo que a su trabajo se refiere: su colección de retratos femeninos la ha ido reuniendo con los años gracias a la complicidad de su amigo, Billy (Donald Sutherland), que puja por él en las subastas de cara a la adquisición de esas pinturas; además, Virgil tiene un joven amigo, Robert (Jim Sturgess), un hábil restaurador mecánico al que hará partícipe de sus confidencias, y al que en el fondo envidia, por su juventud y su aparente facilidad para conseguir hermosa compañía femenina, bien sea la de su novia Sarah (Liya Kebede), bien la de una chica rubia con la que probablemente Robert engaña a la anterior. La “debilidad” de Virgil, como ya hemos visto, es otra. Y si bien es verdad que, tal y como se ha afirmado en algunos comentarios y en virtud de cómo está planteada, La mejor oferta resulta hasta cierto punto dramáticamente previsible, no es menos cierto que Tornatore no pretende jugar al suspense sino, más bien, convertir toda la extraña aventura del protagonista a partir del momento en que entra en su vida la misteriosa Claire Ibbetson (Sylvia Hoeks) en una especie de descripción de la psicología de aquél. Dicho de otra manera: por más que haya cierto suspense explícito en lo que se refiere a la extraña relación que se establece entre Virgil y Claire, en la práctica dicho suspense resulta meramente accesorio porque Tornatore prefiere concentrarse en el efecto implícito que tiene sobre Virgil la anómala situación que se produce: Claire ha contratado los servicios de Virgil como tasador para que haga un inventario de todo el arte que tiene en la vieja casa que dice haber heredado de sus padres, pero la joven, que se confiesa afectada por la agorafobia desde muy pequeña, se niega a salir de la vivienda y a que nadie la vea; las primeras conversaciones entre ella y Virgil se producen por teléfono, y luego a través de la pared que cobija la habitación secreta donde Claire vive sola desde hace años. No cuesta de ver el efecto que todo ello produce en Virgil, quien acaba llegando a la creencia de que ha encontrado en Claire a una mujer tan bella como la de los retratos que tanto ama, y además, tan solitaria como él; en suma, a una posible compañera de vida. Tornatore no descuida el carácter artificial, ergo falso, de esta extraña relación, pero esto siempre queda en segundo término de cara a realzar preferentemente la evolución psicológica del protagonista, quien por primera vez en su vida y antes de llegar al ocaso de su existencia nota un sentimiento de amor real hacia una mujer real, por más que en el fondo su afecto esté, por falta de experiencia, tan idealizado como el que profesa a su colección de arte.

Por descontado, la sombra de Alfred Hitchcock flota alrededor de todo esto: la historia del amor de Virgil hacia Claire no es sino una enésima variante de De entre los muertos (Vertigo, 1958); de hecho, ese amor vendría a ser el mcguffinde la función, algo muy importante para el protagonista pero en absoluto importante para Tornatore en cuanto a narrador, quien va despojando de misterio, ergo de idealismo, la relación al principio de amistad y finalmente amorosa entre esa extraña pareja, hasta desembocar en una conclusión, como digo, relativamente previsible, en cuanto coherente con la lógica interna del relato, pero que al mismo tiempo enriquece el perfil del protagonista. De hecho, el clímax del relato no consiste para mí en aquel acontecimiento que pone al descubierto la falsedad del entramado montado alrededor de Virgil, sino que dicho suceso no es sino el detonante de la verdadera (y magnífica) conclusión: ese travelling en lento retroceso que empequeñece a un Virgil de nuevo en soledad, sentado al fondo de ese restaurante de Praga que ha convertido en escenario de ese nuevo sueño idealista que él mismo se ha creado para seguir viviendo. Asimismo, lo más atractivo de La mejor oferta no consiste en el desarrollo (sólido, por lo demás) de la intriga que afecta a Virgil y Claire, sino en la atmósfera del relato, que con su visualización de un mundo en decadencia (el de Virgil y todo lo que él simboliza), enmarcado además en el contexto del amor al arte como telón de fondo, evoca a ratos los ambientes de la fallida antepenúltima película de Luchino Visconti Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974), pero sus resultados se encuentran más cerca, afortunadamente, de ese excelente film de Dino Risi titulado Alma perdida (Anima persa, 1977) (1), por lo que comparte con él de crónica decadente y a la vez sobre la decadencia de un modo de vida (el representado, de nuevo, por Virgil), la cual se va densificando a medida que avanza a base de la sensación de impregnación que van proporcionando los detalles de puesta escena: los travellings que recorren los retratos femeninos que colecciona Virgil; el carácter metafórico de la progresiva reconstrucción del autómata que Robert va confeccionando a partir de las piezas que Virgil encuentra en la casa de Claire; Virgil viendo por primera vez a Claire, escondido detrás de una estatua; el personaje de la enana (Kiruna Stamell) que desde su baja estatura, a ras del suelo, es la testigo decisiva de los auténticos acontecimientos… Una interesante película, que sabe extraer un notable partido de su rocambolesco planteamiento argumental a base de sugerencias que equivalen a notas o digresiones a pie de página que enriquecen su sentido.

(1) Véase mi comentario para el portal Cine Archivo: http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=52220

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, OCTUBRE 2013, ya a la venta

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The Amazing Spider-Man 2 (ídem, 2014), de Marc Webb, ocupa la portada del núm. 339 de Imágenes de Actualidad, correspondiente al mes de octubre de 2013. Este film es objeto de un extenso reportaje en la sección Primeras Fotos, dentro de la cual hallamos avances de otros títulos no menos jugosos, como El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), de Martin Scorsese, y RoboCop (ídem, 2014), de José Padilha.

La actualidad cinematográfica del mes la ocupan los reportajes dedicados a: Gravity(ídem, 2013), de Alfonso Cuarón, y Cuerpos especiales (The Heat, 2013), de Paul Feig, los cuales se completan con una entrevista con la protagonista de ambos films, Sandra Bullock; Don Jon (ídem, 2013), dirigida y protagonizada por Joseph Gordon-Levitt; El mayordomo (The Butler, 2013), de Lee Daniels; El quinto poder (Dentro de WikiLeaks) (The Fifth Estate, 2013), de Bill Condon; Las brujas de Zugarramurdi (2013), de Álex de la Iglesia; Prisioneros(Prisoners, 2013), de Denis Villeneuve; The Bling Ring (ídem, 2013), de Sofia Coppola, que se acompaña de una entrevistacon una de sus protagonistas, Emma Watson; Una cuestión de tiempo (About Time, 2013), de Richard Curtis; Insidious: Capítulo 2 (Insidious: Chapter 2, 2013), de James Wan; Plan de escape (Escape Plan, 2013), de Mikael Hafström [Nota bene: Aparece el reportaje en este número como consecuencia del aviso de última hora de la distribuidora aplazando su estreno hasta el 5 de diciembre.]; Capitán Phillips (Captain Phillips, 2013), de Paul Greengrass; la ganadora del Festival de Cannes 2013 La vida de Adèle (La vie d’Adèle, 2013), de Abdellatif Kechiche; y Todos queremos lo mejor para ella(Tots volem el millor per a ella, 2013), de Mar Coll. A todo ello se suman las secciones habituales: Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; Videojuegos, de Marc Roig; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

Dedico el Cult Movie del mes a la famosa película sobre la investigación periodística del escándalo Watergate Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976), dirigida por Alan J. Pakula y protagonizada por Dustin Hoffman y Robert Redford, este último también uno de sus productores: “transmite en más de un momento la impresión de hallarnos, más que ante una obra personal de su director, ante un excelente trabajo de equipo, donde tanto peso específico tiene Pakula como realizador (cuya labor como coordinador de talentos no merece ser echada en saco roto), el guionista William Goldman, responsable de un libreto ejemplar, las excelencias del elenco de intérpretes, la labor del director de fotografía Gordon Willis y la del diseñador de producción George Jenkins. Salvando las distancias, “Todos los hombres del presidente” recupera en parte la sequedad narrativa, esa aparente frialdad de exposición de hechos que encubre en el fondo una gran turbulencia emocional, característica de dos de los últimos y mejores trabajos de Fritz Lang en los Estados Unidos, “Mientras Nueva York duerme” (1956) y “Más allá de la duda” (1956), con la que comparte además su esforzado retrato —no tan brillante como los de Lang, pero no menos incisivo— de una sociedad enferma, dominada por el miedo, que bajo su apariencia de confort encubre una violencia soterrada, un callado sometimiento a un poder gubernamental oscuro y siniestro que opera impunemente en la clandestinidad”.

Firmo también la crítica del celebrado film de Jeff Nichols Mud (ídem, 2013).


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El planeta sin nombre: "RIDDICK", de DAVID TWOHY

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEESTE FILM.] Acaso porque no me esperaba nada especial de ella, puesto que ni me cuento entre los admiradores de, cielos, Vin Diesel, ni tampoco soy un incondicional de lo que hasta ahora era un díptico, el formado por Pitch Black (ídem, 2000) y Las crónicas de Riddick (The Chronicles of Riddick, 2004), y a pesar incluso de tratarse de un título insatisfactorio en sus líneas generales, lo cierto es que Riddick(ídem, 2013), la película que convierte en trilogía la saga del antipático antihéroe galáctico realizada por David Twohy, no es un título despreciable. Contrariamente a lo que se ha dicho estos días (y, como siempre digo aunque quizá no se me crea, no es una actitud adoptada de antemano), me parece un acierto que Riddick recupere el tono y el espíritu rayanos en la antigua serie B de Pitch Black, alejándose voluntariamente del fallido tono de superproducción de Las crónicas de Riddick. Desde este punto de vista, se le podrá reprochar a esta nueva película su patente falta de originalidad, pero creo que a cambio se presenta como una producción honesta y directa, de presupuesto por debajo de la actual e hipertrofiada media hollywoodiense(38 millones de dólares) y que luce con cierto descaro su condición de producción se diría que íntegramente rodada en estudio y frente a pantallas verdes que, claro está, no se ven, pero casi se “huelen”.


Nada más empezar, el film despacha con celeridad las circunstancias que llevaron a Riddick (Diesel) del trono donde acababa Las crónicas de Riddick y que le conducen, vía la traición de Vaako (un fugaz Karl Urban), puerta abierta a una posible cuarta entrega, a un árido planeta sin nombre donde el protagonista es abandonado a su suerte. Se nota, a juzgar por esa prisa inicial (también, probablemente, porque tampoco hay necesidad de alargar ese prólogo más de la cuenta), que Twohy, asimismo guionista, tiene ganas de llegar cuanto antes a ese mundo desértico y lleno de peligros, tanto da que sean estanques de agua envenenada, como una fauna particularmente hostil en forma de cánidos parecidos a las hienas o repugnantes criaturas “lovecraftianas” que se ocultan deliberadamente bajo la cenagosa superficie de los pocos abrevaderos de agua potable, y que (curiosa idea) se desplazan por la seca superficie del planeta al amparo del húmedo abrigo que les proporcionan las amenazadoras tormentas con gran aparato eléctrico capaces de arrasar la seca superficie de un lugar que parece rechazar la vida, en el cual Riddick sobrevive valiéndose de todo su ingenio para adaptarse al medio, improvisar armas y buscar refugio (en sus propias palabras, recuperando su “lado animal”). Casi huelga añadir que, asimismo como se ha dicho estos días hasta la saciedad y que no tengo problemas en suscribir, lo mejor de Riddick se sitúa en los aproximadamente veinte primeros minutos de su metraje, los que describen la llegada y primeros movimientos del protagonista por el planeta sin nombre, en los cuales Twohy hace gala de sus mejores recursos como realizador: los mismos de sus agradables ¡Han llegado! (The Arrival, 1996), Below (2002) y la mencionada Pitch Black; no he visto Timescape (1992) ni Escapada perfecta (A Perfect Getaway, 2009). Eso no quiere decir que el interés de Riddick concluya una vez pasados esos veinte minutos, si bien es verdad que el mismo se resiente con lo que viene a continuación: la llegada a ese mismo planeta de dos grupos de cazadores de recompensas, uno al mando del irascible Santana (Jordi Mollà, quién lo ha visto y quién lo ve) y otro comandado por el más sereno pero no menos violento Johns (Matt Nable), ambos advertidos de la presencia de Riddick en el planeta por el propio protagonista, quien ha logrado activar una señal de alarma y está a la espera de que alguien venga a darle caza para intentar conseguir así una vía de escape en la nave o naves que transportarán a los cazadores. Digo que el film se resiente con la llegada de estos personajes porque no solo reduce la fuerza e intensidad visual del principio (aún sin perderla por completo), sino porque, como hasta cierto punto era previsible, el dibujo de los cazadores de recompensas da pie para tamizar el relato con todo tipo de tópicos y convenciones heredados del actionerde los ochenta, y antes, del western. No anima la función de un modo excesivamente particular el hecho de que uno de los componentes del equipo de Johns sea una mujer, Dahl, descrita, cómo no, como alguien tan-dura-como-cualquier-hombre con tal de hacerse respetar en un entorno fuertemente masculinizado (a pesar, empero, del atractivo que imprime al personaje la simpática Katee Sackhoff, luciendo aquí prácticamente el mismo vestuario de la serie de televisión Galáctica: Estrella de combate).


Pese a todo, y recuperando, como digo, parte del espíritu pero también del planteamiento dramático de Pitch Black, la introducción de los cazadores de recompensas en la trama da pie a que, durante una considerable parte del metraje central de la película, el principal protagonista casi desaparezca, convirtiéndose en una amenaza en segundo término del relato, el cual pasa a adoptar principalmente el punto de vista de los mercenarios. Más allá de la anécdota de que ello contribuya a la desaparición de Vin Diesel de la pantalla durante unos cuantos buenos minutos (se agradece), de este modo el personaje de Riddick adquiere más relevancia y peso dramático: por así decirlo, es más interesante lo que los demás explican de Riddick que ninguna de sus reflexiones en voz over (las que acompañan aquellos veinte primeros minutos del metraje); como ya ocurría en Pitch Black, el personaje es mejor como presencia de fondo que como protagonista que lleva la voz cantante, pues tampoco da mucho más de sí (acaso este fuera el error de Las crónicas de Riddick), a pesar de que ese efecto dramático queda aquí algo diluido por el hecho de tratarse ya de la tercera película sobre el mismo: el espectador no acude “virgen” a su visionado. Dejando aparte la insistencia de emparentar a Riddick con Pitch Black, tanto a nivel de guión —Johns busca a Riddick no porque le interese el precio puesto a su cabeza…, sino porque es el padre de William J. Johns (Cole Hauser), personaje presente en la primera película, y quiere exigirle explicaciones sobre las circunstancias de su muerte en aquélla— como de puesta en escena —el plano general en el cual, a la luz del fogonazo de un relámpago, Riddicjk descubre la masa de monstruos que le acechan al pie de la ladera donde está encaramado: en Pitch Black había otro de construcción muy similar—, el film llama la atención, positivamente, por la física solidez de las escenas de acción, no solo las de los repetidamente mencionados primeros veinte minutos, sino buena parte de las que acontecen alrededor de los cazadores de recompensas y el bastante logrado clímax que relaciona a todos los personajes, unidos en la causa común de salvar el pellejo frente al ataque del ejército de monstruos. También resulta llamativo el hecho de que, a pesar de su tópica caracterización, los personajes consigan la nada despreciable hazaña de parecer antipáticos, dibujando así, y fuera o no intención de Twohy, un contexto que invita a adoptar cierta distancia hacia el relato, favoreciendo de este modo la descripción de un universo despiadado.

“TERENCE FISHER”, de JOAQUÍN VALLET, en CINE ARCHIVO

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Acaba de publicarse en el portal Cine Archivo un comentario mío a propósito del estupendo libro que ha escrito Joaquín Vallet sobre Terence Fisher, núm. 96 de la espléndida colección Signo e Imagen/Cineastas de Cátedra. Dicho comentario va acompañado de una entrevista que le hice al autor de este ensayo el cual, esperemos, contribuya a aumentar el merecido prestigio del autor de Drácula (Dracula, 1958).

Cine Archivo:
Libros:
El libro del mes: “Terence Fisher”:

“DIRIGIDO POR…”, OCTUBRE 2013, ya a la venta

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La nueva película de James Wan, Insidious: Capítulo 2 (Insidious: Chapter 2, 2013), es el film de portada del núm. 437 de Dirigido por…; firma su comentario Roberto Alcover Oti. La revista de este mes viene cargada de comentarios de películas de primerísima actualidad: The Bling Ring (ídem, 2013), de Sofia Coppola, analizada por Israel Paredes Badía; Las brujas de Zugarramurdi (2013), de Álex de la Iglesia, según Diego Salgado; Una cuestión de tiempo (About Time, 2013), de Richard Curtis, abordada por Carlos Tejeda, quien también firma la reseña de La espuma de los días (L’écume des tours, 2013), de Michel Gondry; La vida de Adèle (La vie d’Adèle, 2013), de Abdellatif Kechiche, que reseña Beatriz Martínez, quien asimismo firma el comentario crítico de Capitán Phillips (Captain Phillips, 2013), de Paul Greengrass; Gravity(ídem, 2013), de Alfonso Cuarón, reseñada por Ángel Sala; y Blackfish(ídem, 2013), de Gabriela Cowperthwaite, analizada por Tonio L. Alarcón, quien igualmente firma para la sección Televisiónel comentario de la serie La cúpula (Under the Dome, 2013- ). Otros destacados contenidos son la crónica delFestival de Cine de Venecia, escrito por Carlos Elorza en colaboración con Fernando Iradier, Iñaki Ortiz Gascón y Maite Echeburúa; y Escrituras y reescrituras en el último cine español, un artículo de Quim Casas que aborda el comentario conjunto de La herida (2013), de Fernando Franco, Todos queremos lo mejor para ella (Tots volem el millor per a ella, 2013), de Mar Coll, La plaga (2013), de Neus Ballús, El miedo (La por, 2013), de Jordi Cadena, Gente en sitios (2013), de Juan Cavestany, y Caníbal (2013), de Manuel Martín Cuenca. Más cosas aún: en la sección Flashbackhallamos, por un lado, el artículo de Ramon Freixas y Joan Bassa Jesús Franco todavía cabalga, comentando la edición en DVD de las seis últimas películas del malogrado cineasta; y, por otro, el comentario de la edición en DVD de la 2ª temporada de la mítica serie de televisión The Twilight Zone (1959-1964), a cargo de Antonio José Navarro; y la sección Paralelismos, que se centra este mes en la figura del recientemente fallecido director de fotografía Gilbert Taylor, abordada por Christian Aguilera. El número se completa con las secciones de Críticas; Pantalla Digital, de José María Latorre; Banda Sonora, de Joan Padrol; y En busca del cine perdido, dedicada en esta ocasión al film de Jean Negulesco Tres extraños (Three Strangers, 1946), que firma Lluís Satorras.

El núcleo central del número de este mes vuelve a ser el “dossier” Roger Corman, que concluye en esta segunda entrega, la cual incluye, entre otros, los siguientes artículos: A tiro limpio. Roger Corman y el cine negro, de Ramon Freixas y Joan Bassa, sobre las aportaciones como director y productor de Corman al policíaco; Un “nuevo mundo” en Hollywood. Roger Corman en la New World, de Ángel Sala, en torno a su etapa en dicha productora; y Hechos y recelos. ¿Es Roger Corman un autor?, en torno a las interpretaciones sobre su personalidad cinematográfica, cuestión que aborda Antonio José Navarro. El dossier se completa con una entrevista exclusiva con Corman, por parte de nuestro colaborador en Los Ángeles Gabriel Lerman.

Mi contribución a la revista de este mes consiste, precisamente, en un artículo para esta segunda parte del dossier Corman: el titulado Los hijos de la factoría. Roger Corman descubridor de talentos, en torno a la larga lista de famosos directores del cine estadounidense de los años setenta y ochenta que debutaron a sus órdenes (Coppola, Hellman, Scorsese, Bogdanovich, Dante, Demme, Cameron…): “Hábil propagandista de sí mismo y su leyenda, Roger Corman siempre ha hecho gala de una de las cualidades por la cual es más recordado dentro de su faceta como productor, si no la que más: su «olfato» como descubridor de talentos que, en la mayoría de los casos, luego han llevado a cabo famosas carreras dentro del mundo del cine norteamericano”.

También firmo el comentario del controvertido film de Lee Daniels El mayordomo (The Butler, 2013): “Acaso como consecuencia de los encendidos elogios de los que disfrutó “Precious” en los Estados Unidos con motivo de su estreno –ganó dos premios Oscar, y obtuvo otras cuatro candidaturas, entre ellas las de Mejor Película y Mejor Director–, y por el contrario, los tremendos varapalos críticos y el fracaso comercial de “El chico del periódico” (cuya magnitud no puedo valorar al no haberla visto), el tratamiento fílmico de “El mayordomo” parece condicionado por un posible esfuerzo a la desesperada de Daniels por recuperar el prestigio que le deparó “Precious” mediante una nueva y más ambiciosa mirada al tema del orgullo afroamericano, a través de un relato basado, además, en-hechos-reales, con toda la (supuesta) aureola de seriedad y rigor que suele flotar alrededor de los films inspirados en ese tipo de hechos, de cara a impresionar a un público que esté (pre)dispuesto a dejarse intimidar por ello”.

Concluyo con mi crítica de Al final todos mueren(2013), film colectivo firmado por Javier Fesser, Javier Botet, David Galán Galindo, Roberto Pérez Toledo y Pablo Vara.  

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“LA ÚLTIMA TENTATIVA”, de ROBERT MULLIGAN, en CINE ARCHIVO

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Nueva colaboración para el portal Cine Archivo, el cual publica este mes la primera entrega de un dossier en dos partes dedicado a la obra del interesante cineasta norteamericano Robert Mulligan, y al cual contribuyo con el comentario de una de sus películas menos conocidas de los años sesenta: La última tentativa(Baby, the Rain Must Fall, 1965), protagonizada por Lee Remick, Steve McQueen y Don Murray: “una película que guarda numerosos puntos de contacto con el grueso de la filmografía de Robert Mulligan. De entrada, es su segundo largometraje protagonizado por Steve McQueen después del más ligero “Amores con un extraño” (1962), en el cual, por cierto, el actor encarnaba a un músico, mientras que aquí es un aspirante a serlo. Asimismo, es su segundo film escrito por el guionista y dramaturgo Horton Foote después de “Matar un ruiseñor” (1962), para quien esto suscribe el mayor logro de Mulligan no ya en la década de los sesenta como de toda su filmografía, si bien en esta ocasión Foote no adapta un material literario ajeno (en aquélla fue, resulta obvio recordarlo, la extraordinaria novela de Harper Lee), sino su propia obra de teatro, “The Travelling Lady”, estrenada en 1954.


Cine Archivo:
Especial Robert Mulligan (Parte I, 1956-1967):
La fuerza del destino: La última tentativa (1965):

Clara y Eleanor: “BYZANTIUM”, de NEIL JORDAN

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEESTE FILM.] Por más que Byzantium(2012) supone, casi huelga decirlo, la segunda incursión del realizador irlandés Neil Jordan en la temática vampírica después de Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, 1994), y a pesar de que su nueva mirada sobre el tema guarda, entre otros, ecos puntuales de su (superior) versión de la irregular novela de Anne Rice, hay muchas y notables diferencias entre ambos films. Los vampiros de Byzantium, o mejor dicho, las vampiresas protagonistas del relato, Clara (Gemma Arterton) y su hija Eleanor (Saoirse Ronan), son seres tristes que pasean en soledad sus doscientos años de existencia, malviviendo como mejor pueden una vida trashumante. Eternamente “congeladas” en la apariencia física de la edad en la que adquirieron la inmortalidad, Clara dentro de los 20 años y Eleanor en los 16 (como Claudia/Kirsten Dunst, la inolvidable niña-vampiro de Entrevista con el vampiro), la escasa diferencia de edad existente entre ellas a simple vista las obliga a fingirse hermanas: Clara va por ahí afirmando tener la custodia legal de su “hermana” menor.


Clara consigue dinero para pagarse un alojamiento en apartamentos u hoteles dedicándose a la prostitución o trabajando como bailarina en clubes nocturnos de segunda categoría (al principio del film, la vemos ejecutando un lap dance a beneficio de un cliente con las manos demasiado largas); y ambas mujeres sacian su sed de sangre mediante idéntico procedimiento, usando no sus colmillos (no los tienen), sino la uña de su dedo pulgar, que crece a voluntad, para clavarla en las gargantas o muñecas de sus víctimas y luego succionar su sangre por la herida, si bien las vampiresas difieren por completo a la hora de elegir a aquéllas: Clara se aprovecha de los individuos de baja estofa que van detrás suyo para follársela (como explica Eleanor en voz over, su madre siempre ha tenido “facilidad” para atraer a los hombres: ¿acaso no resulta lógico que una vampiresa use su poder de seducción para conseguir lo único que le interesa para subsistir: dinero y sangre?); en cambio, Eleanor busca a personas ancianas y enfermas, a las cuales les ofrece algo que a ella le está negado: acabar lo más suavemente posible con el sufrimiento inherente a una existencia demasiado prolongada que ya ha devenido intolerable y fatigosa. Aunque pueden pasearse a la luz del día, las vampiresas de Byzantiumprefieren la noche, las mejores horas para esconderse y pasar desapercibidas, hasta que llega el momento en que Clara toma la decisión, obedecida de mala gana por Eleanor, de cambiar de refugio: el concepto de hogar no existe para ellas.


Neil Jordan no parte en esta ocasión de un guión propio —es la primera vez que no lo hace desde La extraña que hay en ti (The Brave One, 2007), ese excelente thrillerque incomoda a tanta gente por el mero hecho de que, horror, obliga a pensar—, sino de uno firmado por Moira Buffini, firmante de los guiones de la interesante nueva versión de Jane Eyre (ídem, 2011) de Cary Fukunaga estrenada hace un par de temporadas y de Tamara Drewe (ídem, 2010), la comedia de Stephen Frears asimismo protagonizada por la actriz Gemma Arterton, con lo que cabe la posibilidad de que fuera esta última, quien actualmente goza de cierto estrellato dentro de la industria del cine británico, la que interesara a Jordan en el guión de Buffini para Byzantium, el cual parte a su vez de una obra de teatro de la propia Buffini, titulada A Vampire Story, estrenada en 2008. A falta de conocer esta última, y a juzgar por las informaciones que circulan sobre Buffini, esta autora es amiga de incluir en algunos de sus textos teatrales referencias históricas y culturales de todo tipo; por ejemplo, Silence(1999) gira alrededor del reinado de Etelredo II el Indeciso, monarca de Inglaterra entre el 978 y el 1016 de nuestra era, y su esposa Emma de Normandía, trazando un paralelismo entre los “años oscuros” de la edad media (476-1000) y el cambio de milenio del 2000/2001; y Welcome to Thebes (2010), representada en el Royal National Theatre de Londres bajo la dirección de Richard Eyre, juega al anacronismo presentándonos una ciudad de Tebas en pleno siglo XX y una trama que contiene referencias a la Antígona de Sófocles, al Hipólito de Eurípides y a la Lisístratade Aristófanes. Buffini también cuenta en su haber con una adaptación teatral de la novela infantil de fantasía de Catherine Storr Marianne Dreams, representada en 2007. Desconociendo, insisto, las mencionadas obras de teatro de Buffini, e ignorando si Jordan ha tenido alguna intervención directa en el guión (la tuvo, por ejemplo, en el de Entrevista con el vampiro, que reescribió por completo, aunque luego tuviera que renunciar a su crédito como guionista en beneficio exclusivo de Anne Rice), cabe especular con que las referencias culturales que asoman en Byzantiumson de la cosecha de Buffini, o que entre esta última y Jordan puede haberse dado una estrecha colaboración o al menos un reconocimiento e identificación del cineasta irlandés en la obra de la guionista y dramaturga hasta cierto punto similar a los que se dieron entre Jordan y la escritora Angela Carter cuando ambos firmaron el guión de En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984) (1).


Byzantium no es tanto el nombre del hotel que acaba de heredar Noel (Daniel Mays) de su difunta madre, y en el cual se instalan Clara y Eleanor, como una referencia a Bizancio, que como recuerda en un momento dado un personaje secundario pero relevante del film llamado Savella (Uri Gavriel), fue donde consiguió la enorme espada sarracena (participando en una de las Cruzadas, explica) con la cual intenta decapitar a Clara… Puede interpretarse esa referencia a Bizancio como un reflejo de lo que es asimismo la película: como la antigua capital de Tracia, que primero fue colonia griega y luego romana, pasando a ser Constantinopla tras ser refundada por el emperador Constantino y finalmente se convirtió Estambul tras caer en manos de los turcos otomanos, el film de Jordan se presenta asimismo como una especie de obra “apátrida” que bebe de numerosas fuentes. Ya hemos apuntado el tratamiento atípico del vampirismo que brinda en primera instancia. Hay, asimismo, pequeños guiños que contribuyen a ese contexto de fondo: Clara acostumbra a utilizar nombres falsos, entre ellos Claire y… Camilla, que tan solo por una letra suena prácticamente igual que Carmilla, la célebre vampiresa de Sheridan Le Fanu; otro personaje, el interpretado por Jonny Lee Miller, se llama Lord Ruthven, exactamente igual que el no-muerto protagonista de El vampiro, el no menos famoso cuento de John William Polidori; de hecho, un tercer personaje que asimismo comparte con el anterior las escenas situadas a principios del siglo XIX, Darvell (Sam Riley), tiene un ligero aire a lo Lord Byron. Llama la atención, asimismo, que aquí el proceso de conversión en vampiro no pasa por el contagio de otro bebedor de sangre, sino por medio de la realización de una especie de rito en una cueva, donde por así decirlo los iniciados invocan a su “otro yo vampiro” (una idea interesante: todos llevamos un vampiro dentro), con el acompañamiento de una negra bandada de pequeños pájaros que, por un lado, hacen pensar fácilmente en las de murciélagos que hemos visto en algunos de los largometrajes dedicados a Batman, pero que parecen más bien una referencia al mito de los psicopompos: los animales encargados de llevar las almas de los difuntos al más allá, que ya aparecían caracterizados en forma de pequeñas aves en La mitad oscura, tanto la novela de Stephen King como la adaptación homónima de la misma realizada en 1993 por George A. Romero.


Todo esto que acabamos de apuntar, y seguramente alguna otra referencia que ahora mismo se me escapa pues solo he visto el film una vez, contribuye, con su heterodoxa mezcla de conceptos culturales y mitos históricos de diversa índole, a enriquecer el trasfondo de un relato fantástico no menos heterodoxo, si bien ya transitado por Jordan en anteriores ocasiones. No me refiero solo a Entrevista con el vampiro, por descontado, sino más bien a películas con las que Byzantiumguarda una relación acaso más estrecha. Desde este punto de vista, las protagonistas de este film son, como consecuencia de su condición de vampiresas, seres inadaptados y tan desclasados como los personajes principales de Danny Boy (Angel, 1982), Juego de lágrimas (The Crying Game, 1992), The Butcher Boy (1997) o Desayuno en Plutón (Breakfast on Pluto, 2005). Además, la historia de amor platónica, por imposible, entre Eleanor y el joven que se prende de ella, Frank (Caleb Landry Jones), recuerda las frágiles love stories de Mona Lisa (ídem, 1986) o sobre todo la de Amor a una extraña (The Miracle, 1991). Pero, más allá de cuestiones de (indudable) coherencia temática con buena parte del resto de su filmografía, a las cuales podríamos añadir la reincidencia en determinadas pautas estéticas —la manera, por ejemplo, de retratar el “local de ambiente” donde al principio del relato vemos a Clara ejecutando el lap dance, que evoca ambientes parecidos de Danny Boy, El buen ladrón(The Good Thief, 2002) o Desayuno en Plutón; los flashbacks decimonónicos que recuerdan a Entrevista con el vampiro; la ciudad de la costa a donde se trasladan las protagonistas, de paisajes similares a los de Amor a una extraña, The Butcher Boy y la todavía inédita en España Ondine (2009)—, lo mejor de Byzantium acaba siendo, una vez más, el admirable sentido que tiene Jordan de lo que podríamos definir como una especie de “realismo mágico”, no en el mismo sentido con el que suele emplearse la expresión en relación a la literatura latinoamericana pero sí muy similar, de forma que, en última instancia, el hecho de que sus protagonistas sean vampiresas tiene una relativa importancia en el conjunto del relato. O dicho de otra manera: que, en el fondo, lo que menos importa en las películas de Jordan es lo que sean sus personajes (aún sin, por ello, despreciarlo), aunque a veces tengan formas “extremas” de vivir o de ganarse el sustento, bien sean vampiros, mafiosos, terroristas del IRA o travestidos, sino la descripción de esas maneras de subsistir y el retrato de lo que aquéllas suponen para los personajes a la hora de enfrentarse a la incomprensión de la sociedad. El cine de Neil Jordan gira en torno a seres solitarios, y Byzantium no constituye una excepción.


Tanto si es de Jordan como de Buffini, o de ambos, Byzantiumarranca con una bella idea: Eleanor escribe en su diario, relatando su increíble historia; pero, tan pronto como completa el anverso y el reverso de las hojas del cuaderno, las arranca y se deshace de ellas arrojándolas por el balcón de su apartamento, o como vemos luego, tirándolas al mar, como los mensajes en una botella, para que puedan ser leídos por cualquiera que los recoja. Eleanor descarga así su necesidad de expresarse, de reflejar de algún modo la paradoja de su existencia como un ser eternamente joven y eternamente solo, que a pesar de sus 200 años de edad sigue “anclada” en los 16 en los que accedió a la inmortalidad, pero al mismo tiempo siendo consciente de que es inútil escribir un diario que nunca terminará y que, caso de ser leído por terceros, nadie se creerá. El peso de la inmortalidad, del vivir eternamente a no ser que (como se hace aquí) alguien te decapite —espléndido el momento en que Werner (Thure Lindhart) persigue a Clara por las calles de la ciudad, y que culmina en la sangrienta pelea en el apartamento que la segunda comparte con Eleanor—, está todavía mejor expresado que en Entrevista con el vampiro: no solo en lo que se refiere al mencionado diario de Eleanor de hojas arrancadas, sino a instantes como aquel en el que la digamos “joven” toca con virtuosismo el piano del restaurante donde trabaja Frank, y luego comenta, con tristeza, que ha tenido “mucho tiempo para practicar…”.


A pesar de que no faltan puntuales momentos de violencia (la muerte de Werner a manos de Clara), las hermosas imágenes de Byzantium, la película más bella de Neil Jordan de estos últimos años, están dominadas por el intimismo y la elegancia. Resulta obligado señalar la bonita manera de introducir los flashbacks que nos ponen en antecedentes del origen de las vampiresas; en particular ese gran momento en el cual, recién llegadas al pueblo de la costa, Eleanor ve o cree ver a un grupo de chicas con caperuza caminando en fila de a dos por la playa, hasta que se da cuenta de que una de las jóvenes es… ella misma, cuando todavía tenía 16 años reales a principios del siglo XIX y vivía en el convento para niñas huérfanas donde su madre la abandonó recién nacida. Ya he mencionado el heterodoxo atractivo que tiene aquí el proceso de conversión al vampirismo, que entrevemos fugazmente cuando lo llevó a cabo Eleanor a instancias de su madre, y que contemplamos en su integridad en el caso de Darvell: este último, quien se halla gravemente enfermo y próximo a la muerte, viaja hasta una isla en un bote de remos acompañado de Ruthven y unos remeros, escala la rocosa ladera y llega hasta una cueva, al pie de un manantial que mana abundantemente como si fuera una catarata; Darvell entra en la cueva y allí se encuentra con otro hombre, que, como en el caso de la visión/recuerdo de Eleanor, no es sino él mismo (por lo demás, otro tema recurrente en el cine de Jordan: en él, la violencia y el horror siempre surgen del interior de las personas, por inocentes que sean: el Bien como contenedor del Mal y el Mal como contenedor del Bien); el “doble” de Darvell bebe su sangre, desatando dentro de la cueva un tornado de pájaros “psicopompos” y, en el exterior de la misma, la espectacular conversión de la catarata de agua en catarata de sangre.   
      

Hemos mencionado, asimismo, el contraste existente entre la manera de “alimentarse” de las protagonistas. Eleanor elige a personas ancianas y, como ella, hartas de vivir, para poner fin a su sufrimiento: es el caso del hombre viejo que, al principio del film, descubre una de las hojas del diario que Eleanor acaba de arrojar por el balcón; o de la anciana intubada en el hospital al cual acude Eleanor para visitar a Frank, descubriendo a esa mujer agónica a la que le aplica su propia forma de eutanasia (en una escena, asimismo, muy bella, resuelta en un único plano construido alrededor del efecto sugerente y estético del cristal opaco y “deformante” que permite intuir desde fuera lo que está sucediendo dentro de la habitación de la enferma). En cambio, Clara se vale de cualquiera de los tipejos que la rondan para calmar su sed: véase la excelente escena en la cual la vampiresa da cuenta de la sangre de uno de esos hombres en la playa, visualizada en virtud de un sugerente travellingque recorre la parte cubierta del paseo marítimo del pueblo, de tal manera que, desde ese punto de vista, la actitud depredadora de Clara casi parece un juego amoroso… Nunca hay placer en el hecho de matar para subsistir, tan solo la triste necesidad de hacerlo. Resulta significativo que la historia de amor platónica que se da entre Eleanor y Frank tenga como nexo de conexión la sangre: Frank padece leucemia, lo cual quiere decir que su sangre es la que está enferma y lo que le está matando; en un momento del relato, el muchacho sufre un banal accidente en bicicleta que casi está a punto de acabar con su vida, pues se hace un corte en la muñeca y desata una profusa hemorragia que amenaza con desangrarle; Eleanor acompaña a Frank hasta su casa, y de allí le llevan al hospital; entonces, la muchacha recoge el pañuelo empapado con la sangre de Frank y la saborea con fruición, dándose de este modo el primer contacto “físico” y “amoroso” entre ambos; para Eleanor, supone la certeza de que ha encontrado por fin a un compañero de vida que paliará su soledad en el futuro, y la única manera de conservarlo a su lado es curar su sangre enferma mediante el antídoto de esa inmortalidad que tan solo suministra el misterioso conjuro de la cueva en esa isla de la que también mana sangre. No me parece casual que Frank, cuyo aspecto físico y enfermedad le proporcionan, por así decirlo, cierto aire decadente y casi “decimonónico”, consiga despertar el amor de Eleanor; como ella, Frank parece un joven fuera de su tiempo, atrapado en una época que no siente como suya.


Llama la atención que, a pesar de la atmósfera fantástica del relato, delicada e intimista pero a fin de cuentas fantastique(lo uno no está reñido con lo otro), hay en Byzantium un singular pero siempre extraño “realismo” de fondo, de tal manera que, por ejemplo, la película establece un inteligente contraste entre el personaje de Eleanor y los del profesor (Tom Hollander, no acreditado) y la psicóloga (Maria Doyle Kennedy) del instituto de secundaria a la que asiste la primera, los cuales tratan de “racionalizar” (ergo, vulgarizar) la “increíble” historia real que ha escrito la muchacha sobre sí misma y su condición de vampiresa en sus trabajos escolares, donde puede verse una aguda digresión por parte de Jordan y Buffini sobre la mediocridad de un “realidad cotidiana” que, en nombre de la Razón, ha excluido la presencia de la Fantasía; como tan bien apuntara Akira Kurosawa en su espléndido último film, Madadayo (1993), las personas que no le tienen miedo a la oscuridad son personas sin imaginación. A ese “trasfondo realista” se añade el hecho de que tanto Clara como Eleanor sean, cada una de distinta forma, dos marginadas sociales por el hecho de ser diferentes (vampiresas) y, sobre todo, mujeres, pues los vampiros varones las tratan con el mismo desprecio que los varones humanos aplican a sus congéneres femeninas: para todo el mundo, vampiros o humanos, Clara y Eleanor son “la puta” del pueblo y “la friki” del instituto. No me parece casual, en este sentido, que el único guiño cinéfilo directo que incluye Jordan en su película sea la famosa escena (vista por un televisor) de Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1965, Terence Fisher) en la cual Barbara Shelley, puritana dama victoriana convertida en vampiresa rebosante de sexualidad, muere a manos de los monjes del convento que le hunden una estaca en el corazón, expresiva, exacta y jamás igualada metáfora de la subyugación de la carne, que dijera David Pirie. A todo ello hay que añadir la descripción de la relación de Clara con Noel, el hombre que acaba de perder a su madre y que ha heredado de la misma el hotel Byzantium, lugar en el que Clara organizará un negocio lucrativo en base a lo que mejor conoce, la prostitución, así como la descripción en paralelo de la investigación que un par de agentes de policía llevan a cabo de las misteriosas muertes que va diseminando Clara aquí y allá, lo cual proporciona al relato otra tonalidad paralela a lo que hemos explicado, y próxima en este caso al tipo de cine policíaco practicado por Jordan sobre todo en Danny Boy, Mona Lisa o La extraña que hay en ti. Se trata, no obstante, de una especie de “espejismo genérico” que demuestra hasta qué punto el cineasta irlandés domina ya los recursos de su arte, de forma que el rocambolesco clímax del relato, que combina una inesperada situación límite vivida por Eleanor atrapada dentro de un ascensor y una confrontación decisiva entre Clara, Darvell y Savella y su enorme espada sarracena a la luz de una atracción de feria, puede verse como un desprejuiciado juego de Jordan con las convenciones del cine de género. Byzantiumbebe abundantemente de las mismas, pero en última instancia el resultado final le pertenece solo a él.

(1) Véase mi artículo en Imágenes de Actualidad, núm. 329 (noviembre 2012): http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/10/imagenes-de-actualidad-noviembre-2012.html
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