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Aventureros del espacio: “VALERIAN Y LA CIUDAD DE LOS MIL PLANETAS”, de LUC BESSON

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Valerian y la ciudad de los mil planetas(Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017) es un film que se encuentra en línea con la tónica habitual de su principal responsable, el francés Luc Besson, un realizador que a lo largo de su ya extensa trayectoria ha intentado –y, en más de una ocasión, conseguido– un propósito bien definido: hacer un cine de género de producción gala pero de proyección internacional, capaz de competir cara a cara, y en la medida de sus posibilidades, con el cine norteamericano de alto presupuesto. Y si bien es verdad que en la mayoría de las ocasiones el resultado ha dejado bastante que desear, no es menos cierto que el realizador no se ha apartado ni un ápice de esas intenciones. Desde luego que coherencia no es sinónimo de calidad; y, en el caso concreto de Besson, las propuestas más o menos interesantes se han codeado en demasiadas ocasiones con productos sin el menor interés. Pero, con todos sus numerosos defectos, el cine de Besson permanece fiel a sí mismo contra viento y marea; y, además, de un tiempo a esta parte ha mejorado bastante.


A falta de haber visto muchos de sus últimos trabajos de estos últimos años –los inéditos en España Angel-A (2005) y The Lady (2011), su trilogía de los Minimoys, Adèle y el misterio de la momia(Les aventures extraordinaires d’Adèle Blanc-Sec, 2010) y Malavita (ídem, 2013)–, y por tanto a riesgo a equivocarme, creo que su exitosa labor paralela como guionista y productor al frente de la productora Europa Corp. –cf. las franquicias Transporter y Venganza– le ha hecho ganar una soltura en cuanto al empleo y dosificación de los mecanismos del cine de género que acabó cristalizando, brillantemente, en la que es su mejor y más sorprendente película hasta la fecha: Lucy (ídem, 2014) (1). Aparentemente alejado, por fortuna, de la petulancia demostrada en su horrenda versión de Juana de Arco (Joan of Arc, 1999) –la cual, a falta de haberla visto aún, puede que se halle presente de nuevo en su película sobre Aung San Suu Kyi, la mencionada The Lady–, Valerian y la ciudad de los mil planetases otra incursión de Besson en el género de la ciencia ficción –cf. su primer largometraje, Kamikaze 1999 (Le dernier combat, 1983)–, y más en concreto, de la variante temática de la space opera: recordemos –en mi caso, con escalofríos– El quinto elemento (The Fifth Element, 1997).


Hay que decir, de entrada, que aun estando lejos, muy lejos de ser una gran película, el hecho de que Valerian y la ciudad de los mil planetas al menos sea un film visible, y a ratos, entretenido y divertido, es un punto a favor de Besson. Sobre todo, vuelvo a insistir, si tenemos en cuenta que la anterior incursión del director en el terreno de la space opera era la terrible El quinto elemento; y eso a pesar de que, en determinados momentos de su más reciente trabajo, asoma el temible rostro del chapucero sentido del humor que destrozaba El quinto elemento–cf. la caracterización de determinados personajes secundarios, como el guía turístico del Gran Mercado, o el dueño de la sala de fiestas que corre a cargo de un alucinante Ethan Hawke–, o que haya secuencias que, de un modo u otro, evocan aquella película (ya son ganas de evocar): el número musical de Bubble (Rihanna), la criatura metamórfica que va cambiando de aspecto, vendría a ser un equivalente de la actuación operístico-pop de la diva Plavalaguna (Maïwenn) en El quinto elemento.


Dejando aparte que, efectivamente, Valerian y la ciudad de los mil planetas parte de un cómic –las aventuras de Valerian y Laureline creadas por Pierre Christin y Jean-Claude Mézières–, tanto esta como El quinto elemento son “tebeos” en el sentido más lúdico y simple de la expresión. La diferencia es que, en esta ocasión, Besson demuestra una mayor soltura como narrador (los años le han dado oficio), al mismo tiempo que hace gala de una agradable ausencia de pretensiones, así como de un notable sentido de la mesura a la hora de combinar secuencias de acción y escenas de humor. Insisto en que el resultado está lejos de ser perfecto; de hecho, al film le sobra metraje –137 minutos son demasiados para lo poco que, en el fondo, se narra– y le falta más vigor en la puesta en escena; a riesgo de ponerme pesado, se echa en falta el vigor demostrado en Lucy, la cual, esperemos, no constituya una excepción fruto de la casualidad en el conjunto de su filmografía. Pero el resultado no solo se hace llevadero, sino que incluso acaba siendo simpático.


Ni que decir tiene que, como ya ocurría en El quinto elemento, Valerian y la ciudad de los mil planetas no se caracteriza por su originalidad: como aquélla, esta vuelve a beber a tragos largos de la franquicia Star Wars y del Blade Runnerde Ridley Scott, añadiendo en esta ocasión (hay que modernizarse) toques del Avatar de James Cameron. De hecho, la primera secuencia de la película de Besson es, de facto, “cameroniana”, al menos a nivel puramente estético: la descripción del idílico modo de vida de los Pearl, los pacíficos habitantes del planeta Müll, es un festival de fantásticos paisajes digitales decorados por cielos y nubes de vistosos colores por donde pululan unos seres andróginos casi angelicales, resultado de un elaborado proceso de captura de movimiento de sus intérpretes. Todo muy convencional pero, al menos, manejado y resuelto con habilidad: el tono excesivamente melifluo de estas primeras escenas se justifica, a posteriori, por el hecho de ser una especie de sueño o visión premonitoria que Valerian (Dane DeHaan) recibe en su cerebro mientras está echando una siesta; y Besson, consciente de estar filmando un mundo de fantasía, sabe imprimir ese sense of wonder a lo que rueda: el momento en que la joven princesa Pearl, Lïhio-Minaa (Sasha Luss), sale de su dormitorio y corre la cortina que da a la reluciente playa situada en frente de su vivienda, brindando a ojos del espectador la magnificencia del paisaje del planeta Mül en formato panorámico y 3D, es un buen ejemplo de ello, y no el único.


En Valerian y la ciudad de los mil planetas, lo bueno y lo malo se codea con demasiada frecuencia: una bella imagen, o una idea ingeniosa, tienen su contrapunto en recursos convencionales o invenciones de segunda fila. Un buen ejemplo lo hallamos en la primera gran secuencia de acción: la misión secreta de Valerian y su compañera Laureline (Cara Delevingne) en el Gran Mercado. El planteamiento y, en sus líneas generales, la resolución principal de la secuencia tiene su gracia: el Gran Mercado es un gran espacio de compra situado, a simple vista, en una inmensa y desolada zona desértica, invisible a los ojos… salvo que se usen unas gafas especiales, gracias a las cuales se puede acceder al visionado de dicho centro comercial, situado en una dimensión paralela y superpuesta a la “real”. Ello da pie a un pequeño festival de situaciones que juegan con el punto de vista subjetivo de los personajes/ del espectador, lo cual se traduce en no pocos encuadres atractivos, de puro abstractos. El contrapunto negativo lo ofrecen, una vez más, las penosas pinceladas de humor, que en ocasiones rompen el ritmo de la secuencia: las peripecias cómicas de una pareja de turistas que se ven involucrados, en contra de su voluntad, en la misión de los protagonistas.


Hay otros momentos en los que Besson demuestra que sabe combinar hábilmente la espectacularidad de los efectos visuales, muy abundantes a lo largo de todo el metraje (me atrevería a afirmar que la práctica totalidad de los encuadres está trucada), con un eficaz sentido de la funcionalidad narrativa. Pienso, por ejemplo, en el vertiginoso travellingaéreo que recorre el interior de Alpha, la gigantesca estación espacial fruto del acoplamiento de cientos de naves terrestres y extraterrestres a lo largo de cientos de años y que han dado forma a lo que se conoce como “la ciudad de los mil planetas”, en una imagen que combina a partes iguales lo espectacular y lo descriptivo; o el momento en que, valiéndose de una especie de supertraje blindado y siguiendo las instrucciones a distancia de Laureline, Valerian recorre una serie de estancias del interior de Alpha atravesando paredes y más paredes, en una secuencia deudora de ciertos recursos formales heredados del videojuego y en la que, nuevamente, el espectáculo y lo descriptivo vuelven a darse la mano. Acaso son los mejores aciertos de una película, insisto una vez más, en el fondo muy sencilla, más allá de lo que su aparatoso envoltorio formal pueda dar a entender, y muy honesta: nunca pretende ser más de lo que es, un entretenimiento veraniego resuelto con cierta dignidad.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2014/10/apuntes-apuntes-3-lucy-el-nino-boyhood.html


Mito y fantasía: “REY ARTURO: LA LEYENDA DE EXCALIBUR”, de GUY RITCHIE

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Dejando aparte las versiones cómicas del estilo de Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (Monty Phyton and the Holy Grial, 1975, Terry Jones y Terry Gilliam), o la musical Camelot (ídem, 1967, Joshua Logan), no cabe imaginarse una adaptación del mito artúrico más heterodoxa y que se tome más libertades con el mismo que la planteada por el británico Guy Ritchie, a partir de un guion que ha escrito con Joby Harold y Lionel Wigram, sobre un argumento previo de Harold y David Dobkin, y con producción de Warner Bros. En este sentido, Rey Arturo: La leyenda de Excalibur (King Arthur: Legend of the Sword, 2017) sin duda ha provocado/ provocará la irritación de los amantes de otras versiones, digamos, “clásicas” en torno a la misma temática, caso de Los caballeros del rey Arturo (Knights of the Round Table, 1953, Richard Thorpe), Lancelot du Lac (ídem, 1974, Robert Bresson), Perceval le Gallois (ídem, 1978, Éric Rohmer) o Excalibur (ídem, 1981, John Boorman).


En Rey Arturo: La leyenda de Excalibur, Arturo (Charlie Hunnam) sigue siendo hijo de Uther Pendragon (Eric Bana) e Igraine (Poppy Delevingne), solo que en esta ocasión Uther es el legítimo rey de Inglaterra y dueño de la mágica espada Excalibur, e Igraine su esposa. El malvado Vortigern (Jude Law) es, aquí, el ambicioso hermano de Uther, dispuesto a llevar a cabo los máximos sacrificios personales –el asesinato, primero, de su amada esposa Elsa (Katie McGrath), y más adelante, el de su no menos adorada hija Catia (Millie Brady)–, con tal de conseguir los maléficos poderes sobrenaturales que le permitirán asesinar a Uther y coronarse rey. El huérfano Arturo va a parar a Londinium, el antiguo Londres, donde bajo la protección de la bondadosa prostituta Lucy (Nicola Wren), y el adiestramiento en la lucha cuerpo a cuerpo de un oriental que responde al nombre de Jorge (Tom Wu), acaba convirtiéndose en un pícaro jefecillo del hampa local, dedicado a trapicheos de diversa índole. Andando el tiempo, y más por casualidad que por decisión propia, Arturo desclava Excalibur de la roca donde Uther la dejó hundida en el momento de su muerte, y se pone al frente de un puñado de desperados, algunos de ellos antiguos camaradas de su padre –Sir Bedivere (Djimon Hounsou), Bill el Escurridizo (Aidan Gillen), Blando (Neil Maskell) y su hijo Azul (Bleu Landau)–, con la finalidad de arrebatarle el trono al tirano Vortigern.


Las variaciones con respecto al mito original no terminan aquí. El personaje de Merlín (Kamil Lemieszewksi) tiene una fugaz aparición al principio del relato, y se lo describe como el hechicero que forjó la espada Excalibur (sic). Sus funciones son en parte suplidas por un nuevo personaje de sexo femenino, la Maga (Astrid Bergès-Frisbey). La tradición artúrica, por así llamarla, es reventada con premeditación y alevosía en la, por lo demás, brillante primera gran secuencia de acción, la que glosa el ataque de Mordred (Rob Knighton) contra el castillo de Uther, cabalgando a lomos de ¡dos elefantes de colosales proporciones! No es esta, ni mucho menos, la única y delirante licencia fantástica que los responsables de Rey Arturo: La leyenda de Excalibur se permiten. La Maga usa sus habilidades sobrenaturales para convocar a un águila a fin de sabotear la ejecución de Arturo a manos del verdugo con hacha de Vortigern; más adelante, convoca a una bandada de cuervos para hacer frente a los soldados del tirano; y, en el clímax de la función, es capaz de invocar a una serpiente gigante para que arrase parte del castillo de Vortigern. Por su parte, y a fin de conocerse a sí mismo y cobrar conciencia de los “superpoderes” que le confiere la espada heredada de su padre, Arturo tiene que pasar unos días en las Tierras Sombrías, un lugar maldito poblado por árboles que esconden figuras humanas, enormes serpientes, hambrientas ratas del tamaño de perros y gigantescos murciélagos. La esperada pelea final entre Arturo y Vortigern, con este último convertido en un gigantesco guerrero negro de siniestra armadura, da pie a una orgía de efectos digitales.


Huelga decir, a estas alturas, que la película de Ritchie desprecia la tradición artúrica en el cine para ofrecer, a cambio, un relato de aventuras fantásticas que se encuentra lejos, muy lejos, de los films sobre la misma o similar temática que le han precedido, y está mucho más cerca del universo de Tolkien y su plasmación cinematográfica a cargo de Peter Jackson. Ahora bien, ¿es eso malo? Naturalmente, para quienes prefieren las versiones para el cine más “clásicas” del mito artúrico, lo es o lo será; lo mismo, para quienes no gusten de las películas de Jackson a partir de Tolkien. Pero, si partimos de la base de que no estamos viendo una nueva revisión ortodoxa del mito, sino un film moderno –en el mejor sentido de la expresión– que busca apartarse voluntariamente de dicha tradición, el resultado de Rey Arturo: La leyenda de Excalibur, aun estando lejos de ser redondo, atesora bastante más interés del que pueda parecer a simple vista.


En primer lugar, y asimismo contrariamente a lo que aparenta, Rey Arturo: La leyenda de Excalibur está protagonizada por el héroe con menos ganas de serlo que se haya visto últimamente em una película de acción y/ o de aventuras. El Arturo de esta versión es, como ya he avanzado, un pícaro más interesado en vivir bien y hacer lo que le dé la gana que alguien dispuesto a recuperar el trono de Inglaterra. Resulta llamativo que, cada vez que empuña Excalibur, y hasta que no se acostumbra a sus poderes, el protagonista sufre psicológicamente porque la espada proyecta en su mente aterradoras imágenes del mayor horror de su infancia que, todavía hoy llegado a adulto, sigue intentando olvidar: el cruel asesinato de sus padres a manos de Vortigern. Arturo no adquirirá conciencia de sí mismo, y de su condición de legítimo heredero del trono de Inglaterra, hasta que aprenda a no apartar la vista ante esos traumáticos recuerdos, asumirlos y aceptarlos como parte intrínseca de su destino. Aunque sea de una manera efectista y un tanto estereotipada, el Arturo de esta versión del mito es un ser humano que sufre, que duda, que vacila y que no termina de tener claro qué hacer y cómo hacerlo, no sin antes evolucionar y crecer por la vía del aprendizaje y el sufrimiento. A pesar de que el actor Charlie Hunnam no transmite adecuadamente esa fragilidad interior, su Arturo es, en esta ocasión, más humano y vulnerable de lo habitual.


Otro aspecto que, con todas sus irregularidades, resulta atractivo de esta subvalorada película de Guy Ritchie, para mi gusto la mejor de las que le conozco, reside en su sentido de la narración cinematográfica. Me parece muy interesante, por ejemplo, que la infancia y juventud de Arturo en Londinium esté resuelta mediante una cadena de breves escenas rodadas en planos cortos, sugiriendo de este modo que esos primeros años de la vida del protagonista transcurren, para él, de una manera vertiginosa, e indicando además que Arturo tiene que aprender muy deprisa a ser más ágil, rápido, listo y astuto que los demás con tal de sobrevivir. Indirectamente, esas escenas de la infancia sirven para comprender cómo el Arturo adulto tiene semejante capacidad para luchar, pensar deprisa, adoptar rápidas decisiones y salirse casi siempre con la suya: su carácter es el resultado de un aprendizaje de vida, de una actitud existencial. Aunque sea explicado de una forma acaso poco elegante y algo efectista, la descripción de la infancia de Arturo, y sobre todo tal y como está cinematográficamente resuelta, nos permiten comprender cómo será/ cómo es el personaje una vez llegado a la edad adulta: un superviviente que lo es gracias, precisamente, a que su infancia no fue elegante, sino dura, ni sutil, sino llena de golpes, caídas y palizas.


Un segundo aspecto llamativo de la narración del film reside en el frecuente recurso que lleva a cabo Ritchie de un montaje en paralelo que alterna escenas desarrolladas en tiempo presente con escenas desarrolladas en tiempo pasado (flashback) o en tiempo futuro (flash-forward). Dicho montaje en paralelo aparece, por ejemplo, en la secuencia en la que Arturo le explica a un oficial de la guardia de Vortigern cómo logró que un feroz guerrero vikingo le pagase una indemnización por haberse atrevido a golpear a Lucy: la escena alterna, como digo, planos de Arturo dando esa explicación, y planos de lo ocurrido según Arturo en los cuales se visualiza esa misma explicación. Es una bonita forma de expresar, nuevamente, la astucia del protagonista, mostrándolo como alguien capaz de manipular con sus palabras y acciones a los demás a fin de llevarlos a su terreno y en su propio beneficio. Puede que Ritchie abuse un poco de este montaje en paralelo, que reaparece en otras secuencias de la película; pero esa reiteración acaba creando una pauta narrativa que, en un momento dado, Ritchie rompe a fin de provocar un efecto-sorpresa. Me refiero ahora a la secuencia en la que Arturo y sus hombres planean un atentado contra Vortigern: Ritchie alterna planos de Arturo explicándoles a sus compinches qué van a hacer, y planos situados temporalmente más adelante, cuando el protagonista y sus hombres ya están llevando a cabo el intento de atentado; aquí, como digo, y rompiendo la tónica establecida por el anterior uso del montaje en paralelo, el plan de Arturo fracasa: Vortigern ha tenido la precaución de que un doble suyo ocupe su lugar como posible objetivo de las certeras flechas que dispara Bill el Escurridizo.


A pesar de las pretensiones de modernidad, algunas materializadas de manera muy conseguida y otras no tanto, que exhibe el realizador, hay momentos en los que Rey Arturo: La leyenda de Excaliburcombina formas más tradicionales, “clásicas” si se prefiere, con formas más actuales, “modernas”, pero sin que el resultado chirríe, lo cual es de agradecer. Eso se hace patente, sobre todo, en las secuencias de acción. Señalo de nuevo la primera y magnífica secuencia de este tipo, el asalto del castillo de Uther a cargo de Mordred y sus elefantes gigantes: Ritchie sabe filmar y montar con cierta elegancia los planos generales de exhibición de efectos visuales y de las escenas de masas recreadas digitalmente, combinándolos con los planos más cortos y los primeros planos de los intérpretes, haciendo gala de un más que notable sentido de la planificación. Otro tanto puede afirmarse de otra secuencia asimismo ya citada: la que tiene lugar en las así llamadas Tierras Sombrías; Ritchie resuelve la estancia de Arturo en ese tenebroso lugar a base de breves escenas rodadas en planos cortos, sugiriendo de este modo que las enloquecidas aventuras del protagonista en ese siniestro lugar vienen a ser un equivalente a su no menos vertiginosa infancia en Londinium: un proceso de aprendizaje a lo bestia. Este excelente sentido de la puesta en escena de los momentos de acción solo falla, precisamente, en la asimismo citada secuencia de la pelea final a sablazos entre Arturo y Vortigern, una orgía de efectos digitales combinados con ralentíes e imágenes aceleradas, que deviene un vistoso pero hueco clímax de una función, quizá, alargada en exceso.


Finalmente, destacar que Rey Arturo: La leyenda de Excalibur también está llena de vistosos apuntes que contribuyen a realzar la belleza estética de determinados fragmentos y/ o personajes, y de detalles que humanizan a los personajes secundarios y no solo al de Arturo. Respecto a lo primero señalo, por ejemplo, el hermoso plano de presentación de la Maga, cubierta con su capucha y a la luz de las chispas. El momento en el que, tras presenciar la victoria de su hermano Uther sobre Mordred, la nariz del envidioso Vortigern se pone a sangrar (no será la última vez que el villano hace gala de inesperados dolores de cabeza, acaso un reflejo de su tormento interior). O la atmósfera fantastiquede las escenas en las que Vortigern sella sus pactos con las fuerzas del mal en los húmedos sótanos del castillo que corona Camelot: esas fuerzas malignas se manifiestan bajo la forma de seres a medio camino entre las sirenas y un pulpo gigante que hacen pensar, claro está, en Lovecraft. En cuanto a lo segundo, destaca la inesperada fuerza dramática de momentos como aquél en el que Vortigern amenaza con mutilar y degollar a Blando en presencia de su pequeño hijo Azul, quien finge no conocer a su padre con la vana esperanza de intentar, así, salvarle la vida. Rey Arturo: La leyenda de Excalibur es una buena película de aventuras que usa el mito artúrico como mera referencia argumental y/o estilística, guste eso o no, y lleva ese planteamiento hasta sus últimas consecuencias, haciendo gala de un nada desdeñable sentido del riesgo.

Putas es poco: “LA SEDUCCIÓN”, de SOFIA COPPOLA

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hace unos años, mi amigo Hernán Migoya armó un revuelo, involuntario y completamente injustificado, con la publicación de un libro de relatos titulado Todas putas que contenía un cuento, El violador, que escandalizó a más de uno por lo provocativo de su premisa argumental: la narración en primera persona de un energúmeno abusador de mujeres que explicaba qué le resultaba tan placentero de la violación (un relato que, dicho sea de paso, contó con la bendición expresa de alguien tan poco sospechoso de mojigatería y estrechez de miras como Mercedes Abad, presente en la presentación del libro que tuvo lugar en el Fnac de la plaza Catalunya de Barcelona a la cual yo asistí). Tiempo después, y a rebufo del mucho ruido y las pocas nueces desatados a raíz de Todas putas, Migoya publicó –sospecho que ya con más premeditación y alevosía– un segundo volumen, titulado Putas es poco. Un título que me permito reutilizar como titular de estas líneas dedicadas a La seducción (The Beguiled, 2017), de Sofia Coppola, porque creo que se ajusta como un guante a las intenciones y los resultados de este film.


Como es bien sabido, La seducción no es tanto una nueva versión de A Painted Devil, la novela de Thomas Cullinan en la que se ha inspirado la hija de Francis Ford Coppola –salvo error del que suscribe, no editada en España en el momento de escribir estas líneas–, como un remakede El seductor (The Beguiled, 1971, Don Siegel), primera adaptación del mismo libro convertida en guion por Albert Maltz y Irene Camp (firmando ambos bajo los respectivos seudónimos de John B. Sherry y Grimes Grice), y con una reescritura no acreditada a cargo de Claude Traverse. Ambos extremos, la novela de Cullinan y el libreto de los guionistas de El seductor, consta expresamente en los títulos de crédito de La seducción, en un gesto de honestidad que resulta de agradecer. A falta de conocer el original literario, la trama de La seducción es sobradamente conocida para quienes hayan visto o cuanto menos hayan oído hablar de El seductor. Nos hallamos en 1864, en los días de la Guerra de Secesión. Un cabo del ejército yanqui, John McBurney (Colin Farrell), herido en una pierna, es recogido por las habitantes de un colegio sureño para señoritas de Virginia, dirigido por Martha Farnsworth (Nicole Kidman), y formado por la profesora Edwina Morrow (Kirsten Dunst) y cinco alumnas, la adolescente Alicia (Elle Fanning) y las más pequeñas Amy (Oona Lawrence), Jane (Angourie Rice), Marie (Addison Riecke) y Emily (Emma Howard).


La estancia del herido en la mansión causa un revuelo entre las mujeres que viven en ella; obviamente, de índole sexual, aunque cada una de ellas lo viva en virtud de su edad, experiencia personal y circunstancias particulares. Martha, la estricta directora, hace todo lo posible por contenerse en presencia del primer hombre que tiene a su disposición en mucho tiempo (a preguntas de John, ella le confiesa que tuvo una pareja en el pasado “antes de la guerra”); en una secuencia significativa, aunque quizá excesivamente obvia, Martha limpia el cuerpo sucio y herido del soldado, y Coppola hija filma la acción en grandes primeros planos destinados a expresar, por si alguien todavía no lo tenía lo bastante claro, el deseo que el cuerpo de John despierta en la directora de la escuela. Edwina, la maestra, jamás ha conocido hombre alguno, y arrastra una insatisfacción prolongada, unida a otro deseo no satisfecho –y confesado a John– que quiere cumplir a toda costa: marcharse de la mansión para siempre. La adolescente Alicia penetra a hurtadillas en la sala de música donde reposa el herido para robarle un par de apasionados besos en la boca. Amy, la niña que le encontró en los alrededores de la casa, empieza a peinarse mejor sus trenzas y se ofrece voluntaria cada vez que hay que ayudar a John a caminar con sus muletas. Jane afina sus habilidades musicales para complacer al invitado. Incluso la pequeña y, en principio, más ingenua Marie le visita para regalarle un devocionario, llevando puestos los pendientes de perlas que ha tomado “prestados” a Edwina.


Sofia Coppola, en uno de sus trabajos más sólidos y agradables de ver –aunque inferior a la corrosiva The Bling Ring(ídem, 2013), su mejor película hasta la fecha (1)–, trabaja principalmente la dirección de intérpretes, todos excelentes, a fin de ir creando una atmósfera de tensión sexual no resuelta. Se apoya sobre todo en la labor del reparto, buscando captar en gestos y miradas el trasfondo emocional y sexual de unos personajes atrapados por un torbellino sexual largo tiempo reprimido, tanto el de las mujeres del colegio de señoritas como el de ese soldado yanqui que, aprovechándose de las circunstancias, come bien, cura su herida y se mantiene al margen del conflicto bélico, teniendo a su disposición, además, a un plantel de atractivas féminas a las que se va “trabajando” paulatinamente.


Hay, asimismo, un estimable intento de crear una atmósfera adicional mediante la fotografía y el sonido. La fotografía de Philippe Le Sourd brinda, sobre todo en las escenas nocturnas en interiores, una iluminación escasa, tenebrosa, a base de velas y luces indirectas –en la línea, salvando las distancias, del patrón establecido por Stanley Kubrick y John Alcott para Barry Lyndon (ídem, 1975) en materia de fotografía de “cine de época”–, cuyos tonos terrosos hacen pensar en la pintura de Turner o Watteau. Las escenas diurnas hacen gala de un cierto efecto flou realzado, si cabe, por la utilización del teleobjetivo, algo que se hace patente, sin ir más lejos, en los planos de apertura de la película: aquéllos que nos muestran a la pequeña Amy paseando bajo el camino de árboles cruzados de los alrededores de la mansión, buscando setas, donde acabará hallando al herido John. Esa “turbiedad” visual quiere –y, a ratos, lo consigue– ser la expresión visual, claustrofóbica y asfixiante, de la turbiedad interior de los personajes y de las tensas situaciones que protagonizan. En cuanto al uso del sonido, llama la atención el cuidado con el que Coppola hija dosifica la inclusión en la banda sonora del rumor de los cañonazos en la lejanía: el sonido de la detonación de las armas recuerda a los personajes el contexto bélico en el que se encuentran inmersos, cierto; pero, también, puede verse como la simbólica expresión de la “guerra” que arde en su interior y que repercute en sus entrepiernas.


La seducciónes un buen film, pero no acaba de ser la gran película que, sobre el papel, promete. Su principal inconveniente es, mal que pese, la existencia de una primera versión muy superior, el magnífico film de Don Siegel El seductor, a cuyos resultados Sofia Coppola consigue una aproximación esforzada pero muy parcial. La tenebrosa atmósfera de la película de Siegel, inscribible dentro de los parámetros del Gótico Sureño y el cine de terror, es la gran ausente de La seducción. Puede que ello sea debido, precisamente, al esfuerzo consciente por parte de Coppola hija de apartarse al máximo del film original, rehuyendo precisamente la característica puesta en escena, afilada y directa, de Siegel, e intentando reemplazarla por la insinuación. Eso se hace palpable, por ejemplo, en la resolución de la crucial secuencia de la amputación/ castración de John, que la hija de Coppola solventa mediante un inserto en negro y una elipsis. La elipsis también estaba presente en El seductor, pero el tratamiento impreso por Siegel a la escena era más truculento y aterrador, a la vez que más malvadamente irónico: Clint Eastwood, protagonista de El seductory representante de la masculinidad made in Hollywood del momento de la realización de ese film, era simbólicamente “capado” por un puñado de mujeres hambrientas de sexo. El seductor se cerraba con un plano picado sobre esas mujeres tras haberse deshecho del cadáver de John, convertidas gracias a ese ángulo cenital de cámara en una especie de insectos depredadores. La seducción lo hace con un plano general frontal del colegio de señoritas, con el cadáver de John envuelto en un sudario y colocado delante de la reja de la mansión, y detrás de ella y al fondo de la imagen, las mujeres sentadas en el porche de la misma. Es la diferencia existente entre una película que sabe explicar con malicia una historia maliciosa, y otra que se limita a explicarla sin más.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2013/10/imagenes-de-actualidad-noviembre-2013.html

Miedo a crecer: “VERÓNICA”, de PACO PLAZA

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Las primeras imágenes de Verónica (2017) me causaron alarma. Una serie de planos con la pantalla en negro y el fondo sonoro de la voz angustiada de una chica telefoneando a la policía pidiendo ayuda, que se alternan en montaje paralelo con otra serie de encuadres “documentales”, destinados a detallar la llegada de los coches patrulla al domicilio desde el cual ha partido esa llamada de socorro, me hicieron pensar de inmediato en los trabajos más populares, y menos interesantes, del realizador de Verónica, Paco Plaza. Me refiero, claro está, a la sobrevaloradísima franquicia [Rec], cuyas tres primeras entregas fueron firmadas por Plaza, las dos primeras en colaboración con Jaume Balagueró (1). Por suerte, esa primera impresión negativa no tarda en desvanecerse, habida cuenta de que lo que ofrece Verónicaa continuación es, por el contrario, muy sugerente.


Verónicatranscurre en Madrid en el año 1991. El dato no es ocioso, habida cuenta de que, de este modo, Plaza y su guionista, Fernando Navarro, logran dos objetivos. El primero, ser fieles a los misteriosos hechos reales en los que, al parecer, se inspira la película: un suceso recogido en un atestado policial que sigue siendo el único que se ha escrito en nuestro país reconociendo la existencia de hechos paranormales de imposible explicación. Pero la ubicación de la trama a principios de los noventa le sirve al realizador valenciano para aproximar en el tiempo a Verónica a una etapa del cine de terror que le resulta particularmente reconocible: la comprendida entre las décadas de los setenta y los ochenta del pasado siglo, momento en el que Plaza y tantos otros cineastas de su generación se iniciaron como espectadores. En la España de 1991, aspectos de la vida cotidiana actual como la telefonía móvil o la Internet no estaban tan arraigados como ahora. En Verónica, cada vez que la protagonista –interpretada por Sandra Escacena– ha de llamar por teléfono, tiene que hacerlo a través de lo que ahora llamamos un fijo; y, cuando necesita una información urgente, acude a una fuente prácticamente extinguida en la actualidad: ¡una enciclopedia en fascículos de temática paranormal! También hay referencias explícitas a un famoso juguete electrónico de la época, el Simón, y a la publicidad del limpiador Centella (sic). Estos detalles marcan una época determinada de la Historia y, además, de la Historia del Cine Fantástico. Y, si bien es verdad que la película incluye pequeños guiños a formas más antiguas del género –en la columna sonora puede oírse un tema de Franco Mannino para Lo spettro (Riccardo Freda, 1963)–, no es menos cierto que la partitura compuesta por Chucky Namanera para Verónica evoca ciertas sonoridades del cine de terror italiano de los setenta, en consonancia con una producción que tan solo pretende –y consigue, que no es poco– erigirse en una honesta muestra de cine de género.


Un aspecto particularmente interesante de Verónicaes que se trata de una película muy española, en el sentido más noble y menos populachero del término. Por más que mire a la tradición del cine de terror norteamericano y europeo de las décadas referenciadas, no intenta hacer ostentación de un look internacional, de cara a “venderla” mejor en el extranjero. Y no me refiero solo al hecho de que, en un momento dado, el film haga un guiño a la tradición del cine fantástico español: ese receptor de televisión donde se emite uno de los mejores trabajos del género a nivel nacional, ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976). Lo que quiero decir es que Verónica transmite una lograda sensación de cotidianeidad y cercanía en materia de personajes y ambientes “nuestros”, que es lo que de entrada le confiere personalidad. Algo nada raro en la carrera de Plaza, cuyas películas siempre se han caracterizado, por regla general y salvo excepciones –sus colaboraciones con Balagueró en la franquicia [Rec]–, por su sobriedad escénica y estética: desde El segundo nombre (2002) hasta Romasanta: La caza de la bestia (2004), pasando por Cuento de Navidad (2005) –su episodio para las Películas para no dormir– e incluso, en parte, [Rec] 3: Génesis, no por casualidad la única de la franquicia firmada por él en solitario y que, en un momento dado, rompía con la estética found footage de las dos primeras entregas para adoptar modos más cercanos a una narrativa, digamos, más clásica, o considerada como tal.


Verónica es una chica de 15 años que vive en Vallecas junto a su madre (Ana Torrent) y sus tres hermanos pequeños (Iván Chavero, Bruna González y Claudia Placer). La madre, viuda, regenta un bar en solitario, lo que a menudo la obliga a salir temprano de casa, y a regresar a la misma a las tantas de la madrugada. Como consecuencia indirecta de ello, Verónica vive una existencia muy rutinaria: madrugar, despertar a sus hermanos y darles el desayuno para luego irse los cuatro a la escuela, volver al mediodía, darles la comida y la cena que la madre ha dejado preparadas, fregar los platos, poner lavadoras y, al anochecer, acostar a los pequeños. Plaza describe esta rutina cotidiana de manera sencilla y sin recrearse en ella. Tras apuntarla, no tarda en desarrollar la parte fantástica de la trama: junto a dos compañeras de su escuela (Ángela Fabián y Carla Campra), Verónica juega a una partida de ouija en el sótano del establecimiento. Detalle significativo: la tabla ouija que utilizan es un accesorio que forma parte de la colección de fascículos para la enciclopedia de lo paranormal que la protagonista consulta, algo que se vende en quioscos como si fuera inofensivo y que en realidad se revelará como muy peligroso. Con la misma sencillez demostrada a la hora de dibujar la realidad cotidiana de la protagonista, Plaza crea una efectiva atmósfera fantástica alrededor del tablero de ouija: el plano picado sobre las chicas sentadas en el suelo alrededor de ese tablero; el momento en que la linterna que una de las compañeras de Verónica empuña rompe la oscuridad para mostrarnos a la protagonista gritando en la oscuridad, con la boca monstruosamente desencajada…


El propósito de Verónica a la hora de jugar con la ouija era contactar con el espíritu de su padre. Pero, en teoría, como consecuencia de una mala aplicación de las reglas del tablero, lo que en realidad la protagonista ha hecho es traer a este mundo “algo” que no es su progenitor, sino un ente maligno, perverso y agresivo. A partir de ese momento, una tenebrosa presencia sobrenatural empezará a manifestarse de manera regular y violenta en la vivienda de Verónica, poniendo en peligro su vida y la de sus hermanitos. Otro de los aspectos más atractivos de este film –el mejor de su director hasta la fecha– reside en el hecho de que, en la práctica, Plaza va impregnando esta narración aparentemente tan clara con calculadas dosis de ambigüedad, de forma que resulta tan lícito pensar que, en efecto, Verónica ha conjurado a un espíritu maligno del cual ahora no sabe cómo deshacerse, o que todo es producto de su imaginación.


Hay numerosos apuntes que abonan esta última teoría. Se nos dice que, a sus 15 años, Verónica todavía no tiene la menstruación: el apunte es suficiente como para que el espectador sospeche que la protagonista puede padecer algún tipo de trastorno motivado por esa circunstancia. A ello hay que añadir otros factores, que están asimismo solo apuntados, pero que bastan para sembrar la sombra de la duda: Verónica lleva un aparato de ortodoncia en la boca que, en principio, la hace “fea” (ergo, diferente); y no tiene novio, ni se menciona que ya lo haya tenido, como se sugiere en la escena a la que acude a la casa de una de sus amigas y partícipe en la sesión de ouija, la cual en ese momento está dando una de esas fiestas de adolescentes a los que Verónica no suele ser invitada: ¿inexperiencia e insatisfacción sexual combinadas? En otra de las escenas más impactantes de la película, Verónica está comiendo con sus hermanos, y de repente se queda como paralizada, golpeándose rítmicamente los dientes con el tenedor con comida hasta que termina escupiendo lo que tiene en la boca. Podemos pensar que esa extraña reacción es consecuencia de la influencia maléfica del espíritu que la ronda, pero también podemos ver en ello una especie de conducta anoréxica exacerbada. Tampoco hay que echar en saco roto el apunte que nos indica que Verónica es una chica con tendencia a fantasear y a evadirse de la realidad: véanse las escenas, para nada gratuitas, en las que la protagonista se aísla del mundo con sus auriculares, escuchando canciones de Héroes del Silencio; Plaza las planifica resaltando lo que tienen de manifestación de la subjetividad de su heroína: la mirada de la chica a las estrellas de papel que tiene adheridas al techo, el aumento del audio de la canción que escucha hasta llenar la pista de sonido… Llama la atención cómo, en determinados instantes, Plaza acude al desenfoque del segundo término del plano y deja en primer término y enfocada a Verónica, a modo de expresión de su aislamiento del mundo.


Como señalaba con acierto el amigo Tonio L. Alarcón en su crítica para Dirigido por…(2), el hecho de que una de las primeras manifestaciones sobrenaturales en el piso de la protagonista consista en la terrorífica imagen del fantasma del padre de Verónica, desnudo y acercándose a ella mientras la llama por su nombre, apunta a otro tipo de sugerencias no menos perversas: ¿Verónica pudo haber sido víctima de abusos sexuales a manos de su difunto progenitor? ¿Ese anhelo por conjurarlo a través de la ouija puede interpretarse como un reflejo de deseos y/ o temores largamente reprimidos que se encuentran en la línea de lo que hemos señalado anteriormente? Como apunta asimismo Tonio en el texto referenciado, y que suscribo, una de las mejores virtudes de Verónica, si no la mejor, es que sabe sugerir muchas cosas, pero sin desarrollar ninguna; y esa aparente dejadez, que no es tal, esa negativa expresa a ofrecer las famosas “explicaciones racionales” tan temibles dentro del cine de terror a fin de dejarlo todo a la sugerencia, contribuye a enriquecer el film en materia de atmósfera.


Como también ocurría –salvando todas las distancias que se quieran– en ¡Suspense! (The Innocents, 1961, Jack Clayton), en Verónica las fronteras entre lo real y lo irreal, entre lo sobrenatural y lo pragmático, se diluyen en no pocas ocasiones. Desde luego que podemos pensar que todo lo que ocurre son imaginaciones de la protagonista, y que ha terminado contagiando su histeria y sus miedos fácilmente a sus hermanos pequeños; en las escenas finales, ella misma acaba llegando a esa conclusión. Pero no hay que olvidar que las dos compañeras de escuela de Verónica y el inspector de policía que se persona en el domicilio de la protagonista han presenciado terroríficos sucesos que desafían los límites de la razón. Incluso suponiendo que todo esté tan solo en la mente “enferma” de Verónica, podemos pensar que ha podido influir de algún modo en sus condiscípulas, pero es imposible que haya podido hacerlo en el inspector, puesto que no se conocen. Los puntos de vista no “cuadran”.


En este o similar sentido funcionan las secuencias de las pesadillas de Verónica. En una de ellas, la protagonista ve cómo la sombra del brazo de la criatura se proyecta sobre su cuerpo con la mano abierta, y de pronto la cierra, formando un puño cuando la sombra está a la altura de su entrepierna; la ropa de Verónica se mancha de sangre en ese mismo lugar, dejando correr una simbólica menstruación, mientras la voz en off de su madre, presente en la misma pesadilla, le dice: “¡Crece de una vez!” (un reproche que, por cierto, su progenitora suele hacerle con frecuencia en estado de vigilia, diciéndole que sus temores y su afición a leer esos fascículos sobre lo paranormal no son más que tonterías de niña pequeña); al despertar de ese horrible mal sueño, la cama y el pantalón del pijama de Verónica están ligeramente manchados de sangre: ¿sangre menstrual... o la derramada por culpa de una especie de violación” invisible? En otro instante de esas pesadillas, unas manos negras brotan de la cama de Verónica –un poco a lo Pesadilla en Elm Street(A Nightmare on Elm Street, 1984, Wes Craven), todo hay que decirlo– y la manosean violentamente, sugiriendo de nuevo una sexualidad forzada y/ o repleta de inquietudes o insatisfacciones personales. Una tercera escena pesadilla tan efectiva como las anteriores, pero acaso de implicaciones excesivamente obvias, es aquella en la que la muchacha es atacada en su cama y devorada… ¡por sus hermanitos!, a modo de expresión de hasta qué punto se siente Verónica absorbida por su situación familiar. Pero, con mayor o menor acierto, Verónica es una (otra) digresión en torno al proceso de madurez emocional/ sexual de una mujer joven, temática que hallamos con relativa frecuencia en el panorama del cine actual, como bien demuestran títulos como Crudo (Grave, 2016, Julia Ducournau), Personal Shopper(ídem, 2016, Olivier Assayas), Lady Macbeth (ídem, 2016, William Oldroyd), Wonder Woman (ídem, 2017, Patty Jenkins) o, en parte, la reciente nueva versión de La seducción (The Beguiled, 2017, Sofia Coppola) (3).
  

En Verónica, Plaza desarrolla, asimismo, uno de sus trabajos más refinados en materia de puesta en escena, con resultados excelentes. A los momentos ya mencionados cabe añadir otros, como la primera manifestación del horrendo ente oscuro en el piso de la protagonista: el director concibe un elaborado plano con travellingpor el interior de la vivienda, que permite intuir, subrepticiamente, la negra figura de ese ser avanzando lentamente por el pasillo; la cámara prosigue su avance, dejando a la criatura fuera de cuadro, hasta que volvemos a intuir de nuevo su presencia, rompiendo el verosímil, reflejada en la pantalla del televisor apagado y a espaldas de Verónica; una imagen, cierto, que recuerda vagamente al M. Night Shyamalan de Señales (Signs, 2002), pero sin que ello desmerezca el resultado ni le reste efectividad. También hay autoguiños: ahí están Leticia Dolera ([Rec] 3: Génesis]) y la estupenda Maru Valdivielso (Cuento de Navidad) interpretando a dos de las monjas de la escuela religiosa a la que acude Verónica; entre ellas hay una, anciana y ciega a cargo de una excelente Consuelo Trujillo, que parece evocar no ya a la reciente Devil Inside (The Devil Inside, 2012, William Brent Bell) como a la monja invidente de Dark Waters/ Temnye vody(Mariano Baino, 1993) o incluso al religioso ciego encarnado por John Carradine en La centinela (The Sentinel, 1977, Michael Winner). Por otro lado, es difícil no pensar en Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992, Francis Ford Coppola) –y, antes, en Nosferatu el vampiro (Nosferatu: Eine symphonie des grauens, 1922, F.W. Murnau)– en los planos en los que la sombra del diabólico ente se mueve por las paredes de la vivienda; pero no creo que Plaza pretenda imitar el expresionismo alemán, u homenajear a Coppola o a Murnau (al menos, no en primera instancia), sino utilizar un recurso visual reconocible en aras de la efectividad, e incluso como demostración de cierto orgullo, honesto y sincero, por estar ofreciendo un producto de género que no se avergüenza de serlo, y no por ello menos personal. Por más que el resultado diste de ser perfecto, hay en Verónica más buen cine del que suele hacer gala la media nacional.

(1)
(3)
·      Mujeres en la encrucijada: procesos de madurez en el cine contemporáneo: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/07/mujeres-en-la-encrucijada-procesos-de.html
La seducción: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/08/putas-es-poco-la-seduccion-de-sofia.html

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de SEPTIEMBRE 2017, a la venta

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Imágenes de Actualidad alcanza su núm. 382 y dedica su portada al estreno más espectacular del mes de septiembre: Kingsman: El círculo de oro(Kingsman: The Golden Circle, 2017), cuyo reportaje se complementa con entrevistas con dos de sus protagonistas, Taron Egerton y Colin Firth, y con su director, Matthew Vaughn.


También se destacan en portada los estrenos de It(ídem, 2017), de Andrés Muschietti, que se complementa con el artículo ¿Cómo están ustedes?, dedicado a otros payasos terroríficos; Detroit (ídem, 2017), que se complementa con una entrevista con su realizadora, Kathryn Bigelow, y con un retrato de uno de sus protagonistas, John Boyega; Barry Seal: El traficante (American Made, 2017), de Doug Liman; El amante doble (L’amant double, 2017), de François Ozon; el reportaje especial Sitges: 50 años de fantástico; y los Primeras Fotos de Jumanji: Bienvenidos a la jungla(Jumanji: Welcome to the Jungle, 2017), de Jake Kasdan, y Coco (ídem, 2017), de Lee Unkrich y Adrián Molina.


Dentro de la sección Series TV, también aparecen destacados en portada los reportajes de la primera temporada de The Defenders, que se complementa con sendas entrevistas con dos de sus intérpretes principales, Krysten Ritter y Mike Colter, del largometraje disponible en Netflix Death Note (ídem, 2017), de Adam Wingard, complementado con el artículo sobre esta franquicia El imperio de los Shinigami, y de la tercera temporada de Narcos.


El número se completa con una entrevista con Paco Plaza, con motivo del reciente estreno de Verónica(1); y con los reportajes de The Limehouse Golem (ídem, 2016), de Juan Carlos Medina; Parada en el infierno (Stop Over Hell, 2016), de Víctor Matellano; Jacques(L’odyssée, 2016), de Jerôme Salle; y La Cordillera (ídem, 2017), de Santiago Mitre. Y, como siempre, las secciones Además…, con otros estrenos del mes; Noticias; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Como de un tiempo a esta parte ni la revista ni nuestros lectores (uno de los cuales, seguro, no es Fernando Trueba) pueden sobrevivir sin su ración mensual de cine de superhéroes, dedico este mes el Cult Movie a Superman II (ídem, 1980), como es bien sabido iniciada por Richard Donner y concluida y firmada por Richard Lester: “Puede verse “Superman II” como un producto intermedio entre el inteligente respeto al personaje llevado a cabo por Donner y el inicio del tono humorístico que acabaría apoderándose de la franquicia en “Superman III” (1983), firmada por Lester en solitario. Si bien “Superman II” pasó durante mucho tiempo por ser el mejor film de la serie, lo cierto es que se trata de una película desequilibrada, sobre todo comparada con la original. Puede deberse, como ya hemos apuntado, al “impasse” que tuvo lugar entre la marcha de Donner y su sustitución por Lester. En cualquier caso, eso se nota en el resultado: pese a no faltarle buenos momentos, que hasta cierto punto justifican el prestigio que ostentó esta secuela, también es verdad que otros aspectos funcionan por debajo de lo esperado”.


También he participado este mes colaborando en el artículo Sitges: 50 años de fantástico, con introducción de Ángel Sala y en el que también escriben Tonio L. Alarcón y Jorge Loser.


Este número también incluye cuatro críticas mías: las dedicadas a la extraordinaria Dunkerque (Dunkirk, 2017), de Christopher Nolan…


…la magnífica La guerra del planeta de los simios (War for the Planet of the Apes, 2017), del siempre interesante Matt Reeves…


…la divertida aunque irregular comedia de Lucia Aniello Una noche fuera de control (Rough Night, 2017)…


…y el simpático film de animación Emoji: La película (The Emoji Movie, 2017), de Tony Leondis.



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“DIRIGIDO POR…” de SEPTIEMBRE 2017, a la venta

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Una entrevista exclusiva con Denis Villeneuve, con motivo del estreno, el próximo mes de octubre, de la esperadísima Blade Runner 2049 (ídem, 2017), es el principal contenido de portada del núm. 480 de Dirigido por… Dicha entrevista se complementa con el artículo Villeneuve y la ciencia ficción, que firma Quim Casas.


Se destaca en portada la segunda y última entrega del dossier dedicado a William Wyler, la cual consta de los siguientes artículos: Amour fou y western primitivo. Wyler y Goldwyn (Quim Casas), El impacto de la Segunda Guerra Mundial sobre la obra de Wyler. Gloria para mí (Tonio L. Alarcón), Wyler y Paramount en la primera mitad de los cincuenta. Adaptaciones, dramas, escaleras y apuestas con la comedia(Juan Carlos Vizcaíno Martínez), Pacifismo y venganza. William Wyler, 1956-1959 (escrito por un servidor), Dos lecturas sobre una misma obra. Crítica social e identidad sexual (Ramon Freixas & Joan Bassa), Últimos proyectos. Sombras y luces(Joaquín Vallet Rodrigo), y Filmografía(Jaume Genover).


También se destacan en portada las extensas críticas de El amante doble (L’amant double, 2017), de François Ozon (Israel Paredes Badía), y Detroit (ídem, 2017), de Kathryn Bigelow (Diego Salgado); el artículo de Joaquín Torán El nuevo siglo cinematográfico de Stephen King, con motivo de los recientes y/ o inminentes estrenos de adaptaciones al cine de novelas suyas; y, en la sección Televisión, el extenso comentario de Quim Casas sobre los episodios 5 a 11 de la tercera temporada de Twin Peaks (ídem, 2017), de David Lynch, dejando para el número siguiente el análisis de los capítulos finales de la misma.


El número se completa con las reseñas destacadas de Dunkerque(Dunkirk, 2017), de Christopher Nolan (Quim Casas), Barry Seal: El traficante(American Made, 2017), de Doug Liman (Israel Paredes Badía), Parada en el infierno (Stop Over Hell, 2016), de Víctor Matellano (Joaquín Vallet Rodrigo), y Jacques (L’odyssée, 2015), de Jerôme Salle (Emilio M. Luna); y las secciones Opinión, con el artículo Pequeñas notas a propósito de la mirada femenina en el cine de Hollywood (Ramón Alfonso); Críticas, con comentarios de otros estrenos; Filmoteca, en la que Rafel Miret comenta Cine polaco de ayer y hoy; In Memoriam, con obituarios dedicados a Basilio Martín Patino(Joaquín Vallet) y Jerry Lewis(escrito por mí); Flashback, donde Joaquín Vallet Rodrigo comenta la edición en formato doméstico de la primera tanda de episodios de la primera temporada de la serie The Outer Limits(1963-1965); Home Cinema, con comentarios de otras novedades en formato doméstico de Quim Casas, Israel Paredes Badía, Juan Carlos Vizcaíno Martínez y, de nuevo, un servidor; Cine On-Line, con comentarios de Ramón Alfonso y Joaquín Torán; Libros, con reseñas de novedades editoriales a cargo de Ramon Freixas, Quim Casas e Israel Paredes Badía; Banda Sonora, de Joan Padrol; y En busca del cine perdido, en la cual Ramón Alfonso comenta Salomè (1972), de Carmelo Bene.


Como ya he avanzado, mi contribución de este mes consiste, en primer lugar, en el artículo Pacifismo y venganza. William Wyler, 1956-1959, incluido en la segunda parte del dossier dedicado a este realizador, y donde hablo de tres películas suyas: La gran prueba (Friendly Persuasion, 1956), Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958) y Ben-Hur (ídem, 1959).


También firmo, para la sección Críticas, las reseñas de Spider-Man: Homecoming (ídem, 2017), de Jon Watts…


…y Cars 3 (ídem, 2017), de Brian Fee.


Comento, para la sección Home Cinema, la película de Mike Mills Mujeres del siglo XX(20th Century Women, 2016).


Finalmente, he escrito un breve texto sobre Jerry Lewis para la sección In Memoriam.


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La noche más larga: “DETROIT”, de KATHRYN BIGELOW

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] El planteamiento general de Detroit (ídem, 2017), es decir, todo lo que concierne a sus puntos de vista temáticos, narrativos y formales, no se encuentra lejos del que hemos visto no hace mucho en otra producción norteamericana que, al igual que esta, se presenta como una reconstrucción de hechos históricos, o si se prefiere, hechos reales: Día de patriotas (Patriots Day, 2016) (1). En ambos casos, sus respectivos realizadores, Kathryn Bigelow y Peter Berg, adoptan la técnica cinematográfica usualmente conocida como “estilo documental” o “estética de documental” (nada novedosa, por otro lado) con vistas a lograr que lo que se muestre en pantalla provoque en el espectador la sensación de estar presenciando algo “realista”, o mejor dicho, cercano a la realidad (o, mejor aún, a un determinado concepto estereotipado de lo que se supone es la realidad, la cual, no lo olvidemos, puede ser tanto algo absoluto, objetivo, como relativo, subjetivo). “Efecto realidad” que se incrementa, si cabe, mediante la subrepticia inserción de auténticas imágenes documentales de los hechos históricos reconstruidos, diluyendo las fronteras entre ficción y no ficción.


Detroitarranca con una serie de rótulos didácticos destinados a ubicar al público en el contexto histórico de los hechos que reconstruye; en este caso, la situación social y económica de la población afroamericana en los Estados Unidos, los disturbios raciales que tuvieron lugar en la ciudad norteamericana del título entre el 23 y el 25 de julio de 1967, y más concretamente, el siniestro incidente que aconteció en el motel Algiers la noche del 25 al 26 de julio. Dichos rótulos están superpuestos sobre una serie de dibujos y pinturas de estilo más bien naíf, que en cierto sentido anticipan el tono que va a presidir un relato narrado, asimismo, a base de fuertes contrastes de colores y poniendo el acento en el carácter colectivo de una trama protagonizada, de hecho, por multitud de personajes. Unos personajes descritos, asimismo, mediante pinceladas sencillas (que no simples), pero eficaces, con vistas a crear así, como suele decirse, un tapiz social, o dicho de otro modo no menos frecuente, con la finalidad de establecer así una visión de conjunto sobre lo ocurrido en Detroit en aquella aciaga época. Bigelow, que mal que pese a sus exégetas siempre ha sido muy torpe a la hora de dibujar perfiles psicológicos, aquí hace gala de un estupendo sentido del relato coral, o si se prefiere, del dibujo de una colectividad. De este modo, Detroitcorrobora algo que siempre he echado en cara a su cine: su nula capacidad para crear, de forma individual y personalizada, personajes con una psicología consistente: basta con echar la vista atrás, con ojo crítico y dejando a un lado embelesamientos esteticistas que no llevan absolutamente a ninguna parte, sus dos anteriores (y horribles) En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008) (2)y La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012) (3). Un mal, no obstante, endémico en el conjunto de su filmografía, con la relativa excepción de una película que, por ese mismo carácter de relato coral, de retrato colectivo, no era del todo mala: K-19: The Widowmaker (ídem, 2002).


Tras los créditos, la primera gran secuencia de Detroittiene lugar en una calle del barrio negro de la ciudad, y se ubica alrededor de una imprenta donde no, no se están imprimiendo papeletas y carteles electorales para un referéndum, sino que se está celebrando algo, si cabe, más subversivo: una fiesta. Fiesta que interrumpe la llegada de la policía, formada no solo por agentes blancos sino también por algunos afroamericanos; de hecho, uno de ellos –en lo que puede verse como un guiño a Contra el imperio de la droga (The French Connection, 1971, William Friedkin)– finge interrogar brutalmente a otro hombre negro dentro de una habitación a puerta cerrada, pero en realidad este último es un confidente infiltrado que informa puntualmente al interrogador. La escena, además de poderse interpretar como una referencia al con justicia muy reivindicado cine policíaco norteamericano de la década de los setenta, establece, en cierto sentido, una pauta narrativa. Del mismo modo que, como acabamos de ver, el agente de policía negro finge un interrogatorio violento con la finalidad de impresionar a los presentes en la fiesta que han sido sorprendidos en plena redada, más adelante, y en la que será la secuencia más larga y crucial del film, tres agentes de policía llevarán más lejos, y de una manera más radical, dicha “técnica de interrogatorio”.


Desde luego que la referencia a la mencionada “técnica de interrogatorio” puede entenderse, también, como un eco de las tristemente célebres “técnicas” llevadas a cabo en Iraq por otra clase de hijos de la gran puta, en este caso de la CIA y del ejército norteamericano, con lo cual Detroitconectaría con el contexto de las mencionadas En tierra hostil y La noche más oscura. Sea como fuere, hay que reconocer, en honor a la verdad, que la mencionada gran secuencia de la película, el largo bloque que transcurre en el motel Algiers, y sobre todo, las tensas escenas que giran alrededor del interrogatorio de varios hombres negros –entre ellos, el cantante de The Dramatics Larry (Algee Smith), su amigo Fred (Jacob Latimore) y el veterano de Vietnam recién licenciado (Anthony Mackie)– y dos chicas blancas –Julie (Hannah Murray) y Karen (Kaitlyn Dever)–, a manos de tres despiadados policías blancos –Krauss (Will Poulter), que es quien lleva la iniciativa, Flynn (Ben O’Toole) y Demens (Jack Reynor)–, son de lejos lo mejor y más (terriblemente) bello que Bigelow haya filmado jamás. Pero si todo este bloque funciona no es solo por méritos propios, que los tiene, sino también porque la realizadora aquí hace gala de una hasta la fecha insólita habilidad para construir una trama que funciona por impregnación, de manera que, llegados a este punto, el espectador ha visto, y asumido previamente, una serie de situaciones que han ido “preparándole” hasta llegar a ese punto culminante.


Señalo al respecto, además de la mencionada secuencia de la redada en la imprenta, y de qué modo la disolución de la fiesta acaba derivando en un motín callejero por parte de la población negra (revuelta de la cual se muestran todos sus aspectos más críticos: tanto la brutalidad de la policía blanca sobre los negros… y cómo algunos de estos aprovechan el revuelo para saquear algunas tiendas), a lo cual añado, como digo, momentos como la secuencia de la evacuación del teatro donde The Dramatics están a punto de cantar, la cual concluye con un logrado apunte emotivo: Larry, la principal voz del grupo, sale al escenario a pesar de que el teatro ha sido desalojado de público por completo, y se pone a cantar ante el teatro vacío, en un arranque de orgullo e ingenuidad combinados. Destaca, asimismo, la brillante secuencia en la que Krauss persigue y mata por la espalda a un sospechoso, negro, de haber cometido un saqueo. También funciona bien la presencia de un personaje teóricamente secundario, pero hasta cierto punto decisivo: el del agente de seguridad negro Dismukes (John Boyega), quien trata de sortear el racismo de los blancos intentado confraternizar estratégicamente con ellos (una de sus primeras reacciones ante la presencia del ejército por las calles de la ciudad es acercarse a una patrulla de soldados y ofrecerles café para apaciguar sus ánimos), y una vez convertido a la fuerza en testigo presencial de los terribles hechos del motel Algiers, intenta en la medida de sus posibilidades que ninguno de los detenidos afroamericanos acabe herido o muerto.


Es una pena que, manteniendo tan buen nivel a lo largo de un relato, asimismo, muy largo, a mi entender demasiado –143 minutos– por las razones que a continuación expondré, es una pena que Bigelow estropee parte de lo conseguido en sus escenas finales. No me refiero a la serie de secuencias destinadas a reconstruir el juicio en el cual fueron procesados los agentes Krauss, Flynn y Demens, y del cual al final salieron absueltos por falta de pruebas, que me parecen bien resueltas dentro de su carácter más convencional, sino al innecesario epílogo centrado en el personaje de Larry: su abandono del grupo The Mecanics y de la música profesional, su soledad y, finalmente, su incorporación como cantante al coro de una iglesia, donde sigue en la actualidad. Y tampoco me refiero al hecho de que, antes de los créditos finales, unos nuevos rótulos nos informen de lo que le ocurrió a este personaje (lo cual constituye una clara redundancia) y al resto de personas implicadas en los hechos que la película reconstruye, sino a que en ese epílogo aflora lo peor y más superfluo de la realizadora: su torpeza psicológica y su tendencia endémica al esteticismo. Pese a todo, ello es más bien pecata minuta en el conjunto de un film que, justo es reconocerlo, me parece sin lugar a dudas el mejor que hasta la fecha nos haya ofrecido su muy sobrevalorada autora.

(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2013/01/los-mataremos-todos-la-noche-mas-oscura.html

La ley al oeste del Pecos: “EL FORASTERO”, de WILLIAM WYLER

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[NOTA PREVIA: COMO COMPLEMENTO AL “DOSSIER” DEDICADO A WILLIAM WYLER QUE HA PUBLICADO “DIRIGIDO POR…” ENTRE LOS MESES DE JULIO Y SEPTIEMBRE (Y, CON FRANQUEZA, PORQUE ME DA PEREZA PERDER EL TIEMPO HABLANDO DE “KINGSMAN: EL CÍRCULO DE ORO”), RECUPERO AQUÍ, LIGERAMENTE REVISADO, ESTE VIEJO TEXTO MÍO SOBRE ESTE FILM.]


A pesar de su abundante producción de westerns mudos en los inicios de su carrera (siete largometrajes y dos docenas de films de dos bobinas realizados entre 1925 y 1928), y de sus diversas contribuciones al género durante la década de los treinta, William Wyler no suele ser mencionado entre los cineastas fundamentales del western. Lejanos ya los tiempos en que fue considerado el mejor realizador del Hollywood clásico (¿recuerdan el famoso “¡abajo Ford, viva Wyler!”?), para a continuación ser defenestrado excesivamente por las nuevas generaciones de críticos, Wyler parece no casar bien con el western. El suyo es un cine, por lo general, de interiores. Espacios cerrados, atmósferas opresivas y situaciones melodramáticas resueltas, por así decirlo, “a puerta cerrada”, configuran las líneas maestras de un estilo al que se mantuvo fiel prácticamente a lo largo de toda su carrera, incluidas sus incursiones en el terreno de la superproducción de gran aparato: su versión de Ben-Hur (ídem, 1959) posiblemente sea, todavía hoy, el espectáculo hollywoodiensemás intimista que se haya realizado. 


En El forastero(The Westerner, 1940), posiblemente el mejor western sonoro de Wyler junto con Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958), abundan las escenas en interiores, por más que a la película no le falten momentos en exteriores (alguno de ellos tan brillante como el del incendio de los campos de cultivo de los colonos, acaso obra de Lewis Milestone, quien intervino en este film en calidad de director de segunda unidad). Yendo más lejos, hasta en esas escenas en exteriores Wyler planifica mediante encuadres cerrados, en ocasiones colocando a los intérpretes frente a sobreimpresiones del paisaje para aislarlos del entorno natural en el que se encuentran. Esta manera de planificar obedece a una intención que introduce un determinado sentido al relato. Veamos:El forastero gira básicamente en torno a la contraposición de dos caracteres enfrentados y, al mismo tiempo, complementarios: el de Cole Hardin (Gary Cooper), personaje que, tanto por su descripción como por la presencia del astro que lo encarna, representa al héroe clásico del western silente y de principios de los treinta; y el “juez” Roy Bean (Walter Brennan), figura que aun siendo una aproximación abstracta, convenientemente dramatizada, del Roy Bean histórico, constituye un valioso precedente de futuros personajes del género: hombres rudos, temerarios y a veces crueles que luchan por mantener una cierta noción de orden, de “civilización”, en una tierra árida donde impera la ley del más fuerte. Un personaje que anuncia otros como, por ejemplo, el patriarca Clanton de la fordiana Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), no por casualidad encarnado por el mismo actor, el gran Walter Brennan.


El forastero jugó un papel determinante en la evolución del western al contraponer dos arquetipos del género hasta ese momento de lo más clásicos, el héroe noble y sin mácula (modelo Bronco Billy, Río Jim o Tom Mix), y el villano sucio y sin escrúpulos, poniendo de relieve tanto sus diferencias como sobre todo sus semejanzas. Bean ha erigido su pequeño feudo de terror nombrándose a sí mismo juez, inventándose sus propias leyes y aplicándolas a su libre albedrío, por lo general con el mismo resultado: condenando a la horca a todo ladrón de caballos, y a cualquier infractor de la ley: su ley (“la ley al oeste del Pecos”, como proclama con orgullo el cartel que decora la entrada de la cantina que utiliza como tribunal). A su pueblo llega Cole Hardin, que es detenido y llevado ante Bean por montar un caballo que no es suyo, lo cual hace recaer sobre él sospechas de haberlo robado, por más que Hardin jure que le compró el animal a otro hombre. No puede haber, a priori, personajes más antitéticos. Sin embargo, Hardin logra ganarse las simpatías de Bean y posponer su ejecución el tiempo suficiente hasta que aparece el auténtico ladrón del caballo y demuestra así su inocencia: Bean es un fanático admirador de una hermosa actriz de music-hall, Lily Langtry (Lillian Bond), a la que no ha visto nunca, y Hardin consigue distraer su atención haciéndole creer que él sí ha conseguido verla actuar y que, además, guarda como un tesoro un recuerdo de la misma: un mechón de sus cabellos.


Surge de este modo una extraña complicidad entre ambos hombres que pone de relieve que, en el fondo, no hay tanta diferencia entre ellos como pueda parecer a simple vista: los dos son supervivientes que tienen en común su habilidad para adaptarse a las circunstancias mediante la mentira y la impostura. De ahí que, sobre todo en su primera mitad, la película describa la complicidad que existe entre ellos, no exenta de cierta precaución (Hardin y Bean nunca dejan de vigilarse el uno al otro), recalcando el humorismo de las situaciones: Bean escucha con embeleso las patrañas que Hardin le suelta sobre Lily Langtry, le invita a beber y, al día siguiente, se despiertan juntos en el mismo camastro (sic). Consciente de que el meollo del relato gira en torno a ese contraste de caracteres, Wyler planifica el film “a puerta cerrada”, confiando en el juego de los actores y descargando el dibujo psicológico de los personajes en el peso de los detalles: resulta impagable ese momento en que Hardin le enseña a Bean un supuesto mechón de los cabellos de Lily Langtry, en el que el realizador conjuga la labor de sus intérpretes –la lacónica ironía de Gary Cooper y la matizada performancede un magistral Walter Brennan– con el sarcasmo de la situación: el mechón ni siquiera es de Lily Langtry, sino de Jane-Ellen (Doris Davenport), la hija de unos colonos de la que Hardin está enamorado.



Tampoco es ocioso señalar que, con esa manera “cerrada” de planificar, Wyler pone de relieve un segundo gran aspecto del relato: la imposibilidad de que Hardin y Bean, representantes de dos mundos condenados a desaparecer (el romántico héroe de las praderas y el cacique que hace y deshace las cosas a su antojo), puedan ser amigos eternamente. Dicho de otro modo, el artificio de la puesta en escena del realizador está en consonancia con el artificio de la amistad que vincula a ambos hombres, y que indefectiblemente acaba rompiéndose: Hardin, enamorado de Jane-Ellen, se pone del lado de los colonos a los que Bean acosa y termina haciéndole frente. La excelente resolución del relato está en consonancia con este planteamiento: Hardin y Bean pelean a muerte en un teatro, decorado ideal para mostrar el ajuste de cuentas entre dos arquetipos destinados a desaparecer, el primero evolucionando –Hardin dejará de vagabundear por las praderas y se convertirá en colono–, el segundo muriendo: Bean acude a la última representación teatral de su vida vestido con uniforme confederado, símbolo de un pasado desaparecido, y morirá no sin antes ver, con su último aliento, a su amada Lily Langtry. Muerte que Wyler visualiza con un fundido en negro, desde el punto de vista subjetivo de Bean, que pone de relieve sus simpatías hacia tan amargo personaje.


“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de OCTUBRE 2017, a la venta

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Thor: Ragnarok (ídem, 2017, Taika Waititi) es la película de portada del núm. 383 de Imágenes de Actualidad, que este mes estrena estética renovada. Su reportaje se complementa con una entrevista con su protagonista, Chris Hemsworth, y un artículo dedicado al gran Jack Kirby. Rey de los cómics.


Otros films destacados son Blade Runner 2049 (ídem, 2017, Denis Villeneuve), que se complementa con entrevistas con sus protagonistas, Ryan Gosling, Harrison Ford y Ana de Armas, y el artículo 10 cosas que deberías saber sobre… Philip K. Dick; Madre! (Mother!, 2017, Darren Aronofsky), que se complementa con una entrevistacon su protagonista masculino, Javier Bardem; y, dentro de la sección Series TV, los reportajes de Stranger Things T.2, los largometrajes Nosotros en la noche (Our Souls at Night, 2017, Ritesh Batra) y Amor carnal (The Bad Batch, 2017, Ana Lily Amirpour), y Inhumans T.1.


El número también atesora reportajes de La suerte de los Logan (Logan Lucky, 2017, Steven Soderbergh); Annabelle: Creation (ídem, 2017, David F. Sandberg); La montaña entre nosotros(The Mountain Between Us, 2017, Hany Abu-Assad); La piel fría (Cold Skin, 2017, Xavier Gens), que se complementa con el retrato de su protagonista femenina, Aura Garrido; El secreto de Marrowbone(Marrowbone, 2017, Sergio G. Sánchez); y El castillo de cristal (The Glass Castle, 2017, Destin Daniel Cretton). Y las secciones Además…, con otros estrenos del mes; News; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El Cult Movie de este mes rinde homenaje al malogrado George A. Romero comentando una de sus más famosas películas: Zombi (Dawn of the Dead, 1979): “una tan atractiva como irregular mezcla de buenas ideas y brocha gorda, una extraña combinación de excelentes conceptos de guión y puesta en escena que se codean con una realización a ratos torpe y desmañada, que da como resultado momentos de un notable feísmo visual que no siempre parece premeditado. La película de George A. Romero que nos ocupa hace gala de una “estética de subproducto” que, a simple vista, puede mover al rechazo. Y si al final no es así se debe a que, debajo o acompañando a esa fealdad, hay un muy interesante film que define, quizá mejor que ningún otro, el estilo de su autor”.


Mi contribución a este número se cierra con un par de críticas: la de la excelente Barry Seal: El traficante (American Made, 2017, Doug Liman)…


…y la de la divertida pero olvidable El otro guardaespaldas (The Hitman’s Bodyguard, 2017, Patrick Hughes).


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Terrores acuáticos (1): “12 FEET DEEP”, de MATT SKANDARI

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] El planteamiento de esta pequeña producción coescrita y dirigida por Matt Skandari, conocida con el título de 12 Feet Deep (2016) y subtitulada Trapped Sisters, no puede menos que recordarnos al de la reciente, y también modesta, A 47 metros (47 Meters Down, 2017, Johannes Roberts) (1). Si esta última giraba alrededor de la odisea de dos jóvenes hermanas de vacaciones por México que, de manera accidental, acababan en el fondo del océano, atrapadas dentro de una jaula de protección contra tiburones, a riesgo de morir ahogadas tan pronto se acabara el aire de sus equipos de submarinismo o de ser devoradas por los escualos, las protagonistas de 12 Feet Deep también son un par de hermanas que sufren un accidente más, digamos, cotidiano. La acción transcurre en una piscina pública a donde han ido a nadar Bree (Nora-Jane Noone) y Jonna (Alexandra Park). Llegada la hora de cierre del establecimiento, el antipático encargado del mismo (nada menos que Tobin Bell) tapa la piscina con la cubierta automática de fibra de vidrio de la misma, dejando atrapadas por descuido bajo la misma a las hermanas.


A partir de ese momento, Bree y Jonna deben unir fuerzas para sobrevivir al menos durante una noche dentro de la piscina, aprovechando para respirar el medio metro escaso de espacio libre entre la superficie del agua y la cubierta, y haciendo frente a numerosos peligros: el cansancio, el frío, el riesgo de ahogamiento o la creciente posibilidad de que Bree caiga en un coma diabético si no se inyecta su insulina en las próximas horas. Un planteamiento en torno a una “situación límite”, que asimismo recuerda vagamente al de la sobrevalorada película de Rodrigo Cortés Buried(ídem, 2010) (2), y que al igual que ocurría con esta última, apenas da para un corto o un mediometraje, algo que en el caso de 12 Feet Deep se nota, y mucho, en los ímprobos esfuerzos de Matt Skandari y su coguionista, Michael Hultquist, para alargar dramáticamente la trama con vistas a que alcance los 85 minutos que dura el film, créditos incluidos.


La trama se “infla”, por así decirlo, introduciendo varios elementos. El primero es de tipo psicológico, pues el cautiverio de las protagonistas es la excusa dramática para que ambas salden deudas de su pasado. Bree, que tiene un prometido con el cual ha hecho planes de boda (David: Christian Blackburn), le reprocha a Jonna sus problemas con las drogas que todavía no parece haber superado por completo (antes de verla entrar en la piscina, vemos que Jonna esconde una pequeña inyección en la guantera de su coche). Y Jonna le echa en cara a Bree sus “sermones” y la aparente actitud de indiferencia demostrada hacia el padre de ambos, un alcohólico violento que murió quemado y al cual Bree también intentó, aparentemente, salvar (de ahí las vistosas cicatrices de quemaduras que todavía conserva en un brazo). En segundo lugar, se presenta a un nuevo personaje, Clara (Diane Farr), la demente encargada de la limpieza y una delincuente en libertad condicional que se aprovecha de la situación de las hermanas para intentar sacar tajada de la misma; pero, además de un recurso dilatorio destinado, como digo, a estirar el film hasta una duración estándar, algo que se nota en demasía, resulta tan forzado y poco verosímil como el resto del conjunto. También hay un “falso final feliz” en forma de sueño que recuerda al doble twist de la mencionada A 47 metros.


Todo eso, y otras revelaciones que irán saliendo a la luz, carecen en sí mismas consideradas del menor interés, más allá de proporcionarles “carne” y juego dramático a las actrices que interpretan a las protagonistas, y cuya buena labor es sin duda alguna uno de los pocos puntos positivos de la película. De hecho, y por más que a simple vista pueda no parecerlo, 12 Feet Deep está más cerca, por temática y por resolución, por forma y por fondo, del melodrama de introspección psicológica que del thriller. Pese a todo, son las escenas de “suspense” las que impiden que el film se desplome por completo, y no porque sean particularmente brillantes, sino porque al menos introducen dinamismo en lo narrado. Momentos como el de las hermanas buceando en el fondo de la piscina para recuperar el anillo de compromiso de Bree, mientras el encargado cierra la cubierta sobre ellas; sus intentos de ensanchar un agujero en esa misma cubierta usando un trozo de plástico a modo de sierra; la escena en la que Clara las atormenta conectando la salida de cloro, amenazando con ahogarlas, o desconectando el agua caliente, para que mueran heladas; o sus esfuerzos por arrancar una rejilla metálica del fondo de la piscina y usarla para ensanchar el agujero a golpes, resultan cuanto menos efectivos, pero tampoco consiguen remontar la discreta calidad de una película que se ve y se olvida con facilidad.

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2010/10/formas-actuales-del-cine-espanol-1.html

Terrores acuáticos (y 2): “CAGE DIVE”, de GERALD RASCIONATO

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hagamos un poco de historia. En 2003 se estrenaba Open Water(ídem), escrita y dirigida por Chris Kentis, una producción de tan solo 120.000 dólares de presupuesto que, gracias a su distribución a cargo de Lionsgate, logró amasar la nada despreciable cifra de 55 millones de dólares en todo el mundo (y eso a pesar de su patente mediocridad). Tres años después llegaba a nuestros cines la producción alemana rodada en lengua inglesa A la deriva (Adrift, 2006, Hans Horn), que si bien parece ser que su guion había sido escrito antes que el de Open Water(1), se estrenó en algunos países como Open Water 2: Adrift, con vistas a aprovechar el éxito del film de Kentis. Llegamos así a la producción australiana que aquí nos ocupa: Cage Dive (Gerald Rascionato, 2017), también conocida como Open Water 3: Cage Dive, con vistas, asimismo, de aprovechar los ecos de aquel primer éxito, por más que las tres películas no forman parte de franquicia de producción alguna –son de productoras y nacionalidades diferentes–, si bien es verdad que han sido distribuidas en los EE.UU. por Lionsgate, auténtica responsable de esta “saga”.


Open Watergiraba en torno a la trágica odisea de una pareja que, practicando el submarinismo, acababa abandonada a su suerte flotando en alta mar y a merced de los tiburones. A la deriva glosaba la grotesca situación de un grupo de hombres y mujeres jóvenes que cometían la estupidez de arrojarse al mar desde su yate sin antes haber colocado la escalerilla de seguridad para subir de nuevo a bordo, exponiéndose a la muerte. Cage Dive narra las peripecias no menos dramáticas de otros tres jóvenes, dos hermanos, Jeff (Joel Hogan) y Josh (Josh Potthoff), y una chica novia del primero, Megan (Megan Peta Hill), que asimismo acaban flotando accidentalmente en medio de una zona del océano infestada de tiburones blancos. De hecho, Cage Dive también recuerda, y mucho, a la reciente A 47 metros (47 Meters Down, 2016, Johannes Roberts) (2), con la que coincide, además de en el lazo fraterno existente entre sus protagonistas, en la presencia de una jaula de protección para observación submarina de tiburones (cage dive), dentro de la cual se hallan Jeff, Josh y Megan cuando se produce la catástrofe que les deja a merced de los elementos.


A diferencia del resto de películas citadas, Cage Dive es la enésima variante del cine de terror found footage que, desde sus primeras imágenes, se presenta a sí misma como un “documental” elaborado a partir de un material videográfico “encontrado”, y filmado en primera persona por los protagonistas de la historia. Qué duda cabe que El proyecto de la bruja de Blair(The Blair Witch Project, 1999, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez) es, en este sentido, la peor película fantástica más influyente de la historia del género, generadora de una larga descendencia que resulta ocioso mencionar. Cage Dive no disimula en ningún momento su condición de found footage sin más aspiración de ser lo que es ya desde el principio, mostrándonos el supuesto proceso en virtud del cual fue hallada en el fondo del océano la videocámara de Josh, así como entrevistas con supuestos testigos de los hechos narrados en el film que se van insertando subrepticiamente en medio de la acción; todo lo cual se muestra en plan “material adicional añadido”, y resulta tan falso como el resto del metraje.


El problema es que Cage Dive adolece del defecto endémico de las películas citadas en estas líneas, y de otras del estilo de la simpática aunque sobrevalorada Infierno azul (The Shallows, 2016, Jaume Collet-Serra) (3) y la insuficiente 12 Feet Deep (Matt Skandari, 2016) (4): antes de llegar al planteamiento de su “situación límite”, y a pesar de su corta duración –80 minutos–, el film coescrito y dirigido por Gerald Rascionato se hace largo, muy largo. Sobre todo, en sus aproximadamente 30 primeros minutos, sin duda alguna los peores, dedicados a irnos presentando los personajes (que carecen del más mínimo interés), y cómo funcionan las relaciones entre ellos (que no pueden estar dibujadas de una manera más burda y simplona). Pese a todo, hay en esa primera media hora una idea que presenta ciertas posibilidades expresivas, por más que al final no se aprovechen. Jeff utiliza la videocámara de su hermano Josh para grabarse a sí mismo confesando que piensa regalarle a Megan un anillo de compromiso; Jeff intenta esconder la cámara, justo en el momento en que Josh entra en la habitación, y se va; al rato, es Megan la que entra en la estancia, Josh la besa y la joven no le rechaza… Más tarde, dándose cuenta de que la videocámara ha registrado su conato de infidelidad con Megan, Josh trata de distraer a Jeff para que no mire su portátil, justo cuando el ordenador está reproduciendo la escena que constituye la prueba de su delito. El momento, empero, resulta más (involuntariamente) cómico que tenso.


Más adelante, hay otro plano logrado, a pesar del modesto nivel de producción: el encuadre, tomado desde el punto de vista subjetivo de la videocámara de Josh, que nos muestra a la ola gigante que vuelca el barco que transportaba la jaula para tiburones y a otros pasajeros, y que pasa, sin cortar, del espectacular golpe de mar precipitándose sobre la embarcación a la imagen submarina de esta última y del resto de personas debajo del agua. A partir de aquí, poco más de bueno se puede decir de esta película cuyo escaso interés empieza y acaba mediante la simple exposición de su planteamiento argumental y formal. Siempre desde el punto de vista de la videocámara, que va cambiando de ángulo en virtud de si empuña la misma Jeff o Josh, el resultado es tedioso tanto en lo que se refiere a las escenas que transcurren a la luz del día, como aquéllas que –en una nueva referencia, tampoco particularmente original, a El proyecto de la bruja de Blair– se desarrollan de noche y, en consecuencia, están filmadas en verdosa visión nocturna. Sin sustancia dramática alguna –huelga decir que la previsible discusión entre los hermanos a consecuencia de la infidelidad del uno con la novia del otro carece del menor relieve–, lo único que impide que el aburrimiento se apodere por completo de la pantalla son las escenas, hábiles pero fugaces, de los ataques de los tiburones, siempre contempladas desde el punto de vista de la videocámara; o un momento de cierta crueldad: como consecuencia de una (otra) estúpida discusión, Jeff, Josh y Megan incendian accidentalmente con una bengala la lancha salvavidas neumática a la que han conseguido encaramarse… y, con ella, a la desdichada mujer que se encontraba dentro de ella, y a la que han recogido un rato antes, aterida e inconsciente, flotando en alta mar. El golpe de efecto con el que se cierra el film –el ataque del tiburón “comiéndose” la cámara– tampoco resulta para nada memorable.

(1) Eso afirma la página del film en Wikipedia (consulta del 3 de octubre de 2017): https://en.wikipedia.org/wiki/Open_Water_2:_Adrift
(4) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/09/terrores-acuaticos-1-12-feet-deep-de.html

“DIRIGIDO POR…” de OCTUBRE 2017, a la venta

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La crónica del Festival de Venecia, donde La forma del agua (The Shape of Water, 2017), de Guillermo del Toro, se alzó con el León de Oro, y que firma Víctor Esquirol Molina, es el principal tema de portada del núm. 481 de Dirigido por… Otras crónicas de destacados festivales que aparecen en este número son las de San Sebastián, firmada por Antonio José Navarro, y Toronto, que rubrica Marc Servitje.


En la portada también se destaca el dossier en una sola entrega dedicado a la Revolución soviética. 100 años, compuesto por el artículo La revolución de Octubre o el nacimiento del cine moderno (Antonio José Navarro), y las antologías de Los bateleros del Volga, de Cecil B. De Mille (Aarón Rodríguez Serrano), La madre, de Vsevolod Pudovkin (Quim Casas), El fin de San Petersburgo, de Vsevolod Pudovkin (Óscar Brox), Octubre, de Serguei M. Eisenstein (Diego Salgado), Arsenal, de Aleksandr Dovzhenko (Quim Casas), Rasputín y la zarina, de Richard Boleslawski (Aarón Rodríguez Serrano), Tchapaief, el guerrillero rojo, de Georgi y Sergei Vasilyev (Antonio José Navarro), La condesa Alexandra, de Jacques Feyder (Ramon Freixas & Joan Bassa), Anastasia, de Anatole Litvak (escrita por un servidor), El cuarenta y uno, de Grigori Chujrai (Tonio L. Alarcón), Doctor Zhivago, de David Lean (Óscar Brox), Los rojos y los blancos, de Miklós Jancsó (Ramon Freixas & Joan Bassa), Nicolás y Alejandra, de Franklin J. Schaffner (Diego Salgado), Rojos, de Warren Beatty (también escrita por mí) y Chekist, de Aleksandr Rogozhkin (Antonio José Navarro).


Otros contenidos destacados en la tapa son las críticas de Blade Runner 2049 (ídem, 2017), de Denis Villeneuve, que comenta Diego Salgado; Madre! (Mother!, 2017), que aborda Antonio José Navarro y se complementa con una entrevista con su director, Darren Aronofsky; y los comentarios, para la sección TV, de los episodios 12 a 18 de la tercera temporada de Twin Peaks (ídem, 2017), de David Lynch, de nuevo reseñados por Quim Casas, y de la séptima temporada de Juego de tronos (Game of Thrones, 2011- ), que comenta un servidor de ustedes.


Otros contenidos son las extensas reseñas dedicadas a Morir (2017), de Fernando Franco (Israel Paredes Badía) y Sin amor (Nelyubov, 2017), de Andrei Zvyagintsev (Quim Casas), así como las de La región salvaje (2016), de Amat Escalante (Quim Casas), La cordillera (2017), de Santiago Mitre (Quim Casas), La suerte de los Logan (Logan Lucky, 2017), de Steven Soderbergh (Quim Casas) y Handia (2017), de Aitor Arregi y Jon Garaño; la sección Flashback, con el comentario de El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1924), de Raoul Walsh, a cargo de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, con motivo de su reciente edición en formato doméstico; y las secciones Opinión, con el artículo Reflexiones sobre la Nueva Cinefilia. Parte 1/3 (Antonio José Navarro); Críticas, con comentarios de otros estrenos; Cine On-Line, con comentarios de Quim Casas, Roberto Alcover Oti y Joaquín Torán; Libros, con reseñas de novedades editoriales a cargo de Ramon Freixas, Quim Casas, Israel Paredes Badía y Óscar Brox; Banda Sonora, de Joan Padrol; y Cinema Bis, que incluye un comentario de Satanik (ídem, 1967), de Piero Vivarelli, a cargo de Ramon Freixas.


Contribuyo a este número, como ya he avanzado, con un par de antologías para el dossierRevolución soviética. 100 años: las dedicadas a Anastasia y Rojos.


También, como asimismo he avanzado, comento la séptima temporada de Juego de tronos.


Finalmente, firmo las críticas de It (ídem, 2017), de Andy Muschietti…


La niebla y la doncella (2017), de Andrés M. Koppel…


…y The Limehouse Golem (ídem, 2016), de Juan Carlos Medina.


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Mi libro sobre “HARRY EL SUCIO”, a la venta en AMAZON

“HARRY EL SUCIO”, ya en librerías

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Tras su lanzamiento previo en Amazon (1), mi libro sobre Harry el sucio (Dirty Harry, 1971), de Don Siegel, para la colección Guías para Ver y Analizar de la editorial Nau Llibres, ya se encuentra disponible en librerías. Los interesados pueden encontrarlo en los establecimientos de Madrid, Cataluña y Valencia indicados a continuación:

Madrid (distribuido por Distrifer):
Librería Yorick
Librería Diógenes
Antonio Machado Campus Bellas Artes
O.M.M. Campus Bellas Artes
Casa del Libro
Fnac

Cataluña (distribuido por Midac):
Lliberia Caselles (Lleida)
Lliberia Geli (Girona)
Llibreria La Gralla (Granollers)
Racó del Llibre (Rubí)
Lliberia Parcir (Manresa)
La Capona (Tarragona)
Cap i Cua (Barcelona)
Abacus (Barcelona)
Casa del Libro (Barcelona)
Fnac (Barcelona)

Valencia (distribuido por Gea Llibres):
París Valencia Pelayo
Paris Valencia Gran Vía
Soriano
Tirant lo Blanch
Viridiana
Primado


Las librerías interesadas en contactar con las mencionadas distribuidoras para efectuarles pedidos de ejemplares por teléfono, fax o email pueden hacerlo en las siguientes direcciones:

Distrifer Libros, S.L.
C/ Valle de Tobalina, 32; Naves 5 y 6. 28021 Madrid.
Tel: 917 962 709 Fax: 917 962 677

Midac Llibres
Pol. Ind. Sud-Oeste. Rois de Corella, 9. 08205 Sabadell (Barcelona)
Tel: 937 464 110 Fax: 937 464 111

Gea Llibres, S.L.
Polígono El Oliveral C/G nave 6. 46190 Ribarroja del Turia (Valencia)
Tel: 961 665 256 Fax: 961 665 249

Para más información sobre estas y otras distribuidoras que trabajan para Nau Llibres, consúltese el siguiente enlace:






“MÉLIÈS”, ya a la venta

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Además de mi reciente libro sobre el film de Don Siegel Harry el sucio (Dirty Harry, 1971) (1), casualmente también aparece estos días una obra en la cual he llevado a cabo una colaboración (y no es la única que verá la luz antes de que acabe el año). Me estoy refiriendo a Méliès, un volumen colectivo publicado por Libros del Innombrable en el que también han colaborado Raúl Herrero, Bruno Marcos, Alberto Ruiz de Samaniego, Jesús F. Pascual Molina, Silvia Rins, Carlos Barbarito, Aldo Alcota, Laia López Manrique, Antonio Fernández Molina, Iván Humanes, Alfredo Moreno y Diego Civilotti García, y que cuenta con portada e ilustraciones a cargo de Juan Luis Borra.


Mi contribución a este volumen se titula Georges Méliès: los últimos años. Decadencia y reivindicación, donde a partir de la extraordinaria biografía sobre el cineasta, escrita por su nieta Madeleine Malthête-Méliès, recorro los últimos tiempos de la existencia de este gran pionero del cine y, además, establezco un paralelismo entre esa época y la representación que hizo de la misma Martin Scorsese en su famosa película La invención de Hugo (Hugo, 2011), partiendo a su vez de la novela de Brian Selznick La invención de Hugo Cabret.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/10/mi-libro-sobre-harry-el-sucio-la-venta.html+ http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/10/harry-el-sucio-ya-en-librerias.html



“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de NOVIEMBRE 2017, a la venta

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Está claro que el mundo del cine no puede vivir, al menos de momento, sin su ración mensual de cine de superhéroes (y conste que no lo digo con intención peyorativa). Por eso este mes la portada del núm. 384 de Imágenes de Actualidadla acapara Liga de la Justicia (Justice League, 2017), de Zack Snyder (con alguna ayudita extra a cargo de Joss Whedon), cuyo extenso reportaje se completa con el artículo sobre la fuente original del film, esto es, los cómics: Los cromos de la Liga (de la Justicia).


Otras películas destacadas en portada son la nueva versión de Asesinato en el Orient Express(Murder on the Orient Express, 2017), que ha dirigido y protagonizado Kenneth Branagh, de quien además ofrecemos una entrevista; la taquillera película de terror de Christopher B. Landon Feliz día de tu muerte(Happy Death Day, 2017); y la comedia dramática La batalla de los sexos(Battle of the Sexes, 2017), de Jonathan Drayton y Valerie Faris, que se complementa con una entrevista con su protagonista femenina, Emma Stone.


También se destaca en la portada la serie de televisión La zona (2017), principal novedad televisiva del mes junto con la esperada The Punisher (ídem, 2017).


El número asimismo incluye los reportajes de Saw VIII (Jigsaw, 2017), de Michael y Peter Spiering; Enganchados a la muerte (Flatliners, 2017), de Niels Arden Oplev, que se complementa con el artículo Al otro lado; Musa(2017), que se complementa con una entrevistacon su realizador, Jaume Balagueró; En realidad, nunca estuviste aquí (You Were Never Really Here, 2017), de Lynne Ramsay; Tierra firme (2017), de Carlos Marqués-Marcet; Oro(2017), de Agustín Díaz Yanes; La gran enfermedad del amor (The Big Sick, 2017), de Michael Showalter; American Assassin (ídem, 2017), de Michael Cuesta; Jupiter’s Moon (Jupiter holdja, 2017), de Kornél Mundruczó;; y El autor (2017), de Manuel Martín Cuenca. A todo ello hay que añadir las secciones Además…, con otros estrenos del mes; News; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El estreno de la nueva versión de Asesinato en el Orient Express me da pie para evocar, en la sección Cult Movie, su primera versión cinematográfica homónima, dirigida en 1974 por Sidney Lumet, película que “sigue al pie de la letra las reglas del “whodunit” que Agatha Christie contribuyó a popularizar dentro de la novela policíaco-detectivesca del siglo XX. El film se apoya sobremanera en los diálogos (al igual que las novelas de Christie), y recurre abundantemente al “flashback” para mostrar las narraciones de los sospechosos o las reconstrucciones mentales de Poirot, con vistas a ir «refrescándole» al espectador tal o cual frase o detalle por su peso específico en la resolución del misterio”.


También firmo la crítica del extraordinario film de Darren Aronofsky Madre!(Mother!, 2017).


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Futuro imperfecto: “BLADE RUNNER 2049”, de DENIS VILLENEUVE

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Los puntos de conexión entre Blade Runner 2049(ídem, 2017) y Blade Runner (ídem, 1982) son evidentes. La película dirigida por Denis Villeneuve y producida por Ridley Scott desarrolla y en algunos casos complementa muchas de las ideas y sugerencias del film original realizado por Scott aprovechando, de paso, apuntes que parecen sacados de la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, inspiración de la primera película. Blade Runnertranscurría, recordemos, en el Los Ángeles del año 2019; su secuela, como su propio título indica, treinta años después. El dato no es ocioso: en esas tres décadas los replicantes han evolucionado, dejando de ser los esclavos sediciosos de antaño para convertirse en fieles servidores del sistema de represión social. Ahora hay replicantes que trabajan –o son forzados a trabajar– como cazadores de otros replicantes: como blade runners. Uno de ellos es el protagonista de este film: el agente K, a cargo del lacónico –que no mal actor– Ryan Gosling. Esto último, que nadie se asuste, no es la sorpresa final de la película; antes al contrario, se revela en la primera –y excelente– secuencia en la que K “retira”, a golpe de pistola, a un replicante rebelde, Sapper Morton (Dave Bautista), no sin antes enzarzarse en una brutal pelea cuerpo a cuerpo con este último: es evidente que los golpes que recibe K por parte de su fornido rival son necesariamente mortales para cualquier ser humano normal y corriente, pero no para un replicante de fortaleza sobrehumana. Que el nuevo blade runner sea de entrada un replicante puede entenderse como un guiño a la vieja teoría, abonada por el propio Scott, de que el protagonista de la primera película y estrella invitada de esta segunda, el blade runner Rick Deckard (Harrison Ford) también era, en realidad, un replicante.


Treinta años después, la opinión que las personas tienen acerca de los replicantes no ha mejorado. K recibe los insultos de los vecinos del bloque de apartamentos donde vive, quienes entre otras cosas le llaman –como en la primera película– “pellejudo”. Pero, a diferencia de Deckard, K no vive solo, aunque lo que tiene en su casa es una especie de simulacro de compañía: una chica llamada Joi (Ana de Armas), que no es sino una inteligencia artificial que proyecta un holograma tridimensional y a la que, en un momento dado, K le añade una actualización que permite a la muchacha “experimentar” algo parecido al sentido del tacto sobre su cuerpo translúcido, aunque tan solo sean las gotas de lluvia sobre su cuerpo. La idea guarda vagos ecos de la novela de Dick, en la cual Deckard no vive completamente solo, sino acompañado por una oveja sintética que espera poder cambiar más adelante por un animal más sofisticado. Por otro lado, si en el primer film teníamos a Tyrell (Joe Turkel), ese dios miope de grandes gafas de aumento incapaz de solidarizarse con los sentimientos de los replicantes a los que ha creado, en esta ocasión la divinidad humana creadora de una nueva generación de replicantes, Niander Wallace (Jared Leto), es directamente un ciego, no ya insensible sino inhumano: basta con ver qué hace con la replicante femenina (Sallie Harmsen) recién “nacida” que acaba de crear, y a la que asesina cruelmente apenas recién nacida porque no cumple con sus expectativas…


No cuesta ver en algunas secuencias de Blade Runner 2049 equivalencias más o menos directas de otras homólogas de Blade Runner. Primero están, por descontado, las referencias obvias: planos generales aéreos y panorámicas sobre el futurista Los Ángeles y, sobre todo, encuadres de edificios y calles abigarrados y llenos de neones y fantasiosas publicidades tridimensionales, que evocan la escenografía del clásico de Scott, si bien hay que decir en descargo de Villeneuve que en ningún momento abusa de esas imágenes y las resuelve con sentido de la funcionalidad. A ello hay que añadir la presencia subrepticia de personajes de la primera película que reaparecen en esta segunda, no solo Deckard, sino también el ahora agente de policía retirado Gaff (Edward James Olmos) –el cual, cómo no, sigue haciendo papiroflexia con pequeños trozos de papel– y… la replicante Rachael, eternamente joven gracias a una combinación de la voz y las expresiones de la actriz Sean Young, el cuerpo de la actriz Loren Peta y el CGI. Por no hablar de una secuencia final que guarda claras concomitancias con la muerte del replicante Batty (Rutger Hauer) en el primer film.


Otras referencias, en cambio, no son tan evidentes. Por ejemplo, las escenas en las que el agente K se somete a una especie de interrogatorio automatizado en una habitación aislada, destinado a asegurarse de que sigue siendo fiel a su cometido policial y que seguirá obedeciendo las órdenes de sus superiores sin rechistar, guardan ecos de las escenas del primer film en las cuales salía a relucir el famoso test de Voight-Kampff, para diferenciar a los replicantes de los humanos. Como prueba de ADN, conforme a la cual ha “retirado” con éxito a Morton, el replicante ilegal, K le arranca un ojo y se lo lleva a comisaría: recordemos la importancia que tenían los ojos –y, con ellos, la mirada– en el primer Blade Runner, que precisamente incluía en su secuencia de apertura un misterioso primer plano de un ojo en cuya pupila se reflejaba una panorámica aérea de la ciudad de Los Ángeles: Blade Runner 2049 principia con otro primer plano de un ojo, en este caso de K, dormido dentro del coche volador que le conduce hacia el refugio de Morton y que se abre, cuando se despierta, nada más llegar a su destino.


Lo menos interesante de Blade Runner 2049reside en esa (previsible) devoción hacia la obra maestra de Scott, ante la cual el film de Villeneuve parece rendirse, a simple vista, sin tan siquiera presentar batalla (aunque luego veremos que eso no es del todo cierto). A ello hay que añadir el que, sin duda alguna, es el gran defecto de esta película, y lo que impide que vaya más allá de lo que inicialmente promete: su exceso de metraje. 164 minutos, créditos incluidos, son demasiados para narrar lo que el film narra, y hay muchos momentos –cf. entre ellos, el primer encuentro en el casino abandonado, que no tarda en derivar en pelea, entre K y Deckard– en los que resulta evidente que era necesario coger las tijeras y recortar. Todo eso con independencia de que el ritmo lento, a ratos moroso, de la función sea en la mayoría de las ocasiones fascinante; y aquí no me refiero solamente al inestimable apoyo que prestan a sus imágenes los valores de producción de la película, pues indudablemente los tiene –la fotografía de Roger Deakins y el diseño de producción de Dennis Gassner son extraordinarios–, sino a algo todavía más soterrado, más profundo. Me refiero a que, mal que pese, guste o no, y por más que la haya producido y probablemente supervisado de cerca, Blade Runner 2049 no es una película “de”, o tan solo “de” Ridley Scott, sino también y, sobre todo, de Denis Villeneuve, un realizador al que se le puede acusar de cualquier cosa, menos de impersonal y acomodaticio.


Es posible que, a la hora de la verdad, el director de tres de las mejores películas de estos últimos años, Enemy(ídem, 2013), Sicario (ídem, 2015) y La llegada (Arrival, 2016), haya tenido que plegarse a más condicionantes de producción de los que haya podido tener hasta la fecha –Blade Runner 2049 es un film de 150 millones de dólares–, pero lo cierto es que su película no es una mera continuación complaciente de Blade Runner, o lo es menos de lo que uno pueda esperar más allá de las concesiones y guiños mencionados líneas arriba. La verdad es que, en la práctica, no se lo pone fácil al espectador, o no tanto como pueda parecer. Está, de entrada, la ya mencionada cuestión de su extenso metraje, que corrige y aumenta una de las críticas que, no lo olvidemos, se le echaron en cara a Blade Runner cuando se estrenó en 1982: la de ser “demasiado lenta” y con “poca acción”. Desde este punto de vista, es coherente que la adaptación a los tiempos actuales llevada a cabo por Villeneuve, y sea idea suya o no, pase por reproducir y poner al día la sensación que produjo en mucha gente la película original, que ahora es venerada prácticamente sin excepción pero que en el momento de su estreno no lo fue tanto como ahora nos parece; sobre todo, maticemos, como ahora les parece a quienes la “descubrieron” muchos años después de su estreno, convertida ya –por más que fuera con merecimiento– en un objeto de culto a adorar sin cuestionárselo.


Lo dicho no obsta para que haya que reconocer que otro importante defecto de esta, a pesar de todo, interesante y a ratos apasionante película de Denis Villeneuve reside en ciertos cabos sueltos del guion que quedan, literalmente, en el aire, acaso de cara a una tercera película que, a causa del mediano éxito comercial de esta segunda, quizá ya no lleguemos a ver, si bien todavía es pronto para decirlo. Pienso, sobre todo, en lo relacionado con el personaje de Niander Wallace, que desaparece sin dejar rastro en la resolución de la trama; o lo que se refiere a la rebelión de replicantes liderados por Freysa (Hiam Abbas), hartos de la tiranía que la humanidad ejerce sobre ellos. Son defectos que, sin duda, contribuyen a estropear el resultado, aunque a mi entender no por completo.


Pese a todo, hay que decir, de entrada, que Blade Runner 2049 es bastante diferente del primer Blade Runner en lo que se refiere a su planteamiento. Ya hemos apuntado el renovado papel dado a los replicantes, convertidos como K en los nuevos blade runners encargados de “retirar” a sus hermanos cibernéticos. A ello podemos añadir la cuestión, que se plantea sobre todo aquí, de si los replicantes pueden tener algo parecido a un alma. Enigma que pivota alrededor de una de las preguntas clave de la trama: si el agente K es o no el hijo abandonado de la primera mujer replicante que ha podido dar a luz en la historia del mundo; yendo más lejos, se plantea la posibilidad de que K no sea sino el hijo “imposible” milagrosamente nacido de la unión entre Deckard y Rachael tras su huida de Los Ángeles en 2019. La identidad y las confusiones en torno a la misma, por cierto, se encuentran muy presentes en el cine de Villeneuve: recordemos de nuevo Enemy, Sicario, La llegada o Prisioneros (Prisoners, 2013).


Dicha cuestión no atañe solamente a K. Dos de los principales personajes femeninos, asimismo artificiales, le dan vueltas al asunto. Está por un lado la ya mencionada compañera holográfica de K, Joi, la cual da muestras inequívocas de estar enamorada del protagonista, y que –en la que sin duda es una de las mejores, más hermosas y fantastiques secuencias de toda la película– llega al extremo de llevar a cabo una audaz maniobra para complacer sexualmente a su compañero: solicitar los servicios de una prostituta replicante Mariette (Mackenzie Davis), a fin de superponer su imagen holográfica sobre la imagen real de esta última, y de este modo, hacer físicamente el amor con K. También está, por otra parte, la violenta ayudante replicante de Niander Wallace, Luv (Sylvia Hoeks), que aun siendo un fiel sicario de su amo no puede evitar, en ciertos momentos, derramar alguna que otra lágrima cuando algo o alguien le recuerda su condición de criatura artificial, de máquina cuyas emociones y sentimientos son –se supone– meras imitaciones, perfectas, pero imitaciones, a fin de cuentas, de los seres humanos. Luv es una esclava con mala conciencia de serlo.


Blade Runner 2049es una de esas películas, cada vez más raras de ver, en las que cada secuencia empieza y termina en sí misma considerada, prácticamente con independencia de su pertenencia a un relato mayor. Comprendo que, bajo este punto de vista, puede interpretarse que es un film “mal contado”; no es así, sino que en realidad está tan solo contado de otra manera; y, además, este tipo de “narración fragmentada” (pero narración, a fin de cuentas), es asimismo muy característica de Villeneuve: recordemos, sin ir más lejos, el clímax dramático de Sicario centrado no en el personaje de la protagonista encarnada por Emily Blunt, sino en el interpretado por Benicio del Toro, prácticamente otra película, o “mini-película”, dentro de la película principal. Además, este tipo de narración encaja bien con la evolución del personaje de K, un blade runner replicante que, poco a poco, va poniendo en cuestión la aparente realidad de su situación personal y de su entorno, y que va viendo cómo el sentido de su existencia va cambiando paulatinamente; en cierto sentido, cada secuencia centrada en el protagonista es una experiencia de vida que empieza y termina y, por tanto, “cerrada” en sí misma considerada.


También resulta interesante el uso de la luz, del color y de las texturas a lo largo del relato, que van variando en función de determinadas necesidades narrativas y expresivas de la trama y, ¿por qué no?, en virtud de intuiciones poéticas difícilmente describibles (algo, asimismo, y de nuevo, nada raro en la filmografía de Villeneuve). La ya mencionada primera secuencia, la conversación y posterior pelea de K y Morton en la humilde vivienda de este último situada en las afueras de la ciudad, transcurre a medio camino entre la oscuridad y la penumbra, solo rotas por la escasa luz que entra por las ventanas: al principio de la trama, el agente K vive todavía en la “oscuridad” del cumplimiento del deber para el cual ha sido programado o creado. Es magnífico, en esta misma primera secuencia, el plano que muestra una pared de la casa progresivamente rota, hasta destrozarse por completo, como consecuencia de los brutales golpes y empujones que Morton asesta a K, indicativo –como ya hemos señalado– de la condición de replicante de K y, si se quiere, simbólicamente representativo de que K va a “romper”, de forma inconsciente, el misterio que rodea a su pasado.


Las calles de la ciudad por donde pasea K de regreso a su casa, cubiertas de neblina, o la terraza del bloque de apartamentos donde vive el protagonista –el mismo lugar, bajo la lluvia, en el que Joi y él vivirán un idílico momento de felicidad mientras prueban la “actualización táctil” incorporada a la chica holográfica–, van más allá de sus referencias a la estética “modelo Blade Runner” a la que se remiten, expresando, también, la soledad, el aislamiento y la tristeza de la existencia de su protagonista, odiado por los humanos porque no es humano, odiado por los replicantes porque “retira” a otros replicantes, y que ama y es amado por la única mujer en el mundo a la que nunca podrá –físicamente– poseer. En cambio, las luces claras y los colores pálidos reinan tanto en el apartamento de K como en las dependencias de la comisaría o en el despacho de la superiora del protagonista, la teniente Joshi (Robin Wright), mostrando la estética impersonal y el carácter insípido de unos espacios destinados a servir poco más que de dormitorios o para trabajos burocráticos, y por tanto escasos, cuando no carentes, de calidez humana.


Precisamente los colores cálidos salen a relucir tanto en las escenas que transcurren en el edificio donde vive y tiene su empresa el constructor de replicantes Niander Wallace, como en las secuencias que se desarrollan en el viejo casino abandonado donde K encuentra, por fin, a Deckard. Los tonos anaranjados, dorados y rojizos de muchas de esas escenas convierten a los escenarios donde transcurren en antesalas del Infierno, y no es para menos: el primero es el cubil “infernal” donde vive el despiadado Wallace, dios ciego creador y destructor de vida; el segundo, el desolado lugar donde Deckard, un excelente Harrison Ford, permanece en el exilio, literalmente expulsado por las circunstancias al “Infierno”, esto es, a un remoto rincón apartado y lejos de las teóricas comodidades del, supuesto, “Paraíso” de la gran ciudad. No es la única (soterrada) referencia bíblica que podemos hallar en Blade Runner 2049, si bien es verdad que algunas de ellas ya se encontraban apuntadas en la película original: el papel del Hombre como Creador-Dios; el replicante-Hombre que se rebela contra Dios; la referencia a la Inmaculada Concepción, cuando se dice que la teóricamente estéril replicante Rachael dio a luz a un hijo (antes de morir a manos de K, el replicante Morton, como luego sabremos uno de los testigos de ese acontecimiento, afirma: “He presenciado un milagro”). También resultan dignos de estima algunos extraños apuntes presentes en la, por lo demás, excesivamente larga secuencia del encuentro entre K y Deckard: la pelea a tiros y puñetazos entre estos últimos se produce en una oscura sala de fiestas, iluminada con focos de discoteca y coronada por un escenario sobre el cual canta y baila un holograma de Elvis Presley; más adelante, K descubrirá que Deckard tiene, dentro de una urna de cristal, otro holograma, en este caso de Frank Sinatra: vestigios de un pasado de la humanidad que tan solo parecen existir en la memoria de un paria apartado voluntariamente de la sociedad como Deckard.


Resulta coherente que, en el tránsito que recorre K entre el “Paraíso” y el “Infierno”, el protagonista pase por una especie de “Purgatorio”, que en el film es esa zona en los alrededores de la ciudad donde viven como salvajes aquellas personas (humanas) que malviven fuera del sistema y el orden social establecido: K visita una enorme fábrica en ruinas donde Mister Cotton (Lennie James) explota a un dickensiano ejército de pequeños huérfanos; la misma fábrica donde –en otro de los mejores y más intensos momentos de la película– K cobrará conciencia de que los recuerdos que tiene implantados en su cerebro artificial pueden ser reales (los recuerdos de un auténtico ser humano), y quizá, también propios (sus recuerdos). Un flashbacknos ha mostrado un supuesto recuerdo de infancia de K, en el cual evoca –o cree evocar– el momento en que unos niños de esa misma fábrica intentaron quitarle el único objeto de valor que tenía, un caballito tallado en madera en cuyas patas hay grabada una fecha: “6.10.21” (la misma que K encontró grabada en el tronco de un árbol cerca de la casa del replicante Morton); el protagonista recorre ese mismo escenario, y Villeneuve filma la escena con solemne lentitud, repitiendo los encuadres utilizados en el flashback pero sustituyendo al niño por K, y culmina la secuencia con el hallazgo de ese juguete metido en el mismo escondrijo donde lo escondió el niño (es una pena que, al final, estropee un poco la secuencia cayendo en la tentación de insertar un primer plano del caballito de madera para que veamos que, en efecto, tiene grabado el “6.10-21”). Tanto da que luego sepamos que esos recuerdos no son realmente de K, y que, por tanto, él no es el supuesto hijo de Deckard y Rachael; lo interesante de esa secuencia reside en su carácter de construcción mental, algo que suele tener enorme peso específico en el cine de Villeneuve, tal y como ocurre asimismo en Enemy o La llegada, e incluso en la para mí peor película que le conozco, Incendies(ídem, 2010).


En cambio, y siguiendo con esa cadena de contrastes lumínicos y cromáticos, el film se abre a la luz, una luz blanca, cegadora, que no es sino la luz de la revelación, de la verdad, en otra de sus más bellas secuencias: la entrevista del agente K con la Dra. Ana Stelline (una espléndida Carla Juri, toda una revelación). La secuencia se abre de un modo intrigante: Ana camina en medio de lo que parece un bosque frondoso; de pronto, se abre una puerta detrás suyo, y entra K; descubrimos, entonces, que ese entorno forestal no es sino una realista imagen tridimensional que, una vez apagada, nos descubre que Ana se encuentra en realidad en una enorme habitación semicircular, y que un cristal la separa de K. El ambiente boscoso es reemplazado, como digo, por una luz blanca, estéril, que proporciona una atmósfera como de hospital a la secuencia, a tono con las peculiares características del personaje de Ana (se nos dice que vive aislada desde los ocho años como consecuencia de una especial sensibilidad a la atmósfera exterior). Separados por ese cristal, y usando un aparato similar a un microscopio, K pone a prueba las facultades por las cuales Ana es conocida, esto es, su habilidad para “leer” los recuerdos de otra persona –lo cual, por cierto, guarda ecos de los PreCogs de la extraordinaria Minority Report (ídem, 2002, Steven Spielberg)–, porque desea que la doctora verifique si su memoria ha sido implantada en su cerebro de replicante o si se trata de algo propio. Ana así lo hace, y dicha revelación le hace llorar, dado que se trata no de los recuerdos de K… sino los de ella misma: el niño (en realidad, niña) perseguido por sus crueles compañeros de desdicha en la fábrica: la niña nacida de la “imposible” unión entre un humano y una replicante: la hija de Deckard y Rachael.


Resulta asimismo notable el tratamiento un tanto crudo de las secuencias de acción: a la repetidamente mencionada pelea entre K y Morton con que se abre el film, cabe añadir otras no menos logradas, como el ataque que recibe el protagonista cuando atraviesa con su nave el espacio aéreo situado sobre la zona en la que viven los “salvajes”, su aterrizaje forzoso y la pelea cuerpo a cuerpo contra quienes le han derribado; y, en particular, dos momentos particularmente conseguidos: el ataque de las naves que irrumpen en el casino donde vive Deckard entrando por los ventanales; y, en particular, la pelea a brazo partido entre K y Luv dentro de la nave en la cual Deckard está esposado, y que se va hundiendo poco a poco en el mar, arrastrada por un violento oleaje.


A lo afirmado todavía se puede añadir el brillo de determinados detalles e ideas de puesta en escena tales como el momento en el que Luv tortura a la teniente Joshi para que le indique sobre el paradero de K (Joshi se sirve un vaso de whisky, momento que Luv aprovecha para aplastar ese vaso y, de paso, la mano de la teniente, clavándole los cristales); la escena en que, camino de rescatar a Deckard, K se detiene, embelesado, a mirar con tristeza la gigantesca imagen tridimensional de una desnuda Joi (en realidad, una publicidad del programa informático que adquirió para paliar su soledad); o el magnífico, conciso, reencuentro final entre Deckard y su hija Ana, sorprendentemente breve colofón para una película, vuelvo a insistir, demasiado larga y que, en sus líneas generales, no termina de estar a la altura de lo que promete, pero que en ningún momento, repito, está exenta de interés.


Crónicas vampíricas: “ENTREVISTA CON EL VAMPIRO” + “LA REINA DE LOS CONDENADOS”

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Entrevista con el vampiro, de Anne Rice (o Confesiones de un vampiro, como se titulaban sus primeras ediciones españolas), no es una mala novela, pero sin lugar a dudas su calidad literaria no se encuentra a la altura de la extraordinaria popularidad que goza, sobre todo, en los Estados Unidos, donde es una intocable pieza “de culto” desde el momento mismo de su primera edición en 1976, año en el que Paramount ya llevó a cabo un primer intento de adaptación cinematográfica que contaba con guion de Frank DeFelitta y cuyos protagonistas iban a ser nada menos que Mick Jagger (Louis), David Bowie (Lestat), Jon Voight y Peter O’ Toole, bajo la dirección del británico Nicolas Roeg. Paradojas del mundo del cine, otro realizador procedente de las islas británicas, el irlandés Neil Jordan, acabaría haciéndose cargo de Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, 1994), ambiciosa superproducción de Warner Bros. en la que el autor de Mona Lisa tuvo que lidiar con no pocas dificultades y cortapisas, la primera de ellas la discutible calidad del libro de Rice que el cineasta debía respetar al máximo, de cara a no defraudar a sus numerosísimos admiradores. Aunque el guion de la película figura escrito por Rice, lo cierto es que el mismo fue obra de Jordan. Según parece, la escritora había hecho un par de guiones de cara a una adaptación cinematográfica de Entrevista con el vampiro sobre los cuales el productor David Geffen y Jordan empezaron a trabajar, a pesar de que no les gustaban. “Los guiones de Anne Rice no son satisfactorios, no resultan cinematográficos–declararía Jordan–. Creo que no ha debido escribir anteriormente muchos guiones y esa inexperiencia se nota porque resultan extremadamente teatrales”. Jordan escribió en solitario un tercer guión que sería el definitivo. Sin embargo, Rice logró salir beneficiada de la decisión arbitral adoptada al respecto por la Writers Guild of America, porque Jordan no pudo demostrar que había reescrito al menos dos tercios de un guion ya existente para tener derecho a su propio crédito como guionista.  


Por suerte, su lectura de Entrevista con el vampiro es en muchos sentidos superior a la novela de Rice en la que se inspira: allí donde la escritora ofrece una visión lánguida y existencial sobre la tragedia de unos seres que sufren la inmortalidad más como una condena que como una bendición, Jordan prefiere en cambio adentrarse en el mundo de los vampiros con una mezcla de fascinación y de malsana curiosidad hacia el entorno recargado y decadente por el que se mueven sus insólitos personajes. El resultado es una película que, por encima de sus (inevitables) servidumbres de superproducción hollywoodiense, en ocasiones parece hecha en contra de esas mismas cortapisas, e incluso contra las convenciones del género en el que se inscribe, logrando transformar en virtudes aquello que, en manos menos habilidosas, podrían haberse convertido fácilmente en defectos. No es ningún secreto para nadie que la presencia de Tom Cruise es una concesión a la comercialidad, algo que se hace patente sobre todo en las escenas finales, ausentes en la novela de Rice y añadidas aquí para darle un poco más de cancha a su estrella protagonista (las cuales, a pesar de su carácter de pegote, no dejan de tener cierta gracia: Lestat ataca al entrevistador –Christian Slater–, toma el volante de su descapotable y escucha por la radio una versión de Sympathy for the Devil, de los Rolling Stones, versionada por los Guns’n’Roses). Mas a pesar de que el famoso astro resulta completamente inadecuado para el personaje del hedonista vampiro Lestat (Rice confesaría que, cuando escribía su novela, siempre había imaginado a Rutger Hauer como el intérprete idóneo para Lestat), no es menos cierto que su labor interpretativa se revela por momentos esforzada y no exenta de sentido del riesgo. Por otro lado, Cruise cuenta con el apoyo de la buena labor de sus compañeros de reparto, desde el siempre efectivo Stephen Rea como el rencoroso no-muerto Santiago a la brillante performance, sorprendentemente madura, de la pequeña Kirsten Dunst como Claudia, la vampiresa atrapada en un cuerpo de niña, pasando por un correcto Antonio Banderas como el vampiro cuatro veces centenario Armand y, contra todo pronóstico, un Brad Pitt más entonado que de costumbre como el vampiro con remordimientos de conciencia Louis, de hecho el auténtico protagonista de relato.


También es verdad que, en ocasiones, Jordan se recrea en la exhibición de los lujosos escenarios creados por Dante Ferretti (la decoración pretende apabullar, y lo consigue), pero también sabe extraer el necesario partido de los mismos, enfocándolos a la consecución de un clima entre malsano y cotidiano. Hay que anotar al respecto los excelentes travellings con que se abre el film: el aéreo que desciende sobre un plano general nocturno del puerto de San Francisco, y el que le sigue a continuación, recorriendo a ras del suelo la fauna de borrachos, vagabundos y marginados urbanos que llenan las calles hasta detenerse en la fachada del edificio por cuya ventana se asoma… un vampiro: Louis (una ingeniosa manera de contraponer, por un lado, los “horrores” cotidianos de una gran ciudad y, por otro, los “horrores” sobrenaturales que esa misma gran ciudad también puede cobijar). Asimismo, merece una mención la resolución del viaje de Louis y Claudia por Europa a través de una elipsis visual –que parece inspirada en el Scorsese de La edad de la inocencia– en base a los tenebrosos dibujos que hace la pequeña vampiresa. En particular, la concepción del decorado del Teatro de los Vampiros de París, que enlaza coherentemente con la manera como los no-muertos gobernados por Armand disimulan su condición a los ojos del mundo, escenificando un espectáculo macabro que se diría inspirado en los auténticos shows macabros que se celebraban en el Teatro del Grand Guignol parisino en la época retratada en la película de Jordan, y gracias a los cuales se acuñaría la expresión “granguiñolesco”. 


Finalmente, hay momentos en que Entrevista con el vampiro parece ir en contra de muchas de las convenciones del cine de terror: la película no pretende “asustar” en primera instancia, sino más bien ofrecerse ante el espectador como un lujoso paseo por un mundo oscuro, tenebroso y decadente, descrito en ocasiones con buenas pinceladas de humor negro (véanse algunas de las escenas protagonizadas por Lestat, Louis y Claudia, sorprendidos en actitudes cotidianas marcadas, irónicamente, por su condición de vampiros: las muertes de la sastra o del profesor de piano; el cadáver de una mujer que, como un perverso juguete roto, esconde Claudia en el armario). Eso no significa, por descontado, que cuando conviene el film no sepa “asustar”, recordándonos que a fin de cuentas estamos presenciando una especie de cuento cruel sobre bebedores de sangre y seres inmortales que viven para asesinar y asesinan para vivir, y que forman “familias” disfuncionales o se agrupan en torno a inquietantes compañías de teatro: ahí están secuencias concebidas a modo de verdaderas sinfonías del horror, como la pelea de Lestat contra Louis y Claudia después de que estos últimos hayan intentado envenenarle (con esa memorable aparición del putrefacto Lestat tocando el piano), o el extraordinario momento en que Louis es encerrado en un ataúd de hierro mientras Claudia y Madeleine (Domiziana Giordano) son condenadas a morir abrasadas por la luz solar: el momento en que Louis descubre los cadáveres calcinados de Claudia y Madeleine, los cuales se deshacen apenas los roza, es una de las imágenes más bellas legadas por el cine fantástico de estos últimos años. Entrevista con el vampiro es una película que va ganando con el paso del tiempo, más allá de las estériles polémicas que envolvieron su preparación.


La reina de los condenados (Queen of the Damned, 2002) es una de esas secuelas que, ya desde el momento mismo del anuncio de su realización, vinieron marcadas bajo el estigma de cierta “maldición” que las convertía, automáticamente y antes siquiera de que nadie la hubiese visto, en una-mala-película. De entrada, La reina de los condenados nacía a modo de continuación “pobre” de Entrevista con el vampiro, sustituyendo al prestigioso director de la primera entrega, Neil Jordan, por el discreto y apenas desconocido realizador australiano Michael Rymer, de quien tan solo se había estrenado en España un thriller correcto pero olvidable, Juego de confidencias. Para colmo de males, la gran estrella de Entrevista con el vampiro, Tom Cruise, se negaba a repetir el papel de Lestat, el cual corría a cargo ahora de un intérprete mucho menos popular, el irlandés Stuart Townsend, y ello a pesar de que el aspecto físico de este último se aproxima todavía más al del Lestat literario que el del inadecuado Cruise. En definitiva, se trataba de una secuela hecha con menos dinero (alrededor de 35 millones de dólares, poco más de la mitad de los entre 50 y 60 millones que costó Entrevista con el vampiro), que al final se saldó con unos modestos resultados en taquilla (poco más de 30 millones recaudados solo en cines estadounidenses). Por si fuera poco, ni siquiera se trataba de una adaptación fiel de la novela homónima de Anne Rice, sino que tomaba prestadas ideas de los dos siguientes volúmenes de las Crónicas Vampíricas publicados a continuación de Entrevista con el vampiro: Lestat, el vampiroy La reina de los condenados. De hecho, en sus títulos de crédito figura únicamente como “basada en las Crónicas Vampíricas de Anne Rice”.


La sorpresa reside en que, a pesar de todos esos malos indicios, La reina de los condenados no solo no es una mala película sino, por el contrario, un film interesante que, si bien es cierto que no acaba de apurar todas sus posibilidades, dejándose en el tintero no pocas sugerencias que hubiesen merecido un mejor desarrollo y mayor profundización, al final se revela una aportación al cine de vampiros harto estimable y a ratos notable. La primera nota positiva la proporciona la forma como resuelve una de las ideas heredadas de la novela de Rice Lestat, el vampiro: la posibilidad de que el no-muerto protagonista acabe pasando desapercibido en nuestro mundo convirtiéndose en… ¡estrella de rock! ¿En qué otro ámbito podría un vampiro ser aceptado casi “normalmente” dentro de la sociedad contemporánea? Contra todo pronóstico, el proceso que convierte a Lestat en rockero está hábilmente resuelto mediante elegantes elipsis e incluso acaba teniendo cierta gracia: el Lestat de La reina de los condenados acaba siendo así el primer vampiro de estética goth de la historia del cine. Otro detalle divertido: el videoclip del grupo de rock gótico liderado por Lestat, que ilustra los títulos de crédito de la película, es en blanco y negro e imita la estética expresionista de El gabinete del Dr. Caligari.


Pero, a un nivel más profundo, la música acaba jugando un papel importante en el desarrollo del film. La primera vez que vemos a Lestat, tras haberse levantado de la tumba donde ha estado reposando durante los últimos años (lo cual encaja poco más o menos con el final propuesto por Neil Jordan en Entrevista con el vampiro), lleva consigo un violín, instrumento musical tradicionalmente vinculado, no por casualidad, con el Diablo: Sympathy for the Devil, recordemos, era la canción de los Rolling Stones que cerraba Entrevista con el vampiro. El detalle del violín juega un papel dramático relevante, dado que establece un vínculo afectivo entre Lestat y la raza humana: en el flashback que reconstruye su conversión en no-muerto a manos del “vampiro antiguo” Marius (Vincent Perez), vemos a Lestat confraternizando con una joven gitana en la playa mientras ambos interpretan una pieza musical al violín. Más adelante, el rock gótico de Lestat le sirve tanto para embelesar a los humanos (circunstancia que el vampiro aprovecha para alimentarse de la sangre de las groupies que acuden solícitas a su mansión sin tener ni idea de lo que les espera), como para captar la atención de los vampiros, a los que desafía para que salgan de su anonimato como ha hecho él. Pero las canciones de Lestat también advierten de su presencia a alguien especial: Jessica Reeves (Marguerite Moreau), una muchacha que trabaja para una organización con sede en Londres que se dedica al estudio de los fenómenos paranormales, entre ellos el de los vampiros (la escena en la que Jessica percibe la naturaleza “vampírica” de la música de Lestat es excelente: la joven estudia unos documentos mientras que, al fondo del plano, un aparato de televisión emite el videoclip de Lestat; de repente, el volumen de la canción sube, sin que Jessica haya tocado el aparato, como si esa música de repente penetrara profundamente en su mente). En uno de los momentos culminantes de la función, durante el concierto de rock ofrecido por Lestat en el Valle de la Muerte que se ve interrumpido por el ataque de una horda de vampiros sedientos de venganza, el público grita enfervorizado, ajeno a la auténtica batalla de no-muertos que se está desarrollando en el escenario.


Otro aspecto interesante, que el film tan solo desarrolla a medias, reside en el personaje de Jessica, esa joven que siendo niña perdió a sus padres (humanos) y acabó siendo adoptada y educada en sus primeros años de existencia por su tía Maharet (Lena Olin), una vampiresa que tiene el árbol genealógico de su familia grabado en su mansión y que explica que, para un vampiro, una manera de soportar el peso de la inmortalidad consiste en mantener y cuidar a una familia humana, como ha hecho ella con Jessica. La lástima es que, en contrapartida, no se profundice en el carácter de esta última: está claro que el hecho de haber sido educada por una vampiresa y sus amigos no-muertos es lo que explica que al llegar a adulta Jessica se dedique al estudio de los vampiros, pero la película no ahonda en la cuestión de que también quiera convertirse en una no-muerta, algo que dentro del género fantástico ya se había planteado en títulos como Son of Dracula (Robert Siodmak, 1943): Jessica parece demasiado normal como para querer engrosar las filas de los inmortales bebedores de sangre. A pesar de ello, esta cuestión da pie a otro momento excelente: la escena en la que Lestat, a fin de hacerle desistir a Jessica de su decisión de “vampirizarse”, la obliga a mirar cómo asesina cruel y dolorosamente a otra muchacha.


Por otra parte, todo lo relacionado con la “reina de los condenados” del título, la vampiresa milenaria Akasha, que corre a cargo de la malograda cantante y actriz Aaliyah (en el que fue su segundo y último trabajo para el cine, antes de morir prematuramente en un accidente de aviación a los 22 años de edad), resulta en contraposición menos interesante, quizá a falta de un mayor desarrollo: Akasha es una no-muerta cuya antigüedad se remonta a la época de los egipcios y sus poderes son superiores a los de cualquier otro vampiro, pero su presencia acaba siendo una excusa para crear un conflicto en relación con Lestat que, de otro modo, no tendría un rival a su altura. A pesar de ello, las escenas relacionadas con Akasha están resueltas de forma afortunada: los primeros síntomas de su resurrección, por mediación de un mordisco de Lestat en la muñeca, cuando todavía es una especie de estatua de mármol; en particular, la matanza de vampiros que provoca en el pub londinense donde suelen reunirse los no-muertos, que culmina con esa bella imagen de Akasha surgiendo intacta de entre las llamas del incendio que ella misma ha provocado (en una estampa que hace pensar en Ayesha, la famosa “diosa del fuego” surgida de la pluma de H. Rider Haggard, el creador del aventurero Allan Quatermain). En su conjunto, y a pesar de ciertas irregularidades (esas escenas oníricas, a lo videoclip, en las que Lestat ve en sus alucinaciones a Akasha y su reino de terror, las cuales parecen un tributo a la imagen “musical” de Aaliyah), La reina de los condenadosacaba siendo un film sugerente y bien filmado: el plano final, con Lestat y la vampirizada Jessica paseando por el puente de Londres con la cámara a sus espaldas, mientras a su alrededor la imagen se acelera para sugerir el paso del tiempo y la imperturbabilidad de los vampiros ante el mismo, resulta memorable.  

¡¡FELIZ HALLOWEEN!!


Ambigüedades: “DULCE VENGANZA”, de WALTER HILL

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Con todas sus irregularidades, que las tiene, el realizador norteamericano Walter Hill es un cineasta más que interesante y, sin duda alguna, merecería mejor crédito del que parece gozar en la actualidad; sobre todo, si se tiene en cuenta el elevado nivel medio de calidad de una filmografía en la que, cierto es, hallamos algunas mediocridades –El gran despilfarro, Cruce de caminos, 48 horas más o, en particular, la desdichada película de ciencia ficción Supernova (El fin del universo), firmada con el seudónimo de Thomas Lee–, pero que a cambio arroja un saldo más que positivo gracias a un puñado de títulos de variado interés –Límite: 48 horas, Calles de fuego(1), Danko: Calor rojo, Johnny el Guapo, El tiempo de los intrusos, Gerónimo, una leyenda, El último hombre, Una bala en la cabeza(2)–, cuando no, en el mejor de los casos, realmente excelentes: El luchador, Driver, The Warriors (Los amos de la noche)(3), Forajidos de leyenda, La presa, Traición sin límites, Wild Bill, Invicto o la westerniana miniserie de televisión Los protectores. The Assignment (2016), su más reciente largometraje para el cine –es bien sabido que, en estos últimos años, Hill ha realizado algunos trabajos esporádicos para la televisión: además de la mencionada Los protectores, las series Deadwoody Goliath–, como digo, su último trabajo para la “gran pantalla”, no ha conocido el “honor” (cada vez más y más dudoso) de ser estrenado en cines en España, habiéndose editado en formato doméstico con un título español de una estupidez extrema, Dulce venganza (sic), que, no obstante, utilizaremos para referirnos a este film.


Muchas cosas llaman la atención de esta singular película. Una de ellas, en particular, reside en el hecho de que Hill recurra a una serie de imágenes en foto fija y con iconografía de cómic, vagamente a lo Frank Miller, a modo de planos de transición entre secuencias. Puede pensarse que ello se debe a que el film quizá se base en un relato gráfico, pero ello no es así: Dulce venganza es un guion original de Hill coescrito con Denis Hamill (independientemente de que el mismo luego haya conocido una adaptación gráfica, Cuerpo y alma (Norma Editorial), con guion de Matz y dibujos de Jef) (4). Salta a la memoria el dato del director’s cut de The Warriors (Los amos de la noche), que también incluye transiciones inter-secuenciales con formato de viñetas de cómic. Bajo ese punto de vista, tampoco resulta descabellado ver en Dulce venganza una especie de cómic en imágenes: la fotografía, firmada por James Liston, hace gala de cierta estilización en materia de iluminación y colores que hace pensar en ello. Pero también podemos interpretar estas referencias al relato gráfico como una determinada pauta visual destinada a indicar cuál es el tono que preside Dulce venganza, un extraño relato policíaco en el borde mismo de la ciencia ficción que, además, hace gala de una singular construcción narrativa.


La trama gira alrededor del largo relato que la doctora Rachel Jane (Sigourney Weaver, excelente), encerrada en una institución psiquiátrica, le desgrana al médico psiquiatra encargado de evaluarla, el doctor Ralph Galen (Tony Shalhoub). A través de dicha conversación, descubrimos que la Dra. Jane fue hallada en su clínica secreta, gravemente herida de un disparo de bala en el pecho, junto a los cadáveres de sus tres ayudantes, todos asesinados a tiros. Las sospechas y los indicios probatorios recaen en la doctora, pero ella asegura haber sido víctima de una encerrona por parte de alguien que, en el pasado, fue su “paciente”: Frank Kitchen (Michelle Rodriguez), un asesino a sueldo que fue contratado por uno de los contactos de la Dra. Jane, un mafioso que respondía al apodo del Honesto John (Anthony LaPaglia), para que “despachara” a alguien. Una vez cumplido el “encargo”, alguien ordenó el secuestro del propio Frank, en principio con la finalidad de matarle, pero en realidad para convertirle en objeto de una cirugía experimental de cambio de sexo de la Dra. Jane, en virtud de la cual Frank fue operado y transformado, en contra de su voluntad… ¡en una mujer!


A pesar de que una serie de puntuales flashbacks, al hilo del relato de la Dra. Jane, nos ilustran visualmente las andanzas de Frank, primero como hombre y luego como hombre con cuerpo de mujer, la ya mencionada estilización de las mismas, unida a la asimismo citada utilización de las viñetas de cómic como enlace de algunas secuencias, refuerzan una sensación que se va apoderando de la trama a medida que avanza: que el relato de la Dra. Janes no es sino el desvarío de una demente que intenta eludir la prisión o el confinamiento en el psiquiátrico mediante un relato “fantástico” en torno a un asesino a sueldo transexual al cual nadie ha visto y sobre el que no existe registro policial alguno. La ambigüedad se apodera de la narración, no tanto por los inesperados giros que ponen seriamente en duda su verosimilitud, como por la manera sugerente como el veterano Walter Hill los muestra. En un momento dado, Frank se graba a sí mismo con una videocámara, a modo de diario personal, introduciendo una subjetividad en lo narrado que parece concordar con la aparente “locura” de la historia que la Dra. Jane le está contando al Dr. Galen. Una de las escenas de los interrogatorios de este último a la doctora es empezada por Hill con un “falso” plano general de ambos personajes, sentados cara a cara en la mesa donde suelen conversar, y que, en virtud de un rápido barrido lateral de la cámara, descubrimos que no es sino un reflejo en una superficie reflectante de ese mismo interrogatorio, sugiriendo de este modo que las apariencias engañan: que lo que parece real puede ser falso, y lo falso, real.


Hay momentos en los que la ambigüedad narrativa desplegada por Hill se superpone a la ambigüedad sexual sobre la cual se mueve el propio relato. En este sentido, el realizador juega de manera aviesa con la imagen cinematográfica que transmiten sus actrices protagonistas, en un juego ficción/ realidad que no hace sino enriquecer, y al mismo tiempo “enturbiar”, el trasfondo de lo narrado. Ver a Michelle Rodriguez con barba y pelo en el pecho al principio de la trama, y poco después, seduciendo y haciéndole el amor “como un hombre” a la enfermera que interpreta Caitlin Gerard (la cual, por si fuera poco, responde al ambiguo nombre de pila de Johnnie), tiene mucho de perverso, sobre todo si se tiene en cuenta la (reconocida) bisexualidad real y la apariencia un tanto hombruna de Rodriguez. Otro tanto ocurre con Sigourney Weaver, cuya Dra. Jane se comporta con una dureza, digamos, “masculina”, y, en uno de los momentos culminantes de la trama –su declaración ante los fiscales–, se presenta vestida con una indumentaria típicamente “de hombre”, esto es, con traje, camisa y corbata.


Los detalles son muy francos y directos, de una visceralidad y energía pocas veces vista en una película de estos últimos años. La escena en la que Frank ve por primera vez su cuerpo femenino debajo de los vendajes guarda ecos de un famoso momento de Dr. Jekyll y su hermana Hyde(Dr. Jekyll & Sister Hyde, 1971, Roy Ward Baker). Frank huye del hotel donde le ha encerrado la Dra. Jane y corre descalzo(a), con los zapatos de tacón en la mano, no tanto por la prisa como porque… no sabe andar con tacones. Más adelante, cada vez que se prepara para salir, Frank oculta meticulosamente sus senos femeninos bajo ceñidas tiras de esparadrapo negro. Antes de la pelea final contra la Dra. Jane y sus pistoleros, Frank se maquillará “de mujer”, con un pintalabios exagerado y una peluca rubia que, paradójicamente, le hacen parecer más “masculina” de lo que en realidad pretendía, palpable demostración del hombre que en realidad se oculta bajo su fachada femenina.


Incluso lo que a simple vista parece un defecto de guion, el hecho de que Johnnie se reencuentre con Frank, acepte sin ningún problema el cambio de sexo de su amante y abrace a continuación los placeres de Safo, adquiere todo su sentido cuando el (la) protagonista descubre que, en realidad, Johnnie ha sido siempre una espía de la Dra. Jane que se dedica a informar a esta de los progresos de su “monstruo de Frankenstein”. Un “monstruo” que acabará vengándose de su carnicera de una manera no menos sádica y cruel: en la escena final, descubrimos que Frank le cortó a la Dra. Jane casi todos los dedos de sus manos, excepto los pulgares, para que nunca más vuelva a perpetrar otra carnicería en ningún otro ser humano (lo cual explica que, a lo largo del film, Hill ponga siempre mucho cuidado en no mostrar las manos de la doctora, la cual o bien las tiene escondidas bajo la camisa de fuerza que debe llevar en sus charlas con el Dr. Galen, o bien ocultas dentro de las largas mangas de su jersey). A pesar de alguna que otra imperfección, más que nada de guion –cf. está cogido por los pelos que los secuaces de la Dra. Jane no tomen la precaución de cachear a Frank y, así, no descubran la pistola que lleva escondida pegada al muslo–, Dulce venganza me parece la mejor película para el cine que nos ha proporcionado Walter Hill desde Invicto.
  
(4) http://www.normaeditorial.com/ficha/9788467926651/cuerpo-y-alma/



Las locas aventuras del Dios del Trueno: “THOR: RAGNAROK”, de TAIKA WAITITI

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No es que Thor (ídem, 2011), de un cada vez más despistado Kenneth Branagh –veremos a ver qué nos depara su Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 2017)–, ni sobre todo la mediocre y aburrida Thor: El mundo oscuro (Thor: The Dark World, 2013, Alan Taylor), fuesen gran cosa, pero al menos tuvieron la honestidad de no gozar de tanto beneplácito como el que está disfrutando la tercera entrega de la franquicia cinematográfica de Marvel dedicada al superhéroe inspirado en el Dios del Trueno de la mitología germánica. Thor: Ragnarok (ídem, 2017), película que hace bueno aquello de que más vale caer en gracia que ser gracioso, está en estos momentos en lo más alto del pódium de la, ejem, excelencia cinematográfica, y no son pocos quienes ya la consideran la mejor, ¡la mejor!, de las películas de los Marvel Studios. Opinión respetabilísima, por descontado, pero que a la vista de las “maravillas” que depara el film en cuestión me resulta imposible compartir.


Thor: Ragnarokse inscribe dentro de lo que podríamos llamar la línea “ligera” de los Marvel Studios, dentro de la cual podríamos englobar las dos entregas de Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014-2017, James Gunn) (1), Ant-Man (ídem, 2015, Peyton Reed) (2), Doctor Strange (Doctor Extraño) (Doctor Strange, 2016, Scott Derrickson) (3) y la reciente Spider-Man: Homecoming (ídem, 2017, Jon Watts) (4). Es decir, aventuras súper-heroicas situadas en la periferia del que, por ahora, sigue siendo el núcleo “fuerte” de las producciones cinematográficas de Marvel –el formado por las epopeyas, juntos o por separado, de Iron Man, el Capitán América y el resto de los Vengadores–, y caracterizadas por un sentido del humor por encima de lo habitual, si bien sin llegar a los extremos de Deadpool (ídem, 2016, Tim Miller) (5), el cual, recordemos, es un personaje de los cómics Marvel pero su película estaba producida por la Fox. No me parece casual, en este sentido, la elección del actor, guionista y realizador neozelandés Taika Waititi, artísticamente forjado en el terreno de la comedia, para ser puesto al frente de una nueva odisea del Dios del Trueno que, a diferencia de las firmadas por Branagh y Taylor, incide sobremanera en el humor.


El problema de Thor: Ragnarok no es que pretenda ser divertida. La dificultad estriba en que ni todo resulta tan gracioso como se pretende, y lo que es peor, no aporta absolutamente nada de especial al personaje de Marvel. A no ser, claro está, que veamos una “humanización” del mismo –ya apuntada, con algo más de destreza, en Vengadores: La era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015, Joss Whedon) (6)– en someter a Thor (Chris Hemsworth) a toda una extensa serie de putadas aparentemente impropias de ser sufridas por alguien súper-poderoso como él. Nada más empezar el film, el Dios del Trueno aparece burlescamente encadenado, y girando lentamente sobre sí mismo, mientras se encara con el gigantesco Surtur (voz de Clancy Brown en la v.o.). El inesperado ataque de Hela (Cate Blanchett), una hechicera hermana de Thor y Loki (Tom Hiddleston) que se presenta violentamente en Asgard para reclamar el trono de Odín (Anthony Hopkins), hace que el protagonista dé con sus huesos en un planeta llamado Sakaar. Despojado de su mítico martillo Mjolnir, Thor se verá sometido a un continuo vapuleo que consistirá en cortarle su famosa cabellera –lo cual favorece el inevitable cameo de Stan Lee–, convertirle en gladiador y enfrentarle en la arena contra el mismísimo Hulk (Mark Ruffalo).


Thor: Ragnarokse mueve en una línea similar a la de un cineasta hoy olvidado pero que, en su momento, estaba considerado un número uno entre los críticos y los cinéfilos: el norteamericano afincado en el Reino Unido Richard Lester. En cierto sentido, el humor “desmitificador” de la película de Waititi no anda lejos de las payasadas que tanto le gustaba a Lester meter en sus films, tanto si venían a cuento como si no; pienso, sobre todo, en la popular Superman III (ídem, 1983), segunda incursión en el cine de superhéroes por parte de un realizador que aseguraba que nunca leía cómics ni le gustaban (sic). La burlesca presentación del personaje de la guerrera Valkiria (Tessa Thompson) –que, de tan borracha como anda, lo primero que hace al salir de su nave es… arrearse un (previsible) batacazo–, o el momento en que Thor se golpea en la cabeza con el rebote de un balón lanzado por él mismo contra el cristal de una ventana, son dos ejemplos elegidos al azar de un relato de aventuras fantásticas cuya estética futurístico-kitsch lo aproxima al terreno de la asimismo semi-paródica Flash Gordon (ídem, 1980, Mike Hodges), una película que resultaba ferozmente divertida porque no se daba cuenta de que lo era; justo lo contrario de lo que ocurre con Thor: Ragnarok, típico caso de film que, a fuerza de querer ser divertido a toda costa, no consigue sino hacerse cansino: sus 130 minutos acaban pesando.


Otro problema inherente a ese exceso de humor es que, cuando la trama intenta, por fin, ponerse “seria”, el torrente de comicidad que la envuelve anula la teórica carga dramático-emocionante del resto del relato. Ello se hace patente en todo lo relacionado con la implantación de la tiranía de Hela en Asgard –sorprende, desagradablemente, que hasta una gran actriz como Cate Blanchett esté aquí menos convincente que de costumbre: no se cree el papel… y probablemente con razón–, y con los esfuerzos en paralelo de Heimdall (Idris Elba), el guardián del puente de acceso a Asgard, con tal de salvar a la población de la ciudad a la espera del regreso del Dios del Trueno para volver a poner las cosas en su sitio. Lo afirmado hasta aquí no obsta para que, como casi siempre en el “cine marvelita”, no haya en Thor: Ragnarokdetalles llamativos y escenas de acción de gran espectacularidad: del, por así llamarlo, “proceso de puteo” de Thor, sorprende que aquí no solo se le despoje de su martillo, destruido por Hela con pasmosa facilidad, o de su cabellera, sino que también pierda un ojo en su feroz pelea final contra su hermana la hechicera, y que acabe luciendo un parche que le aproxima física y espiritualmente a su padre Odín. Pero todo eso, aunque estimable, no son más que apuntes y detalles que proporcionan algo de brillo a un conjunto más bien desangelado y demasiado infantilizado: la emoción de la aventura, de la auténtica aventura, brilla, lamentablemente, por su ausencia.  

(6) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2015/05/superheroes-reciclados-vengadores-la.html

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