Quantcast
Channel: El Cine según TFV
Viewing all 668 articles
Browse latest View live

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” y “DIRIGIDO POR…” de ABRIL 2018, a la venta

$
0
0


Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, 2018) acapara la portada (y la contraportada) del núm. 389 de Imágenes de Actualidad. El extenso reportaje de este esperado film se complementa con una entrevistaconjunta con cinco de sus protagonistas –Robert Downey Jr., Tom Holland, Benedict Cumberbatch, Dave Bautista y Pom Klementieff–, otra con sus realizadores, Anthony y Joe Russo, y el reportaje especial Guerras, crisis e invasiones secretas. El “crossover” superheroico en el cómic.


Otros títulos destacados en portada son Proyecto Rampage (Rampage, 2018, Brad Peyton); Un lugar tranquilo (A Quiet Place, 2018), de y con John Krasinski; los estrenos en plataformas digitales de Aniquilación(Annihilation, 2018, Alex Garland), Brawl in Cell Block 99 (ídem, 2017), este último complementado con una entrevistaconjunta con su director, S. Craig Zahler, y su protagonista, Vince Vaughn, la serie The Terror (ídem, 2018), y Mudo(Mute, 2018, Duncan Jones); y los avances de El regreso de Mary Poppins(Mary Poppins Returns, 2018, Rob Marshall) y Ralph rompe Internet(Ralph Breaks the Internet: Wreck-It Ralph 2, 2018, Rick Moore y Phil Johnston).


En este número también hallamos reportajes dedicados a Isla de perros (Isle of Dogs, 2018, Wes Anderson); Campeones (Javier Fesser, 2018); El justiciero (Death Wish, 2018, Eli Roth), que se complementa con el artículo sobre la “saga Paul Kersey” Mi nombre es venganza; 7 días en Entebbe (Emtebbe, 2018, José Paldilha); Juego de ladrones (Den of Thieves, 2018, Christian Gudegast); El Cairo confidencial (The Nile Hilton Incident, 2017, Tarik Saleh); La casa torcida (Crooked House, 2017, Gilles Paquet-Brenner), que se complementa con el artículo Agatha Christie en fa menor; Fireworks (Uchiage hanabi shita kara miru ka? Yoko kara miru ka, 2017, Akiyuki Shinbo y Nobuyuki Takeuchi); Custodia compartida (Jusqu’à la garde, 2017, Xavier Legrand); y Los hambrientos (Les affamés, 2017, Robin Aubert). Y las secciones Además…, con otros estrenos del mes; News; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El reciente estreno de Ready Player One me ha dado pie para recordar, en la sección Cult Movie, otra gran contribución de Steven Spielberg a la ciencia ficción: Minority Report (ídem, 2002): “Contradiciendo a quienes siguen pensando que Spielberg es ese eterno Peter Pan que se niega a mirar el mundo real que le rodea (si bien hay que reconocer que, durante muchos años, él mismo fomentó esa imagen), “Minority Report” plantea una paranoica visión futurista, en torno a una Norteamérica preocupada por el problema de la seguridad, rodada tan solo un año después de los atentados del 11 de septiembre de 2001”.


También firmo un par de críticas de dos películas de lo más olvidable: Tomb Raider (ídem, 2018, Roar Uthaug) y Winchester: La casa que construyeron los espíritus (Winchester, 2018, The Spierig Brothers).


A su vez, el núm. 487 de Dirigido por… publica en portada la reseña de Un lugar tranquilo, como ya he mencionado, dirigida y coprotagonizada por John Krasinski, y que firma un servidor.


Otros títulos cuyas críticas aparecen destacadas en portada son las asimismo mencionadas Ready Player One, de Steven Spielberg [Roberto Morato], Custodia compartida, de Xavier Legrand [Quim Casas] y Fireworks, de Shinbo & Takeuchi, además de la de Un sol interior (Un beau soleil intérieur, 2017), de Claire Denis [Emilio M. Luna].


La portada destaca, asimismo, el estudio que ha escrito Óscar Brox dedicado a Wes Anderson, con motivo del estreno de Isla de perros, cuya reseña firma a su vez Ángel Sala, y que se complementa con una entrevista con el propio Anderson a cargo de Gabriel Lerman.


Y, finalmente, se destaca la segunda y última entrega del dossier 200 años de Frankenstein, que este mes está formado por los siguientes artículos: Los rostros del monstruo [Álvaro Peña], La serie Frankenstein de Hammer Films [Óscar Brox], Frankenstein en el siglo XXI [que he escrito yo] y Las adaptaciones televisivas del mito de Frankenstein [Tonio L. Alarcón], además de las antologías de La maldición de Frankenstein, de Terence Fisher [Antonio José Navarro], The Revenge of Frankenstein, de Fisher [Joaquín Vallet Rodrigo], El cerebro de Frankenstein, de Fisher [Quim Casas], Drácula contra Frankenstein, de Jesús Franco [José Luis Salvador Estébanez], La prometida, de Franc Roddam [firmada por mí], La resurrección de Frankenstein, de Roger Corman [Luis Pérez Ochando] y Frankenstein de Mary Shelley, de Kenneth Branagh [Israel Paredes Badía].


Este número de Dirigido por… se completa con la sección Opinión, en la cual Quim Casas nos habla de Reescribirnos a nosotros mismos (en relación a las polémicas desatadas por movimientos como #Me Too), y también con las reseñas, asimismo destacadas, de Heartstone, corazones de piedra (Hjartasteinn, 2016, Gudmundur Arnar Gudmundsson) [Emilio M. Luna] y la también mencionada Campeones, de Javier Fesser [Israel Paredes Badía]; la sección Críticas, con comentarios de otros estrenos del mes; la sección Flashrecent, donde se comentan los estrenos en PD de Aniquilación, de Alex Garland [comentada por mí], Mudo, de Duncan Jones [también de un servidor] y Brawl in Cell Block 99, de S. Craig Zehlar [Héctor G. Barnés]; la sección Televisión, donde se analizan la primera temporada de The Punisher (ídem, 2017) [Antonio José Navarro] y la primera de The Marvelous Mrs. Maisel (ídem, 2017) [Israel Paredes Badía]; la sección Home Cinema, con novedades en formato doméstico comentadas por Quim Casas, Tonio L. Alarcón, Israel Paredes Badía, Juan Carlos Vizcaíno Martínez y Ramón Alfonso; Libros, con comentarios de Quim Casas, Israel Paredes Badía y Óscar Brox; y la sección Banda Sonora, de Joan Padrol.


Este mes tenemos que hacer una (dolorosa) mención especial a la sección Cinema Bis, dado que atesora el último texto publicado en nuestra revista por nuestro recientemente desaparecido amigo y compañero Ramon Freixas: un comentario del film de Umberto Lenzi Milano odia: la polizia non può sparare (1974).


Ya he mencionado que mi contribución a este número de Dirigido por…consiste, en primer lugar, en un par de textos para la segunda parte del dossier200 años de Frankenstein: el artículo Frankenstein en el siglo XXI, en torno a las aproximaciones cinematográficas al mito desde el año 2000 y hasta la actualidad, y la antología de la película de Franc Roddam La prometida (The Bride, 1985).


Como asimismo he señalado, firmo también las críticas de Un lugar tranquilo, Aniquilacióny Mudo.


Web “Dirigido por...”: www.dirigidopor.es
Web “Imágenes de Actualidad”: www.imagenesdeactualidad.com
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com



Adiós a RAMON FREIXAS y JAUME GENOVER

$
0
0

Esto no es una necrológica. Estos días se han dicho muchas y mejores palabras que las mías en torno a la desaparición de estos dos amigos y compañeros de redacción de Dirigido por…; sin ir más lejos, nadie mejor que Joan Bassa para hablar de Ramon Freixas, ni mejor que Rafel Miret para hacerlo de Jaume Genover; en este sentido, me remito a sus artículos, publicados en el número de abril de la revista (1). Lo que viene a continuación tan solo pretende ser un pequeño y humilde homenaje.


Conocía a Ramon Freixas desde que empecé a colaborar en Dirigido por… en enero de 1990, y ya desde el primer momento y hasta el día de hoy, mi impresión personal en torno a él jamás cambió: la de hallarme ante una persona buena, afable, educada; un crítico que había visto mucho, mucho cine, y que sabía del asunto más que muchos que, al contrario que él, no son en absoluto ni humildes ni modestos. Porque, a pesar o, mejor dicho, con independencia de su famosa especialización en cine erótico y pornográfico, o de sus enconadas defensas de realizadores como, sobre todo, Jesús Franco, pero también Vicente Aranda, Freixas no era, para nada, un hombre excéntrico ni extraño, sino una persona cordial, culta, accesible, con un gran sentido del humor, y que jamás, jamás, miró a nadie por encima del hombro. Ni siquiera a los principiantes que, como Antonio José Navarro o como yo, empezábamos a publicar textos sobre cine de manera profesional, quizá porque a fin de cuentas no nos separaban tantos años. Recuerdo con afecto una vez que le hice reír a carcajadas, durante una proyección del film de Roberto Gavaldón Macario(1960) en el Festival de Sitges, cuando, a raíz de una escena en la que unos guardias mexicanos irrumpen en una humilde vivienda forzando la entrada, al grito –más o menos– de: “¡la justicia no necesita ni llaves ni permisos!”, a mí se me ocurrió exclamar: “¡la ley Corcuera!”, en referencia a una tristemente célebre “ley de la patada en la puerta” que proclamó un señor que, vayan ustedes a saber por qué, había sido ministro en su día. Volviendo a las personas normales, con la muerte de Ramon Freixas el mundo ha perdido a un estupendo crítico de cine, cierto, con un estilo personal e intransferible; pero, por encima de cualquier otra consideración, también ha perdido a un estupendo ser humano.


En cambio, más allá de haber coincidido con él en una única ocasión hace muchos años, mi trato con Jaume Genover se circunscribía a encargarle cada mes, vía correo electrónico, las fichas y las filmografías que salían en todos los números de Dirigido por…, especialización esta, la de la documentación, en la cual Genover tenía escasos rivales a su altura; posiblemente, en estos momentos, ninguno. En cualquier caso, aquí me limitaré a explicar una pequeña anécdota que probablemente también recuerden los lectores más veteranos de Fotogramas. Muchos sabrán que, durante años, Genover colaboró en esa revista escribiendo las fichas y, además, pequeños comentarios críticos de las películas que iban a verse ese mes en TVE (estoy hablando de la época en la que todavía no existían en España las televisiones privadas, o sea, aproximadamente hacia el Pleistoceno…). Un mes, TVE programó –dentro del popular programa-ciclo de cine de terror de Narciso Ibáñez Serrador Mis terrores favoritos– la famosa película de León Klimovsky La noche de Walpurgis (1971). Genover –cito de memoria– comentó al respecto que el resultado de este film había sido “el habitual engendro” (sic). Al mes siguiente se programó, dentro de ese mismo ciclo, Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970). Genover aprovechó el comentario de este film para especificar que, dentro de sus limitaciones, la película de Roy Ward Baker era preferible a la de Klimovsky, y además, añadía la referencia a un airado lector, y gran admirador de La noche de Walpurgis, que le había escrito para –decía– “meterse con mi madre” a raíz de aquel comentario, y concluía de un modo, a mi entender, memorable: “dicho sea de paso, mi madre no tiene ninguna culpa de que esa película sea un engendro”.

Descansad en paz, amigos.  

(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2018/03/imagenes-de-actualidad-y-dirigido-por_30.html

Un “western” artístico: “JOHNNY GUITAR”, de NICHOLAS RAY

$
0
0


[NOTA PREVIA: COMO COMPLEMENTO A LA PUBLICACIÓN DE LA PRIMERA PARTE DEL “DOSSIER” NICHOLAS RAY QUE APARECE ESTE MES DE MAYO EN “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO/ RECICLO AQUÍ UN PAR DE VIEJOS TEXTOS MÍOS EN TORNO AL CINE DE RAY, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, EMPEZANDO EN PRIMER LUGAR POR UNO DEDICADO A “JOHNNY GUITAR”. EL SIGUIENTE SE CENTRARÁ EN “CHICAGO, AÑO 30”.]


Alrededor de Johnny Guitar (ídem, 1954), por lo demás la mayor contribución de Nicholas Ray al género del western–muy superior a Busca tu refugio (Run For Cover, 1955) y La verdadera historia de Jesse James(The True Story of Jesse James, 1957)–, giran un par de aspectos un tanto molestos. Está, por un lado, su consideración como melindroso objeto de culto por generaciones de cinéfilos que la han convertido en aquello que ha dado en llamarse un film de culto (ya saben: el célebre “Dime una mentira…”). Otro aspecto engorroso, y en esta ocasión atribuible al propio film, reside en su reputación como “obra artística”. Si no siempre, sí en muchas ocasiones, cuando se menciona esta película se habla de ella como si fuera la-obra-más-romántica-jamás-realizada: la máxima expresión cinematográfica del amor. A ello ha contribuido la cinefilia, fomentada en este caso por la crítica francesa (también existen los críticos cinéfilos), en particular la de Cahiers du Cinéma, que convirtió a Nicholas Ray –exagerando más de la cuenta– en el paradigma del cineasta maldito y del artista anti-Hollywood (ya saben: el no menos célebre “Nicholas Ray es el cine”).


Johnny Guitar es un excelente film, pero a ratos se le nota demasiado su pretensión de ser “artístico” a toda costa, lo cual empaña la belleza del resultado. Le debe mucho a la puesta en escena de Ray, pero en el conjunto pesan también otros atractivos: la labor de sus notables protagonistas; el guion de Philip Yordan, basado en una novela de Roy Chanslor (según parece, adaptada al cine con mucha fidelidad); la fotografía de Harry Stradling, pasada por el filtro del peculiar cromatismo del Trucolor, sistema de color habitualmente empleado por la Republic, la productora de serie B que financió esta película dentro de su política de producciones de prestigio (sin movernos del western, produjo cuatro años antes la fordiana Río Grande/ Rio Grande, 1950); y la célebre partitura de Victor Young, gran compositor que merece ser reivindicado de una vez por todas como uno de los mejores del Hollywood clásico.


Lo afirmado no es óbice para reconocer la fascinante construcción narrativa de este mítico Johnny Guitar, una pieza realmente extraña en el conjunto del western y una película que se sitúa, incluso, más allá del mismo, en virtud de su personal manejo de las convenciones del género. A pesar de su título, su principal protagonista no es Johnny Logan, alias Johnny Guitar (Sterling Hayden), sino la mujer que le ha contratado en secreto: Vienna (Joan Crawford). El personaje de Johnny, ese temible pistolero que prácticamente enloquece cada vez que oye disparos pero que se presenta ante los demás fingiendo ser alguien que se limita a ganarse la vida tocando la guitarra, a ratos no parece tener vida propia (aunque sí posea entidad y carácter), convirtiéndose en una especie de imagen creada, sublimada, por la mente de Vienna: ella y Johnny fueron amantes en el pasado, y ahora Johnny acude a la llamada de Vienna para ayudarla a defenderse de los McIvers, cuyo jefe, John (Ward Bond), y sobre todo la vengativa Emma Small (una magnífica Mercedes McCambridge), intentan acabar con ella porque sospechan que el asalto a una diligencia y el asesinato del hermano de Emma, llevado a cabo por el forajido Dancin’ Kid (Scott Brady), actual amante de la protagonista, y sus compinches, Bart Lonergan (Ernest Borgnine) y el joven Turkey (Ben Cooper), fue ordenado por Vienna.


Hemos mencionado que Johnny parece una imagen creada por Vienna: al principio del relato, Johnny llega a caballo y presencia una serie de explosiones en la montaña y el asalto a una diligencia, en una secuencia que, como ya han señalado algunos comentaristas, tiene algo de irreal. La acción se traslada al Vienna’s, el local de la protagonista, donde tiene lugar buena parte del film: un saloonque combina elegancia y primitivismo y que parece directamente excavado en la roca. Sin embargo, una vez presentado el personaje de Johnny y descrita su relación –pasada y presente– con Vienna, aquél desaparece del relato y no se reincorpora a la acción si no es para salvar oportunamente a Vienna de morir ahorcada y acompañarla en el clímax, donde por otro lado se limita a apoyarla, pues a pesar de su extraordinaria puntería tendrá que ser Vienna la que tenga que verse las caras ella sola contra Emma, en un duelo final entre mujeres también bastante insólito en el género.  


Esa utilización casi podríamos decir que instrumental del héroe cuyo nombre da título a la película es tan solo uno de los aspectos que contribuyen a conferirle a Johnny Guitar su fama de western abstracto y a contracorriente. No resulta ninguna exageración afirmar que, más que por sus giros de guion y por el uso limitado de decorados (el local de Vienna y los alrededores de la cabaña donde se refugian Dancin’ Kid y los suyos), lo cual pone en evidencia su carácter de producción de bajo presupuesto, el film avanza en función de un discurso puramente estético: en el relieve que tiene el negro vestuario masculino de Vienna y en ver cómo, una vez recuperado el amor de Johnny, deja paso a un blanco vestido femenino que parece de novia (no olvidemos que Johnny y Vienna se separaron en el pasado cuando estaban a punto de casarse); en la indumentaria, en su caso siempre negra, de Emma, John McIvers, el sheriffWilliams (Frank Ferguson) y sus hombres: con la excusa de que van de luto para asistir al funeral del hermano de Emma, su aspecto es el de auténticos pájaros de mal agüero; en el peso, físico y dramático, del decorado y de todos los elementos que lo integran: la barra del bar, frente a la cual Bart desafiará a Johnny a una pelea, la ruleta que hace girar el crupier Eddie (Paul Fix), cuyo sonido le gusta a Vienna aunque no haya nadie jugando en ella, el escenario con piano frente al cual se colocará la protagonista para distraer la atención de los McIvers que están buscando a Turkey, la enorme lámpara que Vienna enciende por la noche y a la que Emma disparará para provocar el incendio que arrasará el local…



Johnny Guitar es una película febril y delirante, en la frontera misma de lo sublime, pero que no acaba de serlo por completo porque su estética parece –lo fuera o no– más cerebral que apasionada. Un buen ejemplo de lo afirmado lo tenemos en los planos que muestran a los negros jinetes McIvers cabalgando frente al local de Vienna, que arde al fondo del encuadre: la imagen se repite más veces de las necesarias, pues es tanta su fuerza que el realizador parece negarse a utilizarla una sola vez: es una imagen hermosa, pero también retórica. Ray siempre mantiene una distancia, algo perceptible sobre todo en la resolución del relato, con ese final feliz –Vienna y Johnny besándose frente a la catarata– que resulta tan forzado como la conciliadora resolución de Río Rojo (Red River, 1948, Howard Hawks).



Dignidad en tiempos del gansterismo: “CHICAGO, AÑO 30”, de NICHOLAS RAY

$
0
0


[NOTA PREVIA: COMO COMPLEMENTO A LA PUBLICACIÓN DE LA PRIMERA PARTE DEL “DOSSIER” NICHOLAS RAY QUE APARECE ESTE MES DE MAYO EN “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO/ RECICLO AQUÍ UN PAR DE VIEJOS TEXTOS MÍOS EN TORNO AL CINE DE RAY, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”. TRAS HABERLO HECHO, EN PRIMER LUGAR, CON “JOHNNY GUITAR” (1), PASO A HACERLO AHORA CON “CHICAGO, AÑO 30”.]


Chicago, año 30(Party Girl, 1958) es, como muchas otras películas de Nicholas Ray, la crónica de dos personajes que luchan por su dignidad. Un conflicto que, como digo, suele aparecer en prácticamente todos sus films, pero que adquiere un papel central en varios de los más logrados: They Live By Night (1949), Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949), In a Lonely Place (1950), On Dangerous Ground (1952), Johnny Guitar (ídem, 1954), Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955), Bigger Than Life (1956) y Los dientes del diablo (The Savage Innocents, 1960).


En Chicago, año 30, el abogado Tommy Farrell (Robert Taylor) y la bailarina Vicki Gaye (Cyd Charisse) reconocen el uno en el otro a dos personas que tratan de mantener su dignidad en el contexto más adverso a la misma. Tommy trabaja a las órdenes del hampón Rico Angelo (Lee J. Cobb), de quien conoce y desprecia su vileza, pero al que a pesar de todo obedece porque gracias al mucho dinero que le paga ha logrado alcanzar un estatus social que, en otras circunstancias, quizá jamás habría alcanzado, o no con tanta rapidez: Tommy suele decir que siempre quiso “triunfar”, y sobre todo, que quería hacerlo de forma “rápida”; eso fue lo que le motivó a la hora de estudiar leyes y convertirse en abogado criminalista, porque era la forma más rápida de conseguir éxito y dinero; hay que añadir aquí que esa obsesión de Tommy por la rapidez en la escalada social se debe al hecho de que es cojo desde los 12 años, y de que su vida cotidiana siempre habría estado marcada, por tanto, por la lentitud, dadas sus dificultades para caminar, y fue contra ese inconveniente físico que se rebeló con su decisión. Por su parte, Vicki se gana la vida alternando su trabajo de bailarina como “chica del coro” en un night-clubcon la asistencia a fiestas, como las que organiza el gánster Rico Angelo (es una “party girl”, como reza el título original de este film), a cambio de 100 dólares la noche; pero se mantiene en guardia ante los hombres: hace años, explica, siendo muy joven, se enamoró de un muchacho y acabó con el corazón roto; desde entonces, se guarda de la compañía de los hombres, que tan solo ven en ella a una hermosa mujer a la que pueden tratar como a un mero objeto.


No es casual, en este sentido, que Tommy y Vicki se conozcan precisamente en una de las fiestas de Angelo: el mafioso la está dando –dice– para olvidar algo que le ha entristecido: la actriz Jean Harlow acaba de casarse “con otro” (sic), y Angelo, fan irredento de la estrella, no puede soportarlo; en un momento dado, y completamente borracho, interrumpe la fiesta destrozando a tiros una foto de Harlow. Semejante “celebración”, repleta de “amigos” del gánster, sus compinches, los políticos y jueces a los que tiene engatusados o directamente “comprados” con su sucio dinero, y motivada por una excusa tan estúpida como la frustración de Angelo por la boda de Jean Harlow, dibuja a la perfección el contexto grotesco y vulgar donde Tommy y Vicki, dos personas “con clase”, han aceptado moverse –ambos quieren ganar dinero y vivir bien–, pero a cambio de no rebajar su dignidad más allá de lo debido. Ello explica que Tommy sea el único que se atreve a decirle a Angelo a la cara que es un ser despreciable, del mismo modo que Angelo tan solo tolera que sea Tommy quien le cante las verdades porque respeta su habilidad como abogado después de haberle sacado las castañas del fuego, librándole de ir a la cárcel, en tantas ocasiones.


No hay que despreciar el hecho de que hay en la dependencia de Angelo hacia las habilidades jurídicas de Tommy cierto componente homosexual: a fin de cuentas, Angelo celebra esa grotesca fiesta para olvidar a una actriz de Hollywood a la que probablemente jamás habría podido conseguir ni siquiera con todo su dinero; y, a pesar de que sus festejos están llenos de “party girls” destinadas a alegrar la vista de sus invitados masculinos, nunca le vemos con una de ellas, ni siquiera parece mirárselas. Es más, cuando Tommy le anuncia su intención de dejar su despacho de abogado en Chicago e irse a una tranquila ciudad de provincias junto con Vicki, Angelo casi le suplica que se quede (“te necesito”, le dice), antes de amenazarle con las únicas cosas que más pueden asustar a Tommy: romperle la cadera –en ese momento, Tommy está sometiéndose a un caro, largo y doloroso tratamiento médico destinado a mejorar sus andares– y arrojarle ácido a la cara a Vicki. Hay, asimismo, cierta velada homosexualidad en el hecho de que Angelo haya adoptado casi como a un “pupilo” al joven y violento mafioso Cookie La Motte (Corey Allen), al cual Tommy tiene que defender ante la acción de la justicia.   


Por tanto, la historia de amor entre Tommy y Vicki pasa por el reconocimiento mutuo de su condición de rebeldes que luchan contra su entorno, del mismo modo que la ruptura del “amor” entre Tommy y Angelo y su distanciamiento se produce cuando ambos hombres se dan cuenta de que hay una diferencia irreconciliable entre los dos: que Tommy no está dispuesto a seguir al lado de Angelo y haciendo siempre lo que a este le dé la gana que haga, porque ha encontrado otro sentido a la vida gracias al amor de Vicki, y Angelo se da cuenta de que ha sobrepasado la capacidad de aguante de Tommy con sus exigencias y que tan solo podrá obligarle a continuar a su lado mediante amenazas.


Se ha dicho en más de una ocasión que todos los protagonistas de Chicago, año 30 desempeñan un papel ante los demás. Eso queda muy claro en dos secuencias. La primera es la del juicio de la mano derecha de Angelo, el asesino Louis “Lucky Louie” Canetto (John Ireland), al cual Tommy defiende e incluso consigue librar de una condena a muerte: Tommy lleva a cabo una representación teatral ante el jurado, exagerando su cojera y enseñándoles un (falso) reloj de bolsillo supuesto regalo de su padre, para ganarse sus simpatías y conseguir así, y contra todo pronóstico, una sentencia absolutoria para “Lucky Louie” (la secuencia, extraordinaria, se cierra con un elegante encadenado justo en el momento en que Tommy está a punto de llevar a cabo su alegato jurídico: no es necesario mostrarlo: Tommy ya se ha metido en el bolsillo a los miembros del jurado y sabe –y, con él, el espectador– que conseguirá que no condenen a “Lucky Louie”). La otra secuencia a la que me refiero es la del número de baile protagonizado por Vicki en el club propiedad de Angelo, un trabajo que Tommy le ha conseguido; si bien a veces se ha dicho que la misma no es más que una concesión al estrellato de Cyd Charisse dentro del cine musical –recordemos que Chicago, año 30 es una producción Metro de los años 50: esta productora, en esa década, había logrado grandes éxitos dentro del género con Charisse de por medio (2)–, lo cierto es que, tal y como apuntó en su momento José María Latorre desde las páginas de Dirigido por…, y respecto a lo cual vuelvió a insistir en el texto que aparece en el folleto que acompañaba a la edición en DVD de la película a cargo de la firma Versus: “tanto Vicki Gaye como Tom Farrell actúan ante los demás, ella como bailarina en el club, él como abogado defensor de gánsteres. Cada uno tiene su propio método para ganarse las simpatías del público (en el caso de Tom vale decir del jurado): Vicki combinando sus movimientos felinos con su belleza y su vestuario”.


De ahí que la historia de amor entre Tommy y Vicki tenga tanta fuerza y consistencia: no se trata tan solo de la típica love story forzada, por exigencias del guion, entre las dos estrellas hollywoodienses que encabezan el reparto de Chicago, año 30, sino el resultado lógico de la relación de dos seres humanos que se conocen y se reconocen como afines. No es casual, en este sentido, que, en la antes mencionada secuencia del número musical de Vicki, Nicholas Ray inserte planos que ponen en directa relación a Tommy y Vicki, como si esta última le estuviese enseñando al primero que ella, también, lleva a cabo una representación teatralcomo la que él ha llevado a cabo ante el jurado durante el juicio a “Lucky Louie” y de la cual Vicki, sentada entre el público presente en la sala del tribunal, ha sido testigo privilegiado. Brillan, asimismo, otros dos grandes momentos. El primero: la bellísima secuencia nocturna en la cual Tommy conduce a Vicki a ver el puente levadizo de la ciudad, y le explica la historia de un niño –él mismo– que, a los 12 años, ganó a todos sus amigos del barrio al demostrarles su valor lanzándose desde lo alto del puente al agua del río, pero con tan mala fortuna que acabó cayendo sobre los engranajes y quedó cojo de por vida, lo cual al principio le enorgullecía pero luego empezó a amargarle tan pronto como, al crecer, se dio cuenta de que su cojera le impedía vivir la vida de los demás (caminar normalmente, salir con chicas…). El segundo: la excelente escena en la cual Vicki recibe en su camerino la insidiosa visita de Genevieve (Claire Kelly), la esposa de Tommy, de la cual está separado desde hace tiempo porque ella jamás le amó por sí mismo sino tan solo por su dinero, en la cual queda muy claro que Vicki, “la amante”, es una persona con una dignidad moral muy superior a la de Genevieve, “la esposa oficial” (3).  


Chicago, año 30es un film extraordinario sobre el cual se pueden apuntar muchas más cosas. Una de ellas es su simbólica condición de punto final del cine negro norteamericano en su acepción más “clásica”, la que nació precisamente al principio de la década de los treinta con el advenimiento del sonoro, y al mismo tiempo supone un anticipo de la moda del así llamado cine retro que se impondría en la cinematografía estadounidense entre finales de los sesenta y durante los años setenta, tomando precisamente al cine negro de los treinta como modelo estético, tal y como ejemplifican Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967), de Arthur Penn, o Chinatown (ídem, 1974), de Roman Polanski. No hay que olvidar que ya en el año de su producción, 1958, Chicago, año 30 ofrecía una reconstrucción de época. Y ese mismo carácter de recreación de tiempos pasados está jugado a fondo por Nicholas Ray mediante una barroca puesta en escena, en la cual los encuadres en Cinemascope y la riqueza del tratamiento del color confieren a la película una belleza visual hasta cierto punto “imposible”: es una visión poética sobre un pasado irreal. Ello se transmite, asimismo, por medio del tratamiento de la violencia, que al igual que las “actuaciones” de Tommy ante el jurado, o que los números de baile de Vicki, tiene algo de coreográfico, de estilizado, de irreal: el ya mencionado momento en que Angelo dispara contra el retrato de Jean Harlow; la escena en la que Tommy acompaña a Vicki al apartamento que esta última comparte con otra chica, y el descubrimiento de que esta última se ha suicidado, cortándose las venas dentro de una bañera llena ahora de agua roja; en particular, la brillante secuencia en la cual Angelo organiza una cena de homenaje a uno de sus compinches, Frankie Gasto (Aaron Saxon), la cual en realidad no es más que una excusa del mafioso para humillar y vejar a este por haber intentado hacer negocios a sus espaldas: Angelo golpea ferozmente a Frankie con el taco de billar de plata que le iba a regalar, un momento de brutalidad que Brian de Palma recrearía en parte en Los intocables de Eliot Ness (The Untouchables, 1987); o el clímax del relato, el tiroteo de los hombres de Angelo contra la policía y la muerte del mafioso, precipitándose por una ventana después de haberse arrojado accidentalmente a la cara el ácido que estaba destinado a destrozar las facciones de Vicki: ¿hace falta volver a insistir aquí en que esa intención de Angelo de echarle ácido a la cara a Vicki puede interpretarse como una muestra más de su deseo de “borrar” aquello que obstaculiza su propia relación con Tommy?

(2) Las famosas Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, y Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953), de Vincente Minnelli (y Brigadoon–ídem, 1954–, asimismo de Minnelli, si bien esta última en su época fue un fracaso comercial).  
(3) La escena está en versión original subtitulada, sin doblar, en el DVD de Versus, lo cual da a entender que quizá se trate de un momento cortado por la censura franquista en el momento del estreno del film en España, seguramente porque deja muy claro que Tommy es un hombre que sigue casado y que, por tanto, su relación amorosa con Vicki es extramatrimonial.


“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” y “DIRIGIDO POR…” de MAYO 2018, a la venta

$
0
0



Una vez más, el cine de superhéroes acapara la portada de Imágenes de Actualidad, cuyo núm. 390 adorna su tapa con Deadpool 2 (ídem, 2018, David Leitch), el reportaje de la cual se complementa con el retrato de una de sus protagonistas, Brianna Hildebrand, y con el artículo Más Deadpools que en el cielo.


También se destacan en portada el estreno de Han Solo: Una historia de Star Wars (Solo: A Star Wars Story, 2018, Ron Howard), cuyo reportaje se complementa con una entrevista con su protagonista, Alden Ehrenreich y el artículo Han Solo. 40 años de historias; y el estreno de la segunda temporada de la serie The Handmaid’s Tale (ídem, 2017- ), que se complementa con otra entrevista, la concedida por su protagonista, Elisabeth Moss.


El número se completa con los reportajes de Blanco perfecto (Downrange) (Downrange, 2017, Ryuhei Kitamura); 12 valientes (12 Strong, 2018, Nicolai Fuglsig), que se complementa con el artículo No solo Thor, en torno a su protagonista, Chris Hemsworth; La chica en la niebla (La ragazza nella nebbia, 2017, Donato Carrisi); Operación: Huracán (The Hurricane Heist, 2018, Rob Cohen); Verdad o reto (Truth or Dare, 2018, Jeff Wadlow), que se complementa con el reportaje Juegos terroríficos. ¡Cuidado en tu próxima fiesta!; Playground(Plac zabaw, 2016, Bartosz M. Kowalski); Borg vs. McEnroe (Borg McEnroe, 2017, Janus Metz); Lucky (ídem, 2017, John Carroll Lynch); y Amante por un día (L’amant d’un jour, 2017, Philippe Garrel). Así como con las secciones Series TV, que incluye reportajes sobre la segunda temporada de Westworld (ídem, 2017- ), la primera de Lost in Space (ídem, 2018), la tercera de Hap and Leonard (ídem, 2016- ), las tres miniseries que componen Cormoran Strike (Strike, 2016- ), y la serie El alienista (The Alienist, 2018); Además…, con otros estrenos del mes; News; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


La reciente emisión de la serie Cobra Kai (2018) me ha dado pie para hablar en la sección Cult Movie de la popularísima película que la inspira: Karate Kid (The Karate Kid, 1984, John G. Avildsen), “El hecho de que “Karate Kid” viniera firmada por John G. Avildsen sirvió para que fuera rápidamente bautizada como la versión adolescente de “Rocky”. De hecho, ambas comparten su condición de metáforas de superación personal, con la diferencia de que en “Rocky” las connotaciones sociológicas están, si cabe, más acentuadas que en “Karate Kid”, por más que en esta también podamos rastrear algunas”.


Cierro mi contribución a este número con las críticas de la excepcional Ready Player One (ídem, 2018, Steven Spielberg) y la aceptable Juego de ladrones (Den of Thieves, 2018, Christian Gudegast).



Por su parte, el núm. 488 de Dirigido por… dedica su portada a su principal contenido: la primera parte de un dossier dedicado a Nicholas Ray, y que este mes consta de los siguientes artículos: Nicholas Ray. El cineasta bien amado (Quim Casas), Adolescentes en conflicto. Almas perdidas(Nicolás Ruiz), Lugares solitarios. Ray y el (melo)drama criminal (Israel Paredes Badía), Johnny Guitar. En el interior del “western” (Anna Petrus), Johnny Guitar. Un estudio del color(Quim Casas), y Adolescentes, pistolas y tiempos convulsos (Juan Carlos Vizcaíno Martínez).


También se destacan en portada el estudio dedicado a Philippe Garrel, con motivo del estreno en España de Amante por un día (ambos, estudio y crítica, a cargo de Quim Casas), y las reseñas de El taller de escritura (L’Atelier, 2017), de Laurent Cantet (Israel Paredes Badía) y Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, 2018), de Anthony y Joe Russo (Quim Casas).


El número se completa con las críticas destacadas de El león duerme esta noche (Le lion est mort ce soir, 2017), de Nobuhiro Suwa (Quim Casas); Lean on Pete(ídem, 2017), de Andrew Haigh (Emilio M. Luna); La mujer que sabía leer (Le semeur, 2017), de Marine Francen (Quim Casas); y Caras y lugares (Visages villages, 2017), de Agnès Varda y JR (escrita por un servidor). Y con la sección Opinión, en la cual Diego Salgado nos habla de Cuando el censor eres tú. En torno a la cultura y la libertad de expresión; la sección Críticas, con comentarios de otros estrenos del mes; la sección In Memoriam, donde Carles Balagué rememora la figura del productor español Josep Antón Pérez Giner, y yo hago otro tanto con el japonés Isao Takahata y el italiano Vittorio Taviani; la sección Televisión, donde se comentan la primera temporada de Counterpart (ídem, 2017- ) [Joaquín Torán] y el documental de Judd Apatow The Zen Diaries of Garrt Shandling(ídem, 2018) [Óscar Brox]; la sección Home Cinema, con novedades en formato doméstico comentadas por Tonio L. Alarcón, Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Emilio M. Luna, Ramón Alfonso y, de nuevo, el que suscribe; Cine On-Line, con comentarios a cargo de Israel Paredes Badía, Héctor G. Barnés, Joaquín Torán y Ramón Alfonso Libros, con comentarios de Quim Casas, Antonio José Navarro, Israel Paredes Badía y Joaquín Vallet; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol; y la sección En busca del cine perdido, en donde hablo de Soy Cuba (1964), de Mikhail Kalatozov.


Como ya he avanzado, este mes firmo la crítica de Caras y lugares, de Agnès Varda y JR.


También firmo las reseñas de un par de películas bastante mejores de lo que se ha dicho, sobre todo la primera: El justiciero (Death Wish, 2018), de Eli Roth, e Inmersión (Submergence, 2017), de Wim Wenders.


Ya he avanzado, asimismo, que he escrito los perfiles de Isao Takahatay Vittorio Taviani para la sección In Memoriam.


Comento, en la sección Home Cinema, la edición española en formato doméstico de la primera temporada de la excelente serie fantástica de televisión American Gods (ídem, 2017- ).


Y, como asimismo he señalado, en la sección En busca del cine perdido, el extraordinario film de Mikhail Kalatozov Soy Cuba.


Web “Dirigido por...”: www.dirigidopor.es
Web “Imágenes de Actualidad”: www.imagenesdeactualidad.com
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com

Thanos: “VENGADORES: INFINITY WAR”, de VV.AA.

$
0
0


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, 2018) es el decimonoveno largometraje de los Marvel Studios y, en muchos sentidos, la culminación del proyecto cinematográfico del productor Kevin Feige. Una película que, como es bien sabido a estas alturas, y como ya es habitual dentro de la mecánica de los films que componen el Marvel Cinematographic Universe, es donde convergen todas las películas anteriores protagonizadas por Iron Man, el Capitán América, Thor, los Vengadores, el Doctor Strange, Hulk, Black Panther/ Pantera Negra y los Guardianes de la Galaxia que la han precedido, dado que depende argumental y narrativamente de aquéllas.


Dejando aparte sus cualidades intrínsecas, que las tiene, Vengadores: Infinity War supone la consagración de una determinada narrativa fílmica en el contexto de la superproducción hollywoodiense que podríamos definir –un tanto superficialmente, pero es tan solo para entendernos– como súper-relato, el cual vendría a ser a su vez, poco más o menos, una variante cinematográfica del hipertexto, es decir, de aquella herramienta que, según su definición académica, es “una herramienta con estructura no secuencial que permite crear, agregar, enlazar y compartir información de diversas fuentes por medio de enlaces asociativos. El hipertexto es texto que contiene enlaces a otros textos(1). Desde este punto de vista, Vengadores: Infinity War sería, hasta la fecha, el cierre provisional de un súper-relato que ha ido creciendo a lo largo de diecinueve películas siguiendo una técnica narrativa más o menos similar a la del hipertexto.


El concepto no es nuevo, como tampoco lo es el de hipertexto, pero en la formulación que ha hecho del mismo Marvel Studios puede y debe interpretarse como la constitución de un canon narrativo hasta no hace muchos años inédito en el contexto del cine comercial, por más que, insisto, en el fondo no estamos hablando de nada novedoso sino, por el contrario, de algo que tiene diversos precedentes. Efectivamente, lo que hace Marvel Studios en general, y Vengadores: Infinity War en particular, es recoger la herencia del serial cinematográficos de los años treinta y cuarenta, reproduciendo en parte su estructura episódica y su tendencia a culminar el metraje, breve, de cada entrega con un “momento álgido” o cliffhanger. Una estructura que inspiró, a su vez, la de las series de televisión y que, poco a poco, y siempre en combinación con el cine, ha terminado dando pie a esta recuperación y reformulación del serial que, en el fondo, es el súper-relato creado por las producciones cinematográficas de Marvel. Tampoco hay que olvidar que ese carácter de súper-relato se encuentra, por descontado, en muchos de los propios cómics Marvel, y naturalmente, en otros ámbitos culturales, como la literatura.


También me parece muy claro que este tipo de cosas no surgen de manera espontánea, sino como resultado de una determinada evolución. No me parece casual, en este sentido, que el triunfo del súper-relato “marvelita” coincida en un momento como el actual, en el cual se han dado y se siguen dando una serie de circunstancias propiciatorias. En primer lugar, el éxito actual de la televisión norteamericana, o, mejor dicho, del cine que se hace para televisión, puesto que, en puridad de conceptos, la “televisión”, como algo particular y separado del cine, no existe ni ha existido nunca. La televisión no es sino cine hecho para televisión, pues es del cine hecho para ser visto en salas, y no de ningún otro medio y, ni mucho menos, por generación espontánea, de donde el cine hecho para televisión ha tomado y absorbido todos sus recursos de lenguaje audiovisual. Un primer plano, un plano medio, un travelling, un contrapicado o un fuera de campo lo son tanto en el cine concebido para ser visto en salas de exhibición como en el cine hecho para televisión. Y, para no alargarnos, podríamos afirmar cosas muy parecidas de los videojuegos, que han bebido, y mucho, del cine –¿qué es el punto de vista del jugador sino, en muchas ocasiones, un travelling subjetivo en toda regla?–, con independencia de que, a posteriori, el cine también haya bebido de determinados tropos del lenguaje audiovisual del videojuego.


La diferencia, desde luego, reside en el modo de proyección/ difusión/ comercialización; y también, o al menos hasta hace poco, en la duración del súper-relato televisivo con respecto al relato cinematográfico convencional, prolongable en el primero de los casos a lo largo de horas y horas repartidas en diversas temporadas, o tandas, de capítulos. Pero ni tan siquiera eso es, ahora, una diferencia substancial, teniendo en cuenta la existencia de producciones cinematográficas de duración más prolongada de lo habitual, habiendo sido a mi entender fundamental, en este sentido, el éxito de la versión cinematográfica de El Señor de los Anillos realizada por Peter Jackson: tres largometrajes de tres horas de duración cada uno, y con abundantes minutos adicionales en sus ediciones especiales en formato doméstico, dando por resultado una película con una duración comparable, como mínimo, a la de la temporada de una serie de televisión moderna. Tampoco me parece casual que el éxito de El Señor de los Anillos según Jackson –años 2001, 2002 y 2003– anteceda por un año al de la serie que disparó el actual boomtelevisivo: Perdidos (2004-2010). Son fenómenos paralelos y al mismo tiempo interconectados, demostrativos de que hay una generación de espectadores dispuestos a ver, y devorar con fruición, súper-relatos para televisión y, también, súper-relatos en salas, sin entrar ahora en el tema de la multiplicidad de dispositivos de visionado doméstico o individualizado.


Marvel Studios, conscientes de que había/ hay una generación de espectadores dispuesta a consumir súper-relatos de cine hecho para ser visto en salas y de cine hecho para ser visto en televisión y derivados (como las plataformas digitales de visionado), ha dado un paso lógico hacia delante con sus producciones cinematográficas hasta llegar, como digo (y por ahora), hasta Vengadores: Infinity War, una película que es el colofón de determinadas tramas argumentales previamente desarrolladas en anteriores films “marvelitas”. Una película que exige el conocimiento previo de los films que la preceden dentro de la cronología/ súper-relato organizado por Marvel Studios bajo la supervisión del productor Kevin Feige, pero que al mismo tiempo quiere funcionar con autonomía propia porque, además de prolongar las tramas de sus predecesoras, propone a la vez un replanteamiento radical de las mismas, sobre todo en lo que se refiere a su clímax, sobradamente conocido a estas alturas pero sobre el cual no tengo intención de extenderme en demasía, consistente en la sorprendente eliminación de un más que notable número de superhéroes en beneficio del triunfo, a todos los niveles y al menos aparentemente, del personaje del villano, que en el fondo es el auténtico protagonista del relato: Thanos (Josh Brolin).


Cierto es que Vengadores: Infinity Warcontinúa las tramas de Capitán América: Civil War, Doctor Strange (Doctor Extraño), Guardianes de la Galaxia Vol. 2, Spiderman: Homecoming, Thor: Ragnarok y Black Panther allí donde estas películas las dejaron, pero eso funciona –y funciona bien– con independencia, insisto, de que sea Thanos el verdadero eje central de una trama que gira completamente alrededor suyo. Lamento desconocer las versiones gráficas originales, y por tanto no puedo opinar sobre si la adaptación que se ha hecho del mismo es o no buena, pero lo cierto es que hay que reconocer que al menos el Thanos cinematográfico es, sin duda alguna, uno de los villanos más atractivos ofrecidos hasta la fecha por el MCU, si no el que más. De entrada, el propósito del personaje es interesante, de puro delirante, y ese no es otro que conseguir las Gemas del Infinito, unas joyas que conceden un poder ilimitado a su dueño, y con ellas… destruir a la mitad del universo, convencido como está de que esa es no ya la mejor solución, sino la única, para depurar la maldad y las necesidades de todos los rincones del cosmos. No es casual, en este sentido, que Thanos esté presentado a lo largo del film como un personaje sorprendentemente trágico: no es un villano de una pieza, sino un ser que cree que esa reducción drástica a la mitad de población y planetas dará como resultado un nuevo universo más limpio y pacífico, en el que habrá suficientes recursos que permitan una subsistencia más segura y cómoda para los supervivientes. Desde luego que la idea de la depuración tiene connotaciones fascistas, por más que también haya en Thanos una especie de nihilismo idealista o de ideal nihilista: el personaje es consciente que la destrucción de medio universo es un acto monstruoso, y que dicho acto de colosales proporciones le convertirá para siempre en un maldito, pero también cree firmemente que las generaciones futuras le agradecerán su extraordinario sacrificio, pues ni siquiera él, con todo su ejército galáctico y sus superpoderes, saldrá indemne de semejante prueba.


Imbuido de su papel de demiurgo, ya en la primera secuencia Thanos consigue algo que, a priori, parecía imposible: darles una soberana paliza a Thor (Chris Hemsworth) y Hulk (Mark Ruffalo), y de paso, matar al primer gran personaje habitual del MCU de los muchos que acabarán cayendo en los minutos finales. Pero, a pesar de su crueldad, Thanos no está exento de debilidades humanas, pues siente un afecto profundo y sincero hacia su hija adoptiva, la componente de los Guardianes de la Galaxia Gamora (Zoe Saldana), y no por casualidad dos de los mejores momentos de la película se corresponden con otros tantos episodios que relacionan a ambos personajes. El primero es el flashback en el cual vemos cómo una Gamora niña (Ariana Greenblatt) conoció a Thanos, y como este la adoptó… el mismo día que ordenaba arrasar a todo su pueblo y matar a su familia; hay al respecto un plano magnífico: aquel en el que vemos a Thanos entreteniendo a la pequeña Gamora con el obsequio de un puñal de doble filo, mientras que, al fondo del encuadre, en segundo término y ligeramente desenfocado, intuimos a los soldados de Thanos fusilando a los indefensos conciudadanos de la niña. La segunda secuencia, crucial en el desarrollo del relato y en el dibujo del perfil psicológico de Thanos, es aquélla en la que este último y Gamora visitan un remoto planeta donde el villano tiene que conseguir la así llamada Gema del Alma, lo cual implicará para Thanos el mayor de los sacrificios personales: acabar con aquello que más se ama… Como me apuntaba off the recordel amigo Antonio José Navarro, un par de detalles irónicos de esta secuencia consisten, en primer lugar, en la fugaz visión, al fondo de uno de los encuadres, de dos gigantescas columnas de piedra que parecen el World Trade Center, y luego, el hecho de que la secuencia gire alrededor de un personaje interpretado precisamente por el actor Josh Brolin, el mismo que encarnara a George W. Bush Jr. en el film de Oliver Stone W. (ídem, 2008). Por otra parte, que el guardián de la Gema del Alma no sea otro que el famoso archirrival del Capitán América durante la Segunda Guerra Mundial, Cráneo Rojo –si bien aquí no lo interpreta Hugo Weaving, como en Capitán América: El primer Vengador, sino Ross Marquand–, vuelve a poner en relación la ideología de Thanos con el pensamiento nazi.


Vengadores: Infinity Warse aprovecha de la falta de necesidad de presentar a sus archiconocidos protagonistas, en beneficio de un relato de acción pura y prácticamente ininterrumpida a lo largo de dos horas y media. De hecho, la trama del film puede resumirse, a grandes rasgos, en una serie de batallas contra Thanos y sus secuaces por parte de distintos grupos de superhéroes, agrupados del siguiente modo: por un lado, Tony Stark/ Iron Man (Robert Downey Jr.), el Doctor Strange (Benedict Cumberbatch), Peter Parker/ Spiderman (Tom Holland) y un fugaz Wong (Benedict Wong), quienes más tarde se unen a los Guardianes de la Galaxia –Peter Quill/ Star-Lord (Chris Pratt), Rocket (Bradley Cooper), Drax (Dave Bautista), Mantis (Pom Klementieff), Groot (Vin Diesel)–; y, por otro, Steve Rogers/ Capitán América (Chris Evans), Natasha Romanoff/ Viuda Negra (Scarlett Johansson), Wanda Maximoff/ Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen), Visión (Paul Bettany) y Halcón (Anthony Mackie), a quienes luego se suman Bruce Banner –quien, tras convertirse en Hulk al principio del relato, ya no vuelve a hacerlo en toda la proyección (sic), ciñéndose una especie de versión gigante de la armadura de Iron Man–, James Rhodes/ Máquina de Guerra (Don Cheadle), el príncipe T’Challa/ Black Panther (Chadwick Boseman), Bucky Barnes/ El Soldado de Invierno (Sebastian Stan) y, in extremis, un recuperado Thor. Resulta como mínimo curioso pensar que, al contrario de lo que ocurría en el cine de los años cuarenta con las “reuniones de monstruos” de la Universal, pongamos por caso, consideradas ya en aquel entonces un signo inequívoco de decadencia artística y comercial, ahora esta “reunión en la cumbre marvelita” se considera –y, de hecho, así se ha saldado a nivel taquillero– un éxito absoluto.


El lector se habrá fijado cómo, al principio de estas líneas, he atribuido la autoría de esta película a “varios autores”. Confío en que se habrá fijado, asimismo, en que hasta ahora no he mencionado para nada el nombre de los realizadores de Vengadores: Infinity War, los hermanos Anthony y Joe Russo. Eso es aquí porque, aquí más que nunca –mucho más que en sus anteriores películas “marvelitas”: El Soldado de Invierno y Civil War–, los Russo ejercen, más que nunca, de capataces al servicio de Kevin Feige. A ello hay que añadir que las secuencias de acción, las más abundantes, corren a cargo, o cuanto menos, han sido supervisadas por el director de segunda unidad Alexander Witt, quien no por casualidad ocupa un lugar raro, pero preeminente, en los títulos de crédito; y, a juzgar por el resulta, podríamos meter la mano en el fuego, sin quemarnos, a la hora de considerarle un auténtico codirector del film, tan importante, ¿o más?, que los Russo.


¿Eso quiere decir que Vengadores: Infinity Wares una mala película? En absoluto. Que se trate de un film “impersonal”, en cuanto no ofrece una personalidad destacada/ destacable tras las cámaras, o, mejor dicho, que se trate, más bien, de una película “pluripersonal”, en cuanto suma de las diversas personalidades de sus numerosos responsables –a Feige, los Russo y Witt, no necesariamente por este orden, habría que añadir las unidades de especialistas y efectos visuales–, no quiere decir, como digo, que sea un mal film. Sin ser una obra perfecta, como consecuencia de la uniformidad de estilo que cubre, como un manto, a la mayoría de las películas de los Marvel Studios, Vengadores: Infinity War es, a pesar de todo, una de las mejores propuestas del estudio de Feige, y sin duda, el mejor trabajo “marvelita” de los Russo (dejando claro que ellos son responsables tan solo en parte de este éxito). Las abundantes secuencias de acción están bien rodadas, y lo que es mejor, el film está repleto de bellas escenografías y atractivos momentos fantastiques, sobresaliendo algunos como la infiltración de Iron Man y el Hombre Araña en la nave de uno de los esbirros de Thanos para rescatar al Doctor Strange; la imaginativa secuencia en el planeta-forja, que además de la divertida aparición especial del excelente Peter Dinklage interpretando ¡al gigante Eitri! (sic), hace gala de una tonalidad épica nada despreciable; o la batalla campal en las llanuras de Wakanda. La “obligada” secuencia post-créditos, que involucra al coronel Nick Fury (Samuel L. Jackson) y a la agente Hill (Cobie Smulders), no hace sino anunciar la próxima presencia del personaje que, en principio, será el encargado de deshacer el entuerto creado por Thanos en la próxima aventura cinematográfica de los Vengadores: el capitán (o capitana) Marvel, a cargo de la actriz Brie Larson, protagonista del film homónimo codirigido por Anna Boden y Ryan Fleck que llegará a los cines a principios del año que viene.

(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Hipertexto



“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de JUNIO 2018, a la venta

$
0
0


El núm. 391 de Imágenes de Actualidad dedica su portada al estreno más espectacular del mes de junio: Jurassic World: El reino caído(Jurassic World: Fallen Kingdom, 2018), de J.A. Bayona, cuyo extenso reportaje se complementa con una entrevista con su protagonista masculino, el últimamente ubicuo Chris Pratt, y con el artículo ¡Vente al parque!


La portada también destaca los avances de películas como Predator(The Predator, 2018, Shane Black), The Equalizer 2 (ídem, 2018, Antoine Fuqua), The House That Jack Built (Lars von Trier, 2018) y Venom(ídem, 2018, Ruben Fleischer), y los estrenos de la primera temporada de la serie de televisión Cobra Kai (ídem, 2018- ), y del estreno en VOD y en otros formatos domésticos de El infinito (The Endless, 2017), que se complementa con una entrevista con sus directores y protagonistas, Jason Benson y Aaron Moorehead.


Asimismo, hallamos los reportajes dedicados a Los extraños: Cacería nocturna (The Strangers: Prey at Night, 2018, Johannes Roberts); Hereditary (ídem, 2018, Ari Aster); Salyut-7, héroes en el espacio (Salyut-7, 2017, Klim Shipenko); El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018, Terry Gilliam), que se complementa con el artículo ¡Maldita película!; Mom and Dad (ídem, 2017, Brian Taylor), que se complementa con el artículo 100% puro Nic Cage; Lu Over the Wall (Yoake Tsugeru Lu No Uta, 2017, Masaaki Yuasa); A Taxi Driver. Los héroes de Gwangyu(Taeksi Unjeonsa, 2017, Jang Hoon); Tully (ídem, 2018, Jason Reitman), que se complementa con una entrevistacon su principal protagonista femenina, Charlize Theron; Con amor, Simon (Love, Simon, 2018, Greg Berlanti); ¡Qué guapa soy! (I Feel Pretty, 2018, Abby Kohn y Marc Silverstein); y Basada en hechos reales (D’apres une histoire vraie, 2017, Roman Polanski). Así ello hay que añadir las secciones Series TV, que también incluye reportajes sobre el estreno en VOD de Batman Ninja (ídem, 2018, Junpei Mizusaki), la segunda temporada de la serie Luke Cage(ídem, 2017- ), y la primera de Cloak & Dagger (ídem, 2018); Además…, con otros estrenos del mes; News; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El reciente fallecimiento del cineasta de origen checo Milos Forman me ha dado pie a rendirle homenaje en la sección Cult Movie, hablando este mes de Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975), “la fehaciente demostración del interés de Milos Forman por los personajes situados al margen de la sociedad, entendida esta última como un ente represivo que considera que están «locos» quienes no se someten a las normas establecidas”.


Mi contribución a este número se cierra con la crítica del interesante film de Philippe Garrel Amante por un día (L’amant d’un jour, 2017).

Web “Dirigido por...”: www.dirigidopor.es
Web “Imágenes de Actualidad”: www.imagenesdeactualidad.com
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com


“DIRIGIDO POR…” de JUNIO 2018, a la venta

$
0
0



Tully (ídem, 2018) es la película de portada del núm. 489 de Dirigido por… La crítica, que firma Diego Salgado, se complementa con una entrevista con el realizador Jason Reitman.


Se destacan en portada las críticas de Basada en hechos reales (D’aprés une histoire vraie, 2017), de Roman Polanski [Israel Paredes Badía] y Han Solo: Una historia de Star Wars (Solo: A Star Wars Story, 2018), de Ron Howard [Quim Casas], además de la crónica del Festival de Cannes 2018, a cargo de Ricardo Aldarondo y Carlos Elorza.


También se destaca en la tapa la segunda entrega del dossier en dos partes dedicado a Nicholas Ray, que este mes incluye los siguientes artículos: Las raíces, el hogar. The Lusty Men – We Can’t Go Home Again, de Héctor G. Barnés; Fugas bélicas. Infierno en las nubes – Bitter Victory, de Joaquín Vallet Rodrigo; Los últimos aventureros. Hot Blood – Wind Across the Everglades, de Óscar Brox; Dios se equivocó. Bigger Than Life, de un servidor; En el exilio europeo. La imprevista deriva hacia las superproducciones, de Ricardo Aldarondo; Ray y el cine moderno, de Quim Casas; y La muerte en directo. Relámpago sobre agua, de Rafel Miret.


Completando el número, hallamos las críticas destacadas de Deadpool 2 (ídem, 2018, David Leitch), también de un servidor; Disobedience (ídem, 2017, Sebastián Lelio), de Quim Casas; El hombre que mató a Don Quijote(The Man Who Killed Don Quixote, 2018, Terry Gilliam), asimismo de quien suscribe; y Western(ídem, 2017, Valeska Grisebach), de Joaquín Vallet Rodrigo. A todo ello hay que sumar la sección Opinión, en la que Tonio L. Alarcón habla de Película de festival, festivales de película; la sección Críticas, con comentarios de otros estrenos del mes; Televisión, con comentarios de las series The Terror [Quim Casas], El alienista [también mío], Barry [Óscar Brox] y The Rain[Nicolás Ruiz]; In Memoriam, en la que Valerio Carando hace una semblanza del malogrado Ermanno Olmi; Home Cinema, con novedades en formato doméstico comentadas por Juan Carlos Vizcaíno Martínez y Ramón Alfonso; Cine On-Line, con comentarios de Quim Casas, Diego Salgado, Joaquín Torán, Joaquín Vallet Rodrigo y Ramón Alfonso; Libros, con comentarios de Quim Casas, Israel Paredes Badía y Óscar Brox; Banda Sonora, de Joan Padrol; y Cinema Bis, en la que Antonio José Navarro comenta Y después, sin parar, hasta el final (Straight on Till Morning, 1972), de Peter Collinson.


Como ya he avanzado, mi contribución a este número consiste, en primer lugar, en el artículo Dios se equivocó. Bigger Than Life, para el dossier Nicholas Ray, dedicado a este extraordinario melodrama, para mi gusto una de las cumbres del cine de su autor.


También firmo las críticas de la singular Deadpool 2 y de la, por desgracia, fallida El hombre que mató a Don Quijote, así como de la mediocre, aunque divertida, Operación: Huracán (The Hurricane Heist, 2018, Rob Cohen).


Y, para la sección de Televisión, el comentario de la serie El alienista (The Alienist, 2018).


Web “Dirigido por...”: www.dirigidopor.es
Web “Imágenes de Actualidad”: www.imagenesdeactualidad.com
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com


Juventud, vocación y primeras experiencias de “HAN SOLO: UNA HISTORIA DE STAR WARS”, de RON HOWARD

$
0
0


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] ¡Menuda es la que ha liado Ron Howard por haberse atrevido a perpetrar uno de los crímenes más repugnantes de cuantos delitos de lesa “cinematograficidad” existen!: poner –dicen– sus sucias manos sobre un personaje amado hasta la idolatría y, para más inri, reemplazando a la pareja original de realizadores de lo que ha acabado siendo Han Solo: Una historia de Star Wars (Solo: A Star Wars Story, 2018); en adelante, Han Solo. Vaya por delante que Howard está lejos, muy lejos de ser un gran director; pero, vamos, y al menos que yo sepa, jamás ha matado a nadie, salvo que no me hayan llegado noticias de las víctimas mortales, fallecidas de puro aburrimiento, que se hayan producido en algunas salas donde se proyectaran algunas tonterías del Sr. Howard del calibre de Cocoon, Dulce hogar, ¡a veces!, Un horizonte muy lejano, EDtv, El Grinch o El código Da Vinci; y, la verdad, tampoco hay para tanto: Un, dos, tres… Splash!, Willow, Apolo 13, Ángeles y demoniosy, sobre todo, Llamaradas, eran/ son entretenidas; El desafío: Frost contra Nixon y Cinderella Man: El hombre que no se dejó tumbar, como mínimo, estimables; y en particular la gran rareza de su carrera, el westernDesapariciones, más que interesante.


Pero, por favor, ¿cómo vamos a comparar al advenedizo de Howard con la pareja de –dicen– genios que eran los directores inicialmente previstos para Han Solo, Phil Lord y Christopher Miller, los mismos de la, ciertamente, magnífica La LEGO película… y de las no tan magníficas –o quizá yo no supe apreciar su magnificencia– Infiltrados en clase e Infiltrados en la universidad? Y, lo que es peor, ¿a quién se le ocurre –siguen diciendo– “confiarle” a Howard un proyecto que, como en aquella olvidada película de Luigi Comencini sobre Casanova, nos narra la juventud –saltándose, eso sí, la infancia–, vocación y primeras experiencias de un personaje, el contrabandista del espacio Han Solo, que a estas alturas ocupa un podio cultural a la altura de las más excelsas creaciones de William Shakespeare? Mientras dejamos que los niños se entretengan dilucidando tan trascendentales cuestiones, que con toda probabilidad, y a juzgar por el terremoto desatado, acabará resolviéndose, felizmente, con el ajusticiamiento en la plaza pública del tío que tuvo la osadía de ganar un Oscar con Una mente maravillosa, lo cierto es que Han Solo, el film que ha firmado ese mismo tío, no es para lanzar cohetes, por descontado, pero tampoco para rasgarse las vestiduras, a no ser que, como se acerca el verano, uno empiece a dejarse llevar por los primeros calores o se tengan problemas derivados de una tensión arterial excesivamente alta.


Han Solo: the movietiene las ventajas e inconvenientes típicos de su carácter de spin-off de una franquicia tan conocida como Star Wars. Por un lado, la posibilidad de fantasear con los orígenes del personaje, encarnado aquí más que correctamente por Alden Ehrenreich, e incluso de jugar con ellos. Por otra parte, el problema que supone el tener que construir una intriga que, cronológicamente hablando, transcurre antes de los acontecimientos narrados en las otras cuatro películas en las que el personaje de Han ya hizo acto de presencia bajo los rasgos de Harrison Ford –La guerra de las galaxias, El Imperio contraataca, El retorno del Jedi y El despertar de la Fuerza–, y conseguir que dicha intriga enlace coherentemente con las mismas, pues se supone que el joven protagonista de Han Solo ni conoce ni sabe absolutamente nada de su futuro amor, la princesa Leia Organa, su futuro cuñado, Luke Skywalker, o de todos los demás personajes con quienes se relacionará años después. La excepción la constituye, por descontado, el fiel compañero de aventuras de Han ya desde la primera película dirigida por George Lucas, el wookie Chewbacca (Joonas Suotamo); y también, el viejo colega/ amigo/ rival de Han, Lando Calrissian, con los rasgos de Billy Dee Williams en El Imperio contraataca y El retorno del Jedi, y aquí con los de Donald Glover.


No obstante, hay que reconocer que los guionistas de Han Solo, Lawrence Kasdan y su hijo Jonathan –curioso caso, también, el de Kasdan padre, otro que pasa por “genio” a pesar de la extraordinaria irregularidad de su carrera como cineasta–, resuelven la papeleta con notable habilidad (y, mal que pese, Howard sabe aprovechar bastante bien aquellos aspectos de interés de ese guion). El arranque no está exento de atractivo: la presentación de Han y su compañera sentimental y de aventuras, Qi’ra (la simpática, aunque aquí no muy convincente, Emilia Clarke), en el planeta Corellia, donde ambos forman parte, a la fuerza, de la banda de una repulsiva criatura llamada Lady Proxima (voz, en v.o., de Linda Hunt), que les obliga a robar para ella, guarda ecos no de Shakespeare, por descontado, pero sí al menos del Oliver Twist de Dickens. Y a pesar, todo hay que decirlo, de lo convencional de ese arranque –sobre todo en lo que se refiere a la primera gran secuencia de acción del principio, una persecución automovilística, por lo demás no mal resuelta, destinada a ir “abriendo boca”–, llama la atención el tono relativamente sobrio, y más bien tirando a sombrío, del primer tercio del relato, no exento de cierto dramatismo: el que va desde esa inicial presentación del protagonista y su pareja –que incluye un apunte sobre el origen del apellido del personaje: “Solo”, traducción castellana del inglés “alone”…–, hasta su integración en la banda de ladrones capitaneada por el pícaro Beckett (el siempre excelente Woody Harrelson), pasando, cómo no, por el inicio de su amistad con Chewbacca, el cual incluye una estancia de tres años como soldado en las tropas imperiales. Tono sombrío realzado, asimismo, por la tonalidad tenebrosa de la fotografía y el diseño degradado de los escenarios, en particular los relacionados con las escenas bélicas: Han conoce a Beckett y sus colegas en pleno campo de batalla (una especie de versión “galáctica” de las trincheras de la Primera Guerra Mundial), y luego a Chewbacca, dentro de un pozo enfangado donde los soldados arrojan a sus víctimas para que –se supone– el wookie las devore. A pesar, como digo, del trasfondo convencional de los personajes y las situaciones, sus aventuras tienen un agradable sabor tradicional.


Está muy claro que Han Solo paga tributo a los fans de la franquicia galáctica, insertando subrepticiamente detalles/ guiños/ referencias (táchese lo que no proceda) destinadas a satisfacerles, por más que no abuse demasiado de ello: la manera como Han entiende perfectamente los gruñidos, en idioma wookie, de Chewie; la subrepticia aparición de los soldados y las naves imperiales, de un robot modelo R2 y, sobre todo, la de un villano al que dábamos por perdido desde La amenaza fantasma y que, miren ustedes por dónde, reaparece aquí; la partida de ajedrez animado con pequeñas figuras tridimensionales; la aparición especial de Warwick Davis en un papel secundario, que tiene la función de guiño doble: Davis fue, también, el personaje cuyo nombre daba título a Willow; etc., etc. Por no hablar, claro está, del momento en que Han ve por primera vez –tras habérsela ganado a las cartas a Lando, tal y como se explicaba, por otro lado, en El Imperio contraataca– la famosa nave conocida como el Halcón Milenario. Pero, como digo, y por fortuna, esos guiños no son, ni mucho menos, la base del relato, sino más bien detalles que, en ocasiones –caso, por ejemplo, del R2–, aparecen discretamente en segundo término de los encuadres, impidiendo que se hagan molestos.


Han Solono es ni pretende ser una obra maestra que pase a la historia del cine, sino más bien lo que es: un sencillo y más bien modesto relato de aventuras espaciales, que –como ya ocurría con La guerra de las galaxias– bebe a tragos largos del género del western. El robo en el tren monorraíl –una excelente secuencia de acción, acaso la mejor del film– guarda indudables ecos de tantos y tantos asaltos a caballo de un ferrocarril en marcha. Incluso la secuencia nocturna alrededor de una hoguera que precede al asalto, al día siguiente, del monorraíl es muy característica del género. La descripción del villano de la función, Dryden Vos (Paul Bettany), equivale a la de tantos y tantos terratenientes sin escrúpulos del Far West; incluso el detalle, digamos, “pintoresco” del puñal láser de doble filo que emplea para deshacerse de los sicarios que le han fallado en las misiones que les ha encomendado parece sacado de un spaghetti western. Es, asimismo, westerniana la descripción de la banda de desperados del espacio que lidera Efrys Vos (Erin Kellyman), en la cual se encuentra el germen de lo que será la futura Rebelión…



Ello no obsta para que Han Solo tenga en su haber aspectos fallidos. Un aspecto escasamente desaprovechado es, por ejemplo, la relación cuasi-amorosa que vincula a Lando con L3-37 (Phoebe Waller-Bridge), el androide femenino, y feminista, que se indigna al ver a otros compañeros y compañeras de especie cibernética convertidos en vulgares entretenimientos, obligándoles a pelear entre sí cual gallos o perros en los tugurios, o trabajando como esclavos en las minas de coaxium en el planeta Kessel, incitándolos a la rebelión contra sus amos (lo cual, por otro lado, da pie a otra más que aceptable secuencia de acción inspirada, en este caso, en el péplum). Tampoco adquiere el relieve deseable el ya citado personaje de Qi’ra, no solo por la aquí desafortunada labor de la normalmente estupenda Emilia Clarke como, también, por la pobreza de su caracterización a nivel de guion: una joven –como apuntaba Quim Casas en una reciente crítica para Dirigido por…– cortada, más o menos, por el patrón de la femme fatale, pero a la que le falta desarrollo: no por casualidad, Han Soloconcluye con un final abierto, a la espera de que nuevas películas nos desvelen qué ocurrió con Qi’ra, y sobre todo, con Han y Chewie antes de que Luke, Obi-Wan Kenobi, C-3PO y R2-D2 alquilaran su nave para un viaje repleto de inesperadas aventuras. 



El vampiro romántico: “DRÁCULA”, de JOHN BADHAM

$
0
0


Como si formara parte de un ciclo temporal predeterminado, las circunstancias que favorecieron la producción de esta versión de Drácula (Dracula, 1979) fueron bastante parecidas a las que alumbraron la realización, casi cincuenta años antes, de la famosa adaptación de Drácula (Dracula, 1931) realizada por Tod Browning. Del mismo modo que esta última vio la luz con vistas a aprovechar el gran éxito que había tenido el actor Bela Lugosi en los escenarios representando la adaptación teatral de la novela de Bram Stoker escrita por Hamilton Deane y John L. Balderstone, el remake dirigido por John Badham sería en gran medida resultado del triunfo cosechado por el actor Frank Langella en los escenarios de Broadway con un nuevo montaje de la obra de teatro de Deane y Balderston representado en 1977. A ello hay que añadir otros factores ambientales no menos decisivos, como el auge del cine de terror de finales de los setenta: téngase en cuenta que Drácula sería producida tan solo un año después que La noche de Halloween (Halloween, 1978, John Carpenter) y el mismo que Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott), por poner un par de ejemplos.


Si bien la obra de teatro de Deane y Balderston se representó en Broadway por primera vez en 1927, con Lugosi como protagonista, sería el montaje de 1977 el que lanzaría a la fama a Langella y daría pie a la película de Badham. Destaquemos que este montaje contaba con decorados y vestuario diseñados por el prestigioso ilustrador Edward Gorey, ya empleados en un montaje de 1971, cuyo diseño en blanco y negro causó auténtica sensación. Langella estuvo haciendo el papel durante ocho meses consecutivos, hasta que se marchó a Inglaterra para rodar el film, siendo reemplazado por el malogrado Raúl Julia. Badham, nacido en Gran Bretaña en 1939 pero que ha desarrollado su carrera como realizador en los Estados Unidos, ha confesado en más de una ocasión que Drácula no fue un accidente en su carrera, sino un proyecto surgido de un interés personal hacia el mismo desde el día que asistió en Nueva York a una representación de la obra de teatro protagonizada por Langella. Por esas fechas la Universal, la misma productora de la clásica versión de Browning, se había hecho eco del éxito de Langella en Broadway y había empezado a especular con la posibilidad de un remake. Si bien puede parecer extraño que al final acabaran confiándole las riendas del proyecto a alguien que tan solo acreditaba hasta ese momento una serie de trabajos para televisión y, sobre todo, una película tan diferente a Dráculacomo Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), lo cierto es que, según el propio Badham, “tuve mucha suerte, pues precisamente por el hecho de haber tenido tanto éxito con “Fiebre del sábado noche” mucha gente de la industria tenía fe en mí”.


Drácula cuenta con un guion escrito por W.D. Richter. Responsable de una variopinta serie de libretos –entre ellos Nickelodeón: Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976, Peter Bogdanovich), La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1978, Philip Kaufman,), La tienda (Needful Things, 1993, Fraser Heston,) o A casa por vacaciones (Home for the Holidays, 1995, Jodie Foster)– y director de un rarísimo film de culto, The Adventures of Buckaroo Banzai Across the Eight Dimension (1984) –increíble pastiche de ciencia ficción con Peter Weller, John Lithgow, Ellen Barkin, Jeff Goldblum y Christopher Lloyd–, Richter conocía a Badham por esa época y ambos habían hecho muy buenas migas, hasta el punto que el primero propuso al segundo para que dirigiera otra película que había escrito, el melodrama carcelario Brubaker (ídem, 1980), que al final realizó Stuart Rosenberg, con Robert Redford de protagonista. Richter invirtió diez semanas de trabajo intensivo en el guion de Drácula, haciendo mucho caso de diversas sugerencias de Badham, entre ellas hacer una nueva versión de la obra de Stoker en la que se potenciara el atractivo seductor del personaje y que a la vez respetara la estructura de la adaptación teatral de Deane y Balderston, pero que al mismo tiempo estuviera espiritualmente más próxima al libro original que a aquélla. Tanto es así que Richter confiesa haber escrito el guion pensando, sobre todo, en la novela de Stoker y no tanto en su versión teatral, que había visto hacía años pero que prefirió expresamente no revisar a fin de conseguir que el guion fuera lo más fresco e innovador posible. Eso explica algunos singulares cambios respecto a otras versiones, como por ejemplo que aquí Drácula no exhiba sus famosos colmillos, que Van Helsing sea padre de Mina y el Dr. Seward lo sea a su vez de Lucy, o que esta última sea el principal interés amoroso del vampiro en vez de Mina.


Frank Langella, en el papel de Drácula, era la elección lógica tanto del director como de la Universal, habida cuenta que el film se había montado en parte gracias a él, y eso a pesar de que el actor contaba con escasa experiencia ante las cámaras –previamente había intervenido en títulos como El misterio de las doce sillas, La mansión bajo los árboles o La ira de Dios–, aunque posteriormente se ha prodigado en multitud de películas, por lo general en papeles de carácter. El resto del reparto se completó con un elenco de auténtico lujo. Sir Laurence Olivier, uno de los más prestigiosos actores británicos de todos los tiempos, encarnaría a Abraham Van Helsing, enemigo acérrimo de Drácula. Otro gran actor inglés, Donald Pleasence, tendría a su cargo el papel del Dr. Seward. Kate Nelligan, estupenda actriz canadiense luego vista en El ojo de la aguja, Frankie y Johnny, El príncipe de las mareas, Lobo o Las normas de la casa de la sidra, interpretaría a Lucy. También destacan las presencias de intérpretes británicos como Trevor Eve en el papel de Jonathan Harker, Jan Francis en el de Mina y Tony Haygarth en el del demente Renfield.


Con un presupuesto de 10 millones de dólares, medio-alto para los parámetros de la época, Dráculase rodó entre finales de octubre de 1978 y principios de febrero de 1979 en los auténticos escenarios ingleses donde transcurre su acción, más concretamente en la zona de Cornwall. La localidad de Tintagel, el hotel King Arthur’s Castle –un establecimiento que cerraba durante el invierno y que, convenientemente remodelado, fue convertido en el sanatorio mental del Dr. Seward– y sobre todo el castillo de St. Michael’s Mount –transformado, por obra y gracia de los decoradores, en la abadía de Carfax, lugar donde reposa el vampiro durante el día– fueron los enclaves elegidos. Albert Whitlock, uno de los grandes nombres de los efectos especiales de la historia del cine, se hizo cargo de las matte paintings, es decir, pinturas sobre vidrio que se empleaban como fondos en diversos planos trucados para reproducir falsos paisajes o escenarios. Roy Arbogast estuvo a cargo de los efectos mecánicos, sobre todo los relativos al vuelo de murciélagos, las escenas en las que Drácula baja por las paredes o la maqueta del navío que naufraga al principio del relato. Uno de los trucajes más sencillos fue, en su momento, uno de los más celebrados: aquella escena en la que Drácula atraviesa una ventana abierta de un salto y se transforma en lobo.


La labor de los actores proporcionó las anécdotas más jugosas de un rodaje que, por lo demás, transcurrió sin graves incidentes. Langella recuerda que una de las mayores dificultades que tuvo que afrontar residió en la adaptación de su manera de interpretar al personaje en el teatro a la hora de hacerlo ante las cámaras, pues sobre el escenario su interpretación resultaba más irónica y menos romántica que en el cine. Una dificultad añadida se debió a la escasez de tiempo para preparar su papel: según el actor, concluyó su última representación de la obra de teatro en Broadway un sábado y el lunes ya se encontraba en Inglaterra rodando. También tuvo que hacer frente a un considerable desafío físico el día que estuvo alrededor de 14 horas rodando la escena de la muerte de Drácula, colgado del palo mayor de un barco y destruido por la luz del sol, sujeto con cables a unos doce metros del suelo (sic).


Cuando Laurence Olivier rodó Drácula, su edad –sobrepasaba los 70 años– y en particular sus problemas de salud –por esa época acababa de salir de un duro tratamiento contra el cáncer– habían mermado notablemente sus fuerzas, aunque el gran actor se entregaba a su trabajo con su profesionalidad de siempre. Badham recuerda que Olivier siempre estuvo dispuesto a rodar en persona algunos momentos físicamente fatigosos, aunque en ocasiones contó con un doble para las escenas peligrosas, por ejemplo, la secuencia de la pelea final de Van Helsing y Harker contra Drácula en la bodega del barco con el que intenta huir, junto con Lucy, reposando ambos dentro de una caja: “El doble de Olivier se llamaba Harry (no recuerdo ahora su apellido). En una escena en la que Olivier tenía que correr por el manicomio, atravesar una puerta y descubrir a un bebé que ha sido atacado por un vampiro, le dije: “Si te parece bien será Harry quien lo haga”. Y él me respondió: “No, no. Quiero hacerlo. Es más: ¡debo hacerlo!”. Y lo hizo, corrió por el pasillo, pero despacio. Y cuando digo “despacio” quiero decir “MUY DESPACIO”. Se detuvo en la puerta, se me quedó mirando, puso una expresión triste y me dijo: “Bueno… Creo que al final necesitaremos a Harry…””. Las penurias físicas de Olivier no terminaron ahí, pues otro día, rodando en exteriores una crucial escena en la que Van Helsing, Seward y Harker detienen a Lucy, quien trata de llegar al castillo de Drácula conduciendo una pequeña calesa tirada por un caballo, la tensión dramática de la misma jugó una mala pasada al actor. Tras varias tomas, la actriz Kate Nelligan, sugestionada por el calor emocional de la escena, en la cual tenía que blandir un bastón para fustigar a su caballo, se dejó llevar y, “saliéndose del guion”, propinó un bastonazo a Olivier en el hombro. Dicha improvisación gustó tanto a Badham que decidió conservarla tal y como se ve en la película.


Estrenada en los Estados Unidos a mediados de 1979, Drácula se saldó con un relativo éxito o fracaso comercial, según se mire: recaudó en los Estados Unidos unos 10.500.000 dólares, cubriendo por tanto algo más de su coste de producción, pero sin llegar a ser el triunfo taquillero que la Universal esperaba conseguir. Tras Drácula se escondía, la intención de aprovechar el boom del cine de terror de finales de los setenta, pero el film resultante no tuvo nada que ver con la moda psycho-killer imperante en el momento de su estreno, lo cual explicaría, dada su condición de película a contracorriente, su escasa acogida comercial. No obstante, el film acabó dando mucho dinero en su posterior explotación en vídeo, aumentando desde entonces su condición de cult-movie, si bien es verdad que acabó siendo un punto y aparte en la carrera de su director y del cine fantástico de su época. 


Las reticencias que todavía puede suscitar esta excelente versión de Drácula residen en el nombre de su realizador, John Badham, cineasta conocido sobre todo por Fiebre del sábado noche y por diversos exponentes del cine de acción de los ochenta, como El trueno azul (Blue Thunder, 1982) o Juegos de guerra (War Games, 1983), por citar los más logrados, y luego firmante de productos progresivamente peores (Cortocircuito, Procedimiento ilegal, Dos pájaros a tiro, Colegas a la fuerza, La asesina, A la hora señalada, Incógnito). En cualquier caso, con independencia de agrado o rechazo que puedan suscitar sus films, hay dos cosas que también están claras: a) Badham nunca ha alardeado de pretensiones artísticas, lo cual no debe entenderse como una excusa pero tampoco como un agravio: sus películas, sobre todo las últimas, son tan impersonales que ni se merecen ser objeto de agrias discusiones; y b) siendo así, no se explica que Badham consiguiera tan interesantes resultados con Drácula, lo que permite sospechar que, en determinadas circunstancias (personales, de producción), más de un realizador anodino o poco estimulante se ha crecido, casualmente o no, ante proyectos de género fantástico: recuérdense los casos de Richard Donner y La profecía (The Omen, 1976) o el de Mary Reilly (ídem, 1996), para el que suscribe una de las mejores películas de Stephen Frears (dicho así, en voz baja, para que nadie se enfade).


Tras Drácula, versión Badham, se escondía, a priori, la intención de aprovechar el boomdel cine de terror de finales de los setenta mediante una nueva adaptación a lo grande de la obra teatral de Deane y Balderston sobre el personaje de Stoker. Sin embargo, el film resultante no tuvo, por fortuna, nada que ver con los pronósticos más pesimistas: va más allá de sus orígenes teatrales de una manera totalmente cinematográfica, e incluso ofrece una lectura en profundidad sobre el personaje que está espiritualmente más cerca del libro de Stoker que de la pieza de Deane y Balderston; es una película absolutamente ajena a la moda de psycho-killers imperante en el momento de su estreno, y casi a contracorriente del resto del cine norteamericano de la época; y, mal que pese, la interpretación de Langella es soberbia, innovadora y personal, en una caracterización que nada tiene que ver ni con las anteriores de Bela Lugosi y Christopher Lee ni con la posterior de Gary Oldman enDrácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992, Francis Ford Coppola). Tierno y cruel, seductor y corruptor o, como sugiere Roberto Cueto, byroniano–en su muy recomendable libro Cien bandas sonoras de la historia del cine (Nuer Ediciones, 1996)–, el Drácula de Badham y Langella logró lo que no conseguiría James V. Hart en su guion para la versión de Coppola: delimitar las connotaciones románticas del personaje, pero sin destruir sus características malignas y transgresoras. El romanticismo de esta versión de Drácula no tiene nada que ver con el devaluado, degradado y descafeinado sentido actual del término, sino que está más cerca de aquél que lo entendía como exaltación, furiosa y apasionada, de los sentimientos: amor y odio, pasión y dolor, cólera y ternura.


Drácula traza un espléndido contraste –tan bien dibujado como en los mejores films de la Hammer– entre la sociedad victoriana, cerrada y represora, y la liberación sensitiva propuesta por el vampiro. A partir de la singular variación de los personajes de Stoker, en la que, como hemos visto, Lucy ahora es la hija del Dr. Seward y prometida de Jonathan Harker, mientras que Mina tiene por padre al profesor Van Helsing, la película ofrece un atrevido discurso moral: Drácula vampiriza primero a Mina, joven frágil y enfermiza a la que convierte no en una mujer voluptuosa, sino en un engendro que pasea tristemente por unos sórdidos túneles mineros, y a continuación elige a Lucy, muchacha fuerte y temperamental, para que sea su reina en el más allá. Por otro lado, hay un agudo enfrentamiento entre los cazadores de vampiros, un Van Helsing tenaz y vengativo, un Harker mediocre e indigno de Lucy, y un Seward pragmático y comilón, contra un Drácula que les supera en todos los conceptos, de gestos elegantes, educación refinada y sofisticada inteligencia.


La película marca diferencias con otras versiones, anteriores y posteriores, desde su primera secuencia: con el excepcional acompañamiento musical de la música de John Williams, en la que sin duda es una de sus mejores composiciones, y mientras se suceden los títulos de crédito, la cámara sobrevuela el océano y se acerca a la imponente figura de un castillo –en realidad, un soberbio matte painting de Albert Whitlock–, cuya silueta se recorta a la luz del atardecer sobre un acantilado a la orilla del mar; pero, atención, la cámara no “penetra” en el castillo, sino que lo sobrevuela, yendo allá, hacia la línea del horizonte marino… Una manera de indicarnos, ya de entrada, que esta versión de Drácula no transcurrirá, en todo o en parte, en el castillo del conde, sino que va más allá. Y, efectivamente, en la siguiente secuencia ya vemos un barco, el Démeter, navegando con torpeza en medio de una terrible tempestad nocturna; un barco en el que –como saben, de antemano, los lectores de Stoker– viaja Drácula, llegando ya a su destino, las costas de Inglaterra, después de haberse cebado con la sangre de la tripulación del Démeter, cuyos escasos supervivientes intentan, inútilmente, deshacerse de él arrojándole por la borda dentro de la caja donde, escondido, reposa.


Las escenas inmediatamente posteriores están magníficamente construidas. Tenemos, primero, una somera descripción del sórdido ambiente del manicomio –por aquel entonces no eran, como ahora, residencias psiquiátricas– del Dr. Seward, en el que los orates, aterrorizados por los relámpagos y los truenos que acompañan a esa misma tempestad que está azotando al Démeter, convierten el recinto en una especie de antro infernal que, salvando las distancias, guarda ecos de ese genial relato satírico de Edgar Allan Poe titulado –dependiendo de las traducciones– El método del doctor Alquitrán y el profesor Pluma. Paralelamente, asistimos a la presentación de Lucy y Mina en el dormitorio de esta última: la primera –ya lo hemos apuntado–, fuerte y decidida, una mujer avanzada a su tiempo, la segunda, débil y enfermiza; de hecho, la fortaleza de Lucy –una excelente Kate Nelligan, en una interpretación que la convierte para mi gusto, y aun a riesgo de exagerar, en la mejor “novia de Drácula” de la historia del cine–, está puesta de manifiesto desde el momento en que su padre, el Dr. Seward, pide que la llamen para que, en medio del tumulto de dementes asustados, venga a ayudar a una paciente, Annie (Janine Duvitski), a calmar a su bebé.


No es casual, por tanto, que sea Mina, tan pronto se queda sola en el dormitorio, la primera en acudir, a distancia, a la llamada silenciosa pero poderosa del vampiro: la joven se levanta de la cama, mira por la ventana, ver al Démeter acercándose peligrosamente a las rocas contra las cuales, finalmente, encallará, y echa a correr bajo la lluvia hacia el lugar del naufragio. Una vez allí, mojada, será la primera en ver a Drácula convertido, en primer lugar, en lobo, y una vez dentro de la cueva donde el animal se ha refugiado, en un hombre, tumbado en el suelo y de espaldas a la cámara: su chaqueta tiene un cuello y unos puños velludos cuyo pelaje es idéntico al del lobo que hemos visto momentos antes; pero, a pesar de la apariencia humana del personaje, sigue habiendo en él algo animalesco: Mina se agacha al lado del conde, y de la manga de la chaqueta de este último sale, lentamente, su mano, moviendo los dedos como si fueran las patas de una araña, hasta “atrapar” la mano de Mina, en lo que podemos interpretar como un guiño a Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1965, Terence Fisher); guiño que, en cierta medida, Badham repetirá en ese plano posterior de la mano del vampiro levantando la tapa de la caja donde reposa una vez instalado en la abadía de Carfax.


Drácula derrocha belleza y elegancia, sugerencias y poder expresivo. Por ejemplo, la fascinante actuación gestual de Langella, y la elegancia con la que Badham la filma, y que recalca, paradójicamente, la condición no-humana del personaje. A tales efectos, Drácula lleva a cabo ante los demás (sus potenciales víctimas) una suerte de representación teatral en una secuencia, la de la cena en casa del Dr. Seward, que posiblemente sea el fragmento más hermoso de la carrera de su director: su entrada en el salón; su forma de desprenderse de la capa, cazada al vuelo por el criado; sus gestos con las manos, y sus miradas, cuando sugestiona a Mina hasta colocarla al borde del desmayo, y a continuación la hipnotiza; su manera de rechazar, cortésmente, la cena y el vino que le sirven; la forma como mira la sangre que brota del dedo de Swales (Teddy Turner), el criado del Dr. Seward, que se ha cortado accidentalmente mientras trinchaba un asado; y, en particular, el vals con Lucy que cierra la secuencia, y que no hace más que afianzar los lazos que le unirán con ella.


Después de la cena, Lucy se levanta de la cama que comparte con Mina y desciende a la planta baja de la casa. La vivienda está silenciosa y a oscuras. La joven se acerca a una ventana y mira al exterior; de repente, algo se agita bruscamente a su lado, detrás de una cortina que, agitada de tal modo, parece por un momento la capa de Drácula; pero no: es Harker, su prometido, quien acaba de asustar a Lucy. Significativamente, ese “susto” no lo suministra Drácula, como sería lo convencional, lo “terroríficamente correcto”, sino un personaje, Harker, que en el fondo “amenaza” a Lucy con el “terror” de una vida anodina y gris. La pareja sale al jardín y, una vez allí, se besa. La cámara, en semipicado, efectúa una panorámica hacia arriba que muestra, sobre la barandilla de piedra del piso superior, la mano de Drácula posándose sobre ella, y luego, al conde, mirando, silencioso y amenazador, a la pareja. A continuación, en otra excelente escena, Drácula trepa por la pared, como un reptil –detalle este sacado de la novela de Stoker y poco explotado por el cine y la televisión: Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970, Roy Ward Baker), el Count Dracula (1977) televisivo de Philip Saville, Drácula de Bram Stoker–, se introduce en el dormitorio de Mina, y bebe su sangre. La inicialmente aterrorizada Mina da rienda suelta a la sensualidad que despierta en ella ese vampiro cuya presencia intuyó en la lejanía, acercándose por el océano, a través de esa misma ventana que el conde acaba de usar para entrar en su alcoba y poseerla. La secuencia se cierra con Lucy y Harker, sentados en el invernadero, mientras oyen de fondo el aullido del mismo lobo que Mina vio saltar del Démeter aquella fatídica noche.


Tras la muerte de Mina, misteriosamente desangrada, el conde invita al Dr. Seward y a su hija a cenar. El doctor le dice a su hija que no deberían asistir, pues esa misma noche llegará en tren su amigo Abraham Van Helsing, padre de la difunta Mina, para recoger el cadáver de su hija. Pero Lucy insiste en acudir a esa cena, dice, para no ser descortés con el conde… si bien la atracción que empieza a sentir hacia el mismo ya es más que evidente (e, insistamos de nuevo, Kate Nelligan la matiza espléndidamente con su magnífica interpretación). Camino de la abadía de Carfax a bordo de la calesa que ha enviado Drácula –la misma calesa sin conductor de la cual se valió el conde la noche antes para viajar hasta la casa de Seward–, Lucy escucha, a lo lejos, aullidos de lobos: de nuevo el lobo como símbolo de la sexualidad animal y como llamada a la sensualidad, tal y como luego sugeriría Angela Carter en su libro de relatos La cámara sangrienta, fuente de inspiración de Neil Jordan para En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984). Aullidos que, como digo, acompañan a Lucy en su viaje al encuentro de Drácula y que, por medio de un ingenioso encadenado sonoro, se mezclan y al mismo tiempo se ponen en relación con el silbato del tren que se detiene en la estación de Whitby, del cual descenderá la mayor amenaza para Drácula: Van Helsing.


La llegada de Lucy a la abadía de Carfax está rematada con un espectacular efecto estético y escenográfico: la joven llama a la enorme puerta de doble hoja y, de repente, esta se abre, lentamente, para mostrarnos el salón de la abadía y la mesa del comedor cubiertos por docenas y docenas de velas, en una idea que Coppola retomaría, corregida y aumentada, para su Drácula de Bram Stoker. Una idea que, como recordarán los lectores de Dirigido por… o de su libro El cine fantástico, no era del agrado de José María Latorre, que aun gustándole esta película la consideraba uno de sus puntos flacos, cuando a mi entender creo que expresa muy bien la idea que, de esta manera, Lucy entra en un mundo mágico y a la vez artificial, expresamente preparado por Drácula para seducirla. No por casualidad, la conversación de Drácula y Lucy mientras cenan está resuelta por Badham en una serie de precisos primeros planos de ambos comensales en planos/ contraplanos ligera y progresivamente más cerrados, coincidiendo con el mayor grado de aproximación emocional entre ambos personajes. Las velas sobre la mesa, colocadas a modo de focos de luz desenfocados, crean un efecto irreal y a la vez enfermizo como consecuencia del empleo de teleobjetivos que, por una vez y sin que sirva de precedente, se revelan adecuados para expresar la “vampirización” física y psíquica que está sufriendo Lucy –por más que sea de buen grado– a manos del conde, expresada en esos encuadres y esas lentes que no hacen sino escrutar los rostros de los personajes de una manera casi obscena.


Una buena prueba del rigor con el cual está construido el film reside en un espléndido detalle visual de esta misma secuencia: tras la apertura de las puertas de la abadía, y antes de que la muchacha y el conde se sienten a cenar, vemos a Lucy entrar en el recinto; entonces, Badham inserta un espléndido plano general en semipicado sobre la muchacha, vista a través de una telaraña; sobre la misma se pasea una araña, desplazándose lentamente hacia el punto del plano en el cual coinciden ambas, la araña y Lucy; y, justo en ese preciso instante, el plano se corta y aparece Drácula para recibir a la joven, como esa araña que acaba de atrapar a su víctima en la red que ha preparado al efecto. Más avanzada la proyección, en la escena en la que Harker visita a una vampirizada Lucy en la habitación acolchada del manicomio donde su padre se ha visto obligada a encerrarla, Badham recurre a un encuadre muy similar, buscando –y consiguiendo– una equivalencia con el plano en semipicado que hemos comentado con anterioridad: ahora es otro plano general, también en semipicado, en el cual vemos a Lucy acercándose, amenazadoramente, a Harker, visto ambos a través del techo enrejado de la celda que, desde ese ángulo, asimismo parece una especie de telaraña, pero de metal.


La presencia animal en el Dráculade Badham es constante. El conde sobrevive al naufragio del Démeter transformado en lobo. Momentos antes, hemos visto su garra, medio lupina y medio humana, brotando de la caja que usa como ataúd para descansar y desgarrando el cuello de uno de los marineros que intentaba arrojarle por la borda. El pelaje del lobo aparece en el cuello y los puños de la chaqueta que Drácula lleva puesta cuando Mina le descubre en la cueva de la playa y, recordemos, su mano se mueve como una araña para coger la mano de Mina. También parece una araña la mano que vemos abriendo la tapa de la caja-ataúd de Drácula en la abadía de Carfax, o la que se posa sobre la barandilla de la casa del Dr. Seward mientras el vampiro espía a Lucy y Harker desde el balcón. Un aullido de lobo, repetimos, expresa elípticamente la posesión de Mina a manos de Drácula. Los lobos aúllan mientras Lucy se dirige a la abadía para cenar con el conde. Una araña, volvamos a recordar, avanza sobre su tela justo encima de Lucy cuando entra en la abadía, precediendo a la entrada en escena de la “araña” más peligrosa: Drácula. La vampirizada Lucy también parece una araña cuando acosa y casi muerde en la yugular a un timorato Harker. A todo ello hay que añadir que, además, el conde se transforma en murciélago, y ataca a su siervo humano, Renfield, antes de asistir a la cena en casa del Dr. Seward (es decir, para acudir a la misma, por así decirlo, “cenado”). Más tarde, veremos a Renfield –como en la novela de Stoker– comiendo insectos, a modo de imitación a pequeña escala de la actividad depredadora de su amo.


Descubierta su condición vampírica por Van Helsing, Drácula huye del acoso al que le somete este último con un espejo, unas ristras de ajos y una Sagrada Forma convirtiéndose en lobo (en un plano tan sencillo y a la vez tan eficaz: Drácula salta por la ventana, con el marco de la misma dividiendo en dos el encuadre, de modo que vemos al conde saltando por el lado derecho del plano, y ya está convertido en lobo cuando sale por el lado izquierdo del encuadre). Vuelve a transformarse en murciélago cuando Van Helsing y Harker intentan matarle en la abadía, y bajo esta forma casi consigue matar a Harker. Y de nuevo es un lobo cuando acude velozmente hacia el manicomio de Seward para rescatar a Lucy. Los caballos tienen un papel relevante en la función: unos equinos negros tiran de la calesa sin conductor con la cual Drácula se desplaza para cenar con Seward y con la que Lucy hace lo mismo para acudir a su cita con el conde; a la luz del crepúsculo, Drácula cabalga un caballo negro y se presenta en el cementerio para presentar sus respetos a Lucy y Van Helsing por la muerte de Mina; luego, Van Helsing se fija que el caballo del conde se encabrita ante la tumba de Mina, y al anochecer, utiliza un caballo blanco para detectar la tumba del vampiro que ha matado al bebé de la demente Annie, sepultura que no es otra que la de su hija Mina [Nota bene: Por más que en el film no se especifica, la creencia consiste en que un caballo virgen es lo adecuado para localizar los lugares de reposo de los no muertos.]; cerca del final, Drácula azuza con el poder de su mente a los caballos que tiran del carruaje que transporta la enorme caja-ataúd dentro de la cual reposa junto a su amada Lucy.


El proceso de seducción de Lucy por Drácula deja bien claro que, para este último, la primera tiene un interés especial que no tenía la difunta Mina. Resulta asimismo significativo que dicho proceso de seducción se alterne, en paralelo, con la llegada de Van Helsing, el ataque de la vampirizada Mina al bebé de Annie, las primeras sospechas de Van Helsing de que un vampiro es el responsable de los acontecimientos y, en particular, la excelente y sórdida secuencia en las catacumbas que culmina con Van Helsing atravesando con una larga estaca el corazón de su hija vampiresa. Mientras estos terribles acontecimientos se suceden, Drácula y Lucy viven una love story al margen de todos esos horrores, como si no fueran con ellos, cuando en realidad son parte determinante de los mismos. El conde y la joven salen al jardín de la abadía, donde Drácula/ Langella exclama una de las más famosas frases de la adaptación de Deane y Balderston popularizada por Bela Lugosi: cuando, al oír aullar a los lobos, el vampiro exclama: “¡Los hijos de la noche! ¡Qué triste es su música!”; y, poco después, la pareja de amantes se besa por primera vez. La noche siguiente, mientras Van Helsing y Seward andan detrás de la vampiresa Mina, Drácula irrumpe en el dormitorio de Lucy para vampirizarla, pero el tratamiento de la secuencia es muy diferente a la escena de seducción vampírica de Mina. Cuando el conde besa a la joven en la cama, la imagen da paso –en una secuencia, asimismo, muy criticada en su momento– a un onírico fragmento fantastique, a base de siluetas negras –las de Drácula y Mina– sobre un turbio fondo rojo, e imágenes superpuestas de las velas colocadas en la mesa de comedor de la abadía durante la cena y de un murciélago volando; considerada por algunos, entre ellos quien esto suscribe, un “alarde esteticista innecesario” (sic), la audacia de la secuencia consiste, precisamente, en su forma gráfica de expresar cómo Lucy se halla inmersa, atrapada, en un mundo de fantasía, donde los conceptos de tiempo y espacio son –literalmente– otros. La secuencia se cierra recuperando un famoso detalle de la novela de Stoker presente, asimismo, en Drácula, príncipe de las tinieblas y en Drácula de Bram Stoker: el vampiro se araña el pecho con una uña y le da de beber su propia sangre a Lucy.


Curiosamente, en la secuencia que acabamos de mencionar se hace patente uno de los detalles más curiosos del film: que Drácula no exhibe los clásicos colmillos del personaje. No es la única variación particular en torno a las convenciones del mito del vampiro que lleva a cabo el film. Tampoco luce colmillos la vampiresa Mina; pero, en cambio, la vampirizada Lucy los deja entrever en la mencionada escena en la que está a punto de atacar a Harker en la celda del manicomio, y en la escena final a bordo del Zarina Catalina. Asimismo, a pesar de que la película respeta la convención de que los vampiros no se reflejan en los espejos en la secuencia que comparten Drácula y Van Helsing en el salón, o en la escena del examen del cadáver de Mina con un espejo de mano, en cambio antes hemos visto cómo Mina se refleja en el agua del charco donde Van Helsing ha perdido el crucifijo la primera vez que se presenta ante él convertida en vampiresa. Otra variante reside en el hecho de que, a pesar de haber acabado con ella con la estaca, Van Helsing deba asegurarse de que Mina no volverá a alzarse como no muerta extirpándole el corazón con un bisturí. El fragmento en el que Van Helsing y Harker se enfrentan a Drácula en la abadía pone en cuestión otras convenciones sobre los vampiros: el conde se materializa, literalmente, ante sus enemigos como si fuese capaz de volverse invisible; el vampiro le aclara a Van Helsing que no es cierto que tenga que dormir durante el día, pues le basta con mantenerse refugiado de la luz del sol; y, en la escena en la que Harker planta cara a Drácula con una cruz de madera, el conde resiste el dolor de la quemadura que le provoca el objeto sagrado hasta que el mismo estalla en llamas.


El clímax del film está a la altura de todo lo que le precede. Van Helsing, Seward y Harker siguen el rastro del carruaje que transporta a Drácula y Lucy hasta la localidad costera de Scarborough, donde averiguan que la caja ha sido trasladada a un barco rumano que acaba de salir del puerto: el Zarina Catalina. Seward se queda en tierra, y Van Helsing y Harker suben a bordo. De manera circular, el Drácula de Badham, que ha arrancado a bordo de un barco, concluye en otro. Van Helsing y Harker encuentran a Drácula y Lucy, los amantes malditos, durmiendo juntos en la misma caja. La pelea que se produce a continuación, excelentemente filmada, culmina con Van Helsing clavado en la pared de la bodega con la misma estaca con la que intentaba atravesar el pecho del conde, pero que, con sus últimas fuerzas, lanza un gancho de metal colgado de una cadena que se clava en la espalda de vampiro mientras este intenta matar a Harker. Este último aprovecha la ocasión que se le brinda, poniendo en marcha la polea automática que enrolla la cadena y alza a Drácula hasta lo más alto del palo mayor del barco, exponiéndole a la luz del sol. La secuencia es visualmente poderosísima: Drácula, gran Langella, intentando arrancarse el gancho de la espalda, revolviéndose como un tiburón arponeado y gruñendo como un animal; la planificación de la destrucción del vampiro, que alterna planos generales y primeros planos del conde con planos generales y planos de detalle del abrasador disco solar; Lucy, gran Nelligan, gritando desesperada mientras presencia, impotente, la agonía de su amante; una Lucy que, a la muerte de Drácula, pierde sus incipientes colmillos, la manifestación de una sexualidad libre y desbordada, de nuevo reprimida por la moralidad imperante.


La escena con la que se cierra el film, cuando tras la destrucción de Drácula su capa se aleja volando sobre el mar mientras Lucy sonríe enigmáticamente, mientras oímos –de nuevo– el aullido de un lobo, ha sido objeto de diversas interpretaciones. En su momento se habló de una conclusión abierta de cara a una posible secuela. Badham siempre se ha mostrado muy impreciso al respecto, alegando que su intención era proponer un final no convencional. En cualquier caso, recuerda al de una anterior película de vampiros, Sombras en la oscuridad(House of Dark Shadows, 1971, Dan Curtis), con la que la de Badham guarda más de un punto de contacto: aparte del hecho de presentar también a un vampiro, Barnabas Collins (Jonathan Frid), como un elegante forastero dispuesto a perturbar la paz social y el orden establecido, anticipa la relación que en el film de Badham se da entre Drácula y Renfield con la que, en Sombras en la oscuridad, tiene lugar entre Barnabas y su siervo Willie (John Karlen), y preludia su escena final  con ese golpe de efecto postrero en el cual vemos un murciélago alzando el vuelo donde, un segundo antes, yacía el cuerpo empalado de Barnabas. 



Centenario de INGMAR BERGMAN (1): “NOCHE DE CIRCO”

$
0
0


[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL “DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]


Muchas películas de Ingmar Bergman tuvieron su origen en una imagen que asaltó la mente de su autor, y Noche de circo (1953) no fue una excepción: “Nació (…) al topar con una imagen ante mí–explicaba–. Consistía en varios carros de circo que aparecieron temprano una mañana a finales de invierno en algún lugar cerca de Gimo. En toda su lobreguez, el paisaje del lugar presentaba un extraño aspecto demoníaco que me fascinó” (Bergman a John Simon. Reproducido en Los archivos personales de Ingmar Bergman. Paul Duncan y Bengt Wanselius, ed. Taschen, 2008). La película arranca, precisamente, con esas poderosas imágenes de los carromatos de una compañía circense ambulante, el Circo Alberti, avanzando por un camino helado y fangoso. Un magnífico prólogo, tan hermosamente deprimente o deprimentemente bello, que da paso a una secuencia que se cuenta, con justicia, entre las mejores del Bergman de los años cincuenta. La misma consiste en la visualización de una anécdota centrada en el personaje de Frost (Anders Ek), quien trabaja como payaso en ese mismo Circo Alberti, y que le cuentan a Albert Johansson (Ake Grönberg), dueño de la compañía y protagonista del relato: de cómo, en una de las paradas que hizo el circo cerca de una playa donde se estaban realizando maniobras militares, la esposa de Frost, la domadora de osos Alma (Gudrun Brost), se puso a flirtear con los soldados y acabó bañándose desnuda con unos cuantos, hasta que su avergonzado marido, vestido y maquillado de payaso, fue en su búsqueda, la sacó del agua y la llevó en brazos de vuelta al circo, en medio de las risas y el escarnio burlón de todos los presentes.


La secuencia hace gala de una de las grandes cualidades del cine de Bergman: su magistral capacidad para reflejar en pantalla momentos oníricos, a medio camino entre el sueño y la vigilia, de tal manera que los límites de la representación quedan difuminados gracias a un sentido de la planificación que diluye las fronteras entre lo real y lo irreal, lo verosímil y lo imaginario (basta con citar, a modo de recordatorio, la pesadilla que abre Fresas salvajes o la que constituye uno de los momentos culminantes de Gritos y susurros). Mas lo realmente interesante de esta secuencia, digamos, “onírica” en lo que a textura visual se refiere (blanco y negro muy quemado, ausencia de sonidos, subrayado musical) reside en que no nos hallamos ante la visualización de un sueño, sino de un recuerdo. Como explica Peter Cowie, “el largo “flashback” del comienzo de la película está rodado y montado como una película de cine mudo rusa o alemana. Las imágenes se han aclarado hasta obtener un blanco impecable, onírico; la música de fondo (obra del compositor Karl-Birger Blomdahl) apuñala y machaca inquietantemente, y el maquillaje de los actores es deliberadamente hiperbólico”; a lo cual el propio Bergman apostillaba que la inspiración de esta secuencia le vino, precisa y no casualmente, a partir de un sueño: “sueño que es fácil de interpretar. Unos años antes había estado enloquecidamente enamorado. Con la excusa de un pretendido interés profesional engañé a mi amada para que me contase con todo detalle sus variadas experiencias eróticas (…) Eso se convirtió en un explosivo que casi hizo estallar al autor. Si se quiere utilizar terminología musical, podríamos decir que el episodio de Frost y Alma es el tema principal. Después siguen, dentro de un marco temporal unitario, cierto número de variaciones, erotismo y humillación combinados de maneras diferentes” (estas declaraciones y las de Cowie extraídas, asimismo, de Los archivos personales de Ingmar Bergman, op. cit. infra).


Cierto: la magnífica secuencia del payaso y el patético rescate de su frívola esposa ante la burla general de los demás viene a ser una especie de introducción simbólica o de premonición muy gráfica del sentido de todo lo que vendrá a continuación. Desde este punto de vista, puede verse Noche de circocomo una explícita digresión de otra de las grandes obsesiones habituales de Bergman: la descripción de las relaciones amorosas como una fuente interminable de dolor. Del mismo modo que, en el flashback, Frost se humilla ante todos como consecuencia de su amor incondicional por Alma, hasta el extremo de aguantar estoicamente las risas que provoca en los demás ese amor sin límites, o de caminar descalzo sobre las puntiagudas piedras de la montaña para llevar en brazos a Alma de regreso a su hogar, lo que sigue a continuación de este prodigioso fragmento no es sino una nueva demostración más prosaica, en cuanto menos onírica y más realista pero no menos contundente, de los estragos que el amor puede causar en las personas. En los hechos: Noche de circo se centra en el personaje del dueño del circo y jefe de pista del mismo, el citado Albert Johansson, quien hace tiempo que tiene como amante a una joven artista de su compañía, Anne (Harriet Andersson), pero todavía suspira de nostalgia por su esposa y madre de sus hijos, Agda (Annika Tretow). Del mismo modo que antes hemos visto al payaso Frost humillándose por su amada Alma, luego será el “payaso” Albert quien se humillará ante las dos mujeres de su vida: Anne, que empieza a cansarse de él y empieza a sentirse atraída por otro hombre, Frans (Hasse Ekman), quien no por casualidad es un actor, esto es, un “mentiroso profesional” que seduce a Anne con su labia de experto en fingimiento y acabará humillando a Albert en “su” propio escenario, la pista del circo, para jolgorio del público; y Agda, a quien Albert va a visitar aprovechando una parada casual en la ciudad, encontrándose con que su esposa es una persona autosuficiente y segura de sí misma, que no le necesita para nada (suponiendo, claro está, que realmente le haya necesitado nunca). El resultado será una doble humillación para Albert, como marido (de Agda) y como amante (de Anne).



La genialidad de este planteamiento reside en el talento de Bergman para establecer una sutil comparación no solo, como hemos visto, entre el flashbackdel principio y el posterior itinerario vital del protagonista, sino sobre todo en de qué manera la vida entendida como un espectáculo circense, o como uno teatral, y la existencia humana como una “actuación” en el gran teatro (o circo) del mundo, que diría Pedro Calderón de la Barca, se solapan y confunden en un atractivísimo juego escénico. Pocas diferencias de fondo existen, en realidad, entre el circo que dirige Albert y la compañía teatral del presuntuoso Sr. Sjuberg (Gunnar Björnstrand), donde los hombres “actúan” o “hacen el payaso” en función de las mujeres que se encuentran en sus vidas, sea la díscola Alma, la inmadura Anne o la fuerte Agda, todas ellas incapaces –cada una a su manera– de entender esa locura cegadora que enferma a sus respectivas parejas masculinas y que se ha convenido en llamar amor.



Centenario de INGMAR BERGMAN (2): “CARA A CARA AL DESNUDO”

$
0
0


[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL “DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]


Como muchos grandes artistas de verdad, Ingmar Bergman se mostraba muy autocrítico con su propia obra, y una buena muestra de esa severidad hacia sí mismo la encontramos en la opinión que le merecía Cara a cara al desnudo (1976): “iba a ser una película sobre sueños y realidad–escribe en su libro de memorias Linterna mágica (Andanzas, 1988)–. Los sueños debían convertirse en realidad palpable. La realidad debía diluirse y convertirse en sueño. Unas pocas veces he conseguido moverme entre sueño y realidad sin esfuerzo: “Persona”, “Noche de circo”, “El silencio”, “Gritos y susurros”. Esta vez fue más difícil. El empeño exigía una inspiración que me falló. Las secuencias oníricas resultaron sintéticas, la realidad difusa. Hay alguna que otra escena sólida y Liv Ullmann luchó como un león. Gracias a su fuerza y a su talento la película se tiene en pie. Pero ni siquiera ella pudo salvar la culminación, el grito primal que no fue más que el fruto de una lectura entusiasta pero mal digerida. El agotamiento artístico me hacía muecas a través del tenue entramado”. Sorprende, sobre todo en estos tiempos de imbéciles empapados en arrogancia hasta extremos nauseabundos (y no digamos nombres), que alguien de la categoría de Bergman –o de la de Alfred Hitchcock: echen un vistazo a lo que llega a decir de muchos de sus films en el libro-entrevista que le dedicó François Truffaut–, demuestre tanta dureza hacia una creación suya que, si bien es cierto que no se encuentra entre lo mejor de su brillantísima filmografía, es una película cuyo visionado merece muchísimo la pena.


Cara a cara al desnudo–recordemos que, en España, donde el film se estrenó en julio de 1977, el distribuidor añadió el “al desnudo” en el título para añadirle morbo al asunto: eran los tiempos del “destape” y el cine “S”–, como digo, es una obra más que interesante que, en cierto sentido, puede verse como una especie de cierre del camino explorado por Bergman con sus anteriores Pasión(1969), La carcoma (1971) y, sobre todo, Secretos de un matrimonio(1973), todas ellas sendas introspecciones de los estragos de la vida familiar, si bien es con la citada en último lugar con la que guarda un vínculo más estrecho, no solo porque coinciden en la misma pareja protagonista –Liv Ullmann y Erland Josephson–, o en que ambas eran producciones para televisión que luego conocieron sendos montajes abreviados para el cine –la versión televisiva de Cara a cara al desnudo ronda los 200 minutos–, sino también porque, desde cierto punto de vista, Cara a cara al desnudo puede entenderse como una especie de “secuela” de Secretos de un matrimonio: la Dra. JennyIssakson de Cara a cara al desnudobien podría ser la Mariannede Secretos de un matrimonio. Pero hay una diferencia fundamental: mientras que, en Secretos de un matrimonio, asistíamos al proceso de deterioro de una pareja, en Cara a cara al desnudola acción se centra en el componente femenino de un matrimonio que –se intuye– ya se encuentra deteriorado desde hace tiempo: el esposo de Jenny, de quien tan solo conocemos su nombre (Erik), jamás aparece en pantalla –al menos, en el montaje para cine; sí lo hace, al parecer, en la versión para televisión, que lamento desconocer, interpretado por el actor Sven Lindberg–, siendo en todo momento una presencia en off, o mejor dicho, una ausencia constante. Ausencia sobre la cual Bergman llama la atención desde el principio con el dato de que dicho personaje se encuentra de viaje de negocios, mientras su esposa atiende a sus pacientes en el centro psiquiátrico donde trabaja como terapeuta. Al mismo tiempo, Jenny pasa esos días de soledad en compañía de sus abuelos (Gunnar Björnstrand y Aino Taube). También sabemos que Jenny y su marido son padres de una niña, Anna (Helene Friberg), la cual se encuentra asimismo alejada del hogar familiar porque está pasando unos días en un campamento para escolares. Más tarde, conversando con el Dr. Tomas Jacobi (Erland Josephson), un colega que se siente atraído por ella y que no tardará en insinuársele al poco de conocerla, Jenny le confiesa entre otras cosas que, aprovechando esa ausencia de su marido, se cita con un amante al cual, por cierto, tampoco veremos jamás.
  

Bergman enfatiza, prácticamente desde el primer momento –quizá demasiado, y puede que fuera eso una de las razones de su insatisfacción hacia el resultado de esta película–, el tono subjetivo de la narración, de manera que el espectador sigue en todo momento el desarrollo de la trama desde la perspectiva de Jenny, una psiquiatra que, paradójicamente, acaba sufriendo ella misma un trastorno mental muy similar a los que trata a diario a sus pacientes y que acabará conduciéndola a un intento de suicidio. Hay, en este sentido, una cierta “brusquedad” en la planificación del realizador, que le confiere a Cara a cara al desnudoun tono más seco y crispado que el de Secretos de un matrimonio: abundan los primeros planos, los reencuadres y el juego con el enfoque y desenfoque dentro de un mismo encuadre, lo cual, unido a la austeridad de los escenarios y el tono neutro de la fotografía de Sven Nykvist, contribuye a conferirle al film una atmósfera opresiva y claustrofóbica. Puede entenderse, con escaso margen de error, que con esta planificación Bergman pretende “acorralar” a Jenny, algo que resulta particularmente notorio en la extraordinaria secuencia de su confesión a Tomas en la habitación del hospital donde está reponiéndose de su ingestión casi mortal de barbitúricos: Bergman “clava” la cámara en el personaje –y en su admirable actriz: una impresionante Liv Ullmann–, combinando el primer plano y el plano medio mientras Jenny desgrana sus angustiosos recuerdos de infancia, en particular, el terror que sentía cuando su abuela la castigaba encerrándola en un armario a causa del miedo que le producía la oscuridad.   


En una añeja crítica publicada en Dirigido por…, José María Latorre ya señalaba que una de las ideas más interesantes –y desoladoras– de esta magnífica película se apunta al principio del relato, y está puesta en boca de un colega de Jenny: que la psiquiatría no sirve para curar las enfermedades mentales. De ahí la tremenda paradoja que se produce cuando es la propia Jenny, una especialista de la mente, la que acaba cayendo en una profunda depresión, fruto de sus traumáticos recuerdos infantiles, unida a una asfixiante sensación de soledad y desamparo que se ve incapaz de apaciguar y que se acentúa por el abandono, siquiera temporal, por parte de su marido y de su hija, en un proceso paranoico que Bergman visualiza por medio de un progresivo aumento del tono onírico. Resultan admirables todas las escenas de Jenny en casa de sus abuelos, tanto las que dibujan la relación emocional que la vincula a los ancianos –cf. ese momento en que les espía, con ternura, viendo cómo la abuela se levanta de la cama detrás del abuelo el cual, en un gesto de senilidad, ha salido de su dormitorio en plena noche tan solo para comprobar si el reloj de carillón del salón sigue funcionando–, como sobre todo los fragmentos “pesadillescos” que expresan el deterioro mental de Jenny: Bergman siempre ha demostrado ser un maestro a la hora de enseñar sueños y pesadillas, y aquí brillan con luz propia ese momento, escalofriante, de la inquietante aparición de esa anciana con un extraño ojo negro en el dormitorio de la protagonista que acosa de forma recurrente los pensamientos de Jenny (en una escena caracterizada, además, por una magistral utilización del sonido: el tic-tac del reloj que precede obsesivamente a la aparición de la anciana; el silencio que se produce cuando tiene lugar aquélla; el angustioso “grito mudo” de Jenny al verla); o la secuencia onírica en la que una inconsciente Jenny, debatiéndose entre la vida y la muerte tras la sobredosis de pastillas, recorre una serie de habitaciones con un extraño atuendo medieval (sic), y encontrándose en ella fragmentos abstractos de su propio pasado, tales como sus abuelos, sus pacientes y sus propios padres, prematuramente fallecidos en un accidente, y que culmina en una metafórica incineración/ entierro en vida de la propia Jenny llevada a cabo por ella misma.



No obstante, acaso lo más conseguido de Cara a cara al desnudo resida –por más que, como hemos visto, su propio autor no se sintiera satisfecho del resultado– en ese brillante vaivén entre la realidad y la fantasía, la vigilia y el sueño, de manera que hay momentos en los cuales cuesta diferenciar entre unos y otros, dada la forma como Bergman vincula e incluso podría decirse que “unifica” ambos niveles de percepción por medio de la elección de un determinado encuadre: véase al respecto la magnífica escena de la visita de Jenny a la casa de una paciente, y que concluye con su agresión sexual a manos de dos hombres ocultos en la vivienda, que Bergman culmina alrededor de un plano general fijo de larga duración, construido de tal manera que la pared que separa dos habitaciones, situado en medio del encuadre, produce un singular efecto de “pantalla partida” que, además de acentuar, por su artificio, la ambigüedad del momento (¿la escena es real o fruto de la imaginación de Jenny?), sugiere, sotto vocce, parte del meollo del relato: el paso de lo real a lo imaginario, o la diferencia entre la realidad y el sueño, puede ser a veces tan estrecho que basta con dar un paso, ir de una habitación a otra, para encontrarse de repente –y literalmente– en otra dimensión de la mente.


Centenario de INGMAR BERGMAN (y 3): “FANNY Y ALEXANDER”

$
0
0


[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL “DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]


Como explicaba Ingmar Bergman en su extraordinario libro de memorias Linterna mágica, en un principio no estaba previsto que Fanny y Alexander (1982) fuera su último trabajo para el cine: “La decisión de colgar la cámara cinematográfica no resultó especialmente dramática y fue surgiendo durante la filmación de “Fanny y Alexander”. (…) Siempre he sufrido de lo que se llama vientre nervioso, una calamidad tan ridícula como humillante. Mis intestinos han saboteado mis esfuerzos con una refinada e inagotable riqueza inventiva. (…) Parecería pues que el demonio interior, ha pesar de todo, ha derrotado mi afición a hacer cine. No es así. Desde hace más de veinte años sufro de insomnio crónico. (…) El agotamiento viene con la vulnerabilidad de la noche, el cambio de las proporciones, el dar vueltas a actuaciones estúpidas y humillantes, el arrepentimiento de maldades irreflexivas o intencionadas. (…) El tercer motivo de mi decisión es el envejecimiento, un fenómeno que ni lamento ni celebro. La solución de los problemas es cada vez más lenta, la concepción de las escenas provoca una mayor preocupación, la toma de decisiones es muy lenta, me siento paralizado por dificultades práctica imprevistas. Con el cansancio aumenta también mi meticulosidad. Cuanto más cansado, más quisquilloso: mis sentidos se aguzan hasta el máximo y veo limitaciones y defectos por todas partes”. 


Fanny y Alexander fue, oficialmente, su último trabajo para el cine, por más que, oficiosamente, supusiera una nueva y ni mucho menos postrera incursión de su autor en la televisión. Recordemos que Bergman había realizado anteriormente para la mal llamada “pequeña pantalla” telefilms como Herr Sleeman kommer (1957), Venetianskan(1958), Rabies (1958), Oväder (1960), Ett drömspel (1963), Don Juan(1965), El rito (1969) –que conoció estreno en cines fuera de Suecia, entre ellos los de España–, el documental Farö dokument (1970), la famosa miniserie Secretos de un matrimonio(1973) –de la cual llevó a cabo un montaje para cines de 168 minutos–, Misantropen (1974), La flauta mágica (1975) –también exhibida en cines fuera de Suecia–, el también documental Farö-dokument 1979(1979) y De la vida de las marionetas(1980) –que también conoció estreno cinematográfico–, y tras Fanny Alexander, catorce de sus nada menos que quince largometrajes posteriores –la excepción sería el corto documental Karins ansikte (1984)– fueron para televisión. La película que aquí nos ocupa conoció, asimismo, dos montajes, uno para cines de 188 minutos –que fue el que se alzó con cuatro premios Oscar, los correspondientes a Mejor Película de Habla No Inglesa, Fotografía (Sven Nykvist), Dirección Artística (Anna Asp y Susanne Lingheim) y Vestuario (Marik Vos-Lundh)–, y otro para televisión, de 312 minutos, repartidos en cinco episodios. Bergman siempre consideró que el montaje televisivo era el mejor; no podemos menos que darle la razón, hasta el punto de que el presente comentario se fundamenta precisamente en este montaje.


El testamento cinematográfico de Ingmar Bergman
El cineasta afirmaba haber partido de sus propios recuerdos para elaborar el libreto de Fanny y Alexander, en particular la historia real de su hermana, la escritora Margareta Bergman (1922-2006), y la infancia infeliz que sufrió por culpa de su autoritario padre, un sacerdote luterano. Margareta Bergman sería por tanto la inspiración del personaje de la pequeña Fanny (Pernilla Allwin), si bien esta última acaba siendo una figura relativamente secundaria dentro de la trama, habida cuenta que la mayor parte de la misma está vista desde la perspectiva de su hermano Alexander (Bertil Guve), en cierto sentido el alter ego del propio Bergman. Se dice que la primera intención del cineasta era que el personaje de ficción inspirado en su propia madre, Emelie Ekdahl, corriera a cargo de Liv Ullmann, mientras que el del obispo Vergerus lo interpretaría Max Von Sydow. Pero ninguno de estos dos extraordinarios intérpretes habituales en su filmografía pudo estar presente en este proyecto, como consecuencia de una ajustada agenda laboral en el caso de Ullmann, y como resultado del malentendido que surgió con su representante norteamericano en el caso de Von Sydow, a quien siempre le dolió no haber figurado en la última producción cinematográfica del maestro sueco. Sus personajes corrieron a cargo, respectivamente, de Ewa Fröling y Jan Malmsjö, por más que otros habituales de la filmografía bergmaniana sí que pudieron estar presentes, tal es el caso de Erland Josephson, Harriet Andersson, Gunnar Björnstrand y Jarl Kulle; anotemos, como curiosidad y en roles asimismo secundarios, la presencia en el elenco de futuras figuras del cine sueco que luego han llevado a cabo carreras con proyección internacional, tal es el caso de Pernilla August y de unos muy fugaces Lena Olin y Peter Stormare.


Coproducida con Francia y la antigua República Federal Alemana, y con un coste equivalente a unos 6 millones de dólares, Fanny y Alexander fue en su momento la película más cara de la cinematografía sueca. Casi 7 millones de dólares fue su recaudación final solo en cines norteamericanos, con lo que cabe especular con escaso margen de error de que su funcionamiento comercial a nivel internacional fue bastante bueno, teniendo en cuenta sus características; en España, y según la poco fiable base de datos de la web del Ministerio de Cultura, recaudó el equivalente a casi 800.000 euros actuales y convocó a algo más de medio millón de espectadores.  

“Fanny y Alexander”: la serie
El montaje para televisión de Fanny y Alexander se divide en cinco capítulos, “La familia Ekdhal celebra la Navidad” (de una hora y media aproximadamente), “El fantasma”, “El descanso” (ambos de algo más de media hora), “Acontecimientos de verano” (poco menos de una hora) y “Demonios” (cerca de hora y media). [Nota bene: Los títulos de los episodios y sus respectivas duraciones en DVD están tomados de la edición española originalmente editada por Cameo y reeditada por A Contracorriente.]


“Prólogo”.
El primer capítulo o primer acto viene precedido por un Prólogo que, como no podía ser menos tratándose de su autor, es de una admirable densidad. Nos hallamos en la Suecia de principios del siglo XX. El pequeño Alexander juega en uno de los grandes salones de la mansión Ekdhal, dejando volar su imaginación; a partir de esta premisa, Bergman crea un admirable cortometraje de atmósfera fantastiqueen el cual la mirada infantil, en combinación con la tonalidad mágica de la fotografía (gran trabajo, como siempre, de Sven Nykvist), da pie a imágenes poéticas de tanta belleza como ese instante en el cual Alexander ve o cree ver la estatua de una figura femenina cobrando “vida”, o ese otro, ominoso, en el que la figura de la mismísima Muerte atraviesa la estancia dejándose entrever tras el mobiliario. Se trata, asimismo, de una manera de indicar que vamos a asistir a un relato en el que la belleza de la imaginación desatada, vitalista, de un niño va a tener el contrapunto severo, realista, del final de la existencia.



Primer acto: “La familia Ekdhal celebra la Navidad”.
 “La familia Ekdhal celebra la Navidad” gira, como su título indica, alrededor de la celebración de dicha festividad en el hogar de la familia protagonista. Bergman dibuja con admirable precisión el ritual social de la reunión de los componentes del clan Ekdhal alrededor de la matriarca Helena (Gunn Wallgren). Recuperando en parte el tono aparentemente festivo, pero en el fondo tremendamente amargo, de Sonrisas de una noche de verano (1955), la celebración de la Navidad en la casa de los Ekdhal no tarda en revelar su carácter secreto de conmemoración hipócrita bajo la cual se ocultan no pocos trapos sucios. Los esqueletos escondidos en el armario de los Ekdhal son tan variopintos como el viejo amante judío de la anciana Helena, Isak Jacobi (Erland Josephson); la relación adúltera que el extravertido Gustav (Jarl Kulle) mantiene con la criada Maj (Pernilla August); o la enfermiza relación de amor-odio de Carl (Börje Ahlstedt) y su esposa Alma (Mona Malm), a la que hace tiempo ya que no ama, pero a la que es incapaz de abandonar. Este panorama humano se muestra, en primer lugar, describiendo minuciosamente la (falsa) fachada de felicidad de los personajes, manifestada como digo en una celebración navideña donde los amos comparten mesa con las criadas, todos cantan y bailan formando una rúa que atraviesa los principales salones de la mansión, los niños juegan a sus anchas, y hasta los adultos se comportan temporalmente como niños (escena en la que Carl divierte a sus sobrinos apagando un candelabro… con una ventosidad); pero, a la hora de la verdad, cuando la fiesta termina y de puertas adentro, no tardan en aflorar el dolor y el resentimiento: durante esa misma rúa, el ya envejecido Oscar Ekdhal (Allan Edwall), marido de la mucho más joven Emelie (Ewa Fröling) y padre de Fanny y Alexander, tiene que soltarse del resto del grupo y detenerse a recuperar el aliento sentado en unos escalones, primer signo de su muerte cercana; por su parte, Lydia (Christina Schollin), la esposa de Gustav, no puede reprimir su deseo de abofetear a la insolente criada y amante de su marido, Maj, uno de sus pocos consuelos a la hora de convivir con las infidelidades de su esposo; y, en la soledad de su dormitorio –en una secuencia de una dureza asfixiante–, Carl da rienda suelta a la repugnancia que le provoca Alma, en un nuevo apunte sobre las relaciones de pareja que giran alrededor del asco que una persona siente hacia la otra tan amarga como las apuntadas en Los comulgantes (1963), La hora del lobo (1968) o, naturalmente y para no alargarnos, Secretos de un matrimonio.  


Segundo acto: “El fantasma”.
En el segundo acto, “El fantasma”, se hace hincapié en algo que también aparecía anotado en el primer episodio: la presencia del teatro, motivo visual y dramático recurrente dentro del cine de Bergman a modo de contrapunto de las tragedias cotidianas. En el primer episodio hemos visto a Oscar Ekdhal pronunciando un emotivo discurso de Navidad ante la compañía teatral que dirige Filip Landahl (Gunnar Björnstrand), donde se pone de relieve el amor de aquél por el teatro y por los componentes de la compañía. En este segundo episodio, Oscar sufre un ataque, el mismo que le pondrá a las puertas de la muerte, mientras está ensayando una escena del Hamlet de William Shakespeare donde encarna, paradójicamente, al fantasma: antes de fallecer, el propio Oscar reirá débilmente ante esta ironía. “El fantasma” explora un tema asimismo muy bergmaniano, el del miedo a la muerte y la posibilidad de vida en el más allá –recuérdese la extraordinaria El rostro (1958)–, en esta ocasión a través de los temores del imaginativo Alexander, a quien le aterroriza acercarse al lecho de su padre moribundo, y al que, finalmente, verá o creerla verlo aparecerse en forma de fantasma que deambula tristemente por diversos rincones de la mansión Ekdhal. Un momento llama la atención, dada su elevada intensidad dramática: esa escena en la que, de madrugada, Fanny y Alexander se acercan al salón, atraídos por los alaridos de dolor de su madre mientras vela el ataúd abierto de su difunto marido; la cámara adopta el punto de vista de los niños, mostrando en plano general fijo las puertas correderas de ese salón ligeramente entreabiertas, de manera que vemos a través de ellas el cadáver de Oscar reposando en su ataúd y a la histérica Emelie gritando mientras atraviesa de izquierda a derecha la estancia.


Tercer acto: “El descanso”.
Si en “El fantasma” hemos visto una clara referencia al célebre drama shakespeariano, en el tercer episodio, “El descanso”, la trama de este último parece cobrar vida a partir del momento en que entra en las vidas de Emelie y sus hijos un siniestro personaje: el obispo Edvard Vergerus (Jan Malmsjö). Para desesperación de Alexander, el obispo Vergerus seduce a su madre y la convence para que se case con ella y se venga a vivir junto a sus hijos a la casa que comparte con su madre Blenda Vergerus (Marianne Aminoff), su hermana soltera Henrietta (Kerstin Tidelius) y la enferma y silenciosa tía Emma (Sonya Hedenbratt), en lo que no cuesta nada ver cierta transposición del argumento de Hamlet: a mayor ahondamiento, la propia Emelie le dice a su hijo que no se convierta él en un nuevo Hamlet, a la vista del odio feroz y sin condiciones que siente hacia el obispo y ahora su padrastro, que ha venido a reemplazar el lugar de su progenitor original. La actitud rebelde e inconformista de Alexander ya ha quedado patente en el episodio anterior, cuando le hemos visto junto a su hermana Fanny participando en la comitiva fúnebre de su padre y escupiendo en voz baja tacos y obscenidades, es decir, llevando la contraria a su manera a la pompa y circunstancia de la ceremonia. Una actitud que le llevará a darse de cruces con la brutal intolerancia del obispo Vergerus, con dramáticos resultados: en escenas como aquélla en la cual Alexander se ve obligado a reconocerle al obispo y en presencia de su madre que se ha inventado una historia que ha circulado por su escuela, o en la posterior y más contundente –y ya en el siguiente episodio, “Acontecimientos de verano”– del terrible castigo que  el obispo le inflige por contarle a la criada Justina (Harriet Andersson) otra historia en torno a cómo murieron la primera esposa y las dos hijas del obispo, véase cómo Bergman crea tensión mediante esos primeros planos de la mano del religioso cerca de la cabeza de Alexander, tocándole con el dedo, acariciándole el pelo, sujetándole por la nuca o cerrando con ira su puño, dependiendo del grado de control que pretende ejercer sobre el niño y la resistencia que el pequeño ofrece dentro de sus posibilidades.


Cuarto acto: “Acontecimientos de verano”.
“Acontecimientos de verano” se centra en algo que ya hemos apuntado, la descripción de la claustrofóbica estancia de Emelie y sus hijos en la casa del obispo Vergerus una vez consumada la unión matrimonial de la primera con el último. Del mismo modo que, en “El fantasma”, Bergman ha creado una atmósfera de recogimiento a partir de la muerte del personaje de Oscar Ekdahl, y que se traduce estéticamente en una serie de escenas, las del funeral de este personaje inmediatamente anteriores a la partida de la comitiva fúnebre, en las que el vestuario de riguroso luto de los personajes contrasta con el lujoso decorado de la mansión ricamente adornada –en lo que puede verse una recuperación y al mismo tiempo una depuración de la estética propuesta en su día por el cineasta en Gritos y susurros (1972)–, en “Acontecimientos de verano” la atmósfera es, por el contrario, tensa y asfixiante, sostenida en base al contraste que se produce entre los personajes de Emelie y sus hijos por un lado, y el obispo Vergerus, sus familiares y sus criadas por otro. Ello se traduce en momentos tan magníficos como la llegada de Emelie y los niños a la casa del obispo y su primera cena juntos, cargada de una soterrada electricidad emocional, o tras el ya mencionado momento del castigo que el religioso le inflige a Alexander por su rebeldía, esa inquietante escena onírica –que vuelve a recordar al momento culminante de El rostro– en la que el niño es encerrado en el ático de la casa…, y en su imaginación se le aparecen los fantasmas de las hijas del obispo, reprochándole sus mentiras y aterrorizándole. Ni que decir tiene que, siguiendo esa misma cadena de contrastes, los imperfectos pero vitalistas Ekdahl se revelan aquí unos seres humanos muy preferibles a los rígidos e inhumanos Vergerus.  


Quinto acto: “Demonios”.
El quinto acto o episodio, “Demonios”, que al igual que el primero casi podría considerarse un largometraje independiente por duración y sobre todo por lo compacto de su contenido, si no fuera en este caso por su (lógica) dependencia del resto de la serie a nivel argumental, ahonda todavía más en los elementos fantastiques de “El fantasma” y “Acontecimientos de verano”. Una primera muestra la hallamos en el clímax de la extraordinaria secuencia en la que el judío Isak Jacobi irrumpe en la casa del obispo Vergerus y, con el aparente propósito de comprarle un baúl antiguo a cambio de una fuerte suma, lo que hace es rescatar a los niños, llevándoselos consigo escondidos en ese mueble; sorprendentemente, Jacobi consigue engañar al obispo “creando” a voluntad una especie de imagen mental de Fanny y Alexander en su habitación, cuando en realidad ya están escondidos en el baúl. Esta, nunca mejor dicho, “fuga” onírica, inesperada porque no proviene de la fértil mente infantil de Alexander sino de un personaje adulto, hace explícito lo que Fanny y Alexander tiene, en su conjunto, de implícito canto al poder de la imaginación en circunstancias adversas. Imaginación que se desata a partir del momento en que los niños son escondidos por Jacobi en su propia casa, un lugar laberíntico repleto de hermosos objetos de anticuario en el que cada rincón parece una llamada a lo mágico.


No es de extrañar, en este sentido, que en semejante decorado se produzcan nuevos momentos fantásticos, todos ellos de insuperable calidad: la magnífica secuencia del cuento en hebreo que Jacobi les lee a Fanny y Alexander, cuyo poder evocativo y reflexivo despierta de nuevo la mente del niño (escenas oníricas como la nocturna de Alexander y su madre en el desierto a la luz de las antorchas; o ese momento –estilo El séptimo sello (1957)– de la polvorienta marcha de penitentes encabezada por la criada Justina, cuya herida real en una mano aquí se ha convertido, por obra y gracia de la imaginación de Alexander, en estigmas en ambas manos como los de Cristo); la secuencia nocturna en la que Alexander se pierde por la casa de Jacobi, tras haber salido de su habitación para orinar, y tiene un aterrador encuentro con… ¡Dios!, en realidad un enorme y siniestro títere manejado por el sobrino de Jacobi, Aron (Mats Bergman, hijo del realizador); a renglón seguido, ese momento indescriptible en el cual Aron lleva a Alexander a que vea otra de las raras posesiones de Jacobi: una momia… que todavía mueve débilmente la cabeza; y la extraña escena de Alexander con el ambiguo hermano de Aron, Ismael (la actriz Stina Ekblad), cuyo diálogo con el niño se superpone, en montaje paralelo, con el terrible acontecimiento que pondrá fin a la vida del obispo Vergerus, víctima accidental del fuego del quinqué que ha convertido a la inválida tía Emma en una mortal antorcha humana.


Pero, dejando aparte toda esta admirable parte onírica, “Demonios” ofrece dos secuencias melodramáticamente perfectas: el diálogo a tres bandas de Gustav y Carl Ekdahl con el obispo Vergerus, con los dos primeros intentando convencer al segundo de que tramite el divorcio de Emelie, por más que el obispo, firme en sus convicciones, exige a su vez la devolución de los niños “secuestrados” por Jacobi so pena de acudir a la policía, una secuencia magistral por la precisión de la planificación y la lección de arte dramático que brindan Jarl Kulle, Börje Ahlstedt y Jan Malmsjö; y la secuencia, de resonancias casi shakespearianas, en la cual Emelie suministra al obispo Vergerus un caldo con somníferos destinado a dejarle fuera de combate mientras ella le abandona definitivamente. Posteriormente, resulta lógico que, en la secuencia en la cual Emelie y la abuela Helena escuchan la declaración que efectúa el superintendente de policía Jespersson (Carl Billquist) sobre las circunstancias de la muerte del obispo Vergerus y la tía Emma, Bergman inserte un plano del religioso carbonizado y en agonía tras un primer plano de Emelie, sugiriendo de este modo que la mujer es consciente de que es responsable, siquiera indirectamente, de la muerte de su marido, al que dejó paralizado con sus somníferos y sin posibilidad de huir de las llamas que acabaron con su existencia.


“Epílogo”.
Fanny y Alexander concluye con un bello Epílogo, que se abre sobre la imagen de dos recién nacidas metidas en sus cunas –una de ellas es la hija de la ahora viuda Emelie y su difunto esposo, la otra es la niña que Gustav Ekdahl ha concebido con la criada Maj–, ambas puestas en relación con el resto de la familia, comiendo alrededor de una enorme mesa, por mediación de un movimiento de cámara. Bergman contrapone el exaltado discurso vitalista de Gustav alrededor de esa misma mesa, feliz por el nacimiento de su nueva hija y por haber recuperado para su familia a Emelie, Fanny y Alexander, con la melancolía de las siguientes escenas: los problemas cotidianos de los Ekdhal no han terminado –la criada Maj llora ante Helena y Emelie porque Gustav pretende solucionarle la vida y la de su pequeña “poniéndole” un negocio que a ella no le gusta…–; y, camino de ir a ver a su abuela, Alexander tiene un último encontronazo en un pasillo con el nuevo fantasma que, lamentablemente, se ha incorporado para siempre a su vida: el del obispo Vergerus. En la escena final, Helena le lee a Alexander, apoyado en su regazo, un fragmento de Un ensueño, de August Strindberg, también conocida en castellano como El sueño (1901), y que es la obra de teatro que Emelie quiere que ella y Helena interpreten juntas en el escenario. Antes, cerca del final de “Demonios”, hemos visto al director de la compañía de teatro antaño financiada por Oscar y Emelie Ekdahl, el Sr. Filip Landahl, quejándose amargamente ante un colega por la baja calidad de las obras que, a falta de dinero, se ven obligados a representar con tal de subsistir: “El gusto del público, Sr. Morsing. Ya no quieren oír las canciones de gigantes. Se contentan con oír tararear a los enanos”; ¡una reflexión que, lamentablemente, sigue estando vigente en buena parte del actual mundo de la cultura!



Pero, como decía, Fanny y Alexander concluye con la lectura de un fragmento de Un ensueño/ El sueño, de Strindberg, una obra de teatro que no por casualidad gira alrededor de la visita a la Tierra por parte de una hija de Dios que termina desengañada al comprobar por sí misma la mediocridad de la existencia humana. El fragmento que lee Helena dice así: “La mentira y la realidad son una. Todo puede acontecer. Todo es sueño y verdad. El tiempo y el espacio no existen. Y sobre la frágil base de la realidad, la imaginación teje su tela, y diseña nuevas formas, nuevos destinos”. Dejando aparte el hecho de que la cita de Strindberg es un resumen perfecto de buena parte de la entraña de un film que, como este de Bergman, está construido alrededor de las frágiles fronteras que separan la así llamada fantasía de la denominada realidad, ¿acaso no puede verse, también, como una maravillosa definición aplicable por igual al teatro y al cine, dos artes que para el autor de Fanny y Alexander siempre fueron intercambiables?

   

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de JULIO-AGOSTO 2018, a la venta

$
0
0



Como en El Corte Inglés, ya es verano en Imágenes de Actualidad, cuyo número 392, correspondiente a los meses de estío, ilustra su portada con uno de los títulos con mayor potencial taquillero de estos días que vienen: Misión: Imposible – Fallout (Mission: Impossible – Fallout, 2018, Christopher McQuarrie), cuyo reportaje se complementa con el artículo Action Yayos.


También aparecen destacados en portada otros grandes estrenos del verano: Ant-Man y la Avispa (Ant-Man and the Wasp, 2018), cuyo reportaje se complementa con las entrevistas a su protagonista masculino, Paul Rudd, y a su director, Peyton Reed, y con el artículo ¡Marvel mía, lo que nos espera!; Los Increíbles 2 (Incredibles 2, 2018), cuyo reportaje se complementa con una entrevistaconjunta con su guionista y director, Brad Bird, y con los productores Nicole Grindle y John Walker; Megalodón(The Meg, 2018, Jon Turtletaub); y El rascacielos (Skycraper, 2018, Rawson Marshall Turber). La sección Series TV nos habla de la segunda temporada de GLOW. Y, en la sección Primeras Fotos, hallamos los avances de Dumbo(ídem, 2018, Tim Burton), First Man: El primer hombre (First Man, 2018, Damien Chazelle), Spider-Man: Un nuevo universo (Spider-Man: Into the Spider-Verse, 2018, Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman), y La noche de Halloween (Halloween, 2018, David Gordon Green).


Otros destacados estrenos de este verano son: Ocean’s 8 (ídem, 2018, Gary Ross); The Equalizer 2 (ídem, 2018, Antoine Fuqua); La primera purga: La noche de las bestias (The First Purge, 2018, Gerald McMurray); Vacaciones con mamá (Larguées, 2018, Éloïse Lang); Teen Titans Go! La película (Teen Titans Go! – To the Movies, 2018, Aaron Horvath y Michael Jelenic); Hotel Transilvania 3: Unas vacaciones monstruosas (Hotel Transylvania 3: Summer Vacation, 2018, Genndy Tartakovsky); A la deriva (Adrift, 2018, Baltasar Kormakur); Jojo’s Bizarre Adventure: Diamond Is Unbreakable (JoJo no kimyô na bôken: Daiyamondo wa kudakenai – dai isshô, 2017, Takashi Miike), que se complementa con el artículo Lo más bizarro de JoJo; Blackwood(Down a Dark Hall, 2018, Rodrigo Cortés); Yucatán (2018), que se complementa con una entrevista con su director, Daniel Monzón; Mary Shelley (ídem, 2017, Haifaa Al-Mansour); y La cámara de Claire (La caméra de Claire, 2017, Hong Sang-soo). A ello hay que sumar un acontecimiento: el retorno de dos de los colaboradores más queridos (y, a veces, también más odiados) de la revista, Josep Parera y Álex Faúndez, firmando las secciones Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, respectivamente; y las otras secciones habituales: News; Stars; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Este mes he dedicado el Cult Movie a un famoso clásico de Norman Jewison, ganador del Oscar a la Mejor Película: En el calor de la noche(In the Heat of the Night, 1967), “una buena película que se sostiene, principalmente, sobre la magnífica labor de sus intérpretes (por más que el “oscarizado” Rod Steiger se merece una mención especial) y la espléndida labor fotográfica de Haskell Wexler, que contribuye poderosamente a dotar al film de buena parte de su notabilísima atmósfera”.


Cierro mi participación en este número con un par de críticas: las de las correctas Jurassic World: El reino caído(Jurassic World: Fallen Kingdom, 2018, J.A. Bayona) y Los extraños: Cacería nocturna(The Strangers: Prey at Night, 2018, Johannes Roberts).


Web “Dirigido por...”: www.dirigidopor.es
Web “Imágenes de Actualidad”: www.imagenesdeactualidad.com
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com

El honor de los bereberes: “EL VIENTO Y EL LEÓN”, de JOHN MILIUS

$
0
0


La acción de El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975) se inspira, muy vagamente, en hechos reales. A principios del siglo XX, durante el mandato del presidente norteamericano Theodore Roosevelt, una tribu bereber secuestró a Ion Perdicaris, un ciudadano estadounidense residente en Tánger, coincidiendo con un momento en que Marruecos se hallaba bajo protectorado francés. Aunque el incidente terminó solucionándose por la vía diplomática, John Milius, quien a mediados de los setenta se había forjado un incipiente prestigio como guionista –Las aventuras de Jeremiah Johnson(Sydney Pollack), El juez de la horca(John Huston), Harry el fuerte (Ted Post)– y acababa de realizar la excelente Dillinger(ídem, 1973), también con guion propio, urdió a partir de esa anécdota histórica un guion original al cual añadió todo tipo de elementos de su invención: convirtió al ciudadano secuestrado en una mujer, Eden Pedecaris, y además madre de dos hijos, e ideó un par de secuencias de batalla para añadirle espectacularidad al relato: el asalto de los marines al palacio del Bajá en Tánger, y el combate final de los soldados norteamericanos y los bereberes contra las tropas alemanas.    


Producida por Columbia Pictures en asociación con Metro-Goldwyn-Mayer, y con un presupuesto de 4 millones de dólares, considerablemente alto para la época, el papel protagonista de El viento y el león, el jefe berebere conocido con el pomposo nombre de Mulay Ahmed Mohammed el-Raisuli, apodado El Magnífico, fue a parar al escocés Sean Connery, una vez considerados y descartados intérpretes como Omar Sharif y Anthony Quinn. El viento y el león sería para Connery el primero del magnífico trío de películas de aventuras que rodó consecutivamente por esa época, y que tanto bien hicieron por su imagen y prestigio como actor, alejándolo de su encarnación de James Bond; las otras dos serían El hombre que pudo reinar (The Man Who Could Be King, 1975), de John Huston (quien, curiosamente, también interviene como intérprete en El viento y el león), y Robin y Marian (Robin and Marian, 1976), de Richard Lester. Por su parte, la actriz estadounidense Candice Bergen asumió el papel de Eden Pedecaris, tras haber sido ofrecido en primer lugar a Faye Dunaway. Brian Keith obtuvo el rol del presidente Teddy Roosevelt y John Huston, ya mencionado, encarnó a su secretario de estado John Hay.


El rodaje tuvo lugar íntegramente en España, en concreto en diversas localizaciones andaluzas como el Cabo de Gata en Almería, La Calahorraen Granada y la Plazade las Américas de Sevilla. El apasionamiento del realizador le llevó a emplear a una veintena de auténticos marines, así como a numerosos miembros de las fuerzas especiales del ejército español, para las escenas de batalla, alguna de las cuales, como la del final, que requirió por sí sola dos semanas de filmación, resultó particularmente peligrosa, al usarse en ella dinamita… ¡real! Apuntar, a título anecdótico dentro del capítulo interpretativo, que el director de fotografía del film, Billy Williams, asumió el papel secundario pero llamativo de Sir Joseph, el diplomático británico que sacrifica su vida intentando evitar el secuestro de la Sra. Pedecaris y su hijos al inicio del relato; que Terry Leonard, el gran supervisor de especialistas que llevó a cabo la mayoría de las escenas de riesgo con caballos, aparece brevemente en la película como el púgil contra el cual el presidente Roosevelt practica el boxeo; y que el propio Milius se deja ver como el mercader alemán de armas que negocia con el sultán en su palacio. Estrenada en los Estados Unidos en mayo de 1975, El viento y el león no fue un gran éxito de taquilla –y más teniendo en cuenta que ese mismo verano tuvo que vérselas nada menos que con Tiburón (Jaws, 1975), de Steven Spielberg, el primer film de la historia del cine que superó los 100 millones de dólares en taquilla sólo en cines estadounidenses–, pero sirvió para consolidar la posición de su autor en el seno de la industria.      


Resulta fácil catalogar El viento y el león como película épica, dado su sabor aventurero y por lo que tiene de reivindicación, hecha con notables medios técnicos, de cierto sentido del espectáculo made in Hollywood, que en el momento de su realización, mediados de los años setenta, atravesaba una grave crisis de credibilidad, sacudida por los vaivenes de la propia sociedad estadounidense (la guerra de Vietnam, la cultura hippie, el movimiento contestatario) y por los aires de renovación cinematográfica procedentes de determinadas vanguardias, tanto europeas (la Nouvelle Vague francesa, el Free Cinema británico, los Nuevos Cines procedentes de países del Este o latinoamericanos) como también norteamericanas (el New American Cinema, el underground). Pero quizá el calificativo que, a pesar de esas apariencias, mejor le cuadra a El viento y el león es el de película lírica y, más concretamente, de epopeya lírica. Diccionario en mano, y recogiendo una definición para el teatro épico que, creo, también es aplicable al cine épico, este último sería el que, en contraposición al que pretende la identificación del espectador con las emociones de la obra, intenta que cause en aquél reflexiones “distanciadoras” y críticas por medio de una técnica apoyada más en lo narrativo que en lo dramático. En cambio, una obra literaria lírica (o, añado, una obra cinematográfica lírica) sería, también diccionario en mano, aquélla que expresa sentimientos del autor y se propone suscitar en el oyente o lector (o, en este caso, espectador) sentimientos análogos. Y aunque una de las acepciones académicas de epopeya (la que, creo, más se acerca al espíritu de El viento y el león) la describe como un conjunto de hechos gloriosos dignos de ser cantados épicamente, en este caso hablaríamos de un canto lírico, y no épico, y por tanto de epopeya lírica.


¿Y por qué? Porque, a pesar de partir de un substrato histórico descrito con cierto realismo y veracidad (la situación de Marruecos en el año 1905, que a pesar de ser oficialmente un protectorado francés era objeto de intereses alemanes y norteamericanos, tal y como se refleja en el film), El viento y el león no es ni pretende ser una lección de Historia, sino antes al contrario una digresión sobre cómo, en la mayoría de las ocasiones, la Historia con mayúscula aplasta la historia o historias con minúscula de los seres humanos que padecen los caprichos de la primera. Si estuviésemos hablando de Éric Rohmer, algunos mencionarían de inmediato la interesante La inglesa y el duque (L’anglaise et le duc, 2001) como ejemplo de lo afirmado. Pero, amigos, estamos hablando de El viento y el león y de un realizador, John Milius, que no solo carece del marchamo “artístico” que ostenta (o, mejor dicho, se le ha atribuido a) Rohmer, sino que además pasa por ser, ideológicamente hablando, uno de los personajes más “molestos” del cine estadounidense, me atrevería a afirmar, de todas las épocas: un fascista declarado, amante de las armas de fuego, y que con motivo del estreno de su más famosa película, Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982), se atrevió a declarar que, en su opinión, “los gobiernos son para las vacas” y, refiriéndose a Robert E. Howard, padre literario de Conan, añadió: “Estoy de acuerdo con Howard, que prefería la barbarie”. Si a ello añadimos que Milius es autor de una filmografía como director harto irregular, en la que junto a títulos tan interesantes como los ya citados Dillinger o Conan el bárbaro, o también Adiós al rey (Farewell to the King, 1989), hallamos otros tan insuficientes como El gran miércoles (Big Wednesday, 1978) El vuelo del Intruder (Flight of the Intruder, 1991) o sobre todo la nefasta –aunque muy personal– Amanecer rojo (Red Dawn, 1984), comprenderán que Milius sea, en el mejor de los casos, menospreciado.


A pesar de ello, y a falta de haber visto toda su filmografía –en el momento de escribir estas líneas, desconozco su oscura ópera prima The Reversal of Richard Sun (1970), y sus últimos trabajos tras las cámaras para televisión–, El viento y el león no solo me parece su mejor película, sino probablemente una de las últimas obras maestras legadas por el cine norteamericano de los setenta y un film que, en cierto sentido, certifica el final de la etapa “clásica” del cine de aventuras de Hollywood. Concebida como la primera entrega de una proyectada trilogía sobre el presidente Theodore Roosevelt, personaje sobre el cual Milius volvería a reincidir en su serie de televisión Rough Riders (1997), centrada en las hazañas bélicas de Roosevelt en la guerra de Cuba (una etapa que, en principio, también es la que pretende evocar Martin Scorsese en su largo tiempo anunciado proyecto The Rise of Theodore Roosevelt), El viento y el león es, entre otras muchas cosas, una de las películas en las que Milius ha incidido más y mejor en una de sus temáticas favoritas: el contraste entre civilización y barbarie. En este sentido, resulta muy claro para cualquiera que vea el film que, para Milius, el personaje de Muley Ahmed Mohamed el-Raisuli el Magnífico, y todo lo que representa su modo de vida, le resultan infinitamente preferibles al estilo de existencia supuestamente civilizado, en realidad brutal, despiadado y sin alma, representado por los personajes occidentales.

La astucia de Milius reside en que este discurso sobre la (falsa) superioridad de la civilización puesta en contraste con la (supuesta) inferioridad de la barbarie está expuesto a través del proceso de reconocimiento que llevarán a cabo los personajes –y, con ellos, el espectador– de Eden Pedecaris y sus dos hijos, William (Simon Harrison) y Jennifer (Polly Gottesmann). Al principio –en una secuencia de una apabullante brillantez–, los bereberes de el-Raisuli irrumpen salvajemente en la vivienda de Eden Pedecaris en Tánger, asesinando a sus criados y secuestrándola junto a sus hijos; por si las cosas no pintaran lo suficientemente mal, Eden tiene la ocurrencia de reírse de el-Raisuli cuando es desmontado por un caballo encabritado, lo cual provoca que el jefe bereber la abofetee, advirtiéndole: “Soy el-Raisuli. No vuelva a reírse de mí”. Lo que sigue a continuación no parece nada halagüeño ni para Eden ni para sus hijos: los bereber intentan espiar el cuerpo de Eden mientras se cambia de ropa; el-Raisuli ejecuta con sus propias manos a dos de los cuatro hombres que se han atrevido a beber agua de su pozo sin haberse acordado de él en sus oraciones, cortándoles la cabeza con una enorme espada (cuando Eden le reprocha su barbarie, el-Raisuli contesta con una lógica implacable que: “un bárbaro los habría decapitado a los cuatro”); la lengua de un traidor es servida a el-Raisuli en una bandeja de plata, para horror de Eden y excitada curiosidad infantil de William y Jennifer.


Sin embargo, no tardaremos en ver que la acción de las “personas civilizadas” dista mucho de ser mejor que las de los bereberes que, a fin de cuentas, han cometido el secuestro de la Sra. Pedecaris y sus hijos para reivindicar la libertad de Marruecos. Roosevelt, que acaba de ser nombrado presidente provisional por la muerte del anterior mandatario y está preparando las elecciones (que acabó ganando), es mostrado como un personaje extravertido y con un punto novelesco, a medio camino entre lo sublime y lo demente. No deja de resultar chocante que, a pesar de su fama de reaccionario, Milius ponga en boca de este personaje una amarga y desencantada reflexión sobre el pueblo norteamericano; comparando el espíritu estadounidense con el carácter del oso que acaba de cazar, Roosevelt afirma: “[a los americanos] el mundo siempre nos respetará, pero nunca nos amará. Somos demasiado arrogantes, y acaso algo ciegos y temerarios”. No será la última vez que lo haga: basta con ver Adiós al rey, en la que Milius cede la palabra a un cruel oficial del ejército japonés dejándole que intente justificar, por más que sea injustificable, la decisión que le condujo a practicar el canibalismo con sus prisioneros; o, sin ir más lejos, el retrato oscuro y bastante antipático que el mismo film ofrece del general MacArthur.


A medida que Eden Pedecaris y sus hijos van conociendo y aceptando a el-Raisuli y su pueblo, los políticos y militares norteamericanos aprovechan la delicada situación diplomática provocada por el secuestro para tomar el poder en Marruecos, mandando tropas a asaltar el palacio del Bajá de Tánger (Vladek Sheybal), en lo que puede verse un irónico anticipo de la situación del mundo en la actualidad: más de treinta años después de su realización, y a pesar de ser en sus líneas generales pura ficción, El viento y el león parece que esté hablándonos de la guerra ideológico-económica que enfrenta a Oriente y Occidente en estos momentos. Nada, en el fondo, ha cambiado. De ahí que Milius acabe tomando partido por los bereberes, hombres con su propio e insustituible código del honor, que prefieren luchar a espada y cara a cara con el enemigo para poder “mirarse a los ojos” (y no con armas de fuego, que en su opinión es con lo que luchan “los perros”); y que ello esté expuesto a través del proceso de seducción de Eden y sus hijos por esos hombres bárbaros pero fascinantes: la manera en que, al principio del relato, la pequeña Jennifer se acerca sin miedo al jinete bereber que le dice que salga de su escondrijo y suba a su caballo; la admiración que William siente por el-Raisuli; o, en uno de los momentos más bellos del relato, la escena en la que el-Raisuli le confiesa a Eden que, si el gobierno norteamericano no cumple sus exigencias, les dejará marchar con vida: Eden estalla en llanto, al comprobar la nobleza de el-Raisuli, quien exclama, extrañado, con inocencia: “¡El-Raisuli no mata a mujeres y niños!”; gran momento que se sostiene, en buena medida, sobre la gran interpretación de Sean Connery, en uno de sus mejores y más carismáticos roles, y de una excelente Candice Bergen, que quizá nunca ha vuelto a estar mejor.


Son muchos los momentos que hacen espléndida esta película, que el que suscribe, aún con miedo de que le tomen por una especie de José Luis Garci de medio pelo, confiesa tener entre aquellas que, a mediados de los setenta, momento en que empecé a despertar a la vida y, desde luego, al cine, marcaron mi afición, junto con (y cito sin orden de preferencia) La quimera del oro, de Charles Chaplin (en una reposición, claro está), Solaris, de Andrei Tarkovski, Family Plot (La trama), de Alfred Hitchcock, El padrino, de Francis Ford Coppola, o Tiburón, de Steven Spielberg. Pero, más allá de sus excelentes momentos de acción –al secuestro de la Sra. Pedecarisy sus hijos que abre el film habría que añadir el extraordinario rescate de estos últimos por el-Raisuli tras haber caído en manos de unos tuaregs, o la pelea final de los bereberes y los yanquis contra los alemanes que han capturado a el-Raisuli, en parte inspirada en el Sam Peckinpah de Grupo salvaje–, lo que acaba quedando en el recuerdo de El viento y el leónson sus formidables apuntes líricos: el travellingque nos descubre por primera vez a el-Raisuli, sentado en el jardín, que en combinación con la evocadora partitura de un inspirado Jerry Goldsmith confiere la adecuada aureola mítica y romántica al personaje; la fascinación de William y Jennifer mientras juegan con un cuchillo bereber; el-Raisuli narrando sus aventuras de juventud, con tono de elegía, a la luz de una hoguera; diversos momentos del combate final, como aquél en que el-Raisuli humilla al oficial alemán que le ha retado… no matándole, el onírico instante en que William, caído en el suelo, ve al ralentí a el-Raisuli arrebatándole el rifle mientras pasa a caballo por su lado; o la secuencia en que Roosevelt, tapándose un ojo (está perdiendo visión en él), y sentado al pie del oso disecado, lee la carta de el-Raisuli, donde le compara con el viento y a sí mismo con un león. Dejo para el final mi momento favorito: de nuevo en medio del último combate, la inolvidable despedida de el-Raisuli a Eden: “Volveremos a vernos, Sra. Pedecaris, cuando los dos seamos como nubes doradas flotando sobre el viento”; el-Raisuli sonríe antes de sumergirse en el fragor del combate, mientras Eden contiene a duras penas el llanto y la música de Jerry Goldsmith certifica la culminación de una bellísima historia de amor imposible.      


“DIRIGIDO POR…” de JULIO-AGOSTO 2018, a la venta

$
0
0



La primera entrega de un dossierde dos partes dedicado al Spaghetti Western es el principal tema de portada del núm. 490 de Dirigido por… Dicha primera entrega se compone de los siguientes artículos: ¿Qué fue el spaghetti-western? Panorámica histórica sobre un género europeo (Joaquín Vallet Rodrigo), ¡Vamos a matar, compañeros! Spaghetti western y política (Jesús Palacios), Sergio Leone. El padre de un montón de hijos de puta (José Luis Salvador Estébenez), Sergio Sollima. Aventura y política(Antonio José Navarro), Duccio Tessari. Picaresca y fantasmagoría (Ramón Alfonso) y Voy, los mato y ruedo: El euro-westernatípico de Enzo G. Castellari (Ángel Sala).


También se destaca en portada un dossierde una sola entrega, y que he coordinado, dedicado al Centenario de Ingmar Bergman, y que se compone de los siguientes textos: Los primeros años (1946-1952)(Emilio M. Luna), La consolidación de Bergman. La obra del director sueco llega a Europa (Carles Balagué), El silencio de Dios y la crisis del Humanismo (Israel Paredes Badía), Fantasía y terror: cuestión de puesta en escena (Quim Casas), Cómo conjurar el existencialismo en inglés y alemán (Diego Salgado) y Bergman y la televisión (que ha escrito un servidor).


Asimismo, se destacan en la tapa las extensas reseñas dedicadas a Los increíbles 2 (Incredibles 2, 2018) [Quim Casas], la cual se complementa con una entrevista con su guionista y director, Brad Bird; Happy End (ídem, 2017, Michael Haneke) [Israel Paredes Badía]; La cámara de Claire (La caméra de Claire, 2017, Hong Sang-soo) [Quim Casas]; y No te preocupes, no llegará lejos a pie (Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot, 2018, Gus Van Sant) [Quim Casas].


Otras críticas destacadas son las de Hereditary(ídem, 2018, Ari Aster) [también escrita por mí], Vacaciones con mamá(Larguées, 2018, Eloïse Lang) [Joaquín Vallet Rodrigo], Rodin (ídem, 2017, Jacques Doillon) [Quim Casas] y Sicario: El día del soldado(Sicario: Day of the Soldado, 2018, Stefano Sollima) [Diego Salgado]. A ello hay que sumar la sección Opinión, en la que Anna Petrus comenta Sobre un cine que mira a los ojos; la sección Críticas, con comentarios de otros estrenos; Televisión, donde se comenta la serie The End of the F***ing World (ídem, 2017) [Joaquín Torán]; Home Cinema, con novedades en formato doméstico comentadas por Quim Casas, Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Ramón Alfonso y, de nuevo, un servidor; Cine On-Line, con comentarios de Quim Casas, Héctor G. Barnés y Joaquín Torán; Libros, con comentarios de Quim Casas, Israel Paredes Badía y Óscar Brox; Banda Sonora, de Joan Padrol; y En busca del cine perdido, en la que Joan Padrol nos habla de Lo mejor de Cinerama (The Best of Cinerama, 1962).


Ya he comentado que mi contribución a este número consiste, primero, en el artículo Bergman y la televisión, para el dossier que también he coordinado en torno al Centenario de Ingmar Bergman.


Asimismo, comento la controvertida película de terror de Ari Aster Hereditary.


También firmo, para la sección de Críticas, la reseña de Mary Shelley (ídem, 2017, Haifaa Al-Mansour).


Y finalmente, para la sección Home Cinema, sendos comentarios de El príncipe de las tinieblas (Prince of Darkness, 1987, John Carpenter) y La leyenda de la casa del infierno (The Legend of Hell House, 1973, John Hough).


Web “Dirigido por...”: www.dirigidopor.es
Web “Imágenes de Actualidad”: www.imagenesdeactualidad.com
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com

El vampiro como referente cultural: “NOSFERATU, VAMPIRO DE LA NOCHE”, de WERNER HERZOG

$
0
0


Casi cuarenta años después de su estreno, Nosferatu, vampiro de la noche(Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) sigue siendo una de las más interesantes películas de Werner Herzog, para el que suscribe el mejor cineasta de la generación integrante de lo que fuera conocido como Nuevo Cine Alemán, y ello se debe a numerosas razones, que intentaremos sintetizar del siguiente modo:


A) Su carácter de relectura del clásico de Friedrich Wilhelm Murnau en el que se inspira, Nosferatu, el vampiro(Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), y de la novela que a su vez inspiró este último, Drácula, de Bram Stoker. A pesar de que, según parece, Herzog efectuó en su momento la siguiente y muy desafortunada afirmación: ““Drácula” es una mala novela, una suerte de compilación de todas las historias de vampiros conocidas en esa época” (citado por José María Latorre en su libro El cine fantástico. Publicaciones Fabregat, Serie Mayor núm. 5. Barcelona, 1987), lo cierto es que su nueva versión de Nosferatu, el vampiro, y por ende de la obra maestra de Stoker, aporta nuevas e interesantes variaciones al mito. Recordemos por enésima, millonésima vez, que Murnau adaptó Drácula libremente y cambiando los nombres de los personajes del libro a fin de no tener que pagar derechos de autor. Casi sesenta años después, cuando ya es historia del cine la fallida maniobra económica de Murnau (quien al final tuvo que hacer frente a una demanda de Florence Stoker, viuda del escritor, e indemnizarla), Herzog pone las cosas en su sitio, de manera que el conde Orlock de Murnau (el célebre Max Schreck) vuelve a ser lo que siempre fue, esto es, el conde Drácula (aquí Klaus Kinski). Jonathan Harker (Bruno Ganz) sigue siendo el ayudante de un abogado enviado por su jefe al castillo de los Cárpatos donde vive el conde Drácula para gestionar la compra por parte de este último de una vivienda en la localidad germana de Wismar (y no en la británica de Withby, como en la novela); además, Renfield, en el libro el predecesor de Harker en dicho encargo, es aquí el jefe de este último (Roland Topor). En la versión de Herzog, Harker está casado con Lucy (Isabelle Adjani): recordemos que, en la novela de Stoker, su prometida y luego esposa es Mina, la cual en esta ocasión ocupa un rol mucho más secundario (a cargo de la actriz Martje Grohmann); de este modo Herzog respeta cierta tradición teatral que intercambia los nombres de Lucy y Mina, justo al contrario que en el libro, acaso por influencia de la famosa obra de teatro de Hamilton Deane y John L. Balderston que se encuentra en la base tanto del Drácula (Dracula, 1931) de Tod Browning como del Drácula (Dracula, 1979) de John Badham (1).


Aparte de estas referencias/ variaciones con respecto a Stoker, Nosferatu, vampiro de la noche viene a ser una especie de antítesis estética del Nosferatu, el vampiro de Murnau. Ello no solo se percibe en lo más obvio, esto es, la utilización del sonido y el color, sino en la manera de concebir la estética general de la película con respecto a la de Murnau. Sin ser una obra expresionista propiamente dicha, Nosferatu, el vampiro bebe abundantemente del expresionismo imperante en la época en Alemania. Es una obra estilizada cuya estética busca crear una atmósfera de tinieblas, a tono con la corrupción y el hedor de muerte que acompaña a todas y cada una de las apariciones del conde Orlock. Herzog no reutiliza las herramientas expresionistas de Murnau, sino que más bien toma Nosferatu, el vampiro como referente dentro de una película en la cual se combinan otras muchas referencias culturales, no solo cinematográficas, sino también literarias y pictóricas.


Ello no obsta para que haya en Nosferatu, vampiro de la noche homenajes explícitos a la obra maestra de Murnau, algunos tan claros como, por ejemplo, la resolución de los momentos clave del relato: la secuencia en la que, a cientos de kilómetros de distancia, Lucy llama a su marido como en sueños y consigue de este modo detener a un estupefacto Drácula, que estaba a punto de beberse la sangre de un aterrorizado Harker; el plano en contrapicado, con la cámara situada en el interior de la bodega del barco, en el cual vemos a Drácula paseándose por la cubierta del velero que le lleva hasta Wismar; el plano fijo que describe la llegada de ese mismo barco al puerto de la ciudad, impulsado por la corriente y con toda su tripulación muerta o desaparecida como consecuencia de la sed insaciable del vampiro que viaja escondido a bordo; algunos planos que muestran las andanzas nocturnas de Drácula, trasladando sus ataúdes llenos de tierra transilvana y de ratas desde la bodega del velero hasta la ruinosa mansión que ha comprado en el centro de la ciudad (destaca al respecto la imagen, esta sí fuertemente expresionista, de la sombra del vampiro proyectándose, gigantesca, sobre la fachada de la casa de Harker y Lucy); y la propia resolución del relato, con Lucy ofreciéndose al vampiro hasta que la primera luz del día aniquila a Drácula. Hay que anotar, asimismo, el recargado maquillaje que luce Isabelle Adjani, que la hace parecer, casi literalmente, un personaje de cine mudo incrustado en una película sonora; o, dicho de otra manera, una figura en blanco y negro, representativa de un cine del pasado, perfilada en un contexto cinematográfico en color y con sonido: un anacronismo.


B) Su carácter de compendio de referencias culturales. Ya hemos apuntado unas pocas: el cine mudo y el expresionismo, en términos generales, y más específicamente, el Nosferatu, el vampiro de Murnau y el Drácula de Stoker, vistos aquí como iconos culturales. Pero, desde luego, hay muchas otras. En este sentido, es mérito de S.S. Prawer, autor de un interesante ensayo sobre el film de Herzog publicado en la excelente colección de monografías del British Film Institute (Nosferatu: Phantom der Nacht. BFI Modern Classics. Londres, 2004), el haber sabido establecer el carácter enciclopédico de Nosferatu, vampiro de la noche, que se adelanta así a posteriores trabajos calificados en este mismo sentido como algunas películas de Peter Greenaway o, sin salirnos del ámbito del cine de vampiros, el Drácula de Bram Stoker(Bram Stoker’s Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola. Para Prawer, el conde Drácula interpretado aquí de manera muy estudiada y contenida por un notable Klaus Kinski, responde en parte a una caracterización ya apuntada en el clásico de Murnau, la idea de que el conde vampiro no es sino una representación en negativo del propio Harker, su doble interior o, si se prefiere, su otro yo: su doppelgänger. Ambos quieren a la misma mujer, Lucy; en consecuencia, el vampiro reemplaza al marido; o, expresado de otra forma, la esposa ve partir al amado esposo, y en su lugar regresa un vampiro que anhela poseer su cuerpo y beber su sangre (por más que, a diferencia de la versión de Murnau, aquí Harker consiga volver a su hogar prácticamente coincidiendo con la llegada de Drácula a Wismar). Pero Herzog añade a la caracterización del vampiro elementos propios del romanticismo alemán, tales como el Sehnsucht (el romanticismo entendido como un modo de vida) y el Angst (el sentido existencialista de la vida), convirtiendo a Drácula en un vampiro melancólico que, para Prawer, contiene resonancias de las obras de escritores románticos alemanes como Ludwig Tieck y E.T.A. Hoffmann.


En el terreno plástico, S.S. Prawer detecta asimismo referencias a las pinturas de los también románticos Caspar David Friedrich y G.F. Kersting en el tratamiento fotográfico. No es de extrañar, en este sentido, que la música del film consista, asimismo, en una amalgama formada por la partitura original compuesta por Popol Vuh, habitual colaborador de Herzog, con temas adicionales de Florian Fricke y una selección de fragmentos de obras de Charles Gounod, Vokal-Ensemble Gordela y, sobre todo, Richard Wagner: el maravilloso preludio de Das Rheingold que acompaña musicalmente determinadas secuencias del film contribuye a reforzar su sentido: Wagner suena en momentos como la llegada a pie de Harker al castillo de Drácula, el primer paseo nocturno del vampiro por Wismar y en la conclusión del relato, la más importante modificación llevada a cabo por Herzog con respecto a los originales de Murnau y Stoker, en la cual Harker, prácticamente convertido en vampiro, desaparece cabalgando en el horizonte tras haber afirmado: “Tengo muchas cosas que hacer”. La música de Wagner y la belleza de las imágenes se combinan aquí para expresar algo parecido al inicio de una nueva era, el comienzo de algo trascendental y a la vez indescriptible mostrado, además, a través de una deliberada estructura circular: al principio, como ya hemos señalado, es Harker quien penetra en el mundo del vampiro, luego es Drácula quien arriba al mundo de los seres humanos, y la película se cierra con Harker transformado en un nuevo vampiro y partiendo hacia un horizonte abierto. No es de extrañar que Terrence Malik también supiera apreciar ese carácter de creciente exaltación del preludio de Das Rheingold y lo utilizara con un sentido muy parecido en su extraordinaria El nuevo mundo (The New World, 2005).


C) Su carácter de exhibición de lo mejor del cine de Herzog.Nosferatu, vampiro de la noche es, además de todo lo anterior, una obra muy personal y característica de su autor, en la cual hallamos buena parte de sus mejores recursos expresivos. Para no alargarnos en demasía, apuntemos ya de entrada su sentido del paisaje natural, dentro del cual hay momentos de una gran belleza; no me resisto a señalar, dentro de la ya mencionada secuencia del viaje de Harker hacia el castillo del vampiro, esos maravillosos encuadres cámara en mano, casi documentales, siguiendo al personaje por caminos sembrados de túneles y caídas de agua, como invitando al espectador a participar, subjetivamente, en ese viaje de Harker hacia el país de lo sobrenatural. Capacidad para retratar la naturaleza que halla idéntica correspondencia en su forma, directa y realista, pero a la vez sugerente y un tanto abstracta, de mostrar escenarios creados por la mano del hombre. Tal es el caso, sin ir más lejos, de la inquietante secuencia cámara en mano, sobre la cual se superponen los títulos de crédito, y que, a los sones de la no menos tenebrosa partitura de Popol Vuh, nos muestra el terrorífico interior de la cripta donde reposan las famosas momias de Guanajuato; o, en particular, de ese espléndido momento, repleto de movimientos de cámara casi coreográficos, en el que, tras despertarse al día siguiente, Harker recorre el interior del castillo de Drácula, dándose cuenta de que está prisionero dentro del mismo, y termina descubriendo el antiguo sarcófago donde el vampiro se oculta de la luz del sol.


No cuesta ver en Nosferatu, vampiro de la noche esa mirada extraña hacia la rareza del mundo, característica de la obra de un realizador que mira de frente la anormalidad que se aloja en el seno de lo que se suele llamar “vida cotidiana”, aquí presente en el tratamiento frío y hasta cierto punto distante de las escenas oníricas: véase al respecto cómo resuelve las de la invasión de Wismar por las ratas; los momentos en los cuales vemos, en grandes planos generales y en semipicado, el desfile de ciudadanos paseando los ataúdes de las víctimas de la peste que han traído consigo Drácula y su ejército de roedores; el momento en el cual unos apestados disfrutan de su “última cena” en esa misma plaza, y la bella elipsis que muestra, poco después, esa misma mesa sin nadie sentado a ella y cubierta de hambrientas ratas… Nosferatu, vampiro de la nochecontrapone de manera constante lo racional y lo onírico, decantándose decididamente por esto último: basta con ver el tratamiento, aquí muy secundario y más bien sarcástico, que se le da al personaje del cazador de vampiros Abraham Van Helsing, convertido en un escéptico galeno (Walter Ladengast) que, tras haber rematado a Drácula con el clásico estacazo en el corazón… a continuación es detenido por la policía, acusado por Harker de asesinato (¡).

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/06/el-vampiro-romantico-dracula-de-john.html



Descenso a los infiernos: “BUSCANDO AL SR. GOODBAR”, de RICHARD BROOKS

$
0
0


Por más que en esta película de Richard Brooks no se diga de forma explícita, el Mr. Goodbar o Sr. Goodbar al que se refieren tanto el título original y el castellano del film, como el de la novela de Judith Rossner en la que se inspira (Buscando a Mr. Goodbar, 1975. Primera edición en castellano: Editorial Atlántida. Buenos Aires, 1976), no es un hombre de carne y hueso, sino la denominación del local de copas nocturno al cual la protagonista, Theresa –una magnífica Diane Keaton–, acude con frecuencia para beber, leer y, sobre todo, ligar con hombres con los que acostarse esa misma noche. Por más que lo ignoro a ciencia cierta, es posible que Rossner jugara a la ambigüedad o al doble sentido con el título de su novela, habida cuenta de que, tanto en ella como en la película de Brooks, la protagonista busca asimismo a un hombre perfecto al que jamás encuentra. Buscando al Sr. Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, 1977), que el que suscribe no dudaría en incluir entre las más logradas obras de su realizador –tiene una fuerza y acidez comparables a las de El fuego y la palabra (Elmer Gantry, 1960), un sentido trágico equiparable al de Lord Jim (ídem, 1965), una ironía rayana con la de Los profesionales (The Professionals, 1966), una agudeza en la introspección psicológica digna de A sangre fría (In Cold Blood, 1967), y una lucidez a la hora de examinar las relaciones humanas a la altura de Con los ojos cerrados (The Happy Ending, 1969)–, es la descarnada crónica del descenso a los infiernos de una mujer que, como muchos de los personajes de Brooks, va en busca de una plenitud que nunca consigue alcanzar, perdiendo la vida en el empeño.


Buscando al Sr. Goodbar parte, como digo, de una novela de Judith Rossner basada, a su vez, en una terrible historia real: la de Roseann Quinn, una maestra de niños sordomudos, de educación católica, que sufrió poliomielitis durante su infancia y que acostumbraba a ir a bares de ambiente para conocer a hombres y tener con ellos sexo de una noche hasta que, en el año 1973, acabó siendo asesinada por un homosexual, John Wayne (sic) Wilson, que –como anota Roberto Cueto– “le clavó dieciocho puñaladas, violó su cadáver, le introdujo una vela en la vagina y destrozó su rostro con una estatua. Wilson fue arrestado y se suicidó en prisión cuatro meses después de la muerte de Roseann” (Richard Brooks. Festival de San Sebastián/ Filmoteca Española, 2009; Pág. 242). Rossner reconstruye en su libro la vida de Roseann, pero cambiándole el nombre por el de Theresa Dunn, y el de su asesino, por el de Gary Cooper (otro sic) White –encarnado en el film por Tom Berenger–, y reproduce el mismo esquema de su existencia: el catolicismo, la polio, la enseñanza a sordomudos, la promiscuidad y su trágico final. Empero, y a pesar de sus notables semejanzas, hay considerables diferencias entre el tratamiento del relato proporcionado por Rossner y la lectura del mismo efectuada por Brooks a partir de un guión propio. La novela arranca con la detención del asesino de Theresa y la descripción de su asesinato llevada a cabo por él mismo, para a partir de ahí narrar retrospectivamente la vida de la protagonista siguiendo un orden cronológico que culmina, precisamente, con su muerte a manos de Gary, quien la ahoga con una almohada para luego golpearla en la cabeza con una lámpara. El film, en cambio, arranca mostrándonos a Theresa ya adulta y reviviendo, vía flashback, un traumático y decisivo episodio de su infancia –la polio y posterior escoliosis en la columna vertebral, que la obligó a convalecer durante más de un año escayolada de prácticamente todo el cuerpo–, y concluye, asimismo, con su muerte a manos de Gary, solo que en esta ocasión el modus operandi del delito se corresponde con el que padeció la auténtica víctima del suceso real: el cuchillo vuelve a ser el arma homicida.


¿Qué pudo impulsar a Brooks a llevar a cabo esos cambios con respecto al libro? Rossner describe minuciosamente el proceso físico y mental que conduce a Theresa de ser una niña con polio a alguien que, una vez llegado a la edad adulta, se encuentra ante una encrucijada vital: el verse obligada a tener que elegir entre los hombres que emocional e intelectualmente le gustan, y los que lo hacen desde un punto de vista exclusivamente sexual. La búsqueda de Theresa es la búsqueda de un ideal: un hombre que, emocionalmente, la llene, y sexualmente, la satisfaga. La protagonista es consciente de que eso es imposible, pero ese afán de búsqueda la lleva al extremo de empezar siendo la amante de un profesor de su universidad (con el que perderá la virginidad), y más adelante, y ya instalada en Nueva York y trabajando como maestra, a alternar sus citas platónicas con James, un abogado irlandés que la pretende de manera formal hasta el punto de querer casarse con ella, y con amantes de una noche como Tony, un joven alocado con el que no tiene nada más que sexo.


En cambio, y a pesar de su larga duración –136 minutos–, la película limita la descripción de la infancia de Theresa, como digo, a un flashbackque ilustra el episodio infantil de la polio, y lo hace, además, de una manera muy especial: a base de planos fijos y en blanco y negro, como si ese recuerdo fuese, en la mente de Theresa, un recuerdo frío, vago y lejano que solo reflota cuando se observa –literalmente– como quien mira un viejo álbum de fotografías familiares. Quizá sea por eso que, en detrimento del trauma infantil, Brooks subraya todavía más que en el libro el carácter católico y ultraconservador de los padres de Theresa, los Dunn (encarnados por Richard Kiley y Priscilla Pointer). En la película, Martin (Alan Feinstein), el profesor universitario que inicia a Theresa en la práctica sexual, no es alguien tan atento y educado como en el libro de Rossner, sino por el contrario un personaje arrogante que, en ocasiones, trata a la protagonista con desprecio; en este sentido, Brooks añade con respecto a la novela una breve escena en la que, años después, Theresa se reencuentra con Martin en un local nocturno, y le devuelve el desprecio con el que la trató despidiéndose de él con un mordaz “Adiós…”. El James de la película –William Atherton– no es tan puritano como el de la novela (el de esta última llega a confesar que jamás ha tenido relaciones sexuales con mujer alguna… e incluso añade una lejana relación gay con un profesor); tampoco es abogado, sino asistente social; en cambio, el Tony del film –Richard Gere– y el del libro prácticamente se corresponden.


Hay, en consecuencia, una gran diferencia tanto de matices como, sobre todo, de tonalidad entre el libro y la película. Brooks también destaca mucho más que en la novela el hecho de que Theresa sea maestra de niños sordomudos, recalcando su habilidad para emplear el lenguaje de los signos, lo cual la lleva a establecer una relación de afecto con una introvertida niña de raza negra y, de rebote, a ganarse así el respeto del al principio arisco hermano mayor de la pequeña, Cap (LeVar Burton, el joven Kunta Kinte de la serie Raícesy Georgi La Forgeen Star Trek: The Next Generation). Se trata de una manera a la vez elegante y sutil de sugerir que Theresa es, también y como se dice hoy en día (no en la época en que Brooks rodó este film), una especie de “discapacitada”, y al mismo tiempo una marginal: la protagonista vive sola en un pequeño apartamento donde no permite que sus amantes pasen la noche (su costumbre es obligarles a vestirse y marcharse antes de que amanezca porque, significativamente, no quiere verles allí cuando se despierte por la mañana para ir a trabajar); un apartamento que, en la versión de Brooks, va siendo invadido progresivamente por… ¡cucarachas!


Este último detalle no es más que un pequeño ejemplo de lo que, al final, subyace en el turbulento trasfondo de Buscando al Sr. Goodbar. A despecho de quienes pretenden ver en esta película una especie de discurso moralista en torno a una mujer que acaba pagando con su vida su promiscuidad, lo que realmente se desprende de este film, duro y amargo hasta decir basta, es un retrato cruel y despiadado de lo que podríamos definir poco más o menos como la monstruosidad cotidiana. Para conseguirlo, el realizador carga las tintas en el dibujo del carácter ultracatólico de los padres de Theresa (magníficas todas las escenas que transcurren en la vivienda de estos últimos); en el contraste de Theresa con su insegura hermana Katherine (Tuesday Weld), cuya búsqueda de la felicidad se centra en los aspectos más superficiales de la “liberación de los sentidos” (el consumo de marihuana y de cine pornográfico, el sexo en grupo…); en la arrogancia y vanidad de Martin, esa eminencia universitaria que, a la hora de la verdad, sucumbe ante la tentación del cuerpo joven y deseable de Theresa; en la grotesca chulería de Tony (un sobreactuado Richard Gere); en la demencia de Gary, un expresidiario y homosexual con mala conciencia de serlo; y, en última instancia, en la propia Theresa, quien vivió su primer año de adolescencia paralizada de cuerpo entero y que, al crecer, da rienda suelta a ese cuerpo antaño martirizado/ reprimido y ahora liberado, sumergiéndose en un torbellino sexual y nocturno a la espera de encontrar algo que no existe aun con plena conciencia de que probablemente jamás lo hallará: ¿hay mayor tragedia que ello? ¿Alguien puede dudar, desde este punto de vista, que Buscando al Sr. Goodbar es un film trágico?



De nuevo no le falta razón a Roberto Cueto cuando afirma que esta magnífica película de Richard Brooks se estrenó por la época que lo harían otros films norteamericanos del momento y que, al contrario que ella, mostraban de una manera positiva “la belleza y felicidad de la cultura discotequera”, tal es el caso de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), de John Badham (si bien en el caso de esta última, puntualizo, se trata de algo más bien relativo, habida cuenta de que, en el fondo, se trata también de un film amargo, aunque desde luego mucho menos que el de Brooks); ¡Por fin es viernes! (Thank God It’s Friday, 1978), de Robert Klane; Xanadu(ídem, 1980), de Robert Greenwald; y ¡Que no pare la música! (Can’t Stop the Music!, 1980), de Nancy Walker, de todas las cuales Buscando al Sr. Goodbar se erige en su perfecto –y magistral– reverso oscuro (Richard Brooks, op. cit., Pág. 240). Tampoco anda desacertado cuando se atreve a afirmar que, “en cierta manera, podría entenderse (…) como una de las grandes películas de terror norteamericanas de la década de los setenta” (op. cit., Pág. 244), y añade que el aterrador clímax del relato está anticipado en un par de momentos concretos: aquel en que Tony se pone a bailar en la oscuridad del apartamento de Theresa con una navaja fosforescente, y la escena en la que, bromeando, Katherine “apuñala” a la protagonista con un cuchillo de goma (op. cit., Págs. 242-243). Yendo más lejos, podemos afirmar que la brutalidad de la secuencia final resulta, si cabe, más insoportable de ver porque está visualmente “fragmentada” por el efecto parpadeante de la luz de ambiente que James le ha regalado a Theresa días antes: se trata de un efecto luminoso, asimismo, muy propio de una discoteca –la fotografía de William A. Fraker es extraordinaria–, y contribuye a que el sangriento asesinato de Theresa a manos de Gary sea tan brutal como mordaz: el rostro de la protagonista, muerta, parpadea en la oscuridad y se va alejando del objetivo de la cámara, como una vieja película de celuloide de la cual se estuvieran reproduciendo sus últimos metros; la vida de Theresa se extingue, asimismo, tal y como empezó su toma de conciencia de sí misma, de su cuerpo, de su sexualidad: postrada en una cama, paralizada, atrapada primero en una escayola, y finalmente en brazos de la más definitiva de las prisiones –la muerte–, que le llega por mediación –paradójicamente– de un arma fálica.  

   

Los fantasmas del escritor: “BARTON FINK”, de JOEL y ETHAN COEN

$
0
0


Barton Fink(ídem, 1991), cuarto largometraje de Joel y Ethan Coen, situado entre dos de sus películas menos interesantes, la mediocre Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990) –film que, como suele ocurrir en el cine de los Coen, no resiste nada bien una segunda o tercera visión– y la simpática pero insustancial El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994), sigue siendo para el que suscribe una de las mejores películas de sus autores, si no la mejor. Supone en gran medida la culminación y el perfeccionamiento del estilo que habían practicado en sus tres anteriores largometrajes, el interesante Sangre fácil (Blood Simple 1984), el irregular pero divertido Arizona Baby(Raising Arizona, 1987) y ese para mi gusto falso ejercicio de cine negro que es Muerte entre las flores, ya mencionado. De entrada, retoma en parte la época pretérita en la que transcurría esta última, en este caso la década de los treinta, pero por fortuna no hay en Barton Fink el menor asomo de ese humor impostado, de esa ironía cómplice y superficial que a mi entender lastra Muerte entre las flores y que la acaba convirtiendo, más que en un homenaje al cine negro, en su parodia. Por el contrario, recupera y potencia lo mejor de Arizona Baby y sobre todo Sangre fácil, esto es, un sentido impecable de la planificación, su inteligente creación de atmósferas obsesivas y un excelente empleo del sonido. Si a todo ello unimos la gran labor de su reparto (en particular John Turturro, excelente, y John Goodman, sencillamente extraordinario) y la calidad de las aportaciones del equipo técnico-artístico (la fotografía de Roger Deakins, la música de Carter Burwell), no resulta de extrañar que Barton Fink siga resistiendo tan bien el paso del tiempo, hasta el punto de que muy poco de lo que han firmado los Coen desde entonces está a su altura, con la única excepción (y, como siempre, hablo por mí) de Un tipo serio (A Serious Man, 2009).


La atmósfera obsesiva que domina la acción de Barton Fink, situándola en ocasiones en la frontera del cine fantástico, viene marcada en virtud de una inteligente combinación de movimientos de cámara y sonidos ambientales que, paradójicamente, producen un efecto completamente no realista, absolutamente irreal. Al principio del film, la cámara se entretiene en mostrarnos cómo desciende lentamente el mecanismo de la tramoya de un teatro donde el dramaturgo Barton Fink (John Turturro) está estrenando, con éxito, su última obra. Más adelante, otro movimiento de cámara, que hace pensar en el David Lynch de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), recorre la pequeña habitación del hotel donde Barton se encuentra alojado, se dirige hacia el lavabo y se “introduce” por el desagüe; y, cerca del final, otro travellingen medio del baile donde Barton celebra la conclusión de su guion para el estudio de Hollywood que se lo ha encargado con una frenética danza, concluye en el interior de la trompeta de un miembro de la orquesta que está tocando música en vivo. Tanto en un caso como en otro no son movimientos de cámara “lógicos”, destinados a enseñarnos algo en concreto, sino más bien “ilógicos”, subjetivos, en cuanto son más bien un reflejo del turbulento estado mental del protagonista, cuyo cerebro está en ebullición por muchas y muy diferentes razones. Barton, ya lo hemos dicho, es dramaturgo; escribe obras de teatro de temática social, pues está obsesionado con la idea de que el teatro tiene que reflejar los problemas de las personas normales y corrientes y no los de los grandes personajes históricos o de gente de clase acomodada, aristócratas y demás. Sin embargo, su éxito en los escenarios de Nueva York le vale un contrato para trabajar en Hollywood, más concretamente para el estudio, Capitol, que regenta un explosivo magnate típicamente hollywoodiense, Jack Lipnick (Michael Lerner), quien le encarga un trabajo que, en principio, está en las antípodas de las pretensiones artísticas de Barton, un guión para una película de lucha libre protagonizada por Wallace Beery (sic), pero se deja convencer de que su estilo realista es lo que Capitol anda buscando…


Barton tiene una semana para redactar como mínimo una sinopsis del film. Para ello, se encierra en la habitación del hotel que le ha reservado el estudio e intenta ponerse a escribir. Y aquí empiezan sus problemas. Mecanografiadas las primeras líneas, Barton sufre un bloqueo, viéndose incapaz de idear nada. De hecho, desde su llegada al hotel, signos de algo extraño han ido rodeando a Barton: el local es oscuro, solitario a pesar de su inmensidad; lo atiende Chet (Steve Buscemi), un atento pero antipático botones; la atmósfera que se respira en él, en particular las imágenes de sus largos pasillos, hacen pensar en El resplandor (The Shinning, 1980), de Stanley Kubrick, por más que los Coen confesaran que su principal referente al respecto había sido el film de Romand Polanski El quimérico inquilino(Le locataire, 1976).


El mundo de Barton parece desmoronarse a medida que lo hace su confianza en sí mismo, dada su incapacidad para superar su bloqueo creativo: el papel pintado de la pared se despega, desprendiendo de paso pegajosos restos de cola blanca; en la habitación de al lado se oyen extraños ruidos, una mezcla de risas y llantos que resultan ser de Charlie Meadows (John Goodman), el simpático y aparentemente simplón vendedor de seguros que se hospeda a su lado y con el que no tarda en hacer buenas migas. Necesitado de ayuda, contacta con W.P. Mayhew (John Mahoney), un prestigioso novelista que también trabaja en Hollywood como guionista y vive en compañía de su amante Audrey Taylor (Judy Davis), pero el encuentro le descorazona: Mayhew, desengañado con Hollywood, se ha convertido en un alcohólico enfermizo que, en ocasiones, maltrata a Audrey; es más, esta última ha sido, de hecho, la auténtica autora de las dos últimas novelas publicadas por Mayhew (en quienes algunos han querido ver un retrato indirecto de William Faulkner, uno de cuyos primeros trabajos como guionista en Hollywood fue, precisamente… escribiendo películas de lucha para Wallace Beery). Desesperado, Barton llama a Audrey a su habitación de hotel para que le ayude con el guion y termina haciendo el amor con ella, pero aquello será el inicio de la culminación de su pesadilla: a la mañana siguiente, Audrey está muerta, asesinada y metida en un charco de su propia sangre en su lado de la cama; obnubilado, Barton pide ayuda a Charlie, quien se encarga de deshacerse del cadáver; y será entonces, tras esa traumática experiencia, cuando Barton escribirá, de una tacada, el guion.


De este modo, puede verse Barton Fink como una reflexión sobre la creación artística disfrazada bajo los sombríos ropajes de ciertas convenciones del cine de terror, el cine negro y la comedia (de humor negro, por supuesto). Relato en el cual se halla presente un soterrado elemento sexual. Recordemos que una de las primeras cosas que llaman la atención de Barton apenas acaba de entrar en su habitación del hotel es un pequeño cuadro donde aparece una muchacha en bikini vista de espaldas, sentada en la arena de la playa y mirando al mar. La cola, todavía fresca, que se desprende junto con el papel pintado que se despega parece semen. Más adelante, cuando conoce a Audrey, siente una inmediata atracción hacia ella, un pronto deseo de ayudarla que oculta su poco disimulado deseo sexual. De hecho, hay un momento que, tal y como lo planifican los Coen, da pie a una irónica lectura homosexual: la escena en la que, queriendo demostrarle cómo es una llave de lucha libre para su guion, Charlie “invita” a Barton a que le ataque por la espalda…



La película concluye, precisamente, con Barton sentado en la arena de la playa, tras haber sido despedido por Lipnick por haber convertido el guion que le han encargado en un relato metafórico en el que un luchador lucha por encontrarse a sí mismo (sic); delante suyo, se sienta una chica, idéntica a la del pequeño cuadro que había en el hotel. Un final en ocasiones discutido, y que no se limita a ser una mera pirueta visual y narrativa para cerrar la película a modo de círculo, sino que viene a demostrar que, en el fondo, Barton sigue viviendo en su propio mundo, dentro de su propia mente, y que su percepción de la realidad (de esa realidad que, paradójicamente, pretende reflejar fielmente en sus obras) se halla distorsionada para siempre. Ello explica la coherencia del clímax del relato, en ocasiones también muy criticado: el enigmático incendio del hotel que tiene lugar cuando Charlie, en realidad un asesino en serie, se enfrenta a tiros con los dos agentes de policía que han venido a detener a Barton confundiéndole con él; la planificación de la secuencia, abiertamente fantástica, y el diseño visual de ese incendio, que va devorando las paredes del pasillo a medida que Charlie corre por él escopeta en mano, dan a entender que ese fuego no es real, sino imaginario: el Infierno mental dentro del cual se ha sumergido, quizá para siempre, el protagonista del relato.       

El beso desnudo: “UNA LUZ EN EL HAMPA”, de SAMUEL FULLER

$
0
0


Qué extraña, desconcertante y hermosa es esta película de Samuel Fuller, como lo es su título original en inglés, The Naked Kiss (1964), el beso desnudo, el cual hace referencia en términos generales hacia una conducta sexual desviada, o lo que se entiende como tal. Extraña, porque atesora una de las tramas más delirantes de toda la carrera de su autor, en el borde mismo del delirio total y absoluto (en el cual, por cierto, cae en más de una ocasión… pero con magníficos resultados). Hermosa, porque atesora tanta fuerza y belleza, tanta pasión por lo que narra y tanto entusiasmo por cómo lo narra, que se hace perdonar algunos defectos. Los mismos que hacen de ella, también, una obra desconcertante, habida cuenta de que Una luz en el hampa contiene, asimismo, dos de los peores momentos de toda la carrera del cineasta.


El primero es su muy celebrada y a mi entender grotesca secuencia de apertura, muy característica de un realizador amante de empezar sus películas de la manera más impactante posible, pero que aquí se excede por completo: ese famoso momento en que Kelly (Constance Towers), la protagonista del relato, golpea a un hombre que ha intentado propasarse con ella, el cual durante el forcejeo le arranca la peluca que lleva puesta, poniendo al descubierto su cráneo rasurado; luego sabremos que Kelly es prostituta, ese hombre, uno de sus clientes, y la rasuración de su cabeza, consecuencia del maltrato de un proxeneta para el que “trabajaba”; pero si la secuencia, planificada con sentido del impacto, en virtud de una rápida combinación de primeros planos y planos medios muy cerrados de Kelly golpeando al hombre y de este último recibiendo los golpes de la mujer, rebosa energía fílmica…, la misma se estropea por completo cuando el personaje masculino exclama: “¡Estoy borracho!” (sic), a fin de justificar así que la mujer sea capaz de agredirle y arrojarle al suelo como lo hace, pero se trata sin duda alguna de un subrayado burdo y fácil por parte del guion, que malogra la gracia y el vigor de este arranque (sobre todo cuando, más adelante, la propia Kelly acaba dando una explicación de cómo golpeó al cliente, aprovechando que estaba bebido, para cogerle el dinero que le debía por sus “servicios”, ni más ni menos, lo cual sería suficiente para explicar y justificar que la mujer haya podido derribar a ese varón). El otro momento, por suerte más breve y que incluso suele pasar desapercibido, tiene lugar en el burdel que regenta Candy (Virginia Grey); me refiero a uno en el que una de las chicas que “trabaja” para esta última despacha a un cliente de un golpe de kárate, escena burda y ridícula donde las haya que invita a cerrar los ojos…


Sin embargo, a pesar de estos dos pegotes, o quizá precisamente gracias a ellos, por su contraste con el resto del relato, el apasionamiento del cual hacen gala los mejores momentos de Una luz en el hampa acaba dejando un poso imborrable en el espectador. Y eso es así pese al tono extravagante del argumento, como digo, uno de los más delirantes de toda la carrera de Fuller: la historia de una prostituta, la mencionada Kelly, que decide cambiar y dejar atrás la “mala vida”, empezando una nueva existencia bajo la sombra del anonimato en una pequeña localidad, Grantville, donde conseguirá trabajo como auxiliar de enfermería en una escuela para niños discapacitados, e incluso conocerá a un hombre amable y adinerado, J.L. Grant (Michael Dante), a quien le confesará su pasado como “mujer de la vida”, ¡y aún así querrá casarse con ella!, hasta que acabe descubriéndose la terrible verdad: que Grant no es sino un degenerado que siente inclinaciones pederastas hacia las niñas (¡), y que la principal razón por la cual quiere casarse con Kelly es porque –en sus propias palabras– ella es “un monstruo” como él… Furiosa ante semejante revelación, Kelly asesinará a Grant de un golpe fortuito, y solo la declaración a última hora de la pequeña de la cual Grant estaba abusando cuando fue sorprendido por Kelly impedirá que esta última sea procesada por asesinato, si bien se verá obligada a abandonar Grantville.


Si, así explicada, la trama de Una luz en el hampa puede invitar al rechazo, es mérito (gran mérito) de Fuller el extraer de la misma el máximo partido a base de pura intensidad fílmica, de una fuerza visual y capacidad de expresión que va mucho más allá de semejante enunciado y eleva la película hasta inesperadas cotas de poesía. La gran baza del film reside en su narración enfocada desde el punto de vista de Kelly, de tal forma que en muchas ocasiones los pensamientos, anhelos y ensoñaciones de la protagonista acaban ocupando el primer término del relato y hacen perfectamente coherente  y comprensible el carácter duro y tierno, pragmático y sensible, de un personaje que se erige fácilmente en la mejor figura femenina de la filmografía de Fuller y en una de las más complejas y matizadas del cine negro norteamericano, por más que ya en el momento de su realización Una luz en el hampa fuera un ejemplo tardío de la época clásica del género (aunque la contrastada fotografía en blanco y negro de Stanley Cortez contribuye a reforzar ese vínculo con el film noir).


Uno de los aspectos más conmovedores de Una luz en el hampa reside en la somera descripción de los esfuerzos de Kelly por dar un giro radical a su existencia, siendo el primer paso guardar las apariencias y fingir que es una persona muy distinta a lo que era: la protagonista llega a Grantville presentándose como la representante de una empresa de bebidas alcohólicas que está viajando para promocionar una nueva marca, en lo que puede verse un irónico apunte sobre la condición personal de Kelly, quien a fin de cuentas en cierto sentido también viene a “venderse” a sí misma. Pero la protagonista no logrará engañar al perspicaz sheriff del pueblo, el capitán Griff (Anthony Eisley), con quien incluso tiene un fugaz encuentro sexual, primer indicio de las dificultades con que se va a encontrar para llevar a cabo ese cambio que tanto desea. Pese a todo, y con la aquiescencia de Griff, quien accede a dejar que se quede en el pueblo y a no revelar a nadie ninguna información sobre su pasado porque quiere darle esa oportunidad de redimirse, Kelly empieza a avanzar en la consecución de ese sueño. Y precisamente como si fuera un sueño muestra Fuller los siguientes pasos de Kelly por Grantville, lo cual da pie a secuencias tan magníficas como la de la llegada de la protagonista a la casa donde una amable anciana viuda le alquila una agradable habitación, en la que la luminosidad de la fotografía proporciona un encanto sensual al decorado y expresa así, indirectamente, el carácter soñador de Kelly; los primeros pasos de la protagonista en el hospital para niños discapacitados, que culminan en una difícil secuencia sentimental en la que, a base de grandes primeros planos, vemos a los amados niños de la planta de la cual se encarga Kelly cantando la tierna canción infantil que ella misma les ha enseñado (y convirtiéndose, de este modo, es una especie de sublime coro de pureza que expresa en voz alta la inocencia oculta, ahora recuperada, que anidaba en el interior de la protagonista); o la secuencia, tan delicada de resolver pero asimismo tan conseguida, en la que una enamorada Kelly se imagina dando un irreal paseo en góndola en compañía de Grant, lo cual supone una indirecta invectiva de Fuller sobre el sentimiento amoroso entendido como un estado que “ciega” a Kelly la fuerte, Kelly la prostituta que se conmueve cada vez que ve a un bebé en su cuna o en un cochecito, acaso añorando una maternidad que nunca ha conocido y una estabilidad que se le escurre entre los dedos, y que en cierto sentido la convierte en una pariente próxima de la Cabiriade Federico Fellini.



No resulta de extrañar, en este sentido, que, en coherencia con el planteamiento casi onírico de Una luz en el hampa, el momento en que el sueño de Kelly se “rompe”, convirtiéndose en amarga pesadilla, tenga por eso mismo un tono y una resolución igualmente “pesadillescos”. Me estoy refiriendo al que posiblemente sea uno de los mejores momentos no ya del film sino de todo el cine de Fuller: aquél en el que Kelly descubre a Grant abusando de una niña, resuelto con una simplicidad que corre pareja con su genial capacidad de síntesis y de sugerencia. Primero vemos a Kelly entrando feliz en la mansión de Grant (ella le ha contado todo sobre su pasado y ambos ya han anunciado su intención de contraer matrimonio); la casa está en penumbra, iluminada con luces y sombras que le confieren un inesperado y premonitorio tono siniestro al decorado (cortesía, una vez más, del gran Stanley Cortez); de pronto, Fuller monta tres primeros planos, uno de Kelly, mirando con horror a un determinado punto fuera de cuadro; otro de Grant, devolviéndole la mirada con sorpresa y estupor; y un tercero de la niña, con expresión de incomprensión. Se crea de este modo un vínculo entre los tres personajes que dibuja de inmediato la naturaleza turbulenta de la situación. Una muestra brillantísima de una característica siempre presente incluso en las películas menos conseguidas de su autor: su sentido de la experimentación con el montaje.

Viewing all 668 articles
Browse latest View live