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“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de MAYO 2017, a la venta

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Imágenes de Actualidad dedica la mayor parte de la portada de su núm. 379 a uno de los estrenos cinematográficos que se espera esté entre los más comerciales previstos para el mes de mayo: Piratas del Caribe: La venganza de Salazar(Pirates of the Caribbean: Dead Men Tell No Tales, 2017), de Joachim Ronning y Espen Sandberg. Su reportaje se complementa con los artículos dedicados a Piratas del Caribe. Del parque a la pantalla, sobre la atracción que inspiró la franquicia, y a Las máscaras de Johnny Depp.


También se destaca en portada el estreno de la esperada Alien: Covenant (ídem, 2017), cuyo reportaje viene acompañado con sendas entrevistascon su director, Ridley Scott, y su protagonista masculino, Michael Fassbender, y un retrato de su protagonista femenina, Katherine Waterston.


Otros contenidos destacados en portada son los Primeras Fotosdedicados a Thor: Ragnarok (ídem, 2017), de Taika Waititi, It(2017), de Andy Muschietti, Valerian y la ciudad de los mil planetas(Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017), de Luc Besson, y Star Wars: Los últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, 2017), de Rian Johnson. Además, a continuación de este último, un artículo dedicado al 40 aniversario del film que inauguró la franquicia galáctica de George Lucas: La guerra de las galaxias. La millonaria odisea espacial.


Y, para la sección Series TV, un reportaje sobre la tercera y última temporada de The Leftovers, que se complementa con una entrevista con su principal protagonista, Justin Theroux; y, también para la misma sección, los reportajes dedicados a la miniserie The Son, que se complementa con una entrevista con uno de sus protagonistas, Carlos Bardem; y los reportajes sobre la primera temporada de Girlboss, la sexta de Veep, la cuarta de Silicon Valley y la primera de Las chicas del cable.


Otros contenidos del número son los reportajes de Déjame salir (Get Out, 2017), de Jordan Peele, que se complementa con el artículo sobre otros films de terror de temática afroamericana, Monstruos Nigga; Nunca digas su nombre (The Bye Bye Man, 2017), de Stacy Title, complementado a su vez con el artículo Mitos y leyendas; Personal Shopper (ídem, 2016), de Olivier Assayas; Z, la ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016), de James Gray, que se complementa con el artículo 10 cosas que deberías saber sobre… Percy Fawcett; Entre los dos (Your’e Ugly Too, 2015), de Mark Noonan; El caso Sloane (Miss Sloane, 2016), de John Madden, que se complementa con una entrevistacon su protagonista, Jessica Chastain; Maravillosa familia de Tokio (Kazoku wa tsuraiyo, 2016), de Yôji Yamada; y Wilson(ídem, 2017), de Craig Johnson. A todo ello hay que añadir secciones como Además…, con otros estrenos del mes; Noticias; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El estreno de Alien: Covenant me ha dado pie a comentar, para la sección Cult Movie, otra entrega de esta franquicia: Alien 3 (ídem, 1992), de David Fincher: “Por más que a veces se hable de la versión extendida de “Alien 3” –145 minutos, frente a los 114 del montaje estrenado en salas– comercializada en formato doméstico en 2003 como si fuera el-montaje-del-director, lo cierto es que Fincher tampoco tuvo nada que ver con ella. Este montaje, conocido como el Asamblea Cut (sic), es mucho más interesante que el atractivo –mejor de lo que se dijo en su momento– aunque irregular que se estrenó en 1992”.


Completo mi contribución a este número con las críticas de la irregular pero no tan despreciable Ghost in the Shell (El alma de la máquina)(Ghost in the Shell, 2017), de Rupert Sanders…


…y del muy divertido film de animación El bebé jefazo (Baby Boss, 2017), de Tom McGrath y Hendel Butoy. 


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Buenas escenas de acción… y nada más: “JOHN WICK: PACTO DE SANGRE”, de CHAD STAHELSKI

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Lo decía hace poco en mi comentario de Life (Vida)(1), y ahora lo reitero: no haber visto las películas de un director inmediatamente anteriores a las que estás comentando, caso de Life (Vida), o no haber visto el film que precede al que vas a comentar, el cual además es una secuela, pues tal es el caso de John Wick: Pacto de sangre (John Wick: Chapter 2, 2017), tiene a su vez ventajas e inconvenientes: la posibilidad de arrojar sobre la película en cuestión una mirada “limpia”, pero también la de cometer graves errores de apreciación si hay una estrecha relación y/ o coherencia entre los films de ese realizador, o entre la película que antecede a la que comentas, algo más que probable aquí al tratarse, como digo, de una continuación. Como es bien sabido, John Wick: Pacto de sangre es la secuela de John Wick (Otro día para matar)(John Wick, 2014), dirigida por David Leitch y, de forma no acreditada, codirigida por el asimismo productor y realizador en solitario de la segunda entrega, Chad Stahelski. Pese a que el primer John Wick tuvo bastante éxito con motivo de su estreno en los Estados Unidos, así como una buena acogida crítica, se trata de un film relativamente poco conocido en España, donde no se estrenó en cines y parece ser que fue objeto de un fantasmagórico pase televisivo en la primera cadena de RTVE. En el momento de escribir estas líneas, todavía no se me ha presentado la ocasión de verlo.


Por referencias, sé que John Wick (Otro día para matar) giraba alrededor del asesino a sueldo homónimo encarnado por Keanu Reeves, y de su sangrienta venganza contra una banda de mafiosos rusos que, previamente, han asesinado a… su perro, le han robado su coche y le han dejado por muerto, tras propinarle una brutal paliza. Salvando las distancias (no muchas), al igual que el protagonista de Sin perdón (Unforgiven, 1992, Clint Eastwood, Wick es un sicario retirado gracias al amor de su esposa Helen (Bridget Moynahan), fallecida víctima del cáncer, que volvía a retomar su antiguo “oficio” para ajustar cuentas con sus agresores. Sabiendo esto, el largo segmento inicial de John Wick: Pacto de sangre que precede a los títulos de crédito tiene más sentido si se conocen esos datos: Wick se presenta en el cubil de otro mafioso ruso, Abram Tarasov (Peter Stormare), hermano del capo de la banda a la que se enfrentó en la primera película y, a sangre y fuego, recupera el famoso coche robado (si bien destrozándolo durante el proceso), para al final celebrar un brindis regado con vodka con Abram Tarasov a fin de indicarle de que, por fin, están “en paz”. Asimismo, se comprenden mejor los subrepticios –y algo torpes– flashbacksque, a modo de breves flashes, rememoran la pasada felicidad de Wick con su difunta esposa (también la vemos, brevemente, agonizando en su lecho en un hospital); y que, a modo de irónico guiño al primer film, Wick tenga un nuevo perro. La película no tarda en entrar en materia: otro mafioso, este italiano, Santino D’Antonio (Riccardo Scamarcio), se presenta en la vivienda de Wick y le exige el cumplimiento de un pacto de sangre, un solemne juramento –certificado en la huella dactilar hecha con sangre por el propio Wick que Santino lleva consigo en un lujoso camafeo de oro–, en virtud del cual el protagonista deberá cumplir, inexorablemente, aquello que el mafioso le pida, pues este le ayudó en el pasado a conseguir la lujosa casa en la que ahora vive. El “favor” consiste en que Wick elimine a su hermana, la asimismo jefa mafiosa Gianna D’Antonio (Claudia Gerini), para que, de este modo, Santino pueda ampliar su imperio criminal; Wick se niega, alegando que está retirado del “oficio”; contrariado, Santino incendia la vivienda del protagonista y casi acaba con él; Wick accede a cumplir el siniestro encargo de Santino, si bien resulta obvio que se vengará por haberle quemado su casa…


A falta de haber visto John Wick (Otro día para matar), de la que no son pocos quienes hablan muy bien, lo cierto es que, en sus líneas generales, John Wick: Pacto de sangre llama la atención, lamentablemente, por la vulgaridad de su puesta en escena. No es un mal film; de hecho, tiene algunos momentos muy brillantes. Pero pesan en contra del resultado, en primer lugar, un guion harto convencional y, a ratos, en el borde mismo del ridículo. De entrada, el aura mítico-mitológica (de baratillo) que rodea al protagonista resulta harto molesta, por artificiosa; puede que esto estuviera mejor planteado y resuelto, insisto, en la primera parte de las aventuras del personaje, pero no es el caso. Tampoco ayuda demasiado la enésima no-interpretación de Keanu Reeves, que “compone” (es un decir) un arquetipo que se diría vagamente inspirado (y van…) en los delincuentes taciturnos y solitarios de Jean-Pierre Melville, pero aquí más próximo a un zombi que a un personaje con consistencia; y si lo que se pretendía era eso, mostrarnos a Wick como una especie de “muerto viviente” que ya no le encuentra sentido ni a la vida ni a su profesión de matarife a sueldo desde que perdió a su amada esposa, eso no está en absoluto conseguido; sobre todo, teniendo en cuenta que no casa para nada con el feroz instinto de supervivencia del personaje. John Wick: Pacto de sangre parece en demasiadas ocasiones un cómic, pero en el peor y más estereotipado sentido de la expresión (huelga decir a estas alturas que cómic y buen cine no son incompatibles), pues estereotipados son su protagonista y todo el resto de personajes.


Por otro lado, y dejando al margen la resolución de las escenas de acción –todas excelentes y, sin duda, lo que justifica el visionado de la película–, la realización de Chad Stahelski chirría por todos lados. Paradójicamente, uno de los mayores aciertos, la espléndida fotografía firmada por Dan Laustsen –a quien se le deben trabajos cromáticos tan interesantes como los llevados a cabo para Silent Hill (ídem, 2006, Christophe Gans) y La cumbre escarlata(Crimson Peak, 2015, Guillermo del Toro) (2)–, es, asimismo, un reflejo fiel de las limitaciones del film. Por un lado, le confiere un notable atractivo visual, patente sobre todo en las mencionadas escenas de acción; pero, por otra parte, impregna a la película de un esteticismo visual harto pretencioso que no termina de casar bien con el trasfondo tópico y superficial de la función. Puede tener su gracia que, al principio del film, Stahelski ponga en relación el estrépito de una persecución automovilística nocturna desatada por Wick, y que dicho efecto sonoro se superponga sobre la fachada de un edificio donde se proyecta una escena de El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924, Buster Keaton), pero resulta, a la postre, tan gratuito como el conjunto del relato. Un ejemplo sintomático es la secuencia del asesinato de Gianna D’Antonio a manos de Wick: el indestructible sicario logra introducirse en el cubil de la mafiosa, sorprendiéndola a solas y sin protección; Gianna, que se sabe muerta nada más ver a Wick, se desnuda y se mete en una pequeña piscina, donde en presencia de Wick se corta las venas, en un gesto postrero de reafirmación personal consentido por el protagonista, quien se limita a rematarla de un disparo en la cabeza: el gesto de Gianna, aunque significativo de la psicología del personaje, ni emociona, ni conmueve, ni perturba, por más que Stahelski lo adorne con “artísticos” planos generales en semipicado destinados a mostrarnos cómo la sangre de la mujer va tiñendo de rojo la piscina.


Queda, como digo, la energía de la mayoría de las escenas de acción (y tampoco todas); y, teniendo en cuenta que abundan a lo largo del metraje, es lo que impide que John Wick: Pacto de sangre no solo no acabe de ser un desastre absoluto sino, al menos, una estimable pieza dentro del actual cine de acción. Con la ayuda inestimable, vuelto a repetir, del director de fotografía Dan Laustsen, brillan a gran altura secuencias como la del tiroteo en el interior de las catacumbas romanas iluminadas en tonos azulados y verdosos (por más que Stahelski haga lo que pueda para estropear la secuencia mediante insertos en paralelo del concierto de rock que se celebra en el exterior de las mismas); la posterior pelea, cuerpo a cuerpo y en los callejones de Roma, entre Wick y Cassian (Common), el fiel guardaespaldas de Gianna; ese momento, muy divertido –este sí–, en el que Wick y Cassian se disparan “disimuladamente” en los pasillos del metro usando unas pistolas con silenciador tan discretas… que nadie a su alrededor se da cuenta de lo que ocurre; o la espectacular pelea en el museo, tan bien coreografiada y filmada como lo antes mencionado, y que incluye un fragmento en una sala de espejos que, es cierto, evoca el clímax de Operación dragón (Enter the Dragon, 1973, Robert Clouse), dicho sea con permiso del Orson Welles de La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947) y del auténtico creador de esta idea, el Charles Chaplin de El circo (The Circus, 1928). John Wick: Pacto de sangredeja la puerta abierta a una tercera parte, por más que a uno, a nivel particular, no le interese cuál podrá ser el destino de su antipático protagonista. Si se quiere ver un film de acción protagonizado por un antihéroe atípico y extraño, recomiendo la recuperación de El contable (The Accountant, 2016, Gavin O’Connor) (3), el thriller norteamericano más injustamente infravalorado de estos últimos años.

(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2016/11/el-contable-la-chica-del-tren-que-dios.html

Una odisea sexualizada en el espacio: “ALIEN, EL OCTAVO PASAJERO”, de RIDLEY SCOTT

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La sexualidad está presente en buena parte de la trama y el entramado visual de Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979), esta magnífica película de Ridley Scott que, sin duda, forma junto con Blade Runner (ídem, 1982) su mayor contribución al género fantástico y, en general, al cine. Sexualidad que, como es obvio para cualquiera que haya visto este clásico, no se encuentra ni mucho menos de manera explícita, sino que se presenta bajo la forma de sugerencias, muchas de ellas muy soterradas.


Alien, el octavo pasajeroes justamente famosa, entre otras razones –y al igual que Blade Runner–, por su magnífico diseño de producción, dentro del cual destaca sobremanera la contribución del extraordinario y personalísimo artista suizo Hans Rudolf Giger. Es bien sabido que Giger creó para el film de Scott a la famosísima criatura extraterrestre que, desde entonces, es popularmente conocida como el Alien. También diseñó el alien parásito, o “facehugger” (agarracaras), y la no menos célebre nave alienígena, así como los restos fosilizados del gigantesco extraterrestre (el “Space Jockey”) que se encuentran dentro de la misma. Se ha mencionado en infinidad de ocasiones que el estilo visual de los dibujos y diseños de Giger es calificado como biomecánico: una especie de conjunción o síntesis entre elementos biológicos y mecánicos, entre carne y metal. Desde este punto de vista, Alien, el octavo pasajero también puede interpretarse como un relato biomecánico, o, dicho de otro modo, como una trama que ofrece un soterrado discurso sobre los vínculos entre lo orgánico y lo artificial, pasado por el tamiz de la sexualidad.


El arranque de Alien, el octavo pasajeroes sobradamente conocido: tras una serie de planos generales del espacio y de la nave sideral Nostromo, acompañados de unos rótulos que nos informan sobre la tripulación y el propósito de su viaje, la cámara recorre, en lentos travellings, el solitario interior de la misma. De repente, la languidez que proporciona a esas imágenes la lentitud del movimiento de la cámara se interrumpe un tanto bruscamente: en planos fijos, vemos cómo un monitor de la sala de control de la nave se enciende, tras recibir lo que luego sabremos es la misteriosa señal procedente de un lejano planetoide. A renglón seguido, la cámara vuelve a desplazarse en lentos travellings, hasta llegar a la estancia donde los siete tripulantes de la Nostromo –Dallas (Tom Skerritt), Ripley (Sigourney Weaver), Lambert (Veronica Cartwright), Brett (Harry Dean Stanton), Kane (John Hurt), Ash (Ian Holm) y Parker (Yaphet Kotto)– duermen bajo los efectos de algo parecido a la criogenización. Una serie de nuevos planos fijos, pero que en esta ocasión se suceden uno tras otro mediante encadenado, lo cual proporciona otra sensación de languidez a la secuencia, nos muestran cómo se levantan automáticamente y al unísono las tapas de cristal de los siete lechos, y uno de dichos cosmonautas –Kane–, lentamente, se despierta y, todavía adormecido, se levanta.


La tripulación de la Nostromo tiene que desviarse de su ruta y dirigirse hacia ese planetoide misterioso, origen de la señal desconocida a la que están obligados a responder porque puede tratarse de alguien pidiendo socorro. Una vez allí, Dallas, Lambert y Kane explorarán la fría y tormentosa superficie del planetoide, y descubrirán la nave extraterrestre con forma como de hueso gigante diseñada por Giger. Ya hemos mencionado el carácter biomecánico de esos diseños: las entradas a la nave alienígena tienen un inequívoco parecido con unas vaginas; sus pasadizos se diría formados una sucesión de costillas y columnas vertebrales ordenadas arquitectónicamente (la propia nave, vista desde el exterior, parece también una especie de hueso curvado o costilla); en la sala central de la misma se alza, imponente, el esqueleto gigante de un extraterrestre al que la fosilización parece haber fusionado con su nave; y, debajo de esa sala, hay un enorme almacén donde aguardan cientos de enormes huevos, asimismo, biomecánicos. De uno de ellos brotará el horrible “facehugger” que hará presa, precisamente, de Kane, el primero de los cosmonautas a quien hemos visto salir del hipersueño.


No me parece casual la rima visual y el contraste entre los travellings por el interior del Nostromo del principio de la película y los planos preferentemente fijos, o con algún movimiento de cámara meramente funcional siguiendo las evoluciones de los personajes dentro del cuadro, con los cuales Ridley Scott narra las peripecias de los cosmonautas en la nave extraterrestre. Los primeros son, por su languidez, como una especie de llamada a la sensualidad; una sensualidad, no lo olvidemos, que se ha visto interrumpida por la llegada –recogida en planos fijos– de una señal que parece de socorro (en realidad, como luego comprobará Ripley, “una advertencia”); languidez que, tras ese paréntesis (esa advertencia), luego es retomada en la secuencia en el dormitorio de los cosmonautas, arrancados de su sueño para enfrentarlos a una aterradora “realidad fantástica”, siendo como hemos visto el primero en levantarse de su lecho –el primero en responder a esa llamada– la primera víctima del “facehugger” y del recién nacido Alien: Kane. A mayor ahondamiento, ¿acaso no hay cierto parecido entre la manera como se han abierto las camas de los cosmonautas y la forma como lo hace el huevo que alberga al “facehugger”? El “facehugger”violará a Kane, arrojándose ávidamente sobre él y penetrándolo con su fálico tentáculo hasta el interior de sus entrañas; y el Alien “nacerá” empleando una terrorífica técnica, rompiendo el pecho de su incubadora humana, en lo que puede verse una antítesis no ya del parto humano –se produce abriendo un orificio allí donde no lo hay– como de la copulación: un “falo” con dientes que, en vez de penetrar un cuerpo ajeno, brota de su interior, y que no provoca placer, sino dolor y muerte.  


El protagonismo del personaje de Ripley, unido al hecho de que el mismo se erigiera en la heroína indiscutible de las secuelas que conoció este film, ha hecho olvidar o, al menos, dejar en un segundo término que en la tripulación de la Nostromo hay otra mujer: Lambert. Resulta interesante una declaración de la actriz que la interpreta, Veronica Cartwright, afirmando que en un primer momento quiso rechazar el papel porque, cuando se presentó al casting, estaba convencida de que la habían llamado para hacer de Ripley, y el papel de Lambert le parecía, en comparación, poco substancioso. Sin embargo, acabó aceptándolo cuando la convencieron de que Lambert iba a ser una expresión de los miedos del espectador, un reflejo de lo que la audiencia sentiría. Efectivamente, en la escena en la que, tras el aterrizaje forzoso en el planetoide, Dallas decide que él y Kane saldrán a explorarlo y que Lambert les acompañará, la planificación de Ridley Scott pone en primer término de varios encuadres a Lambert, en primer plano y fumando en silencio, mientras al fondo, en segundo término y ligeramente desenfocados, está Dallas deliberando sobre lo que se va a hacer; cuando Dallas le confirma a Lambert que les acompañará a Kane y a él en esa expedición, la sutil y atemorizada expresión de la mujer –excelente, como siempre, Veronica Cartwright– es lo suficientemente explícita. No olvidemos que Lambert presencia de cerca, junto con Dallas, la captura de Kane por parte del “facehugger”. Más adelante –en una de las escenas recuperadas para el director’s cut elaborado en 2003–, Lambert es la única que abofetea a Ripley, después de que esta última se haya negado a que ella y Dallas entren a Kane en la Nostromo con el espécimen pegado a su cara. En un par de planos de la secuencia en la que el Alien rompe el pecho de Kane, una histérica Lambert recibe dos buenos chorros de sangre de su compañero. Lambert es, por tanto, el único miembro de la Nostromo que reacciona de una manera natural ante la amenaza del Alien: con miedo, con lágrimas, con desesperación. Es la única que no duda en exteriorizar sus reacciones más emocionales y viscerales.


Si aceptamos la tesis de que Lambert es el reflejo del miedo del público ante lo que plantea Alien, el octavo pasajero, resulta coherente que uno de esos temores ocultos sea el de ser violada por el Alien: el alienígena acabará con ella, precisamente, usando su afilada cola, gracias a la cual ensartará/ penetrará a Lambert por la espalda y la atraerá hacia sus fauces; poco después, cuando Ripley descubre los cadáveres de Parker y Lambert, Ridley Scott los recoge en un plano donde, además de un Parker sentado y sangrando, vemos la pierna desnuda de Lambert, en una imagen –ropa desgarrada, manchas de sangre– que guarda cierta semejanza con la iconografía de la violación. Vuelve a resultar sintomática otra declaración de Veronica Cartwright, recogida entre otros por Lorenzo F. Díaz en su libro Aliens (Alberto Santos, editor, 1997; colección Nekrocine, nº 3), en la que la actriz comenta la escena de su muerte a manos del Alien (que, en un primer montaje, tenía que ser más larga: un fragmento de la misma –no muy bueno, por cierto: Ridley Scott hizo bien en quitarlo– se encuentra entre los contenidos adicionales de las ediciones en formato doméstico del film): “Se suponía que yo me escondía en una cabina, el Alien me encontraba y yo me moría de miedo. Bueno, eso me dijeron, pero entonces me vi colgada de un gancho de carne. En mi opinión, lo que hace el Alien es violarme” (Pág. 62). [Nota bene: Una de las imágenes que aquí reproduzco parece corresponderse con la descripción que proporciona Cartwright, pero no es el plano tal y como se ve en la película.]  


Resulta llamativo que, antes de que la tripulación de la Nostromo tenga que hacer frente a todos esos y muchos otros horrores, la descripción que se da de la misma en el primer tercio del relato sea harto singular. Los siete se despiertan del hipersueño, convencidos de que están llegando al final de su viaje: la Tierra. Eso explica que, la primera vez que los vemos juntos tras el hipersueño –también es la primera vez que, después de la secuencia del dormitorio, les vemos las caras, con la excepción del ya presentado personaje de Kane–, sea comiendo alrededor de la mesa, alegres y distendidos. Se ha escrito en numerosas ocasiones, y con acierto, que la tripulación de la Nostromo está compuesta por hombres y mujeres de clase proletaria, trabajadores del espacio que hacen lo que hacen tan solo como medio de vida. No por casualidad, en esta secuencia Parker y Brett (ingeniero y ayudante de ingeniero) aprovechan la ocasión para efectuar una reivindicación laboral ante Dallas (capitán), Kane (primer oficial), Ripley (segundo oficial), Lambert (navegante) y Ash (científico), reclamando el mismo sueldo que los demás; reclamación que fracasa estrepitosamente, y dos veces: Dallas les contesta que cobrarán lo que está estipulado en sus contratos, ni más ni menos; más tarde, cuando Parker se opone a la idea de atender a la señal recibida, Ash tiene que recordarle que el incumplimiento de esa orden le supondría “pérdida total de emolumentos”.


También puede contemplarse, sin que ello suponga ninguna contradicción con lo anterior, que la descripción que se nos ofrece de los cosmonautas de la Nostromo conforma una especie de simbólico “mundo futuro sin sexo”, dada la ausencia de relaciones carnales entre los hombres y mujeres de a bordo, sobre las cuales no se hace la más mínima alusión (1). Puede verse, por descontado, como una visión estrictamente socio-laboral, en virtud de la cual en ese hipotético mundo futuro hombres y mujeres, o mujeres y hombres, conviven y trabajan juntos sin que haya entre ellos nada más que un simple trato profesional. Pero, a poco que se observe con detenimiento, no cuesta ver que entre los miembros de la Nostromo hay algunos roces. Como hemos visto, están por un lado Parker y Brett, que se sienten los marginados de la tripulación (“es la misma mierda de siempre”, apostilla, poco más o menos, Brett). Está, por otro, el hecho de que Ripley desobedece a Dallas cuando este y Lambert regresan con el inconsciente Kane, impidiéndoles entrar en la Nostromo hasta no cumplir con una cuarentena de seguridad; volvamos a recordar que, en la ya mencionada escena eliminada del montaje estrenado en 1979 y recuperada para las ediciones en formato doméstico de 2003, Lambert abofetea a Ripley por haberles dejado fuera. Ripley se encara con Ash en el laboratorio, reprochándole que haya roto la cuarentena, abriéndoles la puerta a Dallas, Lambert y Kane; la respuesta de Ash es fría y contundente: “tú haz tu trabajo y déjame hacer el mío”: simpatía cero. Ripley discute con Dallas, objetándole que Ash tenga la última palabra en cuestiones científicas. Pero no es menos cierto que Parker manifiesta cierta admiración, ¿y acaso una soterrada atracción sexual?, hacia Ripley: hay una escena en la que Ripley se enfada con Parker y Brett en la sala de máquinas porque estos se están burlando de ella; cuando les deja solos, Brett refunfuña: “esa tía es una cabrona”; pero entonces, sorprendentemente, Parker sale en defensa de Ripley: “¡¿por qué dices eso?!”, replica. Es un aviso del buen entendimiento que se dará entre Ripley y Parker, cuando los dos y Lambert sean los únicos supervivientes de la Nostromo y decidan de común acuerdo hacer estallar la nave y abandonarla juntos en la cápsula de salvamento.


Siendo aviesos, podemos interpretar la evolución del personaje de Ripley como una metáfora de su madurez sexual. Juega a favor de la caracterización de la protagonista el aspecto físico, ligeramente andrógino, de Sigourney Weaver; por lo demás, estupenda actriz: “Parece un tío” (sic) era un comentario que corría a nivel popular entre los espectadores que vieron Alien, el octavo pasajero en el momento de su estreno y, de paso, descubrieron a Weaver; al menos, en España. Ripley es un personaje que va creciendo a medida que avanza el metraje; y lo hace no solo por el hecho de que acabe siendo la única superviviente de la Nostromo, y la encargada de darle su merecido al monstruoso Alien en las escenas finales. La evolución de Ripley, un personaje que se crece ante las circunstancias adversas, nos va revelando no solo su talla humana, sino también y sobre todo su hasta entonces disimulada feminidad. Vuelve a jugar en favor de esta interpretación el hecho de que no se mencione la existencia de relación sexual alguna entre Ripley y ninguno de los demás miembros de la tripulación de la Nostromo, Lambert incluida (¿por qué no?: insistamos en el aspecto físico, ligeramente hombruno, de Ripley, y el corte de pelo “a lo chico” de Lambert); por más que, como es bien sabido, James Cameron “estropeó” en parte esta tesis al incluir la referencia a una hija de Ripley en la versión extendida de Aliens (El regreso)(Aliens, 1986), y por tanto, la existencia de al menos una relación sentimental en la vida de la protagonista, por más que este añadido a posteriori no debería desvirtuar el sentido de la película original, ni entenderse como una corrección substancial de la misma (la prueba de ello reside en que, en el momento de su estreno en cines, esa referencia fue eliminada por completo).


Llama la atención que Ripley no destaque demasiado al principio del relato; su importancia va aumentando a medida que lo hace la amenaza extraterrestre, primero con sus reticencias a que metan al “facehugger” en la Nostromo, y luego en la progresiva toma de decisiones que va adoptando a medida que van muriendo sus superiores en la cadena de mando (Kane, Dallas), víctimas del Alien, y ella acaba siendo la que termina dando las órdenes. Un momento crucial de esa evolución lo hallamos en la secuencia de la visita de Ripley al ordenador central de la Nostromo, Madre, que culmina con el intento de asesinato de la protagonista a manos de Ash y el descubrimiento de que este último es, en realidad, un androide. Un poco como el famoso HAL-9000 de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick), el ordenador Madre, al cual tan solo tiene acceso quien está al mando de la Nostromo, primero Dallas y luego Ripley, es la representación del poder económico que, indiferente al sufrimiento humano, es capaz de disponer que la tripulación es “sacrificable”, en aras de traer el espécimen alienígena a la Tierra para que pase a formar parte de la división de armamento de la compañía. Dallas vendría a ser el hijo sumiso que, engañado por (su) Madre, obedece sin rechistar; en cambio, Ripley consigue arrancarle la verdad a Madre, en un diálogo “de mujer a mujer”.


La secuencia a la que me estoy refiriendo continúa con otras curiosas sugerencias. Ash acorrala a Ripley en la estancia adyacente a la de Madre; acaso sea por la tensión del momento, a Ripley empieza a sangrarle la nariz –no son pocos quien han señalado que la hemorragia nasal de la protagonista se produce en cada una de las cuatro películas oficiales de la franquicia–, mientras que por la frente de Ash baja una gota de un líquido blanco y lechoso que, como luego sabremos, forma parte de su funcionamiento interno como androide, a modo de sangre artificial; pero, dentro del contexto sexualizado del que estamos hablando, la hemorragia nasal de Ripley puede verse como una simbólica “menstruación” que coincide, no por casualidad, con el descubrimiento de la verdad sobre la misión y como el paso definitivo de la protagonista a una asimismo simbólica “madurez”; mientras que, por descontado, la gota de líquido que suda Ash tiene una consistencia muy parecida a la del semen. Ripley intenta luchar con Ash –parece factible que Sigourney Weaver, con su envergadura y su 1,80 de estatura, pueda en un momento dado noquear a Ian Holm y su 1,68–, pero el hasta ahora pusilánime Ash hace gala de una fuerza sobrehumana; no solo deja inconsciente a Ripley, sino que intenta asesinarla (ergo, “violarla”) introduciendo un rollo de revistas por su boca hasta asfixiarla. A riesgo de parecer rebuscado, resulta irónico que sea Lambert la que consiga detener a Ash –quien, decapitado y todo, a punto está de estrangular al robusto Parker–, hundiéndole el arpón eléctrico en la espalda… poco más o menos en el mismo punto donde luego el Alien la ensartará antes de asesinarla.


La culminación de la evolución de Ripley tendrá lugar en su enfrentamiento final y cara a cara con el Alien después de que se convierta en la única superviviente de la Nostromo. Pero, antes de llegar a ese magnífico clímax, hemos asistido a la transformación del decorado de la nave espacial terrestre en algo parecido a la nave espacial extraterrestre. Un momento sintomático lo hallamos en la secuencia de la muerte de Brett a manos del Alien: el ayudante de ingeniero recorre él solo lo que parece la bodega de la Nostromo; en la banda sonora, se suma a los sonidos ambientales el batir de los latidos de un corazón; es un efecto sonoro destinado, claro está, a poner nervioso al espectador ante la inminencia del ataque del Alien, pero al mismo tiempo sugiere que la Nostromo se ha convertido en una especie de sucursal de la nave alienígena: en un escenario, asimismo, biomecánico. Acentúa esta impresión el descubrimiento por parte de Brett de unos restos de piel, parecidos a una placenta desgarrada e indicativos de que el pequeño Alien que ha brotado del pecho de Kane ha mutado en el Alien gigante; o ese instante en que Brett deja que unas gotas de agua que caen del techo corran por su rostro. Más tarde, en la secuencia en la que Dallas recorre los estrechos pasadizos de ventilación con el lanzallamas, y que culminará con su agresión a manos del Alien, el capitán encuentra el rastro baboso de la criatura.


En cierto sentido, la Nostromo supura, como “excitada”, ante la presencia del ser que ahora recorre su interior: un monstruo biomecánico cuyas fauces segregan abundante salivación, como si lubricaran la fálica lengua con dientes que penetra salvajemente en el cuerpo de sus víctimas. Ripley pone en marcha el sistema de autodestrucción de la nave; y, antes de hacerlo, es la primera vez que le vemos hacer un gesto típicamente femenino, entendido en el sentido más estereotipado de la expresión: recogerse la melena. Cuando corre al oír los gritos de dolor y pánico de Lambert y Parker, y cuando vuelve a hacerlo para huir de la nave tras descubrir sus cadáveres, la Nostromo se ha convertido en una especie de Infierno sobreexcitado, lleno de luces desaforadas y chorros de vapor incontrolados. La propia Ripley no es sino un cuerpo bañado en sudor, consecuencia del esfuerzo físico, pero también representación de una soterrada sensualidad largo tiempo reprimida y ahora liberada.


El célebre epílogo en la cápsula de salvamento es la culminación de lo que hemos estado describiendo hasta ahora. A solas en su intimidad, Ripley se desnuda, con la intención de meterse en su lecho para el hipersueño. La Ripley antes andrógina, ahora en bragas y camiseta, revela al espectador esa feminidad escamoteada hasta ese instante. De repente, la protagonista descubre al Alien, camuflado entre las tuberías de la nave: significativamente, la amenaza de muerte/ el deseo sexual liberado, se encuentra(n) al acecho en cualquier momento y en cualquier lugar: la zarpa del Alien brota, intentando agarrar/ “meter mano” a Ripley. Encerrada en la habitación donde se guardan los trajes presurizados, Ripley observa al Alien: la criatura exhibe su lengua retráctil cubierta de espesas babas: su falo lubricado y hambriento. La única salvación para Ripley consistirá en acometer un plan desesperado: ponerse uno de los trajes presurizados –volver a esconder a la mujer que es dentro de un pesado ropaje asexuado–, empuñar un pequeño arpón que se dispara con una pistola, y penetrar con él al Alien –tomar la iniciativa sexual– para conseguir arrojarlo al espacio. Una vez salvada del peligro –librada de la bestia sexual que pretendía poseerla–, una Ripley sonriente –satisfecha–, se abandona a la languidez del hipersueño.

(1) En el mencionado libro de Lorenzo F. Díaz, este explica: “En otra escena eliminada del montaje final, Ripley sospecha de Ash y le pregunta a Lambert si se ha acostado alguna vez con él. La respuesta es un no, claro. Se apuntaba así a la naturaleza robótica de Ash, además de sugerir la lógica promiscuidad sexual de una tripulación con cuatro hombres y dos mujeres. En su momento, leí alguna referencia sobre que los guionistas querían insinuar también que era práctica común en las naves de la compañía; no he podido confirmarlo, pero aquí queda como rumor” (Pág. 60).

Cuestión de Ego: “GUARDIANES DE LA GALAXIA VOL. 2”, de JAMES GUNN

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014) (1) me pareció, todo lo más, una película simpática, no ese film extraordinario y sin parangón que proclamaron algunos, dicho sea con el mayor de los respetos para quienes piensen sinceramente así, y con permiso (o sin él) de quienes se molestan porque expreso mi parecer sobre un estado general de opinión (prueba palpable de que, a casi cuarenta y dos años vista de la muerte de Franco, la libertad de expresión sigue siendo la gran asignatura pendiente de este país). Guardianes de la Galaxia Vol. 2(Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017) no me parece mucho mejor; de hecho, reitera muchos de los defectos del primer film; el principal de ellos, su pretensión de “colarnos”, como si fuera algo distinto/ diferente/ innovador lo que no son más que las convenciones de toda la vida sobre la space opera y el cine de superhéroes. Pero al menos, y como ya ocurría con la primera película, la cinta de nuevo escrita y dirigida por James Gunn hace gala de un saludable sentido del humor, más agudo y mejor integrado en la construcción narrativa de la trama, que logra, más si cabe que en el primer Guardianes de la Galaxia, que el film exhiba un agradable cariño hacia sus personajes y, de paso, una rara, aunque irregular, personalidad propia.


Puede que, tras haber roto el hielo con Guardianes de la Galaxia, ahora “entramos” en este Vol. 2 mejor de lo previsto, pero lo cierto es que en esta ocasión los toques irónicos y sarcásticos de esta segunda película me parecen mejores y más sofisticados que los de la primera entrega. Durante buena parte del metraje, el humor marca distancias entre el espectador y lo que se le narra, invitándole a no tomarse demasiado en serio lo que se le cuenta, o cuanto menos invitándole a que se divierta con ello. La primera secuencia, tal y como comenta el colega Roberto Morato en la reseña que se publicará en el próximo número de Dirigido por…, resulta sintomática. Nada más empezar, James Gunn “rompe”, o al menos relativiza, la convención de la gran set piece de acción con la que deben empezar, por decreto, el 90% de los modernos blockbusters hollywoodienses: Peter Quill/ Star-Lord (Chris Pratt), Gamora (Zoe Saldana), Drax (Dave Bautista) y Rocket (voz de Bradley Cooper) se enfrentan a un gigantesco monstruo espacial en lo alto de un edificio; pero, mientras se produce este encarnizado combate –y se superponen los títulos de crédito–, la cámara de Gunn se centra en un personaje recién incorporado a los Guardianes, el Bebé Groot (¡voz de Vin Diesel!), quien escucha una de las ya famosas canciones que Peter atesora en su walkman; en virtud de ese largo plano-secuencia en cámara móvil, la espectacular batalla contra el monstruo queda en segundo término, poniendo en primer plano de la acción y del campo visual a ese diminuto personaje. A lo largo del relato abundan los ejemplos de humor de este o parecido estilo, destinados a conferirle al film una identidad diferente a la del grueso del cine de los Marvel Studios; mencionemos, por ejemplo, la secuencia en la que los Saqueadores intentan capturar a Rocket, Bebé Groot y Nébula (Karen Gillan) en el bosque, y de qué manera el astuto Rocket sabotea sus intenciones mediante hábiles artimañas (a retener ese divertido momento, en plano general abierto, en el que vemos a los Saqueadores saltando por encima de las copas de los árboles, impulsados por las bombas magnéticas de Rocket); o, en particular, la que probablemente es la secuencia de acción más brillante de toda la película: la fuga de Rocket y Bebé Groot de la nave de Yondu (Michael Rooker), al compás de la flecha voladora que lanza este último a distancia y gracias a la cual se deshace de todos los hombres que le han traicionado, en un fragmento en el que el uso del ralentí combinado con el fondo musical de otra canción logra resultados delirantes.


También hay, como digo, un cariño puesto en la descripción de los personajes que resulta algo superior al del primer Guardianes de la Galaxia. Este Vol. 2 se entretiene, de manera notable, en solidificar los lazos entre personajes, haciéndolo además de una forma bastante convincente, si bien con resultados desiguales: la relación paterno-filial entre Peter Quill y su recién descubierto padre Ego (Kurt Russell); la que se da entre las dos hermanas enemistadas Gamora y Nébula; la extraña amistad, medio amorosa y medio burlesca, entre Drax y Mantis (Pom Klementieff), la ayudante de Ego (la cual da pie, hay que reconocerlo, a las líneas de diálogo más graciosas del relato); y, en particular, lo que atañe en esta ocasión al personaje de Yondu, quien acaba mostrando un estrecho lazo amistoso con Rocket y, sobre todo, que en el fondo siempre fue el auténtico “padre”, no biológico, de Peter: Michael Rooker, como siempre, vuelve a ser el mejor de la función. Pese a todo hay, como digo, cosas que funcionan y cosas que no: el desenlace de la relación entre Gamora y Nébula, las hermanas que luchan entre ellas a muerte porque-en-el-fondo-se-quieren (“¡Yo solo quería una hermana!”, exclama Nébula en el momento culminante de ese proceso), es muy convencional y, además, está forzadísimo. No obstante, al menos se agradece el humor y la heterodoxia del dibujo de la relación entre Peter y Ego: véase el momento en que ambos juegan a lanzarse una pequeña pelota de energía luminosa, a modo de parodia de esta estampa tan típicamente made in USA del padre y del hijo jugando al béisbol; o, sobre todo, el divertido gag en virtud del cual Ego se convierte, durante unos segundos, en el ídolo que representaba todos sus sueños de infancia: ¡el David Hasselhoff de El coche fantástico!


Nada de eso está mal, pero, por desgracia, tampoco va más allá de su enunciado. Dejando aparte algunas ideas grotescas, que deberían haber desaparecido en la mesa de montaje –cf. la ridícula escena en la que Gamora se encuentra, ¡casualmente!, un gigantesco cañón láser en la cueva, gracias al cual repele el ataque de la nave pilotada por Nébula–, y como ya ocurría con su predecesora, a Guardianes de la Galaxia Vol. 2 le es imposible librarse de los tópicos sobre los géneros de los que bebe, más allá de esos paréntesis irónicos repartidos aquí y allá; y más cuando el chiste se prolonga durante 136 minutos no particularmente pesados, hay que reconocerlo, gracias al buen sentido del ritmo del relato, pero carentes de densidad: el exceso de ligereza acaba pasándole factura. No deja de resultar significativo que el auténtico villano de la función, el semidiós Ego, sea –se dice– un ser de la especie de los “celestiales”, criaturas dotadas con el poder de la creación que su hijo Peter ha heredado, y que al final descubramos que los siniestros planes de Ego consisten en usar los superpoderes que le ha transmitido a su hijo para, entre los dos, llevar a cabo su quimérico plan: crear un universo a su entera medida. James Gunn también está convencido de que, con el tratamiento irónico que ha impreso a sus dos películas sobre los Guardianes de la Galaxia –y es de suponer que a la tercera que ya ha anunciado que va a realizar–, ha conseguido romper todos los moldes. Es cuestión de Ego.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2014/08/cacharros-veraniegos-los-mercenarios-3.html

“DIRIGIDO POR…” de MAYO 2017, a la venta

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Personal Shopper(ídem, 2016) es la película de portada del núm. 477 de Dirigido por… La crítica, escrita por Quim Casas, se complementa con una entrevista con el realizador de este film, Olivier Assayas, que ha elaborado Gerard Casau.


Otro extenso contenido de este número es la segunda parte del dossier de tres entregas dedicado a Jean-Luc Godard, y que este mes se compone de las antologías dedicadas a El desprecio (Ramon Freixas & Joan Bassa), La mujer casada (Rafel Miret), Banda aparte (Carles Balagué), Pierrot el loco (Quim Casas) y Lemmy contra Alphaville + Allemagne anée 90 neuf zéro(Ángel Sala); y los artículos El gran salto adelante (Héctor G. Barnés), Imágenes del fracaso: Godard y el vídeo (Israel Paredes Badía), Retorno al cine narrativo (que ha escrito un servidor), y Godard y la historia del cine (Quim Casas).


Este mes también publicamos la primera de las dos entregas de las que estará compuesto el dossier Perlas ocultas del cine negro, dedicado a films norteamericanos de este género poco o nada conocidos en España, en la línea de otros dos dossiers que la revista ha publicado tiempo atrás. Esta primera entrega se compone de las antologías de Crime Without Passion (1934), de Ben Hecht y Charles MacArthur [que he escrito yo], Un crimen en la conciencia(1939), de Lewis Seiler [Juan Carlos Vizcaíno Martínez], Two Smart People (1946), de Jules Dassin [Ramon Freixas & Joan Bassa], Raw Deal (1948), de Anthony Mann [Emilio M. Luna], Mr. Soft Touch (1949), de Gordon Douglas y Henry Levin [Héctor G. Barnés], Port of New York (1949), de Laslo Benedek [también escrita por mí], Outrage (1950), de Ida Lupino [Ricardo Aldarondo], La casa de juego (1950), de Ted Tetzlaff [Israel Paredes Badía], M (1951), de Joseph Losey [Quim Casas], y Línea secreta (1950), de Boris Ingster [Quim Casas].


También se destacan las extensas críticas dedicadas a Z, la ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016), de James Gray, que reseña Diego Salgado; Déjame salir (Get Out, 2017), de Jordan Peele, que escribe Israel Paredes Badía; Paraíso (Ray/ Paradies, 2016), de Andrei Konchalovski, rubricada por Emilio L. Luna; Entre los dos (You’re Ugly Too, 2015), de Mark Noonan, que firmo yo; Seoul Station (ídem, 2016), de Yeon Sang-ho, comentada por Tonio L. Alarcón; Maravillosa familia de Tokio(Kazoku wa tsuraiyo, 2015), de Yôji Yamada, analizada por Quim Casas; y El círculo (The Circle, 2017), de James Ponsoldt, comentada asimismo por Quim Casas.


Otros contenidos son la sección Críticas, con reseñas de otros recientes estrenos. Opinión, que este mes incluye el artículo Nuevo paradigmas cinéfilos (que también firmo yo). Televisión, que incluye reseñas de Quarry (2016) [Óscar Brox] y La guerra en Hollywood (Five Came Back, 2017) [Ramón Alfonso]. Home Cinema, con comentarios de novedades en formato doméstico a cargo de Quim Casas, Tonio L. Alarcón, Ramon Freixas y Juan Carlos Vizcaíno Martínez. Flashback, que recoge por un lado un artículo sobre los cuatro anteriores largometrajes de Makoto Shinkai anteriores a Your Name y editados en formatos domésticos, que también he escrito yo; y otro sobre La muerte cansada/ Las tres luces/ La muerte dormida (Der müde Tod, 1921), de Fritz Lang, con motivo asimismo de su edición en formatos domésticos, y que escribe Juan Carlos Vizcaíno Martínez. Flash-Recent, donde Óscar Brox comenta la película de Xavier Dolan Tom en la granja (Tom à la ferme, 2013), disponible en Movistar+. Cine On-Line, con comentarios de cine y televisión disponibles en plataformas legales que firman Roberto Alcover Oti, Joaquín Torán y Joaquín Vallet Rodrigo. Libros, con comentarios de Ramon Freixas, Quim Casas y Óscar Brpx. Banda Sonora, de Joan Padrol. Y Cinema Bis, en la que Antonio José Navarro comenta El gran Jim McLain (Big Jim McLain, 1952), de Edward Ludwig.



Como decía, mi contribución al número de este mes de mayo consiste, en primer lugar, en el artículo para el dossier Jean-Luc Godard titulado Retorno al cine narrativo, donde comento seis largometrajes suyos: Salve quien pueda (la vida) (Sauve qui peut (la vie), 1980; copia fechada en 1979), Pasión(Passion, 1982), Nombre: Carmen (Prénom Carmen, 1983), Yo te saludo, María (Je vous salue, Marie, 1985; copia fechada en 1984) –y su interesante (y superior) complemento: el cortometraje de Anne-Marie Miéville El libro de María (Le livre de Marie, 1984)–, Detective (Détective, 1985) y Nouvelle Vague (ídem, 1990).


También firmo un par de antologías para el dossier Perlas ocultas del cine negro, las correspondientes a Crime Without Passion, de Ben Hecht y Charles MacArthur (y Lee Garmes), y Port of New York, de Laslo Benedek.


He escrito, para la sección Flashback, el artículo Del amor y de la soledad: El cine de Makoto Shinkai, donde comento la aparición en formato doméstico de sus cuatro primeras películas: El lugar que nos prometimos (Kumo no mukô, yakusoku no basho, 2004), 5 centímetros por segundo (Byôsoku 5 senchimêtoru, 2007), Viaje a Agartha (Hoshi ou kodomo, 2011) y El jardín de las palabras (Koto no ha no niwa, 2013). Para mi gusto, 5 centímetros por segundo y El jardín de las palabras son obras maestras del cine, por encima incluso de su magnífica Your Name.


Asimismo, firmo este mes una contribución a la sección Opinión, titulada Nuevos paradigmas cinéfilos,donde abordo una reflexión sobre la muerte de una determinada concepción de la cinefilia.


He escrito la crítica de la estimable Entre los dos, de Mark Noonan.


Y, para desengrasar (pues no todo es Godard en esta vida…), la crítica de la divertidísima Fast & Furious 8 (The Fate of the Furious, 2017), de F. Gary Gray.


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Superar el miedo: “ALIENS (EL REGRESO)”, de JAMES CAMERON

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Vaya por delante que Aliens (El regreso)(Aliens, 1986) –en adelante, solo Aliens– me parece una interesante película, tanto si se la examina como lo que es, una secuela de Alien, el octavo pasajero(Alien, 1979) (1), o como una pieza integrante de la filmografía de su realizador, James Cameron. Pero no es menos cierto que, a pesar de sus buenos momentos, Alienses una película que está muy por debajo de la de Ridley Scott, algo que se hace patente sobre todo si, como en mi caso, se tiene ocasión de ver o volver a ver ambos films en un escaso lapso de tiempo. Pese a todo, hay que decir en descargo de la película de Cameron que ninguna de las dos secuelas que se hicieron a continuación –Alien 3(ídem, 1992, David Fincher) y Alien: Resurrección (Alien: Resurrection, 1997, Jean-Pierre Jeunet)–, y ni tan siquiera su para mí muy interesante spin-off, Prometheus (ídem, 2012, Ridley Scott) (2), se encuentran a su altura: Alien, el octavo pasajero sigue siendo, por méritos propios, una pieza única.


El principal problema de Aliens es que se le nota, y mucho, su condición de secuela del film original. De ahí que, a pesar de los esfuerzos de Cameron por apartarse en la medida de lo posible de la película de Ridley Scott en cuestiones semánticas, sobre todo en materia de montaje, el guion de Aliens–escrito por el propio Cameron, a partir de un tratamiento propio elaborado junto con dos de los guionistas del film de Scott, David Giler y el también realizador Walter Hill– es poco más o menos un remakede la primera película. De una manera muy parecida a Alien, el octavo pasajero, Aliensarranca con los consabidos planos generales del espacio sideral –inevitables en toda space opera que se precie–, por el cual vemos surcar, en este caso, la cápsula de salvamento en la que viaja Ripley (Sigourney Weaver) durmiendo el hipersueño en el que se sumía al final de Alien, el octavo pasajero. En una de las secuencias recuperadas para el director’s cut realizado por el propio Cameron en 1990, vemos cómo los padres de la pequeña Rebecca/ “Newt” (Carrie Henn) también descubren e inspeccionan la famosa nave en forma de hueso diseñada por H.R. Giger. En la expedición enviada por la corporación Weyland-Yutani al planeta de los colonos, viaja un androide de diseño similar al del Ash (Ian Holm) del primer film: Bishop (Lance Henriksen); Ripley lo descubre cuando este se corta en un dedo y advierte que sangra el mismo líquido blanco lechoso que “sangraba” Ash. No obstante, el papel de traidor no está reservado aquí al androide, sino a un ser humano, el burócrata Burke (Paul Reiser), quien en un momento dado intenta infectar a Ripley y Newt con los Aliens parásitos. Hay, asimismo, una persecución por el interior de unos estrechos pasadizos de ventilación que recuerda la odisea por similar escenario del capitán Dallas (Tom Skerritt) en Alien, el octavo pasajero. Y, si en la película de Scott, Ripley tenía que enfrentarse sola al Alien que se había colado subrepticiamente en la cápsula de salvamento, en la de Cameron la protagonista tiene que hacer otro tanto con la gigantesca Reina Alien que ha logrado infiltrarse en la nave de salvamento pilotada por Bishop y viajar con ellos hasta la nave nodriza.


La principal diferencia de Aliens con respecto a Alien, el octavo pasajeroes que se trata de una secuela no solo más cara y espectacular –18.500.000 dólares de presupuesto de 1986, frente a los 11 millones que costó el film de Scott en 1979–, sino, además, planteada más como una película de acción que como una de terror o ciencia ficción. Dicho planteamiento conlleva un aumento de todo: de decorados –una colonia entera de población humana donde, se nos dice, viven numerosas familias– y, sobre todo, de peligros. Aquí ya no hay un solo Alien, sino docenas; y, para postre, una Reina Alien. Eso, a priori, no debería ser un problema, si no fuera porque ese incremento de espectacularidad da pie a introducir algo bastante molesto: un pelotón de marines descritos con todos y cada uno de los tópicos característicos del deleznable cine militarista norteamericano de los años ochenta durante la así llamada “era Reagan”. No olvidemos que, un año antes de Aliens, Cameron había perpetrado un “pecadillo”: participar en el guion de Rambo: Acorralado, parte II (Rambo: First Blood II, 1985, George P. Cosmatos), y su fascinación por los marines y las armas de fuego resulta patente en sus dos Terminator (1984-1991), Abyss(The Abyss, 1989), Mentiras arriesgadas(True Lies, 1994) y Avatar (ídem, 2009). Eso sí: no puede negarse la personalidad del director en las escenas cotidianas que transcurren en la colonia antes de ser arrasada por la infección Alien –y asimismo recuperadas en el director’s cut de 1990–, las cuales anticipan claramente momentos estéticamente y narrativamente similares de Abyss y Avatar.


Alienses una película en la que la vulgaridad de su planteamiento por momentos se eleva, inesperadamente, gracias a determinados apuntes sofisticados que le confieren sus mayores cotas de interés. No me refiero, por descontado, a la gratuita pesadilla de Ripley, en realidad una “falsa” secuencia que tiene lugar inmediatamente después de que la protagonista haya sido rescatada y sacada del hipersueño, en la cual cree que un Alien está a punto de brotar de su interior. Ni a las, como digo, cargantes escenas de descripción de los personajes de los marines; las cuales, para más inri, incluyen una grotesca ridiculización de Gorman (William Hope), un teniente inexperto que, claro, no tiene “los cojones” del pelotón a su mando y que, al contrario que estos, se deja llevar por el muy humano sentimiento del miedo: el calificativo de “cobarde” no tarda en salir a colación. De hecho, si Alien, el octavo pasajero era, como comentaba en este mismo blog –véase (1)–, una sutil descripción del proceso de madurez del personaje de Ripley bajo el prisma de una soterrada sexualidad, Aliens es, más bien, la descripción –abrupta y de brocha gorda– del proceso que lleva a cabo Ripley para superar el miedo que le provocan los terribles recuerdos de sus experiencias a bordo de la nave Nostromo: una cura para su trauma que pasa, en este caso, por la vía de la sobreexposición.


No explico nada nuevo cuando digo que Alienses, asimismo, la historia del enfrentamiento de dos madres: Ripley y la Reina Alien: es una de las teorías más difundidas en torno a esta película. Disquisición en torno a la figura materna que se entiende, sobre todo, si se ve el director’s cut de 154 minutos, y en particular, una crucial escena recuperada en esa versión extendida: aquélla en la que Ripley, poco antes de someterse al dictamen de una comisión, recibe de manos de Burke una información relativa a su hija. Téngase en cuenta, previamente, que, desde que abandonó e hizo estallar la Nostromo, Ripley ha estado nada menos que ¡57 años! metida en el hipersueño, gracias a lo cual no ha envejecido; pero eso le supone descubrir que su hija, fallecida hace ya dos años de cáncer, tenía 68: ya no era la niña de 11 años que dejó en la Tierra. El lógico dolor por la pérdida de esa hija justifica que Ripley adopte un rol de madre adoptiva de la pequeña y recientemente huérfana Newt, cuyos padres y hermano pequeño han fallecido víctimas de los Aliens. Y que, por tanto, la dramática decisión de Ripley de internarse en el cubil de los Aliens para recuperar a la secuestrada Newt sea comparable a la furia animal de la Reina Alien dispuesta a vengarse de Ripley por haber destruido su nido y a sus hijos no nacidos. Pese a todo, es una teoría que, aunque curiosa, en la película se plasma con mera corrección, sin profundizar en ella: la densidad de Alien, el octavo pasajero brilla por su ausencia.


Si algo resulta brillante es, como digo, las secuencias de acción, una de las especialidades justamente reconocidas de James Cameron. De ahí que, a pesar de la superficialidad de sus propuestas teóricas, y de ese pesado discursito sobre las excelencias de los marines –un mensaje que, todo hay que decirlo, el propio Cameron pone en cuestión a partir del momento que, sobre todo en la primera incursión que aquéllos llevan a cabo, los Aliens consiguen aniquilarlos con relativa facilidad…–, la película funciona magníficamente como fibroso relato de acción. Sin ir más lejos, la secuencia que acabo de mencionar, la de la incursión de los marines a los sótanos de las instalaciones de la colonia en busca de supervivientes, que culmina con el primer ataque de los Aliens, está excelentemente planificada, además de construida con habilidad: Ripley, Burke y el teniente Gorman siguen las evoluciones de los soldados a través de los monitores gracias a las pequeñas cámaras que los marines llevan acopladas a su equipo. Un momento de “suspense” muy bien llevado es la asimismo mencionada secuencia en la que Ripley y Newt, encerradas en una habitación insonorizada y con las cámaras de seguridad apagadas, tienen que hacer frente a los dos Aliens parásitos que Burke ha introducido en la estancia a fin de “inseminarlas”. Más adelante, hay otro momento muy ingenioso: la escena en la que Ripley y sus compañeros de fatigas comprueban, estupefactos, que los detectores demuestran que los Aliens han atravesado su perímetro de seguridad, pero no consiguen verlos enfrente suyo… hasta que descubren que las criaturas están, en realidad, acercándose a ellos a través del techo. Y, sin duda alguna, tanto la arriesgadísima incursión de Ripley en el territorio de los Aliens para rescatar a Newt, así como la famosa pelea cuerpo a cuerpo de Ripley contra la Reina Alien a bordo de la nave nodriza, valiéndose primero de una enorme armazón de carga a modo de armadura, y luego, de la despresurización de la misma nave para arrojar al monstruo al espacio –por más que sea, de nuevo, otra variante del clímax de Alien, el octavo pasajero–, justifican por sí solas el prestigio, no obstante, un tanto exagerado de esta secuela.


(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/08/el-amanecer-del-hombre-prometheus-de.html

El planeta de los condenados: “ALIEN 3”, de DAVID FINCHER

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Como ya tuve ocasión de explicar, más detenidamente, en otro lugar (1), el resultado final de Alien 3 (ídem, 1992) dependió sobremanera de sus complicadísimas circunstancias de producción. La historia de la preproducción y rodaje de esta película es sobradamente conocida a estas alturas: diversidad de guiones previos; encargo del proyecto al realizador neozelandés Vincent Ward, quien pocos años antes había firmado Navigator, una odisea en el tiempo (The Navigator, 1988 [y no 1998, como salió, por error, en el texto citado en la nota 1]), y también impregnó a su guion para Alien 3 de una trama y estética “medievales”; despido de Ward y entrada en Alien 3 de su realizador definitivo, un debutante David Fincher; una filmación marcada por los retrasos, las continuas reescrituras del libreto, el rodaje de escenas adicionales y las estrecheces presupuestarias de una major, 20th Century Fox, que no quería gastarse más dinero del que ya había invertido en las primeras fases del proyecto; y la existencia de al menos dos montajes oficiales, el de 114 minutos estrenado en cines, y el de 145 comercializado en formatos domésticos en el año 2003, ninguno de los dos supervisado por Fincher, quien, no obstante, llegó a editar una primera versión de 137 minutos. A falta de conocerla, pero viendo las dos existentes, no resulta descabellado pensar que ese primer montaje fuera la base de los otros dos.


No estoy en contra de lo que se conoce como versiones extendidas, pues entiendo que el valor de las mismas depende exclusivamente de la calidad y pertinencia del material recuperado. Del mismo modo que hay buenas y malas películas, hay buenas y malas versiones extendidas. Sin salirnos del “territorio Alien”, la versión extendida que Ridley Scott llevó a cabo de Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) (2), con la recuperación de la secuencia del capitán Dallas (Tom Skerritt) convertido en incubadora para nuevos Aliens, ni mejora ni desmerece el resultado que ya conocíamos. Otro tanto puede afirmarse, con matizaciones, del director’s cut de Aliens (El regreso) (Aliens, 1986, James Cameron) (3). No es el caso, como veremos en su momento, de la versión extendida de Alien: Resurrección (Alien: Resurrection, 1997, Jean-Pierre Jeunet), que a mi entender empeora el ya de por sí muy irregular resultado de este film; pero, como digo, de eso hablaremos otro día. En cambio, la versión extendida de Alien 3–que no director’s cut, pues Fincher nunca dio su visto bueno a ninguno de los dos montajes explotados– me parece mucho mejor, más completa, interesante y matizada que el montaje estrenado en cines, irregular pero tampoco tan despreciable como se dijo.


Si, a grandes rasgos, Alien, el octavo pasajero es la descripción del proceso de evolución emocional del personaje de Ripley (Sigourney Weaver) por la vía de una soterrada madurez sexual, y Aliens, la del proceso de superación del trauma de su primera aventura a bordo de la nave Nostromo, Alien 3 puede entenderse, tal y como está planteada y resuelta, como la descripción del proceso mortuorio de la protagonista. Téngase en cuenta que, como es bien sabido a estas alturas, la película culmina con la muerte de Ripley, arrojándose a un caldero de magma ardiente a fin de inmolarse, y con ella, la cría de Reina Alien que está creciendo dentro de su pecho; que a continuación se hiciera Alien: Resurrección es algo que, naturalmente, los responsables del film no preveían en ese preciso momento. Desde sus primeros minutos, Alien 3 es una película marcada por signos de muerte. Mientras se suceden sus títulos de crédito, el montaje alterna estos últimos con una serie de rápidos encuadres: primeros planos de Ripley, durmiendo en su cámara de hipersueño, y a su lado, la pequeña superviviente de Aliens, Newt (encarnada aquí por Danielle Edmond); uno de los temibles huevos que alberga a un “facehugger”, abierto y goteando baba; ese repugnante Alien parásito trepando a una de las cámaras de hipersueño; un primer plano de la dormida Newt dentro de la suya (engañoso, habida cuenta de que no será ella la infectada por el “facehugger”); un cristal que se rompe bajo la presión del Alien parásito; planos detalle de pantallas de ordenador, de luces de alarma…; las cámaras de hipersueño son desplazadas a una cápsula de salvamento, la cual acabará amerizando en el antiguo planeta-prisión, ahora reconvertido en altos hornos, conocido como Fiorina “Fury” 161. Este arranque efectista tendrá un colofón acorde con su carácter abrupto: tras recuperar el conocimiento, Ripley descubrirá con horror que sus compañeros de viaje, la pequeña Newt y el malherido cabo Hicks de Aliens (allí, Michael Biehn), han muerto mientras dormían, la niña ahogada, el hombre atravesado por una columna de metal.


En este sentido, Alien 3 es como una carrera de fondo hacia la muerte, la cual está presente, directa o indirectamente, de forma explícita o simbólica, en la que sin duda es la aventura más sombría y pesimista, sin solución de continuidad –aunque, en la práctica, la tuviera en virtud de una cuarta película–, de la teniente Ellen Ripley. Tras descubrir una marca de corrosión de un tipo que conoce muy bien (las provocadas por el ácido flujo sanguíneo de los Aliens), Ripley le exige al Dr. Clemens (Charles Dance), médico del centro, que le deje ver el cadáver de Newt, y tras examinarlo, que le practique una autopsia. Esta secuencia, por cierto, es una de las mejores del film, macabramente bella y bellamente macabra: mediante una serie de calculados primeros planos, pasamos de la delicadeza de los dedos de Ripley acariciando la boca y el pecho de la niña muerta a los detalles del instrumental quirúrgico progresivamente manchado por la sangre de la pequeña, sugiriendo o mostrando fugazmente el horror intrínseco de lo que ocurre. De la autopsia de esa inocente, esa niña que durante un día vino a erigirse en simbólica sustituta de la ya fallecida hija biológica de Ripley (recuérdese Aliens), pasamos poco después al nacimiento de un nuevo horror, esto es, un nuevo Alien que brota del interior de un pobre animal que ha tenido la desgracia de toparse con un “facehugger” oculto en la cápsula de salvamento –en el montaje para cines, un perro; en la versión extendida, una vaca–, y que, en un nuevo montaje en paralelo, nace mientras Ripley y los habitantes del centro asisten al funeral e incineración en el magma –el mismo en el que acabará Ripley– de Newt y Hicks; en el preciso instante en que el Alien “nace”, una gota de sangre brota de la nariz de la protagonista: si, en Alien, el octavo pasajero, esa hemorragia nasal era la representación de la metafórica “desfloración” de Ripley, su paso a la madurez, aquí apunta al vínculo de sangre existente entre la heroína y el monstruo: aunque todavía no lo sabe, la primera está incubando una Reina Alien, y el segundo se negará a matarla, por más que ella se ofrezca, indefensa, para que lo haga. “Llevas tanto tiempo en mi vida, que ya ni recuerdo cómo era mi vida anterior”, afirma Ripley en presencia del depredador alienígena. Todo queda en familia.


En esta ocasión, la evolución de Ripley es muy física. Para empezar, se ve obligada a raparse la cabeza al uno, para protegerse de los piojos; pero ese corte de pelo puede verse, asimismo, como una especie de negación de su condición de mujer, la que tanto esfuerzo le costó asumir en Alien, el octavo pasajero y Aliens. A simple vista, Ripley parece uno más entre los hombres que viven en Fiorina 161: una comunidad de trabajadores, todos ellos expresidiarios que, bajo la dirección de Andrews (Brian Glover) y su ayudante Aaron (Ralph Brown), ya han cumplido sus respectivas condenas pero, incapaces de regresar a la vida civil, han preferido quedarse voluntariamente en ese planeta frío, lluvioso e inhóspito, organizándose bajo una suerte de culto religioso, de secta profana, bajo la guía espiritual de Dillon (Charles S. Dutton). Pero, a la hora de la verdad, la presencia de Ripley es una perturbación para esa comunidad que lleva años sin ver a una mujer: Clemens y Andrews la previenen para que se deje ver entre los hombres lo menos posible, mientras espera a que llegue una nave de aprovisionamiento dentro de una semana; Dillon le advierte de que cumplió condena por violar a mujeres; más adelante, la protagonista sufrirá un intento de violación. Una comunidad de la que no puede salvarse a nadie; ni siquiera al amable Clemens, quien en el pasado cometió una negligencia que supuso la muerte de varios de sus pacientes, y tras cumplir su condena en Fiorina 161 decidió permanecer allí, autocastigándose en ese planeta que parece la antesala misma del Infierno. Visión infernal de la sociedad que, de un modo u otro, anticipa las que luego mostrará Fincher en tres de sus mejores películas: Seven (ídem, 1995), El club de la lucha (Fight Club, 1999) y Zodiac (ídem, 2007). Ripley y Clemens hacen el amor, en la que es la primera y única vez en la que vemos a la protagonista de la franquicia teniendo relaciones sexuales, digamos, normales (las “anormales” son, en su caso, y como sabremos más tarde, su violación mientras dormía el hipersueño por el “facehugger” que la ha infectado); puede interpretarse, asimismo, como una especie de último favor a dos personas que están a punto de morir: Clemens, a manos del Alien, y Ripley, suicidándose.


Un aspecto que en la versión extendida está más desarrollado y trabajado que en el montaje para cines es el relativo a las connotaciones religiosas y medievales del relato. Resulta fundamental un personaje secundario que en la versión reducida veía muy reducida su importancia: Golic (Paul McGann), un demente a quien en el pasado se le imputaron varios asesinatos, y que presencia la muerte de dos de sus compañeros a manos del Alien, al cual él bautiza como “el dragón”. No cuesta demasiado ver en ello un resquicio de la imaginería medieval presente en el primer guion de Vincent Ward (quien figura acreditado como autor del argumento), así como algo que refuerza, indirectamente, la atmósfera de superstición y fanatismo religioso que impregna la parte de la trama relativa al mesiánico Dillon y sus acólitos. Una secuencia recuperada en la versión extendida es aquélla que nos muestra a Golic convertido en una especie de San Pablo que reniega de la religión más o menos “oficial” representada por Dillon y sus seguidores y que, “iluminado” por su nuevo dios (el “dragón” Alien), se pone a su servicio, liberándolo de la prisión provisional donde Ripley y sus nuevos compañeros de aventuras habían conseguido encerrarlo.


Es verdad que, a pesar de todos esos elementos de interés, Alien 3 está lejos de ser una película redonda. Los reparos existentes alrededor de sus secuencias de acción, efectistas y de una notoria fealdad visual, están justificados; en particular, el clímax del relato, la ejecución del plan desesperado que lleva a Ripley, Dillon y el resto de supervivientes del centro a servir como cebo humano al Alien, con la finalidad de encerrarlo en un tanque que se rellenará de plomo derretido, y que da pie a un festival excesivamente alargado de frenéticos planos con Steadicam desde el teórico punto de vista subjetivo del alienígena. Pero, aún con sus defectos, me parece un film más atractivo, difícil, incómodo y arriesgado que Aliens–este más agradecido, pero también más superficial–, y por descontado, mucho más que Alien: Resurrección. La excelente labor de sus intérpretes, unida a la tenebrosa fotografía de Alex Thomson y los siniestros decorados de Norman Reynolds y Michael White, contribuyen a la solidez –sobre todo, insisto, en su versión extendida– de una película de ciencia ficción de un pesimismo raro de ver en el género en estos últimos años. La partitura de Elliot Goldenthal –para mi gusto, la mejor de la franquicia: superior a la sobrevalorada de Jerry Goldsmith para Alien, el octavo pasajero, la excesivamente referencial de James Horner para Aliens, y la convencional de John Frizzell para Alien: Resurrección– contribuye sobremanera a la atmósfera tenebrosa del relato.

(1) Véase mi artículo publicado en Imágenes de Actualidad, núm. 379 (mayo 2017), sección Cult Movie: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/04/imagenes-de-actualidad-de-mayo-2017-la.html
(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/05/superar-el-miedo-aliens-el-regreso-de.html

Dios y el Diablo en el espacio profundo: “ALIEN: RESURRECCIÓN”, de JEAN-PIERRE JEUNET

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Dios y el Diablo en el espacio profundo. Así se titulaba una reseña que escribí para Dirigido por… (núm. 263, diciembre 1997) con motivo del estreno de Alien: Resurrección(Alien: Resurrection, 1997). Revisados ahora los dos, el film y el texto, pienso que lo que me pareció entonces la película de Jean-Pierre Jeunet y la crítica que le dediqué siguen siendo válidos a día de hoy, más allá de las reflexiones que se puedan hacer sobre ambas veinte años después. Vista con ojos actuales, lo que me ha resultado más (desagradablemente) llamativo es la fealdad de la puesta en escena de Jeunet, un realizador que nunca ha sido santo de mi devoción: no me gustan ni sus películas codirigidas con Marc Caro –Delicatessen (ídem, 1991), La ciudad de los niños perdidos (La cité des enfants perdus, 1995)–, ni sus posteriores trabajos en solitario –de los cuales solo he visto la insoportable e incomprensiblemente sobrevalorada Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001) y la soporífera Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles, 2004); ante semejante panorama, comprendan que me abstuviera de ver Micmacs (Mic Macs à Tire-Larigot, 2009) y El extraordinario viaje de T.S. Spivet (The Young and Prodigious T.S. Spivet, 2013)–; con todos sus abundantes defectos, en su mayoría imputables a él, Alien: Resurrección sigue siendo el film más decente que le conozco.


Concluyendo aquí este recorrido por la franquicia Alien –Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott) (1), Aliens (El regreso) (Aliens, 1986, James Cameron) (2) y Alien 3 (ídem, 1992, David Fincher) (3); respecto a Prometheus(ídem, 2012), me remito a lo que escribí en su momento, porque me sigue pareciendo válido (4)–, lo primero que cabe decir de Alien: Resurrección es que, al contrario de lo que ocurre con las tres películas que la preceden –sobre todo, Alien 3–, su versión extendida comercializada en formato doméstico en 2003 no solo no la mejora demasiado sino que, incluso, en ciertos aspectos la empeora. Hay que decir en descargo de Jeunet que, en la pequeña presentación de la versión extendida, el realizador francés aclara: “esto no es el montaje del director. El montaje del director es lo que se vio en los cines”. Una sinceridad que le honra, habida cuenta de que la escena de apertura de la versión extendida es horrenda hasta decir basta: un chiste fácil que empieza con un gran primer plano de una boca repleta de afilados dientes que parece las fauces de un Alien, hasta que la cámara retrocede, abriendo el espacio dentro del cuadro hasta mostrarnos que dichas fauces no eran sino la boca de un inofensivo insecto que acaba siendo aplastado por un hombre, mientras la imagen sigue abriéndose hasta descubrirnos que dicho individuo está sentado frente a una de las ventanas de la gigantesca nave espacial donde transcurrirá el grueso del relato. Mucho mejores, más sugerentes, eran las imágenes sobre las cuales se superponían los títulos de crédito del montaje para cines: los planos de carne viscosa y palpitante, que anticipan una de las buenas ideas, de guion, del film: la carnalidad y fisicidad de la relación que en esta ocasión entablará Ripley (Sigourney Weaver) con los Aliens. Retengamos estas dos palabras, guion y Ripley.


Una de las mayores curiosidades que depara el ver o volver a ver Alien: Resurrección es la presencia del ahora afamado Joss Whedon como único firmante del libreto. Es verdad que su guion acusa, por un lado, las debilidades inherentes a las secuelas, “obligadas” por contrato a ofrecer “más de lo mismo” (aunque, en el caso de esta franquicia, se produjera un para mí feliz “accidente” como la atípica e inclasificable Alien 3). De este modo, Alien: Resurrección repite el esquema narrativo de Alien, el octavo pasajero, salpicándolo con detalles más propios de Aliens (algo, por lo demás, reconocido por el propio Whedon, a quien tampoco le gustaba Alien 3 y prefirió tomar como modelo a seguir las dos primeras películas). Tenemos, de nuevo, la presentación de un grupo de cosmonautas –en este caso, un puñado de contrabandistas–, para quienes el viajar por el espacio tiene más de rutinario que de aventurero; la presencia de la Weyland-Yutani, malvados poderes fácticos, insensibles, despiadados e instigadores del Mal, los cuales siguen empeñados en reforzar con los Aliens su dotación de armamento; los pobres desdichados que incuban a la fuerza a los alienígenas en sus pechos; la rápida propagación por la nave de los renacidos extraterrestres; la transformación de la nave en un “castillo de los horrores”; la lucha por la supervivencia; la revelación, pasada media película, de que uno de los contrabandistas –Call (Winona Ryder)– es, en realidad, un androide; una terrorífica visita al repelente nido de una Reina Alien; la huida de una nave a punto de explotar; y una pelea final que se dirime gracias a una hábil estratagema para succionar al monstruo y lanzarlo al vacío sideral.


Pero, a pesar de esa dependencia, de esos guiños, no solo las mejores ideas de Alien: Resurrección cabe atribuirlas a Whedon (a pesar de que Jeunet hace lo que puede para estropearlas con su, salvo excepciones, desdichada planificación), sino que tampoco cuesta ver en su libreto un anticipo de similares ideas desarrolladas por su guionista en posteriores trabajos como escritor y director para televisión y cine. Los contrabandistas parecen un anticipo de los desperadosdel espacio protagonistas de la estupenda teleserie Firefly (2002) y el nada despreciable largometraje Serenity (ídem, 2005), del mismo modo que el heterogéneo grupo que acaba liderando Ripley junto con el resto de personajes que se van añadiendo al mismo –los contrabandistas Call, Vries (Dominique Pinon), Johner (Ron Perlman), Christie (Gary Dourdan) y Hillard (Kim Flowers), el Dr. Wren (J.E. Freeman), el soldado Distephano (Raymond Cruz) y el desdichado infectado Purvis (Leland Orser)–, anticipan vagamente a los Vengadores de sus dos películas sobre los mismos (2012-2015).


¿Y Ripley? ¿No había muerto en el clímax de Alien 3? Y bien muerta sigue: la Ripley de Alien: Resurrección es una réplica genética de la original, clonada a partir de una muestra de su sangre… ¡200 años después! ¿Con qué propósito? Por dos razones: la “nueva” Ripley es –como luego sabremos– el experimento genético n.º 8 de los científicos de la Weyland-Yutani, creada a fin de recuperar a la Reina Alien que quedó atrapada en el cuerpo de la primera Ripley en Alien 3, para que ponga nuevos huevos y crear un renovado ejército de monstruos. Hay otra razón, está extrínseca a la trama del film: la necesidad preconcebida de que Ripley, y con ella Sigourney Weaver, sea la heroína de esta nueva odisea alienígena, pues sin ella(s) no hay secuela, y sin secuela, no hay negocio para la 20th Century Fox. Pero, incluso partiendo de este axioma mercantilista, y a pesar de que detrás de la cámara se encuentre Jeunet, la resolución de este trámite demuestra cierto tacto y habilidad por parte de sus responsables. Un bonito travelling frontal atraviesa una puerta automática fuertemente custodiada y penetra en un laboratorio, avanza hacia un enorme recipiente de cristal en el centro de la estancia y se detiene, encuadrando en plano medio, la figura de una niña desnuda y sin pelo que duerme sumergida en una especie de líquido amniótico; mediante el morphing, el rostro de la niña adquiere las facciones de Ripley/ Weaver, al tiempo que la cámara retrocede para mostrar, alrededor del recipiente, al grupo de científicos que ha logrado lo imposible: la resurrección de la protagonista. Proceso de resurrección que no se subraya más, dotando así de cierta dimensión poética al mismo.


Alien: Resurrecciónes una película contradictoria, llena de buenas ideas de guion y malas ideas de realización, por más que el film arroje un saldo atractivo dentro de su irregularidad. Para apreciarla en su justa medida, es necesario soportar una primera mitad en la que abunda lo peor (Jeunet), pero que deja paso a una segunda mitad en la que el interés sube enteros, dando como resultado, al menos, tres magníficas secuencias. Pero, antes de llegar a ella, hay que aguantar no pocas tonterías, en forma de toques de humor que, con franqueza, Jeunet podría habérselos ahorrado (o los productores no permitírselos). Tal es el caso de la grotesca caracterización de personajes como el general Pérez (un histriónico Dan Hedaya, cosa rara en él), con “toques” como el whisky concentrado en una pastilla que se toma junto con Elgyn (Michael Wincott), el jefe de los contrabandistas; el gag del sistema de apertura de puertas diseñado para activarse tras identificar su aliento (sic); o la escena de su muerte, a manos de un Alien que le ataca por la espalda, en la que antes de morir se mira el pedazo de cerebro que acaba de extraerse de su cráneo perforado. Le van a la zaga otras ocurrencias como la caricaturesca escena en la que Gediman (Brad Dourif) se burla de un Alien detrás de un cristal de seguridad, sacando la lengua a la vez que lo hace la criatura. O gratuitos efectos de cámara, como el vertiginoso travelling que “se lanza” encima del paralítico Vries cuando este se pone a gritar de dolor tras haberle caído una gota de la sangre ácida de un Alien en la oreja.


Eso no significa que en esa primera mitad no haya apuntes de interés. Hay otra idea ingeniosa (de nuevo, de guion), consistente en que dos Aliens encerrados matan a un tercer compañero de celda para hacer un agujero con la sangre corrosiva del asesinado. Pero lo más atractivo sigue siendo la presentación de la nueva Ripley, una vez pasada la secuencia de su clonación. Tras haberle extraído, todavía en estado embrionario, la Reina Alien que lleva en su interior, Ripley es confinada en una celda; envuelta en una especie de gasa, la protagonista “nace”, rasgándola con sus uñas, como si fuera una placenta. Una Ripley renovada, distinta, ahora poseedora de algunos de los atributos de sus eternos enemigos (fuerza y agilidad sobrehumanas, sangre corrosiva como el ácido), de comportamiento casi animalesco al principio, aunque, de manera un tanto forzada y pese a la siempre magnífica interpretación de Sigourney Weaver, se va humanizando hasta adquirir los rasgos de la Ripley que todos conocemos. Una Ripley que vuelve a recuperar el papel maternal que ya tenía en Aliens, si bien en este caso establece dos relaciones materno-filiales con criaturas que ni tan siquiera son humanas: la androide Call y el Alien híbrido, mezcla de genética humana y alienígena, que es su “hijo” genético aunque quien lo dé a luz sea la Reina Alien (del mismo modo, recordemos, que en Alien, el octavo pasajero, se llamaba al monstruo “el hijo de Kane” [John Hurt]).


Desde el principio, Call es mostrada como alguien muy diferente al resto de sus compañeros contrabandistas: aunque no desdeña trabajar con ellos y compartir un termo de licor casero, el personaje –y Winona Ryder con su aspecto de quinceañera– contrasta con el rudo aspecto de sus compañeros masculinos, y su apariencia asexuada la aleja también de Ripley y Hillard (a esta última, amante de Elgyn, la vemos en la cama con este, y en bragas –como Ripley en el primer Alien–, realzando así su feminidad). La clave del personaje reside en que Call, como hemos avanzado, no es un auténtico ser humano, sino un androide que, paradójicamente, se comporta como se supone deberían hacerlo los auténticos seres humanos: defiende a Vries de las bromas crueles de Johner; se apiada de Ripley, entrando en su celda y ofreciéndole acabar con sus sufrimientos con su cuchillo; “Ningún humano es tan humano”, dice de ella el bruto Johner; “¿Te programaron para ser gilipollas?”, asevera Ripley. Call simboliza una especie de pureza o de estado de inocencia que enlaza con el curioso discurso religioso que aflora a partir de su relación con Ripley, más acentuado que el apuntado en Alien 3.


A la idea de la resurrección cabe añadir detalles tan concretos como la escena en la que Ripley se atraviesa la mano con el cuchillo de Call (la herida tiene una forma parecida a la de un estigma), el poder corrosivo de la sangre de Ripley (cuya acidez le sirve para escapar de su celda, o para abrir un agujero en un cristal blindado en la pelea final contra el Alien híbrido), o la herida de bala en el costado de Call que Ripley, como el apóstol Tomás, palpa para comprobar la naturaleza sintética de la joven. En una capilla dominada por un enorme crucifijo, Call se conecta con el ordenador central de la nave –que, no por casualidad, y al contrario que Madre, en Alien, el octavo pasajero, aquí se llama Padre–, para que les facilite una salida: las compuertas de la nave empiezan a abrirse. Alien: Resurrección puede interpretarse como la historia de unos ateos –los contrabandistas– que alcanzan la redención gracias a una figura mesiánica y semidivina –Ripley, la que volvió de entre los muertos– y a una profetisa –Call, “llamada” en inglés– literalmente “conectada” con Dios. Pero, cuando el ordenador de la nave deja de funcionar, y alguien grita: “¡Padre ha muerto!”, en una referencia inequívoca al famoso “¡Dios ha muerto!”, de Nietszche, podemos interpretar que no es Dios, sino el Hombre, quien acaba venciendo al Diablo Alien.


Ya he indicado que hay en Alien: Resurrección tres secuencias que, por sí solas, consiguen hacer perdonar sus muchas torpezas. Me refiero, en primer lugar, a la que tiene lugar en el laboratorio donde se guardan los siete especímenes que precedieron a Ripley –el experimento n.º 8, recordemos–, en una secuencia que, si me apuran, guarda ecos de dos grandes películas de Terence Fisher, The Revenge of Frankenstein (1958) y El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969). La protagonista descubre allí a los siete “experimentos” que la precedieron, todos ellos mezclas de genética Alien y humana. La secuencia, filmada con crudeza y elegancia combinadas, está bien construida: Ripley va descubriendo, dentro de unas urnas de cristal y sumergidos en líquido, unas monstruosidades, las primeras de rasgos Alien, y las últimas, más humanas. El horror definitivo reside en el sexto experimento: una réplica deforme de la actual Ripley la cual, patética y agonizante, le suplica que la mate. Ripley arrasa la habitación, y los horrores que alberga, usando un lanzallamas. Lástima que Jeunet caiga en la tentación de cerrarla con un chiste fácil: un comentario chistoso a cargo del personaje de Johner…


La segunda, sin duda alguna la secuencia de acción más llamativa del film, es la famosa persecución submarina. Una idea atractiva, de puro delirante –una sección de la nave, de 30 metros de largo, está completamente inundada por el agua de los tanques de refrigeración que, se dice, alguien se ha dejado abiertos (sic)–, pero que da pie a un vistoso momento fantastique. Ripley y sus compañeros de aventuras deben atravesar, buceando a pulmón, todo ese sector, y antes de llegar a su meta serán atacados por un par de Aliens. El decorado inundado y repleto de objetos flotantes, la belleza de la fotografía –Darius Khondji– y el subrepticio empleo del ralentí –que, un poco como el Sam Peckinpah de Clave: Omega (The Osterman Weekend, 1983), contribuye a alargar, angustiosamente, la permanencia de los personajes bajo el agua, a riesgo de ahogarse–, erigen este fragmento en una de las secuencias bajo el agua más meritorias de la historia del cine fantástico; comparable, salvando las distancias, con la hermosa de Inferno (ídem, 1980, Dario Argento) (5). Hay un momento inolvidable, de puro cruel: la muerte de Hillard, la rezagada del grupo, “pescada” por un Alien que la apresa del tobillo; momentos antes de la zambullida –en un detalle, justo es reconocerlo, de buen guionista, de buen director, o de ambos–, Hillard lanza una mirada de miedo a ese pasillo anegado, intuyendo que no saldrá del mismo con vida… Tampoco hay que despreciar las sugerencias que se desprenden de esta secuencia: el agua como representación del líquido amniótico, el buceo como estado intermedio entre la vida y la muerte, la membrana que es necesario rasgar para salir a la superficie… Es una pena que un fragmento tan estupendo tenga, de nuevo, un remate desdichado: la secuencia de acción inmediatamente posterior a la del buceo –Ripley y sus amigos evitan una trampa de Aliens parásitos a base de bombazos–, planificada y resuelta con todo el frenesí formal típico de Jeunet en materia de acelerados movimientos de cámara.


La tercera secuencia a la que me refiero es aquélla en la que Ripley va a parar al nido de la Reina Alien, donde asiste al nacimiento de su “hijo”: el Alien híbrido. Destacan en la misma la espléndida imagen de Ripley sumergiéndose entre una masa carnosa con la que la Reina Alien ha impregnado los alrededores de su nido; el buen provecho que Jeunet extrae –aquí sí– de los movimientos de cámara (como, por ejemplo, el que nos descubre a la monstruosa Reina Alien en todo su esplendor); la atmósfera lovecraftianadel nacimiento del nuevo Alien; el momento en que asesina a la Reina Alien que acaba de parirle porque no la reconoce como madre, y el reconocimiento tácito de Ripley como su auténtica progenitora. ¡Ni siquiera parece de Jeunet!: en una crítica publicada en el momento de su estreno en Imágenes de Actualidad, Quim Casas dijo –no sin razón– que la secuencia era digna de Cronenberg.


Hay un añadido en la versión extendida de Alien: Resurrección–quizá el único– que contribuye a mejorar un poco el resultado. Tras la huida de los únicos supervivientes –Ripley, Call, Vries y Johner– a bordo de la nave de los contrabandistas, y la destrucción del Alien híbrido –expulsado, y desmenuzado, a través del orificio abierto en una ventanilla por la sangre ácida de Ripley–, la versión estrenada en cines terminaba con Ripley y Call observando la brillante superficie de la Tierra (la primera vez que la vemos en toda la franquicia). La versión extendida añade una pequeña escena en la que Ripley y Call tienen una corta conversación tras haber aterrizado: el contraplano con el que se cierra la escena y la película es un plano general de la ciudad de París… completamente arrasada. Una nota final de escepticismo que corona, con tibieza, un film tan curioso como parcialmente fallido.    


(5) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2011/11/resaca-post-halloween-1-la-belleza-del.html


“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de JUNIO 2017, a la venta

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Wonder Woman (ídem, 2017), de Patty Jenkins, es la película de portada del núm. 380 de Imágenes de Actualidad. El reportaje de esta película se complementa con una entrevista con su protagonista, Gal Gadot, y con el artículo Wonder Woman. Feminismo para las masas.


La portada también destaca los estrenos de La momia (The Mummy, 2017), de Alex Kurtzman, cuyo reportaje se complementa con el artículo Entre vendas y polvo, dedicado a otras adaptaciones de este mito del cine fantástico, y con un retrato de su protagonista femenina, Sofia Boutella; Baywatch (Los vigilantes de la playa)(Baywatch, 2017), de Seth Gordon, que se complementa a su vez con una entrevista con su coprotagonista masculino, Zac Efron, y con el artículo The Hoff, the Man, dedicado a la figura del inefable David Hasselhoff; Gru 3: Mi villano favorito (Despicable Me 3, 2017), de Pierre Coffin y Kyle Balda; la comentadísima tercera temporada de Twin Peaks (2017), de David Lynch, en la sección Televisión, que asimismo incluye reportajes de la quinta temporada de Orange is the New Black, y de la tercera de Fear the Walking Dead; y los Primeras Fotos dedicados a Kingsman: El círculo de oro (Kingsman: The Golden Circle, 2017), de Matthew Vaughn, y a la nueva versión de Asesinato en el Orient Express(Murder on the Orient Express, 2017), dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh.


El número se completa con los reportajes dedicados a Un don excepcional (Gifted, 2017), de Marc Webb; El sueño de Gabrielle (Mal de pierres, 2016), de Nicole Garcia; Aurora (Jamais contente) (Jamais contente, 2016), de Emilie Deleuze; La casa de la esperanza (The Zookeepers’s Wife, 2017), de Niki Caro; American Pastoral (ídem, 2016), de y con Ewan McGregor; Clash (Eshtebak, 2016), de Mohamed Diab; Colossal (ídem, 2016), de Nacho Vigalondo, que se complementa con el artículo 10 cosas que debía saber sobre… el kaiju eiga; La promesa (The Promise, 2016), de Terry George; y Verano 1993 (Estiu 1993, 2017), de Carla Simón. Y las secciones Además…, con otros estrenos del mes; Noticias; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Los primeros calores veraniegos de estos días son ideales para evocar, en la sección Cult Movie, la película más pasada por agua de la historia del cine: Waterworld (ídem, 1995), de Kevin Reynolds (y Kevin Costner), “No puede negarse, y más si lo han reconocido sus responsables, que “Waterworld” tiene contraídas deudas de guion y estéticas con la serie “Mad Max” en general, y con “Mad Max 2: El guerrero de la carretera” –la auténtica creadora de la «estética Mad Max»– en particular. «“Mad Max” sobre el mar» fue una de las definiciones más socorridas de la crítica de la época, y todavía hoy lo es. Y, en el momento de su estreno en España, la crítica nacional se cebó con “Waterworld” porque a Kevin Costner se le «tenían ganas» por haber cometido cinco años atrás un pecado de lesa «cinematograficidad»: haber ganado los Oscar a la Mejor Película y al Mejor Director gracias a “Bailando con lobos” (1990), por delante del Martin Scorsese de “Uno de los nuestros” (1990) y del Francis Ford Coppola de “El Padrino, parte III” (1990)”.


También firmo un par de críticas: la de la magnífica película de Ridley Scott Alien: Covenant (ídem, 2017)…


…y la de la interesante Personal Shopper (ídem, 2016), de Olivier Assayas.


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El alimento de los dioses: “ALIEN: COVENANT”, de RIDLEY SCOTT

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Por más que en estos días publico una reseña de Alien: Covenant (ídem, 2017) en Imágenes de Actualidad(1), no he podido resistir la tentación de hacer un comentario más extenso en este blog, el cual, que para eso está. Publico este comentario coincidiendo con la salida de la revista del mes de junio de 2017 para no avanzarme a la misma, y de este modo completo el particular “dossier Alien” que he ido publicando aquí (2).


Alien: Covenant es una continuación directa de Prometheus, pero su primera secuencia transcurre temporalmente bastantes años antes que aquélla. Nos hallamos en una enorme habitación con un gigantesco ventanal, de escaso mobiliario y blancas paredes y techos; una estancia que, como ya ocurría en Prometheus, evoca la célebre “estética Kubrick” de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968). Al igual que en Prometheus, la referencia a la obra maestra de Kubrick no es gratuita ni meramente decorativa, sino que tiene un profundo sentido estrechamente relacionado con lo que narra. En esta primera secuencia, el androide David (Michael Fassbender), con sus cabellos oscuros originales –en Prometheus, recordemos, se teñía de rubio, como el Peter O’Toole de Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962, David Lean): y este detalle, aquí, es importante–, conversa con su creador, Peter Weyland (Guy Pearce). A este se le ve mucho más joven que en Prometheus, de lo que se deduce que la presente secuencia transcurre años atrás. David toca el piano para su creador, quien luego le pide que le sirva una taza de té; de su conversación se deducen dos cosas muy importantes: que a David le afecta –excelente Fassbender– que Weyland le considere tan solo una máquina, por muy perfecta que sea su apariencia humana; y que a Weyland también le afecta –excelente Pearce– que el androide le recuerde que él seguirá vivo mucho tiempo después de que su creador haya muerto. La iconografía Kubrick de la secuencia lo sugiere, y el diálogo de los personajes lo confirma: como 2001: Una odisea del espacio, como Prometheus, y como Blade Runner (ídem, 1982), Alien: Covenant girará en torno a la creación y la inmortalidad, el papel de dios y la rebelión del hombre.


Tras este significativo prólogo, el film entra en materia con una trama cuya construcción narrativa es muy similar –quizá demasiado– a la de Alien, el octavo pasajero, por más que, como luego veremos, esas similitudes no solo no le sientan mal a la película, sino que, por el contrario, contribuyen a reforzar su interés. Han pasado diez años desde la desdichada expedición de la nave Prometheus. La Covenant es otra nave espacial del planeta Tierra en la que, a diferencia de la Nostromo, no solo viaja una bastante numerosa tripulación, sino que, además –y de nuevo, como en 2001: Una odisea del espacio, o en la reciente Passengers (ídem, 2016, Morten Tyldum) (3)–, se encuentran a bordo 2.000 colonos en estado de hibernación, dado que el viaje hacia el planeta de características similares a las de la Tierra al que se dirigen dura más de siete años. Como en Prometheus, un androide vela el sueño de las almas que se encuentran a su cargo, y ese androide, llamado Walter –papel doble para Michael Fassbender–, es idéntico al David de cabello oscuro que hemos visto en la primera secuencia. Como en Alien, el octavo pasajero, la llegada de una misteriosa señal procedente de un planeta desconocido obliga a la Covenant a cambiar de planes; asimismo, de un modo parecido al primer film pero de manera todavía más acentuada (de un pesimismo, para entendernos, en la misma línea de Prometheus), la acción de Alien: Covenant arranca de forma funesta y, a partir de ese momento, va a peor para los personajes: una avería en el sistema de hipersueño de la Covenant provoca que su capitán, Branson –un fugaz James Franco (4)–, muera quemado vivo dentro de su cámara y delante de su pareja, Daniels (Katherine Waterston).


Esquema que, pese a su fidelidad al mismo, presenta, pese a todo, algunas variaciones. Dado el carácter colonizador de la expedición, la tripulación de la Covenant está formada por parejas de todo tipo: la que formaba Daniels con el difunto Branson, o la de Tennessee (Danny McBride) con Faris (Amy Seimetz); las parejas interraciales que constituyen el segundo de a bordo y nuevo capitán de la nave Oram (Billy Crudup) y Karine (Carmen Ejogo), y la de Upworth (Callie Hernandez) con Ricks (Jussie Smollett); hasta hay una pareja gay: Lope (Demián Bichir) y Hallett (Nathaniel Dean). La aparente ausencia de promiscuidad de Alien, el octavo pasajero deja paso aquí a la mostración de un mundo futuro muy cercano a nuestro tiempo presente, al menos en este aspecto. Este dato sería irrelevante en sí mismo considerado si no fuera porque establece, sutilmente, un agudo contraste con lo que luego sabremos que es el plan demiurgo y unificador del androide David, alguien que pretende eliminar la heterogeneidad y diversidad de la raza humana (y otras razas similares, como la de los Ingenieros de Prometheus, que aquí reaparecen) para implantar la aterradora homogeneidad de los Aliens. Por otro lado, en su tercio final, Alien: Covenant introduce dos grandes y aparatosas secuencias de acción, por lo demás magníficamente filmadas, y destinadas a estrechar sus lazos de estructura narrativa con Alien, el octavo pasajero: una en la que Daniels, cual heredera espiritual de Ripley, hace frente al Alien que intenta infiltrarse en la nave de rescate que ha enviado Tennessee a la necrópolis; y otra, en la que hace otro tanto con el segundo Alien que ha logrado colarse en la Covenant, utilizando en este caso una nueva variante de la expulsión al espacio de la criatura.


Puede acusarse a Ridley Scott de la consabida “falta de originalidad” por el hecho de reincidir en ese esquema, y por recuperar elementos iconográficos clásicos de la franquicia, tales como la nave alienígena de apariencia costillar diseñada por H.R. Giger, los famosos huevos que albergan a los “facehuggers” esperando el momento de incubar a la fuerza al primer desprevenido, y por descontado, el Alien que todos conocemos. Naturalmente que puede verse así, como también podemos pensar que quién mejor o más legitimado para volver a reutilizar esa iconografía que el cineasta que la utilizó por primera vez. Precisamente si algo llama la atención al respecto es el escaso énfasis que pone el realizador a la hora de mostrar, por ejemplo, la nave extraterrestre –que aparece por primera vez en pantalla de una forma sencilla y funcional, sin buscar la sorpresa ni efectismo alguno: la cámara de Scott se limita, aquí, a mostrar–, o la “inevitable” escena en la que un Alien parásito salta del interior de uno de los huevos –los cuales, por cierto, tardan mucho en aparecer– y hace presa, en este caso, en Oram. Supongo que muchos dirán que es un auto-plagio puro y simple, y puede que no les falte razón; pero no es menos cierto que, tal y como el realizador lo resuelve, se puede deducir la ausencia de necesidad de enfatizar algo que quienes han visto todas las películas de la franquicia conocen de sobra. Al realizador le interesa explicar otras cosas.


No resulta de extrañar, en este sentido, que aquello que Scott enfatiza es lo que representa una nueva variante con respecto a lo que él mismo estableció en Alien, el octavo pasajero y Prometheus. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en la manera como plantea y resuelve –excelentemente– las primeras manifestaciones violentas de los Aliens. Uno de los hombres que forman parte de la expedición sobre la superficie del planeta, Ledward (Benjamin Rigby), pisa algo parecido a una especie de capullo, y de su interior brota un minúsculo polvo negro, imperceptible a la vista, que penetra en su organismo a través de su oreja; algo parecido le ocurre poco después a Hallett, tras olisquear algo en la entrada de la nave. Ledward empieza a sentirse muy enfermo, y Karine tiene que ayudarle a regresar a la pequeña nave con la que han aterrizado; una vez allí, ella y Faris tratan de prestarle atención médica, pero ya es demasiado tarde: un pequeño pero mortífero Alien de pálida apariencia brota del cuerpo de Leward, rompiéndole la espalda en el proceso. No mucho más tarde, es Hallett quien enferma y muere, víctima de la explosión pectoral provocada por otro Alien que “nace” de su cuerpo. Hay detalles que demuestran los muchos años que han pasado desde Alien, el octavo pasajero: allí hubiese sido inimaginable un plano como los “imposibles” encuadres microscópicos digitales a lo C.S.I.o House, que muestran el virus negro que entra por la oreja de Ledward y se sumerge en su torrente sanguíneo. Pero esos toques, difíciles de soslayar en una película comercial del año 2017, y que demuestran que Ridley Scott conoce el cine de su tiempo, no chirrían en el conjunto de esas dos secuencias: la terrible situación de “suspense” que se produce cuando el recién nacido Alien manifiesta su agresividad contra Karine, Faris y Ledward; o la brillante del combate en campo abierto contra los pálidos Aliens, subrepticiamente iluminada por los destellos de las armas de fuego.


El relato da a partir de este momento un giro muy interesante. Los supervivientes de la expedición que no han muerto en la explosión de la nave donde han perecido Karine, Faris y Ledward son rescatados in extremis por David. La aparición de este último resulta significativa: ataviado con una capa con capucha que le da un aire muy parecido, recordemos, al del Ingeniero de la primera secuencia de Prometheus. La similitud no es baladí: más adelante, descubriremos el ya mencionado plan demiurgo del androide, quien ha decidido rebelarse contra su Dios –el Hombre–, como los replicantes de Blade Runner, como los Hombres que, en Prometheus, plantaron cara a sus creadores, los Ingenieros. Plan que consiste en la destrucción de los Dioses de los Hombres –los Ingenieros–, rociándolos con su propia creación genética –los recipientes repletos de la negra sustancia que dará origen a los Aliens–, a fin de reemplazar su lugar antes de proceder a su exterminio con una infección masiva de letales alienígenas. David va descalzo –simbólicamente, tocando con los pies en el suelo– en la mencionada primera secuencia, cuando intuye por primera vez la superioridad que su inmortalidad artificial le confiere sobre su creador, y también va así en el templo que ha convertido en su laboratorio de experimentación con la creación de vida Alien.


Como en Blade Runner, y en parte en Prometheus, el delirio mesiánico y demiurgo de David tiene connotaciones religiosas sugeridas visualmente por la magnificencia del diseño de producción. Tras haberlos salvado de los Aliens, David conduce a los humanos a su refugio: un gigantesco templo cuyo patio principal está cubierto de horribles cadáveres carbonizados –de nuevo, los Ingenieros–, convirtiendo el lugar en una sombría necrópolis cuya arquitectura guarda ecos de la Grecia clásica, en lo que puede verse una especie de referencia al monte Olimpo, el hogar de los dioses. En una de las mejores secuencias que nos haya brindado Ridley Scott en estos últimos años, David se aproxima a Walter y, en un clima de tensa intimidad, le enseña a tocar una flauta y, de paso, intenta ganarle para su causa, dándole a entender que no tiene porqué seguir obedeciendo a los seres humanos/ rendir pleitesía a los “dioses” que le han creado, cuando él mismo puede –como David– convertirse en su propio dios. Poco después de haber traído a los humanos a la necrópolis, hemos visto cómo David se recorta sus largos cabellos todavía con restos de tinte rubio para dejárselos igual que los de Walter, primer indicio de que el personaje tiene un plan oculto (¿para qué cortárselos ahora, si no lo ha hecho en años?). El androide explica que la nave que encontró la expedición dirigida por Oram es la misma con la que huyeron la Dra. Elizabeth Shaw –Noomi Rapace– y él tras el desastre de la Prometheus, y que aquélla falleció cuando se estrellaron en el planeta. Más adelante, Daniels descubre, con horror, el cadáver diseccionado de la doctora, abierto en canal por David para utilizarlo como recipiente orgánico de sus experimentos con los Aliens (5).


Alien: Covenantrecupera –más, si cabe, de lo que lo hacía Prometheus– el soterrado contexto de cuento de horror gótico de la película original de 1979. Ya hemos mencionado la aparición del cadáver diseccionado de Elizabeth Shaw; añadamos a ello la decapitación de la cosmonauta Rosenthal (Tess Haubrich) bajo las fauces del Alien que David ha introducido en el templo (a destacar la imagen, aterradoramente bella o bellamente aterradora, de la cabeza cortada de la joven flotando en el pequeño abrevadero donde un momento antes estaba lavándose); el momento en que David y Oram se encaran con ese mismo Alien, el cual se asoma tras unas cortinas (en una escena que vuelve a evocar, soterradamente, la iconografía mitológica que subyace tras la trama); la muerte de Upworth y Ricks en la ducha mientras hacen el amor, en lo que puede verse una maliciosa variante de Psicosis (Psycho, 1960, Alfred Hitchcock) y de la muerte de Lambert/ Veronica Cartwright a manos del Alien en el film original. Alien: Covenant concluye con una memorable “sorpresa final” (que, en el fondo, no es tal: Ridley Scott la anticipa maliciosamente): David reemplaza al fiel Walter y, fingiendo ser este último, consigue subir a la nave de salvamento y a la Covenant. A pesar de tener ciertas sospechas –cf. su mirada a la mano amputada del androide: Walter perdió la suya salvando a Daniels del ataque de un Alien en el campo–, la protagonista femenina no se da cuenta del engaño hasta que ya es demasiado tarde, encerrada en su cámara de hibernación y a punto de entrar en el hipersueño, en otro de los muchos apuntes crueles que jalonan esta película y, en general, el cine de Ridley Scott. Luego, el astuto androide demiurgo deglute un par de embriones de Alien y los guarda junto con los embriones humanos que transporta la Covenant, la cual continúa su viaje hacia ese planeta, ideal para la vida humana…y, ahora, también para los planes de David. De fondo, suena la música favorita del androide, la “Entrada al Valhalla” de El crepúsculo de los diosesde Richard Wagner; secuencias atrás, hemos visto una referencia a Ozymandias (1818), el poema de Percy Bysshe Shelley sobre la decadencia de los imperios. Alien: Covenant es una notabilísima película, que se inscribe con todos los honores en el terreno de esa ciencia ficción pesimista y apocalíptica que tan bien supo practicar el cine norteamericano entre finales de los años sesenta y mediados de los setenta, y de la cual la franquicia Alien fue, en parte, una simbólica continuadora.




(4) Semanas antes del estreno de Alien: Covenant, 20th Century Fox liberó diversos clips promocionales en la red, entre ellos Alien: Covenant – Prologue: The Last Supper(2017), un cortometraje de 5 minutos dirigido por el hijo de Ridley, Luke Scott –quien figura además como director de segunda unidad en Alien: Covenant–, en el que se ve a la tripulación de la Covenant tomando su última cena antes de entrar en el hipersueño. En dicha secuencia vemos a Branson, vivo, junto a Daniels, y la misma incluye una especie de guiño, o broma, a costa de Alien, el octavo pasajero: el momento en el que una de las cosmonautas se atraganta violentamente con la comida… como si fuera a expulsar el Alien de su interior al igual que el Kane (John Hurt) del film original. Puede que dicha secuencia forme parte de un hipotético director’s cut o versión extendida a explotar en formato doméstico, o sencillamente, que no sea más que una astuta campaña publicitaria destinada a fomentar el hype (o ambas cosas).


(5) Otro de esos clips promocionales es Alien: Covenant – Prologue: The Crossing (2017), de tres minutos de duración y dirigido por Ridley Scott, en el cual vemos qué ocurrió a bordo de la nave extraterrestre después de que la Dra. Elizabeth y David marcharan en ella; entre otras cosas, la reparación del decapitado David por Elizabeth.



Homenaje a ROGER MOORE: “LA ESPÍA QUE ME AMÓ”, de LEWIS GILBERT

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[NOTA PREVIA: EL PRESENTE TEXTO ES UNA FUSIÓN, LIGERAMENTE ACTUALIZADA. DE LOS ARTÍCULOS QUE PUBLIQUÉ EN “IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, NÚM. 285, SECCIÓN CULT MOVIE (NOVIEMBRE 2008), Y “DIRIGIDO POR…”, NÚM. 427 (NOVIEMBRE 2012).]


Soy el peor James Bond, según Internet. ¡El más odiado! Que si era demasiado divertido, que si demasiado blando. Se lo toman verdaderamente en serio
Roger Moore (1927-2017)


Sean Connery interpretó al agente James Bond 007 en seis películas basadas en las novelas de Ian Fleming y coproducidas por Harry Saltzman y Albert R. Broccoli: Agente 007 contra el Dr. No (Terence Young, 1962), Desde Rusia con amor(Young, 1963), James Bond contra Goldfinger (Guy Hamilton, 1964), Operación Trueno (Young, 1965), Solo se vive dos veces (Lewis Gilbert, 1966) y Diamantes para la eternidad (Hamilton, 1971); entre estas dos últimas, George Lazenby había encarnado a Bond en 007 al servicio secreto de Su Majestad (Peter Hunt, 1969). Pero tras Diamantes para la eternidad, y harto del personaje, Connery anunció su renuncia “definitiva” del mismo; y escribamos las comillas bien grandes, porque años después volvería a interpretarlo en Nunca digas nunca jamás (Irvin Kershner, 1983). Saltzman y Broccoli decidieron reemplazarle por un desconocido, repitiendo la operación llevada a cabo con el propio Connery y con Lazenby, pero tras hacer pruebas a intérpretes como Julian Glover –quien acabaría siendo el villano de Solo para sus ojos (John Glen, 1981)–, John Gavin, Jeremy Brett y Michael Billington, al final acabaron jugando sobre seguro, inclinándose por un actor famoso: Roger Moore, quien a principios de los sesenta ya estuvo a punto de ser 007 pero prefirió seguir trabajando en la serie de televisión que le hizo mundialmente popular, El Santo(1962-1969). De este modo, Moore acabó haciendo siete películas de la serie Bond: 007 vive y deja morir (Guy Hamilton, 1973), El hombre de la pistola de oro (Hamilton, 1974), La espía que me amó (Lewis Gilbert, 1977), Moonraker(Gilbert, 1979), Solo para sus ojos, Octopussy (Glen, 1983) y Panorama para matar (Glen, 1985).


La espía que se amóse basa en la novela escrita por Fleming en 1962 y publicada en castellano con el título de El espía que me amó. Su trama no tiene nada que ver con su aparatosa adaptación al cine, ya que se centra en Vivienne Michel, la cual se hospeda en un hotel de carretera y es salvada por Bond de la amenaza de unos asesinos, de ahí que por primera vez en un film Bond La espía que me amóconste únicamente como “basada en los personajes de Ian Fleming”. Su preproducción fue una de las más conflictivas de toda la historia de la serie. De hecho, estuvo en un tris de no hacerse a causa de la bancarrota que sufrió el productor Harry Saltzman y que casi arrastra a su socio Albert R. Broccoli, crisis de la que este último pudo salir comprándole a Saltzman su parte de la franquicia cinematográfica sobre el agente 007, valorada en 20 millones de libras esterlinas, y convirtiéndose en único propietario de la misma al frente de Eon Productions. Guy Hamilton tenía que ser de nuevo el director y una larga serie de personalidades habían aportado ideas: el realizador John Landis (sic), los guionistas Tom Mankiewicz, Anthony Barwick, Ronald Hardy, Derek Marlowe, Cary Bates, Sterling Silliphant y hasta el famoso autor de La naranja mecánica Anthony Burgess. El primer guion, rescrito quince veces (¡), no satisfizo a nadie y Hamilton abandonó el proyecto, siendo sustituido por otro realizador con experiencia en la serie: el también británico Lewis Gilbert, quien contrató a dos nuevos guionistas, Christopher Wood y Richard Maibaum, que firmaron el libreto definitivo retomando algunas ideas ya llevadas a cabo por Gilbert en Solo se vive dos veces, de la cual La espía que me amó puede considerarse una reedición mejorada: si en aquélla era una nave espacial de la organización criminal SPECTRA la que se tragaba naves espaciales americanas y soviéticas, y había una batalla final en una base secreta oculta dentro de un volcán, aquí es un petrolero gigante el que se apodera de submarinos yanquis, rusos y británicos, y la batalla tiene lugar a bordo de ese mismo navío.


Otro problema que amenazó con dar al traste con el proyecto fue la demanda judicial contra Broccoli interpuesta por el productor irlandés Kevin McClory, propietario de los derechos de la novela de Fleming Operación Trueno con el cual Saltzman y Broccoli se habían visto obligados a asociarse para hacer el film homónimo de 1965. McClory, que posteriormente lograría poner en pie la ya citada Nunca digas nunca jamás amparándose en esos mismos derechos, alegó que el guion de La espía que me amóse parecía al de otro guion sobre Bond que tenía registrado con el título de Warhead, en cuya trama también figuraban submarinos atómicos. McClory perdió el pleito, pero Broccoli y sus guionistas prefirieron curarse en salud y cambiar el nombre inicialmente previsto para el villano de la función, Stavros, por el de Stromberg, a fin de evitar cualquier parecido con el nombre del jefe de SPECTRA, Ernst Stavro Blofeld, cuya utilización pertenecía legalmente a McClory.


Los encargados de secundar a Moore en su tercera aventura cinematográfica como Bond serían, en primer lugar, el veterano actor alemán Curd Jürgens, acreditado como Curt Jurgens, sin diéresis en la “u”, cuando trabajaba para el cine de habla inglesa, quien encarnaría al supervillano de la función, Karl Stromberg. Jürgens fue elegido después de que se hubiese sido considerado muy seriamente a James Mason, en parte por su interpretación del capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino (Richard Fleischer, 1954). Barbara Bach, una exmodelo con cierta experiencia en televisión y cine que al final se retiraría del mundo del espectáculo tras contraer matrimonio con el exmiembro de los Beatles Ringo Starr en 1981, sería la espía del servicio secreto soviético Anya Amasova. Según parece, Bach fue elegida para el papel apenas cuatro días antes del inicio oficial del rodaje y tras superar con éxito una prueba de pantalla. La primera elección para el papel Anya había sido Lois Chiles, quien declinó la oferta porque no se sentía segura como actriz, aunque luego acabaría siendo la chica Bond de Moonraker. El gigantesco actor de 2,17 metros Richard Kiel tendría a su cargo el lucido papel del secuaz de Stromberg apodado en versión original Jaws y en el doblaje castellano como Tiburón, en referencia en ambos casos a la mítica película homónima de Steven Spielberg. Como Jaws fueron considerados Jack O’Halloran (el villano Non de Superman 1 & 2), Will Sampson (el actor piel roja de Alguien voló sobre el nido del cuco) y Dave Prowse (Darth Vader en la primera trilogía Star Wars). El reparto se completó con intérpretes habituales de la serie Bond, como Bernard Lee, como M; Desmond Llewelyn, como Q; Lois Maxwell, como Moneypenny; o Walter Gotell, como el general Gogol; amén de un par de ex “chicas Hammer”: Caroline Munro, intérprete de la bella y mortífera Naomi, y Valerie Leon, como una turgente recepcionista de hotel.


Con un presupuesto de 14 millones de dólares, por aquel entonces el más caro invertido en una película de 007, La espía que me amó se rodó entre el 31 de agosto de 1976 y el 26 de enero de 1977. La filmación de las escenas en exteriores tuvo lugar en los auténticos escenarios donde transcurre el relato junto con otros de distintas partes del mundo. Por ejemplo, la famosa secuencia de persecución con esquís en los Alpes suizos que precede a los títulos de crédito fue rodada por una segunda unidad a caballo de dicha localización y de Canadá. El momento cumbre de la misma, consistente en el salto al vacío de 007 y la apertura de su paracaídas con los colores de la bandera británica, fue una idea que Broccoli deseaba incluir en el film a cualquier precio (aunque otras fuentes apuntan a que la misma ya había sido sugerida por Lazenby durante el rodaje de 007 al servicio secreto de Su Majestad). Para llevarla a cabo se contrató, a cambio de un salario de 30.000 dólares, al esquiador Rick Sylvester. La escena se rodó una sola vez y a punto estuvo de arruinarse porque las cámaras que filmaban el salto dejaron de funcionar, excepto una, que logró captarlo con teleobjetivo, tal y como se ve en la película.


Algunas secuencias del film fueron rodadas en escenarios reales de Egipto, como las pirámides de Gizeh, el tempo de Abu Simbel o la ciudad de Luxor; otras, en exteriores de Italia y Malta; y las escenas submarinas y con maquetas, en las islas Bahamas. En este punto hay que hacer mención a la extraordinaria labor del técnico de efectos especiales Derek Meddings, quien diseñó una maqueta de veinte metros de largo que figuraba ser el Liparus, el petrolero gigante de Stromberg. La principal razón por la que se decidió hacer una maqueta del Liparus era porque rodar en un auténtico petrolero resultaba carísimo (un alquiler diario de 50.000 libras esterlinas) y, además, extremadamente peligroso: un petrolero vacío tiene más posibilidades de estallar con una pequeña chispa que uno lleno por culpa de las bolsas de gas que quedan en los tanques a modo de residuo. Meddings también realizó la enorme maqueta que simula ser Atlantis, el laboratorio sumergible de Stromberg. Fue necesario construir nada menos que siete maquetas distintas para rodar los planos subacuáticos en los cuales el nuevo coche de 007, modelo Lotus Esprit S1 de color blanco, se convierte en mini-submarino, una maqueta para cada función del vehículo (sumergirse, plegar las ruedas, sacar las aletas, navegar…). Dos auténticos Lotus fueron utilizados para rodar la secuencia de la persecución por carretera; uno de los cuales, por cierto, pertenecía al director de la empresa Lotus, quien lo cedió encantado ante la posibilidad de que su coche saliera en pantalla.


La parte del león del rodaje tuvo lugar en el gigantesco decorado que simula ser el interior del superpetrolero de Stromberg, en su momento anunciado como uno de los mayores de la historia del cine. Diseñado por Ken Adam, decorador habitual de la serie 007, era tan grande que no había plató en el mundo que pudiese albergarlo, ante lo cual Broccoli adoptó una decisión radical: construir ese plató al mismo tiempo que se erigía el decorado en su interior. El resultado sería la construcción del mayor plató jamás edificado en los londinenses estudios de Pinewood, de 114 metros de longitud, 40 metros de anchura por 16 metros de altura. Popularmente conocido como el Plató 007, era capaz de albergar la reconstrucción a escala real de tres submarinos, diversos vehículos y docenas de especialistas y figurantes, y costó un millón de dólares.


¿Qué tuvo que ver Stanley Kubrick con este film? Mucho: el director de fotografía Claude Renoir tenía problemas de visión y era incapaz de iluminar el decorado gigante del Liparus porque no podía ver el fondo del mismo; Adam halló la solución buscando la opinión de un experto amigo suyo: ¡Kubrick!, con quien había trabajado en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú y Barry Lyndon. El excéntrico realizador norteamericano se comprometió a visitar el plató si se le garantizaba que su presencia en el mismo sería un completo secreto, y a lo largo de cuatro días estudió el decorado, sugiriendo que el mismo fuera iluminado con luz artificial. No fue el único miembro de la familia Kubrick involucrado en La espía que me amó: su hijastra Katharina diseñó la incomodísima dentadura metálica que tuvo que soportar Richard Kiel, y que le dolía tanto que tan solo podía llevarla puesta un máximo de 36 segundos.


Estrenada en Gran Bretaña el 7 de julio de 1977 y en los Estados Unidos el 13 del mismo mes, La espía que me amó fue uno de los mayores éxitos de la serie Bond, con una recaudación de más de 46 millones de dólares solo en cines estadounidenses y más de 185 millones a nivel internacional, cosechando además tres merecidas candidaturas al Oscar: para los decoradores Ken Adam, Peter Lamont y Hugh Scaife; para el músico Marvin Hamlisch, firmante de una interesante partitura moderna que renovaba el estilo musical de la serie; y para la excelente canción Nobody Does It Better, con música de Hamlisch, letra de Carole Bayer Sager e interpretada por la estupenda Carly Simon.


Aceptando la convención de dividir la serie Bond en etapas representadas por cada uno de los intérpretes que han encarnado al agente 007, cada una de aquéllas ha tenido al menos una película lograda: James Bond contra Goldfinger (Sean Connery), 007 al servicio secreto de Su Majestad (George Lazenby), La espía que me amó (Roger Moore), 007: Licencia para matar (Timothy Dalton), y Muere otro día (Pierce Brosnan). La excepción a esta tónica la constituye, para mi gusto, la actual “etapa” Daniel Craig: de las cuatro que ha protagonizado hasta la fecha, tres de ellas –007: Casino Royale, Skyfally SPECTRE– me parecen excelentes. Por más que no falta quien defiende El hombre de la pistola de oro (gracias a la presencia como villano del siempre memorable Christopher Lee) o Solo para sus ojos (por su recuperación del Bond más físico y menos tecnológico) como los mejores títulos de la etapa Moore, sigo considerando que las supera La espía que me amó, y ello en base a tres razones: porque supuso la consolidación de Bond como un personaje con un pie anclado en el cine de los sesenta que le vio nacer, pero capaz de adaptarse a los nuevos tiempos sin dejar de ser él mismo; por su rotundo desprecio de la verosimilitud, acentuada por el cariz humorístico que supo imprimirle un irónico y en este sentido subvalorado Roger Moore; y por suponer una de las mejores combinaciones de acción, humor y espectáculo de toda la serie, solo comparable a James Bond contra Goldfinger, 007 al servicio secreto de Su Majestady Muere otro día (y a diferencia de 007: Licencia para matar y los cuatro Bond con Craig, hasta la fecha los títulos más violentos y sombríos de la franquicia).   
 

La espía que me amóconsolidó la etapa Moore y marcó el devenir de la serie tanto en los siguientes títulos que la compusieron (Moonraker, Solo para sus ojos, Octopussy, Panorama para matar), como el “Bond pirata” de Sean Connery (Nunca digas nunca jamás) o el primero de los dos de Timothy Dalton (007: Alta tensión). Puede que ello se deba a que se trataba de la segunda película de la franquicia realizada por Lewis Gilbert, quien antes había firmado la exótica pero decepcionante Solo se vive dos vecesy en esta ocasión estuvo más afinado, entre otras razones porque La espía que me amó es casi un remake de Solo se vive dos veces, y probablemente eso le ayudó a pulir los defectos de esa primera incursión en el universo de 007: si en Solo se vive dos veces el plan de Blofeld y SPECTRA consistía en secuestrar cápsulas espaciales soviéticas y norteamericanas, aquí el del megalómano villano Karl Stromberg consiste en hacer otro tanto con submarinos atómicos de USA, el Reino Unido y la antigua Unión Soviética; y ambas películas tienen sendos clímax que giran alrededor de la liberación por parte de Bond de los cosmonautas/ tripulantes de las naves secuestradas para formar con ellos un improvisado ejército contra las huestes a sueldo de Blofeld/ Stromberg (además de detalles específicos, como la piscina con pirañas reemplazada por una con un tiburón).   


Pero es que, además de tener un villano memorable de puro excesivo –el gigantesco Jaws, Tiburón en el doblaje español–, y atesorar algunas de las mejores secuencias de acción de la saga, memorables por su brillante acabado –la persecución con esquí del prólogo, que concluye con la hilarante imagen de Bond saltando al vacío con un paracaídas que lleva estampada la bandera británica en la tela–, su extravagancia –la persecución primero automovilística, luego submarina, del Lotus pilotado por Bond y la agente soviética Anya Amasova–, o su aparatosidad –la batalla dentro del colosal petrolero traga-submarinos de Stromberg–, el film hace gala de una notoria efectividad cinematográfica, como demuestran: la elipsis que, al principio, elude el secuestro del submarino estadounidense en el prólogo (del cual James Cameron tomó buena nota cuando se planteó la primera secuencia de Abyss/ The Abyss, 1989); el asesinato de Max Kalba (Vernon Dobtcheff) bajo los dientes metálicos de Jaws, los dos ocultos tras una reja de madera y con ese suspense logrado a base de insertar planos en paralelo de unos bailarines egipcios; la atmósfera del intento de asesinato de Bond y Anya a manos de Jaws en las ruinas de Keops (anticipando la bella secuencia de misterio lograda un año después por John Guillermin en Muerte en el Nilo/ Death on the Nile, 1978); el momento en que el tema musical de 007 compuesto por Monty Norman se interrumpe justo cuando Bond desconecta la cámara sobre la cual se está desplazando; la divertida elipsis que muestra a Bond sacando el manillar de una moto de un saco y, en el plano siguiente, al agente secreto montado sobre una moto acuática; Bond hiriendo de muerte a Stromberg, con un balazo disparado a través del cañón de la misma arma escondida bajo su larga mesa con la que ha intentado matarle segundos antes; y la que, sin duda, es la mejor secuencia del film y una de las mejores de la serie: la nocturna que se desarrolla al pie de las pirámides, en la que el juego de luces y sombras y la megafonía de un espectáculo turístico se convierten en el contrapunto visual, sonoro e irónico para el asesinato del confidente Fekkesh (Nadim Sawalha) a manos, de nuevo, de Jaws, y el primer cara a cara entre este último y Bond, con resultados muy sugestivos. Todo ello permite que se puedan perdonar algunos deslices humorísticos que señalan los derroteros cómicos que impregnarían, sobre todo, Moonraker y Octopussy: la descacharrante huida de la furgoneta destrozada por Jaws a través del desierto, a los sones de una música burlesca; el guiño auspiciado por el tema musical de Maurice Jarre para Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962, David Lean) en esas mismas escenas del desierto; el pez que Bond saca por la ventanilla después de que su Lotus submarino haya emergido en medio de la playa...


“DIRIGIDO POR…” de JUNIO 2017, a la venta

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Dirigido por…, núm. 478, dedica su portada a la que posiblemente sea la producción más moderna –en el sentido más noble de la expresión– que haya dado el arte audiovisual de estos últimos años: la tercera temporada de la serie de televisión Twin Peaks (ídem, 2017). Quim Casas analiza los cuatro primeros episodios para la sección Televisión(el resto de la serie será comentada más adelante), y su comentario se complementa con una extensa entrevistaa su director, David Lynch.


También se destaca en portada la tercera y última parte del dossierdedicado a Jean-Luc Godard, la cual consta de los artículos El último testigo, de Aurélien Le Genissel; La complejidad del lenguaje, de Anna Petrus; una selección de textos y declaraciones de Godard llevada a cabo por Quim Casas bajo el título Reflexiones sobre mi trabajo; aproximaciones a dos colaboradores fundamentales de los primeros años de Godard, la actriz Anna Karina –Un rostro que todo lo eclipsa, por Anna Petrus– y el director de fotografía Raoul Coutard –No se olvida la luz de un film, por Valerio Carando–; y filmografía, a cargo de Jaume Genover.


Este número también contiene la entrega final del dossier de dos partes que hemos dedicado a Perlas ocultas del cine negro (y la dirección de la revista no descarta que el mismo pronto pueda tener continuidad), y que consta de los siguientes títulos: Among the Living (1941), de Stuart Heisler (que comento yo); Fly-by-Night (1942), de Robert Siodmak (Tonio L. Alarcón); The Missing Juror (1944), de Budd Boetticher, en la época en la que todavía firmaba como Oscar Boetticher (Juan Carlos Vizcaíno Martínez); Two O’Clock Courage (1945), de Anthony Mann (Ramon Freixas & Joan Bassa); Nocturno (Nocturne, 1946), de Edwin L. Marin (Emilio M. Luna); Desert Fury (1947), de Lewis Allen (Juan Carlos Vizcaíno Martínez); Opio (To the Ends of the Earth, 1948), de Robert Stevenson (Quim Casas); Bodyguard (1948), de Richard Fleischer (Ricardo Aldarondo); Mujer oculta (Woman in Hiding, 1950), de Michael Gordon (Óscar Brox); Furia secreta (The Secret Fury, 1950), de Mel Ferrer (también escrita por mí); Man in the Dark (1953), de Lew Landers (Quim Casas); Investigación criminal (Vice Squad, 1953), de Arnold Laven (Diego Salgado); The Tattered Dress (1957), de Jack Arnold (Ángel Sala); Forbidden (1953), de Rudolph Maté; y World for Ransom (1954), de Robert Aldrich.


Volviendo a la actualidad, destacan las reseñas dedicadas a Colossal (ídem, 2016), de Nacho Vigalondo [Óscar Brox]; el comentario conjunto de Verano 1993 (Estiu 1993, 2017), de Carla Simon + Júlia ist (2017), de Elena Martín [Quim Casas]; Alien: Covenant (ídem, 2017), de Ridley Scott [Quim Casas]; Clash (Choque) (Eshtebak, 2016), de Mohamed Diab [Joaquín Torán]; El sueño de Gabrielle (Mal de pierres, 2016), de Nicole Garcia [Quim Casas]; Cartas de la guerra (Cartas da guerra, 2015), de Ivo Ferreira [Quim Casas]; Piratas del Caribe: La venganza de Salazar (Pirates of the Caribbean: Dead Men Tell No Tales, 2017), de Joachim Renning y Espen Sandberg [Roberto Morato]; y Aurora (Jamais contente) (Jamais contente, 2016), de Emilie Deleuze [Nicolás Ruiz].


También se destacan en la tapa otros dos de los contenidos más relevantes del mes: la crónica del Festival de Cannes 2017, coescrita por Ricardo Aldarondo y Gerard Casau; y el extenso artículo colectivo In Memoriam dedicado al recientemente fallecido Jonathan Demme, firmado por Tonio L. Alarcón, Héctor G. Barnés, Óscar Brox, Quim Casas, Israel Paredes Badía, Diego Salgado y un servidor de ustedes. Otros contenidos son la sección Críticas, con reseñas de otros recientes estrenos. Libros, con comentarios de Ramon Freixas, Quim Casas e Israel Paredes Badía. Banda Sonora, de Joan Padrol. Y En busca del cine perdido, donde Juan Carlos Vizcaíno Martínez rememora Ghost Ship (1952), de Vernon Sewell.


Como ya he avanzado, mi participación de este mes en la revista consiste, en primer lugar, en un par de antologías para la segunda parte del dossier Perlas ocultas del cine negro: la magnífica Among the Living, de Stuart Heisler, y la muy interesante Furia secreta, firmada por el actor y ocasional realizador Mel Ferrer.


También contribuyo al In Memoriam dedicado a Jonathan Demme comentando sus tres aportaciones al género del thriller: El eslabón del Niágara (Last Embrace, 1979), El silencio de los corderos(The Silence of the Lambs, 1991) y El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 2004).


Concluyo esa aportación con la crítica del film de Iñaki Dorronsoro Plan de fuga (2016).


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“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de JULIO-AGOSTO 2017, a la venta

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El núm. 381 de Imágenes de Actualidad, correspondiente al período estival, dedica su portada a la que se anuncia como la película más taquillera del verano: Spider-Man: Homecoming (ídem, 2017), de Jon Watts, cuyo reportaje se complementa con entrevistas con dos de sus protagonistas, Tom Holland y Zendaya.


Otros títulos destacados en portada son: Transformers: El último caballero (Transformers: The Last Knight, 2017), de Michael Bay, cuyo reportaje se complementa con el artículo sobre la franquicia Autobots, transfórmense y avancen; Cars 3 (ídem, 2017), de Brian Fee; La guerra del planeta de los simios(War for the Planet of the Apes, 2017), que se complementa con el artículo Monerías de ayer y hoy, y con la entrevista conjunta al director y al protagonista del film, Matt Reeves y Andy Serkis; Baby Driver (ídem, 2017), de Edgar Wright; Tadeo Jones 2: El secreto del Rey Midas (2017), de Enrique Gato y David Alonso; Dunkerque (Dunkirk, 2017), de Christopher Nolan; y, dentro de la sección Televisión, los reportajes de la séptima temporada de Juego de tronos, el estreno en Netfilix de Okja (ídem, 2017), que se complementa con una entrevista con su director, Bong Joon-ho, y el de To the Bone (ídem, 2017), de Marti Noxon, que se complementa a su vez con una entrevista con su protagonista, Lily Collins.


Completan el número los reportajes dedicados a Pantera Negra (Black Panther, 2017), de Ryan Coogler, dentro de la sección Primeras Fotos; Rey Arturo: La leyenda de Excalibur (King Arthur: Legend of the Sword, 2017), de Guy Ritchie; Día de patriotas (Patriots Day, 2016), de Peter Berg; A 47 metros (47 Meters Down, 2017), de Johannes Roberts; Verónica (2017), de Paco Plaza; Una noche fuera de control (Rough Night, 2017), de Lucia Aniello, que se complementa con un retrato de una de sus protagonistas, Zoë Kravitz; Llega de noche (It Comes at Night, 2017), de Trey Edward Shults; La Torre Oscura (The Dark Tower, 2017), de Nikolaj Arcel; La seducción (The Beguiled, 2017), de Sofia Coppola; Su mejor historia (Their Finest, 2017), de Lone Scherfig; Un minuto de gloria (Slava, 2017), de Kristina Grozeva y Petar Valchanov; y Sieranevada(ídem, 2016), de Cristi Puiu. Y las secciones Además…, con otros estrenos del verano; Noticias; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


En homenaje (otro) al malogrado Roger Moore, dedico el Cult Movie de este número a una de sus más populares y divertidas entregas de la serie James Bond: Moonraker(ídem, 1979), de Lewis Gilbert, “un veterano del cine británico que, dicho sea de paso, bien merecería la adecuada reivindicación por las notables películas que jalonan su más que digna filmografía (…) Y si bien es verdad que esa reconsideración no será gracias a “Solo se vive dos veces” y a “Moonraker”, tampoco hay que olvidar que Gilbert es el firmante del mejor Bond-Moore, “La espía que me amó”, que vendría a ser la versión perfeccionada de lo que el realizador esbozó en “Solo se vive dos veces” y repitió mecánicamente, en “Moonraker””.


Cierro mi participación en este número con un par de críticas: la de la horrenda La momia (The Mummy, 2017), de Alex Kurtzman…


…y la de la, en cambio, muy interesante Norman: El hombre que lo conseguía todo (Norman, 2016), de Joseph Cedar.


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Inocencia superheroica: “WONDER WOMAN”, de PATTY JENKINS

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] En lo que a su estructura narrativa se refiere, Wonder Woman (ídem, 2017) no presenta grandes novedades en materia de cine de superhéroes (mal que les pese a Fernando Trueba o a Olivier Assayas, el de superhéroes también es cine). La única, pequeña, diferencia es que, al contrario que la película que estableció –brillantemente– el por así llamarlo patrón clásico dentro del género, el estupendo Superman (ídem, 1978) de Richard Donner, esta crónica de la infancia-vocación-primeras experiencias de la princesa amazona Diana de Temiscira (Gal Gadot) empieza con una corta secuencia ambientada en época actual, y a partir de la misma se construye el larguísimo flashback que ilustra los recuerdos de la protagonista, en vez de seguir el iter cronológico convencional. Dicha secuencia, en la que vemos a Diana en la actualidad, consultando unos viejos archivos del museo del Louvre, entre los cuales se halla la ya popular fotografía de la protagonista y sus compañeros de aventuras durante la Primera Guerra Mundial –la misma imagen que ya aparecía, recordemos, en Batman v Superman: El amanecer de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016, Zack Snyder) (1)– sirve para enlazar Wonder Woman: the movie con el Universo Cinematográfico DC al que pertenece: recordemos que la película firmada por Patty Jenkins forma parte del plan de producción de Warner Bros. en torno a los superhéroes de los cómics DC en el que también se engloban El Hombre de Acero (Man of Steel, 2013, Snyder) (2) y las futuras Liga de la Justicia (Justice League, 2017, Snyder) y Aquaman (James Wan, 2018).


La cámara se acerca, en un lento zoom, al primer plano de Diana en esa foto y, por encadenado, del mismo pasamos a otro primer plano, el de una Diana de ocho años (Lilly Aspell) que corretea por la mitológica isla de Temiscira, el paraíso de las amazonas, gobernado por su madre, la reina Hipólita (Connie Nielsen), y custodiado por su tía y hermana de la anterior, la general Antíope (Robin Wright). A pesar de una secuencia didáctica un tanto engorrosa pero necesaria para situar al espectador, en la que a base de animación digital se nos explica la guerra mitológica del dios olímpico Zeus contra su propio hijo Ares, el dios de la guerra, este primer bloque narrativo situado en Temiscira no solo no funciona mal, sino que, a ratos, es incluso bastante atractivo, pese a sostenerse –como, de hecho, todo el film– sobre convenciones mil veces vistas. En este primer tercio, Patty Jenkins lleva a cabo una dinámica y sincera revisión del género del peplum que tiene cierto encanto gracias, en parte, a la solidez interpretativa de Robin Wright y Connie Nielsen, y al tono novelesco del planteamiento dramático: la reina Hipólita se niega a que su hija Diana reciba instrucción como guerrera amazona, porque considera que no la necesita; pese a ello, la pequeña Diana admira las habilidades y destreza marciales de su tía Antíope y del resto de amazonas a las que adiestra; y, a espaldas de su hermana, Antíope empieza a entrenar a Diana, convencida de que tarde o temprano necesitará esos conocimientos bélicos. Cuando Diana tiene doce años (ahora con los rasgos de Emily Carey), Hipólita descubre que está siendo adiestrada en secreto por Antíope, pero pese a su resistencia, termina accediendo a que su hija continúe recibiendo entrenamiento militar, pero con la condición de que sea entrenada más duramente que a cualquier otra amazona, acaso para disuadirla. Pese a que en todas estas escenas de Temiscira asoma la sombra del kitsch, como siempre que se aborda en cine la mitología grecorromana –y a pesar, todo hay que decirlo, de las notables licencias que se toman los guionistas con la misma–, el resultado no solo no chirría, sino que incluso adopta un agradable y bien controlado tono de relato clásico de aventuras.


Una vez que Diana llega a adulta, y se convierte en la más poderosa e invencible de todas las amazonas de la isla, un inesperado acontecimiento da pie al auténtico nudo del relato. Un norteamericano llamado Steve Trevor (Chris Pine) atraviesa, con el avión de combate que ha robado a los alemanes, el muro de invisibilidad que mantiene a la isla de Temiscira aislada del mundo, descubriéndonos que nos hallamos en el último año de la Primera Guerra Mundial. El barco de guerra alemán que estaba persiguiendo a Steve atraviesa ese mismo muro invisible, y eso provoca el desencadenamiento de una batalla de los soldados germanos contra las amazonas. Steve es interrogado por Hipólita y revela que trabaja como espía para los ingleses; que, infiltrado en el ejército alemán, ha descubierto –y Jenkins lo visualiza mediante el preceptivo flashback– que el general alemán Ludendorff (Danny Huston) y su ayudante, la Dra. Maru (Elena Anaya), han desarrollado un gas mostaza contra el cual sería imposible protegerse ni tan siquiera con máscaras antigás; y que el mundo lleva casi cuatro años enfrascado en una guerra en la que ya han fallecido millones de inocentes.


Al igual que el superhéroe protagonista del Supermande Donner, Diana de Temiscira es una ingenua, una criatura inocente que nada sabe ni de la humanidad ni de la guerra. “¡Qué cándida era entonces!”, le hemos oído exclamar en el ya mencionado prólogo parisino. De acuerdo con su educación mitológica, Diana cree sinceramente que la humanidad es buenaporque así fue creada por Zeus; que fue Ares quien, envidioso de la creación de su padre, inventó la guerra, y la inculcó a los seres humanos por mero despecho; y, sabedora de que Zeus expulsó a Ares a la Tierra con su último suspiro, Diana está firmemente convencida de que bastará con que encuentre a Ares, se enfrente a él y le mate con una espada mágica de Temiscira (la “matadioses”), para que la humanidad se vea libre del influjo del dios de la guerra y vuelva a vivir en paz. Esta es, sin duda, la idea más interesante de esta película, y la que da pie a sus mejores momentos. Diana de Temiscira es, aquí, una pacifista pura que empieza abrazando, sin saberlo, la filosofía de Jean-Jacques Rousseau en torno a la bondad intrínseca del ser humano, hasta que termina dándose cuenta de que la realidad de la humanidad se encuentra, por desgracia, más cerca de Thomas Hobbes y su célebre sentencia en torno a que el hombre es un lobo para el hombre.  


Ha circulado estos días cierta polémica en torno al contenido feminista de esta versión de Wonder Woman en base al hecho de que William Moulton Marston, creador del personaje en el año 1941, quiso plasmar en ella las ideas feministas del momento (3). Y, cierto es, el film contiene algunos apuntes al respecto: las habitantes de la isla de Temiscira viven en un reino sin hombres, como es preceptivo entre las amazonas; Diana está convencida de que fue creada por su madre usando una arcilla a la que luego se le insufló mágicamente la vida; la primera vez que Diana ve a Steve desnudo, saliendo del estanque donde acaba de darse un baño, no muestra la menor incomodidad ante él, por más que es notorio que, como suele decirse, ella todavía no ha conocido varón; más tarde, conversando en la embarcación en la cual ambos parten hacia Londres, Diana le explica a un asombrado Steve que conoce perfectamente cómo funciona la reproducción entre los seres humanos y sabe de la existencia –dice– de “los placeres de la carne”, pero que nada de eso contradice su convicción amazona de que los hombres son “innecesarios”; una vez en Londres, Diana tiene que ponerse ropa “de mujer” para que su atuendo de amazona no llame la atención, y probándose un vestido con falda y enaguas, se pregunta “cómo pueden las mujeres luchar con esto puesto…” (sic), mientras ensaya una patada ante el espejo del probador. Pese a todo, la idea del pacifismo es en el film más importante que la del feminismo, entre otras razones porque la primera condiciona tanto la trama como la propia puesta en imágenes del relato. Si el Superman de Donner era, en cierto sentido, la historia de un personaje “irreal”, en el borde mismo de lo angelical –recuerden: nunca mentía–, Wonder Woman le sigue los pasos de cerca: Diana de Temiscira es otra criatura “irreal”, perfecta, hermosa en cuerpo y alma que, como el Hombre de Acero, también se da de bruces contra la “realidad”, representada en este caso por una Gran Guerra que, efectivamente, no se detiene ni tan siquiera después de que Diana haya matado a quien creía que era el dios Ares porque la guerra no es el resultado de la influencia de ninguna divinidad maléfica sobre el ser humano, sino una parte intrínseca de este.


En consecuencia, la planificación –en la que es, asimismo, la mejor idea de puesta en escena de la película, para nada innovadora, pero al menos bien resuelta– sabe diferenciar muy bien los movimientos de Diana y el resto de las amazonas de los movimientos de los seres humanos. Ya en las secuencias de acción desarrolladas en Temiscira, Jenkins utiliza la cámara lenta para mostrar las increíbles acrobacias de Diana y las demás las mujeres guerrero. El ralentí establece un claro contraste con el tono visual de las secuencias relacionadas con la Primera Guerra Mundial, rodadas con un sentido de la imagen que evoca, por enésima vez, la estética semi-documental instaurada en el género bélico por Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). El contraste que se da resulta sugerente, y a ratos brillante, sobre todo en aquellos momentos en los que ambos estilos aparecen juntos: es el caso de la ya mencionada secuencia de la pelea de las amazonas contra los alemanes en la playa de Temiscira; o en particular, en la mejor secuencia de acción, y probablemente, la mejor de todo el film: el primer combate de Diana contra los alemanes en las trincheras.


Es verdad, como se ha dicho estos días, que Wonder Woman reincide en algunos de los defectos de las dos principales películas del Universo Cinematográfico DC que la preceden, El Hombre de Acero y Batman v Superman: El amanecer de la Justicia. Se ha hecho expresa mención de la excesiva duración de su inevitable “batalla final”; pero, a decir verdad, dichas críticas me parecen injustas, no solo porque el clímax no me parece tan largo como el de las anteriores (sobre todo, la aburrida hora final de El Hombre de Acero), sino incluso más interesante a nivel de construcción. Un detalle resulta llamativo: como consecuencia de la detonación de una bomba, Diana se queda temporalmente sorda; en ese preciso instante, Steve le dice algo que, como consecuencia de que el film adopta momentáneamente el punto de vista de Diana, resulta asimismo casi inaudible para el espectador; será más tarde cuando Diana recordará y comprenderá las últimas palabras de Steve, en un breve flashbackque se inserta, precisamente, justo en medio del combate final de la heroína contra –ahora sí– el auténtico Ares. Esta “interrupción” que, asimismo, ralentiza la batalla climática de la función vuelve a ser una nueva expresión de que Diana no solo se mueve, sino que también piensa, a una velocidad que no es la humana. Pese a estos y otros apuntes de interés, Wonder Woman está lejos de ser una maravilla (y perdón por el chiste fácil); pero, con todos sus defectos, más de guion que de otra cosa, el resultado acaba siendo bastante más simpático de lo esperado: hay personajes secundarios –los compañeros de armas de Diana y Steve: Sameer (Saïd Taghmaoui), Charlie (Ewen Bremner), el Jefe (Eugene Brave Rock)– que están retratados con cariño; momentos resueltos con elegancia (la elipsis en la escena de amor entre Diana y Steve); y, lo que es más importante, Gal Gadot sabe transmitir la inocencia de la protagonista de una manera sincera y convincente, sin la cual el personaje carecería por completo de sentido.

(3) Los interesados pueden profundizar en esta temática gracias al libro de la amiga Elisa McCausland Wonder Woman. El feminismo como superpoder recientemente publicado por Errata Naturae.

Mujeres en la encrucijada: procesos de madurez en el cine contemporáneo

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LAS TRAMAS DE LOS FILMS COMENTADOS.] Maureen (Kristen Stewart), la protagonista de Personal Shopper (ídem, 2016, Olivier Assayas), Katherine (Florence Pugh), la de Lady Macbeth (ídem, 2016, William Oldroyd), y Diana de Temiscira (Gal Gadot), la de Wonder Woman (ídem, 2017, Patty Jenkins) (1), comparten el hecho de ser mujeres sometidas, cada una en circunstancias muy diferentes, a sendos procesos de madurez personal que pasan por un desarrollo activo, y en ocasiones traumático, de su sexualidad. A primera vista no pueden ser más diferentes: Maureen trabaja como personal shopper(“compradora personal”) de una reputada modelo; Katherine es una mujer joven del siglo XIX obligada a casarse so pena, caso de no hacerlo, de verse condenada al destino de todas las mujeres de su época: la servidumbre o la muerte por inanición; y Diana es una amazona que vive en un reino de mujeres mitológicas invisible a los ojos del resto del mundo. Pero sus vidas dan un giro a partir de acontecimientos cruciales: para Maureen, la muerte de su hermano gemelo Lewis tres meses atrás, a partir de lo cual cobra fuerza la promesa que se hicieron el uno al otro de que, en caso de premoriencia, el difunto haría una señal al otro desde el más allá; para Katherine, el casarse con Alexander (Paul Hinton), un hombre bastante mayor que ella y que, además, se niega en redondo a hacerle el amor porque, como luego sabremos, sigue enamorado de una antigua amante, ya fallecida, con la que tuvo un hijo; y, para Diana, el descubrimiento de que, fuera de la isla de Temiscira, el mundo se encuentra inmerso en la Primera Guerra Mundial, y ello la impulsa a abandonar su hogar y viajar al de los humanos a fin de detener dicho conflicto bélico.


Maureen y Diana comparten una motivación fantástica, la primera por el hecho de verse inmersa en una situación sobrenatural, y la segunda, por ser ella misma una criatura “sobrenatural”: una superheroína. Por su parte, Maureen comparte con Katherine una sexualidad insatisfecha, aunque la de la primera es menos evidente que la de la segunda, mucho más explícita. Maureen lleva una vida solitaria; la vemos relacionarse con amigos, pero no se menciona ni por asomo a un novio o amante. Katherine también está sola, por más que, paradójicamente, viva acompañada de su marido y de los criados que la atienden, pero cuya compañía no hace sino acentuar su soledad de tipo espiritual y afectiva. Diana tampoco vive sola, pero su madre, la reina de las amazonas Hipólita (Connie Nielsen), no comprende su deseo de ser adiestrada como guerrera al igual que el resto de mujeres de Temiscira; una isla, por cierto, donde no hay hombres, pero ya insistiremos luego sobre eso. Las tres son, en cierto sentido, personas incomprendidas por su entorno: algunos se preguntan qué aliciente le encuentra Maureen a su trabajo, comprar ropa cara y zapatos para la modelo Kyra (Nora von Waldstätten) y dejárselos en su apartamento, aunque sea a cambio de dinero; desde un punto de vista estrictamente social, Katherine debería ser, a la fuerza, una mujer feliz (sic), dado que ha hecho lo que suele denominarse “una buena boda” con un hombre adinerado, y por tanto, nunca-le-faltará-de-nada; y la madre de Diana no entiende, como digo, que su hija quiera ser adiestrada como guerrera y conocer de primera mano los horrores de algo, la guerra, que Hipólita experimentó en sus carnes y que ahora desea a todas luces olvidar.


La madurez de las tres pasa por el progresivo descubrimiento de una realidad diferente a la que hasta ese momento conocían: en el caso de Maureen, la certeza de que existe el más allá; en el de Katherine, de que la vida ofrece otros alicientes distintos a los que ella, se supone, disfruta en función de su privilegiada condición social; y, en el de Diana, el descubrimiento del mundo de los seres humanos, un lugar donde ni todo es bueno ni todo es malo, donde no existe lo blanco y lo negro, sino una grisura que choca de frente con la ingenuidad de sus intenciones: detener la Gran Guerra mediante la destrucción de Ares, el dios de la guerra. Un proceso de madurez vital, emocional y sexual que se expresa, en primer lugar, dibujando la relación de estos tres personajes con el vestuario. Venciendo sus temores iniciales, Maureen acabará atreviéndose a hacer algo que su jefa le tiene estrictamente prohibido: probarse los vestidos y el calzado que le compra. En cambio, Katherine hace más bien todo lo contrario: quitarse ropa y zapatos: después de que su marido se haya ido en viaje de negocios, vemos a la protagonista de Lady Macbeth tumbada en el sofá con los pies descalzos, algo “impropio” de una mujer-casada-y-decente en la sociedad y la época retratadas; más tarde, se desprenderá del corsé que le ayuda a ponerse cada mañana su criada Anna (Naomi Ackie); y luego, consolidada su relación con su amante, Sebastian (Cosmo Jarvis), en varias ocasiones se pasea por su casa cubriendo su cuerpo desnudo solo con un camisón o un batín, siempre a punto de acoplarse a su nuevo hombre; no por casualidad, volverá a ponerse el corsé cuando su marido Alexander regresa tras una larga ausencia. Por su parte, resulta de destacar la estupefacción de Diana al llegar a Londres, pues no comprende que su uniforme de amazona pueda ofender a nadie (es incapaz de entender, como le indican, que lo que puede resultar ofensivo es… la poca ropa que lleva puesta); y, probándose un vestido propio de una dama inglesa de 1918, comenta que le asombra que alguna mujer sea capaz de pelear con semejante indumentaria; tampoco es casual que, en el momento de entrar en combate, lo que haga precisamente es desprenderse de su ropa convencional y revelarse tal cual es.


Todo ello desemboca, inexorablemente, en una explosión de sensualidad. Antes de acabar probándose el vestuario que ha comprado para Kyra, hemos visto a Maureen sometiéndose a una exploración mamaria de rutina; pero no hay en esa imagen nada más que un cuerpo desnudo contemplado sin más. En cambio, más adelante, y con uno de los vestidos de Kyra puestos, Maureen se echa en su cama, y se masturba. 


También acude al onanismo Alexander, quien como hemos explicado se niega a acostarse con Katherine, a la que no ama ni tan siquiera desea, obligándola a desnudarse delante de él e incluso a darle la espalda mientras él se alivia, y sin importarle para nada la satisfacción sexual de su esposa. Más tarde, Katherine, desafiante, será capaz de montar a Sebastian delante de Alexander como señal de desprecio hacia este último. 


Ni que decir tiene que la expresión de la sexualidad de Diana no es, ni de lejos, tan evidente como la de las protagonistas de Personal Shoppery Lady Macbeth, y más teniendo en cuenta el carácter de producción para-todos-los-públicos de Wonder Woman –la escena en la que hace el amor con Steve (Chris Pine) está resuelta elípticamente–; pero, a pesar de ello, su sensualidad está a flor de piel: hablando con Steve mientras navegan camino a Londres, Diana le explica que conoce “los placeres de la carne”… si bien porque se ha leído previamente los doce volúmenes de una enciclopedia que gira alrededor de esa temática (¡!); y además, añade, sabe que los hombres son necesarios para las mujeres a efectos de procreación… pero, para lo demás, son completamente “innecesarios”: por unos segundos, la sombra del lesbianismo flota sobre las imágenes de este film “familiar” que, recordemos, presenta una isla habitada solo por mujeres.


La evolución de estas tres mujeres pasa, asimismo, por el miedo: el miedo a haber abierto demasiado una puerta al más allá, en el caso de Maureen; el miedo a ser descubierta y, de nuevo, reprimida, en el de Katherine; el miedo a fracasar en su misión heroica, en el de Diana. Un miedo que las obliga a reaccionar, a vivir intensamente, con tal de no perder el control de sus existencias. Maureen es acosada por alguien misterioso –¿un desconocido?, ¿el fantasma de Lewis?, ¿un espíritu maligno?–, que la persigue bombardeándola con mensajes de WhatsApp. Katherine llega al extremo de asesinar a su esposo, matar a su caballo y enterrarlos a ambos en el campo para no dejar rastros de su crimen; y, más adelante, asesinará al pequeño Teddy (Anton Palmer), el hijo bastardo de su difunto marido, a fin de impedir que la mujer que se hace cargo del pequeño, Agnes (Golda Rosheuvel), se quede a vivir en su casa, impidiéndole seguir viéndose (y seguir follando) con Sebastian. Diana se obsesiona con la idea de que, para acabar con la guerra, tiene que matar al dios Ares usando un arma fálica: la espada “matadioses” que las amazonas guardan como un tesoro en Temiscira; no es casual que, a la hora de la verdad, la facultad para acabar con Ares no se halle en la “matadioses”, sino en ella misma…


Las tres acaban triunfando en sus propósitos, pero acaban pagando un alto precio por ello. Maureen, dejando su profesión de “compradora personal” tras el misterioso asesinato de Kyra, y haciendo frente a otra manera de entender su existencia, pero teniendo que aceptar que lo sobrenatural acabará formando parte consubstancial de la misma, le guste o no. Katherine, sacrificando a su propio amante, al que entregará a las autoridades tras convencer a todo el mundo de que Sebastian y la criada Anna han asesinado al pequeño Teddy; de este modo, Katherine garantizará su libertad, sin marido ni otro hombre que la someta, pero pagando a cambio el precio de una renovada soledad. Y Diana, descubriendo por fin la ingenuidad de sus propósitos, el final de su inocencia–matar a Ares no significa que se vayan a acabar todas las guerras del mundo–, pero marcándose un nuevo propósito vital: la protección de la humanidad. Maureen, Katherine y Diana son tres mujeres cuya evolución pasa, finalmente, por el peso que tienen en sus vidas otros tantos hombres muertos: su hermano, u otro fantasma, en el caso de la primera; el marido al que ha asesinado, en el de la segunda; y Steve, su amor romántico, en el de la tercera.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/06/inocencia-superheroica-wonder-woman-de.html


“DIRIGIDO POR…” de JULIO-AGOSTO 2017, a la venta

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El número 479 de Dirigido por… dedica la portada de su número estival a La seducción (The Beguiled, 2017), cuyo comentario crítico corre a cargo de Gerard Casau, y que se complementa con una entrevista con la realizadora del film, Sofia Coppola.


La portada también destaca la publicación de la primera parte de un dossier de dos entregas dedicado a William Wyler, cineasta del Hollywood Clásico que bien merece una reconsideración. Esta primera parte consta de los siguientes artículos: Introducción. Sobre la actualidad de un clásico, de Antonio José Navarro; ¿Qué hacemos con Willi, tío Carl? Los inicios de Wyler (1920-1929), de Antonio Belmonte; Wyler: 1930-1935. Buscando un estilo, de Israel Paredes Badía; Entre la sinceridad de los sentimientos y la lucha de clases, de Juan Carlos Vizcaíno Martínez; y Héroes anónimos. La aventura del día a día, por Ricardo Aldarondo.


Asimismo, son titular de portada las críticas de Verónica (2017), de Paco Plaza, a cargo de Tonio L. Alarcón; En la Vía Láctea (Na miecnom putu/ On the Milky Road, 2016), de Emir Kusturica, comentada por Israel Paredes Badía; Tanna (ídem, 2015), de Martin Butley y Bentley Dean, reseñada por Óscar Brox; y Sieranevada (ídem, 2016), de Cristi Puiu, que aborda Nicolás Ruiz; y los comentarios para la sección Televisión de Fargo T.3 (Fargo, 2017), a cargo de Quim Casas; Lo que la verdad esconde: El caso Asunta(2017), de Elías León Siminiani, asimismo comentada por Quim Casas; y El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, 2017), reseñada por Joaquín Torán.


A todo ello hay que añadir las reseñas de Wonder Woman (ídem, 2017), de Patty Jenkins, comentada por Quim Casas; En este rincón del mundo (Kono sekai no katasumi ni, 2016), de Sunao Katabuchi, de la que nos habla Diego Salgado; Día de patriotas(Patriots Day, 2016), de Peter Berg, reseñada por Israel Paredes Badía; The Love Witch (ídem, 2016), de Anna Biller, que analiza Antonio José Navarro; Baby Driver (ídem, 2017), de Edgar Wright, comentada por Diego Salgado; Abracadabra (2017), de Pablo Berger, sobre la cual escribe Israel Paredes Badía; Un minuto de gloria (Slava, 2016), de Kristina Grozeva y Petar Valchanov, que reseña Nicolás Ruiz; y A 47 metros (47 Meters Down, 2017), de Johannes Roberts, comentada por un servidor. Y, además, las secciones Críticas, con reseñas de otros estrenos; El film reencontrado, sobre la reposición en cines de Pulp Fiction (ídem, 1994), de Quentin Tarantino, que aborda Héctor G. Barnés; Fuera de campo, donde Antonio José Navarro comenta Solntse/ The Sun (2004), de Alexander Sokurov; In Memoriam, en la que Christian Aguilera rememora la figura del director de fotografía Michael Balhaus; Cine On-Line, con comentarios de Joaquín Torán, Tonio L. Alarcón y Ramón Alfonso; Home Cinema, con comentarios de Emilio M. Luna, Antonio José Navarro y Joaquín Vallet Rodrigo; Libros, con comentarios de Ramon Freixas, Quim Casas e Israel Paredes Badía; Banda sonora, de Joan Padrol; y Cinema Bis, donde comento el film de Gerald Kargl La angustia del miedo (Angst, 1983).


Mi contribución a este mes se limita, por un lado, a un par de críticas de películas “fresquitas”: la ya mencionada A 47 metros


…y la, digamos, comedia Baywatch (Los vigilantes de la playa)(Baywatch, 2017), de Seth Gordon.


Como he avanzado, también comento, para Cinema Bis, un film, por el contrario, harto incómodo e inquietante: La angustia del miedo.

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Gorra blanca, gorra negra: “DÍA DE PATRIOTAS”, de PETER BERG

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] La construcción narrativa de Día de patriotas(Patriots Day, 2016) no anda muy lejos, salvando las distancias, de la del que fuera conocido como cine de catástrofes. En montaje paralelo, y en el caso concreto de Día de patriotas, primero vamos viendo el quehacer cotidiano de una serie de personajes sin ninguna relación aparente entre sí, y cuyas vidas acaban convergiendo alrededor de un hecho traumático: nos hallamos en Boston y en el 13 de abril de 2013, lugar y fecha en los cuales los hermanos Tamerlán y Dzojar Tsarnaév atentaron contra la Maratón de la ciudad con dos artefactos explosivos, provocando tres víctimas mortales y 282 heridos, a los cuales hay que añadir una víctima mortal más y otras 16 personas heridas en posteriores tiroteos relacionados con la búsqueda y captura de los terroristas.


Esos personajes, como digo, son: el sargento de la policía de Boston Tommy Saunders (Mark Wahlberg) y su esposa Carol (Michelle Monaghan); el joven matrimonio formado por Jessica Kensky y Patrick Downes (Rachel Brosnahan y Christopher O’Shea); Steve Woolfenden (Dustin Tucker) y su pequeño hijo Leo (Lucas Thor Kelley); el sargento de la policía de Watertown, Boston, Jeffrey Pugliese (J.K. Simmons); y los autores del atentado: Tamerlán (Themo Melikidze), el hermano mayor, Dzojar (Alex Wolff), el menor, y Katherine Russell (Melissa Benoist), esposa del primero. Una vez producida la tragedia, otros relevantes personajes se añaden a la trama, la cual continúa construida alrededor del efecto asociativo creado por el montaje en paralelo: el agente del FBI Richard DesLauriers (Kevin Bacon), el jefe de la policía de Boston Ed Davis (John Goodman), el alcalde de la ciudad Thomas Menino (Vincent Curatola), el gobernador del estado de Massachusetts Deval Patrick (Michael Beach), y Dung Meng (Jimmy O. Yang), un estudiante de nacionalidad china que fue secuestrado por los Tsarnaév, así como diversos personajes más secundarios (o, mejor dicho, con menos aparición en pantalla).


Lo primero que llama positivamente la atención de Día de patriotas es que ese montaje en paralelo, que se mantiene a lo largo del extenso metraje de la película (133 minutos), no solo no resulta cansino ni reiterativo sino, por el contrario, acaba siendo la esencia de un film excelente. A falta de haber visto los dos anteriores trabajos tras las cámaras de Peter Berg, realizador de Día de patriotas–me refiero a El único superviviente (Lone Survivor, 2013) y Marea negra (Deepwater Horizon, 2016)–, y de no haberlo hecho por culpa de la apabullante mediocridad de las otras cinco películas que le conocía hasta la fecha –Very Bad Things (ídem, 1998), El tesoro del Amazonas (The Rundown, 2003), La sombra del reino (The Kingdom, 2007), Hancock (ídem, 2008), Battleship (ídem, 2012): ¡menudo lote!…–, Berg exhibe en esta ocasión unas dotes como cineasta que, esperemos, no sean fruto de la casualidad, sino de una madurez de ideas que se ha ido forjando poco a poco y aún a costa de hacer, primero, tantos malos films.


He mencionado que el montaje en paralelo acaba siendo la esencia de Día de patriotas. Berg, también guionista de la película –junto con Matt Cook y Joshua Zetumer, sobre un tratamiento previo suyo y de Cook, Paul Tamasy y Eric Johnson–, y con la inestimable colaboración de dos excelentes montadores –Gabriel Fleming y Colby Parker Jr.–, construye en este sentido un virtuoso mecanismo de relojería narrativa. El estilo semi-documental de filmación de Día de patriotas, bien dosificado y trabajado a nivel visual (nada que ver ni con el peor Paul Greengrass ni con el temible “cine de cogotes”, en feliz definición del amigo Diego Salgado), consigue de este modo expresar y transmitir una lograda sensación de cotidianeidad, muy patente, sobre todo, en las también citadas escenas previas al atentado. Una atmósfera cotidiana que no se rompe –lo cual es muy notable– cuando Berg pasa de la descripción de la vida hogareña de los personajes, digamos, “positivos”, a la de los, sigamos diciendo, “negativos”: la cámara del realizador retrata a los hermanos Tsarnaév en su casa sin alterar el tono, sin subrayados innecesarios, a pesar de que les “sorprende” en el momento en el que están discutiendo los últimos preparativos del atentado. Se logra de este modo un vibrante retrato coral, una visión de conjunto, que casa muy bien con el mencionado tono semi-documental de un relato que prefiere mostrar a juzgar, se inclina por enseñar en vez de por moralizar y antepone la descripción al sermoneo.


Otra interesante (y lograda) particularidad de Día de patriotas es que el montaje en paralelo no solo se utiliza para trazar (brillantes) contrastes entre los personajes y las situaciones que protagonizan. Ese mismo montaje en paralelo se halla presente dentro de las propias secuencias en sí mismas consideradas, de tal manera que cada una de ellas se divide, a su vez, en múltiples pequeñas escenas contempladas desde una amplia diversidad de puntos de vista. Ello resulta particularmente meritorio en la extraordinaria secuencia del atentado, y sobre todo, en los momentos inmediatamente posteriores al estallido de las bombas: los puntos de vista de los principales personajes no solo convergen y culminan aquí, sino que además Berg logra hacer la secuencia más rica, más compleja, introduciendo puntos de vista anónimos mediante la inserción de nuevos encuadres tomados desde la perspectiva de las videocámaras o los dispositivos de grabación de los teléfonos móviles y las cámaras de televisión, bien sea insertando imágenes reales de la tragedia, o bien imágenes rodadas ex profeso para el film.


Podrá reprochársele a la película que sus personajes parezcan obedecer a determinados estereotipos muy clásicos dentro de la narrativa audiovisual norteamericana. Pero, tal y como Berg lo plantea todo, Día de patriotas acaba siendo por encima de todo un film coral, y en particular, un film de situaciones, que de personajes. Un ejemplo pequeño pero definitorio de lo que la película pretende ser reside, insisto, en el tratamiento de los mal llamados personajes secundarios. Tomemos, sin ir más lejos, el del joven agente de policía Sean Collier (Jake Picking), quien perecerá a manos de los hermanos Tsarnaév cuando estos intentan robarle la pistola; el personaje de Collier no tendría en sí mayor relevancia dramática si no fuera porque antes le hemos visto flirtear con Li (Lana Condor), una joven científica de la universidad; desde luego que esa incipiente love story, en sí misma considerada, no tendría más valor que una anécdota, pero desde el punto de vista dramático, y teniendo en cuenta el carácter coral de la trama y el estilo de montaje fragmentado con el que está narrada, el apunte sirve para recordarnos que Collier es un personaje, cierto, “pequeño” (secundario), pero también un ser humano, y una pieza más, no menos importante, de lo narrado.


Esa atención a los secundarios también opera, en sentido inverso, a la hora de realzar en un momento dado a otros que, de buen principio, aparecen tan solo como telón de fondo o que apenas acaban de incorporarse a la trama y que, de repente, alcanzan una relevancia, un protagonismo casi, del todo inesperados. Ello resulta patente en el caso de Katherine Russell, la esposa de Tamerlán Tsarnaév, y la agente del FBI (Khandi Alexander) que se encarga de interrogarla tras ser detenida: esta última adquiere una notoriedad inusitada gracias a la dureza y entereza con la que interroga a Katherine, lo cual tiene su réplica en la frialdad y seguridad que exhibe a su vez la interrogada, convencida de sus ideales yihadistas y de que las autoridades carecen de prueba alguna contra ella para demostrar su participación en los atentados; además, las dos actrices están espléndidas en esta secuencia, otra de las mejores de la película.



Día de patriotasconcluye, acaso inevitablemente, con una selección de imágenes documentales, estas sí completamente reales, en las cuales aparecen los auténticos protagonistas del drama a cuya representación hemos asistido. Naturalmente que puede verse como una oda patriótica, o si se prefiere patriotera, desde un punto de vista ideológico. Pero ese recurso final a las imágenes verdaderas de las víctimas del atentado y de los supervivientes del mismo en la actualidad también puede interpretarse como una consecuencia lógica del estilo con el cual está narrado el film. Un estilo, vuelvo a insistir, fragmentado y semi-documental que acaba dejando paso, cediendo la palabra, a las auténticas imágenes documentales elaboradas con un estilo similar a las de ficción. Un contraste no tanto entre esa realidad y esa ficción como, sobre todo, una sugerencia sobre las notables similitudes que existen entre los mecanismos narrativos audiovisuales del cine de ficción y los del cine de reportaje.      

Mi nueva web: TFV FILM CRITIC

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Además de este blog, de mi página web como abogado en ejercicio y del espacio jurídico-cinematográfico El blog de Atticus Finch, cuyos enlaces los interesados encontrarán en la columna de la izquierda, acabo de activar mi página personal como crítico e historiador cinematográfico, TFV Film Critic, cuya URL provisional es la siguiente:

La espía que surgió del frío: “ATÓMICA”, de DAVID LEITCH

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay películas que tienen, a priori, todos los elementos para suscitar lo que suele denominarse rechazo crítico. Atómica (Atomic Blonde, 2017) es una de ellas. De entrada, se presenta a sí misma como una especie de descarado exploitation de acción-pura-y-dura, hecho además a-mayor-honra-y-gloria de su protagonista (y coproductora) Charlize Theron; o sea, lo que suele denominarse un “vehículo de lucimiento”. ¡Y menudo lucimiento! Atómica tiene toda la apariencia de limitarse a ser un típico bodrio actioner, modelo años 80, en el cual la bella actriz sudafricana da carnaza a sus admiradores con una espectacular exhibición física/ erótica/ glamurosa que incluye estratégicos desnudos, pases de lencería, abundantes peleas cuerpo a cuerpo contra hombres e, incluso, escenas lésbicas.


Desde el punto de vista argumental, lo que ofrece Atómicatampoco es, sobre el papel, demasiado estimulante: una historia de espionaje que se desarrolla en Berlín poco antes de la caída del muro el 9 de noviembre de 1989, poniendo punto final de manera oficial a la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, y que no se caracteriza precisamente por su originalidad. A grandes rasgos: una agente del servicio secreto británico, Lorraine Broughton (Theron), es enviada a la capital alemana poco antes de aquella efeméride histórica para que investigue las misteriosas circunstancias que rodean al asesinato de otro agente secreto inglés, James Gasciogne (Sam Hargrave), a manos de un sicario del KGB, Yuri Bakhtin (Jóhannes Jóhannesson), y de paso, recupere una lista que contiene los nombres de todos los espías soviéticos. A falta de conocer La ciudad más fría, la novela gráfica de Antony Johnston y Sam Hart en la que se inspira el guion, firmado por Kurt Johnstad, la oferta de Atómica se circunscribe, en sus líneas generales, a todos y cada uno de los tópicos del género –literario y cinematográfico– de espionaje: los jefes de Lorraine –su superior dentro del MI6, Eric Gray (Toby Jones), y el agente especial de la CIA Emmett Kurzfeld (John Goodman)– son fríos e insensibles, indiferentes ante los peligros y sufrimientos que ha tenido que sufrir la protagonista en el cumplimiento de su misión; el Berlín anterior a la caída del muro es un cubil de espías hacinado y asfixiante; los contactos entre agentes de ambos lados del Telón de Acero se hacen a través de alguien que tiene, en apariencia, un oficio inofensivo: un relojero (Til Schweiger); se sospecha que entre los agentes británicos hay un traidor que está pasando información a los rusos; el “hombre clave” es un antiguo miembro de los servicios secretos soviéticos, apodado Spyglass (Eddie Marsan), que ha memorizado la lista de espías y pide que le ayuden a huir a Occidente junto a su familia a cambio de revelar esa valiosa información…


Como digo, la vulgaridad del planteamiento estético y argumental de Atómica son de los que invitan al rechazo. Y sin embargo, contra todo pronóstico, y a pesar de partir de semejante material de derribo, el resultado final del film es muchísimo más interesante de lo que cabía esperar. Porque, a pesar de la debilidad de sus puntos de partida, Atómica se sostiene muy bien –a ratos, admirablemente– sobre el vigor, la solidez y, a ratos, la esporádica creatividad de la puesta en escena del realizador David Leitch. A falta de haber visto el anterior trabajo no acreditado tras las cámaras de este antiguo coordinador de especialistas –John Wick (Otro día para matar) (John Wick, 2014), oficialmente realizada por Chad Stahelski, quien luego se haría cargo en solitario de su secuela, John Wick: Pacto de sangre(John Wick: Chapter 2, 2017) (1)–, la labor de Leitch en Atómica tiene la rara virtud de ser capaz de remontar por sí sola una película que, sin esa labor de dirección, lo más probable es que no tendría el más mínimo interés.


Un primer aspecto que llama la atención –por más que quizá sea mérito del relato gráfico original que, como digo, desconozco– es el carácter antipático de los personajes. La heroína, Lorraine, es una especie de “supermujer” que parece inhumana, algo que Charlize Theron viene explotando últimamente desde que Ridley Scott descubriera en su excelente Prometheus(ídem, 2012) (2) esta faceta de la actriz. Alta, fuerte, poderosa, astuta, implacable y letal, Lorraine no es tanto un personaje como un estereotipo que parece sacado de un relato de ciencia ficción; y eso a pesar de que no faltan apuntes destinados a humanizarla, tal es el caso del dato de que James Gascoigne, el agente asesinado por Bakhtin, era su amante, y por tanto, eso añade una vengativa motivación personal a su misión berlinesa; el dibujo de su relación, primero sexual y luego sentimental, con la agente francesa Delphine Lasalle (Sofia Boutella); incluso la corriente de simpatía que se establece entre ella y Spyglass, por más que esté motivada, en parte, por el orgullo profesional de la protagonista (“Nunca he perdido un paquete”, afirma Lorraine para tranquilizar a Spyglass antes de su intento de huida de la Alemania del Este). Otro tanto ocurre con el agente británico David Percival (James McAvoy), el contacto de Lorraine en Berlín que se dedica a realizar sucios trapicheos a un paso de la delincuencia con los alemanes del este y con los del oeste. Huelga añadir que los personajes de los villanos o, mejor dicho, de los villanos más villanos –el mencionado sicario Bakhtin, o el mafioso Aleksander Bremovych (Roland Moller)–, no alimentan la empatía del espectador. Atómica describe, de manera dura y directa (también, estereotipada), un mundo cruel y despiadado.


En este sentido, el film deviene un artefacto casi abstracto, atractivo gracias, precisamente, a esa aparente ausencia de matices. El tono fotográfico contribuye a ese distanciamiento: la mayoría de escenas están iluminadas con fríos colores azulados y grises, que confieren una palidez casi fantasmagórica a los intérpretes en la mayoría de las escenas diurnas o en las que transcurren en determinados interiores; a ratos, esos azules y grises dejan paso, por el contrario, a fuertes rojizos y dorados (cf. las escenas en los bares de copas o en la discoteca que involucran a Lorraine y Delphine, o la secuencia en la que hacen el amor en el apartamento de la segunda); pero dichos contrastes lumínicos no hacen sino reforzar esa distancia a base de embelesamiento estético, a ratos esteticista. Otro efecto de distanciamiento está construido a partir de la propia estructura narrativa: al principio de la película, Lorraine es sometida a un interrogatorio a cargo de Gray y Kurzfeld, seguido, a través de un falso espejo, por otro jefe de la protagonista, apodado simplemente “C” (James Faulkner); de este modo, la protagonista va explicando, en abundantes flashbacks, su versión de lo ocurrido durante su misión en Berlín. No hace falta añadir, como bien saben los lectores de Ryunosuke Akutagawa, que en estos casos la verdad absoluta no existe, y que podemos estar asistiendo a una simple visualización de una sarta de mentiras.


El hecho de que Atómica se entregue con fruición a las convenciones del género de espionaje, y gracias a ese planteamiento estético que busca distanciar al espectador de lo que se le está narrando, provoca que el film acabe siendo un inesperado experimento formal y narrativo en la línea, pongamos por caso, del Steven Soderbergh de la estupenda Indomable (Haywire, 2011): un relato de acción “pura”, en el sentido de que la brillantez de las secuencias de acción acaba siendo el principal propósito hacia el cual va dirigida la intencionalidad de la puesta en imágenes. Atómicaacaba ofreciendo aquello que el espectador busca dentro del género actioner, es decir, acción a raudales, sin cortapisas, sin medias tintas, sin vericuetos dramáticos y/ o psicológicos; en suma, convirtiendo la acción en el eje mismo del relato. De hecho, las secuencias de acción son las que, realmente, narran la película. No es de extrañar, por tanto, que los mejores momentos de Atómica no solo sean dichas, y magníficas, secuencias de acción, sino también todos aquellos momentos que están directamente relacionados, a nivel argumental, con aquéllas.


En Atómica, sus aspectos puramente exploitation y los abstractos se superponen constantemente: la frontera entre unos y otros no siempre está clara. Véase, sin ir más lejos, la secuencia de presentación de la protagonista: Lorraine emerge de una bañera cuya superficie está cubierta de cubitos de hielo; un par de esos cubitos le sirven para enfriar el vodka que se bebe de un trago (la protagonista bebe mucho a lo largo de la trama); su espalda, casi todo su cuerpo, su cara, están llenos de señales de golpes, moratones y arañazos; uno de sus ojos está inyectado en sangre (el cínico Gray se lo comenta: “Debería cuidarse ese ojo…”). En esa secuencia de presentación de Lorraine, el exhibicionismo físico de la actriz Charlize Theron está indisolublemente ligado al hecho de estar presenciando las desastrosas secuelas que tiene en su cuerpo su arriesgadísima manera de ganarse la vida. Cierto: la protagonista es una aparentemente invencible agente, una “supermujer”; también cierto: Lorraine es, asimismo (aunque no lo parezca a simple vista), un ser humano al que se puede golpear, herir e incluso matar. Puede decirse que Atómicavendría a ser un relato marcado por el cada vez mayor dolor y deterioro físicos que Lorraine va sufriendo a medida que aumenta la peligrosidad de su misión.


Las secuencias de acción responden, como digo, a una progresión     que va in crescendo. La primera pelea de Lorraine contra unos falsos agentes secretos británicos, en realidad soviéticos, que acuden a recogerla al aeropuerto, se produce en el interior de un coche: la protagonista usa el afilado tacón de uno de sus zapatos para herir al hombre que tiene sentado a su lado. El momento en que Lorraine registra un apartamento, y es sorprendida por la policía, de los cuales se deshace a golpes, está excelentemente planificado en función de la espectacular coreografía de los combates cuerpo a cuerpo y el estupendo uso del espacio fílmico que Leitch sabe captar tan bien con su cámara. Hay otra secuencia de acción dentro de un cine donde se proyecta… Stalker (ídem, 1979), lo cual da pie a una brillante paradoja metafílmica: la “película de acción” que es Atómicase enmarca momentáneamente dentro de una sala donde se proyecta la “película de autor” de Tarkovski. Pero el momento de mayor virtuosismo es, sin duda, alguna, ese extraordinario fragmento resuelto sobre la base de un plano-secuencia de casi diez minutos de duración, en el cual presenciamos la pelea de Lorraine contra los sicarios que intentan asesinar a Spyglass y que culmina en una persecución automovilística, con la cámara siempre acompañando a Lorraine y Spyglass en su odisea. Además de ser un fragmento de cine de primer orden (una lección para el inepto Paul Greengrass de la aburrida franquicia Jason Bourne), expresa muy bien cómo el carácter de “supermujer” de la protagonista se viene abajo por culpa de la brutalidad de sus oponentes: Lorraine acaba cubierta de sangre, de golpes, desencajada, exhausta… Es entonces, y solo entonces, cuando esa “supermujer” que tanto ha admirado el público acaba dejando paso a un ser humano que tan solo lucha por sobrevivir. Por otro lado, el tratamiento dirty de las escenas de violencia en este plano-secuencia convierten la convencional “película de acción” dentro del cual se enmarca en una inesperada reflexión sobre los mecanismos narrativos del actioner, obligando al espectador a mirar de frente, sin tapujos, una violencia cuya espectacularidad no descuida los aspectos más crudos y desagradables de aquélla. Una interesante película, por más que su planteamiento pueda parecer, a simple vista, execrable.

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/08/el-amanecer-del-hombre-prometheus-de.html

Mi nuevo libro, “HARRY EL SUCIO”, próximamente a la venta

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Tengo la satisfacción de anunciar que para principios del próximo mes de septiembre está prevista la distribución de mi nuevo libro: Harry el sucio, escrito para la famosa colección de monografías de películas Guías para Ver y Analizar de la editorial Nau Llibres de Valencia. Harry el sucio es un análisis exhaustivo de la obra maestra homónima de Don Siegel de 1971, donde el lector hallará una ubicación de esta película dentro del contexto social y cultural del thriller norteamericano de los años 70; numerosas anécdotas de producción que contextualizan los logros del film; una descripción minuciosa secuencia a secuencia, casi plano a plano, de los hallazgos temáticos, expresivos, formales y estéticos de la película; una reflexión sobre la polémica ideológica que acompañó al film en el momento de su estreno (y que en no poca medida sigue perdurando en la actualidad); y un análisis de las cuatro secuelas que conoció este clásico del policíaco de todos los tiempos.


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