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“DIRIGIDO POR…”, SEPTIEMBRE 2019, a la venta

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La primera entrega de un dossier en dos partes dedicado a la figura y la obra de Elia Kazan es el principal tema de portada del n.º 502 de Dirigido por…


La primera parte de dicho dossierse compone de los siguientes artículos: Notas dispersas sobre Elia Kazan(Valerio Carando), Kazan, el delator (Rafel Miret), Kazan y el teatro(escrito por un servidor), Inquietudes sociales en el cine de Elia Kazan(Juan Carlos Vizcaíno Martínez), Dos muestras de cine criminal (Quim Casas), A la sombra de Tennessee Williams (también escrito por mí) y Elia Kazan y John Steinbeck (Héctor G. Barnés).


También se destacan en portada las extensas reseñas dedicadas a Ad Astra (ídem, 2019, James Gray) [Diego Salgado]; Quien a hierro mata (2019), que se complementa con una entrevista con su director, Paco Plaza (ambos, crítica y entrevista, a cargo de Tonio L. Alarcón); El hotel a orillas del río(Gangbyeon hotel, 2018, Hong Sang-soo) [Quim Casas]; y Los años más bellos de una vida (Les plus belles années d’une vie, 2019, Claude Lelouch) [Israel Paredes Badía]. Y, dentro de la sección Streaming / TV, los comentarios de los últimos trabajos de Nicolas Winding Refn –Demasiado viejo para morir joven (Too Old to Die Young, 2019) [Quim Casas]– y Peter Jackson –Ellos no envejecerán (They Shall Not Grow Old, 2018) [que también firmo yo]–, y la serie Stranger Things 3(ídem, 2019) [asimismo escrito por mí].


El número se completa con otras extensas reseñas, las dedicadas a La casa de verano (Les estivants, 2018, Valeria Bruni Tedeschi) [Israel Paredes Badía], Infierno bajo el agua (Crawl, 2019, Alexandre Aja) [que he escrito yo], La virgen de agosto (Jonás Trueba, 2019) [Emilio M. Luna], Varda por Agnès (Varda par Agnès, 2019, Agnès Varda y Didier Rouget) [Ramón Alfonso] y Midsommar (ídem, 2019, Ari Aster) [Diego Salgado]. La sección In Memoriam, con textos dedicados a Jean-Pierre Mocky y D.A. Pannabaker (ambos a cargo de Ramón Alfonso). Críticas, con reseñas de otros estrenos. El artículo Livret de familia. El cine de Pierre Clémenti(Ramón Alfonso). La sección Opinión, donde hablo de “El triunfo del súper-relato”. La sección Streaming / TV, donde, además de los títulos ya mencionados, se habla de Euphoria T.1 (Nicolás Ruiz), Years and Years (Joaquín Torán), Dejad que los cadáveres se bronceen(Laisser bronzer les cadavres, 2017, Hélène Cattet y Bruno Forzani) [Nicolás Ruiz], El cuento de la criada T.3 (Joaquín Torán), Rescate en el Mar Rojo (The Red Sea Diving Resort/ Operation Brothers, 2019, Gideon Raff) [Emilio M. Luna], El pionero (Roberto Morato), Deadwood: La película (Quim Casas), State of the Union (ídem, 2019, Stephen Frears) [Joaquín Torán], El caso Alcàsser (sobre la que escribe un servidor), La sumisa (Krotkaya, 2017, Sergey Loznitsa) [Israel Paredes Badía] y Strings (ídem, 2004, Anders Ronnow Klarlund) [Joaquín Torán]. La sección Flashback, dedicada a la edición en Blu-ray del clásico de Federico Fellini Las noches de Cabiria(Le notti di Cabiria, 1957) [Juan Carlos Vizcaíno Martínez]. La sección Home Cinema, con comentarios de novedades en formato físico a cargo de Ramón Alfonso y un servidor. La sección Libros, con comentarios de novedades editoriales escritos por Quim Casas, Israel Paredes Badía y Óscar Brox. La sección Banda Sonora, de Joan Padrol. Y la sección En busca del cine perdido, dedicada este mes a Surrender (Allan Dwan, 1950) [Joaquín Vallet Rodrigo].


Este mes, mi contribución a Dirigido por… consiste en un pequeño artículo para el dossier Elia Kazan, Kazan y el teatro, y otro, más extenso, A la sombra de Tennessee Williams, donde hablo de Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951) y Baby Doll (ídem, 1956).


Para la sección de Opinión, abordo una cuestión de la que en alguna que otra ocasión ya he hablado en este mismo blog: “El triunfo del súper-relato”.


También firmo la reseña destacada de Infierno bajo el agua, de Alexandre Aja, y, para la sección Críticas, los comentarios de Spider-Man: Lejos de casa (Spider-Man: Far from Home, 2019, Jon Watts), Fast & Furious: Hobbs & Shaw(Fast & Furious Presents: Hobbs & Shaw, 2019, David Leitch) y A 47 metros 2 (47 Meters Down: Uncaged, 2019, Johannes Roberts).


Para la sección Streaming / TV, los comentarios de la tercera temporada de Stranger Things, Ellos no envejecerán, de Peter Jackson, y El caso Alcàsser, de Elías León (Elías León Siminiani), si no la mejor producción española de 2019, sin duda una de las mejores.


Y, para la sección Home Cinema, el comentario de Brother (ídem, 2000), de y con Takeshi Kitano y, también sin dudarlo, uno de sus mejores trabajos tras las cámaras.


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Fantasías animadas de ayer y hoy: “ÉRASE UNA VEZ EN… HOLLYWOOD”, de QUENTIN TARANTINO

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Existe desde siempre dentro del cine cierta “tradición”, aunque quizá sería mejor decir costumbre, en virtud de la cual los cineastas consagrados ceden a la tentación de llevar a cabo lo que se conoce como una reflexión sobre el oficio de cineasta. Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time… in Hollywood, 2019) –o Érase una vez… en Hollywood, como se lee en la copia doblada al castellano, colocando los puntos suspensivos exactamente como en el original inglés– parece que viene a cumplir ese cupo dentro de una carrera, la de Quentin Tarantino, que por otro lado se ha construido sobre la base de una vehemente cinefilia en torno a las convenciones de géneros no solo cinematográficos sin también literarios, pero siempre sobre la base de la así llamada cultura popular, como son, a grandes rasgos, el policíaco (Reservoir Dogs), la literatura pulp (Pulp Fiction), el blaxploitation(Jackie Brown), el cine de artes marciales de Hong Kong (Kill Bill Vol. 1 & 2), el cine grindhouse (Death Proof), el bélico (Malditos bastardos1–, el eurowestern italiano (Django desencadenado2–) y el western norteamericano (Los odiosos ocho3–).


Huelga decir a estas alturas de Tarantino es un cineasta cinéfilo, y que construye sus películas sobre la base de su erudición a la hora de incluir citas visuales o musicales de los incontables films que ha devorado a lo largo de su vida, haciendo un “cine a base de cine” que le ha valido comparaciones con Jean-Luc Godard. Desde este punto de vista, las películas de Tarantino son lo que se dice “festivales para cinéfilos”, los cuales tienen ante sí dos opciones: ver sus films como recopilaciones o antologías cinéfilas, entrando sin más en el juego de reconocer tal o cual detalle sacado a su vez de tal o cual película, o ver sus films en sí mismos considerados, es decir, como ficciones fílmicas al margen del caudal de referencias cinematográficas que atesoran. Quienes me conocen ya saben que esta segunda opción es la que prefiero, puesto que siempre he sido del parecer que una película, cualquier película, tiene que “entrarme” en función de sus valores intrínsecos. Lo digo porque, advierto de entrada, el contenido cinéfilo del cine de Tarantino en general, y el de Érase una vez en… Hollywood en particular (¿cómo no va a ser cinéfilo un film que se titula así?), me resulta indiferente a la hora de valorar los méritos de sus ficciones. O, dicho de otro modo, si Reservoir Dogs, Django desencadenado, sobre todo Los odiosos ocho, y, a ratos, Malditos bastardos, me gustan y/ o me interesan, es con independencia de sus detalles cinéfilos, los cuales, a mi entender, en el cine de Tarantino no son sino meras cortinas de humo destinadas a paliar/ disimular/ esconder no pocas deficiencias narrativas y de guion, y al resto de su sobrevalorada filmografía me remito.


Es evidente, empero, que incluso en el hipotético supuesto de que los detalles para cinéfilos de sus películas no gustaran (es obvio, a estas alturas y a la vista del clamor popular, que a una inmensa mayoría de espectadores les encantan), o que sencillamente dejaran indiferente (como es mi caso), también está muy claro que es muy difícil, si no imposible, analizar el cine de Tarantino desprendiéndose por completo de esa cinefilia, dado que en sus films la misma forma parte de la entraña misma del relato. La cinefilia, en Tarantino, da forma al fondo y fondo a la forma, resultando prácticamente indisociables la una de la otra en virtud de una puesta en escena que fusiona esa forma y ese fondo cinéfilos con la forma y el fondo de lo que se nos relata. Citemos tres ejemplos escogidos al azar. El primero: el especialista Cliff Booth (Brad Pitt) recorre las calles de la Los Ángeles del año 1969, solo o acompañado por su amigo, el actor al que dobla en las “escenas de peligro” Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), a bordo del potente descapotable de este último; Tarantino planifica esos paseos de manera que prácticamente en cada uno de los encuadres veamos las marquesinas de los cines de Hollywood anunciando películas estrenadas en esa época: es la manera que tiene de hacer su doble juego, por un lado dar rienda suelta a su impenitente cinefilia, y por otro, expresar (demasiado) hasta qué punto es importante el cine en las vidas de Rick y Cliff, dado que del mismo depende su sustento.


El segundo: mientras Cliff propina una dura paliza al hippie de la comuna de Charles Manson (Damon Herriman) que se ha atrevido a pincharle una rueda del descapotable, una de las chicas del lugar corre a avisar a Tex Watson (Austin Butler) para que les ayude; vemos entonces cómo Tex regresa a la comuna velozmente a caballo: Tarantino planifica la cabalgata de Tex como si la misma formara parte de un western; es más: le dedica más planos de los estrictamente necesarios por el mero gusto de hacerlo: por el placer de filmar una cabalgata como-las-del-cine-de-antes; es, además, un esfuerzo narrativa y dramáticamente inútil, porque, cuando Tex llega a la comuna, Cliff ya se ha ido: la cabalgata, por tanto, es gratuita, o si se prefiere, decorativa. Como lo es, también, la mayor parte del film.


El tercero: la actriz Sharon Tate (Margot Robbie) se da una vuelta por Los Ángeles y se detiene ante un cine donde proyectan una de las últimas películas que acaba de protagonizar: La mansión de los siete placeres (The Wrecking Crew. 1968, Phil Karlson), con Dean Martin interpretando por tercera vez al apayasado agente secreto Matt Helm. Tate se sienta entre el público y disfruta, alborozada, cuando percibe que las personas presentes en la sala ríen o aplauden todas sus intervenciones en la pantalla. Evidentemente, la secuencia sirve para dibujar el carácter un tanto ingenuo y extravertido de la actriz, pero a la vez es una (otra) recreación por parte de Tarantino en algo, por lo demás, más que obvio: la nostalgia por las salas de “programa doble”, la evocación del cine de otra época, y en particular, de qué manera “vivía” el público esas sesiones. Algo todo lo bienintencionado que se quiera, pero que no hace más que consumir minutos y minutos de una película que anda sobrada de ellos, aunque no tanto de ideas originales. Puede alegarse que Tarantino tiene todo el derecho del mundo a planificar, filmar y montar las secuencias como le dé la gana (del mismo modo que yo lo tengo de discrepar de esa planificación, filmación y montaje), y que, a fin de cuentas, esa cinefilia, y esa forma de expresarla en pantalla, no es más que un juego sin mayor trascendencia. Si estamos de acuerdo en eso, en que no es más que un juego, podemos aceptarlo como tal, pero de ahí a efectuar toda una construcción teórica como si la cinefilia de Tarantino fuera poco menos que la Biblia en verso media un abismo. No hay casa para tanto mueble.


Dejando, pues, al margen la cinefilia de Tarantino, la cual, repito, no me parece sino un mero telón de fondo destinado a “distraer” y –horror– “divertir” a la peña, pues en eso parece haberse convertido la historia del cine, en un catálogo de chistes posmodernos ideales para la era líquida de los actuales tiempos de la Internet, lo que realmente explica Érase una vez en… Hollywoodtiene muy poco interés, o como mínimo, menos de lo que se ha pregonado: la historia de la decadencia profesional y también personal de Rick Dalton, un actor de segunda fila, alcoholizado y envejecido prematuramente que va viendo cómo su carrera en Hollywood, labrada a base de papeles secundarios en películas como relevantes (ergo, baratas) y como protagonista de una serie de televisión “del Oeste”, va cayendo en picado hasta llegar a un extremo considerado en esa época el cementerio de los elefantes para determinados intérpretes de carácter del cine norteamericano de los sesenta: irse a Italia a protagonizar spaghettis o pequeños films de espías a lo James Bond para no morirse de hambre… Hay que reconocer que esta parte de la película de Tarantino se sostiene sobre un buen trabajo interpretativo –tampoco excepcional– de Leonardo DiCaprio. Pero incluso con toda esto –lo cual, mal que le pese a Tarantino, resulta más convencional y arquetípico de lo que pretende, pues de retratos de artistas en decadencia, incluso en el contexto del “cine dentro del cine”, anda el cine sobrado–, Tarantino, como digo, no puede evitar, de nuevo, las reiteraciones. Véase, por ejemplo, la secuencia en la que Rick se cita en un restaurante con un agente de Hollywood, Marvin Schwarz (Al Pacino, aquí horrible), quien se encarga de decirle, con buenas palabras, que sus posibilidades de ser algún día una “estrella de Hollywood” están acabadas; un desesperado Rick sale del restaurante acompañado de su fiel colega Cliff, y termina llorando sobre su hombro. La idea está bien, si no fuera porque Tarantino la subraya, volviendo a insistir en ella más adelante en la secuencia –esta, con todo, mejor– en la que Rick coincide en un rodaje con una actriz infantil, Trudi (Julia Butters); Rick le explica a la niña que está leyendo una novela del Oeste, en torno a un cowboy que, como consecuencia de una mala caída, está empezando a perder empleos y que se siente un inútil: ni que decir tiene que ese paralelismo con su propia persona desata de nuevo el llanto de Rick. La idea está bien, insisto, pero su efectividad queda mermada por el hecho de habérnosla expuesto antes, convirtiéndola así en una mera reiteración.


Si, con todo, Rick Dalton acaba siendo el personaje más humano de una función no particularmente emocionante, pese a contener numerosos ingredientes para serlo, ¿qué decir del lamentable personaje de Cliff Booth, interpretado por un Brad Pitt haciendo por enésima vez de Brad Pitt? Siendo generosos, podemos entender que Tarantino utiliza a Cliff, y de paso a Pitt, como ejemplos del glamur perdido del Hollywood de la época, convirtiendo a ambos, personaje y actor, en iconos guais (cool). No se entiende de otra manera, dado que, en la práctica, Cliff, como personaje con entidad, es completamente inexistente, a no ser que entendamos que lo es alguien que se pasea por Hollywood con una eterna pose de chulo perdonavidas, del cual se nos sugiere que es un veterano condecorado de Vietnam, que no rehúye una pelea ni siquiera contra un Bruce Lee (Mike Moh) todavía más arrogante y engreído que él  –propinándole, encima, una buena paliza como nunca vimos que recibiera la malograda estrella de Operación Dragón–, que da de comer a su perra la carne prensada que sale como “cagada” de la lata de alimento para canes (execrable gag que Tarantino repite hasta el aburrimiento), o que, eso sí, demuestra una amistad sin mácula hacia Rick.


Contrariamente a lo que ha venido diciendo, la reconstrucción de la época o del cine de la época que ofrece la película no me parece convincente, empezando, sin ir más lejos, por el dibujo de Charles Manson y su tristemente célebre “familia”: Manson, como personaje, no tiene ninguna fuerza, y, en particular, sus escasas apariciones no producen la más mínima inquietud. Quizá para compensarlo, Tarantino construye una larga, larguísima secuencia de resonancias westernianas, cómo no, a lo Sergio Leone, en la cual Cliff visita el rancho de su viejo amigo George Spahn (Bruce Dern) donde Manson y los suyos tienen establecida su guarida; pero la secuencia, a pesar de su teórico atractivo, y de la contribución de sus intérpretes –en especial, Dakota Fanning, estupenda en su breve pero intensa aparición como Squeaky, una de las acólitas de Manson–, es, de nuevo, demasiado larga, y su tensión se diluye por momentos hasta, prácticamente, desaparecer. Por otro lado, figuras del mundo del espectáculo como Steve McQueen (Damian Lewis), Sam Wanamaker (Nicholas Hammond), Roman Polanski (Rafal Zawierucha), Connie Stevens (Dreama Walker), Mama Cass (Rachel Redleaf), Michelle Phillips (Rebecca Rittenhouse) o Joanna Pettet (Rumer Willis) se pasean, literalmente, por una función que resulta, desde este punto de vista, sorprendentemente superficial incluso para el cinéfilo Tarantino, quien todo lo más ofrece una convencional visualización de una de las célebres fiestas de la mansión Playboy que parece propia de Baz Luhrmann (y no lo digo como un elogio), donde, además, se nos ofrece un apunte bochornoso sobre la naturaleza “triangular” de la relación entre Sharon Tate, su marido Polanski y el examante y fiel amigo de la primera Jay Sebring (Emile Hirsch).


¿Y qué decir de los aproximadamente treinta minutos finales del film, que terminan hundiendo lo poco de creíble que a duras penas lo sostenía hasta ese momento? Resulta notorio a estas alturas –supongo– que Érase una vez en… Hollywood no es ni nunca pretendió ser una reconstrucción fiel del aterrador asesinato de Sharon Tate y sus amigos en la casa de Polanski, y que, del mismo modo que Tarantino se permitía el capricho de “matar a Hitler” en Malditos bastardos a manos de los héroes de su film, aquí hace otro tanto haciendo que Tate y sus colegas no solo sobrevivan, sino que ni tan siquiera tengan que vérselas con los matarifes enviados por Manson, los cuales son a su vez masacrados por Cliff y Rick con la inestimable ayuda de la perra del primero. Una idea que no solo no me parece en absoluto original, y que incluso me atrevería a calificarla de cobarde y timorata, con ese final a lo Walt Disney en el que Rick acaba siendo invitado por Tate, quien sabe si facilitando así el sueño imposible del protagonista de protagonizar algún día una película de Polanski. Lo peor, como digo, no es que, como ocurrencia, como chiste, carezca de gracia alguna, sino que, además, da pie a una absolutamente gratuita secuencia de violencia “a lo Tarantino”, mal planteada y peor filmada, que debería haber desaparecido en la mesa de montaje. De hecho, el final idóneo para Érase una vez en… Hollywood hubiese sido cerrarla con el regreso de Rick y Cliff a América tras su estancia profesional en Italia, y eliminando a continuación y por completo el fragmento que transcurre temporalmente (rótulo) “Seis meses después”. No había nada más que contar ni nada más que añadir. Si a ello sumamos la notable vulgaridad de no pocos momentos de puesta en escena –cf. bombardeo de primeros planos para que veamos cómo se llenan unos vasos con bebidas alcohólicas; la previsible reconstrucción de reportajes y televisión en blanco y negro de la época; las asimismo interminables escenas de la visualización del (pésimo) westernque Rick está rodando a las órdenes de Wanamaker; o la arquetípica secuencia en la que, encadenando planos desde un mismo ángulo de cámara y por corte, vemos a Rick dando rienda suelta a su frustración en su roulotte–, no podemos sino concluir que Érase una vez en… Hollywood es una tontería. Como no podía ser de otra manera, no faltan a la cita los famosos, abundantes y no menos gratuitos planos fetichistas de mujeres con los pies desnudos.


(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2016/02/el-misterio-de-la-merceria-de-minnie.html

La maldición de los Bridges: “TRACK OF THE CAT”, de WILLIAM A. WELLMAN

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[ADVERTENCIA:  EL PRESENTE TEXTO ES LA VERSIÓN ÍNTEGRA DE MI COMENTARIO DE ESTA PELÍCULA PUBLICADO EN “DIRIGIDO POR…”, NÚM. 501, JULIO-AGOSTO 2019, “DOSSIER TERROR ANIMAL” (1).] Cuenta Lee Server en su biografía de Robert Mitchum que Track of the Cat(1954), producción de Batjac Company, la productora de John Wayne, distribuida por Warner Bros., era un proyecto muy personal de William A. Wellman, quien desde hacía tiempo fantaseaba con la idea de rodar en color una película en blanco y negro (sic). Una novela de Walter Van Tillburg Clark, autor al que ya había adaptado en The Ox-Bow Incident (1942), convertida en guion por A.I. Bezzerides, era la excusa para hacer una película “sobre la cacería de una pantera negra asesina (…) Todos y cada uno de los elementos de la película estaban pensados a partir de un severo plan sobre el color, desde el vestuario hasta los muebles, pasando por la margarina que había encima de la mesa de la cocina; las únicas excepciones eran una camisa amarilla y el abrigo de color rojo sangre que llevaba Mitchum”. La fotografía en Technicolor del fordiano William H. Clothier, combinada con el formato Cinemascope, haría el resto (Robert Mitchum: ¡Olvídame, cariño! T&B Editores. Madrid, 2002. Págs. 277-279). El film fue un fracaso comercial, mas a pesar de ello se trata de una película excepcional, posiblemente la última gran obra de su director y una rareza sin parangón dentro del western.


Su acción se sitúa en una helada zona montañosa, lugar donde viven los Bridges, una familia cuyos lazos están muy deteriorados ya desde el inicio del relato: el padre (Philip Tongue) es un borracho; la madre (Beulah Bondi), una mujer amargada que impone una severa disciplina puritana a los suyos; Curt (Robert Mitchum), el hijo mayor y el preferido de la madre, es un cazador no menos abyecto que su progenitora, e intimida a los que le rodean; Grace (Teresa Wright), la hija, es una solterona que amenaza con convertirse en alguien como su madre; Arthur (William Hopper), el hijo mediano, es el más sensato y el único que frena los arranques de mal genio de Curt; y Harold (Tab Hunter), el hijo pequeño, es un muchacho sensible pero algo pusilánime, al que la madre y Curt tratan con notable desprecio y, en el caso de este último, haciendo gala de una envidia corrosiva, pues a pesar de su aparente debilidad Harold ha conseguido enamorar a una hermosa vecina, Gwen (Diana Lynn), con la que se ha prometido en matrimonio y que en esos instantes se encuentra alojada en casa de los Bridges. Un último personaje es Joe Sam (Carl Switzer), un anciano piel roja que trabaja para los Bridges como criado y que, en cierto sentido, es quien desencadena la acción: Joe Sam viene advirtiendo a los Bridges desde hace años que, con la caída de las primeras nieves, una pantera negra asesina acecha por los alrededores; para ahuyentar el temor supersticioso de Joe Sam, Arthur cada año le talla en madera una pequeña pantera a modo de amuleto protector, pero ese invierno todavía no ha tenido tiempo de completar la figura y corren noticias de que una pantera ha protagonizado algunos ataques por las cercanías de su granja.


Así planteada, Track of the Cat parece más bien una de las producciones de Val Lewton para la RKO en torno a personajes que se transforman en animales por culpa de una oscura maldición de origen remoto. Pero lo cierto es que, a pesar de su densa atmósfera rayana en lo sobrenatural, Wellman sitúa el relato en un terreno en el cual tiene más peso la psicología de los personajes que la amenaza, más metafórica que real, de esa pantera. Despreciando la explotación de la presencia oculta del felino a modo de amenaza externa (por más que no falten excelentes apuntes al respecto), Wellman concentra su atención en la tensión interna, cotidiana, de unos personajes que parecen a punto de explotar. Así pues, las tensas escenas familiares rodadas en interiores que, como hemos señalado, tienen una peculiar austeridad deliberadamente teatral, a tono con el singular tratamiento del color y el empleo del formato panorámico, se corresponden en cierto sentido con las escenas en exteriores, filmadas en su mayoría en escenarios naturales. Por decirlo de alguna manera, las escenas de Carl y Arthur, y tras la muerte de este último las de Carl en solitario, siguiendo el rastro del felino, funcionan a modo de liberación, de exteriorización propiamente dicha de la tensión que se vive en el hogar de los Bridges. Buscando centrar la atención en los personajes, Wellman elude mostrar al animal salvaje objeto de esa cacería mortal: la muerte de Arthur a manos de la pantera está filmada con extraordinaria habilidad, desde el punto de vista subjetivo de la fiera; cerca del final, cuando Harold abate al animal, ni siquiera en ese momento veremos su cuerpo: su muerte está resuelta fuera de campo.


Track of the Cat es una película ominosa y llena de malos augurios. Además de la presencia del anciano indio y de las tallas de la pantera hechas por Arthur, tienen una enorme fuerza dramática detalles como el del abrigo rojo de Carl: este último encuentra el cadáver de su hermano en la nieve y lo cubre con su propio abrigo, porque el caballo que tiene que transportar el cadáver de Arthur y regresar solo a la granja se niega a hacerlo dado que la ropa del difunto está impregnada con el olor de la pantera; más tarde Carl se da cuenta de que se ha olvidado las raciones que necesita para sobrevivir en la nieve en los bolsillos del abrigo que puso al cadáver de su hermano, y en el abrigo de Arthur que ahora lleva puesto encuentra, en cambio, la talla de la pantera a medio hacer y un libro de poemas de Keats: la lectura del primer verso de Posthuma (“Cuando me asalta el temor de que deje de existir…”) será el detonante del miedo que irá apoderándose progresivamente de su persona. El final de Carl será trágico y paradójico: el personaje, sin comida, sin fuego con que calentarse (ha gastado sus últimas cerillas y hasta ha quemado la talla y el libro de Keats), sin munición (en un arranque de pánico vacía todo el cargador de su winchester), ve a lo lejos la hoguera que su madre ha ordenado encender para guiarle de regreso a casa y, enloquecido por el miedo, corre hacia allí, hallando la muerte en el fondo de un barranco. Ninguna estrella de Hollywood, salvo una tan poco convencional como Robert Mitchum, se habría atrevido a interpretar tan desagradecido personaje. Otro momento extraordinario, de los mejores del cine de Wellman, reside en el entierro de Arthur: el realizador lo resuelve en virtud de un magnífico y perturbador plano subjetivo en contrapicado, desde el interior de la fosa excavada en el suelo donde será depositado el ataúd, y encuadrando de este modo a los Bridges asistiendo al sepelio: personajes malditos y miembros de una familia que, como tal, está muerta desde hace mucho tiempo.

 

El corazón de las tinieblas del espacio: “AD ASTRA”, de JAMES GRAY

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.]


Una primera secuencia consistente en la destrucción accidental de una estación espacial en la frontera entre la atmósfera terrestre y el espacio, que además sirve de presentación del protagonista, el cosmonauta Roy McBride (Brad Pitt, mejor aquí que en la mediocre Érase una vez en... Hollywood1–). Una persecución automovilística, amenizada con un tiroteo con pistolas láser, sobre la superficie de la luna. Una situación de aterrador «suspense» a bordo de una nave espacial a la deriva y, aparentemente, sin vida a bordo. Un aterrizaje forzoso en Marte. Una pelea cuerpo a cuerpo y a gravedad cero en un cohete camino de Neptuno. Y una nueva y definitiva situación de «suspense» en el espacio, en la línea de Misión a Marte y Gravity. Estos son los peajes –por lo demás, magníficamente planteados y excelentemente filmados– que ha tenido que pagar el director y coguionista James Gray para, a cambio, poder hacer una espléndida película de ciencia ficción, adulta, densa y de elevada carga psicológica, solo apta para público mínimamente exigente.


Roy McBride es el elegido para llevar a cabo una peligrosa misión secreta: viajar hasta Neptuno, localizar la nave del así llamado Proyecto Lima, y destruirla con un arma nuclear. ¿La razón?: la nave es la causante de las explosiones cósmicas que amenazan con destruir a la Tierra a medio plazo. ¿El problema?: la sospecha de que el responsable del Proyecto Lima se ha vuelto loco, acabando con toda su tripulación. Y ese responsable no es otro que Clifford McBride (Tommy Lee Jones), el padre de Roy, quien les abandonó a él y a su madre para luego desaparecer en el espacio hace dieciséis años...


El corazón de Roy no supera las 80 pulsaciones por minuto ni tan siquiera cuando experimenta momentos de máxima tensión. Pero eso no se debe a que el protagonista sea un héroe impasible sino, más bien, alguien que ha aparcado sus emociones más íntimas para evitar que le hagan daño. Un personaje, en suma, en la línea de otros retratados por Gray en el grueso de su filmografía: recordemos Cuestión de sangre, La otra cara del crimen, La noche es nuestra o Two Lovers


Gray en esta ocasión plantea, en formato de space opera, una relectura particular del clásico de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, y de paso, una revisión en clave espacial de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), con Pitt como el nuevo Martin Sheen que tiene que matar a Lee Jones, émulo de Marlon Brando. La metáfora freudiana del deseo del hijo de matar al padre se encuentra en la base de un film con una eminente carga de subjetividad: abundan los primeros planos del protagonista y las reflexiones del mismo en voz en off (una narración over excelente, por cierto, puesto que complementa a las imágenes sin subrayarlas, tal y como asimismo hacía Apocalypse Now); todo ello narrado con un ritmo lento (para nada moroso), y sobre todo, con el apoyo sugerente de unas bellísimas imágenes que, si bien en parte beben –claro– de 2001: Una odisea del espacio(Stanley Kubrick, 1968), convierten el periplo del protagonista en un simbólico viaje al interior de su propia mente, de sus propios miedos e inseguridades: los planos subjetivos, desde el punto de vista de Roy, mientras se precipita sobre la atmósfera terrestre en la primera secuencia; los rojos «infernales» que adornan su estancia en Marte, y sobre todo, la bella secuencia en la que Helen Lantos (Ruth Negga) le descubre a Roy la inquietante verdad en torno a su padre; el desplazamiento subacuático de Roy, atravesando unas aguas oscuras cogido a un cable a modo de cordón umbilical, con si fuera a nacer a un nuevo mundo, a una nueva vida... Con Ad Astra, Gray consigue algo que tan solo logró a medias en su anterior pero parcialmente fallida Z, la ciudad perdida: convertir la aventura física, exterior, del protagonista, en una aventura mental, interior, El resultado es, sencillamente, magnífico.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/09/fantasias-animadas-de-ayer-y-hoy-erase.html

40 aniversario del estreno de “ALIEN, EL OCTAVO PASAJERO”

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Hoy se cumplen 40 años del estreno en España del clásico de Ridley Scott Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979). Para conmemorarlo, recupero los enlaces de los comentarios que dediqué en este blog al film original, a sus secuelas –Aliens (El regreso) (Aliens, 1986, James Cameron), Alien 3 (ídem, 1992, David Fincher), Alien: Resurrección (Alien: Resurrection, 1997, Jean-Pierre Jeunet)– y a sus precuelas –Prometheus (ídem, 2012), Alien: Covenant (ídem, 2017)–.


Alien, el octavo pasajero:


Aliens (El regreso):


Alien 3:


Alien: Resurrección:



Prometheus:


Alien: Covenant:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2017/05/el-alimento-de-los-dioses-alien.html



“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” + “DIRIGIDO POR…” OCTUBRE 2019, a la venta

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Joker (ídem, 2019, Todd Phillips) es la película de portada tanto en el n.º 405 de Imágenes de Actualidad como en el n.º 503 de Dirigido por…


Aquí tenéis el sumario completo del nuevo Imágenes de Actualidad; nuevo, además, por partida doble, dado que la revista presenta un renovado diseño gráfico y de contenidos harto estimulante.


Entre esos nuevos contenidos hallamos una remodelación de la sección Cult Movie, ahora titulada Cult Movies, y que seguirá ofreciendo un amplio comentario de un film de culto, pero acompañado en esta ocasión de sendos comentarios de otras películas de culto acaso menos célebres. Así, el extenso artículo dedicado este mes a El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008, Christopher Nolan) se complementa con textos más pequeños que nos hablan de Meteoro(Meteor, 1979, Ronald Neame) y Los pasajeros del tiempo (Time After Time, 1979, Nicholas Meyer).


Mi contribución a este número de Imágenes de Actualidad se completa con las críticas de Ad Astra (ídem, 2019, James Gray), sobre la que ya hablé un poco más extensamente en este mismo blog (1), y Quien a hierro mata (Paco Plaza, 2019).


La portada y el sumario del nuevo número de Dirigido por…


Mi contribución a este número consiste, en primer lugar, en un artículo para la segunda parte del dossierdedicado a Elia Kazan: Anticomunismo y delación, donde hablo de dos películas de este cineasta: la magnífica y poco conocida Fugitivos del terror rojo (Man on a Tighrope, 1953), y la famosísima pero, a mi entender, sobrevalorada La ley del silencio (On the Waterfront, 1954).


También firmo para la sección Opiniónel artículo Conexiones en tinieblas, donde hablo de los puntos de conexión de dos célebres films que este año celebran el 40 aniversario de sus respectivos estrenos: Apocalypse Now (ídem, 1979, Francis Ford Coppola) y Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott).


Completo mi contribución a este número con el comentario de El mensajero (The Go-Between, 1972, Joseph Losey), para la sección Home Cinema, y el de I Married a Monster from Outer Space (Gene Fowler Jr., 1958), para la sección Cinema Bis.


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“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” NOVIEMBRE 2019, a la venta

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El n.º 406 de Imágenes de Actualidad tiene como principal motivo de portada la serie de televisión The Mandalorian (2019), creada por Jon Favreau para la inminente plataforma digital Disney+.



Con motivo del próximo estreno de la nueva película de Martin Scorsese El irlandés (The Irishman, 2019), este mes en la sección Cult Movies destaco tres aportaciones de este cineasta a la temática mafiosa, dejando aparte Uno de los nuestros (que ya fue objeto de un Cult Movie en el n.º 263): en formato grande, Casino(ídem, 1995), y en formato pequeño, Malas calles (Mean Streets 1973) e Infiltrados (The Departed, 2006).


Cierro mi participación en este número con las críticas de Rambo: Last Blood (ídem, 2019, Adam Grünberg) y Maléfica: Maestra del mal (Maleficent: Mistress of Evil, 2019, Joachim Rønning).



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“DIRIGIDO POR…” NOVIEMBRE 2019, a la venta

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Uno de los acontecimientos cinematográficos del año, El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese, es el principal tema de portada del n.º 504 de Dirigido por…, junto con un dossier dedicado a la TV policíaca USA, entre otros atractivos contenidos.


Contribuyo a este número con una serie de artículos para el mencionado dossier TV policíaca USA: el primero, un texto de introducción, titulado El crimen en sus hogares


…seguido del artículo El teniente Colombo y sus colegas, donde hablo de esta famosa serie y de otras que formaban parte con ella del ciclo rotativo “The NBC Mystery Movie”: McCloud, El comisario McMillan y esposa, Madigan y Banacek


…y de las antologías dedicadas a Starsky y Hutch, Ley y orden y C.S.I.: Las Vegas.


También firmo para la sección Opiniónel artículo Cine de superhéroes: cuestión de estilo.


Mi contribución a este número se cierra con la crítica de la interesantísima película de la malograda cineasta norteamericana Nietzchka Keene Cuando fuimos brujas (The Juniper Tree, 1990), con motivo de su tardío estreno en nuestro país en una versión recientemente restaurada.


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Vietnam, trampa candente: 40 aniversario del estreno en España de “APOCALYPSE NOW”, de FRANCIS FORD COPPOLA

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[NOTA BENE: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UNA VERSIÓN, LIGERAMENTE MODIFICADA, DE MI TEXTO PUBLICADO EN EL N.º 444 DE “DIRIGIDO POR…” (1)]


Apocalypse Now (ídem, 1979) nació inicialmente como fruto del impacto que tuvo la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas en un joven estudiante de Colorado de diecisiete años llamado John Milius, quien proyectó con George Lucas una libre adaptación de El corazón de las tinieblas que había situado durante la guerra del Vietnam como resultado del interés de Lucas por dirigir una película sobre dicho conflicto tan pronto como acabara su trabajo como ayudante de dirección de Francis Ford Coppola en Llueve sobre mi corazón (The Rain People, 1969) (2). El proyecto de Milius y Lucas tenía desde el principio el título de Apocalypse Now, que el primero se había inventado a partir del lema que por esa época exhibían los hippies en una chapa: “Nirvana Now”. Coppola produciría el film a través de su compañía American Zoetrope, y Lucas tenía previsto dirigirlo en 1971, tan pronto concluyera su primer largometraje, THX 1138(ídem, 1970), también producido por Coppola. Su intención era rodarlo con un presupuesto muy bajo y filmando en 16 mm., para darle una textura documental, pero acabó retrasando el proyecto en beneficio de su segunda película, American Graffiti (ídem, 1973). En la primavera de 1974, mientras acababa El Padrino. 2ª parte (The Godfather, Part II, 1974), Coppola pensó que podría repetir la jugada que había llevado a cabo con La conversación (The Conversation, 1974), producida gracias a los beneficios generados por El Padrino (The Godfather, 1972), y realizar con Apocalypse Now un título que ofrecía grandes posibilidades de comercialidad.


El guión de Milius arrancaba con una secuencia de gran violencia en la que vemos a los soldados de Kurtz (Marlon Brando) tendiendo una emboscada a una patrulla norvietnamita. Milius ya había ideado aquí el primer plano de un soldado emergiendo lentamente del agua del pantano y llevando un casco con la proclama “asesino de amarillos”. Es obra de Milius todo el episodio de Willard (Martin Sheen) y el coronel Kilgore (Robert Duvall) y la idea de que este último decida atacar el pueblo vietnamita porque su playa resulta idónea para hacer surf. También fue a Milius a quien se le ocurrió el famoso momento del ataque de los helicópteros Huey al compás de La cabalgata de las valkirias, de Richard Wagner, e ideó que, después del combate, Willard robe la tabla de surf de Kilgore, escena recuperada en el posterior montaje ampliado estrenado con el título de Apocalypse Now Redux (ídem, 2001). Milius escribió el episodio de Willard y Chef (Frederic Forrest) con el tigre, la secuencia de la llegada de la lancha a Hau Phat y todo lo relativo al espectáculo de las conejitas de Playboy, así como la escena en la que Limpio (Larry Fishburne) explica la anécdota de un sargento americano que mató a un teniente survietnamita por destrozarle su Playboy, y sobre todo la secuencia en la que las conejitas se prostituyen para los hombres de Willard, ambos fragmentos recuperados en la versión Redux. En cambio, fue Coppola quien escribió un importante episodio: el del sampán que es abordado por la patrullera y que termina con la matanza de la familia vietnamita que navegaba en él. La película se mantiene fiel al guión de Milius en secuencias como el fantasmagórico bombardeo nocturno en el puente de Do Lung, el ataque enemigo contra la lancha estúpidamente provocado por Lance (Sam Bottoms) que se salda con la muerte de Limpio, y en particular el fragmento en la plantación francesa, recuperado en Apocalypse Now Redux, así como la posterior secuencia del ataque con flechas que concluye con la muerte de Jefe (Albert Hall), también inspirada en la novela de Conrad. Los principales cambios introducidos por Coppola se encuentran en la resolución del relato, una vez que Willard, Chef y Lance llegan al campamento de Kurtz.


El primer presupuesto para Apocalypse Now era de 9.500.000 dólares. El lugar elegido para la filmación sería Filipinas, gracias a que Coppola y sus socios lograron convencer al gobernador del país, el dictador Ferdinand Marcos, para que cediera veinte helicópteros modelo Huey para el rodaje. Por más que el proceso de selección del reparto para Apocalypse Now es sobradamente conocido a estas alturas, siguen surgiendo versiones que difieren de la oficial. Acaso la más sorprendente es la que recoge Carlos Aguilar en su ensayo sobre el actor y realizador Clint Eastwood, según la cual este último fue considerado para interpretar a Willard, mientras que nada menos que John Wayne hubiese sido una primera opción para encarnar a Kurtz (3).


Finales de 1975. Dean Tavoularis y su equipo de decoración se instalaron en Pagsanján, Filipinas, base de operaciones del rodaje de la película, y a lo largo de los seis primeros meses del año siguiente erigieron los principales decorados.


Primavera de 1976. Coppola, su esposa Eleanor y sus tres hijos Gio, Roman y Sofia salieron de San Francisco el 1 de marzo para empezar la filmación. El día 20 comenzó el rodaje. El 26 de abril Martin Sheen se incorporó al mismo. Entretanto, Eleanor Coppola, que con el tiempo escribiría Notes, su famoso diario personal sobre la filmación de Apocalypse Now (publicado en España como Con el corazón en tinieblas), se enfrascaba en la filmación de imágenes del rodaje para fines publicitarios (4). En mayo, el tifón Olga empezó a amenazar la buena marcha del rodaje. Una lluvia continua se abatió sobre el plató y, a pesar de que Coppola aprovechó la climatología y la incorporó al film, a partir del día 19 la cosa empezó a ponerse seria. Hacia finales de mes, el tifón destruyó por completo el decorado de la secuencia que se desarrolla en el campamento donde las conejitas de Playboyson ofrecidas como prostitutas, el decorado del espectáculo ofrecido por esas mismas conejitas y todos aquellos que estaban en fase de construcción. La región quedó anegada en seis días por una subida del agua de diez metros. Semejante cúmulo de calamidades terminó provocando la suspensión del rodaje durante seis semanas.


Verano de 1976 y principios del otoño de 1976. Tras conseguir que United Artists aprobara un reajuste del presupuesto de tres millones de dólares, el 25 de julio Coppola y los suyos regresaron a Filipinas. En los últimos días del mes de agosto, Marlon Brando llegó a Filipinas. De común acuerdo con el director de fotografía Vittorio Storaro, a quien Coppola había elegido después de haber quedado gratamente impresionado con su labor en El conformista (Il conformista, 1970, Bernardo Bertolucci), y que sugirió numerosas ideas relativas a la visualización del personaje, el realizador se inclinó por darle a Kurtz —en palabras de Peter Cowie— “una dimensión mítica”: decidió filmarle tan solo de cintura para arriba y rodando la mayoría de sus escenas en una perpetua oscuridad. Brando y Coppola concibieron un largo monólogo de cuarenta y cinco minutos, inventándose el diálogo sobre la marcha. Fue en esta fase del rodaje que el director descartó el final originalmente previsto por Milius y decidió medio escribir, medio improvisar, el que sería el definitivo, con Willard matando ritualmente a Kurtz y marchándose del templo.


Principios-mediados de 1977. A primeros de año, un nuevo cálculo del presupuesto del film lo situaba en 32 millones de dólares, más del doble de lo previsto inicialmente. Por si fuera poco, el 5 de marzo Martin Sheen sufrió un ataque al corazón que le dejó a las puertas de la muerte (llegaron a darle la extremaunción) pero del que salió bien librado, volviendo al rodaje el 19 de abril. Coppola concluyó el rodaje de Apocalypse Now el 21 de mayo de 1977, aunque durante la postproducción rehizo fragmentos enteros (diversos planos de la lancha por el río o la escena de Chef copulando con la conejita de Playboy dentro del helicóptero) en el río Napa, cerca de Sacramento, y en una antigua bodega de uno de sus viñedos en Rutherford (¡).


La postproducción y el estreno. Apocalypse Now pasó por incontables aplazamientos de su fecha de estreno, desembolsos adicionales de dinero —que colocaron el coste final alrededor de los 40 millones de dólares— y numerosos test screenings como pocas películas a lo largo de la historia del cine. Dos personas fueron fundamentales en esta fase: el montador y diseñador de sonido Walter Murch y el novelista Michael Herr. El primero trabajó arduamente en el montaje y diseñó un para la época innovador sistema sonoro “quintafónico”, compuesto por tres canales de sonido que salían de detrás de la pantalla y otros dos que lo hacían desde detrás del público, que puede considerarse un precedente inmediato del Dolby Digital Surround EX patentado veinte años después por Dolby y Lucasfilm. El segundo, autor de la prestigiosa recopilación de artículos sobre la guerra de Vietnam Despachos de guerra, fue el encargado de escribir la narración formada por los pensamientos en offdel personaje de Willard que le sirvió a Coppola para ensamblar y dar coherencia al relato de conformidad con el montaje que finalmente se ofreció al público en 1979. United Artists no presionó jamás a Coppola en torno a la duración de la película, siendo decisión propia y unilateral del realizador, propietario absoluto del copyright del film, la de cortarlo a fin de que se ajustara a una duración que garantizara su comercialidad. Finalmente, en el Festival de Cannes de 1979 se presentó una versión, descrita por el realizador como un work in progress, con el metraje prácticamente definitivo, pero con el montaje y el sonido sin pulir, que ganó la Palma de Oro, compartida con El tambor de hojalata (Die blechtrommel, 1979, Volker Schlöndorff) (5).


Apocalypse Now empieza con un gran plano general de la jungla de Vietnam, imagen sostenida cuyo estatismo solo es perturbado por el zumbido de unos helicópteros que parecen flotar delante de la cámara; lentamente, entran en la pista sonora las primeras y electrónicas notas de la canción de The Doors The End, y justo cuando la voz de Jim Morrison empieza a desgranar la primera estrofa (“This is the end...”), la jungla estalla, devorada por el napalm, mientras la cámara traza una lenta panorámica hacia la derecha. Este plano, de una fuerza sin parangón en el cine de Coppola, sitúa al espectador en el centro mismo de una especie de ensoñación. La imagen estática de la selva tiene algo de irreal. El sonido de los helicópteros tampoco es realista, dado que está distorsionado. No oímos la detonación del napalm ni el crepitar de las llamas, ahogados por una canción de The Doors que nos anuncia, simbólicamente, el fin del mundo: el Apocalipsis. Asimismo, la panorámica sobre las palmeras incendiadas sugiere que estamos asistiendo al prólogo de un relato que estará basado en la idea del movimiento y el avance: el viaje.   
   

Apocalypse Now está construida alrededor de una serie de momentos dominados por una locura creciente que, no obstante, se alternan con episodios aparentemente más relajados pero que, de un modo u otro, contienen el germen de la demencia que aflorará a continuación. La misión asignada a Willard tiene un componente demencial: ha de remontar un río hasta Camboya, atravesando territorio enemigo, localizar al coronel Kurtz, un oficial que, dicen, “se ha vuelto loco”, y matarle. En su camino deberá pedir la ayuda de otro demente, el coronel de Caballería del Aire Kilgore, quien coherente con su locura tan solo se la brindará cuando descubra que, haciéndolo, podrá practicar el surf en una zona de playa idónea, aunque para ello tenga que arrasar una aldea entera (sic). Una situación teóricamente alegre y distendida (se comparta o no ese estilo de diversión) como es el espectáculo de las conejitas de Playboy deviene una situación grotesca por culpa del tumulto creado por los soldados ante la visión de las chicas. Asimismo, la imagen simpática de las conejitas encubre una realidad sórdida: su utilización como prostitutas, en la ya mencionada secuencia recuperada en Apocalypse Now Redux. A medida que Willard y sus hombres van remontando el río, la demencia va aumentando y adquiriendo tintes cada vez más trágicos. No es de extrañar que la llegada de Willard al refugio de Kurtz y todo cuando allí acontece esté mostrado como si se tratara de la descripción de un reino de locos, una especie de reducto medieval en el que ni siquiera falta el bufón de la corte: el fotógrafo encarnado por Dennis Hopper.


La película no diferencia en todo momento entre objetividad y subjetividad, transmitiendo la impresión de hallarnos ante un relato con una base fuertemente realista pero al mismo tiempo muy fantasioso, lo cual justificaría algunas críticas vertidas contra el film cuando se estrenó poniendo en cuestión su verosimilitud histórica (su objetividad) y explicaría ese empleo aparentemente caprichoso y dosificado de la voz en off, dado que la misma no trata de proporcionar toda la información al espectador, sino de darle simplemente una orientación, a tono con la idiosincrasia de Willard, un personaje que tampoco sabe a ciencia cierta qué le espera y cómo reaccionará al final de su tortuoso viaje. La descripción de los personajes que acompañan a Willard río arriba obedece a un planteamiento similar. La ingenuidad de Chef (quien en plena guerra todavía intenta demostrar sus dotes culinarias para la preparación de salsas), la severidad de Jefe (cuya animadversión natural hacia la actitud taciturna de Willard va en aumento a lo largo del relato), la conducta irreflexiva de Lance (un drogadicto que se despoja de todo signo de “civilización” ya antes de llegar al refugio de Kurtz) y la juventud impulsiva de Limpio (capaz de provocar una estúpida matanza, la del sampán, sin mostrar signos de arrepentimiento) no son tanto rasgos propios de los personajes como impresiones subjetivas de Willard sobre los mismos: su voz en off es la encargada de presentárnoslos, e incluso la única vez que les vemos actuar sin que Willard les acompañe (Chef y Lance tirándose a las conejitas de Playboy), su conducta responde a esa primera impresión.


Las dos grandes secuencias bélicas que marcan la relación de Willard con el coronel Kilgore, justamente famosas, expresan a partes iguales la admiración y el rechazo, la fascinación y la caricatura del así llamado modo de vida militar, produciéndose una irónica confrontación entre idealismo y estupidez. En la primera secuencia, la del desembarco de tropas en una aldea enemiga, Coppola pone de relieve el tono de gigantesca farsa que es la guerra apareciendo él mismo como un realizador de televisión (y Storaro como su operador de cámara) que les va diciendo a los soldados que no miren hacia la cámara y se comporten “como en combate” (sic). La llegada de Kilgore al campo de batalla es deliberadamente teatral: reparte cartas de una baraja de naipes, “las cartas de la muerte”, entre los cadáveres de los norvietnamitas para que el Vietcong sepa quién les ha atacado (resulta difícil no pensar aquí en las tristemente célebres cartas de póker, repartidas por el ejército norteamericano entre sus soldados durante la guerra de Irak, con las caras de los principales mandatarios iraquíes que debían capturar). La posterior secuencia del ataque con helicópteros sobre la aldea de Vin Din Drop a los sones de La cabalgata de las valkiriaswagneriana es antológica por su extraordinaria ejecución formal y sus abundantes sugerencias: la referencia a Wagner como modo de sugerir las connotaciones fascistas del ataque de Kilgore; la maestría con que Coppola planifica la secuencia, de manera que el componente espectacular de la misma resulta indisociable de su contenido crítico; el sentido descriptivo del episodio, que va desde el detalle de los soldados que viajan en los helicópteros sentándose sobre sus propios cascos “para evitar que nos vuelen los cojones” (sic), hasta ese espléndido apunte sobre la resistencia enconada del pueblo vietnamita a través del ataque suicida contra un helicóptero por parte de una joven campesina con una granada oculta.


Siguiendo la pauta marcada por el trabajo fotográfico, entendido como discurso expresivo con contenido propio y cuyo lenguaje es el resultado de la adecuada combinación de luz, color y sombras, puede interpretarse Apocalypse Now como la descripción de un viaje desde el territorio de la luz hasta el reino de la oscuridad. Yendo más lejos, podría interpretarse la destrucción provocada por Kilgore como su forma particular de “iluminar” la selva, arrasándola bajo un bombardeo indiscriminado, “iluminación” coherente con el carácter del personaje y con su famoso comentario sobre el olor del napalm: “olía a... victoria”. El tropiezo que tienen Willard y Chef con el tigre en medio de la floresta se produce al atardecer y está iluminado con una luz azulada que neutraliza el espíritu aventurero que el episodio podría tener, convirtiéndolo en un hecho tenebroso. Prosiguiendo viaje río arriba, la iluminación de la secuencia en el campamento ribereño de Hau Phat, donde tiene lugar el espectáculo de Playboy, refuerza el sentido dramático de la misma: la secuencia se produce de noche, pero está vistosamente iluminada con una instalación eléctrica muy potente, confiriéndole una atmósfera cercana al paroxismo. El episodio en el campamento medio abandonado donde Willard cambia dos bidones de combustible por los favores sexuales de un par de aquellas mismas conejitas tiene una iluminación difusa, a tono con la sordidez de lo que se desarrolla en el mismo.


El episodio del registro del sampán que deriva en una matanza gratuita tiene por contraste una fotografía muy luminosa, aunque “manchada”, si puede decirse así, por el uso del color: el tono levemente anaranjado de la imagen, que durante años fue una de las especialidades de Storaro, confiere a la secuencia una luz en consonancia con el contenido de la misma, también en cierto sentido “manchada”, en este caso de sangre. Lo que quedaba de inocente en los personajes ya está definitivamente eliminado: la simpatía que pudiera generar la juventud de Limpio es destruida a partir del momento que empieza a abrir fuego contra los indefensos ocupantes del sampán, del mismo modo que la confianza que el espectador hubiese podido depositar en el personaje de Willard, en cuanto hilo conductor del relato, se hace añicos tan pronto le vemos rematar a una mujer vietnamita malherida a fin de no retrasar la misión.


El fragmento que transcurre en el puente de Do Lung tiene una luz nocturna y psicodélica, en sintonía con lo que allí se produce. La oscuridad de la noche se ve rota por la colorista iluminación proporcionada por las detonaciones de disparos y bombas. Más que una batalla, parece un siniestro castillo de fuegos artificiales. Rebasado el último bastión norteamericano y entrando de lleno en territorio enemigo, el film parece recuperar su luminosidad inicial, pero se trata de una falsa apariencia. Una nueva “mancha” de color sirve de introducción a un episodio violento: Lance, alucinado por las drogas, se dedica a encender bengalas de posición que lanzan un espeso humo de colores. El ridículo juego del joven es el preludio de un ataque enemigo desde ambas orillas del río: Limpio será la víctima de tan absurda situación.


El bloque de aproximadamente veinticinco minutos que transcurre en la plantación francesa y recuperado en Apocalypse Now Redux puede considerarse con justicia entre lo más bello que haya filmado nunca Coppola. La lancha atraviesa un manto de niebla blanquecina, que anuncia el tono ensoñador que va a presidir lo que veremos a continuación. Willard y sus hombres atracan en un destartalado muelle; la niebla se disipa para mostrar a un grupo de hombres armados: Hubert de Marais (Christian Marquand) y los suyos, quienes, no por casualidad, “aparecen” ante los ojos del espectador como lo que son: una especie de fantasmas en vida, el último vestigio de un pasado al borde de la extinción. La misma languidez se percibe en la escena del solemne entierro de Limpio, oficiada por Jefe con el rigor militarista que caracteriza todas sus acciones, mientras que, a modo de poético contrapunto, Willard advierte cómo una mujer rubia observa a distancia el funeral desde el balcón de la hacienda. Más adelante, los tonos suavemente dorados con que está alumbrada la secuencia de la cena de Willard con los colonos franceses proporcionan una reconfortante sensación cálida y familiar, donde se mezclan los pequeños episodios cotidianos (los niños que recitan un poema, el anciano patriarca que preside la mesa desgranando sus recuerdos, el hombre que toca el acordeón) y el apasionamiento de Marais cuando proclama con orgullo su pertenencia a una tierra que sus antepasados vienen cultivando desde hace setenta años y su negativa a aceptar las crueles paradojas en las que se encuentran inmersos: la posibilidad de verse obligado a regresar a su país de origen, hacia el cual no siente el menor apego porque, para él, su verdadera patria es Vietnam. El fragmento en la colonia se remata con una espléndida secuencia íntima entre Willard y Roxanne (Aurore Clément), la viuda que vio a lo lejos el funeral de Limpio y también presente en la cena. El proceso de reconocimiento y atracción entre ambos personajes está resuelto siguiendo una modélica gradación estética: su escena a solas en el porche de la vivienda, abierto a una noche estrellada, que transmite el elevado grado de intimidad que se produce entre ambos; el posterior encuentro amoroso en el dormitorio de la mujer, momento presidido por elementos sensuales y sensitivos (los amantes en la penumbra, tumbados en el lecho; Roxanne preparando una pipa de opio; la mujer caminando desnuda alrededor de la cama; Willard acariciando el cuerpo de la mujer sobre la tela de la mosquitera).


Este episodio resulta fundamental para acabar de describir el perfil psicológico del personaje de Willard: ese contacto humano, esa experiencia reflexiva y sensual a partes iguales, permite comprender mejor las motivaciones que, en última instancia, condicionarán al protagonista y le llevarán a adoptar su decisión final de matar a Kurtz y abandonar su refugio. Si el momento en que mató a la vietnamita del sampán supuso el punto más bajo de la degradación moral de Willard, ahora su conciencia de la existencia de un punto de vista sobre la guerra diferente al suyo (el discurso de Hubert de Marais) y la recuperación de sus sentimientos más tiernos (el encuentro amoroso con Roxanne) pueden interpretarse como la purificación del personaje. Las escenas de la colonia nos permiten apreciar que es ahora, tras su estancia en la plantación, cuando Willard se encuentra realmente en condiciones para hacer frente a la apoteosis de barbarie, sinrazón y desesperación personificadas en la figura de Kurtz.


No menos coherente resulta que la primera conversación entre Willard y Kurtz se desarrolle prácticamente en la oscuridad, en consonancia con las “tinieblas” que rodean las motivaciones de este último y a tono con la mirada fascinada del primero hacia su persona: Kurtz ni siquiera parece humano, tan solo una enorme figura que se mueve en las sombras y muestra su cráneo rasurado o parte de su rostro. Muy interesante resulta, en este mismo sentido, otra secuencia recuperada en la versión Reduxen la que Kurtz lee unos artículos de Time al prisionero Willard. De este modo queda más claro que en el montaje de 1979 que la locura de Kurtz tiene también un componente de lucidez: su escepticismo ante las decisiones políticas que están provocando el alargamiento interesado de un baño de sangre. El perfil sobre el trastorno de Kurtz resulta más completo: el mismo no solo se circunscribe, como luego se verá, a la claudicación del personaje ante el lado más bárbaro y salvaje de la naturaleza humana (tesis Milius), sino también a la aceptación de su condición de paria al margen de la sociedad (tesis Coppola). No resulta de extrañar, por tanto, que el punto culminante de la locura de Kurtz se ponga de relieve no solo en la crueldad de sus acciones (la decapitación de Chef), sino sobre todo en el técnicamente irreprochable raciocinio mediante el cual justifica las mismas: ese monólogo en el que Kurtz explica a Willard cuándo cayó en la cuenta de la “pureza” de la guerra el día que vio cómo los norvietnamitas cortaron los brazos a los niños previamente vacunados por los soldados norteamericanos.


Matar a Kurtz significa poner fin a un reinado de terror, pero hacerlo supone para Willard la culminación del proceso de redención iniciado en la habitación de hotel en Saigón y que ha ido viviendo en su viaje río arriba. El primer plano de Willard, emergiendo del agua, con el rostro cubierto con pintura de camuflaje y la mirada penetrante, alucinada, decidida, vendría a corresponderse con ese otro primer plano de Willard, tumbado en su habitación en Saigón, con el que se le ha presentado al inicio del relato: el de ahora no es el plano invertido de un hombre que está “al revés”, perdido en sus divagaciones, sino un plano de alguien que ha tomado una determinación. Asimismo, al igual que la revelación que ha vivido Willard en la colonia francesa se ha producido en el curso de una cena (de ahí la importancia, repito, de esa hermosa secuencia recuperada), la purificación activa del protagonista se expresa ahora mediante la relación con otro ritual vinculado a la comida como expresión del instinto de supervivencia: el sacrificio de un caribú, que se alterna en montaje paralelo con planos en los que, otra vez a los sones de guitarras eléctricas, como las de la primera secuencia del film, Willard acaba con Kurtz a machetazos. El memorable plano final de la película guarda, una vez más, ecos del arranque del relato. Si al principio aquel primer plano invertido del rostro de Willard se superponía sobre la desoladora imagen de la selva arrasada por el napalm, ahora es un primer plano del gigantesco rostro de piedra del templo donde vivía Kurtz el que se superpone sobre el plano general nocturno de la lancha que conduce a Willard y Lance de regreso a la civilización —en una imagen, como apunta José María Latorre (6), claramente inspirada en el final del Lord Jim (ídem, 1965) de Richard Brooks, no por casualidad otra adaptación de Joseph Conrad—, mientras oímos en off la voz de Kurtz repitiendo sus últimas palabras: “El horror... El horror...”. Willard no necesita quedarse allí a sustituir a Kurtz en su reino de tinieblas porque, en cierto sentido, antes de llegar al mismo ya había estado en él, aunque ese rostro de piedra, ese poso de barbarie, quedará para siempre agazapado en su interior.


(2) Ahora bien, si hacemos caso a lo que afirma Carroll Ballard, quien luego trabajaría con Coppola dirigiendo El corcel negro (The Black Stallion, 1979), “ya desde 1967 yo quería hacerlo, mucho antes que Milius. Estaba preparando un trato con Joe Landon, el productor de “El valle del Arco Iris” [Finian’s Rainbow, 1968], de Coppola. Trapicheamos para tratar de conseguir los derechos y todo quedó en punto muerto”. Carroll Ballard a Peter Cowie, en una entrevista realizada en Berkeley el 10 de diciembre de 1985, y reproducida en COWIE, Peter. El libro de Apocalypse Now. Ediciones Paidós, S.A. Barcelona-Buenos Aires-México, 2001. Colección La memoria del cine, núm. 12. Pág. 16.
(3) AGUILAR, Carlos. Clint Eastwood. Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S.A.). Madrid, 2009. Colección Signo e Imagen / Cineastas, núm. 75. Págs. 136-137.
(4) El material rodado por Eleanor Coppola sería la base del documental de Fax Bahr y George Hickenlooper Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse (1992), emitido en nuestro país por Canal + con el título de Corazones en tinieblas.
(5) La película fue candidata a ocho premios Oscar —en las categorías de mejor film, actor de reparto (Robert Duvall), director, guión adaptado, fotografía, decoración, sonido y montaje—, consiguiendo únicamente dos, para Vittorio Storaro y para Walter Murch, Mark Berger, Richard Beggs y Nat Boxer por su labor con la pista sonora. Según parece, el hecho de que el año anterior hubiese ganado otra famosa película con la guerra de Vietnam como telón de fondo, El cazador (The Deer Hunter, 1978, Michael Cimino), pudo haber pesado en la decisión de los miembros de la Academia de Hollywood. Sea como fuere, tal y como concluye Cowie, en op. cit., pág. 191, “uno se pregunta cuánta gente recuerda el film que, aquel año, obtuvo la estatuilla a la mejor película: “Kramer contra Kramer” (Kramer vs. Kramer, 1979, Robert Benton)”.
(6) En su análisis del film de Brooks, Un viaje al fondo de la culpa, incluido en el volumen La vuelta al mundo en 80 aventuras. Dirigido Por, S.L. Barcelona, 1995. Libros Dirigido, núm. 7. Pág, 528. 

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” DICIEMBRE 2019, a la venta

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Star Wars: El ascenso de Skywalker (Star Wars: The Rise of Skywalker, 2019, J.J. Abrams) es el principal motivo de portada del n.º 407 de Imágenes de Actualidad.


La reciente edición de un lujoso packen Blu-ray me da pie a hablar de la famosa película de Alfred Hitchcock Los pájaros (The Birds, 1963) dentro de la sección Cult Movies, la cual se completa con otros dos films de Hitchcock basados, como el anterior, en sendas obras de Daphne Du Maurier: La posada de Jamaica (Jamaica Inn, 1939) y Rebeca (Rebecca, 1940).


También firmo las críticas de El tiempo contigo (Tenki no ko, 2019, Makoto Shinkai) y The King(ídem, 2019, David Michôd) para la sección Estrenos.


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“DIRIGIDO POR…” DICIEMBRE 2019, a la venta

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Dirigido por… concluye este año ofreciendo en su n.º 505 la primera entrega de un extenso dossier dedicado a Vincente Minnelli, entre otros variados contenidos.


Mi contribución a este número consiste, en primer lugar, en una extensa reseña dedicada a la nueva película de Hirokazu Kore-eda La verdad (La vérité, 2019).


También firmo, para la sección Críticas, las reseñas de Frozen II (ídem, 2019, Chris Buck y Jennifer Lee) y Terminator: Destino oscuro (Terminator: Dark Fate, 2019, Tim Miller).


Para la sección Streaming / TV, los comentarios de El lado siniestro de la luna (In the Shadow of the Moon, 2019, Jim Mickle), Fractura (Fracture, 2019, Brad Anderson) y En la hierba alta (In the Tall Grass, 2019, Vincenzo Natali).


Y, para la sección Cinema Bis, el del serial de William Witney y John English Aventuras del Capitán Maravillas (Adventures of Captain Marvel, 1941).


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La visita del rencor: “LOS VISITANTES”, de ELIA KAZAN

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[NOTA BENE: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UN COMPLEMENTO DEL “DOSSIER” SOBRE ELIA KAZAN PUBLICADO EN LOS N.º 502 y 503 DE “DIRIGIDO POR…” (SEPTIEMBRE / OCTUBRE 2019) (1).]


Justo entre El compromiso (The Arrangement, 1969), un interesante trabajo rodado a finales de los sesenta, aunque no tanto como los otros tres que dirigió en esa misma década, los extraordinarios Río salvaje (Wild River, 1960), Esplendor en la hierba (Splendor in the Grass, 1961) y América, América (America, America, 1963), y la película que cierra su filmografía, la inteligente El último magnate (The Last Tycoon, 1976), Elia Kazan rodó Los visitantes(The Visitors, 1972), uno de sus trabajos menos difundidos y más difíciles de ver desde el momento de su estreno en España, a principios de la década de los setenta, y además en una versión recortada y suavizada por la censura franquista de la época, luego recuperada, íntegra y fiel a la original, en formato DVD. Rodada con un bajísimo presupuesto y un equipo mínimo (en ocasiones se ha dicho que la casa de campo que aparece en el film era la del propio realizador), Los visitantessupuso una inesperada incursión de Kazan en un terreno formal y estético más cercano a los modos del cine independiente surgido entre finales de los cincuenta y desarrollado, sobre todo, durante la década de los sesenta, por más que, a pesar de ello, siga brillando el sentido del encuadre “psicológico” y de la dirección de actores tan característicos del mejor cine de su autor.


A partir de un guion escrito por su propio hijo Chris, Elia Kazan desarrolla un relato tenso y claustrofóbico que se inspira en parte en el mismo suceso real que se encuentra en la base de la muy posterior película de Brian de Palma Corazones de hierro (Casualties of War, 1989), esto es, la violación y asesinato de una indígena por parte de un pelotón de soldados norteamericanos durante la guerra de Vietnam, el cual fue denunciado por uno de esos hombres que se negó a tomar parte de ese crimen y a encubrirlo. En cierto sentido, y jugando un poco con la perspectiva del tiempo, Los visitantes vendría a ser la “secuela” de Corazones de hierro, dado que parte de la teórica situación (esta, completamente inventada por Chris Kazan) que se produciría si dos de los soldados procesados por ese delito, aquí llamados Nick (Steve Railsback) y Tony (Chico Martínez), se presentaran en el hogar del compañero de armas que les denunció, Bill (James Woods, en su debut en el cine), una vez cumplida su condena. Alrededor de ese incómodo reencuentro, que obliga a Bill a tener que hablarle a su mujer y madre de su pequeño hijo, Martha (Patricia Joyce), y a su suegro, Harry (Patrick McVey), de ese suceso trágico que tan solo quiere olvidar, gira el nudo dramático de un relato que, contrariamente a lo que pueda parecer, resulta menos turbulento de lo que sería de esperar, y eso a pesar de que la situación que se produce termina confluyendo, previsiblemente, en un estallido final de violencia.


Los visitanteses un film curioso y no exento de atractivos, pero aún así está lejos de las mejores obras de su autor. Si bien los elementos discursivos siempre estuvieron presentes en la filmografía de Kazan, en otras ocasiones su realizador había demostrado un gran talento a la hora de integrar sus discursos en un conjunto dramáticamente elegante y cinematográficamente inventivo; dicho de otro modo, el cine de Kazan era, en gran medida, “cine de mensaje”, pero ese mensaje no solía resultar cargante ni molesto porque el cineasta era consciente de que, además de ese discurso, una película necesitaba otros componentes (dramáticos, estéticos). No es el caso de Los visitantes, en la cual el mensaje, el discurso, está puesto al desnudo y ocupando en primer término los encuadres, algo que se nota en la concepción misma de la situación (pocos personajes en un escenario aislado de la así llamada civilización) y su puesta en escena, en la cual abundan los planos rodados con luz natural, de tal manera que muchas escenas son oscuras, “tenebrosas”, a tono con las aviesas intenciones de los visitantes (sobre todo, el perturbado Nick). Está muy claro que a Los visitantesno le faltan elementos de interés: sus intérpretes son excelentes y hay buenos momentos, en particular, algunos juegos de miradas entre los personajes, mucho más atractivos y tensos que lo que expresan los diálogos; la secuencia en la que Bill, Nick y Tony acompañan a Harry a disparar contra el perro de un vecino que no para de colarse en su propiedad y le causa destrozos, un buen apunte sobre determinada carga de violencia soterrada presente en algunas capas de la sociedad rural estadounidense; o la pelea final entre Bill y Nick. Pero el conjunto arroja, en general, un saldo de frialdad, acaso deliberada, como diciéndonos: “esta es una película-para-hacernos-reflexionar”, lo cual estaría muy bien si no se notara tanto. Los visitantes es una de esas películas que, en ocasiones, los realizadores de fuerte personalidad hacen cuando sienten la necesidad no ya de decir algo, sino incluso de escupirlo con repugnancia, y eso pesa en el resultado tanto para lo bueno como para lo malo.  



Más alcohol que sangre en las venas: “BAJO EL VOLCÁN”, de JOHN HUSTON

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En los últimos años de su carrera, y quién sabe si con la conciencia de estar quemando sus últimas naves, cinematográficamente hablando, John Huston se permitió abordar por fin dos proyectos que tenían mucho de personal, habida cuenta que, además de reflejar buena parte de sus obsesiones temáticas más recurrentes, tenían el carácter de reto particular: la adaptación de dos novelas de difícil plasmación en imágenes, sobre todo la primera: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, y Los muertos, de James Joyce. Esta última sería, como es sobradamente conocido, la base de su película postrera: Dublineses(The Dead, 1987), un film extraordinario que el que suscribe no duda en colocar entre lo mejor legado por este cineasta junto con Moby Dick (ídem, 1956) (1). Bajo el volcán (Under the Volcano, 1984) sería, por tanto, su antepenúltima película, y la culminación de, como digo, una especie de desafío personal muy característico de un realizador para quien muchos de sus proyectos eran auténticas aventuras que tenían su razón de ser en el mero hecho de abordarlas, con independencia casi de sus resultados finales.


El tiempo no ha tratado mal a Bajo el volcán, por más que el film se encuentre lejos de los mejores trabajos de su autor. Ello puede deberse, naturalmente, a la complejidad del original literario, aquí notablemente rebajada en virtud de un trabajo de guion, firmado por Guy Gallo, que si no recuerdo mal en su momento fue calificado por José Luis Guarner, con respecto al libro de Lowry, como “una cura de adelgazamiento” (sic). Puede que ello explique que Bajo el volcán, versión John Huston, no termine de ser la pieza maestra turbulenta, etílica y casi infernal que podría haber sido tratándose, como se trata, de la descripción, llevada hasta sus últimas consecuencias, del proceso de autodestrucción de un hombre desesperado, el cónsul británico en Cuernavaca Geoffrey Firmin (Albert Finney): un personaje por cuyas venas corre más alcohol que sangre, que manifiesta que únicamente se siente realmente lúcido cuando está borracho (y lo está la mayor parte del tiempo) y que afirma que el único lugar en el cual él tiene ya cabida es el infierno… Razones no le faltan para beber alcohol a todas horas: Firmin ha sido destinado a un puesto diplomático de segunda fila en una localidad mexicana donde ingerir whisky, vodka, tequila o mescal es prácticamente la única salida de ocio; por si fuera poco, pululan por la localidad una serie de siniestros personajes los cuales, se dice, están siendo financiados por subrepticias cédulas nazis que operan en México; téngase en cuenta que nos hallamos en 1938 y que, tal y como se explica en los diálogos, el primer ministro inglés Chamberlain acaba de firmar con Hitler un pacto de no agresión en el cual nadie con dos dedos de frente confía, tal y como la Historia vendría a demostrar trágicamente tan solo al año siguiente; además, Firmin vive solo desde que fuera abandonado por su esposa Yvonne (Jacqueline Bisset), la cual le comunicó por carta que ya había firmado los papeles del divorcio pero que, a pesar de ello, se presenta en Cuernavaca con vistas a lograr una reconciliación con su exmarido; reconciliación que, para Firmin –en el fondo, un antiguo idealista que había creído que la bondad y la justicia podrían llegar a ser, algún día, los valores preeminentes en el mundo entero–, resulta ahora del todo imposible: Yvonne le fue infiel con su propio hermanastro, Hugh Firmin (Anthony Andrews), o su medio hermano como a él le gusta llamarle, y esa infidelidad, esa traición, no puede perdonarla bajo ningún concepto, dado que el hacerlo sería tanto como traicionarse a sí mismo: a su propio sentido de la existencia. El alcohol es, por tanto, su única manera de soportarlo.


Todo ello está expuesto por John Huston con firmeza y solidez, pero sin brillo ni demasiada inspiración. El realizador descarga buena parte de la eficacia del relato en la gran interpretación, un tanto histriónica a ratos, pero muy efectiva en todo momento, que Albert Finney hace de Geoffrey Firmin, sobre todo teniendo en cuenta que el actor hace un notable esfuerzo de cara a exteriorizar el tormento interior del personaje. Jacqueline Bisset, Anthony Andrews y un buen elenco de intérpretes de carácter –entre ellos, algunos grandes del cine mexicano como Katy Jurado e Ignacio López Tarso–, además de un par de extraordinarios colaboradores en apartados técnico-artísticos –el director de fotografía Gabriel Figueroa y el compositor Alex North–, contribuyen a que el resultado final de Bajo el volcán sea apreciable y a ratos bueno, por más que en escasos instantes alcance la intensidad que el relato reclama a gritos. Un relato sórdido, etílico y pesimista que culmina, coherentemente, en tragedia, por más que la misma no termine de impregnar al espectador con la fuerza que sería de desear. Empero, hay excelentes apuntes que sugieren lo que la película podría haber sido. Llaman la atención, en particular, los numerosos signos de muerte que jalonan el desarrollo de la trama, y que vienen a expresar, en cierto sentido, que Firmin y, de refilón, también Yvonne, son ya personas muertas, cada una a su manera, antes de que la Parca les alcance fatídicamente: véase la secuencia inicial, el sobrio paseo de Firmin por las atestadas calles de Cuernavaca durante la celebración del Día de los Muertos, en el cual la mirada sin brillo del personaje a través de sus gafas de sol parece corresponderse con las miradas de los ojos sin vida de las calaveras de azúcar; está, asimismo, la celebración de una corrida de toros, durante la cual Hugh se atreve a saltar al ruedo, que puede verse como una fiesta de la muerte, o cuanto menos, una fiesta de la vida enfrentada a la muerte; durante su viaje en autobús, Firmin, Yvonne y Hugh comparten el vehículo con uno de los siniestros acólitos nazis mexicanos; en una de las paradas, descubren tirado en la carretera el cadáver de un joven flautista asesinado y, más tarde, observan que las monedas manchadas de sangre que había sobre el cuerpo sin vida del muchacho han sido recogidas por el simpatizante nazi; todo ello conduce, claro está, a una tensa conclusión final en una miserable y nada recomendable cantina, El Farolito, que es prácticamente una antesala de ese infierno que, simbólicamente, arde en el interior del desdichado y alcoholizado cónsul Geoffrey Firmin, por más que ese calor del averno, ese dolor insoportable, tan solo lo intuyamos en contadas excepciones.


Futuro pasado: “LA FUGA DE LOGAN”, de MICHAEL ANDERSON

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El origen de este film de Michael Anderson se halla en la novela homónima de William F. Nolan y George Clayton Johnson, publicada por primera vez en los Estados Unidos en 1967, cuyos derechos cinematográficos fueron adquiridos por la Metro-Goldwyn-Mayer. Nolan y Johnson también firmaron el guion del film, accediendo a llevar a cabo algunos cambios en el argumento del libro, como elevar el límite de vida de los ciudadanos del futuro de los 21 a los 30 años y la inclusión de un clímax espectacular que incluyera la destrucción de la ciudad.


El cambio más radical fue una imposición de la MGM. Enla novela, el procedimiento del ordenador que controla la ciudad para controlar la demografía consiste en una Casa del Sueño, donde los ciudadanos de 21 años son “dormidos” para nunca despertar. La idea hizo tanta gracia que fue incorporada al argumento de otra producción MGM de ciencia ficción que se realizó antes que La fuga de Logan(Logan’s Run, 1976): la magnífica Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973), dirigida por Richard Fleischer. Ello obligó a los autores a inventarse el ritual del Carrusel, en el cual sus participantes flotan en el aire dentro de un extraño escenario preparado a tales efectos y explotan, ante el alborozo de los espectadores asistentes, ajenos a lo que se está desarrollando ante sus ojos, que van gritando: ¡Renovarse! ¡Renovarse!. No obstante, el guion definitivo sería obra de David Zelag Goodman, quien figura acreditado como único guionista.


En cierto sentido puede afirmarse que La fuga de Logan es el último exponente de un tipo de cine de ciencia ficción de temática futurista muy en boga en el cine norteamericano de los setenta, como la ya mencionada Cuando el destino nos alcance o el film de Norman Jewison Rollerball(ídem, 1975), y una heredera directa de las películas de ciencia ficción de los años treinta, cuarenta y cincuenta, dado que su visión colorista del futuro, que muestra a los hombres vestidos con uniformes que parecen pijamas y a las mujeres con atuendos vaporosos y minifaldas, está más cerca de la mostrada por títulos como la británica La vida futura (Things To Come, 1936, William Cameron Menzies), los seriales de Flash Gordon, Planeta prohibido(Forbidden Planet, 1956, Fred McLeod Wilcox,) o la serie de televisión Star Trek y sus posteriores secuelas cinematográficas, que de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick,). Ello es perceptible en secuencias como la del Carrusel, la del laboratorio de cirugía estética con láser que regenta Doc (encarnado por el propio hijo del realizador, el actor Michael Anderson Jr.), o la que tiene lugar en La Catedral, un sector degradado de la ciudad poblado por jóvenes Cachorros que viven en un estado de salvajismo, y donde la pareja protagonista, Logan (Michael York) y Jessica (Jenny Agutter), atraviesan una situación peligrosa: la concepción de la secuencia evoca el ambiente de títulos como El último hombre... vivo (The Omega Man, 1971, Boris Sagal,) o Nueva York, año 2012 (The Ultimate Warrior, 1975, Robert Clouse) (1).


También se ha querido ver en la escena en la cual Logan y Jessica, tras haber conseguido huir de la ciudad, llegan hasta Washington y ven, por primera vez en su vida, el rostro esculpido en mármol de un anciano, el del gigantesco monumento a Abraham Lincoln, un equivalente de la famosa Estatua de la Libertad semienterrada en la playa en el célebre final de El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968, Franklin J. Schaffner,). Otro aspecto que marca el momento en que La fuga de Loganfue realizada reside en sus secuencias finales, las cuales remiten al cine de catástrofes imperante durante los setenta: en particular, una bonita escena submarina (Logan y Jenny vuelven a entrar en la ciudad buceando a través del conducto de la planta depuradora de agua), que guarda ciertos ecos de La aventura del Poseidón(The Poseidon Adventure, 1972, Ronald Neame); y sobre todo, las más bien inverosímiles escenas de destrucción de la ciudad.



De hecho, al año siguiente de su estreno todo el cine de ciencia ficción representado por La fuga de Logan sería literalmente barrido por el triunfo clamoroso de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977, George Lucas), seguido dos años más tarde por el de Alien: el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott) (2), las dos películas que cambiaron para siempre el horizonte del género. La fuga de Logan está más cerca de otras aproximaciones posteriores que del trasfondo sórdido y pesimista que imperó en la ciencia ficción norteamericana de los setenta, y quizás ello explicaría el generoso “culto” que existe a su alrededor, sobre todo en los Estados Unidos, donde esta película sigue siendo increíblemente popular. Baste con señalar su ingenuo “final feliz”, recuperado de forma muy parecida en La Isla (The Island, 2005, Michael Bay), en el cual los habitantes de la ya destruida ciudad del futuro se encuentran cara a cara con el viejo (Peter Ustinov) que, previamente, Logan y Jessica han conocido en el exterior y descubriendo así que es posible vivir más allá de los treinta años de edad… A pesar de ello, y de esa carga de ingenuidad, los mejores momentos de la función son los más sombríos, como el extraño episodio que enfrenta a Logan y Jessica con el robot Box (Roscoe Lee Browne), la pelea a muerte de Logan con su examigo y ahora perseguidor Francis (Richard Jordan) en el desolado decorado del Congreso de los Estados Unidos, ahora cubierto de hiedra y donde vive el viejo con sus gatos; o, en particular, la escena en la cual el cerebro electrónico que gobierna la ciudad le arrebata a Logan los últimos años que le quedaban antes de “renovarse”: Logan abandona la sala donde opera ese gigantesco ordenador, y la cámara le sigue en un travelling casi ceremonioso, de tal manera que los extraños relojes de colores del decorado pasan a ser, ahora, siniestros indicadores del poco tiempo de vida que le queda…



25 aniversario del estreno de “ENTREVISTA CON EL VAMPIRO”

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Hoy se cumplen 25 años del estreno en España del film de Neil Jordan Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire: The Vampire Chronicles, 1994), adaptación de la novela homónima de Anne Rice. Para conmemorarlo, recupero el enlace a los comentarios que dediqué en este blog a este film y a su secuela, la nada despreciable La reina de los condenados (Queen of the Damned, 2002, Michael Rymer).


Entrevista con el vampiro + La reina de los condenados




“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” ENERO 2020, a la venta

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Imágenes de Actualidad empieza el nuevo año dedicando la portada de su nº 408, precisamente, a su Especial 100 películas para 2020, entre otros interesantes contenidos.


Como la salida del número coincide, más o menos, con las fiestas navideñas, dedico los Cult Movies a Pesadilla antes de Navidad (Tim Burton’s The Nightmare Before Christmas, 1993, Henry Selick), ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946, Frank Capra) y Black Christmas (Bob Clark, 1974).


Concluyo mi participación en este número con las críticas de la simpática Jumanji: Siguiente nivel(Jumanji: The Next Level, 2019, Jake Kasdan) y la vomitiva 6 en la sombra(6 Underground, 2019, Michael Bay) para la sección Estrenos.

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In Memoriam SUE LYON: “LOLITA”, de STANLEY KUBRICK, o la tragedia de Humbert Humbert

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Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas”. Así es como empieza Lolita, de Vladimir Nabokov, que el que suscribe se atreve en colocar entre las mejores novelas que ha leído en su vida y, si sus conocimientos literarios fuesen todo lo amplios que desearía, entre las mejores novelas que conoce de entre las que han sido publicadas a lo largo del siglo XX. Teniendo en cuenta la elevada calidad del libro de Nabokov, y la práctica imposibilidad de que una película fuese capaz de captar todos sus sugestivos matices, no hay más remedio que reconocer, de entrada, que el film homónimo de Stanley Kubrick no termina de estar a la altura del mismo. Ello no significa, en este caso, que nos hallemos ante una obra fallida ni mucho menos: la Lolita (ídem, 1962) de Kubrick es una magnífica película, tanto en sí misma considerada y como adaptación del maravilloso texto de Nabokov, quien además firmó el guion de esta adaptación al cine. El resultado de la colaboración del escritor en la película de Kubrick dio pie a una singular relación amor-odio con el film, dado que en declaraciones posteriores Nabokov explicaba que la Lolita de Kubrick le parecía una gran película, a pesar de que la primera vez que la vio le desagradaron ciertas innovaciones respecto al libro introducidas por Kubrick; pero que, a fin de cuentas, el film le interesaba porque le había servido, a nivel personal, para volver a ver su propia novela con otros ojos.


Ya he mencionado que la adaptación de libro a la pantalla tal cual resulta prácticamente imposible, habida cuenta de que está narrado en primera persona y el relato abunda en acotaciones personales muy subjetivas sobre la vida de su protagonista y narrador, Humbert Humbert, de muy ardua traslación al cine. De hecho, es famosa la anécdota según la cual Kubrick habría ideado una primera secuencia destinada a describir gráficamente la atracción sexual del personaje por las niñas, luego suprimida por temor a incurrir en las iras de la censura y en las críticas de las ligas de opinión católicas (las cuales, a pesar de ello, no dejaron de atacar la película cuando se estrenó en los Estados Unidos; en España, donde fue prohibida por la censura franquista, lo hizo muchos años más tarde); en dicha secuencia debía verse una serie de fotografías de niñas, o cuanto menos adolescentes, acompañadas de una voz en offdetallando las preferencias de Humbert Humbert por féminas tan jóvenes, o como él mismo las llama en el libro, “nínfulas”. Sin embargo, si ya de por sí entrar en detalles respecto a esa cuestión resultaba complicado, cómo no iba a serlo trasladar al cine el espíritu de una novela tan brillante, llena de pasajes rebosantes de inteligentes observaciones sobre la vida y el comportamiento humanos, arrojados además con tanta ironía, como el que voy a mencionar ahora, y que no fue incluido en la película de Kubrick: me refiero a aquél fragmento, en los primeros capítulos del libro, en el que Humbert Humbert rememora cómo se separó de su primera mujer; esta última tenía un amante, un ruso alto y apuesto por el cual acabó abandonándole; un día, rota ya su relación por completo, la mujer de Humbert Humbert recogió sus cosas del piso de este último, y su amante ruso fue con ella a ayudarla a llevarse las maletas; el protagonista recuerda cómo se dio cuenta, cuando su exmujer y su amante se marcharon, que el ruso había orinado en su inodoro y ni siquiera había tenido la decencia de tirar de la cadena; pero, a continuación, pasada su reacción inicial de furia y asco ante aquello, Humbert Humbert reflexiona al respecto, llegando a la conclusión de que quizá el ruso había mostrado más delicadeza y sensibilidad de lo que pudiera parecer a simple vista, habida cuenta que el ruido de la cisterna del váter sonando en medio de la despedida de Humbert Humbert y su exmujer podría haber sonado a modo de “inoportuno contrapunto sonoro” en tan incómoda situación… ¿Cómo llevar al cine semejante obra maestra de la ironía y de la buena literatura?


Pues hay que reconocer que Stanley Kubrick resolvió excelentemente semejante papeleta. A pesar de que, por exigencias de la censura de la época, él y Nabokov tuvieron que escoger a una actriz relativamente “mayor” para interpretar a Lolita como la adolescente Sue Lyon (téngase en cuenta que, en libro, Lolita apenas tiene 12 años), lo cual desvirtúa en gran parte el sentido de la novela; y que, como ya he indicado, no pudo volcar en el film fragmentos del original literario tan excepcionales como el que he descrito líneas arriba (a pesar de que la película dura nada menos que 152 minutos; los cuales, por cierto, pasan en un suspiro), Lolita es un film excelente y un modélico ejemplo de adaptación literaria al cine.


Una primera alteración que llevó a cabo Kubrick respecto al libro, alteración en la forma pero no en el espíritu, consiste en que, a diferencia de la novela, la película arranca con el clímax de aquélla: una primera y magistral secuencia en la cual Humbert Humbert (James Mason) irrumpe en la mansión de Clare Quilty (Peter Sellers), el cínico y adinerado guionista de televisión por culpa del cual el primero acabó perdiendo para siempre el amor de Lolita (Sue Lyon), y le asesina a tiros. La secuencia, sin duda una de las páginas más brillantes legadas para la posteridad por Kubrick, y que se beneficia extraordinariamente de la labor de dos grandes actores, James Mason en la cumbre de su arte interpretativo y Peter Sellers resolviendo genialmente uno de sus más difíciles y complejos personajes, supone además una variante en relación a la novela que, lejos de ser una “traición” a la misma, tiene una determinada función. Consciente de que el momento culminante de la Lolitade Nabokov consiste en el reencuentro final de Humbert Humbert con una Lolita crecida, casada con otro hombre y embarazada (una Lolita que, para el protagonista, ha dejado de ser “su Lolita”), con esta variación Kubrick logró un doble propósito: abrir el film con una secuencia “fuerte”, y reservar para el final de la película ese emotivo (y fallido) reencuentro entre los dos protagonistas; reencuentro que se cierra patéticamente con Humbert Humbert viéndose obligado a perder a Lolita por segunda vez, y ahora para siempre, y se encadena con la llegada del primero, armado con una pistola y sediento de venganza, en la mansión de Quilty.


Por otro lado, arrancando la narración con la consumación de la venganza de Humbert Humbert sobre Quilty, Kubrick logró también no solo captar de inmediato toda la atención del espectador que no conociese la trama del libro de Nabokov, sino además justificar las posteriores elipsis en virtud de las cuales van llegando los momentos esenciales de un relato sostenido a golpes de intensidad. La película, en este sentido, es muy fiel a la novela, y al mismo tiempo la “aligera” en virtud de esas abundantes elipsis, por más que algunas de ellas ya se encuentren en el libro, aunque a simple vista pueda no parecerlo: véase, sin ir más lejos, esa escena en la que, a solas en la habitación del hotel, Lolita se acerca a Humbert Humbert y le propone jugar a un juego “muy divertido” al cual ella misma había jugado a menudo con el chico del campamento de señoritas del que acaba de ser recogida por Humbert Humbert; Lolita le susurra las reglas al oído a Humbert Humbert; este se queda estupefacto al oírlas; la imagen, entonces, funde a negro… De este modo, tanto en la novela como en el film se insinúa la naturaleza sexual de ese “juego”, pero en ambos casos nunca llegamos a conocer el contenido del mismo, quedando este a la imaginación del lector/ espectador.


Lolita, versión Stanley Kubrick, es una honesta y a ratos extraordinaria traslación de la obra de Nabokov en la que el director de 2001: Una odisea del espacio trabajó particularmente el contenido del plano y la dirección de actores, de tal manera que gestos y miradas, cuya expresividad se refuerza con excelentes diálogos llenos de dobles sentidos, contribuyen a ir creando una espesa atmósfera de mezquindad cotidiana y de secretas intenciones. La llegada de Humbert Humbert al hogar de los Haze para alquilar una habitación, donde la viuda Charlotte Haze (una no menos excepcional Shelley Winters) vive sola con su hija adolescente Dolores/ Lolita, está construida sobre un gran sentido del detalle y a partir de la conjunción de dos deseos: el primero, evidente, de la viuda Haze con tal de alojar bajo su techo a un hombre atractivo que pueda ser candidato a “futuro marido” suyo; y el segundo, que brota espontánea y sutilmente en Humbert Humbert al ver por primera vez  a Lolita, tomando el sol en bikini en el jardín de la vivienda y decidiendo en ese mismo instante que se va a quedar allí. Todas las secuencias posteriores que describen la estancia de Humbert Humbert en el hogar de los Haze, espléndidamente filmadas por Kubrick, se apoyan en no poca medida en la interpretación magistral de Mason y Winters, en particular ese momento en el cual Charlotte, tras haber conseguido casarse con Humbert Humbert (petición a la cual este último ha accedido exclusivamente para así poder estar siempre cerca de Lolita), le avisa de que tiene pensado que la chica pase todo el verano fuera de casa en un campamento y que a continuación sea internada en un colegio religioso: la mirada de Mason, sin cambiar de expresión, revela sutilmente su frustración; luego, su forma de mirar la pistola que Charlotte tiene en su mesita de noche le inspira la idea de asesinar a su esposa…



Lolita es una tragedia en torno a un hombre peligrosamente obsesionado con una niña sexualmente precoz, maleducada, egoísta, vulgar y grosera; o lo que casi es lo mismo, la tragedia de un hombre inteligente fatalmente atraído por la vulgaridad de un mundo al cual quiere dar la espalda gracias a su pasión desenfrenada hacia una chiquilla que, sin que sepa verlo hasta que ya es demasiado tarde, personifica toda esa mezquindad de la cual pretende huir, refugiándose en un amor que tan solo existe en su imaginación. De ahí que, a partir del momento en que, tras la muerte accidental de Charlotte indirectamente provocada por Humbert Humbert y el periplo de este último con Lolita buscando en vano un lugar donde poder vivir en plena libertad su amor prohibido, la película se va impregnando de una rara tensión, de un ambiente grotesco, propiciado en gran medida por las diversas apariciones, escondido o disfrazado, de Clare Quilty, el hombre que acabará seduciendo a Lolita y arrebatándosela a Humbert Humbert, y con ello quitándole su única razón para vivir.


Sue Lyon (1946-2019)



Las MEJORES PELÍCULAS de 2018-2019, según “DIRIGIDO POR…”

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Un año más, la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya ha pedido a Dirigido por…una lista de las mejores películas estrenadas en España entre el 2 de noviembre de 2018 y el 1 de noviembre de 2019, con vistas a realizar, a partir de la misma y de las solicitadas a otros medios, un ciclo con las mejores películas del último año estrenadas entre esas fechas, de ahí que el lector echará en falta films notorios que ya se habrán estrenado entre el 2 de noviembre y el 31 de diciembre de este año, ausentes en virtud del criterio establecido por Filmoteca. La lista solicitada era de diez títulos, pero el resultado final, computado a partir de las puntuaciones de los colaboradores de la revista, es de quince películas, como consecuencia de los empates de votos en los puestos números 10, 8, 7 y 3. Los films más votados, de menos a más, son:


En el número 10: empate entre LA PORTUGUESA, de Rita Acevedo Gomes…
…y EL PERAL SALVAJE, de Nuri Bilge Ceylan.


En el número 9: LOS HERMANOS SISTERS, de Jacques Audiard.


En el número 8: triple empate entre DOBLES VIDAS, de Olivier Assayas…
PARÁSITOS, de Bong Joon-ho…
…y SUSPIRIA, de Luca Guadagnino.


En el número 7: empate entre LA BALADA DE BUSTER SCRUGGS, de Joel y Ethan Coen…
…y AD ASTRA, de James Gray.


En el número 6: LA CASA DE JACK, de Lars von Trier.


En el número 5: ÉRASE UNA VEZ EN… HOLLYWOOD, de Quentin Tarantino.


En el número 4: DOLOR Y GLORIA, de Pedro Almodóvar.


En el número 3: empate entre ROMA, de Alfonso Cuarón…
…y MULA, de Clint Eastwood.


En el número 2: LO QUE ESCONDE SILVER LAKE, de David Robert Mitchell.


En el número 1: LARGO VIAJE HACIA LA NOCHE, de Bi Gan. 

“DIRIGIDO POR…” ENERO 2020, a la venta

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El n.º 507 de Dirigido por… da el pistoletazo de salida al nuevo año cinematográfico con amplios comentarios críticos dedicados a las últimas películas de Taika Waititi, Roman Polanski, Clint Eastwood, Sam Mendes, Greta Gerwig y J.J. Abrams, y la segunda parte del dossier dedicado a Vincente Minnelli, como contenidos destacados en portada.


Mi contribución a este número consiste, en primer lugar, en el artículo para el dossier Vincente Minnelli Esplendor del melodrama, donde comento tres extraordinarios melodramas suyos: Como un torrente, Con él llegó el escándaloy Los cuatro jinetes del apocalipsis.


También firmo las críticas dedicadas a la sorprendentemente controvertida Cats (ídem, 2019, Tom Hooper) y a Legado en los huesos (Fernando González Molina, 2019).


Para la sección Flashback, un comentario dedicado a Cotton Club (The Cotton Club, 1984), de Francis Ford Coppola, con motivo de su reciente edición en formato Blu-ray.


Y, para la sección Streaming / TV, la crítica de Eli (ídem, 2019, Ciarán Foy).


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El fin del mundo en Bahía Bodega: “LOS PÁJAROS”, de ALFRED HITCHCOCK

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Dejando aparte el hecho de que tanto Rebeca (Rebecca, 1940) como Los pájaros (The Birds, 1963) estén basadas, respectivamente, en la novela y el cuento homónimos de Daphne Du Maurier, ambas películas de Alfred Hitchcock tienen en común que sus resultados están muy por encima de los originales literarios en los que se inspiran. Ahora bien, siendo justos con Du Maurier, hay que reconocer que lo que hizo Hitchcock con su cuento en Los pájaros fue únicamente tomar la idea base y acaso un par de situaciones para crear a partir del mismo algo absolutamente diferente. Si el relato de Du Maurier es la recreación de una situación imposible que se convierte en inquietante realidad, la posibilidad de que todas las aves voladoras del mundo hayan decidido unirse contra la humanidad y acabar con su predominio sobre el planeta, el film de Hitchcock está planteado desde una perspectiva radicalmente más subjetiva, de tal manera que el tema de la invasión de las aves acaba siendo no un mero telón de fondo, como pudiera parecer a simple vista, sino el contrapunto que sirve para ir marcando la evolución de un personaje: Melanie Daniels (Tippi Hedren), la protagonista de Los pájaros.


De ahí que, como en muchas grandes ficciones hitchcockianas, la película arranque de una manera aparentemente ligera por medio de una secuencia de presentación del personaje de Melanie, y el dibujo del inicio de su relación/ atracción con/ hacia Mitch Brenner (Rod Taylor), que está dominada a partes iguales por la comedia y el misterio. Melanie entra en una tienda de mascotas de San Francisco –de la cual, por cierto, acabamos de ver salir a Hitchcock, haciendo su clásica aparición especial, llevando unos perros–; la muchacha se fija entonces en Mitch, quien entra poco después de ella con la finalidad de comprar unos periquitos; Mitch la confunde con una empleada, y Melanie, lejos de despejar el equívoco, intenta aprovecharse del mismo para flirtear con Mitch, si bien este último no tarda en darse cuenta de que la joven está jugando con él y se suma a ese mismo juego de seducción y burla. Tras la, insisto, aparente ligereza de la secuencia se esconde un sutil, densísimo juego de miradas que convierte la cómica situación en un agudo y elegante dibujo de sentimientos encontrados: el deseo de Melanie hacia Mitch, de qué manera el descaro de Melanie va cautivando a Mitch, cómo Mitch consigue invertir el juego de Melanie y usarlo en su contra, y cómo esa resistencia de Mitch a dejarse engatusar por una mujer acostumbrada a que los hombres se rindan a sus pies no hace otra cosa que alimentar el interés de Melanie hacia ese hombre “difícil”…


Los pájarosarranca, por tanto, como un juego de seducción, como el preludio a una conquista amorosa; un juego de dominación, de poder, al cual la caprichosa Melanie se entrega con denuedo: consigue la dirección de Mitch, compra un par de periquitos y se dirige al lugar donde el objeto de su deseo vive en compañía de su madre viuda, Lydia (Jessica Tandy), y su hermana pequeña Cathy (Veronica Cartwright): la localidad costera de Bahía Bodega. Más adelante, sabremos que Melanie es una mujer de la así llamada alta sociedad que tiene cierta fama por haber salido con frecuencia en las páginas de la prensa amarilla; en una de esas ocasiones, se dice, fue vista bañándose desnuda en una fuente de Roma, en lo que puede verse un avieso guiño a La dolce vita (ídem, 1959) felliniana. Melanie, por tanto, es una mujer acostumbrada a conseguir lo que quiere y cuando lo quiere; es, además, una persona habituada a un modo de ver y entender la vida que nada tiene que ver con lo que le ofrece Bahía Bodega: un espacio tranquilo, silencioso, acariciado por la brisa y el mar; un lugar, para ella, aburridoporque nada tiene que ver con su divertidaexistencia.


Desde este punto de vista, Los pájaros es el retrato de la evolución psicológica de Melanie, una mujer que movida por un capricho sexual anda detrás de un hombre al que añadir a lo que se presume una larga lista de conquistas amorosas, y que acaba abriendo los ojos a una realidad que para ella era desconocida. Apertura a la realidad que pasa, paradójicamente, por una violación del concepto de realidad cotidiana, por una inmersión en una situación absurda, apocalíptica e irracional: los ataques progresivamente más violentos de los pájaros, que amenazan con destruir Bahía Bodega y más tarde quizá el mundo entero. La presencia, primero, y la amenaza, después, de las aves se erige en un contrapunto constante del dibujo del carácter de Melanie y su evolución hacia una persona más humana y comprensiva, más sensible hacia el dolor ajeno, en un proceso que pasa por su propio martirio personal. Cuando la vemos en descapotable en dirección a Bahía Bodega, lo hace conduciendo el vehículo a toda velocidad y sin reducir la marcha ni siquiera cuando atraviesa algunas peligrosas curvas; detalle genial: los periquitos que están en la jaula que reposa en el asiento del copiloto van moviendo sus cuerpecitos al vaivén de las curvas (sic). El juego de seducción de Melanie, consistente en coger una barca, atravesar la bahía, entrar a hurtadillas en la casa de Mitch y dejarle la jaula con los periquitos termina con brusquedad y de manera absolutamente imprevista: una gaviota cruza el cielo y la hiere con el pico en su cabeza, haciéndola sangrar: es el primer golpe de realidad, el primer paso hacia su humanización. Melanie se aloja en la casa de Annie Hayworth (Suzanne Pleshette), la maestra de la clase del colegio de Bahía Bodega donde va la hermana pequeña de Mitch; más aún: Annie fue en el pasado novia de Mitch, y aunque su relación terminó hace cuatro años la mujer se instaló en Bahía Bodega y en una casa al otro extremo de la bahía, frente a la de Mitch, en lo que se intuye un claro gesto de enamoramiento no superado por parte de Annie. Es significativo ese momento en el cual vemos a Melanie hablar por teléfono en casa de Annie mientras esta última aparece en primer término del encuadre, fumando, atendiendo sin mirar las palabras de Melanie, esa mujer que se ha presentado en el pueblo, en su propio hogar, para convertirse en su más inmediata rival en la (re)conquista del amor de Mitch; no por casualidad, la secuencia del diálogo nocturno de ambas mujeres, en el curso del cual Annie confiesa a Melanie sus sentimientos hacia Mitch, concluye con un nuevo contrapunto inquietante: otra gaviota se estrella contra la puerta de la casa de Annie, matándose con la furia del impacto… Otro golpe de realidad para Melanie, probablemente inconsciente hasta ese momento de que, con su frívola conducta, con su promiscuidad, ha podido hacer daño a terceras personas.


A partir de ese momento, hay por así decirlo un doble crescendo, interior y exterior. El interior, representado por un lado por la evolución del personaje de Melanie; pero también del de Lydia, la madre de Mitch (otra de esas terribles progenitoras tan frecuentes en el cine de Hitchcock: Encadenados, Atrapa a un ladrón, Psicosis…), quien al principio no soporta la presencia de Melanie, la cual le parece una mujer demasiado “frívola” para Mitch, hasta que descubrimos que lo que realmente la aterra es la posibilidad de quedarse sola en sus últimos años de viudedad y vejez; incluso Mitch poco a poco irá venciendo sus prejuicios iniciales hacia Melanie (influidos, en gran medida, por la opinión de su madre) y se irá enamorando sinceramente de ella cuando vaya percibiendo la evolución positiva de la muchacha.


Crescendointerior que se complementa a la perfección con el crescendo exterior formado a su vez por los progresivamente más violentos ataques de las aves. No es casual que uno de los más feroces, el que se produce mientras los niños celebran una fiesta en el jardín, tenga lugar poco después de que Melanie y Mitch se hayan sincerado en lo alto de una colina que, como es proverbial en su autor, Hitchcock filma en un decorado que destaca su irrealidad, su artificio: su carácter de paréntesis espacialdonde los personajes, aislados del mundo, dan rienda suelta a sus sentimientos; el ataque de los pájaros que tiene lugar a continuación incide en la idea de la destrucción de la inocencia: las aves atacan a los niños y, en otro detalle genial, hacen reventar con sus picos los globos que decoran la fiesta infantil. El siguiente ataque de las aves reincide en la idea de la destrucción de la inocencia, de la idea que del mundo y de la vida tenía hasta entonces Melanie, por mediación de otro terrible encarnizamiento sobre los niños de la escuela de Bahía Bodega; es de señalar, asimismo, que Melanie deja de ser un personaje pasivoy se implica activamente en lo que ocurre, arriesgando su propia vida con tal de recoger a la pequeña Cathy del colegio sitiado por las aves. La siguiente agresión de los pájaros tiene ya resonancias universales: Melanie queda aislada dentro de una cafetería donde una serie de pintorescos personaje secundarios (entre ellos, una mujer experta en ornitología y un borracho que va exclamando: “¡el fin del mundo!”) van mostrando diferentes puntos de vista en torno a lo que ya tiene todas las trazas de ser una amenaza a nivel mundial; tampoco es casual, asimismo, que el ataque de las aves se centre en un símbolo del poder del hombre civilizado (la gasolinera), ni que dicho ataque sea la confirmación de la destrucción de la perspectiva del mundo que hasta ahora tenía Melanie (véanse esos extraordinarios primeros planos como “congelados”, de una increíble modernidad, que recogen la mirada de Melanie observando aterrorizada el imparable camino de las llamas que prenden el reguero de gasolina).



El excepcional tercio final de Los pájaros en el hogar de los Brenner, donde Melanie, Mitch, Lydia y Cathy resisten las nuevas oleadas de aves enloquecidas, confirma lo que hemos estado exponiendo hasta ahora: la casa deviene una prisión de la que no se puede escapar; los gritos de los pájaros que golpean paredes, puertas y ventanas en el exterior enloquecen a sus ocupantes (la magistral utilización del sonido, pues el film entero carece de música, está fuera de toda discusión); incluso la chimenea, símbolo de confort hogareño, deviene la entrada de acceso a una asfixiante bandada de gorriones… El proceso de humanización de Melanie culmina en cierto sentido con su anulación como personaje: gravemente herida por los pájaros que la han atacado en la habitación del piso superior, Melanie queda conmocionada, silenciosa, absorta, debiendo recibir la ayuda de Mitch e incluso de Lydia, cuyo afecto ha aprendido a ganarse. Melanie simbólicamente “muere”, desaparece como el personaje que era, para convertirse tan pronto como se recupere de sus heridas quizá en otra persona, acaso mejor, en cualquier caso, alguien distinto a quien era; una mujer diferente en un mundo que ahora, dominado por los pájaros, también será diferente… No olvidemos asimismo que el personaje de Lydia, el polo opuesto del de Melanie, acabará revelando sus auténticos temores (su miedo a la soledad) tras una experiencia traumática relacionada, también, con las aves: el descubrimiento del cuerpo sin vida del vecino, cuyos ojos han sido vaciados por los picos y garras de sus asesinos voladores, en una secuencia no menos moderna e impactante en su concepción: un montaje corto de tres planos progresivamente cerrados sobre el rostro ensangrentado del cadáver que anticipa los tres planos que luego emplearía Stanley Kubrick en una escena clave de 2001: Una odisea del espacio.



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