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“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” + “DIRIGIDO POR…” FEBRERO 2020, a la venta

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Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn) (Birds of Prey: And the Fantabulous Emancipation of One Harley Quinn, 2020, Cathy Yan [por cierto: menudo titulito…]) es la película de portada del n.º 409 de Imágenes de Actualidad.


Mi contribución consiste, básicamente, en el homenaje a la malograda Sue Lyon en la sección Cult Movies, donde hablo, naturalmente, de su película más famosa: la versión de Lolita (ídem, 1962) dirigida por Stanley Kubrick, de la cual ya hablé extensamente en este mismo blog (1), además de otros dos curiosos títulos de la filmografía de esta actriz: La noche de la iguana(The Night of the Iguana, 1964), de John Huston, y Una gota de sangre para morir amando (1973), de Eloy de la Iglesia. También firmo la crítica del extraordinario film de Clint Eastwood Richard Jewell(ídem, 2019).


Tras haber dedicado anteriormente sendos dosieres a los mejores films ganadores del Óscar a la Mejor Película y a la Mejor Película de Habla No Inglesa (ahora, Mejor Película Internacional), este mes el n-º 507 de Dirigido por… dedica otro a los grandes films candidatos a ese primer premio… y que no lo consiguieron: Obras maestras que el Óscar olvidó.


Este mes participo en el mencionado dosier no solo coordinándolo, sino también firmando el artículo introductorio Razones para una votación, en el cual se detalla con qué criterio se han votado los grandes films “perdedores” del Óscar y de qué manera se ha enfocado la selección de antologías de dichas películas, de las cuales firmo, además, cuatro: las dedicadas a El hombre elefante, de David Lynch, ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra, Secretos y mentiras, de Mike Leigh, y La llegada, de Denis Villeneuve.


Asimismo, y con motivo del estreno de la nueva película de Terrence Malick, Vida oculta (A Hidden Life, 2019), firmo el artículo Terrence Malick (casi) desconocido, dedicado a comentar sus dos anteriores largometrajes de ficción, poco difundidos en España, de los cuales ya hablé en este mismo blog: Knight of Cups (2015) (2)y Song to Song (2017) (3).


Completo mi colaboración mensual en la revista con las críticas de Aguas oscuras (Dark Waters, 2019, Todd Haynes), El faro (The Lighthouse, 2019, Robert Eggers), Bad Boys for Life (ídem, 2020, Adil & Bilall) y, de nuevo, pero más exhaustivamente, Una gota de sangre para morir amando, de De la Iglesia, para la sección Cinema Bis.



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“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” MARZO 2020, a la venta

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Imágenes de Actualidad n.º 410 dedica su portada al acontecimiento previsto para finales de este mes de marzo: el lanzamiento en España de la plataforma Disney+.


Este mes rindo un sentido homenaje al malogrado Kirk Douglas, dedicándole toda la sección Cult Movies, donde hablo extensamente de Espartaco (Spartacus, 1960, Stanley Kubrick) –sería más adecuado decir que dejo que sea el propio Douglas quien hable del rodaje de esta película, mediante fragmentos seleccionados de su libro Yo soy Espartaco, y yo luego la comento–, y a la misma añado otros dos carismáticos films suyos: El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956, Vincente Minnelli) y Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957, Kubrick). También firmo la crítica de Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn) (Birds of Prey: And the Fantabulous Emancipation of One Harley Quinn, a.k.a. Harley Quinn: Birds of Prey, 2020, Cathy Yan), una película en parte fallida, pero también, en parte, curiosa.


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“DIRIGIDO POR…” MARZO 2020, a la venta

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Un dossier sobre Cine y feminismo, y la segunda entrega del dossier Perlas del cine negro británico, son los principales temas de portada del n.º 508 de Dirigido por…


Contribuyo a este número, en primer lugar, con dos textos para el dossier Perlas del cine negro británico: el artículo Terence Fisher y el cine negro, donde comento cuatro pequeñas aportaciones del realizador a este género –Wings of Danger(1952), Mantrap (1953), Blood Orange (1953) y A Stranger Came Home (1955)–, y la antología de Tú matarás(The Brain Machine, 1955, Ken Hughes).


También firmo la reseña de Diamantes en bruto (Uncut Gems, 2019, Josh y Benny Safdie), para la sección Streaming / TV, y las de El escándalo (Bombshell) (Bombshell, 2019, Jay Roach) y Underwater (ídem, 2020, William Eubank), para la sección Críticas.

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La maldición de Antonio Bay: “LA NIEBLA”, de JOHN CARPENTER

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Existe un relativo consenso a la hora de considerar La noche de Halloween (Halloween, 1978), La niebla (The Fog, 1980) y La cosa (The Thing, 1982) las tres mejores películas de John Carpenter, y no seré yo quien diga otra cosa; es más, caso de tener que elegir tan solo una, tendría problemas a la hora de decidirme entre la milimétrica construcción narrativa de la primera o la densa atmósfera lovecraftiana de la tercera, por más que a la hora de la verdad, y acaso por cuestiones muy subjetivas de sintonía personal, quizá acabaría inclinándome por la segunda de las mencionadas. De ahí que, sin por ello despreciar ni La noche de Halloween ni La cosa, La niebla me parece, si no la mejor película de su director, sin duda la más atractiva.


Desde cierto punto de vista, puede entenderse la obra de Carpenter como una completa revisión de las convenciones del género fantástico bajo una perspectiva estilizada que busca al mismo tiempo respetar, como suele decirse, las “esencias del género”, y al mismo tiempo proponiendo sotto vocce un esquinado discurso sobre esas convenciones, digamos, “clásicas” del fantastique observadas bajo el prisma de la modernidad. De este modo, el fantástico de Carpenter vendría a ser el resultado del contraste entre la tradición del género y su estado en la época contemporánea. No me parece casual que muchos films de su director giren alrededor del efecto, por así llamarlo, “chocante” que se produce entre los elementos puramente terroríficos y/ o sobrenaturales que pueblan sus ficciones tan pronto como entran en relación directa y conflicto abierto con una realidad cotidiana que, por definición, excluye a los anteriores. Más que de una perturbación de lo cotidiano, que suele ser el axioma sobre el cual se ha sostenido la mayor parte de construcciones teóricas alrededor de la naturaleza del cine fantástico, lo que Carpenter ofrece en sus películas es más bien una suerte de interferencia o de injerencia de lo fantástico en lo cotidiano, de tal manera que lo primero no perturba a lo segundo, en el sentido de que no lo transforma, sino que más bien lo obliga a convivir con él. Bajo esta perspectiva, puede verse el cine de Carpenter no como crónicas de una realidad cotidiana perturbada por lo sobrenatural, sino más bien como digresiones sobre la difícil o imposible convivencia de lo sobrenatural y lo cotidiano.


La nieblavendría a ser una nueva digresión sobre la injerencia de lo sobrenatural en el contexto de lo cotidiano, pero yendo incluso más lejos que nunca. Aquí lo sobrenatural se alimenta previamente de lo cotidiano: los fantasmas de los tripulantes leprosos del velero Elizabeth Dane fueron, en vida, las víctimas desgraciadas de seis conspiradores que, gracias a que provocaron el naufragio de su barco donde aquéllos murieron y les quitaron su cargamento de oro, luego fundaron la localidad costera de Antonio Bay. Pero, a la inversa, aquí también hallamos en lo cotidiano el germen de lo sobrenatural: la localidad de Antonio Bay celebra el centenario de su fundación, efeméride que coincide con los cien años transcurridos desde que los seis conspiradores hundieron el Elizabeth Dane; como comenta el padre Malone (Hal Holbrook), la conmemoración de ese centenario también es la celebración, sin que los actuales habitantes del pueblo lo sepan, del asesinato de los leprosos. Es por ello que puede decirse que los espectros del Elizabeth Dane no vienen a perturbar la cotidianeidad de Antonio Bay, en el sentido de transformarla, sino más bien a complementarla mediante la convivencia, por lo general a la fuerza, de dos universos o planos de la existencia que en un momento dado coinciden en un mismo tiempo y lugar.


Al hilo de esta digresión, puede verse el cine de Carpenter en general y La niebla en particular como una suerte de ejercicio de convivencia de formas fantásticas de antaño y formas realistas del presente, de manera que esa injerencia de lo fantástico en lo cotidiano se traduce, en términos visuales, en una especie de juego anacrónico. La noche de Halloween no pretendía disimular sus referentes (Psicosis, los primeros slashers de Wes Craven, Tobe Hooper y Bob Clark), sino que los asumía como lo que son, una herencia cultural, para a partir de la misma renovarla en la medida de lo posible por la vía de la estilización. La nieblatambién recurre a elementos de la imaginería del fantástico anclados en una larga tradición que viene de lejos (fantasmas, niebla, maldiciones) y los incrusta en una cotidianeidad presentada con notable realismo, a fin de crear un efecto parecido o equivalente a la estupefacción: la certeza de que lo imposible acaba siendo posible, y de que lo sobrenatural deviene, en cierto modo, “natural”. De ahí el sentido del extraordinario arranque del film, uno de los más bellos jamás rodados por su autor, en el cual el anciano Sr. Machen (John Houseman) relata a la luz de una hoguera y alrededor de la medianoche la leyenda de los leprosos del Elizabeth Dane, siendo sus oyentes un puñado de niños, entre ellos Andy (Ty Mitchell), el hijo de la locutora de la emisora de radio local Stevie Wayne (Adrienne Barbeau). Con este prólogo, Carpenter viene a decirnos que hemos de ser un poco como niños ante el relato que se va a narrar a continuación, crédulos y abiertos a la imaginación (y al miedo); no descubro nada cuando afirmo que el apellido del anciano narrador se corresponde con el del escritor de literatura fantástica Arthur Machen (1863-1947), del mismo modo que hallamos a lo largo del film a diversos personajes cuyos nombres coinciden con los de amigos de Carpenter relacionados con el mundo del cine, tal es el caso de Nick Castle, Tommy Wallace o Dan O’Bannon.


Toda la admirable progresión narrativa de La niebla gira constantemente alrededor de esa idea de la injerencia fantástico-cotidiano: cabe anotar, después del prólogo, la no menos admirable secuencia que se desarrolla al compás de los títulos de crédito, en la cual asistimos, entre las 24 h. y la 1 h. de la madrugada (la hora en la que, hace cien años, se reunieron los conspiradores para preparar su crimen), a una serie de fenómenos inexplicables en diversos puntos de Antonio Bay: temblores en las estanterías de un supermercado, alarmas de coches que se disparan a la vez que se encienden sus faros… Ahondando en lo apuntado, las apariciones de los espectros del Elizabeth Dane vienen precedidas de un espeso y extrañamente luminoso banco de niebla dentro del cual vemos “navegar”, en un plano de belleza felliniana, el velero de los fantasmas, y que parece transportar a los vengativos espíritus tanto sobre la cubierta de un pesquero como apareciendo, surgidos de la nada, ante las puertas de las casas o en el interior de la iglesia. Llama la atención el sentido del detalle desarrollado aquí por Carpenter, de manera que, en virtud de un sencillo pero efectivo plano/ contraplano, es capaz de crear momentos de gran fuerza poética tales como esa escena en la que el pequeño Ty ve o cree ver un antiguo doblón de oro sobre una roca lamida por las olas que, a sus ojos, se transforma en un fragmento de madera donde se lee: “…Dane”.


Pero si por algo resulta destacable La niebla en el contexto del cine de Carpenter reside en el hecho de ser (de nuevo, y a riesgo de parecer reiterativo, junto con La noche de Halloween y La cosa) una película en la que hasta los gestos más cotidianos son en ocasiones anuncios premonitorios de esa fuerza maligna que parece estar al acecho en los márgenes del relato, incluso en las escenas teóricamente más “tranquilas”. Resulta significativo el personaje de Elizabeth (Jamie Lee Curtis); además de que su nombre de pila coincide, claro está, con el del velero embrujado, su llegada a Antonio Bay haciendo autostop coincide con la primera noche en la cual se manifiestan los primeros indicios fantasmales; hay un momento en el cual Elizabeth dice algo así como que: “a mí siempre me pasan cosas…”, lo cual, teniendo en cuenta que la actriz Jamie Lee Curtis acababa de protagonizar La noche de Halloween con Carpenter no deja de tener su guasa; pero, más allá de este guiño irónico, el hecho de que, efectivamente, la llegada de la chica coincida con el inicio de la actividad espectral en el pueblo contribuye a la aureola maldita de una localidad en la que, a partir de esa primera noche y antes de llegar a la crucial segunda noche, cada gesto parece una invocación al Mal: véase ese instante en el cual Kathy Williams (Janet Leigh) entra en la iglesia del padre Malone, y este aparece detrás suyo, en la oscuridad y asustándola; más allá de lo que esta escena tiene de sobresalto para el espectador, la misma contribuye a reforzar esa misma aureola maldita, habida cuenta de que, como no tardaremos en saber, el padre Malone es el descendiente de uno de los seis antiguos conspiradores, y un personaje, por tanto, condenado a sufrir la venganza de los espectros, tal y como veremos en el plano de cierre de la película.


Un aspecto de La niebla que particularmente siempre me ha llamado la atención consiste en su curioso parecido a nivel visual con otra famosa producción de temática fantástica o cuanto menos limítrofe con el género. No me refiero, por descontado, a los frecuentemente comentados ecos que guarda del film de Alfred Hitchcock Los pájaros (The Birds, 1963) (1), comenzando por el parecido del nombre de las localidades donde ambas películas transcurren, Antonio Bay y Bodega Bay, como en la idea del aislamiento del lugar ante el cerco de lo sobrenatural. En cambio, no suele hablarse de los curiosos puntos de contacto que hay entre La niebla y la famosa película de Steven Spielberg Tiburón (Jaws, 1975), algunos de los cuales, cierto es, también relacionan a esta última con Los pájaros (como la ubicación en una localidad frente al mar): Tiburón y La niebla empiezan de noche y a la luz de una hoguera; en esa primera noche, el terror lleva a cabo su manifestación inicial; en Tiburón, el veterano marinero y pescador Quint (Robert Shaw) impregna de inquietud la noche en la que relata a sus compañeros de aventuras la terrible odisea del destructor Indianápolis; el pueblo de La niebla está a punto de celebrar su centenario, al igual que el de Amity en Tiburón está a punto de inaugurar su exitosa campaña de turismo veraniego… Por no hablar de los singulares efectos estéticos que consigue Carpenter con la iluminación fantasmagórica de la niebla, que tanto recuerdan a las fugas de luz típicas del Spielberg de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977). Acaso no sea tan descabellado concluir que tanto Tiburóncomo La niebla no dejan ser, cada una a su manera y estilo, sendas digresiones sobre el miedo al mar.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/01/el-fin-del-mundo-en-bahia-bodega-los.html

El altar de los muertos: “LA CHAMBRE VERTE”, de FRANÇOIS TRUFFAUT

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A en Joan Anton. La teva llum sempre estarà enceça en el nostre record.


Como explica Pilar Pedraza, La chambre verte (1978), de François Truffaut, es en parte una adaptación del relato de Henry James conocido, según las ediciones, como El altar de los muertos: “El relato de James es más abstracto y monótono que el film de Truffaut. Su protagonista, George Stransom, es un caballero mortecino a quien la viudedad ha dejado abandonado a sí mismo, desolado y obsesionado con la idea del paso del tiempo y el recuerdo de seres queridos que van cayendo víctimas de él. En su madurez declinante, Stransom se dedica a vivir para los muertos. Siente que uno tiene que hacer algo para ellos, Aunque no es religioso, gusta de las bellezas y la paz de las iglesias y de los recintos sagrados, de modo que pide permiso al obispo para dedicar al culto a los muertos, sus muertos, una capilla abandonada. (…) El obispo accede llevado por un impulso de comprensión humana y hasta de humor. Stransom funda y cuida su capilla de luz para sus muertos, representado cada uno por una vela, hacia la que no tarda en sentirse atraída una dama también de luto, también dañada por la muerte del ser amado. Muy lentamente, traban una amistad que sufre algún altibajo ocasionado por el hecho de que el hombre llorado por ella es precisamente un amigo de Stransom a quien la vida convirtió en enemigo. Finalmente, tras largos años de amistad y culto mortuorio compartido, Stransom muere en la capilla, entre los brazos de ella” (en su ensayo Espectra. Descenso a las criptas de la literatura y el cine. Valdemar. Colección Intempestivas, n.º 12. Madrid, 2004).


En la película, George Stransom se convierte en Jules Davenne, personaje que encarna el propio Truffaut, en una de sus relativamente habituales incursiones como intérprete en sus propios films. Jules también es viudo pero, al contrario que Stransom, todavía un hombre bastante joven. Además de la viudedad, se destaca el hecho de que la muerte se encuentra muy presente en la vida y los pensamientos de Jules: la película se abre con una serie de imágenes documentales de la Primera Guerra Mundial, sobre las cuales se superpone una imagen de Jules, con uniforme de soldado y una cámara en las manos; más adelante, le veremos enseñándole al pequeño Georges (Patrick Maléon), el hijo sordomudo de su casera, una serie de diapositivas que muestran, primero, dibujos de insectos, y a continuación, dado que estos últimos no captan la atención del niño, fotografías de soldados muertos tomadas por el propio Jules en las trincheras; además, Jules trabaja en un periódico local como redactor de necrológicas, especialidad dentro de la cual tiene una notable reputación. Como el Stransom de El altar de los muertos, el Jules de La chambre verte tiene una amiga que comparte su dolor, aunque no todos sus puntos de vista sobre la vida y, en particular, la muerte: Cecilia Mandel (Nathalie Baye), una joven que, al igual que en el relato de James, llora la muerte de un hombre, aquí llamado Paul Masigny (Serge Rousseau), que fue una de las personalidades más destacadas del pueblo y un antiguo amigo de Jules con el cual este último se enemistó; Cecilia y Masigny eran amantes en secreto, dado que el ahora difunto Masigny estaba casado. De este modo, Jules y Cecilia comparten hasta cierto punto la necesidad de honrar a sus muertos, el primero a su esposa Julie (Laurence Ragon), prematuramente fallecida a la edad de 22 años, y la segunda a Masigny; comparten, además, la incomprensión generalizada de los demás, dado que no entienden que Jules todavía siga enamorado de su esposa y que ni siquiera conciba la más remota posibilidad de volver a casarse, mientras que la condición de amante de un hombre casado de Cecilia la condena, de entrada, al ostracismo social.


Pero si en el relato de James se proclama el respeto a los muertos, la necesidad de mantenerlos vivos en el recuerdo a fin de que así no desaparezcan del todo del mundo de los vivos, en la película de Truffaut –para el que suscribe, una obra maestra y quizás el mejor trabajo de su autor– ese culto a los muertos es, para Jules, un canto a la vida: no se trata de recordarlos en la muerte, sino en la vida; porque, para Jules, recordar a los muertos es proclamar que estuvieron vivos y que, en cierto modo, siguen estándolo porque todavía son importantes para aquéllos que les recuerdan. En este sentido, y en contra de lo que las apariencias puedan dar a entender, La chambre verte es un relato vitalista que, desde la oscuridad de la muerte, proclama la grandeza de vivir por encima del hecho irrefutable del fin de la existencia humana.


Son muchas las cualidades que hacen grande a esta extraordinaria obra de Truffaut, quien a mi entender nunca logró un trabajo tan emotivo y a la vez tan reflexivo, tan sombrío y al mismo tiempo tan hermoso, como La chambre verte, una de esos raros films que justifican por sí solos una filmografía llena, para mi gusto, tanto de buenas películas como de unas cuantas mediocres o sobrevaloradas, pero que se hacen perdonar ante el brillo majestuoso del título que aquí comentamos. Muchas cualidades, como digo, pero sobre todo me gustaría resaltar, particularmente, una. Me refiero a aquello que hace de La chambre verte un gran logro, esto es, que sea un film tan vitalista e incluso, en el fondo, optimista, partiendo de una base argumental tan aparentemente tenebrosa. La chambre verte es una apología de la vida expresada a partir del final de la misma, es decir, de la muerte. Y a pesar de que el relato está lleno de elementos fúnebres, cuando no directamente funerarios (ataúdes, necrológicas, velatorios, funerales, cementerios, capillas), de todo ello se desprende un amor a la vida que se sitúa muy por encima de las connotaciones pesimistas inherentes a toda esa siniestra parafernalia. He hecho referencia al optimismo: La chambre verte es un film con un trasfondo optimista, cierto, pero eso no significa en absoluto que se trate de una película ingenua y sentimental: creo que nunca como aquí Truffaut supo ser tan idealista y a la vez tan mordaz, tan sentimental y trágico sin caer al mismo tiempo en lo sentimentaloide. El film está lleno de formidables apuntes al respecto. Por ejemplo, en la primera secuencia Jules asiste al velatorio de una joven y hermosa mujer rubia prematuramente fallecida; el viudo, desconsolado, llega al extremo de aferrarse al cadáver de su esposa y suplicar su propia muerte para reunirse con ella; en este momento, espléndido, queda perfectamente dibujado el temperamento del personaje de Jules, quien echa a un párroco de la sala del velatorio alegando que su presencia allí es innecesaria si no es capaz de hacer lo único que realmente consolaría al viudo o a cualquier persona que ha perdido a un ser querido: devolverle la vida a la persona fallecida. Queda claro, por tanto, que la actitud de Jules ante la muerte es espiritual pero no religiosa: ha nacido como consecuencia de haber visto demasiadas muertes (recuérdese su labor como fotógrafo durante la Gran Guerra) y es el resultado de una actitud moral y ética, de ese amor a la vida que se inspira en el propósito inquebrantable de mantener intacto el recuerdo de su querida Julie. Pero, más adelante, esa actitud tiene su contrapunto en esa escena magistral que tiene lugar tiempo después, y en la cual vemos a aquel mismo viudo inconsolable en compañía de una nueva mujer con la cual ha rehecho su vida hasta el punto de anunciar su próxima boda con ella; actitud que, claro está, escandaliza a Jules, que ve en ello una especie de traición e incluso de “infidelidad” de aquel hombre hacia su primera esposa.



Lo que para el resto de las personas sería algo morboso e inquietante, es algo natural para Jules. El protagonista se embarca en una serie de acciones que demuestran esa fascinación por la muerte (mejor dicho: por la vida de los que han muerto), a las cuales él se enfrenta con pasmosa naturalidad, y que la película muestra, en consonancia, de manera sobria y “natural”, sin tremendismos de ningún tipo. Jules tiene en una habitación (la chambre verte del título) una serie de fotografías y recuerdos de Julie que convierten la estancia en una especie de monumento funerario a su esposa: cuando un incendio accidental destruya parte de la misma, Jules se lo reprochará de manera personal, como si no hubiese sabido proteger a Julie después de muerta… Más adelante, descubrirá una capilla abandonada en el cementerio del pueblo, la comprará y la reformará para convertirla en una suerte de templo en memoria tanto de Julie como del resto de familiares, amigos y conocidos suyos que ya han fallecido, colocando una vela encendida en homenaje a cada uno de ellos (como le comenta a Cecilia, llega un momento en la vida en el cual se conoce a más gente muerta que viva…). También veremos a Jules visitar a un fabricante de maniquíes que, por encargo suyo, ha construido una réplica a escala de Julie; pero, al verla (una muñeca sin vida: sin alma), le ordenará destruirla delante suyo: tal y como también apunta Pedraza en su ensayo citado, Truffaut planifica la destrucción del maniquí colocando la cámara fuera del taller donde ha sido construida, de tal manera que esa distancia, digamos, “pudorosa”, respeta de este modo el sentimiento del protagonista. De hecho, todas las escenas que se desarrollan en el interior de la capilla, cuyas paredes están cubiertas por fotos de las personas que han formado parte de un modo u otro de la vida de Jules, e iluminada por docenas de velas encendidas (Néstor Almendros logró aquí uno de sus más bellos trabajos como operador), no tienen un tono tenebroso, sino como de ensueño. Es en esta capilla donde tiene lugar la patética resolución del relato, con Jules falleciendo prematuramente, enfermo y derrotado ante la actitud de un mundo que no comprende ni le comprende, y Cecilia llevando a cabo su última voluntad: encender una vela en su honor y colocarla con las demás de la capilla, a modo de simbólica (re)unión eterna de Jules con sus seres queridos, muertos para el mundo pero vivos en la muerte.



El virus que vino del espacio: “LA AMENAZA DE ANDRÓMEDA”, de ROBERT WISE

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[NOTA PREVIA: ESTE ARTÍCULO ES UNA REVISIÓN DEL QUE PUBLIQUÉ EN “IMÁGENES DE ACTUALIDAD” N.º 317 (OCTUBRE 2011), SECCIÓN CULT MOVIE.] Originalmente publicada en los Estados Unidos en 1969, La amenaza de Andrómeda fue el impactante primer gran éxito editorial del novelista y realizador Michael Crichton. En el mismo, el futuro autor de Parque Jurásico proponía una verosímil trama de ciencia ficción en torno a la posibilidad de que la Tierra sufriera un peligro global de consecuencias devastadoras como consecuencia de un virus accidentalmente traído del espacio por un satélite, el Scoop 7, en su regreso a nuestro mundo. El aparato aterriza en las inmediaciones de Piedmont, Arizona, aniquilando misteriosa y silenciosamente a toda la población; por cierto, Piedmont es un “pueblo fantasma” real que fue expresamente escogido por Crichton para ambientar en él esa primera parte de su novela. El gobierno de los Estados Unidos ordena una inmediata investigación secreta, llevada a cabo por los miembros del equipo de científicos que componen el Proyecto Wildfire: el profesor de bacteriología Jeremy Stone, encarnado en la película por Arthur Hill; el profesor de patología Charles Burton, que en el film se llama Charles Dutton y está interpretado por David Wayne; el médico y cirujano Mark Hall, que corre a cargo de James Olson; y el microbiólogo y epidemiólogo Peter Leavitt, que en su versión cinematográfica fue convertido en un personaje femenino, la Dra. Ruth Leavitt, siendo encarnada por la actriz canadiense Kate Reid. Estas cuatro eminencias científicas son confinadas en un gigantesco laboratorio subterráneo y esterilizado del Proyecto Wildfire, donde descubren que el responsable de la muerte de los habitantes de Piedmont es una especie de virus, o, mejor dicho, una forma de vida microscópica con base de cristal que se adhirió al satélite a su paso por la galaxia de Andrómeda. Los protagonistas tratan de hallar una manera de neutralizar al Andrómeda, que es como bautizan al virus extraterrestre, dado que su pavorosa facilidad para contagiarse y matar a cualquier ser viviente en cuestión de segundos podría suponer el fin de la vida sobre la Tierra. Las únicas pistas con las que cuentan residen en dos inesperados supervivientes de Piedmont: un bebé (en la película, el pequeño Robert Soto) y el borracho del pueblo, Jackson (George Mitchell).


Al poco de la publicación de La amenaza de Andrómeda, el veterano productor y realizador Robert Wise, un cineasta que cuenta en su haber con algunas incursiones en el cine fantástico –suyas son The Curse of the Cat People (1944, codirigida con Gunther von Fritsch), Ultimátum a la Tierra (1951), The Haunting (1963) y Star Trek (La conquista del espacio) (1979)–, se interesó por la novela y adquirió los derechos para el cine, con vistas a producir y dirigir el film, que sería distribuido por Universal. Puede que, tal y como afirma Ricardo Aldarondo en su libro sobre este cineasta para Filmoteca Española y el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, “más que la “science-fiction”, a Wise le interesaba la “science-fact”, como él la denomina, una aproximación a lo que el futuro puede deparar, pero a través de la ciencia abordada de la manera más realista posible”. Quizá ello explique que Wise confiara el guion de La amenaza de Andrómeda(1971), a Nelson Gidding, guionista neoyorquino que, además de ser de su absoluta confianza y haber trabajado con él en diversas ocasiones –Para ella un solo hombre (1957), ¡Quiero vivir! (1958), Odds Against Tomorrow (1959), Hindenburg (1975) y la mencionada The Haunting–, confería una perspectiva realista a sus libretos, incluso a los más fantasiosos. La única discrepancia que surgió entre los dos viejos colegas fue la idea de Gidding de convertir el personaje de Peter Leavitt en una mujer; a Wise le disgustaba la idea, porque temía que Gidding lo transformara en un personaje decorativo, como –en sus propias palabras– el de Raquel Welch en otra famosa película de ciencia ficción, Viaje alucinante (Richard Fleischer, 1966), pero el guionista logró convencerle de la validez de su enfoque al dárselo a una actriz de las características físicas de Kate Reid. Wise quedó tan contento con el resultado, que acabaría considerando a la Dra. Leavitt “el personaje más interesante de la película”.


La amenaza de Andrómeda se rodó en su mayor parte en unos brillantes decorados futuristas diseñados por Boris Leven, que se construyeron en el plató número 12 de los estudios de la Universal y cuyo coste ascendió a los 300.000 dólares de la época; uno de los más llamativos era el del foso, de unos 25 metros de profundidad y 10 metros de diámetro, el cual ocupaba por sí solo todo un estudio de sonido de la Universal y donde se produce la climática secuencia de suspense del final, cuando el Dr. Hall tiene que desactivar manualmente el mecanismo de autodestrucción del laboratorio, esquivando los rayos láser que tratan de impedírselo. En el momento de su estreno, esos decorados fueron motivo de no pocos elogios, dada su verosimilitud y realismo: “uno de los más elaboradamente detallados que se hayan construido”, se dijo por aquel entonces. Las escenas en exteriores se filmaron a su vez en el parque estatal de Red Rock Canyon (California) y Shafter (Texas), lo cual significa que la auténtica población de Piedmont no aparece en el film. Los efectos especiales corrieron a cargo de Douglas Trumbull, el celebrado autor de los trucajes de clásicos de la ciencia ficción como 2001: Una odisea del espacio(Stanley Kubrick, 1968), Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Trumbull, quien volvería a trabajar con Wise en la asimismo mencionada Star Trek (La conquista del espacio), creó las escenas centradas en el virus Andrómeda, las cuales se llevaron por sí solas unos 250.000 dólares del presupuesto. Veamos a continuación algunas curiosidades.


La película, más que en hechos reales, se basa en datos reales. Ya hemos apuntado que el pueblo de Piedmont en Arizona existe realmente. Crichton partió para su novela de estudios auténticos en torno a las formas de vida con base de cristal. El 25 de noviembre de 1969, el presidente de los Estados Unidos Richard Nixon autorizó la creación de un departamento especial del ejército norteamericano especializado en armas biológicas que entró en funcionamiento en marzo de 1975. Michael Crichton hace un cameo: es un joven ayudante de quirófano con barba que aparece justo en la escena en la cual los hombres que envía el ejército interrumpen una operación quirúrgica que está a punto de iniciar el Dr. Hall. Por cierto, y aunque parezca mentira, hay quien afirma que, el primer día que Crichton visitó las dependencias de los estudios de la Universal, lo hizo acompañado de un joven director de televisión que trabajaba allí y a quien se le encargó que le enseñara el lugar. Su nombre: Steven Spielberg. El doblaje español de la época alteró una frase de diálogo: en la escena en la que, al igual que a sus compañeros de aventuras, el Dr. Stone es interrumpido por miembros del ejército que vienen a buscarle durante una fiesta que da en su casa con su esposa, y cuando oye que alguien le reclama, en la versión doblada al castellano el personaje bromea al respecto, diciendo: “Seguro que ha llegado el LSD”. En cambio, en la versión original en lengua inglesa, lo que dice es: “The SDS has arrived, no doubt”. Es una referencia al Students for a Democratic Society (SDS), un movimiento estudiantil de protesta de la Norteamérica de los años sesenta. El mono que muere al exponerse al virus Andrómeda no fue sacrificado realmente. Dicha escena, supervisada por W.M. Blackmore, de la American Humane Association, se filmó dejando al animal inconsciente haciéndole respirar dióxido de carbono, y apenas hecha la toma fue reanimado de inmediato mediante un aparato de respiración. ¿A qué se refiere el dígito 601 con el cual termina el film?601 se supone que es el código informático que advierte de la realización de un error en los ordenadores que mantienen controlado al Andrómeda. La cifra es la mitad de 1202, que era a su vez el código informático de error que se utilizó en el primer descenso del hombre a la Luna. La referencia al número 601 reaparece en la serie animada de la televisión japonesa Neon Genesis Evangelion (1995-1996).


La amenaza de Andrómeda optó a algunos premios importantes: una candidatura al Globo de Oro a la Mejor Banda Sonora, obra de Gil Mellé y considerablemente avanzada para la época; y dos nominaciones al Oscar, a la Mejor Dirección Artística (Boris Leven, William H. Tuntke y Ruby R. Levitt) y al Mejor Montaje (Stuart Gilmore y John W. Holmes). Pero, más allá de dichos reconocimientos, ha quedado en el recuerdo como un buen ejemplo de cine de ciencia ficción adulta y elaborada, bastante difícil de encontrar hoy en día. En 2008, Mikael Salomon dirigió una nueva versión para televisión, en formato de miniserie de 174 minutos de duración: La amenaza de Andrómeda, con Benjamin Bratt como el Dr. Jeremy Stone, Eric McCormack como Jack Nash, Christa Miller como la Dra. Angela Noyce, Viola Davis como la Dra. Charlene Barton, y Daniel Dae Kim como el Dr. Tsi Chou. Mediocre y aburrida hasta la saciedad, no borrará el recuerdo dejado por la película original de Robert Wise, exponente de una manera de entender el cine de ciencia ficción –y me refiero a la producción llevada a cabo entre, aproximadamente, 2001: Una odisea del espacio y hasta la exitosa irrupción de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977)–, que todavía sigue siendo una de las páginas más atractivas, y pendiente de la adecuada reivindicación, dentro del cine de género norteamericano de estas últimas décadas.


Uno de los aspectos más notables de esta película –el cual, en no pocas ocasiones, ha sido utilizado para criticarla severamente– reside en su a mi entender deliberada frialdad narrativa. A falta de conocer por mí mismo la novela de Crichton en la que se inspira, especulo con la posibilidad de que dicha frialdad de exposición ya se encuentre previamente en el libro del firmante de El hombre terminal, Esfera, Congo, Sol naciente, Acoso o la propia Parque Jurásico, quien era muy amigo de combinar elementos de alta tecnología con tramas de aventuras y de intrigas conspiratorias, de lo cual solían resultar unas novelas que conjugaban hábilmente los datos científicos con la caracterización de unos personajes, por lo general, “expertos” en la materia de la cual se trataba. En el caso de La amenaza de Andrómeda: the movie, funciona muy bien la caracterización más bien impersonal de los cuatro protagonistas, excelentemente interpretados por Arthur Hill, David Wayne, James Olson y Kate Reid, quienes los encarnan como profesionales sin tacha, mas no por ello carentes de defectos humanos (sobre todo la Dra. Leavitt), gracias a los cuales el espectador se introduce, de su mano, en un complejísimo mundo de datos técnicos, gráficos, microscopios y pantallas de ordenador que, por momentos, parece salido de otro mundo. No resulta casual, en este sentido, que una de las mejores y más significativas secuencias se produzca dentro del primer tercio del film: aquella en la cual vemos a los cuatro científicos sometiéndose a un largo, exhaustivo, irritante, casi inhumano proceso de descontaminación, previo a su entrada en el esterilizado recinto del laboratorio del Proyecto Wildfire, en un proceso concebido, filmado y montado de tal manera que los protagonistas parecen, ellos mismos, bacterias sometidas a examen, “bichos” ajenos al concepto de humanidad.


Esa frialdad en el tono se traduce en una implacable puesta en escena que, en sus mejores instantes, parece un cruce entre la sequedad de exposición de Fritz Lang y el formidable estilo de Richard Fleischer en El estrangulador de Boston (1968), en lo que a la utilización de la pantalla múltiple se refiere. Resulta extraordinaria al respecto la secuencia de la exploración de Stone y Hall, ambos con equipos presurizados, por las calles del pueblo que ha sido víctima del ataque bacteriológico de Andrómeda: el recorrido de los personajes por tan macabro lugar, plagado de cadáveres de hombres, mujeres y niños por doquier, incluye unos vistosos encuadres panorámicos en negro en los cuales, a la izquierda del mismo, vemos en un plano insertado los movimientos de Stone y Hall mirando por puertas y ventanas de las casas en busca de supervivientes, mientras que, a la derecha del mismo encuadre, Wise va insertando tenebrosos planos fijos de los cadáveres de las personas que se encuentran en el interior de dichas viviendas (una de ellas, por cierto, es una mujer joven con el pecho desnudo, y de cuyo cuello cuelga el emblema hippie –sic–, lo cual teóricamente justificaría la desnudez de la chica: dicho plano no se vio en España en el momento del estreno del film, si bien se halla en las actuales ediciones en formato físico). Esta manera de planificar, de mirar al horror de la situación, corre pareja de este modo a la mirada científica, “objetiva”, de los personajes que exploran tan pavoroso escenario y lo hacen reprimiendo sus emociones y sus miedos, con el ánimo de ser lo más “científicos” posible.


No resulta de extrañar, en este mismo sentido, que tan pronto como la acción se concentra en el interior del laboratorio del Proyecto Wildfire, Wise extraiga un provecho óptimo de los excelentes decorados puestos a su disposición, convirtiendo un lugar que, se supone, es la última maravilla tecnológica de la raza humana, un teórico triunfo científico de la humanidad, en una especie de infierno de frías paredes metálicas y muebles de plástico: un prodigio científico que no esconde sino (nunca mejor dicho) el germen del horror. Ahondando en este mismo sentido, no cuesta demasiado ver en La amenaza de Andrómeda un claro precedente de otras adaptaciones al cine de Michael Crichton; y no me refiero solamente al hecho anecdótico de que se trate de la primera versión oficial al cine de una novela suya, sino a que la película ya contiene, en esencia, algunos elementos propios de otros libros de Crichton, de sus versiones para la pantalla e incluso de alguno de sus trabajos como realizador. Como digo, el planteamiento dramático en torno a un pequeño grupo de personas encerradas en un único decorado que representa lo máximo en tecnología y que, de repente, se transforma en una trampa mortal (en La amenaza de Andrómeda, la posibilidad de que el virus alienígena se escape de donde está aislado puede suponer la sentencia de muerte de los protagonistas), supone un claro anticipo de Almas de metal (Michael Crichton, 1973) y Parque Jurásico (Spielberg, 1993).



Ese tono “frío” en apariencia, en el fondo de lo más incómodo y turbulento, adquiere una notable fuerza dramática en aquellos momentos en los cuales esos cuatro científicos, esas brillantes mentes “objetivas”, empiezan a flaquear, a revelar su propia y natural humanidad, cuando creen que no podrán vencer al Andrómeda. Destacan, en este sentido, el dibujo sutil pero preciso de la cierta competitividad que se da entre los personajes de Stone y Hall, cada uno ardiente defensor de su punto de vista; la escena en la cual Ruth Leavitt se desmaya, como consecuencia de un ataque epiléptico, y provoca el pánico entre el personal del laboratorio, convencido de que se ha contagiado del Andrómeda; el momento de suspense en que Dutton queda encerrado en el laboratorio, y con Andrómeda suelto en el aire que respira, y cómo Hall consigue gracias a ello descubrir el punto débil del virus; o la eficaz secuencia en la que Hall tiene que desactivar la bomba que amenaza con destruir el laboratorio –y, de paso, propagar el Andrómeda por todo el planeta–, en la cual el joven médico tiene que poner a prueba sus habilidades, digamos, “animales” con tal de sobrevivir.

Una cuestión de honor: “LOS DUELISTAS”, de Ridley Scott

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Revisada en la actualidad, Los duelistas (The Duellists, 1977) hace gala de muchas de las cualidades –no todas ellas meritorias– del cine de Ridley Scott, por más que haya que reconocer que, en sus líneas generales, el tiempo ha tratado considerablemente bien a esta su ópera prima como realizador de largometrajes para el cine tras una larga trayectoria profesional como director de publicidad, hasta el punto de que, si se lleva a cabo el ejercicio de verla o revisarla sin prestar atención a su fecha de realización, prácticamente podría afirmarse con escaso margen de error de que se trata de una producción manufacturada dentro de las primeras décadas del siglo XXI. Expresado, asimismo, de otra manera: Los duelistasrevela, a ojos de hoy, que con el tiempo Scott no parece haber variado en demasía sus métodos de trabajo, su forma de planificar y, sobre todo, su manera de iluminar, hasta el punto que la atmósfera “de época” y el componente estético, cuando no desvergonzadamente esteticista, de sus imágenes evoca sin demasiado esfuerzo los posteriores tratamientos plásticos de Legend, 1492: la conquista del paraíso, Gladiator, El reino de los cielos o Robin Hood, por ceñirnos, asimismo, a otros títulos “históricos” “no actuales” o “de época” de su filmografía. En Los duelistas brilla, a simple vista, un sello visual fácilmente reconocible, por más que no fuera exclusivo de su director y el mismo se pareciera, poco más o menos y con las salvedades que pueden y deben hacerse, al estilo practicado por otros realizadores británicos contemporáneos, tales como el en este sentido pionero John Boorman y, poco después, Nicolas Roeg, Alan Parker, Roland Joffé, el Hugh Hudson de Carros de fuego y Greystoke: La leyenda de Tarzán, rey de los monos o Adrian Lyne.


Aprovechando la ambientación decimonónica del relato, Scott jugó en Los duelistas la carta del preciosismo, y lo hizo a conciencia; tanto, que en su momento no faltaron voces que compararon su labor con la llevada a cabo un par de años antes por Stanley Kubrick en su célebre Barry Lyndon (ídem, 1975); yendo más lejos, una de las actrices de esta última, Gay Hamilton, hace asimismo un breve papel en Los duelistas. Bellos paisajes fotografiados preferentemente en plano fijo, o recorridos por funcionales movimientos de cámara; interiores iluminados con luces de tonalidad natural, dando pie a un elaborado juego, según las ocasiones, de luces y sombras, que se traduce en estancias, despachos, tabernas o palacetes alumbrados mediante estratégicas fugas lumínicas a través de puertas y ventanas, o por el contrario sumergiéndolos en un tenebrismo parecido al practicado por Clint Eastwood; la tendencia a llenar el plano de elementos atmosféricos (humo, niebla, nieve, lluvia); el gusto por el primer plano de los actores, tan característico de su director, como si la fisonomía de sus personajes formase parte –y, de hecho, la forma– del mismo juego estético… Alrededor de todo ello se construye una película, por lo demás, sólida, bien ensamblada y excelentemente interpretada, por más que a ratos adolezca de cierta frialdad, sobre todo si se conoce el relato de Joseph Conrad en el que se inspira.


Esta última revisión de Los duelistas ha venido acompañada por mi parte de una rápida y oportuna lectura de la corta novela de Conrad en la que se inspira. Si bien el film de Scott es razonablemente fiel a esta última en sus líneas generales, hay alguna diferencia entre ambas obras que valdría la pena señalar. La principal de ellas consiste en que, a diferencia que en el libro, en la película se da mayor importancia a los personajes femeninos, hasta el punto de añadir respecto al original literario uno, la prostituta Laura (Diana Quick), enamorada de D’Hubert (Keith Carradine), la cual viene a convertirse en el personaje-símbolo que el guionista Gerald Vaughan-Hughes erige en algo así como el Pepito Grillo del personaje de D’Hubert: Laura es la exteriorización de la voz interior de D’Hubert, la expresión de una conciencia que le dice que su prolongado duelo con Feraud (Harvey Keitel) no es más que una locura, un capricho de hombres arrastrados por un caduco sentido del honor y de la virilidad en el sentido militar del término, el cual les lleva a enfrentarse en una serie de lances privados a lo largo de quince años, durante los cuales D’Hubert y Feraud se conocen y se baten por primera vez en duelo cuando ambos todavía sirven en el ejército napoleónico, ambos con el grado de teniente, y van chocando en sucesivas ocasiones mientras van ascendiendo a capitanes, coroneles y generales, tomándose únicamente una tregua al verse obligados a luchar codo con codo en la desastrosa campaña de Rusia.


De este modo, como digo, el guionista pretende suplir, a través del personaje de Laura, lo que la magnífica prosa de Conrad explica tan bien: que la situación protagonizada por ambos antagonistas es un absurdo alargado durante tres lustros que no tiene ninguna razón de ser, y que en las páginas del libro está retratado con una solapada, elegante ironía prácticamente ausente, por cierto, en un film de tono más bien sombrío. El problema es que el personaje de Laura acaba resultando inverosímil, habida cuenta que resulta difícil de creer que una prostituta sin formación aparente sea capaz de expresarse casi como una intelectual, dejando en evidencia su carácter de artificio ideado por el guionista para que el espectador, aparte de ver, “reflexione” sobre lo que está presenciando en base a las contundentes afirmaciones formuladas en voz alta por este personaje. Tampoco tiene mayor relieve que, a diferencia de la novela, el personaje de D’Hubert esté casado con Adele (Cristina Raines) en el momento en que tiene su duelo final con Feraud, mientras que en Conrad la joven es todavía su prometida.  


Ello no obsta para que Los duelistas esté llena de buenos momentos, pero su alcance no va más allá de su enunciado y de la belleza aparente pero un tanto superficial de sus imágenes, sobre todo si se ha tenido la suerte o la desgracia, según como se mire, de haber leído a Conrad: suerte en lo que a leer la novela se refiere, por descontado; y desgracia en lo que a los resultados, correctos pero poco más, de la película que se inspira en tan magnífica obra literaria. Sin duda hay que anotar en el haber del director la elegante resolución de los duelos, por más que en todo momento cada una de esas secuencias de combate –la primera en el campo y a la luz del amanecer, que muestra a Feraud deshaciéndose de un rival muy inferior a él en el manejo del florete; la primera e improvisada pelea entre D’Hubert y Feraud en el jardín; el visceral duelo de ambos hombres en el granero, exhaustos y cubiertos de sangre, polvo y paja; o el decisivo encuentro a pistola en el bosquecillo, por lo demás un fragmento excelentemente planificado y montado– hagan gala al mismo tiempo tanto de una notable energía visual como de una relativa afectación esteticista: nunca está muy clara la frontera entre lo que está rodado porque resulta necesario para el devenir del relato y lo que está rodado por el mero placer de hacerlo. Bien mirado, ¿no sería esta una ajustada definición del estilo que ha practicado desde siempre Ridley Scott?


El lado oscuro de 007: “GOLDENEYE”, de MARTIN CAMPBELL

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A pesar de que Goldeneye (ídem, 1995) no me parece uno de los mejores films de la serie del agente secreto James Bond 007 (tampoco de los peores), hay determinados aspectos parciales en él que a nivel particular siempre me han llamado la atención. Pero antes de entrar en el mismo debemos hacer una pequeña pero necesaria introducción. Goldeneyees la primera de las cuatro películas Bond protagonizadas por el irlandés Pierce Brosnan. Fue producida seis años después de la última entrega de la saga, la interesante 007: Licencia para matar (Licence to Kill, 1989, John Glen), como consecuencia de su escaso éxito comercial, sobre todo en los Estados Unidos (un fracaso que en muchas ocasiones ha sido exagerado más de la cuenta, habida cuenta que, si bien solo recaudó 34 millones de dólares en cines norteamericanos sobre un presupuesto estimado en 32 millones, su recaudación a nivel internacional fue de más de 156 millones). Su título está sacado del nombre real de la vivienda que el padre literario de Bond, Ian Fleming, tenía en Jamaica junto al mar. Y supuso una renovación de parte del equipo original de la saga: nueva productora, Barbara Broccoli, tras la retirada del cine de su padre, Albert R. Broccoli, uno de los productores originales de la franquicia junto a Harry Saltzman; nuevos guionistas, en este caso Michael France, Jeffrey Caine y Bruce Feirstein, quienes se incorporaron a la misma para reemplazar a veteranos ya fallecidos como Richard Maibaum; y Daniel Kleinman, que  se hizo cargo de diseñar los nuevos títulos de crédito, sustituyendo al también desaparecido Maurice Binder.


Dicho esto, señalemos que en Goldeneye conviven muchos de los elementos tradicionales de la serie Bond junto con unos tímidos, pero atractivos, apuntes renovadores, por más que los primeros predominen en todo momento sobre los segundos. Pierce Brosnan aporta a 007 una dureza, sequedad y contundencia superiores a las de Roger Moore, estando por tanto más en la línea de Sean Connery, el posterior Daniel Craig, el excelente y menospreciado Timothy Dalton e incluso de George Lazenby, pero todavía conserva algunos rasgos de humor, escasos, para caracterizar determinadas acciones del personaje (en particular, algunas frases de diálogo con doble sentido y alusiones sexuales, o la inevitable presentación del agente secreto: “Me llamo Bond. James Bond”). Hay que tener en cuenta que las películas de Bond son muy caras y sus productores en esa época todavía no se atrevían a aumentar en exceso las dosis de violencia de cara a no perder público infantil y juvenil, necesario para amortizar en taquilla la inversión realizada, por más que en Goldeneyehaya un ligero y relativo incremento de la violencia respecto a las etapas Moore y Dalton (con la salvedad de 007: Licencia para matar, hasta la llegada de la actual “etapa Craig” el Bond más violento de la serie). Se mantienen muchas de las convenciones habituales de la saga, sobre todo en lo que se refiere a su patrón narrativo tradicional: una primera gran secuencia de acción antes de los títulos de crédito (Bond y su colega el agente secreto 006 Alec Trevelyan –Sean Bean– saboteando una factoría soviética de armas químicas, que culmina con una acrobática fuga aérea de 007 a bordo de una avioneta); un tema musical durante esos mismos títulos de crédito, “Goldeneye”, compuesto por dos miembros de U2, Bono y The Edge, e interpretado por Tina Turner, cuya sonoridad recuerda otras canciones de la serie; y secuencias de acción progresivamente más aparatosas, jalonando los digamos momentos de “investigación” llevados a cabo por Bond mientras realiza sus pesquisas, hasta llegar a un inevitable clímax que suele concluir con la pelea final cuerpo a cuerpo entre 007 el villano y la explosiva destrucción de su guarida y de sus megalómanos planes.


Más que en el diseño general de la trama, su desarrollo y su culminación, que obedecen al patrón habitual de la serie, lo mejor de Goldeneye se encuentra, a mi entender, en determinados detalles. Los personajes del entorno de Bond están bastante logrados, en gran medida porque corren a cargo de unos muy competentes intérpretes. Los villanos tienen solidez gracias a la eficaz labor del veterano actor alemán Gottfried John, como el renegado general ruso Ourumov; de Alan Cumming, como el traidor experto en ordenadores Boris Grishenko; y, sobre todo, del siempre excelente Sean Bean, quien confiere una inesperada humanidad a su rol de exagente secreto británico de ascendencia rusa que solo sueña con vengarse de Inglaterra, la nación que masacró en el pasado a su pueblo, los sanguinarios cosacos blancos. Resulta obligatorio anotar la incorporación a la serie, a partir de Goldeneye, de la gran Judi Dench en el papel de M, la jefa de Bond. Y las chicas Bond también funcionan muy bien: la “chica Bond buena”, Natalya Simonova, a cargo de la bella y competente actriz polaca Izabella Scorupco, y sobre todo la “chica Bond mala”, la letal y masoquista Xenia Onatopp, interpretada con enorme sentido del humor por la estupenda y subvalorada intérprete holandesa Famke Janssen (quien tiene a su cargo una escena realmente divertida: aquélla en la que, tras descubrir junto a Trevelyan que Bond ha bloqueado con un tanque la vía férrea por la que circula el tren blindado en el que están huyendo, y ante la perspectiva de acaso morir entre hierros retorcidos, exclama con entusiasmo: “¡Nos va a hacer descarrilar!”).



Pero, por encima de todo ello, lo que resulta más interesante es cierta voluntad presente en Goldeneye, todavía incipiente pero que tendría su continuidad en uno de los mejores Bond de Brosnan, concretamente el tercero, El mundo nunca es suficiente (The World Is Not Enough, 1999, Michael Apted), y que alcanzaría su culminación en el primero de Craig, 007: Casino Royale (Casino Royale, 2006, Martin Campbell), de mostrar el lado más oscuro y turbulento del personaje. En su primera conversación con M en el despacho de esta última, su nueva jefa le tacha de reliquia del pasado, machista y misógino: un producto de la Guerra Fría que no tiene ya sentido en el mundo actual (algo que todavía se llevaría más lejos en el último y mejor 007 de Brosnan, Muere otro día[Die Another Day, 2002, Lee Tamahori], donde se jugaba a fondo con el carácter anacrónico del personaje). En otro momento, uno de los mejores del film, Bond se reencuentra con Trevelyan, al que creía muerto, en un escenario formado no por casualidad por viejas estatuas y monumentos del extinto régimen comunista de la Unión Soviéticaarrojados a un vertedero, insinuando de este modo que 007 es, asimismo, otro vestigio de un pasado obsoleto. Luego, durante el “obligado” paréntesis romántico de Bond con Natalya, la chica le reprocha que sea tan frío; “Por eso sigo vivo”, afirma él; “Por eso sigues solo…”, replica ella. Más adelante, Trevelyan le insinúa a Bond que quizá los famosos vodkas con Martini que tanto le gusta beber sean para acallar los gritos de los hombres que ha matado en el pasado… Puede que sea poco, pero proporciona a Goldeneye cierta personalidad en el conjunto de la serie. Y también puede que sea casualidad, pero el hecho de que este film esté firmado por Martin Campbell, quien asimismo se encuentra tras las cámaras de la película de la serie que se lanzaría a fondo a bucear en el lado oscuro del personaje, 007: Casino Royale, permite aseverar que podría ser considerado, dentro de los márgenes de producción preestablecidos de la saga, y a falta de ver Sin tiempo para morir (No Time To Die, 2020, Cary Fukunaga) en el momento de escribir estas líneas, el realizador que hasta la fecha ha llevado a cabo los mayores esfuerzos de cara a la renovación del personaje creado por Ian Fleming.




Misterio en el fondo del mar: “ESFERA”, de BARRY LEVINSON

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Una de las anécdotas más famosas que circulan alrededor de Esfera, la novela de Michael Crichton publicada en 1987 en los Estados Unidos, es la que afirma que James Cameron tomó ideas de ella a la hora de elaborar el guion de su película Abyss (El secreto) (The Abyss, 1989), estrenada un par de años después. Cameron siempre ha negado esas acusaciones, afirmando que su guion para Abyssestaba escrito desde antes de que la novela de Crichton se editara. Puede ser cierto, mas también es verdad que la trama del libro y el argumento del film de Cameron tienen más de un punto de contacto. Ambas obras giran en torno al descubrimiento de una nave extraterrestre en el fondo del océano, aunque en la novela de Crichton dicho hallazgo se produce desde el principio del relato, mientras que en el film de Cameron la confirmación del origen alienígena del misterio que ronda a lo largo de toda la trama no se produce hasta los minutos finales. Tanto en Esfera como en Abyss se producen sendas catástrofes en las bases submarinas donde transcurren como consecuencia de huracanes, y sus ocupantes quedan aislados en su interior, corriendo el riesgo de morir si no se restablece el fluido eléctrico de la maquinaria que les abastece de aire y calor. En un par de momentos de “suspense” de ambas, Norman Goodman, el personaje protagonista de Esfera, y Bud (Ed Harris), el protagonista masculino de Abyss, se ven obligados a bucear a pulmón libre alrededor de las instalaciones. Y, en el clímax de ambos relatos, las naves extraterrestres ocultas en las profundidades del mar acaban emergiendo, regresando al espacio del cual procede en el caso de Esfera, relevando su impresionante fisonomía sobre las aguas en el de Abyss.


Ahora bien, las notables diferencias entre Abyss y Esfera, en este caso tanto la novela de Crichton como la adaptación cinematográfica que llevó a cabo de la misma Barry Levinson en 1998, residen sobre todo en el tono: Abyss es un excelente film de aventuras, tenso y emotivo, en el cual el componente humano está en todo momento por encima del aparato tecnológico que envuelve al relato; en cambio, en Esfera (insisto: el libro y el film), la fascinación de Crichton por la ciencia se encuentra en primer término del relato, y Levinson la recoge fielmente en su película, que por eso mismo resulta fría y desapasionada, “científica” y cerebral. Eso explica, probablemente, la no menos gélida recepción que tuvo Esfera (Sphere, 1998) en el momento de su estreno en cines, respecto a la cual también jugaron en su contra las inevitables comparaciones con el film de Cameron, muy superior en todos los sentidos.


A pesar de todo, la película de Levinson resulta menos despreciable de lo que suele afirmarse de ella, y sobre todo, bastante superior a la otra adaptación de Crichton que hallamos en su carrera, la horrible Acoso (Disclosure, 1994), según la no menos horrenda novela homónima, aunque para poder apreciar Esfera en su justa medida sea necesario reconocer previamente que ni la interesante idea que la sostiene es original (el ingenio extraterrestre que hace realidad los pensamientos de las personas que se acercan a ella), ni su resolución termina de sacar todo el jugo de dicha idea, dada la corrección un tanto aséptica de la labor de Levinson tras las cámaras. Mal que pese a los admiradores de Crichton, la idea de una fuerza alienígena que proyecta el pensamiento humano y lo convierte en una realidad material y tangible ya se encontraba enunciada, primero, en un estupendo clásico del cine de ciencia ficción norteamericano de los cincuenta, Planeta prohibido (Forbidden Planet, 1956), de Fred McLeod Wilcox; y, segundo, en la excelente novela de Stanislaw Lem Solaris, base de la homónima obra maestra de Andrei Tarkovski de 1972 y del soporífero remake firmado por Steven Soderbergh en 2002. Y el film de Levinson, un cineasta hoy bastante olvidado y que parecía moverse mejor en relatos de pequeño o mediano formato (Diner, Good Morning, Vietnam, Avalon, Liberty Heights), aún habiendo abordado con cierto éxito las películas de grandes dimensiones (la nada despreciable Bugsy), acaba apoyándose excesivamente en los diálogos, lo cual va en detrimento de una puesta en escena visualmente más atractiva, a pesar de que cuenta en su favor con una buena fotografía de Adam Greenberg y unos excelentes decorados de Norman Reynolds.


Sin embargo, esa misma tendencia a la verborrea acaba siendo también uno de sus mayores atractivos, en el sentido de que, cuando se estrenó, Esfera era una especie de alternativa “adulta” al tipo de cine de gran espectáculo del momento, ofreciéndose como una obra en la que lo reflexivo intentaba imponerse sobre lo pirotécnico. Puede que Levinson no consiguiera hallar el punto de equilibrio necesario entre el contenido, digamos, “científico” de los diálogos (prácticamente extraídos de forma literal de la novela de Crichton) y un relato de ciencia ficción más vibrante e imaginativo, siendo así que ya tenía en su haber una buena aportación al género fantástico-aventurero, la excelente El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, 1985); pero, a pesar de ello, considero que Esfera, aun siendo un fracaso, cierto, es un fracaso digno, o dicho de otro modo, un buen intento de hacer un espectáculo adulto.



Basta con ver al respecto la elección del actor encargado de interpretar al psicólogo Norman Goodman, una estrella en las antípodas del cine de acción al uso: Dustin Hoffman, con quien Levinson ya había trabajado en la mediocre Rain Man(ídem, 1988). La presencia de Hoffman, y el énfasis puesto en el contenido científico-tecnológico de la novela de Crichton, hace que la película casi parezca un film hecho contra las convenciones habituales del cine de ciencia ficción: todo está contemplado de una forma tan lógica y racional que acaba creando una distancia con el espectador, lo cual hasta cierto punto juega en beneficio del substrato del relato. Dado que, tal y como se acaba descubriendo en la resolución, las amenazas que sufren los personajes no son completamente “reales”, sino el resultado de su imaginación desbordante, de sus pasiones reprimidas y sus (malos) sentimientos ocultos, resulta coherente que la película mantenga las distancias a la hora de visualizar los peligros que acechan a los personajes (el ataque, fuera de campo, de un calamar gigante; las medusas que abrasan a una de las tripulantes –Queen Latifah–; incendios, inundaciones…), poniendo en cambio el énfasis en aquellos momentos en los cuales el peligro brota directamente de la mente de los protagonistas: el mejor momento del film, sencillo pero muy eficaz, es aquel en el que, por mediación de diversos cortes de montaje, vemos la enajenación de Norman al darse cuenta de que todas las estanterías de un armario están llenas de idénticos ejemplares de la novela de Julio Verne 20.000 leguas de viaje submarino, una de las obsesiones de su amigo y compañero de aventuras Harry Adams (Samuel L. Jackson), lo cual proporcionará a Norman la clave del misterio; también es destacable, en este sentido, el intento de asesinato de Norman a manos de Elizabeth (Sharon Stone), inundando el laboratorio donde previamente le ha encerrado: esta última cree estar convencida de buena fe  de que Norman es el responsable de todo lo ocurrido (aunque, en realidad, está enajenada por el poder mental de la esfera extraterrestre); y la anticlimática resolución del relato, en la cual Norman, Harry y Elizabeth, únicos supervivientes de la aventura, resuelven emplear sus mentes para olvidar todo lo que ha pasado, conscientes de que la humanidad no está preparada para recibir el inmenso regalo que les ofrece la esfera: el poder de una imaginación sin límites.        

La danza del sexo y de la muerte: “LUNAS DE HIEL”, de ROMAN POLANSKI

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Lunas de hiel (Biiter Moon, 1992) no solo no me gustó la primera vez que la vi en el momento de su estreno, sino que tampoco dudé a la hora de encuadrarla junto con la para mí peor obra de su autor, Roman Polanski: ¿Qué?(Che?, 1972). Naturalmente, y dado el tiempo transcurrido desde su estreno en España, ahora mismo sería incapaz de rememorar con toda exactitud cuáles fueron los pensamientos y sensaciones que me llevaron a renegar de esta película, mas sí puedo recordar que mi rechazo se debió principalmente a su contraste con la lectura de la interesante novela de Pascal Bruckner, Luna amarga, en la cual se basa y que había leído con entusiasmo poco antes de ver el film. Ni que decir tiene que los casi treinta años transcurridos han afectado, asimismo, a mi recuerdo de dicha novela, dado que tampoco la he releído. Pero, hechas estas precisiones, creo que a pesar de ello estoy en condiciones de comprender y matizar el porqué de mi rechazo inicial hacia el film de Polanski y el porqué aquélla ha dejado paso actualmente a un considerable interés; o, dicho de otra manera, que la revisión de Lunas de hielme ha hecho reconsiderarla bajo un prisma mucho más positivo.


Luna amarga, de Pascal Bruckner, es en cierto sentido una novela “de tesis” que describe, con todo lujo de detalles, el proceso de destrucción de una pareja de amantes por la vía del sexo. No se vea en ello un discurso moralista y reaccionario sobre la sexualidad sino, por el contrario, una sórdida digresión sobre la naturaleza humana, construida en torno a la relación que se establece entre Oscar, un aspirante a escritor de nacionalidad norteamericana que vive desde hace años en París intentando labrarse un futuro con la literatura, y Mimi, una francesa mucho más joven que él y que trabaja como bailarina y camarera. Lo que empieza siendo un romance, digamos, “puro” entre un hombre y una mujer que se atraen el uno al otro con una fuerza casi magnética, va degenerando a medida que ese primer fuego sexual se va apagando, consumido bajo el peso de la rutina y de lo ya conocido, para ir dejando paso a una vorágine sexual marcada por prácticas, sigamos diciendo, “anormales” como el masoquismo y la coprofagia. Narrada en primera persona por el personaje de Oscar, Luna amarga hace honor a su título proporcionando, mediante una prosa muy depurada, un áspero dibujo del ser humano, dando como resultado un relato marcado principalmente por dos tonalidades: la intimidad y la subjetividad.


En cambio, la película de Polanski, quien firma el guion en colaboración con Gérard Brach y John Brownjohn, y a pesar de que respeta el planteamiento íntimo y subjetivo de la novela, de manera que recoge la narración en sucesivos flashbacksque el personaje de Oscar (Peter Coyote) le relata al de Nigel (Hugh Grant) sobre su relación con Mimi (Emmanuelle Seigner), por otro lado, no respeta esas mismas tonalidades, resultando por comparación fría y cruel. Y puede que fuera ese mismo contraste entre la intimidad y subjetividad del libro y la frialdad y crueldad de la lectura llevada a cabo por Polanski lo que provocara más de un rechazo hacia Lunas de hiel, incluido el mío propio.


Estoy hablando de tonalidades. El cine de Polanski suele identificarse sobre todo por un determinado tono: una mezcla de ironía y humor negro, de distanciamiento y refinamiento estético, que da como resultado una obra a medio camino entre lo abstracto y lo grotesco. Y si, por ceñirnos a los ejemplos más famosos de su filmografía, la mirada de Polanski suele caracterizarse por su concepción cruel y sin miramientos de las debilidades del ser humano, tanto da que las mismas se enmarquen, hablando en términos muy generales, dentro de géneros o temáticas fácilmente reconocibles como el fantástico –Repulsión (Repulsion, 1965), El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967), La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), La novena puerta(The Ninth Gate, 1999)–, el thrillery/ o el cine negro –Callejón sin salida(Cul-de-sac, 1966), Chinatown (ídem, 1974), Frenético (Frantic, 1988), El escritor (The Ghost Writer, 2010) (1), Basada en hechos reales (D’après une histoire vraie, 2017) (2)–, la comedia –Piratas (Pirates, 1986)–, el melodrama –Tess (ídem, 1979), El pianista (The Pianist, 2002)–, las adaptaciones de obras de teatro –La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994), Un dios salvaje (Carnage, 2011), La Venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013)– o de clásicos de la literatura –Oliver Twist(ídem, 2005)–, o el drama histórico –El oficial y el espía (J’accuse, 2019)–, está muy claro que Lunas de hiel no constituye ni mucho menos una excepción. Ello explica, asimismo, que la tonalidad elegida por Polanski redunde en detrimento de aquello que buena parte del público esperaba encontrar en Lunas de hiel a causa de una engañosa estrategia publicitaria: el erotismo. Bajo cierto punto de vista, no cabe imaginarse una película menos erótica que Lunas de hiel, aún estando llena de escenas cargadas de motivaciones o de sugerencias sexuales y a pesar de que el sexo y el deseo sexual sean los principales motores narrativos del relato.


Esa ausencia de calidez erótica, que todo lo más se limita a tres o cuatro apuntes, deja paso en cambio a una visualización del sexo como mero mecanismo de relación natural entre las personas, lo cual explica que muchas de sus en su momento muy celebradas escenas sexuales estén resueltas por el realizador polaco con un enorme distanciamiento. Y no me refiero solamente al hecho de que Polanski recurra en no pocas ocasiones al plano general para visualizar la actividad sexual de los personajes, o  a que eluda algunos de los fragmentos más escabrosos de la novela original en beneficio de una resolución elíptica –por ejemplo, la escena en la cual Oscar le relata a Nigel el descubrimiento de una nueva faceta de su sexualidad el día en que Mimi se orinó en su cara (sic)–, sino más bien al hecho de que, en Lunas de hiel, el sexo está definido en todo momento como algo no intrínsecamente erótico, de la misma manera que las relaciones entre los cuatro principales personajes, los ya mencionados Oscar, Mimi y Nigel, a los cuales hay que añadir a Fiona (Kristin Scott Thomas), la esposa de este último, tampoco son lo que parecen a simple vista; y no me refiero únicamente a la vieja cuestión de la falsedad de las apariencias, tan presente en el cine de Polanski como una de sus deudas implícitas con el cine de Alfred Hitchcock, sino más bien al hecho de que en Lunas de hiel, como en el grueso del cine de su autor, esas falsas apariencias encubren sórdidos secretos o calladas frustraciones: Oscar se las da de escritor, cuando lo cierto es que jamás ha conseguido publicar ni una sola de sus tres novelas inéditas, del mismo modo que Mimi siempre se define a sí misma como “bailarina” y prefiere ignorar que o bien tan solo consigue trabajo como camarera, o que Oscar la mantiene a cambio de sus favores carnales; asimismo, la flamante pareja de ingleses formada por Nigel y Fiona encubren en realidad a un matrimonio convencional, burgués y aburrido que, a la primera de cambio, juguetea con la posibilidad del adulterio, él con Mimi y ella con un galancete italiano de vía estrecha, Dado (Luca Venalli).  


En este sentido, no comparto la opinión, muy difundida en el momento del estreno de este film, de que Lunas de hiel podía verse como el proceso de seducción, degradación y casi de destrucción que una pareja “impura” –Oscar y Mimi– ejerce sobre otra “pura” –Nigel y Fiona–, por la sencilla razón de que los segundos ocultan secretos acaso no tan oscuros como los de los primeros, pero en el fondo no resultan menos infelices y desdichados que los anteriores. El encuentro entre ambas parejas se produce a bordo de un transatlántico que recorre el Mediterráneo camino de Estambul y a punto de celebrarse la nochevieja (lo cual puede verse como una especie de símbolo de la opulencia y decadencia de la clase social que viaja a bordo: no por casualidad, y en medio de una tormenta que zarandea el navío y hace vomitar a algunos comensales borrachos, Oscar grita que aquello le hace pensar en el Titanic…). Justo cuando ese encuentro tiene lugar, ambas parejas se encuentran en un punto crucial de sus relaciones: Oscar, paralítico y en silla de ruedas, es una víctima de la crueldad de Mimi, que se venga así de las humillaciones a las cuales él mismo la sometió en el pasado, y Nigel y Fiona viven lo que se conoce popularmente como la crisis del “séptimo año” de su matrimonio. De este modo, la fascinación que Nigel siente por el morboso relato íntimo de Oscar y ante la posibilidad de poder beneficiarse a la turgente Mimi (dejando así bien claro que la temperatura sexual de su relación con Fiona hace tiempo que se ha enfriado), termina derivando en un extraño juego de complicidades, de tal manera que los cuatro personajes acabarán confluyendo en el ritual erótico-mortal de Oscar y Mimi, el cual culmina con la muerte de estos dos últimos, el colofón perfecto para una relación sostenida, primero, por el sexo más enfermizo, y luego, por el odio más absoluto.


Polanski desgrana este carrusel de sexo, dolor, odio y muerte mediante una planificación, como digo, extremadamente sobria y contenida, que se sostiene, como asimismo ya he indicado, sobre la base formal del plano general y la elipsis. Ello no es obstáculo para que, en medio de ese rigor formalista (y que confiere al conjunto un exceso de rigidez, acaso ante el temor fundado del realizador de que el sexo despistara la atención del espectador, o, dicho de otra manera, que los árboles no dejaran ver el bosque), afloren algunos apuntes sofisticados que nos recuerdan el carácter un tanto surrealista del cine de su autor. Señalo, al principio del flashback en el cual Oscar rememora la primera vez que vio a Mimi en el autobús, ese magnífico primer plano de la chica, sentada en la parte trasera del vehículo y con el paisaje urbano de París circulando a sus espaldas, en un encuadre rodado de tal manera que Mimi parece “flotar” en medio de la ciudad por la cual se desplaza, una imagen que está a tono con el carácter ensoñador del recuerdo de Oscar. Ese carácter onírico reaparece, esporádicamente, en la sobreimpresión del rostro de Oscar en la ventanilla del avión de pasajeros donde Mimi ha sido introducida por el primero mediante engaños, destacando de este modo el temperamento ingenuo de la muchacha y, en cierto sentido, el final de su auténtica inocencia: cuando, en su imaginación, el rostro de su amado Oscar se desvanece de la ventanilla, en ese preciso instante “nace” la Mimi que dedicará el resto de su existencia a un único propósito: vengarse de Oscar. Similar sentimiento de extrañeza provoca la escena en la cual Oscar y Mimi descubren por primera vez las posibilidades de excitación sexual del sadomasoquismo: él se está afeitando a navaja, tal y como tiene por costumbre, y Mimi, jugando, le pide que le deje terminar de rasurarle; previsiblemente, la joven hiere levemente a Oscar en la mejilla, y entonces lame la sangre de la herida: ese pequeño dolor, y la gota de sangre de Oscar en los labios de Mimi, como si fuera una vampiresa, abre para los protagonistas una inesperada puerta a un mundo de placer y dolor.  

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/08/basada-en-hechos-reales-cloverfield.html       

¡Está vivo! Los mundos cinematográficos de Frankenstein

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[NOTA PREVIA: Conferencia impartida en catalán en la biblioteca Caterina Albert – Camp de l’Arpa de Barcelona el 14 de febrero de 2018, dentro del ciclo de las Biblioteques de Barcelona “Frankenstein, mite i cultura popular”, para conmemorar el 200 aniversario de la publicación de la primera edición de la novela de Mary Shelley. (1)] Frankenstein, o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, es una de las novelas más adaptadas de la historia del cine y la televisión. Pero también es una de las más “traicionadas” cuando se ha adaptado al audiovisual.¿A qué se debe esa dificultad? En primer lugar, a la naturaleza intrínseca del libro. Frankenstein, o el moderno Prometeo es una de las piezas maestras de la literatura universal, un clásico incontestable, de aquellos que no se agotan con una sola lectura y que ha dado, continúa dando y seguirá dando pie a muchas interpretaciones. Su complejidad es, en principio, una dificultad añadida a la hora de transferirlo a imágenes.En segundo lugar, y no menos importante, es que la mayoría de las adaptaciones cinematográficas y también para la televisión de la novela se han caracterizado, por regla general y con algunas excepciones, por su infidelidad a la trama del libro.


Esa infidelidad al libro comenzó ya en los primeros años en que se hicieron las primeras versiones del teatro, es decir, mucho antes de que existiera el cine. Téngase en cuenta que la primera edición de la novela es de 1818. La primera versión para el teatro de Frankenstein se hizo tan solo tres años después de la publicación de la primera edición, en 1821, una versión francesa que nunca se estrenó en los escenarios y que se conserva incompleta. De hecho, la primera adaptación oficial de Frankensteinfue la que se estrenó en Londres en 1823 bajo el título de Presumption, or The Fate of Frankenstein.¿Y por qué nos detenemos en las versiones teatrales de Frankenstein? Porque muchas de las libertades que años más tarde se tomaron muchas películas con la novela de Shelley fueron una herencia directa de las que se tomaron antes los dramaturgos con el libro. Por lo tanto, muchas de las “imprecisiones” que se tomaron después el cine y la televisión con Frankenstein ya estaban allí, en las adaptaciones teatrales. Adaptaciones teatrales por las que, por cierto, Mary Shelley nunca cobró un céntimo, ya que a principios del siglo XIX la legislación de derechos de autor seguía siendo algo prácticamente inexistente, lo que significa que cualquier autor podía adaptar Frankenstein sin necesidad de pedir permiso ni pagarle nada a su legítima autora.


Por lo tanto, el cine sacó muchas cosas del teatro, que, a la hora de la verdad, no estaban en la novela. Por ejemplo, en la versión teatral inglesa de 1823, Presumption, or The Fate of Frankenstein, ya aparece el ayudante del Dr. Frankenstein, que aquí se llama Fritz, y que en las películas a veces también se llama Fritz, o especialmente Igor, y suele ser un jorobado. Pues bien, no busquen este personaje en el libro de Shelley. No existe: es una invención del teatro, luego adoptada por el cine. Es más: en esta misma obra de teatro de 1823, el Dr. Frankenstein también exclama el famoso: “¡Está vivo!”, cuando da vida al Monstruo. Es exactamente lo mismo que exclama el doctor interpretado por Colin Clive en la famosa película de James Whale El doctor Frankenstein (Frankenstein) de 1931. De hecho, ya en 1915 hallamos una especie de versión teatral cómica, The Last Laugh, en la que el uso de la electricidad ya está muy presente como un sistema para dar vida al Monstruo, algo que en la novela de Shelley solo está insinuado pero que en el cine nos hemos hartado de ver. También hay que tener en cuenta que, a la inversa de lo que acabamos de explicar, el cine también influyó en muchas adaptaciones teatrales que se hicieron después de las primeras películas famosas basadas en Frankenstein, es decir, las que se hicieron en los Estados Unidos, producidas por la productora Universal, entre los años 30 y 40.


Pero, antes de las versiones de la Universal, las primeras versiones de Frankenstein se hicieron en la época del cine silente y en los Estados Unidos. La primera, Frankenstein’s Trestle, de 1902, es en realidad una falsa película de Frankenstein, porque no es más que un pequeño film hecho en un pequeño pueblo de New Hampshire llamado... Frankenstein. La auténtica primera versión es el Frankenstein que en 1910 produjo el famoso inventor estadounidense Thomas Alva Edison, dirigido por J. Searle Dawley y protagonizada por Charles Ogle, como el Monstruo, y August Phillips, como el Dr. Frankenstein. Aunque solo dura 16 minutos, el Frankenstein de Edison resume brevemente algunas de las ideas esenciales del libro, como la identificación entre el Monstruo y el doctor, como si ambos fueran las dos caras de una misma moneda.


Otras dos versiones silentes de Frankensteinson la también americana Life Without Soul, de 1915, dirigida por Joseph W. Smiley, y la italiana Il mostro di Frankenstein, de 1921, dirigida por Eugenio Testa. Ambas están actualmente desaparecidas, y también adaptan el libro con muchas más libertades que la producida por Edison.


Llegamos al cine sonoro, y también a las primeras versiones famosas de Frankenstein, producidas por Universal Pictures y dirigidas por el cineasta británico James Whale. Estamos hablando, por supuesto, de El doctor Frankenstein, de 1931, y de La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein), de 1935, que lanzaron a la fama a uno de los mejores actores de la historia del cine fantástico, el intérprete del Monstruo de Frankenstein Boris Karloff. Destaquemos que, dejando aparte la gran interpretación de Karloff, buena parte del éxito de El doctor Frankenstein se debió al maquillaje creado por Jack Pierce, que aunque no tiene nada que ver con el Monstruo tal y como describe Mary Shelley en su novela, destaca por su genial sencillez: por ejemplo, los tornillos en el cuello, por los cuales se supone que pasa la corriente eléctrica que le da vida; o esa cabeza plana, concebida a partir de la idea de que se podría abrir, como una caja, para colocar el cerebro en el Monstruo.


El doctor Frankenstein está basada tanto en la novela de Shelley como, sobre todo, en una exitosa versión teatral de Frankenstein escrita por Peggy Webling y estrenada en 1927, lo cual explica que el libro no esté muy presente en la película e incluya gran parte de la tradición teatral en lo que se refiere a los personajes, como el jorobado Fritz, interpretado por Dwight Frye; el grito de: “¡está vivo!”, que lanza el doctor que interpreta Colin Clive; o el famoso experimento eléctrico, aquí ya muy sofisticado. Como adaptación de Shelley, lo más importante que hay que decir sobre El doctor Frankenstein es que estableció para siempre la imagen del Monstruo concebido como una especie de autómata (aquí no habla, aunque comenzará a hacerlo en La novia de Frankenstein), una máquina de matar que no parece tener sentimientos humanos, a pesar de la fuerza poética de la famosa secuencia en la que mata, inocentemente, a una niña junto al lago, convencido de que la pequeña flotará en el agua como las flores que momentos antes ambos estaban lanzando. Aunque a veces se ha acusado a El doctor Frankensteinde recoger la tesis conservadora y puritana que la propia Mary Shelley propagó en la segunda edición de su libro de 1831, según la cual el hombre nunca debería atreverse a desafiar a Dios, no es menos es cierto que, desde una perspectiva estrictamente cinematográfica, El doctor Frankenstein es una película notable, especialmente gracias a su maravillosa atmósfera gótica y barroca, inspirada en gran medida por la estética del expresionismo alemán.


El éxito de El doctor Frankenstein llevó a James Whale a realizar una continuación, La novia de Frankenstein, considerada unánimemente, y con razón, mejor que El doctor Frankenstein. La novia de Frankenstein sigue tomándose todo tipo de imprecisiones con respecto al libro, a pesar de tener el descaro de incorporar en su primera secuencia al personaje de la mismísima Mary Shelley, interpretado por la actriz Elsa Lanchester. Pero precisamente el hecho de que Lanchester interprete a Mary Shelley y también al monstruo femenino, “la novia de Frankenstein” que el médico crea para que sea la compañera de su primer Monstruo, nos permite entender mejor la sutileza de esta película, que, además de ser visualmente aún más sofisticada que El doctor Frankenstein, va más allá de los hallazgos de la primera película, erigiéndose en un magnífico poema gótico que acaba siendo más fiel al espíritu Shelley que el primer film, porque se adentra en temas de la novela como la soledad del Monstruo o la falta de comprensión del doctor hacia su creación, a la cual lanza al mundo sin darle protección, y recoge otros aspectos del libro, como la famosa secuencia del Monstruo y el anciano ciego que le acoge en su cabaña, y que muchos años más tarde sería objeto de una aguda parodia en El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974). En La novia de Frankenstein, el Monstruo exhibe, por fin, sentimientos humanos, tal y como se lee en la novela original.


El éxito de El doctor Frankenstein y La novia de Frankenstein animó a la Universal a hacer más películas sobre el doctor y su Criatura. De todas ellas, la más interesante es La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein), dirigida por Rowland V. Lee en 1939, con Boris Karloff como el Monstruo por tercera vez, y Basil Rathbone interpretando a un hijo del Dr. Frankenstein Todas las demás continuaciones, aunque tengan su gracia, no están ni mucho menos a la altura de las tres primeras: este es el caso de El fantasma de Frankenstein (The Ghost of Frankenstein) de Erle C. Kenton, de 1942, con Lon Chaney Jr. interpretando al Monstruo; Frankenstein y el hombre lobo (Frankenstein Meets the Wolf Man), de Roy William Neill, de 1943, donde el Monstruo está a cargo de Bela Lugosi, mientras que aquí Lon Chaney Jr. repite su famoso papel de licántropo; La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein), de 1944, y La mansión de Drácula (House of Dracula), de 1945, ambas también de Erle C. Kenton, donde el Monstruo está interpretado por Glenn Strange, y en las cuales ya se hizo más que evidente la fórmula de la Universal consistente en mezclar a los monstruos clásicos de las películas de terror, hasta llegar a la degeneración de esta misma fórmula con la comedia Contra los fantasmas (Abbott and Costello Meet Frankenstein), dirigida por Charles T. Barton en 1948, y protagonizada por los cómicos Bud Abbott y Lou Costello.Tenemos que darnos cuenta, llegado a este punto, que en ese momento e incluso todavía hoy se produce la famosa confusión consistente en llamar al monstruo “Frankenstein”, olvidando que Frankenstein es el apellido de su creador, el Dr. Victor Frankenstein, a veces renombrado Henry Frankenstein en algunas de las películas. Esto se debe en parte a la enorme popularidad que tuvo Boris Karloff gracias a su extraordinaria creación del Monstruo, lo cual dio pie a una asociación incorrecta entre su personalidad cinematográfica y el apellido Frankenstein. Esto es también otro antiguo legado del teatro británico del siglo XIX, donde por ejemplo un actor de esta época llamado O. Smith, que se hizo famoso por interpretar al Monstruo de Frankenstein en los escenarios, fue bautizado con el apodo popular de “Mr. Frankenstein”.


Las películas de la Universal no fueron las últimas que el cine norteamericano hizo sobre el tema. Entre los años 50, 60 y 70 se hicieron varias producciones de bajo presupuesto, películas de serie B, con resultados por lo general muy pintorescos, pero también muy mediocres. Es el caso, por ejemplo, de I Was a Teenage Frankenstein, 1957, de Herbert L. Strock, que además de ser un desastre intenta adaptar el mito creado por Mary Shelley al “cine juvenil”, entre comillas, de la época; también hallamos Frankenstein 70 (Frankenstein 1970), de 1958, dirigida por Howard W. Koch, que al menos ofrece algunas pinceladas curiosas relacionando a Frankenstein y su Monstruo con la energía atómica, y con Boris Karloff interpretando en esta ocasión al doctor; o de Frankenstein's Daughter, 1958, dirigida por Richard Cunha.


A partir de los años 60, el tema Frankenstein comenzó a degenerar rápidamente dentro del cine estadounidense de bajo presupuesto de la década, con bodrios como Frankenstein Meets the Space Monster, dirigida en 1965 por Robert Gaffney;  o incluso incursiones dentro del llamado cine nuddie, un tipo de película de bajo presupuesto y temática erótico-sexual, con desnudos pero sin sexo explícito, y a una de estas producciones fue a parar el pobre Monstruo de Frankenstein, la titulada House on Bare Mountain, dirigida por Robert L. Bare en 1962.


En los años 70, la calidad de las películas no mejora ni a tiros, como demuestra la existencia de subproductos como Drácula contra Frankenstein, de Al Adamson, realizada en 1971 (no confundir con el Drácula contra Frankenstein de Jesús Franco), aunque en esta misma década se hizo uno de los enfoques más divertidos del mito que se recuerdan junto con El jovencito Frankenstein. Me refiero a The Rocky Horror Picture Show, de Jim Sharman, realizada en 1975 y basada en la obra musical de Richard O'Brien The Rocky Horror Show, estrenada en 1973, que se convirtió en un fenómeno inusual de culto después de que su proyección en las sesiones de medianoche se convertía en un espectáculo donde el público participaba activa y espontáneamente, cantando y bailando las canciones de la película.


Mientras tanto, ¿qué había pasado en la vieja Europa? Pues algo muy interesante, pero para verlo hay que retroceder hasta la mitad de los años 50. En ese momento, una productora británica de cine de bajo presupuesto llamada Hammer Films había logrado un inusual éxito comercial a nivel internacional con una pequeña pero notable película de ciencia ficción titulada El experimento del Doctor Quatermass (Quatermass), dirigida por Val Guest en 1955. Este triunfo, que tuvo su continuidad en nuevas contribuciones de Hammer a la ciencia ficción, animó a los responsables del estudio a probar suerte con el cine de terror gótico. Y la primera prueba que hicieron, después de adquirir los derechos cinematográficos sobre Frankenstein que estaban en manos de la Universal, fue una película titulada La maldición de Frankenstein, (Curse of Frankenstein), dirigida en 1957 por uno de los mejores directores de la historia del cine: el británico Terence Fisher. El éxito mundial de La maldición de Frankenstein convirtió a Hammer Films, hasta principios de los años 70, en la productora especializada en cine fantástico más importante de su tiempo, como demostró con sus nuevas y brillantes versiones de mitos del género como el conde Drácula, el hombre lobo, la momia o el Fantasma de la Ópera, la mayoría de ellas realizadas, no por casualidad, por el mencionado Terence Fisher.


La maldición de Frankenstein supuso un cambio fundamental en el enfoque realizado por el cine sobre la novela de Mary Shelley. Si, hasta ese momento, el Monstruo, o la Criatura como también se la llama, era el eje fundamental de las producciones norteamericanas, la versión de Fisher recupera el peso del personaje del Dr. Frankenstein, aquí llamado Barón Frankenstein, el cual se beneficia extraordinariamente del trabajo de su intérprete, uno de los mejores actores de la historia del cine: el británico Peter Cushing. Y, aunque es verdad que ni La maldición de Frankenstein ni las películas posteriores que produjo Hammer sobre el mito tampoco son fieles al libro de Shelley, no es menos cierto que el ciclo Hammer sobre Frankenstein es, a día de hoy, la exploración más profunda hecha por el cine sobre los temas planteados en el libro y la versión más cercana al espíritu de las ideas de Shelley.Por lo tanto, el ciclo Frankenstein de Hammer Films se caracteriza por la personalidad que supo imprimir Peter Cushing al personaje del Barón Frankenstein, y también por la inteligencia de los guiones: La maldición de Frankenstein fue escrita por Jimmy Sangster, quien más tarde firmó el guion de una de las mejores películas fantásticas de todos los tiempos: la versión de Dráculadirigida en 1958, también, por Terence Fisher. Pero todo esto, a pesar de ser notable, no tendría el peso específico que tiene si no fuera por el gran trabajo de Fisher, cineasta con una extraordinaria capacidad que supo convertir todos sus enfoques sobre los clásicos mitos del terror hechos para Hammer en sinfonías macabras caracterizadas por un uso dramático del color, el sentido de la profundidad de los encuadres y un concepto dinámico de la composición visual. 


Fisher dirigió un total de cinco películas del ciclo Frankenstein. La maldición de Frankenstein, en 1957; Revenge of Frankenstein, en 1958; Frankenstein Created Woman, de 1966; El cerebro de Frankenstein, de 1969; y Frankenstein and the Monster from Hell, de 1973, película que cerró, prematuramente, la carrera de Fisher como director. Todas ellos ofrecen un magnífico retrato del Barón Frankenstein; en La maldición..., Frankenstein en un noble arrogante y ambicioso que está convencido de su superioridad intelectual y de que su propósito de crear al monstruo –monstruo, por cierto, interpretado por el luego famoso intérprete del Drácula de Hammer, Christopher Lee–, se erige, como digo, en un objetivo ante el cual no se detendrá ante nada y ante nadie, aunque ello suponga violar la moral y la ética de su tiempo; en Revenge..., Frankenstein continúa con ese empeño, y lo lleva lo más lejos posible, ya que al final el Barón se convierte en su propio monstruo, cuando un ayudante lo resucita de entre los muertos trasplantando su cerebro a otro cuerpo; en Frankenstein Created Woman, el Barón fabrica un monstruo muy especial, una mujer muerta que se suicidó, y a la que ha resucitado colocándole el cerebro de su amante asesinado, el cual usará ahora el cuerpo de su amada para vengarse de los hombres que les llevaron a la muerte a ambos; en El cerebro de Frankenstein, el Barón es un personaje furioso y violento que reacciona con crueldad y contundencia contra la ciencia de su tiempo, a la que considera mediocre porque es incapaz de entender la audacia de su experimento y la innovación que implica; y en Frankenstein and the Monster from Hell, el Barón trabaja en secreto en un manicomio, que se convierte en un reflejo macabro y grotesco del mundo y de la sociedad a los cuales el protagonista se enfrenta.


Hammer FIlms hizo un par más de películas de Frankenstein no dirigidas por Fisher, y que, aunque inferiores, también son muy interesantes: Evil of Frankenstein, dirigida por Freddie Francis en 1964, asimismo con Cushing como el Barón, y que tiene la curiosa peculiaridad de que recupera, en parte, la estética del Monstruo de la Universal; y El horror de Frankenstein, de 1970, dirigida por Jimmy Sangster y con el actor Ralph Bates encarnando a un nuevo y más joven doctor Frankenstein, en una película de un humor negro muy notable.


En los años 60 y 70, el mito de Frankenstein dio pie a producciones de todo tipo en todo el mundo, a menudo tan exóticas con la japonesa Furakenshutain tai chitei kaijû Baragon/ Frankenstein Conquers the World, dirigida por Ishiro Honda, también conocido como Inoshiro Honda, en 1965, y que cuenta con un  monstruo de Frankenstein de colosales proporciones, característico del subgénero japonés de monstruos gigantes, el kaiju eiga. (No olvidemos que Honda fue el director de la famosa primera película sobre Godzilla, conocida en España como Japón bajo el terror del monstruo). En Italia, sin ir tan lejos, se hicieron varias producciones sobre Frankenstein, la mayoría de ellas bastante deplorables, aunque hay que mencionar, como curiosidad, Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein), de 1973, dirigida a medias (no hay mucha unanimidad al respecto) por el estadounidense Paul Morrissey y el italiano Antonio Margheriti, y que dentro de sus discretos resultados destaca, en primer lugar, por el uso de 3D, y segundo, por su extraña estética, en un conjunto que se caracteriza por su frialdad pero que, por esa misma razón, resulta moderadamente atractiva.


Entre los años 70 y 90, ha habido varios títulos que de una manera u otra han intentado, por un lado, respetar la tradición cinematográfica del mito, y por otro, intentar aproximaciones lo más personales posible. El primero de ellos, ya mencionado, es la famosa parodia de Mel Brooks El jovencito Frankenstein, de 1974. Hay que decir que, aun tratándose de una parodia, y muy divertida, la película de Brooks demuestra un gran conocimiento sobre el mito y todos sus tratamientos cinematográficos anteriores. La película fue rodada imitando la estética de las viejas películas del Universal, de ahí que fuera filmada en blanco y negro, y el argumento viene a ser una nueva versión de La sombra de Frankenstein, de Rowland V. Lee, de la que recuperó el personaje del hijo del doctor Frankenstein, interpretado aquí por Gene Wilder, así como el del jorobado Igor, que interpreta un memorable Marty Feldman, y la parodia de la secuencia del ciego de la cabaña de La novia de Frankenstein, solo que aquí el ciego, que interpreta Gene Hackmann, se lo hace pasar horriblemente mal al monstruo, que encarna un no menos magnífico Peter Boyle.


De 1976 es Victor Frankenstein (ídem), una rara coproducción británico-sueca dirigida por Calvin Floyd, con Leon Vitali interpretando al doctor y Per Oscarsson como la Criatura, que fue publicitada como la más fiel a la novela de Mary Shelley que se había hecho. Lo mismo se dijo de una miniserie de televisión dirigida por Jack Smight en 1973, Frankenstein: The True Story, de tres horas de duración, y que fue estrenada en los cines de España en una versión abreviada con el título de La verdadera historia de Frankenstein. Lo cierto es que Victor Frankenstein también es tan solo relativamente fiel al libro de la Shelley, y aunque sus resultados son interesantes, vuelve a demostrar la gran dificultad existente a la hora de adaptar la novela tal cual es.


Muy curiosa es La prometida, dirigida en 1985 por Franc Roddam, y con Sting interpretando al doctor Frankenstein. Su curiosidad, como digo, reside en que esta película es, más o menos, una especie de remake de La novia de Frankenstein, ya que empieza con el Monstruo, interpretado por Clancy Brown, ya creado, y justo en el momento en que el doctor está construyendo a su novia, que interpreta Jennifer Bels, la protagonista de la famosa Flashdance.  No es necesario decir que la creación femenina del doctor es tan bella que este decide quedársela para sí, y al Monstruo, que lo zurzan... Bromas aparte, La prometida hace alarde de una atmósfera atractiva, entre romántica y decadente, de lo que resulta una película a la que vale la pena dedicar un recuerdo.


En 1990, el veterano productor y director estadounidense Roger Corman dirigió por sorpresa la película con la que retiró del cine como realizador. Estamos hablando de Frankenstein Unbound, que en España ha circulado en formato doméstico como La resurrección de Frankenstein. Como su título original sugiere, Frankenstein Unboundno es una adaptación de la novela de Shelley, sino de un excelente libro del escritor de ciencia ficción Brian Aldiss titulado precisamente Frankenstein desencadenado. Sin embargo, pese a sus simpáticos resultados, la película de Corman desaprovecha en gran medida la novela de Aldiss, que es muy superior a la película, y no se toma la molestia de desarrollar ideas tan interesantes como la un viajero del tiempo, interpretado en la película por John Hurt, que viaja al pasado y descubre que la novela de Mary Shelley, aquí interpretada por Bridget Fonda, no es un libro de ficción, sino una obra basada en hechos reales, y que el Dr. Frankenstein, que interpreta Raúl Julia, y el Monstruo, encarnado por Nick Brimble, existieron realmente...


En 1994, y con ganas de aprovechar al máximo el éxito alcanzado con su película de 1992 Drácula de Bram Stoker, Francis Ford Coppola produjo un remake de la novela de Mary Shelley explícitamente titulado Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein). Dirigida por el cineasta irlandés Kenneth Branagh, en ese momento famoso por sus brillantes adaptaciones de obras de William Shakespeare, como Enrique Vo Mucho ruido y pocas nueces, el propio Branagh asumió el papel del doctor, mientras que el Monstruo no era otro que Robert De Niro. Muy discutida en el momento de su estreno, Frankenstein de Mary Shelley decepcionó a los fans de las películas de terror porque se encontraron ante un producto que no estaba concebido para ser aterrador, sino que más bien pretendía ser un melodrama gótico suntuoso, filmado de una manera muy operística y que recalca el gusto de Branagh por hacer películas donde el cine y el teatro convergen en un estilo que podría llamarse, precisamente, cine-teatro, es decir, un cine que utiliza de manera cinematográficamente recursos formales y características estilísticas sacadas del teatro. Solo es necesario ver, sin ir más lejos, su reciente versión de Asesinato en el Orient Express. Aunque también se promocionó como la versión más fiel al libro de Shelley, y si bien se toma algunas libertades, Frankenstein de Mary Shelley es un inesperado homenaje a la novela original y está lleno de sutiles referencias a la historia personal de la escritora.


Desde el año 2000 hasta ahora, el Dr. Frankenstein y su criatura no han dejado de aparecer regularmente en el cine. Desafortunadamente, y salvo excepciones, ambos personajes se han convertido, más que nunca, en iconos pop posmodernos, lo que explicaría, tal vez, que haya habido intentos de llevar el mito creado por Shelley a formas populares de expresión como los cómics, y que estas versiones posmodernas han dado paso a sus apariciones en películas como Van Helsing (ídem), dirigida por Stephen Sommers en 2004, donde el Monstruo, que interpreta Shuler Hensley, forma parte de una especie de  cómic gigantesco pero insustancial; o como Yo, Frankenstein (I, Frankenstein), dirigida en 2014 por Stuart Bettie, donde el Monstruo, interpretado por Aaron Eckhart, es, directamente, una especie de superhéroe.


Esto no significa que no se hayan hecho algunas contribuciones valiosas al mito. Está, por ejemplo, el muy interesante Frankenstein(ídem) dirigido por Bernard Rose en 2015, una pequeña producción independiente que ambienta la novela de Mary Shelley en la actualidad, en la cual el Monstruo, que interpreta Xavier Samuel, se llama Adam, “Adán”, como el primer hombre, y es descrito como un marginal que ha sobrevivido en la calle como puede, convertido en un sintecho. En cierto sentido, podríamos decir que el mito de Frankenstein también es ahora mismo como un “sintecho” en el cine de hoy, esperando a que alguien le dé comida y cobijo, es decir, alguien que lo resucite apropiadamente. Tampoco podemos olvidarnos del interesante Victor Frankenstein (ídem) dirigido por Paul McGuigan también en 2015, con James McAvoy como el doctor y un inusual Daniel Radcliffe como Igor, su ayudante; esta vez, la historia se cuenta desde el punto de vista de Igor, lo cual introduce una perspectiva fresca y renovada a esta historia clásica, en la que incluso el Monstruo es aquí muy secundario (2).También ha habido contribuciones interesantes al mito hechas para la televisión, pero este es un tema tan largo como las adaptaciones para el cine y daría pie para otra conferencia. Sin embargo, está muy claro que los mitos clásicos de la literatura y el cine no desaparecen fácilmente; que los mitos, como dijo Italo Calvino, son siempre modernos, siempre frescos, siempre vivos, y no se agotan con una versión, y otra, y otra... El futuro, sin duda, nos traerá nuevas perspectivas sobre esa novela inagotable que es Frankenstein, o el moderno Prometeo. En su libro Frankenstein desencadenado, Brian Aldiss lo expresó mejor que nadie, en un momento en que el propio Monstruo de Frankenstein explica que nunca morirá, porque, aunque logren destruirlo, la misma humanidad que ha acabado con él llevará a cabo renovados esfuerzos para resucitarlo, ya que, una vez que ha sido desencadenado, el Monstruo de Frankenstein, el monstruo del progreso tecnológico, ya no puede volver a ser encadenado. Muchas gracias.

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2016/05/extrana-amistad-victor-frankenstein-de.html

La pasión del pagano: “EQUUS”, de SIDNEY LUMET

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Durante el período comprendido entre 1970 y 1978, Sidney Lumet realizó nada menos que una docena de largometrajes, entre los cuales hallamos (aunque en esto, como en todo, cada cual tendrá su opinión) algunos de los mejores títulos de su filmografía –La ofensa (The Offence, 1972), Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975), Network, un mundo implacable (Network, 1976)–, otros no tan conocidos pero harto interesantes –Child’s Play (1972)–, una estimable incursión en el cine comercial –Supergolpe en Manhattan (The Anderson Tapes, 1971)–, otras dos que ya no me lo parecen tanto a pesar de su popularidad –Serpico(ídem, 1973), Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 1974)–, una en el documental, que no conozco –King: A Filmed Record… Montgomery to Memphis (1970)–, dos trabajos también muy poco conocidos –Last of the Mobile Hot Shots (1970), Lovin’ Molly (1974)–, y que asimismo no he visto, y otro que, por desgracia, sí que he visto pero que preferiría no haberlo hecho, dado que es rematadamente malo –El mago (The Wiz, 1978)–, en un balance tan atractivo como irregular, acaso como consecuencia de un exceso de trabajo. Entre ellos figura Equus (ídem, 1977), un film realizado tras Network, un mundo implacable y antes que El mago y la comedia Dime lo que quieres (Just Tell Me What You Want, 1980), que tampoco he visto, y que puede entenderse, por tanto, como el inicio de una por fortuna corta etapa de cierto declive en la calidad de la obra del cineasta de Filadelfia, quizá provocada, como digo, por la fatiga profesional, y de la cual se resarciría con creces gracias a las impresionantes películas que filmaría a principios de los ochenta, sobre todo El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981), Veredicto final (The Verdict, 1982) y Daniel (ídem, 1983).


Equus es una adaptación de la famosa obra de teatro homónima del británico Peter Shaffer, originalmente estrenada en 1973 y convertida en guion por su mismo autor, que puede verse como una nueva incursión de Lumet en ambientes ingleses tras haberlos visitado esa misma década en La ofensa, Child’s Play y Asesinato en el Orient Express (por más que, según parece, Equus se rodó íntegramente en Canadá para beneficiarse de una reducción de impuestos). Sin ser una película despreciable, Equus, versión Lumet, está lejos de otras admirables aportaciones del realizador en el terreno de la adaptación cinematográfica de grandes originales escénicos –las magníficas Panorama desde el puente (Vu du pont, 1962) o Larga jornada hacia la noche (Long Day’s Journey Into Night, 1962); incluso, a menor escala, The Sea Gull (1968), su versión de La gaviota, de Anton Chejov–, y se emparentaría, dentro de su filmografía, con otra curiosa ilustración en imágenes de una obra de teatro, en este caso de Ira Levin: La trampa de la muerte (Deathtrap, 1982). Ambas son, principalmente, sólidas adaptaciones de piezas de teatro de desigual interés, mayor en el caso de Shaffer que en el de Levin, que Lumet resuelve con oficio y buen pulso narrativo, por más que, vuelvo a insistir, se encuentran lejos, muy lejos de los brillantes resultados conseguidos por el cineasta en sus mucho más lúcidas visiones de las maravillosas obras de Arthur Miller y Eugene O’Neill, incluso de su menos afortunada pero interesante lectura de Tennessee Williams llevada a cabo en Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1959).


Una singularidad de Equus, versión Shaffer, consiste en el carácter abstracto del original escénico, y más teniendo en cuenta que los montajes teatrales incorporan a actores con máscaras para interpretar a los caballos que forman parte fundamental de la trama. En cambio, el film de Lumet opta por utilizar caballos reales, en una decisión que parece ser le granjeó no pocas críticas, pues de esta manera se desvirtuaba el tono intelectual de la pieza original. Curiosamente, en el Equusde Lumet no hay, ni por asomo, recursos teatrales tan obvios y brechtianos como los de la obra de Shaffer, sino por el contrario sólidos encuadres y saltos de eje estrictamente fílmicos, pero a pesar de ello el resultado es sorprendentemente teatral y poco cinematográfico. Dicho de otra manera, si en Panorama desde el puente y Larga jornada hacia la noche Lumet conseguía romper los límites de la representación teatral y convertirla en algo puramente cinematográfico gracias a un brillante trabajo con el encuadre que exploraba, precisamente, las posibilidades fílmicas de recursos teóricamente teatrales (en un ejercicio de cine-teatro: ese cine que bebe del teatro pero que a la postre se expresa de manera estrictamente cinematográfica), nada de eso ocurre en Equus, mucho más cerca de los parámetros expresivos habituales de lo que suele denominarse “teatro filmado” que del cine-teatro de calidad.


La puesta en escena de Equus intenta ser, de este modo, una mezcla de tonalidad realista y estilización visual servida, en determinados momentos, por el movimiento de cámara, y en otros, por el trabajo fotográfico, brindado impecablemente por el siempre genial Oswald Morris. Ejemplos de lo afirmado residen, sin ir muy lejos, en las escenas de apertura y clausura del film, que se corresponden fielmente con los largos monólogos del principio y el final de la obra de teatro de Shaffer declamados por el personaje del Dr. Martin Dysart (Richard Burton en la película): el del principio parte de un plano general de ambientación nocturna en el cual vemos al joven Alan Strang (Peter Firth), desnudo y acariciando a un hermoso caballo blanco en medio de una pradera, mientras la cámara traza una lenta panorámica hacia la derecha hasta fundirse en la oscuridad de la noche y dejar paso a un gran primer plano de Dysart; la cámara, entonces, retrocede en travelling, abriendo la imagen de primer plano a plano medio, y de plano medio a plano general, al mismo tiempo que la oscuridad va dejando paso a la luz y nos descubre que el personaje se encuentra en su despacho, mirando a la cámara y dirigiéndose directamente al espectador (tal y como se hacía en la obra de teatro). El monólogo del final está recogido de una manera inversamente proporcional: aquí la cámara parte de plano general y se va cerrando sobre la figura de Dysart sentado tras la mesa de su despacho, hasta concluir en un primer plano de su ojo. Son recursos de parecen destinados a impedir que la imagen de un personaje hablando a cámara resulte demasiado estática, y por ende poco cinematográfica, pero el efecto acaba siendo, paradójicamente, más teatral que fílmico. Lumet intenta en otro momento evitar esa teatralidad mediante un efecto fotográfico que, asimismo, parece más propio de un montaje escénico que de una película: me refiero a la utilización de filtros de colores rojos y anaranjados en la secuencia del fallido encuentro sexual de Alan y Jill (Jenny Agutter) en la cuadra, momento previo a la atroz mutilación de los ojos de seis caballos que será llevada a cabo por Alan en un arrebato de demencia.



Cabe pensar que lo que le interesaba a Lumet de Equus debían ser, principalmente, sus ideas a nivel temático. En este sentido, y habida cuenta su tendencia a reflejar en muchas de sus películas las lacras derivadas de la hipocresía de la sociedad, no resulta de extrañar que se sintiera atraído por la pieza de Shaffer y las connotaciones de lo que sugiere. Recordemos que esta última, y el film de Lumet, giran alrededor de Dysart, un doctor en psiquiatría a quien se le pide que evalúe al asimismo mencionado Alan, un chico de 17 años que, ya lo hemos dicho, dejó ciegos a seis caballos de la cuadra donde trabajaba los fines de semana. Tan pronto como Dysart interroga al joven, a sus padres –Frank y Dora Strang (Colin Blakely y Joan Plowright)– y al hombre que le contrató –Harry Dalton (Harry Andrews)–, descubre que Alan ha llevado a cabo una demencial mezcla de religiosidad y fetichismo sexual, de tal manera que, para él, los caballos no son sino una versión alternativa de Dios, el dios-caballo Equus, y su devoción hacia ellos, una manera de expresar una sexualidad largo tiempo reprimida por la educación católica ultraconservadora por parte de su madre. De este modo, Alan da rienda suelta a su sexualidad saliendo por las noches a cabalgar desnudo; y, tan pronto como siente deseo sexual hacia una mujer de verdad –Jill–, y se ve incapaz de consumarlo por culpa de esa extraña obsesión religioso-equina que se interpone entre él y su deseo, ese culto pagano de su invención, intenta rebelarse contra el mismo dejando ciego a los caballos (esto es, dejando ciego a Equus), que cree que le observan dondequiera de esté como si fueran Dios: idea esta, la rebelión contra la divinidad, que también se encuentra en otra famosísima obra de teatro de Shaffer, Amadeus, llevada al cine por Milos Forman en 1984. Pero lo que atrae a Dysart de la locura de Alan no es sino el hecho de que el muchacho, a su demente manera, es un ser libre y excepcional que ha logrado experimentar una pasión que él, con sus años de estudio sobre los mitos antiguos y tras un matrimonio largo y aburrido con una esposa que no le satisface, jamás ha logrado vivir. En última instancia –y aquí podríamos encontrar el interés de Lumet en este film–, la hipocresía social prescribe que los seres libres como Alan debe ser considerados locos y, por tanto, debe ser “curados” (ergo, reprimidos), a fin de devolverlos a nuestra “normalidad cotidiana” mediocre y gris. Por tanto, Dysart no puede menos que confesar que envidia la pasión experimentada por Alan en su locura, consciente del fracaso de una sociedad que no comprende ni acepta los actos de libertad que se salen de la norma. Más allá de estos apuntes, que son inherentes a la obra de Shaffer, y de la magnífica labor de sus intérpretes, Equus, versión Lumet, es una película curiosa, pero de un interés un tanto limitado por un anhelo, acaso excesivo, de clarificar aspectos que quizá hubiesen sido más atractivos si se hubiesen abordado de manera más ambigua y dejando más espacio a la sugerencia. 

        

“DIRIGIDO POR…”, abril 2020, disponible online GRATIS

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La crisis sanitaria que estamos atravesando en estos momentos ha obligado a la editorial Dirigido Por, S.L., a no editar este mes ninguna de sus publicaciones habituales, Dirigido por… e Imágenes de Actualidad, en su habitual formato en papel. Para compensar a nuestros lectores, ofrecemos este mes una alternativa digital: por un lado, una web con contenidos en la línea de Imágenes de Actualidad, disponible en el siguiente enlace: www.imagenesonline.com; y, por otra parte, hemos aprovechado nuestra web de Dirigido por…, sobradamente conocida a estas alturas (www.dirigidopor.es), para ofrecer a través de ella una serie de textos de manera completamente gratuita durante este mes de abril tan excepcional.
Reproduzco a continuación el sumario y los respectivos enlaces a los contenidos de este número especial de Dirigido por…:

Editorial:
“Dirigido por…” en tiempos del coronavirus, por Tomás Fernández Valentí:


Análisis / Críticas:
Bloodshot, por Quim Casas:

Vivarium, por Joaquín Torán:

Cuerdas, por Joaquín Vallet Rodrigo:

Invisibles, por Eduardo J. Manola:


Directores / Estudios / Entrevista:

David Lean: sus primeros años, por Tomás Fernández Valentí:

Entrevista con Andrea G. Bermejo y Miguel Larraya, por Israel Paredes Badía:


Especiales:

Thomas Tryon: El novelista que mató al actor, por Jordi Ardid y Tomás Fernández Valentí:

Apocalipsis: el fin del mundo como obra de arte, por Jordi Ardid:


Clásicos / El film reencontrado / Flashback / Cinema Bis:

Fellini Satiricón, por Tomás Fernández Valentí:

Las novias de Drácula, por Tomás Fernández Valentí:

Las uvas de la ira, por Juan Carlos Vizcaíno Martínez:

Un extraño en mi vida, por Juan Carlos Vizcaíno Martínez:

El placer, por Juan Carlos Vizcaíno Martínez:

Veneno, por Tomás Fernández Valentí:


Blog / Más información / TV / Home Cinema:

In Memoriam: Stuart Gordon, por Ángel Sala:

In Memoriam: Joan Bassa, el amigo al que nunca conocí, por Tomás Fernández Valentí:

Matthias & Maxime, por Nicolás Ruiz:

Spenser: Confidencial, por Quim Casas:

Nightmare Cinema, por Quim Casas:

El valle de la venganza, por Tomás Fernández Valentí:

Hogar, por Diego Salgado:

Hunters, por Elisa McCausland y Diego Salgado:

Vita & Virginia, por Israel Paredes Badía:

Día de lluvia en Nueva York, por Tomás Fernández Valentí:

Amazonas en la Luna, por Tomás Fernández Valentí:

Piel de asno, por Ramón Alfonso:

Repo Man (El recuperador), por Eduardo J. Manola:

Festival de Berlín 2020, por Ángel Sala:

XVII Muestra SyFy: síntomas de fatiga, por Joaquín Torán:

Americana Film Fest 2020, por Albert Galera:


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Nueva web de “IMÁGENES DE ACTUALIDAD”

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Como consecuencia de la crisis sanitaria que estamos padeciendo, este mes de abril Imágenes de Actualidad falta a su cita mensual en papel, con la confianza de regresar tan pronto como se normalice la situación. Mientras tanto, ofrecemos a nuestros lectores nuestra nueva web, donde encontrarán textos en la línea de nuestra publicación de forma completamente gratuita.

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Mi contribución a este “número especial” consiste, como todos los meses, en la sección Cult Movies, dedicada en esta ocasión a tres exponentes del “cine infeccioso”: El puente de Cassandra (The Cassandra Crossing, 1976, George Pan Cosmatos), Estallido (Outbreak, 1995, Wolfgang Petersen) y Contagio (Contagion, 2011, Steven Soderbergh), a lo cual hay que añadir la crítica de Onward (ídem, 2020, Dan Scanlon). Los enlaces para acceder a estos textos son los siguientes:

Pantalla 70: “El puente de Cassandra”:

Pantalla 90: “Estallido”:

Pantalla 2000: “Contagio”:

Crítica de “Onward”:


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Noche de estreno: “OPENING NIGHT”, de JOHN CASSAVETES

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Surgida como consecuencia directa del (lógico) fracaso comercial de una propuesta tan áspera como The Killing of a Chine Bookie (1976), pero sin duda alguna mucho más conseguida en todos los sentidos, Opening Night (1977) es posiblemente la mejor película de John Cassavetes, junto con Una mujer bajo la influencia (A Woman Under the Influence, 1974). Tal y como explica el biógrafo de este último, Marshall Fine, en su libro Accidental Genius. How John Cassavetes Invented the American Independent Film(Hyperion. Nueva York, 2005), Cassavetes había estado trabajando en el guion de Opening Night desde principios de la década de los sesenta, y en 1968, recién estrenada Faces (1968) y a punto de enfrascarse en la realización de Husbands (1970), habría declarado al New York Times que pensaba iniciar el rodaje tan pronto como acabara esta última. Huelga añadir que eso no fue así: que, entre Husbands y Opening Night, Cassavetes dio preferencia por una razón u otra a Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, 1971) y a las citadas Una mujer bajo la influencia y The Killing of a Chinese Bookie.


Cassavetes puso en marcha la producción tan pronto como recibió 500.000 dólares, en concepto de ventas a salas de The Killing of a Chinese Bookie, a los cuales añadió su salario como actor por su participación en el mediocre thrillerPánico en estadio (Two-Minute Warning, 1976 Larry Peerce), y unos 2.000 dólares de beneficios de Una mujer bajo la influencia. Teniendo muy claro desde el principio que su esposa Gena Rowlands asumiría el papel protagonista, el de la actriz de teatro Myrtle Gordon, para interpretar al director de escena Manny Victor el realizador volvió a contar con su amigo Ben Gazzara, quien en aquellos momentos estaba interpretando en los escenarios una enésima reposición de la famosa pieza de Edward Albee ¿Quién teme a Virginia Woolf? Parece ser –sigue explicando Fine– que Cassavetes había considerado interpretar él mismo al director de escena, pero como su también amigo y habitual colaborador Seymour Cassel, intérprete inicialmente previsto para encarnar al actor y compañero de Myrtle en el teatro Maurice Aaron, se hallaba rodandoValentino (ídem, 1977) a las órdenes de Ken Russell, Cassavetes decidió interpretar a Maurice y confiarle el rol de Manny Victor a Gazzara. Para el papel de Nancy Stein, la joven admiradora de Myrtle, Cassavetes confió deliberadamente en una desconocida casi sin experiencia interpretativa, Laura Johnson (tan solo había hecho un papel muy secundario en una desconocida película escrita y dirigida por el actor Telly Savalas en 1977, titulada Beyond Reason). Hasta el último momento, Cassavetes intentó convencer nada menos que a Bette Davis para que encarnara a Sarah Goode, la dramaturga autora de la (imaginaria) obra de teatro The Second Woman que se representa en el momento culminante de la película, y al no conseguirlo confió el papel a otra veterana, Joan Blondell.  


El rodaje de Opening Night tendría lugar entre finales de 1976 y principios de 1977 en distintas localizaciones de Pasadena, New Haven y Nueva York. El Lindy Opera House en Wilshire (que fue demolido poco después de la filmación) y el Pasadena Civic Auditorium sirvieron de escenarios para los fragmentos que transcurren en el teatro. Apuntar, a título de curiosidad, que, para rodar la secuencia del momento culminante del film, la representación de The Second Woman en su noche de estreno (opening night), participaron, mezclados entre el público asistente al evento, diversos amigos y colaboradores habituales de Cassavetes, tales como los actores Peter Falk y el ya mencionado Seymour Cassel, y el realizador Peter Bogdanovich.
   

En Opening Night, Cassavetes fusiona dos de sus grandes amores, el teatro y el cine (o quizá tres, si añadimos a los mismos a su esposa, la actriz Gena Rowlands), en lo que a grandes rasgos se presenta como un atractivo discurso sobre la creación artística, que básicamente gira en torno al conflicto que sufre Myrtle Gordon (Rowlands), una prestigiosa actriz de teatro a la que empiezan a asaltarle una serie de dudas sobre su valía como intérprete y su futuro profesional como consecuencia de un hecho traumático que sirve de detonante para sus angustias: la muerte accidental, atropellada por un coche, de Nancy (Johnson), una admiradora suya de tan solo 17 años. Ese suceso trágico hace que Myrtle se cuestione la fugacidad de su existencia, y que la asalten una serie de dudas y temores relacionados con la obra de teatro que está representando en sesiones previas, pues ahora teme verse encasillada en papeles de mujer madura como el que interpreta en la pieza, y ese temor lleva aparejado consigo un posible principio del final de su carrera y, por ende, de su vida.   


Fiel a sus procedimientos habituales, y a pesar de su larga duración (144 minutos), en esta ocasión Cassavetes crea casi perfectamente una atmósfera a tono con los problemas emocionales de su protagonista. El mundo del teatro, con todo lo que tiene de artificio, resulta ideal para erigirse en una suerte de metáfora visual del conflicto de una mujer que ha desarrollado una triunfante trayectoria como actriz (es decir, como “mentirosa” profesional), y que ahora se encuentra, por primera vez en su vida, cara a cara con sus miedos y temores, con sus emociones más profundas y turbadoras. Resulta fundamental, para comprender en toda su magnitud el alcance de los problemas del personaje de Myrtle, el dibujo que Cassavetes lleva a cabo de su relación con las demás figuras de su entorno: Manny Victor (Gazzara), el director del montaje teatral, que en cierto sentido intenta aprovechar el conflicto de Myrtle para que así ella enriquezca su interpretación en el escenario; Maurice (Cassavetes), compañero de escena de Myrtle, al que teme porque, por exigencias del libreto, tiene que abofetearla en una escena, algo que la aterroriza, lo cual es otro reflejo indirecto, externo, de su conflicto interno; y Sarah Goode (Blondell), la autora de la obra de teatro, que desde su vejez trata de mitigar las dudas de Myrtle. El clímax del relato es, sin duda alguna, uno de los mejores de todo el cine de Cassavetes: tan pronto como llega la tan temida por Myrtle noche del estreno, la actriz se presenta en el teatro completamente borracha, débil, acabada… pero al final lleva a cabo la mejor, más brillante y divertida representación teatral que imaginarse pueda, en unos veinte minutos finales que se cuentan, probablemente, entre lo más bello jamás rodado por su autor.



Con todas sus irregularidades y tiempos muertos, a tono con esos mismos altibajos que, según Cassavetes, caracterizaban el comportamiento de los hombres y mujeres que poblaban su cine, de ahí que siempre quisiera mostrarlos de esa manera, Opening Night atesora, asimismo, un par de secuencias que el que suscribe también incluiría sin dudarlo entre lo más logrado de este realizador: aquéllas, poética la primera, cruda y violenta la segunda, en la que Myrtle se enfrenta imaginariamente al “fantasma” de Nancy (¿su imaginación?, ¿el espíritu de su juventud perdida?, ¿la personificación de su miedo a envejecer, a morir, a desaparecer…?), cuya intensidad dramática y contenido onírico no hubiese despreciado Ingmar Bergman. En la primera, Myrtle se encuentra a solas en su camerino y delante del espejo donde se maquilla, e imaginariamente evoca (o “invoca”) al espíritu de Nancy, que se le “aparece”, justo a su lado; la planificación, a base de primeros planos muy cerrados sobre los rostros de Myrtle y Nancy, confiere a la secuencia una lograda atmósfera de intimidad, en virtud de la cual la evocación (o “invocación”) de Nancy llevada a cabo por Myrtle produce un efecto en absoluto terrorífico y sí, por el contrario, de notable ternura. La segunda, en cambio, es tensa y crispada: aquí, el espíritu de Nancy (o lo que Myrtle cree que es tal) agrede a la protagonista; aquí, por tanto, la planificación es más abierta, los primeros planos ceden el paso al plano medio, y el estatismo de los encuadres se “rompe”, dando paso a la cámara en mano y al “barrido” de la imagen, en consonancia con los miedos y temores de una Myrtle que, a medida que se va acercando la noche de estreno, va aumentando su sensación de pánico y perdiendo el control sobre sí misma.




SOCIEDAD ZOMBI: La vida cotidiana de los muertos vivientes

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[NOTA BENE: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UNA VERSIÓN REVISADA Y ACTUALIZADA DEL QUE PUBLIQUÉ EN EL N.º 30 (SEPTIEMBRE 2010) DE LA REVISTA “SCIFIWORLD MAGAZINE” (1).] No cabe la menor duda de que el terror que suscita el zombi se deriva de su condición de criatura sobrenatural (es un muerto que está vivo sin dejar de estar muerto) y de su conducta hostil (ataca a los seres humanos para, sobre todo en estos últimos cincuenta años de cine y televisión, convertirles mediante su mordisco también en muertos vivientes, o para devorar su carne). Tanto da, en este sentido, que sean los zombis esclavos de Legendre (Bela Lugosi) en La legión de los hombres sin alma (White Zombie, 1932, Victor Halperin), como los tambaleantes pero efectivos protagonistas de la saga que George A. Romero inició a raíz de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), o los modernos cadáveres corredores de moda por Danny Boyle en 28 días después (28 Days Later…, 2002) y por Zack Snyder en Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004), con permiso del auténtico creador de esta tendencia, el Umberto Lenzi de La invasión de los zombies atómicos (Incubo sulla città contaminata, 1980).


Asimismo, en la práctica resulta indiferente que su nacimiento tenga lugar como consecuencia de prácticas de vudú, magia negra o hechicerías diversas  (tal y como se produjo en los títulos pioneros del género) o que sea el resultado de misteriosas radiaciones procedentes del espacio exterior o de cepas bacteriológicas fuera de control, tengan estas últimas procedencia científica, como la que desata la pandemia zombi de Guerra Mundial Z (World War Z, 2013, Marc Forster –(2)–) o, en el peor de los casos, directamente satánica, como se apunta en la tetralogía de Jaume Balagueró y Paco Plaza formada por [Rec]y sus secuelas (2007–2009-2012-2014). Si bien todo eso ha tenido su relevancia a la hora de crear, cinematográficamente hablando, la mitología zombi (y dejando expresamente a un lado las aportaciones en el campo de la literatura, los cómics y los videojuegos), lo que pretendemos apuntar aquí es el hecho, mostrado en un número ya muy considerable de films, de que, a lo largo de la historia del cine y de la televisión –si bien en estas líneas solo nos centraremos en cine: abandoné la soporífera The Walking Dead (ídem, 2010- ) en la mitad de su segunda temporada…–, los muertos vivientes han ido siendo cada vez algo más que unos difuntos putrefactos y descerebrados que aparentemente no piensan, o que tan solo lo hacen para saciar sus inagotables tendencias caníbales, hasta acabar erigiéndose en una especie de sociedad alternativa a la humana, de la cual, como veremos, han heredado determinadas características, pero a la que superan en muchas otras.   
    

Sin embargo, en los primeros títulos importantes del “cine zombi”, los muertos vivientes todavía no se habían constituido en sociedad, desempeñando por lo general, y con los matices que iremos viendo, una suerte de colectividad de siervos al servicio de los vivos que los invocan. El ejemplo canónico, claro está, reside en la ya citada La legión de los hombres sin alma, en la cual los zombis son esclavos al servicio del pérfido Legendre. No obstante, en esta magnífica película de Victor Halperin ya se advierten los primeros apuntes de la futura rebelión de los muertos vivientes contra la tiranía de los vivos; recordemos que Legendre utiliza a los zombis no ya como mano de obra barata, sino evidentemente como mano de obra gratuita; dichos zombis trabajan día y noche sin descanso, no necesitan detenerse ni para comer (recordemos que el canibalismo fue un tema introducido en el universo zombi cinematográfico/ televisivo bastante más adelante) ni jamás reclaman a su dueño salario alguno a cambio de su esfuerzo; asimismo, por el hecho de estar muertos y de carecer, por tanto, no ya de derechos laborales sino ni tan siquiera de los más elementales derechos humanos (los cuales, naturalmente, tan solo pueden ser reclamados por personas vivas…), los zombis son maltratados y torturados por Legendre a su antojo, quien les hace trabajar a latigazos con la más absoluta y cruel desconsideración, convencido de que su condición de meras piltrafas animadas los sitúa por debajo de los animales. Justicia poética obliga, Legendre acabará pereciendo a manos de sus difuntos esclavos, los cuales, descontrolados, se precipitarán desde lo más alto del acantilado sobre el cual se yergue su majestuosa mansión, arrastrando consigo a su tiránico señor.


De hecho, el propio Victor Halperin reincidiría poco años después con una especie de secuela de La legión de los hombres sin alma titulada explícitamente Revolt of the Zombies(1936). Film inédito en España, pero estrenado en DVD con el título de La rebelión de los zombies (en una edición de la firma Matinée/ Tribanda Pictures que agrupa las dos películas de Halperin), Revolt of the Zombiesvuelve a subrayar, aquí con mayor fuerza, la idea de la futura revuelta de los muertos vivientes contra los vivos, si bien en este caso tampoco se trata de una decisión autónoma de los zombis, sino de su liberación del influjo hipnótico que los esclavizaba. Papel de esclavos carentes de autonomía propia que se expone, de manera abiertamente política, en la curiosa película de Wes Craven La serpiente y el arco iris (The Serpent and the Rainbow, 1988), en la cual se reconstruyen con cierta fidelidad las técnicas reales de “zombificación” practicadas en Haití, las cuales convierten a las personas en sirvientes al servicio de poderes malignos, representados en este caso en un hechicero vudú, Dargent Peytraud (Zakes Mokae), que emplea sus artes oscuras a mayor honra y gloria del tristemente célebre dictador Duvalier y su no menos siniestra policía, los Tonton Macoutes.   


Más delicados matices fueron introducidos por Jacques Tourneur en su famosa obra maestra I Walked with a Zombie (1943), relato fantástico con un fuerte componente romántico y lírico, en la cual la temática de los muertos vivientes se utiliza a modo de poético contrapunto de una historia de amour fou que culmina con un suicidio que tiene algo de ritual, al igual que los misteriosos ritos de magia negra que han dado vida, o no–vida, al impresionante zombi Carrefour (Darby Jones) y han convertido en muerta viviente a la ahora pálida y apática Jessica Holland (Christine Gordon). Se apunta, de este modo, a la imposibilidad del zombi de amar y ser amado: de su existencia como una criatura ajena a los sentimientos humanos más fundamentales, lo cual le convierte en un paria de la sociedad, una rareza, una anomalía cuya mera existencia contradice los cimientos mismos de la civilización de los vivos.


A pesar de que en estos o en similares títulos de los años cuarenta y cincuenta que abordan la temática zombi, el vudú o la magia negra siguen siendo por regla general los principales mecanismos de animación de los muertos vivientes, lo cual de entrada los delimita como criaturas pertenecientes a una esfera muy alejada de la realidad empírica, ya en estos films pioneros se apuntan los rasgos que a la larga contribuirán a hacer de ellos seres violadores del concepto de civilización humana y protagonistas de un modelo alternativo de sociedad. Desde esos primeros tiempos, los zombis aparecen descritos como criaturas casi invulnerables (no se puede matar a quien ya está muerto), y únicamente destruibles, y después de no pocos esfuerzos, mediante procedimientos contundentes como el destrozo de su cerebro, la desmembración o la incineración. Pese a su lentitud, o precisamente gracias a ella (por lo menos, hasta la llegada de los veloces zombis de Umberto Lenzi), los muertos vivientes se erigen en una amenaza que avanza lenta pero implacablemente hacia su principal propósito: la destrucción de la humanidad. Al tratarse de personas muertas y, por tanto, que no precisan respirar para vivir, ello les proporciona además unas cualidades subacuáticas inesperadas; no saben nadar, pero no necesitan hacerlo porque, para desplazarse por el agua, les basta con ir caminando por el fondo de mares o lagos, imagen con cierta recurrencia dentro de la imaginería del género que se institucionaliza a raíz de Zombies of Mora Tau (Edward L. Cahn, 1957), y reaparece con relativa frecuencia en propuestas posteriores, tal es el caso de los muertos vivientes de origen nazi de Shock Waves (Ken Wiederhorn, 1977) y Le lac des morts vivants (Jean Rollin, 1981), o del zombi (Ramón Bravo) que se pelea nada menos que con un tiburón en una de las más llamativas escenas de Nueva York bajo el terror de los zombi (Zombi 2, 1979, Lucio Fulci), siendo incluso adoptada por Romero en La tierra de los muertos vivientes(Land of the Dead, 2005). Apuntemos que la idea ha sido descaradamente copiada en producciones fantásticas recientes de diversa índole, tal es el caso de los zombis filibusteros de Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra (Pirates of the Caribbean: The Curse of the Black Pearl, 2003, Gore Verbinski) y de los inefables vampiros primerizos de La saga Crepúsculo: Eclipse (The Twilight Saga: Eclipse, 2010, David Slade).


Es bien conocida la explicación que daba precisamente el autor de I Walked with a Zombie, Jacques Tourneur, en torno a un ambicioso proyecto de género fantástico que, lamentablemente, nunca pudo llevar a cabo: “Hay dos fuerzas presentes, dos ejércitos: el de los vivos y el de los muertos, que es el más poderoso (al menos por su número). El combate es desigual y por eso debemos pedir ayuda a todos los recursos de la ciencia. Este es el punto de partida de mi historia. Los dos ejércitos ganarán la batalla. En uno de mis guiones será la ciencia, en el otro las fuerzas sobrenaturales. Será muy interesante de rodar y por fin seré libre de hacer lo que me plazca” (Midi–Minuit Fantastique, n.º 12, 1965). Siempre me he preguntado si los responsables de La noche de los muertos vivientes, George A. Romero y su equipo de colaboradores, conocían esta declaración de intenciones de Tourneur y acabaron llevándola a la práctica. Sea como fuere, La noche de los muertos vivientes es el pilar del cine zombi desde la perspectiva “social” que estamos apuntando.


Lo mejor de La noche de los muertos vivientes se encuentra en su dibujo, algo torpe pero eficaz, del desmoronamiento del concepto de civilización, visualizado sobre todo en el primer y tercer tercio del relato, que son asimismo los que atesoran los mejores detalles e ideas. Un relato que empieza, significativamente, en un cementerio (el lugar donde, socialmente hablando, “termina” toda vida humana), el cual es visitado por una pareja de hermanos, Barbra (Judith O’Dea) y Johnny (Russell Streiner), quienes serán los primeros en ser atacados por un enjuto muerto viviente (Bill Hinzman); relato que concluye, tampoco por casualidad, sobre la imagen de una hoguera de reminiscencias medievales, retrógradas, donde se queman los cuerpos de los zombis y, mezclado entre ellos, el cadáver de Ben (Duane Jones), quien ha sido abatido por el certero disparo de un rifle de caza tras haberle confundido con otro muerto viviente. Lo que media entre ambos escenarios es una descripción de la destrucción de la civilización cuyo énfasis recae en el peso de ciertos detalles aportados por los gestos y diálogos de los intérpretes y determinadas ideas de guion y realización. Por ejemplo, recién llegados al cementerio, Barbra y Johnny tienen una pequeña discusión en el coche sobre la pertinencia de ir a visitar la lápida del hombre que reposa en dicho camposanto: su propio padre, al que Johnny ni siquiera recuerda porque, aparentemente, les abandonó cuando todavía eran unos niños (un primer indicio de destrucción del orden social establecido: la disolución de la familia tradicional). Poco después, el zombi ataca a los hermanos y, mientras Johnny se pelea con él, Barbra huye; en su huida, la joven pierde primero el coche, estrellándolo contra un árbol, y luego los zapatos, de los cuales se desprende porque le dificultan el correr a campo través: otros dos emblemas de civilización: coche y calzado.


Ya en la casa donde Barbra y Ben se hacen fuertes en compañía de la familia Cooper –Harry (Karl Hardman), su esposa Helen (Marilyn Eastman) y su hija Karen (Kyra Schon)– y de una pareja joven –Tom (Keith Wayne) y Judy (Judith Ridley)–, dicha vivienda deja de tener un uso “normal” para convertirse en otra cosa: un lugar donde hay que tapiar ventanas y puertas con maderas claveteadas y quemar sillones como arma defensiva, y en el cual el sótano, donde se guarda la comida, ahora es el último refugio de unos seres humanos destinados a ser “la comida” de los zombis caníbales que ponen cerco a la vivienda. Las relaciones humanas “civilizadas” se deterioran: Barbra, obnubilada por el terror, es incapaz de hablar con sus compañeros de infortunio; y Ben y Harry se enfrentan a causa de sus diferencias de opinión sobre qué hacer para afrontar el peligro que les rodea (un enfrentamiento que los admiradores de este film sobredimensionaron por el hecho de que Ben es un hombre de raza negra y Harry un blanco…, hasta el día en que Romero confirmó que había elegido a Duane Jones para interpretar al primero sin tener en cuenta el color de su piel). Deterioro que alcanza su punto culminante en las secuencias finales: Ben se venga de Harry, por culpa del cual ha estado a punto de morir, matándole de un disparo; Barbra acabará muriendo a manos de su hermano Johnny, que también se ha transformado en muerto viviente, y Helen, en las garras de su pequeña Karen, por la misma razón: sendos asesinatos con connotaciones incestuosas y parricidas.


Tanto en La noche de los muertos vivientes como en los siguientes títulos de su famosa saga, George A. Romero cimentó las bases de la sociedad zombi tal y como las conocemos hasta el día de hoy. Descubrimos así que los muertos vivientes, alejados ya de su antiguo rol de esclavos de los vivos, han “decidido” (si es que puede hablarse de una decisión tomada con conciencia de tal) tomar las riendas de la situación e iniciar una lenta pero imparable conquista del mundo. Llama la atención que, al contrario que lo que suele ocurrir entre los seres humanos –véase al respecto lo comentado respecto a La noche de los muertos vivientes, o lo expuesto en la cruda miniserie británica de televisión Dead Set (2008)–, los zombis hacen gala de una insólita unidad y armonía en su forma de actuar colectivamente. Si bien es verdad que en el cine de zombis abundan las escenas protagonizadas por solitarios muertos vivientes, no es menos cierto que, a la hora de actuar de manera conjunta, no se distingue entre ellos el menor signo de discrepancia. Funcionan como si fueran una sociedad de insectos, tipo abejas, hormigas o termitas, las cuales por definición son sociedades “perfectas” donde cada uno de sus miembros cumple estrictamente con su función. Entre los zombis, los hay de diversas tipologías físicas: hombres, mujeres y niños de todas las edades y razas, y exhibiendo distintos grados de putrefacción en virtud del tiempo que llevan “no-muertos”; los hay que van elegantemente vestidos y los hay parcial o totalmente desnudos, es decir, con el atuendo que portaban en el momento de pasar de la muerte a la “no–vida”. Se advierte, asimismo, que, a pesar de esas diferencias, siempre actúan colectivamente apenas se junten un par de ellos. Las películas nos los han mostrado siempre como un temible ejército que no conoce el miedo y que ataca ciegamente, impasibles como son al dolor físico. Pero acaso lo más interesante, lo más inquietante, resida en el hecho de que entre ellos no se dan los mismos casos de egoísmo que sí se presentan entre los seres humanos. Los zombis nunca se matan entre sí: la noción del asesinato de un congénere no existe para ellos. No se dan los robos ni los ataques de celos; todo lo más, la disputa por un trozo de carne humana que se limita a casuales empujones en el momento de apoderarse de un mismo pedazo. Tampoco hay canibalismo entre los propios zombis, a pesar de que el cine ha proporcionado algún (repugnante) apunte al respecto, tal es el caso del pequeño zombi que devora el pecho de su madre, también muerta viviente, en Zombie Holocausto (Zombie Holocaust, 1980, Marino Girolami). La inexistencia de sexo comporta la inexistencia de violaciones o estupros y de crímenes con motivación sexual; dicho de otra manera, no conocen la discriminación sexual, acaso porque los conceptos de “hombre” y “mujer” tampoco tienen entre ellos sentido alguno.


Andando el tiempo, la visión de los zombis como sociedad aparte proporcionada por Romero se ha ido sofisticando, influyendo sobremanera en todo el cine coetáneo o posterior sobre muertos vivientes o, en su caso, infectados. En la primera secuela de La noche de los muertos vivientes, Zombi (Dawn of the Dead, 1978) –y en su excelente y superior remake, Amanecer de los muertos–, un centro comercial se convierte en el escenario principal de un relato que, en sus momentos culminantes, se convierte así en una maliciosa parodia de la condición humana, con zombis putrefactos y de andares idiotizados (en el caso de los filmsde Romero) deambulando por las tiendas. Imagen paródica directamente convertida en un gag por el británico Edgar Wright en su celebrada Zombies Party(Shaun of the Dead, 2004), en la cual los primeros síntomas de la invasión de los muertos vivientes pasan completamente desapercibidos para los protagonistas, dado que a simple vista confunden a los zombis con meros borrachos; no es casualidad, en este mismo sentido, que en Zombies Party uno de los lugares donde los personajes resisten el ataque de los muertos vivientes sea un pub, o que poco después los protagonistas intenten mezclarse entre los zombis para escapar de ellos poniéndose a caminar “como idiotas” (sic); gag este último que sería retomado en esa rara pero aún así nada despreciable combinación de “cine zombi” y comedia juvenil made in USAque es Memorias de un zombie adolescente (Warm Bodies, 2013, Jonathan Levine –(3)–).


Un paso más al respecto lo da Romero en El día de los muertos (Day of the Dead, 1985), en la cual culmina el proceso de conquista del mundo emprendida lenta pero metódicamente por los zombis, de tal manera que ahora son los seres humanos los que, indirectamente, se han convertido, si no en esclavos de los muertos vivientes, sí en su potencial despensa de carne, viviendo confinados en bases militares fuertemente armadas como la que se erige aquí en principal escenario del relato. En esta ocasión, el contraste se da entre el ejército de los zombis y el humano, formado este último por militares de cabeza cuadrada que intentan “estudiar” a los muertos vivientes de cara a localizar su punto débil y acabar de una vez con ellos. Vano esfuerzo, habida cuenta de que los zombis no tardarán en aprender lo peor del ser humano con vistas a utilizarlo contra él, y no al revés; tal es el caso de Bub (Sherman Howard), el muerto viviente prisionero de los militares al cual se pretende “humanizar”, ergo domesticar –en una idea que sería recogida sin pudor por Danny Boyle aplicándola a los infectados de 28 días después–, y que, chistes fáciles aparte (la escena en la cual el zombi lee… una novela de Stephen King), acaba asimilando un conocimiento negativo del ser humano: el uso de un arma de fuego. De hecho, la idea de que los muertos vivientes no sean sino símbolos en negativo del ser humano ya se encuentra anotada en las películas de zombis nazis, tales como las ya mencionadas Shock Waves y Le lac des morts vivants, a las cuales se pueden añadir otras como La tumba de los muertos vivientes (Jesús Franco, 1981) o Zombis nazis (Dod sno/ Death Snow, 2009, Tommy Wirkola). 
   

La visión “social” de los zombis más completa proporcionada por Romero es la que nos brinda en su interesante La tierra de los muertos vivientes, donde la línea que separa a los seres humanos de los zombis está más borrosa que nunca. Al principio del film, un puñado de mercenarios enviados por Kaufman (Dennis Hopper) atacan sin previo aviso un pueblo habitado exclusivamente por muertos vivientes, los cuales a su manera han acabado formando un símil de sociedad “casi” humano. De este modo, lo que para los mercenarios no es más que la matanza indiscriminada e incluso justificada de simples monstruos, para los zombis liderados por Big Daddy (Eugene Clark) es un asesinato sin escrúpulos y una declaración de guerra en toda regla. La frágil paz existente entre los vivos y los muertos vivientes, de tal manera que los unos no invaden el territorio ocupado por los otros y viceversa, se rompe por culpa de una provocación gratuita de los primeros, desencadenando así la revancha de los segundos.


No es la primera vez en la historia del “cine zombi” que los cadáveres ambulantes adoptan la decisión de atacar a los humanos motivados por un sentimiento que han aprendido de estos últimos: la venganza; recuérdese la escena final de la estupenda película de Jorge Grau No profanar el sueño de los muertos (1974), en la cual George (Ray Lovelock), convertido en zombi tras haber sido gratuitamente asesinado por un intransigente inspector de policía (Arthur Kennedy), se venga de este último como primer acto de su nueva “no–vida”. Pero es en La tierra de los muertos vivientesdonde la venganza es la motivación de los zombis a la hora de emprender un ataque colectivo contra la raza humana. Dicho de otra manera, los zombis han acabado ganándose su propio lugar en el mundo, y exigen a cambio un respeto que los seres humanos, ahora los reyes destronados del planeta, no están dispuestos a proporcionarles. Por otro lado, el contraste entre el pueblo de los zombis y la ciudad de los vivos gobernada con mano de hierro por Kaufman da a entender perfectamente que, así como los muertos vivientes a su manera viven en paz, en cambio los vivos se encuentran hacinados en una ciudad donde gobierna el crimen, la corrupción y la violencia: de este modo, la balanza de la monstruosidad, la verdadera monstruosidad, acaba inclinándose de nuestro lado. Los zombis han ganado la partida a la humanidad entera.


Ante semejante panorama, y a la vista de que prácticamente todos los intentos de destruir a los zombis y/ o infectados han acabado en un completo fracaso, la cruda realidad que parece imponerse no es otra que la de… convivir con ellos. Ahora bien, ¿qué formas puede adoptar esa convivencia? Por ejemplo, ¿es posible respetarse mutuamente y compartir el planeta sin más? Difícil, tal y como lo acabamos de ver en La tierra de los muertos vivientes, cuando no prácticamente imposible. ¿Deberá la humanidad del futuro refugiarse en lugares ignotos a fin de no perecer a manos de los muertos vivientes? Ésta es la alternativa que se les presenta a los supervivientes del virus que convierte a los seres humanos en zombis y/ o infectados en Resident Evil (ídem, 2002, Paul W.S. Anderson), sobre todo a partir de la tercera entrega de esta serie, Resident Evil 3: Extinción(Resident Evil: Extinction, 2007, Russell Mulcahy), en la cual se ven obligados a deambular por el desierto, uno de los escasos lugares del mundo donde los muertos vivientes no proliferan…, y ni aún así hay garantía de una seguridad absoluta. Las soluciones que pasan por costosas y, a la postre, fútiles operaciones militares tampoco son la respuesta al problema: recuérdese 28 días después, y véanse asimismo la secuela de esta última, 28 semanas después (28 Weeks Later, 2007, Juan Carlos Fresnadillo) o la segunda entrega de Resident Evil, esto es, Resident Evil: Apocalipsis (Resident Evil: Apocalypse, 2004, Alexander Witt).


Otra alternativa, sin lugar a dudas la más dura de todas ellas, es… amar a los zombis. ¿Es eso realmente posible? El “cine zombi” ha intentado aportar algunas respuestas al respecto. Volvamos a recordar I Walked with a Zombie, en la cual ya hemos anotado que un hombre se suicida por su amor imposible a una muerta viviente… Están, por otra parte, las ya comentadas connotaciones incestuosas y parricidas que se dan en La noche de los muertos vivientes: una hermana y una madre que mueren a manos de sus respectivos (y hambrientos) hermano e hija. O la variante love storyjuvenil planteada por Memorias de un zombie adolescente. Anotemos, asimismo, la existencia de pequeñas curiosidades, como es el caso de Fido(ídem, 2006, Andrew Currie), en la cual una familia adopta a un viejo amigo y vecino suyo que se ha convertido en zombi como si fuera uno más de ellos; Zombie Honeymoon (David Gebroe, 2004), en la cual una mujer recién casada (Tracy Coogan) lucha por permanecer al lado de su amado (Graham Sibley)… a pesar de que este último se ha convertido fatalmente en un muerto viviente; una situación muy similar a la que viven los jóvenes protagonistas de las jocosas Amor zombie (Life After Beth) (Life After Beth, 2014, Jeff Baena) y Burying the Ex (Joe Dante, 2014), un viudo (Dane DeHaan) y un adolescente (Anton Yelchin), respectivamente, tras el regreso, más allá de la tumba, de la amada esposa del primero (Aubrey Plaza) y de la difunta novia del segundo (Ashley Greene); en cambio, en la mucho más melodramática –y plomiza…– Maggie(ídem, Henry Hobson, 2015), es un abnegado padre de familia (un sorprendente Arnold Schwarzenegger) quien asiste impotente al proceso de transformación en zombi de su amada hija (Abigail Breslin). El concepto de amor en familia aparece excluido de entrada, o cuanto menos puesto en cuestión, de una manera u otra, en todos estos títulos.  


Asimismo, y expresado de manera contundente, tampoco hay piedad para quienes se han profesado amor conyugal cuando hay “zombificación” de por medio, tal y como demuestra 28 semanas después: Don (Robert Carlyle), convertido en un muerto viviente y/ o infectado (táchese lo que no proceda), destroza a dentelladas a su indefensa esposa Alice (Catherine McCormack), atada a una camilla de hospital y sin posibilidad de huir (en una escena de una gran crueldad, por más que, dicho sea de paso, esté copiada de un momento muy parecido de No profanar el sueño de los muertos…). Incluso un filmque se ha atrevido a mostrar poéticamente las relaciones entre los vivos y los muertos, y que si bien no se inscribe exactamente dentro de lo que se entiende como “cine zombi” bebe en gran medida de algunas de sus convenciones visuales, arroja un saldo pesimista al respecto: me refiero a la excelente Les revenants (2004), del francés Robin Campillo, estrenada en España directamente en DVD como La resurrección de los muertos, y que parte de una muy inquietante premisa –los difuntos vuelven a la vida físicamente intactos, y convertidos en seres inofensivos pero apáticos: están vivos pero no lo parecen– para mostrar, de paso, un amargo discurso sobre las relaciones humanas: los cónyuges, hijos y amigos que dejaron atrás al morir no les acogen con alegría, sino con estupefacción, hasta el punto de que, en una desoladora y sombría resolución, los resucitados deciden regresar a sus tumbas, incapaces de soportar el desamor y desafecto con que han sido recibidos por los suyos… Al menos por ahora, la sociedad humana y la “sociedad zombi” son mundos paralelos condenados a no entenderse.   


Crónica de la incertidumbre: “ESA CLASE DE MUJER”, de SIDNEY LUMET

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Realizada entre Stage Struck (1958), uno de sus primeros largometrajes y de los menos conocidos en España, dado su carácter inédito en cines (si bien se ha emitido por televisión y editado en formato físico con el título de Sed de triunfo), y Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1959), por el contrario uno de sus trabajos más relativamente populares de esa época, el tercer largometraje para el cine de Sidney Lumet, Esa clase de mujer (That Kind of Woman, 1959), vendría a ser, siquiera en parte, una consecuencia de determinada vertiente realista y en sobrio blanco y negro implantada dentro del cine de Hollywood a raíz del éxito de Marty (ídem, 1955), de Delbert Mann. Con guión del blacklistedWalter Bernstein –en su primer trabajo para el cine, si descontamos la labor de adaptación llevada a cabo en el film de Norman Foster Sangre en las manos (Kiss the Blood Off My Hands, 1948), y dejando aparte dos trabajos para televisión–, a partir del relato de Robert Lowry Layover in El Paso (1944), Esa clase de mujertambién puede verse, por otro lado, como uno de los vehículos que el productor italiano Carlo Ponti puso al servicio de su esposa, Sophia Loren, de cara a su introducción en el cine de habla inglesa: téngase en cuenta que, a finales de esa misma década de los 50, Loren intervino en poco tiempo en películas como La sirena y el delfín (Boy on a Dolphin, 1957), de Jean Negulesco, Orgullo y pasión (The Pride and the Passion, 1957), de Stanley Kramer, Arenas de muerte (Legend of the Lost, 1957), de Henry Hathaway, Deseo bajo los olmos(Desire Under the Elms, 1958), de Delbert Mann, La llave (The Key, 1958), de Carol Reed, Orquídea negra (The Black Orchid, 1958), de Martin Ritt, y Cintia (Houseboat, 1958), de Melville Shavelson. No obstante, el (excelente) registro dramático que la actriz presenta en Esa clase de mujer está más cerca de sus papeles para las citadas Deseo bajo los olmos, La llave y Orquídea negra que de los roles de maggiorata que cimentaron su popularidad a ambos lados del Atlántico.


Esa clase de mujer es casi un film de tesis que adopta los ropajes del así llamado melodrama romántico para elaborar, sobre la base de este patrón narrativo, una crónica sobre la incertidumbre desarrollada a su vez alrededor de otra convención dramática: la del “amor imposible”. Nos hallamos en Miami, a un año de la conclusión de la Segunda GuerraMundial. Caterina (Sophia Loren), una emigrante italiana cuyo nombre ha sido convenientemente “americanizado” (simplificado) como Kay, y su amiga Jane (Barbara Nichols), toman un tren a Nueva York, viajando “escoltadas” por Harry Corwin (Keenan Wynn). Aunque la palabra “prostitución” nunca se menciona a lo largo del relato, está muy claro desde el principio que Kay y Jane son las “amiguitas” de quienes pagan por sus costosos “servicios” (son jóvenes y bellas, ergo, caras), y que esperan que Harry las escolte hasta Nueva York para servírselas en bandeja. Pero resulta que, una vez en el tren, Kay y Jane conocen a dos soldados de permiso, Red (Tab Hunter) y Kelly (Jack Warden), y se relacionan con ellos. Se produce así un claro efecto de contraste por partida doble; están, por un lado, las diferencias existentes entre Kay y Jane pese a su amistad, y por otro, las que se producen entre Red y Kelly a pesar, asimismo, del afecto mutuo que se profesan. Kay es una mujer endurecida y pragmática, consciente de su belleza, de que “gusta a los hombres”, y dispuesta a sacar provecho de ello para “subir” en la así llamada escala social; en cambio, Jane, más dulce y sentimental, se aferra a su “oficio” como única manera de sobrevivir (hay un momento en que confiesa que le gustaría que la guerra no acabase nunca: que siempre hubiera soldados y oficiales de permiso, desesperados por tener cualquiercompañía femenina, porque de este modo ella tendría garantizado el sustento…). Por su parte, Red es un joven noble e ingenuo, al que la guerra todavía no ha conseguido estropear su pureza de sentimientos, mientras que Kelly es, en cierto sentido, el equivalente masculino de Kay: el soldado pragmático, bebedor y algo pendenciero, que saborea la vida a cada segundo porque sabe que la muerte puede estar esperándole tan pronto como termine su permiso y tenga que volver al frente. Sin embargo, y como si se cumpliera aquello de que los extremos se atraen, la dura Kay y el ingenuo Red se enamoran, mientras que, por su parte, los antitéticos Jane y Kelly acaban formando pareja.


El conflicto dramático gira en torno a la “imposibilidad” del amor entre Kay y Red, y en cierto modo, también el de Jane y Kelly. Kay es consciente de la ingenuidad de Red, así como de la pureza sin mácula de su amor, pero sabe que junto a él le aguarda una existencia modesta y sin grandes alicientes para una emigrante que llegó a los Estados Unidos con una mano delante y otra detrás, hasta que descubrió –como ella misma explica– que sabía “complacer a los hombres”. Más aún: en Nueva York la está esperando un amante maduro pero muy adinerado, al que sencilla y simbólicamente conoceremos como “El Hombre” (George Sanders), quien le ofrece todo aquello que Red jamás podrá darle: lujo y seguridad económica de por vida, pero sin amor. Algo parecido ocurre entre Jane y Kelly: este último es consciente de que la primera se gana el pan a base de acostarse con hombres adinerados, de que en Nueva York también la está esperando un amante maduro-pero-rico que es amigo de “El Hombre” –un viejo general del ejército (Raymond Bramley, no acreditado)–, y que puede darle a Jane el confort que él jamás podrá proporcionarle en el supuesto de que logre sobrevivir a la guerra, de ahí que llegue a animarla a que, tan pronto como él termine su permiso y regrese a su destacamento, ella aproveche para irse con el general. Como decía líneas atrás, Esa clase de mujer acaba siendo una digresión en torno a la incertidumbre: Kay ama a Red pero tiene miedo de irse con él porque ignora hasta qué punto podrá ser feliz a su lado, y duda entre Red y la seguridad sin felicidad que le brinda “El Hombre”; este último comprende que Kay, que todavía es muy joven (24 años), se sienta atraída por un hombre, Red, que le ofrece lo único que él no puede darle: “juventud, coraje y fe” (sic); y si, por su parte, Kelly renuncia al amor que intuye está creciendo en Jane hacia su persona es porque esa misma incertidumbre le obliga a ello: ¿para qué amar a alguien cuya vida puedes destrozar si tú pierdes la tuya en el campo de batalla a la semana siguiente?


Sidney Lumet construye esta crónica marcada por el amor y el desamor valiéndose de dos de sus mejores cualidades como cineasta. En primer lugar, su talento para la dirección de actores, que con la excepción del siempre imposible Tab Hunter están realmente impresionantes: Sophia Loren brinda una de las mejores interpretaciones dramáticas que le conozco; la malograda Barbara Nichols (prematuramente fallecida en 1976 alos 47 años) demuestra nuevamente que fue una de las mejores y más desaprovechadas actrices de carácter de su generación; y qué decir que no se haya dicho ya sobre Jack Warden, Keenan Wynn y George Sanders, tan magníficos como de costumbre. En segundo lugar, Lumet imprime una mirada frontal sobre los sentimientos y emociones de los personajes, en estrecha combinación con ese talento para la dirección de actores (es decir, ese aprovechamiento del gesto y la mirada del intérprete de cara a conferir fuerza dramática y densidad a los encuadres), lo cual da pie a momentos tan espléndidos como el plano que pone sutilmente en relación y por primera vez a las parejas formadas por Kay y Jane y Red y Kelly en el tren (ese plano general combinado con una suave panorámica que relaciona, como digo, a Kay y Jane sentadas tras la ventana del tren que se pone en marcha con Red y Kelly subiendo en el último momento al vehículo que arranca); y en particular, la magnífica secuencia de la fiesta en el vagón, donde se perfilan los caracteres de todos los personajes implicados en la misma, no solo los cuatro protagonistas sino también el de Harry (que custodia cual sabueso a las chicas sin apenas disimular la envidia que siente hacia “El Hombre” que le paga por ese servicio de escolta, y el deseo reprimido que siente hacia Kay, del cual esta última es plenamente consciente y del cual se aprovecha para humillarle a la menor ocasión). A pesar de ello, Esa clase de mujer no termina de desprenderse de ese tono de “film de tesis” que la impregna casi a cada instante, lo cual le impide tener toda la fuerza dramática que parece pedir a gritos y no acaba de alcanzar, salvo en los momentos mencionados y algún otro.


Llama la atención, empero, la manera sutil como Lumet introduce pequeños apuntes de amargura en la conclusión de un relato que se acerca peligrosamente a la convención del “final feliz”, pero sin caer en ella por completo. Véase al respecto, y dentro del último tercio del relato, cómo Lumet cierra de manera casi idéntica las escenas en que, primero, Kelly se despide en la estación de tren de Red (quien ha estado esperando hasta el último momento que Kay acuda allí para reunirse con él y viajar a Vermont para conocer a su familia); y luego, el reencuentro de Kay y Red en el tren, que la primera ha conseguido abordar in extremis yendo en taxi hasta otra parada del transporte. Cuando Red y Kelly se separan, la cámara, situada en plano medio, retrocede en travelling hasta plano general, destacando así la soledad del personaje de Kelly, como resultado de su elección vital de no involucrarse con nadie. Después, la cámara también retrocede en travelling sobre la imagen de Kay y Red abrazados en el vagón de tren y sin mediar palabra: las lágrimas de la mujer no parecen tanto de felicidad por haber elegido al amor de su vida, como de conciencia de que está cambiando una situación de dependencia (hacia “El Hombre”) por otra (hacia Red): de que, en el fondo, tanto una decisión como otra implica, en cierto modo, “prostituirse”. 

Sidney Lumet y Sophia Loren, en un momento del rodaje.     







Teatro musical y cine musical: “CAMELOT”, de JOSHUA LOGAN

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Al contrario que el musical homónimo de Frederick Loewe y Alan Jay Lerner estrenado en 1960, la versión cinematográfica de Camelot (ídem, 1967, Joshua Logan) no está narrada sobre la base de un largo flashback, en el cual el rey Arturo (a cargo de Richard Harris en el film) rememora su vida en la corte de Camelot antes de librar la batalla definitiva contra el ejército de Mordred (David Hemmings), sino que sigue un orden lineal. La primera secuencia transcurre en un bosque nevado en las inmediaciones de Camelot, por donde pasea un solitario Arturo, vestido con ropajes nada ostentosos, y allí mismo se produce su primer encuentro con Guenevere (Vanessa Redgrave), que acaba de llegar al lugar junto a su séquito para unirse a Arturo en un matrimonio concertado. La evidente falsedad del decorado de ese bosque hecho en estudio y espolvoreado con nieve artificial proporciona, de entrada, la atmósfera como de cuento de hadas que va a predominar a lo largo del relato, a la cual cabe añadir el tono de comedia de enredo que domina esta secuencia, construida alrededor de una clásica situación equívoca: Guenevere abandona subrepticiamente el séquito que la escolta, para meditar (cantando la canción The Simple Joys of Maidenhood) en torno a su enlace matrimonial con ese rey al que todavía no conoce y al que, por eso mismo, teme; se tropieza con Arturo, quien en vez de identificarse como el monarca, le dice que se llama “Verruga” (sic), y le glosa las maravillas del reino de Camelot (interpretando a su vez la canción homónima), descubriéndose al final de la secuencia, y tras arrojar bolas de nieve a los soldados que intentan apresarles, la condición regia del personaje. Ni que decir tiene que el Camelotde Joshua Logan está más cerca del tono naífde Los caballeros del rey Arturo (Knights of the Round Table, 1953, Richard Thorpe) que de la sobriedad del Lancelot du Lac (ídem, 1974) del francés Robert Bresson o de la atmósfera sombría y crepuscular del Excalibur (ídem, 1981) del británico John Boorman. Pero tampoco lo pretende.



En este sentido, Camelot es una honesta muestra de los métodos más clásicos y habituales a la hora de adaptar al cine un musical concebido inicialmente para el teatro. Se percibe el esfuerzo de Logan con tal de conseguir –al igual que ya hiciera en dos de sus mejores trabajos no-musicales, Picnic (ídem, 1955) y Bus Stop (ídem, 1956)– que la película sea lo más cinematográfica posible, sin por ello renunciar al empleo deliberado de determinados recursos teatrales; véase, por ejemplo, cómo resuelve frontalmente el monólogo en el cual el rey Arturo (magnífico Richard Harris, en una de sus mejores interpretaciones), tras haber descubierto el amor adúltero de Guenevere y Lancelot (Franco Nero), rechaza la tentadora idea de vengarse de ellos y acepta con resignación el triste papel que el destino le ha reservado a causa del amor que siente, a pesar de todo, hacia la esposa infiel y el amigo que ha traicionado su confianza. Salvo esta excepción, y la de alguna que otra secuencia musical que está rodada respetando la perspectiva teatral de la “cuarta pared” –por ejemplo, los números musicales The Simple Joys of Maidenhood y What Do the Simple Folk Do?, el ya mencionado momento en que Arturo canta Camelot al principio y al final del film, o su canción-monólogo How To Handle a Woman–, la mayoría de canciones y/ o números coreográficos están filmados en exteriores, o tienen un dinamismo adicional con respecto al original escénico en virtud de numerosos cortes de montaje destinados a darles agilidad.


Es el caso de C’est Moi, que ilustra la decisión de Lancelot de incorporarse a la orden de caballeros convocada por Arturo y su viaje desde Francia a Camelot; del campestre número musical The Lusty Month of May, interpretado por Guenevere, sus doncellas y amigos; de Then You May Take Me To the Fair, escena en la que Guevenere solicita a los caballeros Sir Lionel (Gary Marshal), Sir Sagramore (Peter Bromilov) y Sir Dinadan (Anthony Rogers) que reten en duelo a Lancelot a cambio de conseguir el privilegio de acompañar a la reina a visitar la feria; y de la bellísima If Ever I Would Leave You, cantada por Lancelot a Guenevere: tres secuencias bucólicas en las cuales se percibe, a nivel estético, la notable influencia del movimiento hippie en el momento de la realización de la película; o el espectacular tema coral Guenevere, que suena de fondo durante el juicio que condena a la esposa de Arturo a morir en la hoguera, acusada de alta traición al rey, y durante el temerario rescate de la misma in extremis llevado a cabo por Lancelot y sus hombres (dicho sea de paso, ¡cuánta emoción transmite Lionel Jeffries, en el papel del rey Pellinore, en esta última escena!). No deja de resultar paradójico, empero, que probablemente el mejor y más intenso momento del film sea precisamente una escena no musical y muy melodramática: cuando Lancelot, que ha matado accidentalmente a Sir Lionel durante el torneo, abraza el cadáver del caballero y, con lágrimas en los ojos, le suplica que viva, consiguiendo gracias a su pureza de corazón la milagrosa recuperación de Sir Lionel; la escena tiene fuerza porque está tratada con admirable sobriedad, e incluso un actor tan limitado como Franco Nero está aquí convincente.

Vanessa Redgrave, Richard Harris, el realizador Joshua Logan y el director de fotografía Richard H. Kline, en un momento del rodaje.







Todos corruptos: “EL PRÍNCIPE DE LA CIUDAD”, de SIDNEY LUMET

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El príncipe de la ciudad (Prince of the City,1981) es un título fundamental dentro de la obra de Sidney Lumet por varias razones. Para empezar, es la primera de sus películas en las que el realizador firma el guion, en este caso en colaboración con Jay Presson Allen y partiendo de un ensayo homónimo de Robert Daley (publicado en España por Argos Vergara), con lo cual se intuye ya de entrada un especial grado de implicación de Lumet en la historia que cuenta; el director firmaría a partir de aquí, casi siempre en solitario, los guiones de Distrito 34: corrupción total (Q & A, 1990), La noche cae sobre Manhattan (Night Falls on Manhattan, 1996) y Declaradme culpable (Find Me Guilty, 2006), las tres, no por casualidad, con ciertos puntos de contacto con El príncipe de la ciudad, así como siete de los nueve episodios que dirigió para la serie de televisión 100 Centre Street (2001-2002). El príncipe de la ciudad también supuso la primera colaboración de Lumet con el director de fotografía Andrzej Bartkowiak, muy presente en su carrera hasta El abogado del diablo (Guilty as Sin, 1993), cuya iluminación de tonos fríos contribuyó a crear, en cierto sentido, una especie de “estética Lumet” a la hora de abordar, como se hace en El príncipe de la ciudad, una de las temáticas más recurrentes en la trayectoria de su director desde principios de los setenta: la corrupción policial.


El príncipe de la ciudad es la más larga (167 minutos), densa y exhaustiva exploración de Lumet en torno al tema de la corrupción (cuestión en la que subyace, de nuevo, la temática de la hipocresía social, tan recurrente en su filmografía), pero lo que la hace particularmente meritoria es que, a partir de la descripción de la desarticulación de una aparatosa red de agentes de policía de Nueva York que aceptaban dinero de criminales a cambio de no detenerles, lo que acaba proponiendo, sotto vocce, es un pavoroso fresco en el que cual muchos aspectos negativos de la sociedad, y no solo del estamento policial, quedan mostrados en toda su crudeza. La construcción dramática del film es, en este sentido, modélica. Al principio, presenta a su protagonista, Danny Ciello (un excelente Treat Williams), formando parte de una especie de cuerpo de élite dentro del departamento de policía de la ciudad de Nueva York, un grupo de detectives de paisano apodados “los príncipes de la ciudad”. En ese arranque, de una excepcional brillantez, asistimos incluso a un momento “triunfal” de dicha brigada, una espectacular redada antidroga en un desvencijado edificio donde Danny y sus colegas detienen a una banda de traficantes, incautan el alijo… y se apropian ilegalmente de un montón de dinero; la secuencia, espléndidamente planificada y montada, que se diría un anticipo de la redada que American Gangster (ídem, 2007, Ridley Scott) (1), tiene esa cualidad ambivalente, que no ambigua, que según Antonio Castro, uno de los mayores defensores del cine de Lumet en España, ha caracterizado lo mejor de este director: “De cualquier manera–escribía Castro a propósito de El príncipe de la ciudadlos defensores acérrimos de la ambigüedad se perdieron una excelente oportunidad de defender una gran película. En demasiadas ocasiones se prefiere el simplismo, el esquematismo, las tomas de partido claras, por encima de lo que pueda ser un análisis riguroso de los hechos, que en la gran mayoría de las oportunidades impide que pueda hablarse de conclusiones meridianamente claras, sin matices, sin contradicciones” (Dirigido por…, n.º 365, marzo 2007). Ambivalencia que está muy clara en esa mencionada secuencia de la redada, en la cual la captura de unos criminales sin escrúpulos se solapa a la contundente acción de unos funcionarios públicos que, en nombre de la ley y el orden, hacen lo que quieren y como quieren con absoluta impunidad.


El proceso que lleva a Danny Ciello a convertirse en un chivato también está resuelto de manera ejemplar. Resulta decisiva al respecto la secuencia que describe la terrible forma que tiene Danny de mantener su modo de vida: aquel momento en que debe salir en plena madrugada a la calle para conseguirle una dosis de droga a uno de sus “soplones” que sufre síndrome de abstinencia, y cómo para conseguirlo tiene que coger a un “camello”, partirle la cara para quitarle la heroína, luego acompañarle a su propia casa para que se cure las heridas que le ha infligido, y una vez allí asistir a una violenta discusión entre el traficante y su novia, ambos “yonquis”, que se le pelean por inyectarse unos pocos gramos… La secuencia, de una dureza tal que si viniese firmada por Martin Scorsese o Abel Ferrara todavía se estaría hablando de ella, tiene además el contrapunto melodramático de la lluvia, en lo que puede verse, dentro del contexto del cine de Lumet, como una (feliz) recuperación del vigor de un realizador que conoce los mecanismos de la representación visual: el cielo mismo parece llorar viendo cómo se gana Danny la vida, detalle aparentemente obvio pero que quizá no lo sea tanto a la vista del posterior dato de que el protagonista es católico (luce un crucifijo en su cuello) y de que su evolución psicológica pasa, asimismo, por un proceso moral no menos ambivalente: al principio, Danny Ciello acuerda con los agentes de Asuntos Internos que dará nombres de criminales que han “untado” a policías, pero en ningún caso delatará a sus compañeros de profesión; sin embargo, al final, cuando su vida y la de su familia corran peligro como consecuencia de esas delaciones, Danny acabará denunciando a sus colegas, algunos de ellos sus mejores amigos, en algunos casos con trágicas consecuencias, como un nuevo Judas bíblico.  


Otro acierto extraordinario de El príncipe de la ciudad es que esa ambivalencia no solo se limita a difuminar las tópicas barreras entre policías y delincuentes, entre “buenos” y “malos”, sino que se extiende incluso a aquellos personajes que están, teóricamente, del lado de la justicia, y cuya conducta acaba siendo tan despreciable como la de aquellos a los que pretenden detener: véase, al respecto, el retrato frío, antipático y sin escrúpulos que el relato ofrece de Santimassino (Bob Balaban), el fiscal a cargo de la investigación sobre corrupción policial. También resulta fundamental en este sentido el peso que tienen los escenarios: calles, callejones, bares, apartamentos, comisarías, despachos y bloques de oficinas, es decir, decorados habituales del orden administrativo, familiar o cotidiano, devienen aquí espacios amenazadores, trampas para Danny, atrapado por el peso de sus contradicciones, su necesidad de abandonar un modo de vida que empieza a aborrecer y la traición a sus mejores amigos, con todo lo que ello repercute en su vida familiar y el desprecio que, por una razón u otra, va dejando a su paso: son notables al respecto la escena en la que Danny recibe un salivazo en la cara, o sobre todo la secuencia final, en la que un agente de policía abandona el aula donde Danny está a punto de pronunciar una conferencia, espetándole que “no tiene nada que aprender de él”. El príncipe de la ciudad, una de las obras maestras legadas por el cine norteamericano de los ochenta, dejó una huella quizá más profunda de lo que se ha querido ver: las espléndidas secuencias en las que Danny se reúne con sus compañeros en las barbacoas que celebra en el jardín de su casa anticipan los momentos que describen la cotidianidad de los mafiosos de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990, Martin Scorsese), dándose la sangrante paradoja de que aquí los personajes que se consideran por encima de la ley son… agentes de policía.

(1) La periodista Paz Mata le preguntó a Lumet si sabía que Scott había declarado que El príncipe de la ciudad había sido uno de sus referentes a la hora de rodar American Gangster, a lo cual Lumet replicó, divertido: “No, pero creo que acertó con la elección [Risas]”. Publicado en el suplemento Exit, n.º 67 (del 7 al 13 de marzo de 2008), de El Periódico de Catalunya del 7 de marzo de 2008.

Treat Williams y Sidney Lumet, en un momento del rodaje.

La vida de un hombre: “COMBATE DECISIVO”, de ANDRÉ DE TOTH

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Cuenta el colega Israel Paredes Badía en el folleto que acompañaba –como siempre, tratándose de Bang Bang Movies y su colección Los esenciales del cine negro– a la excelente edición en DVD de Monkey on My Back (1957), rebautizada aquí como Combate decisivo, que la historia (real) del púgil Barney Ross se encontraba en la base de la inspiración del famoso film de Robert Rossen Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947); y que esta película firmada por André De Toth –y, digámoslo ya, a mi entender uno de sus mejores trabajos– fue empezada por Ted Post, quien abandonó su rodaje como consecuencia de una enfermedad, si bien parece ser que algunos de los planos que filmó se conservan en el montaje definitivo. Sea como fuere,Combate decisivo es una película extraordinaria cuya principal cualidad reside, para el que suscribe, en su indefinición genérica.   


Explicada muy rápidamente, empieza como lo que suele conocerse como “film de boxeo” o “melodrama pugilístico” (son maneras de hablar), con el protagonista, Barney Ross –un excelente Cameron Mitchell–, ingresando voluntariamente en una clínica de desintoxicación a fin de someterse a un tratamiento que le libere de su adicción a la morfina. Al albur de las reflexiones del personaje, el relato retrocede en el tiempo, vía flashback, para mostrarnos a Ross en la cúspide de su carrera pugilística, donde se compaginan sus triunfos sobre la lona, su historia de amor con la que acabará siendo su esposa, Cathy Holland (Dianne Foster), y los problemas que le ocasionan lo que podríamos considerar su primera “adicción”, las apuestas; el cine negro también asoma, en parte, su rostro. Todo esto ocupa, aproximadamente, la primera mitad del film. A continuación, después de que Ross decide abandonar el boxeo –una dolorosa derrota contra un púgil negro mucho más joven y fuerte que él le hace ver, con lucidez, que sus días como boxeador han terminado–, y tras una serie de acuciantes problemas económicos por culpa de su ya mencionada afición a las apuestas y a derrochar el dinero a manos llenas, el film adquiere la tonalidad de un melodrama familiar-costumbrista, dado que la conducta inconsciente de Ross termina repercutiendo negativamente en su matrimonio con Cathy. Nuevo giro argumental: Ross se separa temporalmente de su esposa e ingresa en los marines; estamos en la II Guerra Mundial, y el protagonista termina –con más de 30 años de edad– combatiendo en Guadalcanal; Combate decisivo adopta, de este modo, los modos del cine bélico. Concluida la participación de Ross en la guerra, de donde regresa convertido en un héroe –ha matado él solo a veintidós nipones–, y también en un adicto a la morfina –el dolor de sus heridas de combate le ha inducido a ello–, el tono vuelve a ser melodramático: Ross se reconcilia con Cathy y emprende una exitosa carrera en el mundo de los negocios gracias a su don de gentes, pero su creciente dependencia de las drogas está, de nuevo, a punto de arruinar su vida.


Melodrama, cine negro y cine bélico. Boxeo, mafia, apuestas, la guerra del Pacífico y adicción a las drogas. Combate decisivo juega con todas esas tonalidades genéricas, todos esos elementos narrativos, y en cada uno de ellos alcanza resultados prodigiosos. Como melodrama “pugilístico” resulta, sencillamente, ejemplar: la ascensión y caída de Barney está vigorosamente descrita mediante formidables elipsis, de tal manera que el film pone el acento no tanto en la actividad pugilística del personaje como, sobre todo, en su psicología: a Barney Ross le gusta el boxeo porque le gusta ganar, pero sus ambiciones sobre el ring siempre pasan por el juego limpio (tal solo hay que ver cómo, tras perder por puntos el combate con el púgil negro que casi le destroza, decide dejar el boxeo); incluso cuando apuesta y pierde (y pierde a menudo), se lo toma como parte del juego. Con esa misma franqueza acepta, con naturalidad y sin aspavientos, que Cathy tenga una niña, fruto de una relación anterior, y a la cual adopta sin problema alguno, de la misma forma que previamente ha aceptado, sin hacerse preguntas, el que Cathy se gane la vida como “chica del coro” en un night-clubsin interrogarla jamás sobre su pasado.



Mención especial merece la brillantísima secuencia en la cual vemos a Barney luchando en Guadalcanal, lo cual da pie a un memorable fragmento bélico que, para el que suscribe, se encuentra a la altura de los mejores momentos, dentro de este género, y ciñéndonos al conocido como cine del Hollywood Clásico, de Raoul Walsh, Lewis Milestone, Anthony Mann o Samuel Fuller. Una secuencia sin música, solo el sonido agobiante de la lluvia, el chapoteo de los soldados norteamericanos sobre el fango y el acoso terrible y sin piedad de los francotiradores japoneses escondidos en las copas de las palmeras conforman una secuencia que, por sí sola, ya justifica el visionado de Combate decisivo. Lo mejor, empero, reside en que, tras ese baño de intensidad, la película todavía depara un espléndido tercio final, la descripción de la drogadicción del protagonista, y de qué manera “toca fondo”, hasta el extremo de adoptar la decisión de ponerse en manos de médicos. De este modo, lo que a priori se plantea como un biopic más o menos al uso, el retrato de una “vida ejemplar” muy típicamente norteamericana, el self-made man que lo tuvo todo, se quedó sin nada, lo recuperó todo y volvió a perderlo todo antes de su redención definitiva, se convierte, en manos de De Toth, en un bellísimo poema de superación personal, donde lo más relevante acaba siendo la descripción de una vida humana –la de Barney Ross– entendida como una lucha constante, de manera que los sufrimientos del protagonista están vistos en todo momento como una consecuencia casi se diría que lógica de sus decisiones personales. Una obra maestra.





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