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“DIRIGIDO POR…”, MARZO 2013, ya a la venta

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Dirigido por…, núm. 431, correspondiente a marzo de 2013, dedica su portada al núcleo fuerte de su contenido para este mes: la primera entrega de un dossier dedicado al cine de terror británico de los años 60 y 70 rodado fuera de la égida de Hammer Films.

En lo que se refiere a las críticas de las principales películas para marzo, se destaca asimismo en portada la nueva de Pedro Almodóvar, Los amantes pasajeros(2013), cuyo comentario corre a cargo de Héctor G. Barnés. Le siguen los de Una bala en la cabeza (Bullet to the Head, 2012), de Walter Hill, reseñada por Antonio José Navarro, quien asimismo firma la crítica de Hansel y Gretel: Cazadores de brujas (Hansel & Gretel: Witch Hunters, 2013), de Tommy Wirkola; el comentario de la producción de George Lucas Red Tails (2012), de Anthony Hemingway, dentro de la sección Fuera de campo; y un artículo, dentro de la sección Flashback, dedicado a la edición en DVD de tres películas de Curtis Harrington: Marea nocturna (Night Tide, 1961), ¿Qué le pasa a Helen?(What’s the Matter with Helen?, 1971) y ¿Quién mató a tía Roo?(Whoever Slew Auntie Roo?, 1972). Otras críticas destacadas son las de Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu’da, 2011), de Nuri Bilge Ceylan, reseñada por Anna Petrus; Las flores de la guerra (Jin líng shí san chai, 2011), de Zhang Yimou, comentada por Beatriz Martínez; la nueva versión de Anna Karenina (ídem, 2012), a cargo de Joe Wright, y que comenta Aurélien Le Genissel; y Spring Breakers (ídem, 2012), de Harmony Korine, reseñada por Ángel Sala, quien también suscribe una extensa crónica de la última edición del Festival de Cine de Berlín. A todo ello hay que sumar un comentario de la serie Boss(2011-2012), para la sección Televisión, firmado por Quim Casas; y una semblanza del recientemente fallecido maquillador británico Stuart Freeborn, dentro de la sección Paralelismos, suscrita por Christian Aguilera. Además, por descontado, de las secciones Pantalla Digital, de José María Latorre, Banda Sonora, de Joan Padrol, Críticas, con reseñas de otros estrenos del mes, y En busca del cine perdido, dedicada en esta ocasión al film de Kôji Wakamatsu Seizoku(a.k.a. Sex Jack, 1970), que comenta Ramon Freixas.

El dossier sobre el cine de terror británico de los años 60 y 70 dedica su primera entrega a la productora inglesa Amicus, la cual es objeto de un extenso artículo sobre toda su trayectoria a cargo de Ramon Freixas y Joan Bassa. El mismo se complementa con una docena de antologías de films Amicus, entre los cuales figuran: Doctor Terror (Dr. Terror’s House of Horrors, 1965), de Freddie Francis [Quim Casas]; La maldición de la calavera (The Skull, 1965), de Freddie Francis [Quim Casas]; Torture Garden (1967), de Freddie Francis [Roberto Alcover Oti]; La mansión de los crímenes (The House That Dripped Blood, 1970), de Peter Duffell [Antonio José Navarro]; El monstruo (I, Monster, 1971), de Stephen Weeks [David Pizarro]; Condenados de ultratumba (Tales from the Crypt, 1972), de Freddie Francis [Roberto Alcover Oti]; The Vault of Horror (1973), de Roy Ward Baker [Tonio L. Alarcón]; From Beyond the Grave (1973), de Kevin Connor [David Pizarro]; y La tierra olvidada por el tiempo (The Land That Time Forgot, 1974), de Kevin Connor [Antonio José Navarro].

Por mi parte, firmo dos antologías de este dossier. La primera es la de And Now the Screaming Starts! (1973), de Roy Ward Baker: “A pesar de su más bien penoso título, traducible como «¡Y ahora empiezan los gritos!» (sic), esta producción Amicus, un tanto alejada del grueso de la producción más característica de este estudio inglés en cuanto no adopta la forma del film de “sketchs” aunque conserva la tendencia a adaptar obras literarias –en este caso, la novela «Fengriffen», del neoyorquino David F. Case–, es con todas sus irregularidades y defectos uno de los últimos títulos de interés de la productora de Milton Subotsky y Max J. Rosenberg”.

La segunda es la de Madhouse(1974), de Jim Clark: “lo más llamativo de “Madhouse” reside en su carácter de homenaje o guiño a una determinada parcela del “fantastique” que en el momento de su realización ya se hallaba en franca agonía: ahí están las pleitesías rendidas al Vincent Price del ciclo Corman-Poe, las presencias de Peter Cushing (quien incluso aparece, en una fiesta de disfraces, ataviado como ¡Drácula!), Robert Quarry (quien fuera el conde Yorga puesto en solfa por Bob Kelljan, y cómo no, también disfrazado de vampiro en la misma secuencia de la fiesta) y las “hammerianas” Adrienne Corri y Linda Hayden”.

Concluyo mi participación en este número de Dirigido por… con la crítica de Grandes esperanzas (Great Expectations, 2012), de Mike Newell.
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Cosmogonía de tiempos futuros: “EL ATLAS DE LAS NUBES”, de LANA & ANDY WACHOWSKI y TOM TYKWER

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Para Claudia, por todo.
[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEESTE FILM.] A pesar de que la idea de que Hollywood siempre ha hecho (y sigue haciendo) un cine estandarizado, uniforme, sin aristas, destinado únicamente a romper-taquillas y embrutecer-las-mentes está todavía excesivamente arraigada —y qué les vamos a decir a quienes todavía lo creen a la vista de “perlas” como La jungla: Un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, 2013, John Moore) o Gangster Squad (Brigada de élite)(Gangster Squad, 2013, Ruben Fleischer)—, la realidad es que, aunque esa producción hollywoodiense masificada, sin personalidad propia ni interés cinematográfico siga siendo la mayoritaria, uno de los principales focos de creatividad cinematográfica del mundo en la actualidad continúa hallándose en los Estados Unidos. Y no me refiero únicamente al así llamado (mal llamado: solo es una etiqueta de mercado) cine independiente o cine indie, del cual han surgido en estos últimos años tanto buenos títulos como cortinas de humo del calibre de Blue Valentine (ídem, 2010, Derek Cianfrance), sino que incluyo determinados “accidentes” cocinados en Hollywood, con altos presupuestos y repartos encabezados por estrellas de las que antes tenían, como se decía, “tirón” popular (hoy en día ya no está tan claro), cuyas características se escapan de los estándares habituales del cine-franquicia y dan lugar a desconcertantes experimentos que, en ocasiones, van más lejos que otras películas nacidas con medios y vocación minoritarios. Sin duda alguna, El atlas de las nubes(Cloud Atlas, 2012), escrita, producida y dirigida por los norteamericanos Lana y Andy Wachowski y el alemán Tom Tykwer, es una de esas inesperadas rarezas que vienen a demostrar, siquiera esporádicamente, que en Hollywood también se experimenta de vez en cuando.

Viajando por el tiempo
El atlas de las nubes es una adaptación de la novela homónima de David Mitchell, publicada en España por Duomo ediciones (colección Nefelibata) y también disponible, bajo licencia de la anterior, en Círculo de Lectores. Obra tan ambiciosa e interesante, como irregular y un tanto desproporcionada (más o menos, y coherentemente, como lo es el film), la principal diferencia entre el libro de Mitchell y la película del equipo Wachowski-Tykwer reside en que, al contrario que esta última, que desarrolla seis tramas argumentales en paralelo estrechamente conectadas entre sí para acabar demostrando que en realidad son una sola subdividida, Mitchell las escribe por orden cronológico pero llega a la misma conclusión siguiendo un curioso procedimiento narrativo completamente diferente. La novela narra esas seis tramas cronológicamente: “El diario del Pacífico de Adam Ewing”, escrito en primera persona por un joven notario estadounidense de mediados del siglo XIX, apartado durante meses de su hogar para cumplir un encargo profesional en el Pacífico Sur; “Cartas desde Zedelghem”, que adopta la forma del relato epistolar en forma de las cartas que el joven y ambicioso compositor británico Robert Frobisher escribe a su amante Rufus Sixsmith, dándole los detalles de su estancia en la vivienda situada en Holanda de otro compositor inglés, al contrario que él viejo pero célebre, Vyvyan Ayrs, a lo largo del año 1931; “Vidas a medias. El primer informe de Luisa Rey”, una supuesta novela escrita por una periodista estadounidense de mediados de la década de los setenta, que por esa época descubrió un complot empresarial destinado a fomentar el consumo de petróleo mediante la voladura de una central nuclear (y que es el bloque literariamente más pobre, acaso deliberadamente, de toda la novela, dado que adopta un estilo en tercera persona del presente de indicativo muy de best-seller); “El tremendo calvario de Timothy Cavendish”, la narración de nuevo en primera persona sobre las divertidas peripecias de un editor británico del año 2012 que, por una serie de asombrosas circunstancias, acaba encerrado en una residencia geriátrica; “La antífona de Sonmi-451”, relato futurista ambientado en la imaginaria ciudad de Neo-Seúl (sic), construido a modo de diálogo que sigue el interrogatorio al cual un representante del poder establecido en ese mundo del mañana, un Archivista, somete a Sonmi-451, una joven nacida como clon creado en laboratorio y destinada a trabajar como camarera en un local de fast-food (el Papa Song’s), hasta que descubrió el camino de su liberación como esclava; y “El cruce de Sloosha y toda la pesca”, cuya trama se sitúa todavía más lejos en el futuro, concretamente en un mundo post-apocalíptico, tal y como lo narra también en primera persona un humilde pastor de cabras, Zachry, empleando un curioso “post-lenguaje”, con el cual describe su vida y su relación con Merónima, representante de una privilegiada clase de supervivientes del Apocalipsis que todavía conserva buena parte de los conocimientos de los “Antiguos”. La particularidad del libro, sobre todo comparándola con la narración en paralelo de todas esas historias que lleva a cabo el film, reside en que, alrededor de la página 370 de la edición de 600 páginas que yo he leído, los relatos “retroceden” en el tiempo, de manera que, una vez concluida la acción de “El cruce de Sloosha y toda la pesca”, vamos recuperando y concluyendo los relatos anteriores en orden cronológicamente descendiente hasta regresar y acabar de nuevo en “El diario del Pacífico de Adam Ewing”.

Los hermanos Wachowski y Tom Tykwer, en inesperada asociación, han tomado la novela de Mitchell y, en su calidad compartida de guionistas y productores, se han repartido la dirección de los segmentos temporales del relato —los primeros firman los que tienen lugar en 1849 (el Pacífico Sur), 2144 (Neo-Seúl) y 2321 (el mundo post-apocalíptico), y el segundo, los segmentos de 1936 (las cartas de Robert Frobisher), 1973 (las aventuras de Luisa Rey) y 2012 (las de Timothy Cavendish)—, pero optando, como ya hemos dicho, por el desarrollo en montaje paralelo de todas las tramas. Más aún: en una pirueta no menos arriesgada, dada la confusión a la cual podría dar lugar por más que, a mi entender, logran solventarlo con éxito, todos los principales intérpretes del relato asumen distintos personajes, principales o secundarios, dentro de cada una de las tramas. Siguiendo la cronología establecida por Mitchell pero el calendario fijado por los Wachowski y Tykwer (que varía un poco el del novelista), y centrándonos tan solo en sus dos más famosas estrellas protagonistas, vemos por ejemplo que en “1849”Tom Hanks encarna al hipócrita Dr. Henry Goose, quien intenta envenenar al joven Adam Ewing (Jim Sturgess) para robarle, mientras que Halle Berry aparece fugazmente como una nativa cubierta de tatuajes. En “1936”, Hanks es el ladino propietario del hotelucho donde está alojado Robert Frobisher (Ben Whishaw) y al que chantajea a cambio de no denunciarle a la policía, mientras que Berry es aquí Jocasta, la esposa (de raza blanca…) de Vyvyan Ayrs (Jim Broadbent) y amante ocasional de Frobisher. Berry es, en cambio, la principal protagonista de “1973”, la periodista Luisa Rey, mientras que Hanks asume un rol relativamente secundario pero relevante, el del científico Isaac Sachs, quien le proporciona valiosas informaciones sobre el corrupto empresario Lloyd Hooks (Hugh Grant). En “2012”, Hanks es Dermot Hoggins, el escritor cuya mortal reacción contra un crítico literario (sic), Felix Finch (Alistair Petrie), provoca la fortuna, y las desdichas, del auténtico protagonista de este segmento, Timothy Cavendish (Jim Broadbent), mientras que Berry se limita a aparecer fugazmente como una invitada en la misma fiesta donde se produce el incidente entre Hoggins y el crítico presenciado por Cavendish y el resto de invitados. En “2144”, Hanks hace una fugaz aparición como… el actor que interpreta a Timothy Cavendish en una hipotética película que se ha rodado sobre sus peripecias, el mismo film que inspira a la auténtica protagonista del segmento Sonmi-451 (Doona Bae) y a su malograda compañera de esclavitud Yoona-939 (Xun Zhou); y Berry es, aquí…, un hombre: el Dr. Ovid, quien libera a Sonmi-451 de su collar de esclava. En cambio, en “2321”, Hanks y Berry comparten el protagonismo como el pastor Zachry y Merónima respectivamente, personajes que centran asimismo tanto el prólogo como sobre todo el epílogo del film.

El transformismo como estilo (cinematográfico)
¿Y cuál es el propósito de este espectacular número de transformismo que acaba siendo la actuación de unos intérpretes que, como digo, y en no pocas ocasiones bajo una capa de recargados maquillajes, asumen roles protagonistas o secundarios, y personajes “positivos” o “negativos” (o considerados como tales), de su mismo sexo y raza o de sexo y raza completamente distintos a los suyos, en función de las características, o si se prefiere, las necesidadesdramáticas de cada uno de los segmentos que componen el relato? Se trata de algo intrínsecamente relacionado, en primer lugar, con la labor de adaptación del libro de Mitchell llevada a cabo por el equipo Wachowski-Tykwer y su forma de trasladarlo a imágenes. De la misma manera que la novela de Mitchell juega, en cada uno de sus seis relatos, con distintos formatos literarios —el género epistolar, el best-seller, la entrevista, el lenguaje imaginario, la primera y la tercera persona, lo objetivo y lo subjetivo…—, la película hace otro tanto con los géneros cinematográficos inherentes al tipo de relato abordado —el de aventuras (“1849”), el melodrama romántico (“1936”), el thriller“de conspiración” (“1973”), la comedia (“2012”) y la ciencia ficción (“2144”y “2321”)—, de lo cual se infiere una interesante digresión sobre el carácter instrumental y al mismo tiempo creativo tanto de la literatura como del cine entendidos como “géneros”.

En su novela, Mitchell va creando vínculos entre los personajes de las seis historias que componen, insisto, su único relato: el diario de Adam Ewing es leído por Robert Frobisher, luego compositor del sexteto (también seis) “El atlas de las nubes”, cuya grabación es descubierta por Luisa Rey, quien también lee las cartas que Frobisher le escribió a Rufus Sixsmith, el anciano que interesó a Luisa en el complot de la empresa dirigida por Lloyd Hooks; Timothy Cavendish tiene entre sus originales para publicar un ejemplar del libro escrito por Luisa a raíz de sus investigaciones, y en el futuro él será el protagonista de un film sobre sus propias peripecias que servirá de inspiración a Sonmi, la cual a su vez se convertirá en el futuro post-apocalíptico en la “diosa” de los humildes habitantes del Valle donde viven Zachry y su pueblo. Los Wachowski y Tykwer traducen esta construcción adoptando, como digo, el montaje en paralelo y el recurso a una serie de imágenes icónicas que contribuyen a darle unidad a las seis tramas que componen su película: no solo gracias a la prestación de unos intérpretes cuyas presencias (re)aparecen, de forma evidente o inadvertida, en cada una de las tramas, recordándonos de este modo que siempre estamos viendo una única historia, sino también mediante una imagen específica que sirve de nexo de unión. Es el caso de la pequeña mancha en forma de cometa (también presente en el libro) que tienen varios personajes en distintas zonas de su cuerpo, y que vuelve a aparecer (detalle este ausente en la novela) en la cabeza pelada del ya anciano Zachry justo en la escena final.

Otra pregunta que salta a la palestra sería el porqué los Wachowski y Tykwer han optado por el montaje en paralelo de todas las tramas en vez de por el desarrollo cronológico ideado por Mitchell. Creo que eso se debe, en primer lugar, al hecho de que lo que funciona bien en el libro, el encadenado de historias que se “cortan” en los momentos culminantes —Adam Ewing poniéndose gravemente enfermo, Robert Frobisher ganándose la confianza de Vyvyan Ayrs, Luisa Rey siendo lanzada al río en el interior de su coche, Timothy Cavendish encerrado en el geriátrico, Sonmi saboreando sus primeros días de auténtica libertad—, y cuya lectura es retomada muchas páginas más adelante, son cortes del hilo narrativo que pueden resultar excesivos dentro del formato de un largometraje, por más que sea, como este, cercano a las tres horas de duración; y si, como afirmo, eso puede funcionar bien en una novela de 600 páginas, cuyas seis tramas tienen sus propios “picos” de intensidad, no parecía lo más adecuado para una película que, cierto es, también tiene sus “picos”, pero que no pierde intensidad a medida que avanza precisamente porque concentra los “momentos culminantes” de todas esas tramas en sus portentosos veinte minutos finales. Se trata, vuelvo a insistir, de una cuestión de intensidad, que no se alcanza por los mismos medios en literatura que en cine. En segundo lugar, el montaje en paralelo de las tramas contribuye, junto con la caracterización de los actores y los detalles específicamente narrativos del guión, a crear la sensación de unidad que transmite la agrupación simultánea de aquéllas. Los Wachowski y Tykwer (y su montador, Alexander Berner) van estableciendo sutiles relaciones entre todas ellas, que van desde la secuencia pre-créditos —el montaje en paralelo que relaciona al viejo Zachry empezando su relato junto a la hoguera (y conminando al espectador a que preste atención a lo que va a ver) con el propósito de Robert Frobisher de suicidarse pegándose un tiro, con Luisa Rey grabando sus reflexiones en una casete mientras cruza en coche el puente sobre el río, con Timothy Cavendish empezando a escribir a máquina la historia de su “tremendo calvario”, y con Sonmi empezando a ser interrogada por el Archivista— y que a continuación se van desarrollando, y al mismo tiempo, dejándose el paso las unas a las otras.

Un trabajo en equipo
Llama la atención, como digo, la notable sensación de unidad que transmite El atlas de las nubes en su conjunto a pesar de esa aparente dispersión de historias narradas y de géneros cinematográficos reflejados en pantalla. La clave del éxito de tan desmesurada empresa, la razón de que funcione a pesar de algunos reparos que se le pueden poner, reside no tanto en la fe y el apasionamiento con que los Wachowski y Tykwer lo han abordado sino, sobre todo, en que esa convicción se refleja en no pocos buenos momentos; en este sentido, hay en El atlas de las nubes un placer por narrar como hacía tiempo que no veíamos en el cine de los Wachowski —desde, por lo menos, su primer y muy interesante largometraje, el hoy bastante olvidado Lazos ardientes (Bound, 1996)—, acaso una posible influencia, positiva, de Tykwer en ellos, dado que es un cineasta para el cual, en muchas ocasiones —Winterschläfer (1997; DVD: Soñadores), Corre, Lola, corre (Lola rennt, 1998), El perfume, historia de un asesino (Perfume: The Story of a Murderer, 2006), The Intenational: Dinero en la sombra (The International, 2009)—, y entre ellas hay que añadir la presente, la narración acaba siendo la verdadera protagonista de sus ficciones. Esto último no significa que Tykwer no haya recibido influencia alguna de sus socios; antes al contrario, en “1972”hay al menos un par de planos en los que se refleja el gusto por la imagen “imposible” característica de los creadores de la saga Matrix: ese momento, magnífico, en el cual Tykwer recoge en un mismo encuadre a Luisa, a la izquierda del mismo, intentando otear  por la mirilla de la puerta de la habitación del viejo Rufus Sixsmith (encarnado, al igual que en su juventud, por James D’Arcy), mientras que a la derecha del plano, y al otro lado de la pared y de la puerta, el sicario Bill Smoke (Hugo Weaving), quien acaba de asesinar a Sixsmith, apunta con su pistola con silenciador hacia esa misma mirilla (en una imagen que parece evocar en parte el espléndido travellingque atravesaba una pared y ponía en relación a las dos amantes femeninas de Lazos ardientes); o, más adelante, el momento de la caída de Luisa con su coche al río, embestida por el vehículo de Bill Smoke, recogido en ese plano ralentizado con la cámara en el interior del coche de la primera desde que salta por los aires hasta que se hunde en el agua.

Bajo este punto de vista, puede afirmarse con escaso margen de error que la colaboración entre los Wachowski y Tykwer parece haber sido tan estrecha (por más que el nombre de los primeros haya salido a relucir con más fuerza a la hora de promocionar la película, dada su mayor popularidad), que ha acabado dándose una especie de feedback entre “ambos” bandos (los Wachowski son, de momento, un “único” realizador). Quizá eso explique que El atlas de las nubes transmita, asimismo, una sensación de unidad y coherencia a nivel estrictamente de estilo, como si sus responsables hubiesen pactado (es probable que así haya sido) una determinada tonalidad. De ahí, como digo, que los segmentos “1936” y “2012” hagan gala de la calidez y elegancia en la dirección de actores característica del Tykwer de El perfume, o que “1973” recupere en cierta medida los aires a lo Fritz Lang que caracterizaban a The International, pero desde una perspectiva relativamente más sobria; por ejemplo, las escenas de acción de “1973” tienen una sequedad “setentera”, a tono con la época y el cine de la época en la cual está ambientado el relato (véase la huida de Luisa y Joe Napier / Keith David, perseguidos a tiros por Bill Smoke), lejos del tono operístico del gran tiroteo en el museo Guggenheim de Nueva York que era el momento culminante de The International. Eso no impide que aflore algún toque que parece más bien de los Wachowski, tal es el caso, en “2012”, del burlesco vuelo de un diente arrancado de un puñetazo y que acaba en el interior de una pinta de cerveza.

Por su parte, los Wachowski hacen gala en sus segmentos, también, de una relativa sobriedad, y sobre todo de una funcionalidad narrativa que apenas se percibía en su irregular trilogía Matrix o en su fallida —aunque curiosa— Speed Racer(ídem, 2008). Se nota que se creen lo que están contando y que les gusta. Salvo un par de secuencias de “1849”construidas de manera que aporten espectacularidad al relato —por lo demás, bien resueltas: la demostración de la pericia como marinero del exesclavo Autua en lo alto del velamen del barco donde también viaja Adam Ewing; o la pelea final de ambos contra el Dr. Henry Goose, cuando este intenta consumar sus planes homicidas—, los Wachowski demuestran que saben conferir densidad en momentos como el primer cruce de miradas entre Ewing y Autua mientras este último está siendo cruelmente azotado. Incluso en el segmento que podríamos considerar el más típicamente Wachowski, el del Neo-Seúl del año 2144, su planificación resulta menos pirotécnica de lo que era en los Matrix o en Speed Racer hasta en las escenas de acción: véase la sobria descripción del esclavista modo de vida de Sonmi-451 mientras trabaja con sus compañeras en el Papa Song’s; la sangrienta conclusión del intento de fuga de  Yoona-939; la huida de Sonmi-451 de ese mismo local con la ayuda de Hae-Joo Chang (Jim Sturgess); el aterrador descubrimiento de cuál es el verdadero, y cruento, “destino final” de las exempleadas clonadas del Papa Song’s; o la triste conclusión de las peripecias de la desventurada clon bajo el peso de la represión del poder establecido.

Pero donde los hermanos dan una muy agradable sorpresa es en la resolución de “2321”, la cual hace gala de una calidez humana, una violencia visceral y un sentido de lo fantastique hasta ahora poco frecuentes en su cine, al menos con tanta fuerza. Resulta justo señalar, en este sentido, la secuencia en la que los guerreros Kona y su sanguinario Jefe (¡Hugh Grant!) asesinan al cuñado de Zachry (Jim Sturgess) y a su sobrino Jonas (Brody Nicholas Lee) en presencia de aquél, quien aterrorizado y con lágrimas en los ojos —no lo había dicho aún: Tom Hanks lleva a cabo en El atlas de las nubes algunas de sus mejores interpretaciones de estos últimos años— permanece inmóvil en su refugio bajo la influencia del “demoño” Viejo Georgie (Hugo Weaving), que le conmina a no intervenir y salvar su vida. Apuntar, asimismo, las apariciones de ese mismo “demoño”, cuyo carácter de producto subjetivo de la mente y las supersticiones de Zachry está bien expresado mediante el uso de una planificación “irreal” tan sencilla como eficaz: el Viejo Georgie siempre se visualiza en encuadres que le ponen en directa relación con Zachry, bien sea descendiendo una ladera del bosque, ese momento (magnífico) en que aparece “andando” sobre la pared del precipicio donde Zachry está luchando por sujetar la cuerda donde está atada Merónima, o los “imposibles” raccords en plano/contraplano en los que acecha alrededor de Zachry para tentarle con la posibilidad de asesinar a Merónima por blasfemar contra sus creencias religiosas. A todo ello cabe añadir ese tenebroso momento en que Zachry y Merónima entran en el antiguo templo dedicado a la memoria de Sonmi —la heroína de “2144”convertida en diosa para los habitantes del Valle— y lo encuentran inundado de cadáveres momificados; o la resolución de la venganza de Zachry contra el Jefe Kona que ha arrasado su poblado y masacrado a sus gentes y a casi toda su familia, aprovechándose de que está borracho e indefenso.

Formas genéricas
Lo que subyace en el fondo de El atlas de las nubeses el mismo discurso que ya se encuentra presente en la novela homónima de David Mitchell: la lucha del ser humano a lo largo de la Historia (pasado, presente y futuro) con tal de alcanzar su libertad, la teoría de la invisible conexión entre todos los habitantes del planeta en todas las épocas, a modo de “efecto mariposa” de alcance histórico, y en última instancia, un canto a la necesidad de esa libertad para poder vivir plenamente la existencia por encima de diferencias de edad, sexo o condición social (incluso, como en el caso de Robert Frobisher, decidir quitarse la vida cuando esta ha dejado de tener sentido para él: el suicidio entendido como acto de libertad y, por más que suene paradójico, también como acto vital). La gracia de la forma como lo exponen los Wachowski y Tykwer va hasta cierto punto más allá de lo enunciado por el novelista, añadiéndole con sus imágenes una dimensión ausente en el libro, de tal manera que El atlas de las nubes: the movie, con ese carácter de relato “transformista” que lo caracteriza, sugiere sotto voce que, del mismo que Tom Hanks o Halle Berry (y, en un momento dado, también Jim Broadbent y Ben Whishaw) pueden ser, en un momento dado, los protagonistas de determinados segmentos, y fugaces secundarios en otros (incluso, rizando el rizo, Hanks puede ser “el bueno” o “el malo” según convenga), la tragedia del ser humano a lo largo de todas las épocas, pasadas, presentes o futuras, verosímiles o imaginarias, consiste en jugar un determinado “papel”, acto o pasivo, “protagonista” o “secundario”, “positivo” o “negativo”, que nada tiene que ver ni con lo que pudo haber sido en el pasado, ni con lo que sea en el presente, ni con lo que pueda ser en el futuro; flota, de este modo, la idea de la reencarnación, más no creo que sea esta el propósito último del equipo Wachowski-Tykwer, sino más bien el dibujo de un irónico “atlas” sobre el destino cuyos puntos de referencia son unas mismas caras en las cuales se refleja la Humanidaden todo o en parte.

La idea es muy bella, y está además admirablemente resuelta, por más que, siendo severos, en ocasiones sus autores la pongan ellos mismos en cuestión haciendo que la mayoría de los personajes, digamos, “más negativos”, corran a cargo —convencionalmente— de los mismos actores, de cara a una más fácil identificación para el espectador, tal es el caso de un Hugh Grant empeñado aquí en destrozar su imagen “simpática” (el reverendo Horrox de “1849”, el Lloyd Hooks de “1973”, el Denholme Cavendish de “2012”, el Seer Rhee de “2144”y el Jefe Kona de “2321”) y del siempre excelente Hugo Weaving (el severo esclavista y suegro de Adam Ewing Haskell Moore de “1849”, el Bill Smoke de “1973”, la enfermera Noakes —sic— de “2012”, el Mephi de “2144”y el “demoño” Viejo Georgie de “2321”); pero no es el caso del siempre magnífico Jim Broadbent, cuyos personajes pueden ser “positivos” (el Timothy Cavendish de “2012”) o “negativos” (el capitán Molyneux de “1849” y el Vyvyan Ayrs de “1936”), ni del excelente Ben Whishaw, cuyos roles están más teñidos por la ambigüedad, y no solo la sexual, sino por encima de todo la moral y ética (sobre todo el arribista Robert Frobisher de “1936”).

Si algo se le puede reprochar a El atlas de las nubes sería que no lleve más a fondo ese discurso subyacente sobre las convenciones de los géneros cinematográficos que maneja, y sobre todo, que no intente ir más allá de los modos visuales con los que habitualmente se representan en pantalla el cine “de época”, el melodrama,  el thriller, la comedia y la ciencia ficción futurista o post-apocalíptica, pero quizá sería pedirle demasiado a una película de 100 millones de dólares de presupuesto que, a lo largo de 172 minutos, juega a “confundir” al espectador con una superposición de tramas aparentemente desvinculadas entre sí e interpretadas por los mismos actores en distintos papeles. Aunque, viéndolo desde otra perspectiva, también es posible que lo que subyace en el fondo de El atlas de las nubes no sea sino una reflexión sobre los géneros que aparecen expresamente recogidos en su (apasionante) metraje, poniendo de relieve no tanto su carácter convencional como sobre todo su carácter instrumental: su condición de herramientas artísticas. Dicho de otro: que cuando los Wachowski recurren a las convenciones visuales del relato “de época” o de la ciencia ficción (este último, uno de sus campos de operaciones habituales hasta la fecha), o cuando Tykwer hace otro tanto con las del melodrama o el thriller (asimismo, dos de sus terrenos habituales por el momento), ello parece formar parte del mismo o similar juego “transformista” con los actores, de tal manera que la película entera se va “disfrazando” de distintos géneros ante los ojos del espectador, y además lo hace de manera continua y ágil en virtud del empleo, vuelvo a insistir, del montaje en paralelo. Recordemos nuevamente que el film empieza con el relato del viejo Zachry a la luz de una hoguera nocturna y bajo un techo de estrellas, que un poco como el arranque de La niebla (The Fog, 1979), de John Carpenter, con el anciano marinero encarnado por John Houseman a la luz de otra hoguera, nos preparaba para introducirnos en un cuento de miedo; la diferencia, claro está, reside en que Zachry nos propone, nada más empezar, que aceptemos lo que va a ser un relato mítico: ¿qué es El atlas de las nubessino una cosmogonía en torno a imaginarios tiempos futuros elaborada a partir de un pasado y un presente asimismo imaginarios?

“PASEO POR EL AMOR Y LA MUERTE” y “BAJO EL VOLCÁN”, de JOHN HUSTON, en CINE ARCHIVO

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Cine Archivo concluye este mes su aproximación a la obra del realizador norteamericano John Huston con la publicación de la segunda entrega del dossier de dos partes que le ha dedicado. He contribuido al mismo con un comentario de Paseo por el amor y la muerte (A Walk with Love and Death, 1969), y otro, centrado en Bajo el volcán (Under the Volcano, 1984), que no es sino una recuperación del texto que dediqué tiempo atrás a este film con motivo de su edición en DVD.

Paseo por el amor y la muerte:forma parte de un determinado sector de la filmografía de John Huston —dentro del cual podríamos incluir “La Reinade África”, “Moulin Rouge”, “La burla del diablo”, “Las raíces del cielo” y “Bajo el volcán”—, formado por películas que fueron muy valoradas en el momento de su estreno pero que el paso del tiempo no ha tratado excesivamente bien, principalmente porque ha puesto de relieve su carácter coyuntural. Esto último pesa sobremanera sobre “Paseo por el amor y la muerte”, una adaptación de una novela de Hans Koningsberger (1921-2007) ambientada en la Francia de la Guerra de los Cien Años —ese conflicto armado entre Francia e Inglaterra por la posesión de tierras francesas que, en realidad, duró 116 años (entre 1337 y 1453)— que, si bien atesora algunos elementos dignos de interés, está en sus líneas generales muy por debajo de lo que promete, y como digo la principal razón de ello se debe a su sometimiento a determinados tics del cine de la época, en particular el influenciado por el movimiento hippie, y de fondo, los ecos de la por aquel entonces todavía lamentablemente vigente guerra de Vietnam”.

Bajo el volcán:en los últimos años de su carrera, y quién sabe si con la conciencia de estar quemando sus últimas naves, cinematográficamente hablando, John Huston se permitió abordar por fin dos proyectos que tenían mucho de personal, habida cuenta que, además de reflejar buena parte de sus obsesiones temáticas más recurrentes, tenían el carácter de reto particular: la adaptación de dos novelas de difícil plasmación en imágenes, sobre todo la primera: “Bajo el volcán”, de Malcolm Lowry, y “Los muertos”, de James Joyce. Esta última sería, como es sobradamente conocido, la base de su película postrera: “Dublineses” (1987), un film extraordinario que el que suscribe no duda en colocar entre lo mejor legado por este cineasta junto con “Moby Dick” (1956). “Bajo el volcán” sería, por tanto, su antepenúltima película, y la culminación de, como digo, una especie de desafío personal muy característico de un realizador para quien muchos de sus proyectos eran auténticas aventuras que tenían su auténtica razón de ser en el mero hecho de abordarlas, con independencia casi de sus resultados finales”.

Cine Archivo:
Especial John Huston (Parte II, 19xx-1987):
Hippies en la Guerra de los Cien Años: Paseo por el amor y la muerte (1969): http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=136&IdPerson=15929

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, ABRIL 2013, ya a la venta

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Iron Man 3 (ídem, 2013), de Shane Black, es la película que ocupa la portada del núm. 334 de Imágenes de Actualidad, cuyo reportaje se completa con un retratode una de sus protagonistas femeninas, Rebecca Hall. La acompañan en la misma tapa los estrenos más destacados para este mes de abril, como son los de Oblivion (ídem, 2013), de Joseph Kosinski; Memorias de un zombie adolescente (Warm Bodies, 2013), de Jonathan Levine, cuyo reportaje se complementa con una entrevista con su principal protagonista, Nicholas Hoult; la nueva versión de Posesión infernal (Evil Dead)(Evil Dead, 2013), dirigida por Fede Álvarez; y, como primicia, un avance del nuevo film de M. Night Shyamalan After Earth (ídem, 2013), dentro de la sección Primeras Fotos.

Otra primicia es la que se ofrece también como Primeras Fotos: la relativa a la esperada 3ª temporada de la famosa serie de televisión Juego de tronos (Games of Thrones, 2011-). Más reportajes destacados: En el camino (On the Road, 2012), de Walter Salles, complementado con una entrevista con su protagonista femenina, Kristen Stewart; Efectos secundarios (Side Effects, 2013), de Steven Soderbergh; Tierra prometida (Promised Land, 2012), de Gus Van Sant; Un lugar donde refugiarse(Safe Heaven, 2013), de Lasse Hallström; Tipos legales (Stand Up Guys, 2012), de Fisher Stevens; la reposición en 3D de Buscando a Nemo (Finding Nemo, 2003), de Andrew Stanton y Lee Unkrich; To the Wonder (ídem, 2012), de Terrence Malick; Ayer no termina nunca (2013), de Isabel Coixet; y Los últimos días (2013), de David y Álex Pastor. No faltan a la cita las secciones de cada mes: Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Gran Víay Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

El Cult Movie que he escrito en esta ocasión no es otro que el de Lifeforce: Fuerza vital (Lifeforce, 1985), una entretenida película de Tobe Hooper: “Con todos sus defectos, que los tiene, “Lifeforce” quizá sea el más equilibrado trabajo de Hooper para Cannon (sobre todo si se tiene la ocasión de visionar su versión de 116 minutos, que es la utilizada en el presente comentario). Hay un aspecto en ella que la hace indiscutiblemente simpática: su evocación, sencilla pero eficaz, del cine de ciencia ficción norteamericano de los años 50 y 60, algo que en aquel momento debía interesar particularmente al realizador; no es casual, en este sentido, que su siguiente film para Cannon fuera la nueva versión de “Invasores de Marte”. Hay en “Lifeforce” un cariño y un respeto por las convenciones de la “sci-fi” tradicional, variante temática invasores extraterrestres, que se combina con rara armonía con elementos góticos extraídos de la imaginería de la literatura y el cine de vampiros, sin que el conjunto resulte chirriante, antes al contrario”.

Mi contribución de este mes se cierra con la crítica de Jack el caza gigantes (Jack the Giant Slayer, 2013), del siempre interesante Bryan Singer.

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“THE DEEP BLUE SEA”, de TERENCE DAVIES, en CINE ARCHIVO

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Cine Archivo continúa con su política de publicación de comentarios de novedades cinematográficas en DVD y Blu-ray, y acaba de hacerlo con un comentario mío sobre el extraordinario film de Terence Davies The Deep Blue Sea (ídem, 2011) con motivo de su reciente edición en disco digital versátil. Dicho comentario no es sino el mismo que ya tuve ocasión de publicar en este mismo blog con motivo del estreno de la película de Davies en España (1).

Cine Archivo:
Sección DVD:
The Deep Blu Sea:


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/09/formas-del-melodrama-deep-blue-sea-de.html

Las vírgenes de Nankín: “LAS FLORES DE LA GUERRA”, de ZHANG YIMOU

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEESTE FILM.] Ocurrió la temporada pasada, con Amor bajo el espino blanco (Shan zha shu zhi lian, 2010), y ha vuelto a ocurrir esta, con Las flores de guerra (Jin líng shí san chai, 2011), acaso de manera corregida y aumentada. Se trata de la constatación de que, a día de hoy, parece que el cine de Zhang Yimou ya apenas interesa en España. Seguro que hay muchas y muy buenas razones para que eso sea así, por más que no deje de sorprenderme que quien durante años estuviera considerado el más importante cineasta oriental de la actualidad (y para mí sigue siéndolo), firmante de una serie de trabajos que en su momento tuvieron la categoría de tótems culturales —Sorgo rojo (Hong gao liang, 1987), Ju Dou, semilla de crisantemo (Ju Dou, 1990), La linterna roja (Da hong deng long gao gao gua, 1991), Qiu Ju, una mujer china (Qiu Ju da guan si, 1992), ¡Vivir! (Huozhe, 1994)—, acabara generando, quizá por saturación (¿¡saturación de buenas películas!?), un progresivo desinterés en torno a su obra con una serie de films acaso menos intensos que los mencionados pero no por ello menos interesantes —La joya de Shanghai (Yao a yao yao dao waipo qiao, 1995), Keep Cool (¡Mantén la calma!) (You hua hao hao shuo, 1997), Ni uno menos (Yi ge dou bu neng shao, 1999), El camino a casa (Wo de fu qin mu qin, 1999), Happy Times (Xingfu shiguang, 2000)—, hasta el punto de provocar algunas desaforadas reacciones en contra de su extraordinaria trilogía wuxiaHero (Ying xiong, 2002), que un reputado crítico español tildó directamente de “truño” (sic), La casa de las dagas voladoras (Shi mian mai fu, 2004) y La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006)—; todo lo cual, unido a ciertas acusaciones si no de colaboración, cuanto menos sí de aparente sumisión o de no confrontación con las directrices del actual gobierno chino, parece haber provocado la actual indiferencia o tibieza con que, salvo excepciones, han sido recibidas sus últimas películas: Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos (San qiang pai an jing qi, 2009) y las mencionadas Amor bajo el espino blanco y Las flores de la guerra.

Si las razones por las cuales Yimou ya-no-se-lleva se fundamentan en cuestiones o bien políticas (es el cineasta oficial del mayor país comunista del mundo), o bien cinematográficamente convencionales (“un autor de prestigio no debe ensuciarse haciendo cine de género”), sobre todo estas últimas me merecen —subrayo: cinematográficamente hablando— muy poco respeto. Tampoco me parecen de recibo las acusaciones de falta de originalidad vertidas sobre Las flores de la guerra por el mero hecho de existir ya una reciente —y magnífica— película que asimismo retrata, si bien desde una perspectiva muy diferente, la tristemente célebre masacre de Nankín: Ciudad de vida y muerte(Nanjing! Nanjing!, 2009), de Lu Chuan. Eso no significa que, en efecto, no haya algún que otro vínculo entre ambos films, de manera casi me atrevería a decir que forzosamente natural; y no me refiero únicamente a la coincidencia en la descripción de un mismo contexto histórico de fondo, sino incluso a similitudes formales concretas: resulta patente la influencia de Steven Spielberg, sobre todo el de La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993) pero también el de Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). Esto último no pareció molestar (demasiado) cuando se estrenó entre nosotros Ciudad de vida y muerte, y prácticamente no se ha dicho con respecto a Las flores de la guerra; yendo más lejos, la presencia, encabezando el reparto de esta última, de Christian Bale, quien fuera el joven protagonista de otro film de ambientación siquiera parecida, El Imperio del Sol(Empire of the Sun, 1987), establece otro lazo. Puestos a ponernos inquisidores, hay en Las flores de la guerra un encuadre —el de la inmolación del mayor Lin (Dawei Tong), usando su propio cuerpo como detonador de una múltiple trampa explosiva contra los japoneses— que recuerda mucho a ese ya famoso plano en semipicado de En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008, Kathryn Bigelow), con el protagonista de esta última tirando suavemente de una serie de cables cuyos extremos están atados a otros tantos artefactos explosivos enterrados bajo la arena; hay, incluso, un detalle directamente extraído de El demonio y la carne (Flesh and the Devil, 1927, Clarece Brown): John Miller (Bale) bebe de un cuenco poniendo los labios sobre la erótica marca de carmín que indica el mismo lugar del recipiente donde un momento antes ha bebido Yu Mo (Ni Ni), la prostituta que le atrae, tal y como hacía Greta Garbo con el cáliz de comunión en el que instantes antes ha posado sus labios John Gilbert.

Dejando aparte estos “pecados”, que para muchos serán mortales de necesidad si los ha cometido Yimou y tan solo veniales si hubiese incurrido en los mismos Tarantino (bajo ese punto de vista, el primero sería un burdo copiador, y el segundo, un posmoderno), lo que acaba resultando verdaderamente relevante de Las flores de la guerra (lo demás me parece, con franqueza, ruido de fondo) es, como siempre en su director, la forma que tiene de embellecerlo todo. Es tanta la belleza de las imágenes de Las flores de la guerra, su forma, y lo que es más importante, guarda tanta y tan estrecha relación con el fondo de lo que narra, hay muchos momentos en que lo que se cuenta y el cómo se cuenta se (con)funden con tanta armonía que las fronteras entre lo bello entendido como concepto y lo bello entendido como deleite para los sentidos aparecen aquí más difuminadas de lo que ya lo estaban en Sorgo rojo, Ju Duo, semilla de crisantemo y la trilogía wuxia. Habrá quien dirá que prefiere la fusión entre belleza de formas y belleza de conceptos que se da en otros films de Yimou, en los cuales el contenido crítico y/o melodramático —Yimou es un amante del mélo: el “drama con música”— casaba con perfecta armonía con la espectacularidad de las imágenes; el exponente más claro de esta tendencia dentro de la obra de su autor, y el más conseguido, seguiría siendo La linterna roja. Pero suele olvidarse que hay en Yimou un esteta —que no es lo mismo que esteticista, aunque resulte fácil confundirlos— para el que forma y fondo pueden llegar a ser una sola cosa, con independencia de que ese fondo pueda parecer, como en Las flores de la guerra, menos “consistente” que los discursos críticos de La linterna roja o Amor bajo el espino blanco; acaso porque Yimou es de los escasos cineastas de hoy en día que son conscientes de que la forma sin fondo no es nada, y que el fondo sin forma es menos que nada, pero que en algunas raras ocasiones, como aquí, la potencia de la forma es capaz no solo de compensar la menor intensidad del fondo, sino de dotar a este último de la fuerza que por sí solo carece. Embellecer algo no consiste en “adornarlo”: un fondo sin belleza pero con “adornos” sigue siendo un fondo que no alcanza la categoría de artístico; un fondo embellecido, en cambio, es aquel cuyo potencial artístico sale a la luz gracias al poder de lo bello para convertir lo anodino en algo sublime. Por más que hoy en día pueda parecer mentira, y sin salirnos del ámbito de los maestros orientales, no faltó quien en su momento dijo que una de las películas más bellas de la historia del cine, La emperatriz Yang Kwei Fei(Yôkihi, 1955), de Kenji Mizoguchi, no estaba a la altura de su autor porque, afirmaba, su fondo (su “historia de amor”) era inferior a su forma; es decir, porque se produjo una (fácil) valoración entre el aparente carácter convencional de lo que narraba en detrimento de la belleza de una forma capaz de tomar ese fondo y convertirlo en un caudal de poesía.

Es tanta, como digo, la belleza de Las flores de la guerra—belleza, insisto, entendida en su sentido de expresión artística destinada a provocar un tipo de deleite que, ¡ay!, hoy en día tampoco “se lleva” demasiado en cine: el espiritual—, que es capaz de subsumir un aspecto de guión que, a falta de conocer por mí mismo la novela de Geling Yan en la que se inspira (de la cual existe edición española por Alfaguara), tiene toda la apariencia de ser una convención de cara a garantizar una mejor proyección internacional del film: la inclusión al frente del reparto de una “estrella” del panorama cinematográfico anglosajón, en este caso el ya mencionado Christian Bale, como John Miller, un encargado de pompas fúnebres norteamericano que se deja caer por Nankín, coincidiendo con el momento álgido de los combates chino-japoneses por el control de la ciudad, para ocuparse del embalsamamiento y sepelio del sacerdote católico chino que se encargaba de dirigir un convento donde se refugian un puñado de virginales estudiantes católicas chinas, apenas unas niñas. ¿Cuántas veces no hemos visto la convención del hombre-blanco-occidental encargado de salvar la situación en la que se ven implicados los pobres-hombres-(o mujeres)-orientales? No obstante, la manera como Yimou introduce a este personaje en el relato, la complejidad de su descripción (a la cual ayuda sobremanera la labor de un magnífico Christian Bale), y sobre todo, de qué forma se va diluyendo el aparente protagonismo del mismo en beneficio de un relato coral donde al final acaban brillando con luz propia, e incluso por encima del personaje de Miller, otras figuras como el asimismo mencionado mayor Lin, o como Yu Mo, la líder de las prostitutas procedentes del “barrio rojo” situado junto al río que atraviesa la ciudad, acaban como digo subsumiendo la figura de Miller y convirtiéndola en una especie de recurso poético.

¿Exagero? No. Más bien si hay algún tipo de “exageración” al respecto esta reside en los recursos formales mediante los cuales Yimou convierte al personaje de Miller, y por extensión a la propia película, en una suerte de poema visual donde tienen cabida tanto la voluptuosidad visual del cineasta como destellos de un brutal realismo que no solo encajan con rara armonía en el conjunto, sino que son los que, por contraste, contribuyen a conferir a Las flores de la guerra su carácter poético. Apunto, por ejemplo, la extraordinaria secuencia de presentación de Miller, corriendo por las calles de Nankín camino del convento seguido por vibrantes travellings, convertidas aquéllas en un laberinto inundado por una polvareda harinosa que cubre de blanco al personaje de los pies a la cabeza; una idea visual, de las muchas que abundan a lo largo del film, que encierra una hermosa paradoja: Miller, el hombre blanco y “manchado de blanco”, que de este modo ve peligrar su vida en medio del combate (los occidentales son respetados en Nankín —estamos en 1937: Japón todavía no ha entrado en la Segunda Guerra Mundial—, pero ese polvo convierte a todas las personas por igual en “blancos” sin distinción al alcance de los disparos de los nipones). Un occidental que, además, está lejos de ser un modelo de conducta: solo le interesa el dinero, y como no queda nadie en el convento que pueda pagar sus servicios como sepulturero, se pone a registrar de inmediato el lugar en busca de algo de valor; y si al final se queda, lo hace atraído en primera instancia por la posibilidad de tener un refugio más o menos seguro donde pasar la noche, beber alcohol y acaso “usar” a alguna de las bellas prostitutas que, como él, acaban de refugiarse en el convento. Pero, como el resto de personajes de Las flores de la guerra, Miller no es una figura de una pieza: siguiendo un impulso, y para salvar las vidas de las estudiantes que a punto están de ser violadas por las tropas japonesas que asaltan el convento, el personaje se disfraza con una de las sotanas del difunto sacerdote y finge ser el encargado del lugar, consciente de que los jefes militares nipones respetarán, por razones diplomáticas, a un sacerdote católico occidental. Bien avanzado el metraje, y a medida que hemos visto evolucionar al personaje de Miller, reaccionando con empatía con las estudiantes y su peligrosísima situación (él y su farsa son lo único que, de momento, pueden impedir la violación y asesinato de las chicas), descubriremos la secreta motivación de su inesperadamente heroica actuación: “tuve una hija”, confiesa; pero el valor de dicha afirmación no reside tanto en lo que revela del personaje como, por otra parte, su condición de evidencia de que ninguna de las figuras que pueblan Las flores de la guerra son exactamente aquello que aparentan: un oficial chino (el mayor Lin) es capaz de inmolarse aún siendo consciente de que su sacrificio será inútil; un oficial japonés (el coronel Hasegawa: Atsuro Watabe) es capaz de demostrar su sensibilidad musical en medio de la matanza; dos de las prostitutas serán capaces de arriesgar sus propias vidas…, con tal de recuperar unos pendientes y una cuerda de guitarra; un traidor chino que colabora con los japoneses, padre de una de las estudiantes, es capaz de redimirse con tal de salvar a su hija; las prostitutas acabarán ocupando el lugar de las estudiantes, aun sabiendo de que con ello van hacia una muerte segura; una de aquéllas, en el último instante, verá sus fuerzas flaquear…


Las flores de la guerra se mueve en un terreno resbaladizo, el de la evocación de un hecho histórico que acaba siendo un telón de fondo para un relato donde, para desesperación de los seguidores de Luis Buñuel y su malinterpretado diagnóstico sobre lo que en cine él denominaba “la infección sentimental”, Yimou se decanta, sin complejos ni prejuicios, por el detalle preciosista y la búsqueda de la adhesión emocional del espectador hacia lo que narra. Ahí están la cuerda de guitarra que se parte contra una esquina cuando un vehículo a la fuga pasa rozando una casa; la cristalera del convento, la cual sirve tanto para que las estudiantes espíen, a través de una rotura, a las prostitutas que se acercan al lugar para “invadirlo” con su presencia…, o para que la atraviesen mortíferas balas, destrozándola en fragmentos de múltiples colores; la crudeza de determinados momentos de violencia, que van desde la ya apuntada estrategia suicida del mayor Lin a la dura secuencia del intento de violación, casi consumado, de las estudiantes a manos de los soldados nipones, pasando por ese extraordinario momento en cámara móvil y plano fijo que recoge el intento de huida de una de las prostitutas a través de las callejuelas de la ciudad en medio de una lluvia de balas y metralla; la escena onírica en la que, a los ojos de las estudiantes, la actuación musical de las prostitutas deviene una “imposible” coreografía sensual (cuyo carácter fantasioso resulta evidente a la vista de que participan en esa coreografía soñada las dos mujeres que, en este punto del relato, ya han fallecido); ese gran fragmento, de los más hermosos del cine de su autor, en el cual las estudiantes, conscientes del sacrificio que van a llevar a cabo las prostitutas yendo en su lugar a esa fiesta de celebración de la victoria japonesa donde no les espera otra cosa que el ultraje y la muerte, se acercan por primera vez con respeto a esas malas mujeresllamándolas “hermanas mayores”, no sin antes haber contemplado, fascinadas, sus hermosos cuerpos semidesnudos de mujeres adultas; no resisto la tentación de destacar, dentro de esta misma secuencia, ese bellísimo plano general en picado sobre las prostitutas, tumbadas la una junto a la otra mientras Miller pone en práctica sobre ellas su habilidad como maquillador de difuntos: el protagonista les ha pedido a las mujeres que se echen para poder maquillarlas mejor, porque está acostumbrado a trabajar con personas que siempre están “tumbadas” (sic), pero la elección del plano picado las convierte así, simbólicamente, en “cadáveres”, sugiriendo de este modo que ninguna de ellas va a salir con vida de la funesta decisión que han adoptado; una decisión que implica, como digo, asistir a una fiesta organizada por los nipones que Yimou, con gran elegancia, resuelve elípticamente: le basta con mostrar el gesto de las prostitutas, escondiendo improvisados puñales bajo sus disfraces de estudiantes, para expresar elocuentemente cuál será la atroz culminación de la velada organizada por los crueles invasores de Nankín. Naturalmente que puede discutirse si el director ha sobrepasado o no la delicada frontera que, dicen, diferencia lo sublime de lo ridículo, por más que no esté muy seguro de si se trata de una mera cuestión de puntos de vista, o sencillamente, de sensibilidades. La mía se inclina a su favor. Una obra maestra.

“DIRIGIDO POR…”, ABRIL 2013, ya a la venta

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La nueva película de Terrence Malick, To the Wonder (ídem, 2013), cuyo comentario firma Aurélien Le Genissel, ocupa la portada del núm. 432 de Dirigido por…, correspondiente al mes de abril de este año.

Otros films y reseñas destacados son los del más reciente trabajo de Gus Van Sant, Tierra prometida (Promised Land, 2012), que escribe Antonio José Navarro, quien asimismo firma la crítica de la nueva versión de Posesión infernal (Evil Dead)(Evil Dead, 2013), de Fede Álvarez, un comentario del interesante film The Messenger (2009), de Oren Moverman, para la sección de cine reciente inédito en España Fuera de Campo, y otro de la serie 666 Park Avenue (ídem, 2012- ), para la sección Televisión. Más críticas destacadas: las de Efectos secundarios (Side Effects, 2013), de Steven Soderbergh, a cargo de Ángel Sala, y Memorias de un zombie adolescente(Warm Bodies, 2013), de Jonathan Levine, defendida por Tonio L. Alarcón, quien también suscribe el comentario, asimismo para la sección de Televisión, de la serie Black Mirror (2011- ). Por su parte, Quim Casas comenta el muy completo pack de DVD editado por Intermedio y dedicado a la obra de Pere Portabella dentro de la sección Flashback; y otro tanto hace Juan Carlos Vizcaíno Martínez, también para Flashback, con la reciente edición en DVD de la versión de Wesley Ruggles de Cimarrón(Cimarron, 1931). A todo ello hay que añadir las secciones de Pantalla Digital, de José María Latorre, y de Banda Sonora, de Joan Padrol, así como las Críticas, con reseñas de otros recientes estrenos.

El estreno de Tierra prometida nos ha dado pie a incluir un dossier dedicado a Gus Van Sant, y que aborda la totalidad de su filmografía desde el punto de vista de la división, más aparente que real, que se da dentro de su cine entre películas independientes y hollywoodienses, o consideradas como tales en términos generales. Tonio L. Alarcón aborda, en su artículo Letra de cambio, las características del cine de Van Sant incluido dentro de su parcela más aparentemente comercial, mientras que Quim Casas se adentra, con su artículo Las variaciones independientes, en el sector de su filmografía ocupado por su producción más estrictamente minoritaria. Yo firmo el tercer artículo, ¿Un cine con dos caras?, donde me planteo la relación entre esas dos tendencias supuestamente irreconciliables dentro de la carrera de Van Sant: “Desde este punto de vista, habrá quien considerará, a la luz de experimentos como “Gerry”, “Elephant”, “Last Days” y “Paranoid Park” que “Todo por un sueño”, “El indomable Will Hunting”, “Psicosis (Psycho)”, “Descubriendo a Forrester”, “Mi nombre es Harvey Milk”, “Restless” y quizá también “Tierra prometida” no son más que acomodaticios giros hacia lo convencional por parte de su realizador, mientras que, por el contrario, quienes no sean amigos de la vertiente «experimental» del realizador pueden considerar que sus trabajos “hollywoodienses” son agradables incursiones en el terreno de un cine, digamos, «clásico»”.
 
Es mes publicamos la segunda y última parte del dossier de cine de terror británico de los años 60 y 70. Firmo aquí un artículo que, bajo el genérico Otras productoras, se aproxima al fantastique de la nacionalidad y el período mencionados para hablar de la producción de este género llevada a cabo por productores y estudios como Robert S. Baker &y Monty Berman, Anglo-Amalgamated Productions, Compton Films, Herman Cohen Productions, Tigon British Film Productions, Charlemagne Productions y Tyburn Film Productions Limited (recordemos que las producciones Amicus fueron abordadas en el número del mes pasado): “late en todas ellas la voluntad de recuperar una manera de entender el género fantástico “made in Britain” que, por un lado, con las producciones Amicus y sus «cuentos de hadas amenazadores»[Andy Boot dixit], y por otro, las más agresivas y procaces producciones de Tigon, unidas a la decadencia de la propia Hammer Films, había sido liquidada hasta su completa extinción, erigiéndose a su pesar en obras testamentarias en lo que a ese estilo se refería”.

Al igual que el mes pasado, la segunda parte del dossierse completa con una docena de antologías, que no son sino una selección de películas de las mencionadas productoras, firmadas por José María Latorre [La sangre del vampiro (Blood of the Vampire, 1958), de Henry Cass], Quim Casas [La carne y el demonio (The Flesh and the Fiends, 1958), de John Gilling; La maldición del Altar Rojo (Curse of the Crimson Altar, 1968), de Vernon Sewell)], Ramon Freixas & Joan Bassa [Estudio de terror (A Study in Terror, 1965), de James Hill; La piel de Satán (Blood on Satan’s Claw, 1971), de Piers Haggard], Antonio José Navarro [Jack the Ripper (1959), de Robert S. Baker y Monty Berman; Holocausto radiactivo (Doomwatch, 1972), de Peter Sasdy], Tonio L. Alarcón [Noche infernal (Nothing But the Night, 1973), de Peter Sasdy; Legend of the Werewolf (1975), de Freddie Francis], Roberto Alcover Oti [Witchfinder General (1968), de Michael Reeves; Trog (1970), de Freddie Francis] y David Pizarro [El deseo y la bestia (The Blood Beast Terror, 1968), de Vernon Sewell].

Dentro de la sección Críticas, abordo el comentario de la más bien fallida adaptación de la célebre obra de Jack Kerouac que el brasileño Walter Salles ha intentado con En el camino (On the Road, 2012).

Finalmente, y a modo de coda del mencionado dossierde cine de terror británico de los 60-70, hablo en la sección Cinema Bis de un pequeño trabajo del gran Terence Fisher fuera del ámbito de Hammer Films: The Earth Dies Screeming(1964).

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Declaración de principios: “UNA BALA EN LA CABEZA”, de WALTER HILL

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Creo que cualquiera que conozca mínimamente la obra del californiano Walter Hill esperaba con cierto interés este “retorno” del cineasta al género sobre el que sustentó el grueso de su prestigio, y más si se tiene en cuenta que el realizador ha estado ausente de las “pantallas grandes” desde su interesante Invicto, por más que en estos últimos tiempo haya desarrollado una atractiva labor en televisión (la serie Deadwood y la miniserie Broken Tail). La lástima es que, a pesar de algunos fragmentos que nos permiten recordar lo mejor del firmante de Driver, The Warriors (Los amos de la noche), Forajidos de leyenda, La presa, Traición sin límites, Wild Bill y la mencionada Invicto, Una bala en la cabeza (Bullet to the Head, 2012) se inscribe más bien en el sector de menor interés de la filmografía de su autor —el que a mi entender forman Límite: 48 horas, Calles de fuego, Johnny el Guapo, El tiempo de los intrusos, Gerónimo, una leyenda y El último hombre—, y a ratos, se acerca peligrosamente a lo peor de su principal responsable, caso de Danko: Calor rojo y 48 horas más.

Como Límite: 48 horas y su secuela, o como Danko: Calor rojo, Una bala en la cabeza vuelve a ser una buddy-movie o “película de colegas”, en la línea no creada pero sí consolidada por Hill en el primero de los films citados. Nada hay de malo en ello a priori, si no fuera porque esta nueva variante de la película policíaca sobre colegas-dispares-pero-unidos-por-las-circunstancias, el sicario al mejor postor James Bonamo, alias Jimmy Bobo (Sylvester Stallone), y el agente de policía fuera-de-su-jurisdicción Taylor Kwon (Sung Kang), no va más allá de lo planteado por Hill en sus anteriores emparejamientos de un agente de policía blanco y rudo y un pequeño delincuente negro y emperifollado, o de un agente de policía de la antigua Unión Soviética y uno estadounidense. Tampoco habría nada que reprocharle a Una bala en la cabeza por el hecho de ser un film formulario o que sigue una fórmula si no fuera porque se nota tanto, y eso le resta atractivo. Dicho de otro modo, y desde el punto de vista de lo que cuenta, Una bala en la cabeza no tiene el menor interés, más allá de servir como ejercicio nostálgico para quienes todavía suspiran por el cine de acción de los eighteen, en el cual, cierto, hubo bastantes cosas buenas, pero también muchas más de pésima calidad, y entre estas últimas figuran la mayoría de las producciones “de” o “con” Mr. Stallone; y es que una cosa es la simpatía personal que pueda despertar —y vaya por delante que a mí me la despierta— el veterano protagonista de Una bala en la cabeza con su actitud asumidamente kitsch de estrella-venida-a-menos-pero-todavía-de-buen-ver, y otra muy diferente es que ahora empecemos a olvidarnos de los sudores fríos que nos provocaron en su momento (y siguen provocándolos en la actualidad) cosas escritas y/o dirigidas y protagonizadas por este señor del calibre de Rambo, Rocky IV o Yo, el Halcón

A pesar de lo afirmado; de que puede suscribirse —y suscribo— la opinión del colega Sergi Grau, quien me aseguraba que Una bala en la cabeza es más una película “de” Stallone que “de” Walter Hill, y de que este último asume a ratos algunos de los peores tics del cine comercial “ochentero” con una convicción digna de mejor causa (esos fundidos a blanco, aquí ligeramente anaranjados, con acompañamiento sonoro tipo ¡¡fuumm!!, tan irritantes como lo eran hace treinta años, y de los que tan solo David Lynch supo sacar provecho expresivo); y aunque podemos añadir a ese saldo la pobreza de la caracterización de los personajes, tanto “los buenos” —Bobo, Kwon y Lisa (Sarah Shahi), la sexy hija del primero sobre la cual flota al principio un tonto equívoco en torno a su relación con el protagonista— como “los malos” —el sicario amante de la violencia Keegan (Jason Momoa) y quienes le pagan, el corrupto Robert Knomo Moreal (Adewale Akinnuoye-Agbaje) y el “picapleitos” Marcus Baptiste (Christian Slater)—; a pesar, como digo, de todo ello, Una bala en la cabeza acaba siendo una aceptable declaración de principios por parte del equipo Stallone-Hill. Por lo menos, como nueva reivindicación por parte de Stallone del cine de acción que le hizo famoso, tiene más consistencia y credibilidad, y menos “graciosidades”, que el temible díptico —pronto, trilogía— de Los mercenarios. Y si eso es así es porque, aunque rebajado, el viejo buen estilo de Hill reflota en momentos puntuales que elevan el nivel de la función, y esto sí que realmente resulta de agradecer.

Bajo este punto de vista, vale la pena olvidarse de la trama de Una bala en la cabeza y detenerse, en cambio, en los detalles y las texturas que, estos sí, retrotraen de forma agradable y a ratos eficaz ese cine “ochentero” (e incluso de más atrás) que tan poco se practica en estos momentos en el cine norteamericano. Sobre todo las escenas de acción hacen gala de esa rudeza y “fisicidad” características de lo mejor del género: los tiros y los puñetazos parece que “duelen” gracias a la manera sencilla y directa de Hill de filmarlos, lo cual reluce puntualmente en la primera secuencia, la del asesinato “por encargo” en el apartamento a cargo de Bobo y su colega Louis Blanchard (Jon Seda); el posterior asesinato de este último a manos de Keegan en la barra del bar y la inmediatamente posterior primera escaramuza cuerpo a cuerpo de Bobo con Keegan en los lavabos del mismo local; la pelea de Bobo con Ronnie Earl (Brian Van Holt) en la sauna, que viene a ser una versión corregida pero por suerte mejorada del arranque de Danko: Calor rojo; y, desde luego, el clímax final en la planta industrial abandonada, el rescate en la misma de Lisa a cargo de Bobo y Kwon, y la (esperada) pelea final, ¡a hachazos!, entre Bobo y Keegan. Es en estos instantes donde Hill ofrece sus mejores encuadres, tal es el caso del plano congelado que, en el prólogo, presenta a Bobo salvándole la vida a Kwon, y que da inicio al largo flashback que cubre prácticamente la primera hora del relato (por más que ese plano congelado haga añorar la brillante forma como Hill los empleó en la superior Invicto); o el plano submarino, desde el punto de vista del cadáver de Ronnie hundiéndose en la piscina de la sauna, por medio del cual vemos a Bobo alejándose tras haber “despachado” a aquél. También se agradece, en el contexto del relato, las dosis de dureza de los personajes y que Hill los muestre con una considerable carga antipática: destaca, en este sentido, el tono cruel y a la vez irónico de la tortura de Baptiste a manos de Bobo y Kwon para hacerle “cantar”; o la exclamación de Robert Knomo un segundo antes de morir a manos del anárquico Keegan: “no puedes fiarte de alguien a quien no le importa el dinero”…



Recuerdos del futuro: “OBLIVION”, de JOSEPH KOSINSKI

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Contraviniendo lo que suelo hacer en este blog, y no solo porque así lo ha pedido a modo de favor la distribuidora de esta película como, sobre todo, por respeto al espectador que todavía no la haya visto, dada su reciente llegada a cines, voy a procurar hablar de Oblivion (ídem, 2013) manteniendo el máximo “secreto” en torno a sus más sorprendentes giros argumentales y sin necesidad de recurrir a los así llamados spoilers, los cuales —lo adelanto ya— pueden no serlo tanto para quienes conozcan bien la literatura y en particular el cine de ciencia ficción, y dejando aparte el hecho de que los mejores aciertos de este film no se encuentran, para mi gusto, en el terreno de lo argumental, por más que sin duda alguna es en este último donde se acumulan sus principales “ganchos” de cara al gran público.
Oblivion arranca con un prólogo “explicativo”, en la línea del siempre denostado de la excelente versión de Dune (ídem, 1984) llevada a cabo por David Lynch a partir del libro homónimo de Frank Herbert, en el cual la voz over de su protagonista, Jack Harper (Tom Cruise), nos pone en antecedentes: nos hallamos en el año 2077; sesenta años atrás, en 2017 —fecha que se evoca explícitamente en un fragmento de pared en medio de las ruinas de lo que fuera el famoso estadio de los Yankees en Nueva York—, la Tierra sufrió el ataque de una raza alienígena hostil, los Carroñeros; la raza humana ganó la guerra a costa de recurrir a las armas nucleares, y por eso mismo “perdimos el planeta” (sic), convirtiendo la Tierra en un páramo desolado e inhabitable; la humanidad entera se trasladó a Titán, la luna más grande de Saturno; en la Tierra solo quedan dos ingenieros, Jack y su compañera de trabajo y amante Victoria (Andrea Riseborough), quienes se encargan de supervisar la extracción de agua de mar reciclable en energía para Titán, y de controlar los ocasionales brotes de Carroñeros ocultos bajo la superficie del planeta, labor para la cual cuentan con el apoyo del Tet, una gigantesca nave espacial en órbita desde la cual sus superiores de Control —visualizados siempre a través de una pantalla de monitor, y con las facciones y la voz de una tal Sally (Melissa Leo)— les proporcionan apoyo logístico, y sobre todo, una serie de robots teledirigidos, los Drones, dotados del armamento necesario para erradicar esos esporádicos “levantamientos” de Carroñeros. El arranque del relato sorprende a Jack y Victoria a dos semanas de completar su misión y ser relevados. Dejando aparte de que toda esta explicación se reitera más adelante —secuencia de la cena de Jack y Victoria con Julia Komarova (Olga Kurylenko)—, lo cual permite dudar de la conveniencia de incluir ese prólogo “explicativo” del principio, por lo demás nada raro en una película con exceso de metraje y demasiado obsesionada en más de un momento por dejárselo todo bien claro al espectador e impedir que este “se pierda”, ese prólogo ya introduce un detalle importante —el hecho de que Jack y Victoria, como el resto de trabajadores de su estilo, han sido sometidos a un “borrado de memoria de seguridad”: solo recuerdan lo vivido en los últimos cinco años de existencia— que, como se confirmará más adelante, avanza el hecho de que Oblivion (“olvido”) va a girar en torno a lo que se esconde en esa “memoria borrada”, y en consecuencia, los problemas de identidad del protagonista. [Nota bene: Una temática, por cierto, muy del gusto del actor Tom Cruise, amante de protagonizar films que giran en torno a las confusiones de identidad y la falsedad de las apariencias, aderezadas a poder ser con ciertas dosis de transformismo físico, tal es el caso de sus trabajos en Eyes Wide Shut, Minority Report, Vanilla Sky, Noche y día o la franquicia Misión: Imposible.]
Tras una serie de secuencias que describen la rutina cotidiana de Jack y Victoria —la exploración aérea de Jack y su seguimiento vía radar por parte de Victoria; una fugaz escaramuza con los Carroñeros y una primera demostración del poder de destrucción de los Drones; el descubrimiento de que, a espaldas de Victoria y lejos del alcance de los radares, Jack tiene un refugio secreto en un valle donde la naturaleza se ha regenerado; la vuelta a la base para cenar y que culmina con una cópula—, secuencias, insisto, quizá demasiado largas pero necesarias para establecer una determinada pauta narrativa, dicha rutina se rompe con la intromisión de algo no preestablecido: la aparición de esa otra mujer mencionada líneas atrás, Julia Komarova, inesperada pero no del todo sorprendente, habida cuenta de que se trata de la misma que se aparece en los sueños, visualizados en blanco y negro, de Jack. Más aún: la inconsciente Julia es la única superviviente de una nave de carga estrellada en la superficie de la Tierra, dado que el resto del pasaje, asimismo en sus ataúdes de hibernación como aquélla, son asesinados por esos Drones teóricamente diseñados para proteger a la raza humana de los alienígenas; y, apenas recobra el conocimiento durante unos segundos, lo primero que hace Julia es mirar a Jack y llamarle por su nombre, cuando se supone que ni se conocen ni jamás se han visto en persona… Suficientes datos como para que hasta el espectador más incauto intuya a ciencia cierta de que lo que se nos ha contado hasta este momento puede ser puesto seriamente en cuestión, o dicho de otra manera, que algo-no-encaja.
A partir de este momento, y hasta el final, Oblivion deviene un relato de misterio con escenario de ciencia ficción, o si se prefiere uno de ciencia ficción de trasfondo misterioso, que va acumulando sorpresa tras sorpresa hasta llegar a un clímax aparatoso aunque tan solo relativamente inesperado, sobre todo si uno es un consumidor avezado en literatura y cine “fantacientíficos”, en particular si se ha leído algo de Isaac Asimov, Robert Heinlein, Stanislaw Lem o Philip K. Dick, o si se han visto películas como El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968, Franklin J. Schaffner) —de la cual se retoman no solo imágenes icónicas en materia de paisaje-terrestre-tras-el-holocausto, sino incluso ideas como la de esa “zona prohibida” en la que, se dice, conviene no adentrarse— o, por descontado, 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick) —la cual cede diversos conceptos en forma de ideas e imágenes, sobre todo en su tercio final, que como ya he dicho no voy a desvelar—, todo lo cual erige Oblivion en el enésimo destilado de una ilustre tradición cultural a la que el film de Joseph Kosinski rinde pleitesía con tanto respeto como escasos indicios de insumisión.
Desde este punto de vista, Oblivion vendría a ser una película que oferta dos discursos: uno, el ya apuntado en relación a su condición de heredera de una larga tradición de literatura y cine de ciencia ficción, y que no tiene mayor interés que el anecdótico (el “rastreo” de ideas/referencias/guiños que van salpicando su desarrollo argumental), más allá del hecho, justo es reconocerlo, de que Kosinski y sus co-guionistas Karl Gajdusek y Michael Arndt, a partir del cómic ideado por el propio Kosinski junto con Arvid Nelson, construyen ese entramado con habilidad: incluso cuando el interés decae, acercándose peligrosamente a su desaparición, Kosinski y sus colaboradores logran imprimirle nuevas energías a los pocos instantes. Pero acaso desde una perspectiva estrictamente cinemática sea el segundo discurso, el que ofrece la puesta en escena, el más interesante, por más que sea harto desigual. Por un lado, el realizador demuestra una vez más —ya lo hizo en su anterior Tron: Legacy (ídem, 2010)— que sabe crear imágenes atractivas y filmarlas con elegancia. Pero, por otra parte, asimismo vuelve a demostrar que es un narrador convencional, de ahí que a veces la belleza de determinados momentos se diluya por culpa de recursos trillados de realización, por más que incluso en sus peores momentos haya que reconocerle a Kosinski cierto cuidado a la hora de equilibrar imagen y narrativa, de ahí que el film no acabe de ser, en su conjunto, una gran obra, pero también esté lejos de ser un producto mediocre: en sus líneas generales es tan correcto que, a veces a su pesar, consigue verse en todo momento con cierto agrado.
Es una lástima, como digo, que en muchas, demasiadas ocasiones, Kosinski estropee un poco las posibilidades de un relato, por lo demás no mal planteado ni resuelto, en beneficio de soluciones narrativas rutinarias. Véase, por ejemplo, la insistencia en la inserción de los flashbacks blanquinegros que visualizan el sueño/recuerdo que Jack tiene con Julia al pie y en el mirador del Empire State Building; ese momento en que Kosinski “juega” con la posibilidad de que Jack se haya estrellado con su aeronave (el consabido plano fijo de la enorme zanja donde el protagonista se ha precipitado con su vehículo volador: el realizador lo mantiene unos segundos, a fin de crear una expectativa que, al final, se rompe con la aparición de la nave de Jack remontando el vuelo y evitando in extremis la colisión); el plano subjetivo, desde el punto de vista de Jack, del Carroñero golpeando en la cabeza al protagonista con la culata de su rifle, que se cierra con el no menos previsible fundido a negro que expresa la pérdida de conciencia del personaje; el travelling semicircular alrededor de Jack, combinado con plano en contrapicado, que nos permite ver a los hombres y mujeres que acompañan a Malcolm Beech (Morgan Freeman), el líder de los humanos que han capturado al protagonista, hacinados alrededor de Jack a medida que se van encendiendo coreográficamente las luces del decorado; o la resolución de los momentos —a pesar de todo, bien rodados— en los que Kosinski se ve en la “obligación” de que el mucho dinero invertido en la producción (120 millones de dólares), por así decirlo, se note mediante la inserción de aparatosas secuencias de acción, caso sobre todo de la persecución aérea de los Drones en pos de la aeronave donde Jack y Julia se dan a la fuga, en la que no faltan los a estas alturas inevitables travellings aéreos a través de estrechos barrancos, en la línea del patrón visual instaurado en su momento por La guerra de las galaxias
En cambio, y contra todo pronóstico, la película funciona mejor en el terreno de la sugerencia y el detalle. Anoto aquí los elegantes planos generales y las panorámicas sobre los desolados paisajes de la superficie terrestre en los momentos en los que Jack inspecciona el terreno en aeronave o en motocicleta, en los cuales lo que se adivina son los restos de la ciudad de Nueva York sobresaliendo en medio de una arena negruzca, vestigios de una civilización antaño esplendorosa que Kosinski acierta a visualizar sin subrayados. O la secuencia, bien planificada, que ilustra las aventuras de Jack y su enfrentamiento a oscuras con los Carroñeros en la biblioteca, a donde ha bajado desde la superficie para recuperar a un Dron averiado. O las escenas de Jack en su refugio secreto en el valle: un paraje idílico donde ha construido una cabaña que ha llenado a base de recuerdos de la antigua civilización humana: libros, pinturas, discos de vinilo… O ese momento en que, queriendo hacerle un regalo a Victoria —unas flores que ha cultivado dentro de un bote—, la mujer lo rechaza, arrojándolo al vacío desde lo alto de la altísima torre de vigilancia donde viven y trabajan, alegando que puede contener gérmenes letales del exterior; véase, asimismo, la triste mirada de Jack ante ese rechazo (bien expresada por Cruise, también mejor actor cuando sugiere que cuando actúa de manera “trascendente”). O el momento en que, de espaldas a la cámara, Jack y Julia miran el famoso cuadro de Andrew Wyath Christina’s World, donde aparece otra mujer también de espaldas al espectador (por más que Kosinski insista un par de veces en esta imagen, estropeando un poco su encanto y fuerza abstracta). O la habilidad para sublimar, más allá de su planteamiento convencional, algunas escenas: ese momento en que Jack y Victoria hacen el amor en la piscina, cuyo fondo de cristal está suspendido sobre el vacío que se encuentra a mucha distancia bajo sus pies: la escena vale lo que ese magnífico plano general nocturno de la estación, construido de tal manera que vemos a la pareja sumergida en el agua dentro de ese fabuloso recinto situado por encima de las nubes, en una imagen extrañamente fantastique. La escena, además, tiene la ventaja de servir como agudo contraste con el momento posterior en que Jack y Julia hacen el amor en la cabaña secreta del primero: Kosinski tiene aquí el buen gusto de recurrir a una elegante elipsis, que expresa de este modo una diferencia entre la cópula con Victoria, más explícita y repleta de “dobles intenciones” por parte de esta última, y el gesto de cariño de la pareja de amantes, a los cuales el realizador deja “a solas” en su intimidad. A pesar de que, en sus minutos finales, el film trata de suavizar la amargura que transpira el relato en no pocos momentos —y que lo emparienta, un tanto inesperadamente, con la pesimista ciencia ficción norteamericana de principios de los años setenta, tan necesitada de una urgente reivindicación—, recurriendo a un ardid de guión, por otro lado, absolutamente coherente con el planteamiento de lo narrado, Oblivion arroja un balance bastante apreciable, y superior al de Tron: Legacy, en lo que a su equilibrio de intenciones y resultados se refiere. Parafraseando a José María Latorre, de peores películas se han visto comentarios más “comprensivos”.

“Dossier” PETER WEIR, en CINE ARCHIVO

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La apasionante obra del cineasta australiano Peter Weires motivo de un dossier en el portal Cine Archivo, al cual he contribuido firmando un par de comentarios. Uno, dedicado a una de sus películas más controvertidas, La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1986), y otro, centrado en el recomendable libro Peter Weir, escrito por Nekane E. Zubiaur y publicado por Cátedra dentro de su colección Signo e Imagen/Cineastas.
La costa de los mosquitos:una característica apreciable en las películas de Peter Weir inscritas dentro de los márgenes del género fantástico —“Los coches que devoraron París”, “Picnic en Hanging Rock”, “La última ola” y, hasta cierto punto, “The Plumber”—, pero que también puede aplicarse a la mayoría de sus films catalogados dentro de otros géneros —y suponiendo, claro está, que el cine de Weir en su conjunto pueda realmente constreñirse en los márgenes de género alguno: estamos hablando en líneas muy generales— es, como digo, la idea del choque de distintos conceptos de la realidad. “La costa de los mosquitos” no constituye una excepción: el protagonista del relato, Allie Fox (Harrison Ford), es, como los de las cuatro películas de Weir de temática (más o menos) fantástica mencionadas líneas arriba, y también como los del resto de la filmografía de Weir, un personaje que tiene algo de soñador, y su sueño consiste, precisamente, en su anhelo irresistible, y en su caso autodestructivo, de querer cambiar la realidad que le rodea”.
Peter Weir:Como afirma la propia autora de este ensayo, el núm. 95 de la espléndida colección Signo e Imágenes/Cineastas de Cátedra, y que comparto plenamente, resulta asombroso que todavía no hubiera una monografía en nuestro país dedicada a un realizador que, a nivel personal y sin ánimo de pontificar al respecto, no dudaría en incluirlo entre los cinco o diez mejores cineastas de la actualidad: el australiano Peter Weir. Por más que Nekane E. Zubiaur, firmante de esta más que recomendable introducción y panorámica a la obra del autor de “Picnic en Hanging Rock” y “Master & Commander: Al otro lado del mundo”, acaso no se atreva a decirlo directamente, sí que sugiere, de forma indirecta, a qué se debe esa aparente indiferencia e incluso cierta displicencia con que suele despacharse la obra de Weir entre la mayoría de la crítica española (como en todo, hay honrosas excepciones): al hecho de que Weir es uno de esos cada vez más raros directores de cine que, por así decirlo, “no hace ruido”; a que es el poseedor de un estilo tan minucioso y sobre todo tan sutil, que como lo califica la propia Zubiaur bien podría adjetivarse como “invisible”; al hecho de que, en un mundo como el del cine actual pero no siempre moderno (actualidad y modernidad no son términos sinónimos, por más que tiendan a solaparse), lleno de prepotentes con ganas de hacerse notar arrojando su estilo a la cara del espectador, Weir hace gala de esa rara modestia que precisamente es característica de los grandes creadores; en definitiva, que el cine de Weir, aparentemente sencillo, en el fondo es tremendamente exigente, dada su sutilidad, y requiere un plus de atención que, ¡ay!, no se da con la frecuencia deseable entre nuestros “comentaristas” del hecho cinematográfico”.

Cine Archivo:
Especial Peter Weir:
Peter Weir (Cátedra):

El estilo y la trascendencia: “TO THE WONDER”, de TERRENCE MALICK

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Cuando Paul Schrader hablaba de “estilo trascendental” en su famoso ensayo sobre Carl Theodor Dreyer, Robert Bresson y Yasuhiro Ozu, se refería básicamente al hecho de que estos realizadores eran capaces de reducir el lenguaje del cine a un grado máximo de esencialidad y, a pesar de ello (o precisamente gracias a ello), alcanzar resultados fílmicos de tan excepcional pureza que iban más allá de lo empírico y se situaban en un plano incluso espiritual. El cine de Terrence Malick está dominado, asimismo, por un anhelo de trascendencia, de tal manera que, cuando ha narrado la historia de una pareja de adolescentes perseguidos por la justicia —Malas tierras (Badlands, 1973)—, o ha evocado la América rural durante la Depresión —Días del cielo (Days of Heaven, 1978)—, la Guerra del Pacífico —La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998)—, y los primeros días de la conquista de América —El nuevo mundo (The New World, 2005)—, o se ha inspirado en sus propios recuerdos de infancia —El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011)—, lo ha hecho siempre con el propósito (o la pretensión) de contar algo más. Según la definición académica, ¿qué es la trascendencia, en filosofía —materia en la cual Malick, recordemos, se licenció summa cum laude en la Universidad de Harvard—, sino aquello que está más allá de los límites naturales y desligado de ellos? Desde este punto de vista, Malas tierras sería, también, la poética evocación de una pareja de amantes malditos cuyo amor intenta superar las limitaciones del mundo que les rodea; Días del cielo, una digresión melancólica sobre una época pasada reconstruida minuciosamente en forma exterior y esencia interior; La delgada línea roja, una visión del espíritu humano cuando se enfrente a la experiencia vital extrema que es la guerra; El nuevo mundo, una mirada sublimada sobre la primitiva América que todavía conservaba sus esencias primordiales; y El árbol de la vida, una panorámica espiritual sobre la existencia por medio del paralelismo entre los orígenes cósmicos de nuestro planeta y el quehacer cotidiano de una familia norteamericana de clase media de los años cincuenta.


Al igual que El árbol de la vida, To the Wonder (ídem, 2012) parece ser que se inspira en parte en vivencias personales de su director, quien entre 1985 y 1998 estuvo casado con la francesa Michelle Morette, y el mismo año en que se divorciaron se reencontró y unió a una antigua compañera de estudios, Alexandra Wallace, su pareja en la actualidad. Lo que cuenta la película guarda similitudes con lo explicado, si bien su argumento es extremadamente sencillo, simple incluso. Un hombre y una mujer se enamoran. Él, Neil (Ben Affleck), es norteamericano. Ella, Marina (Olga Kurylenko), es rusa, y la joven madre soltera de una niña de diez años, Tatiana (Tatiana Chiline). Se conocen en Francia: pasean por París, y visitan el castillo de Saint-Michel. Luego se marchan los tres a vivir a los Estados Unidos, a la casa que él tiene en una ciudad de provincias de Oklahoma. Al principio todo marcha bien. Se aman, juegan, son felices. Más tarde, las cosas se tuercen. Empiezan las discusiones, las broncas. El visado de Marina caduca. Infelices y decepcionadas, ella y su hija regresan a París, y dejan a Neil desolado. Pasa el tiempo. Neil conoce a otra mujer, Jane (Rachel McAdams). Vive sola y tuvo una niña que murió. Se enamoran. Nuevo ciclo de felicidad y fracaso: la relación fructifica y se consolida, pero todo vuelve a salir mal, se renuevan los encontronazos y Neil acaba de nuevo solo. Mientras tanto Marina, harta de París, harta de la soledad (su hija se ha ido a vivir con su padre), quiere regresar a los Estados Unidos. Neil accede a casarse con ella para facilitarle el visado. Vuelven a estar juntos. Vuelve a brotar el amor. Vuelve la felicidad, pero seguida también de la insatisfacción, las peleas, el fracaso. Marina tiene una aventura con un amante ocasional (Charles Baker). De nada sirve: ella y Neil vuelven a separarse, en esta ocasión divorcio mediante. Otro personaje pulula por el relato: es el padre Quintana (Javier Bardem), el sacerdote católico de la iglesia del mismo pueblo donde vive Neil. Un hombre triste. Una de sus feligresas le dice que reza para que Dios le dé por fin la alegría que no tiene. El padre Quintana percibe la presencia de Dios en todo lo que ve, incluso en los pobres, los drogadictos, las prostitutas o los presidiarios que visita, pero le entristece no poder ver nunca directamente y sin cortapisas a Dios. 


To the Wonder vuelve a ser, como ya lo eran en parte La delgada línea roja y El árbol de la vida, una reflexión sobre la fe, aquí presentada de dos formas diferentes que se contraponen y hasta cierto punto se complementan la una a la otra: la fe amorosa, entendida como la creencia ciega de que el amor es un vínculo inquebrantable entre dos personas que se profesan afecto con la convicción inicial de que se querrán para siempre; y la fe religiosa, en este caso la del personaje del sacerdote que cree asimismo ciegamente en Dios, hasta el punto de que quiere creer en Él a pesar de que no pueda verle en medio de la miseria humana que presencia cada día. Como en todas sus películas anteriores, Malick busca la trascendencia. La conclusión a la que llega viene a decirnos, poco más o menos, que todas las experiencias vividas por los personajes no son sino caminos que nos llevan hacia lo trascendente; trascendencia que puede ser la religiosa en la que cree el sacerdote católico, es decir, la que se alcanza por la vía del sufrimiento y que termina conduciendo hacia Dios (recuérdese, como ya se dijo en su momento, que el tercio final de El árbol de la vida no era sino una puesta en escena de las ideas contenidas en el Libro de Job; téngase en cuenta, asimismo, que como Martin Scorsese o Paul Schrader, Malick recibió una fuerte educación religiosa durante su infancia y juventud); trascendencia que también puede verse como la que alcanzan los personajes de Neil y sobre todo Marina, entendida no en un sentido tan religioso y más cerca en cambio de un sentido moral o ético, en virtud del cual las personas maduran y crecen en función de las experiencias vividas y las enseñanzas que pueden aprenderse de ellas. A priori todo esto es muy elogiable, no tanto porque constituye un desafío en un contexto actual de cine adocenado y recorrido por el duro pragmatismo que parece haberse adueñado del mundo entero a raíz de la crisis económica de estos últimos años (solo hay que ver cómo triunfan más que nunca los films que ofrecen escapismo puro, vía comedia o un caudal de efectos visuales, o los que ofertan “finales felices”, es decir, esperanzadores); como, además, por el hecho de venir firmado por el responsable de dos de las mejores películas norteamericanas de estos últimos tres lustros, las citadas El nuevo mundo y El árbol de la vida.



A pesar de ello, y a diferencia de los mejores trabajos de Malick, en los que la trascendencia aparecía a modo de conclusión, y a la cual se llegaba como resultado de lo narrado (y sobre todo, de la manera de narrarlo), To the Wonder transmite la sensación de que se busca lo trascendente desde el principio. Es decir, que aquí la trascendencia no es, como digo, el resultado, sino el punto de partida. Esto condiciona sobremanera la concepción de la puesta en escena, que como también se ha dicho puede verse como el resultado del éxito artístico de El árbol de la vida, de la cual repite buen parte de su concepción formal, y un nuevo paso en la trayectoria de un cineasta que, dejado atrás el largo impasse que supusieron los veinte años que separan Días del cielo de La delgada línea roja, se ha lanzado en estos últimos tiempos a un sorprendente frenesí creativo, garantizado en gran medida gracias a los presupuestos relativamente ajustados que maneja y por las ventajas que proporcionan las cámaras digitales ultraligeras. Téngase en cuenta, y a la espera de ver los resultados finales, que inmediatamente después de To the Wonder Malick ha concluido nada menos que otros ¡tres! largometrajes: Knight of Cups (2013), protagonizado por Christian Bale (quien era el protagonista inicialmente previsto para To the Wonder), Natalie Portman, Teresa Palmer, Cate Blanchett, Wes Bentley, Isabel Lucas, Antonio Banderas, Imogen Poots y Freida Pinto; un film sin título provisionalmente conocido como Untitled Terrence Malick Project (2013), con Ryan Gosling, Christian Bale, Michael Fassbender, Natalie Portman, Rooney Mara, Cate Blanchett, Val Kilmer, Benicio del Toro, Holly Hunter y Bérénice Marlohe; y Voyage of Time (2014), con Brad Pitt y Emma Thompson como narradores. Ello es una versión corregida y aumentada de lo que Malick siempre ha hecho: filmar y filmar casi con frenesí, y a partir de una determinada cota de material llevar a cabo un montaje, con la diferencia de que, de la misma manera que en To the Wonder aparecen subrepticiamente imágenes ya utilizadas en El árbol de la vida (al menos así consta en sus créditos finales), sus tres nuevos proyectos rodados consecutivamente son, en el fondo, tres montajes, o si se prefiere, otras tantas versiones de un mismo macro-proyecto —de ahí que los nombres de Christian Bale, Cate Blanchett y Natalie Portman se repitan en los elencos de los dos primeros mencionados—, y cuyo sentido puede que no percibamos por completo hasta que hayamos visionado todos los eslabones que lo componen. Esa manera de trabajar explica que, como ya ocurrió por ejemplo en La delgada línea roja, de cuyo montaje definitivo para cines “saltaron” algunas de las estrellas de su reparto o vieron reducida significativamente su participación —caso este último de George Clooney—, en To the Wonder haya desaparecido del montaje para cines —y a falta de saber en estos momentos si habrá más adelante un director’s cut más extenso— la participación de figuras como Rachel Weisz, Jessica Chastain, Michael Sheen, Amanda Peet y Barry Pepper; y ya veremos cuántas de las de esos tres nuevos films “sobreviven” en los montajes que se verán cuando se estrenen.


Menciono ese frenesí porque, si bien ya se percibía en sus anteriores películas pero se hace todavía más patente en To the Wonder, esta última parece más improvisada que nunca. Desde este punto de vista, no se le puede negar sentido del riesgo a un film que, por así decirlo, renuncia explícitamente a narrar en el sentido más convencional de la expresión, de tal manera que el argumento —mínimo, ya lo hemos visto— se nos aparece más que nunca como una mera excusa para trenzar con carácter narrativo un (otro) esplendoroso carrusel de bonitas imágenes, cuya belleza, empero, resulta aquí más hueca que de costumbre en su autor, habida cuenta su tono volátil y en el borde mismo del esteticismo pueril. Supongo que no faltará quien dirá que To the Wonder es aquello que suele despacharse como un “ejercicio de estilo”, algo que jamás he tenido muy claro qué significa (el estilo se tiene o no se tiene, y si se tiene siempre se ejercita), y que suele salir a colación cada vez que un cineasta con personalidad —Malick la tiene, y guste o no, To the Wonder es indiscutiblemente personal— lleva a cabo algún experimento formal de este calibre, donde se perciben los rasgos que le caracterizan pero no se tiene demasiado claro hacia dónde se dirigen en esta ocasión. En este sentido, y cumpliendo con ese axioma no escrito en virtud del cual todos los grandes realizadores acaban firmando tarde o temprano una película que parece pensada para darles la razón a sus detractores, To the Wonder cumple con esta incómoda función en el seno de la actual filmografía de Terrence Malick.


Pese a todo, y por más que To the Wonder acabe siendo un producto insatisfactorio, no es menos cierto que incluso en sus peores momentos es un film que a ratos sugiere cosas interesantes. Como digo, Malick retoma la estrategia formal de determinados momentos de El árbol de la vida y convierte la narración en un encadenado de imágenes que, por la vía de una planificación donde abundan los encuadres en movimiento, y un montaje que a ratos crea asociaciones entre esas mismas imágenes pero que en no pocas ocasiones también parece “dejarse llevar” por cierta idea de espontaneidad que “rompe” la fluidez de lo narrado, acaba creándose así la ilusión de estar presenciando una película casi “flotante”, situada en un ambiguo plano intermedio entre lo real y lo onírico, entre el cielo y el suelo: recuérdese que estamos hablando de un film que busca desde el principio y en todo momento ser “trascendental”. Desde esta perspectiva, no me parece una mala idea el hecho de que Malick recurra a esa planificación y ese montaje para expresar sotto voce la fragilidad de las relaciones que se dan entre los personaje de Neil, Marina y Jane, acaso sugiriendo de este modo que su amor e incluso sus vidas mismas son tan fugaces e insignificantes que acaban viéndose reducidos a la nada tan pronto como se los coloca sobre el inmenso tapiz del mundo: un mundo compuesto a base de planos del cielo y de las nubes, de paisajes rurales, de campos de hierbas altas por los que silba la brisa y pacen bisontes. 



Como concepto no está mal, mas el problema es que Malick lo destroza a base de insistir en él una y otra vez a lo largo de casi dos horas de metraje, con lo cual el film acaba perdiendo densidad e interés por la vía de la reiteración. La prueba está en que, por ejemplo, los planos que ilustran los momentos de felicidad de Neil y Marina en la residencia del primero en Oklahoma tanto la primera vez que viven juntos como la segunda son perfectamente intercambiables: Olga Kurylenko hace exactamente los mismos gestos, da los mismos saltitos y abre los brazos en cruz de la misma manera en un segmento y en otro del relato. Puede alegarse en descargo del realizador que los actores tampoco dan mucho de sí, ni Kurylenko, tan hermosa como inexpresiva (por más que, desde el punto de vista del axioma godardiano según el cual toda película acaba siendo un documental sobre sus actores, To the Wonder es un completísimo reportaje para solaz de los admiradores de la actriz), ni un Ben Affleck que, al margen de la relativa madurez de sus últimos trabajos como actor (y trabajos como realizador aparte), anda aquí más perdido que nunca; solo Rachel McAdams y Javier Bardem confieren cierto peso a sus performances. Y si esa reiteración tenía el propósito de sugerir lo repetitiva que puede llegar a ser la existencia humana, el concepto sigue siendo más teórico que práctico: se agota una vez enunciado.


Desde luego que puede asimismo alegarse, a renglón seguido, que Malick no es un cineasta “práctico” (y no tiene porqué serlo), mas resulta difícil negar que, al contrario que en sus mejores trabajos, este no ofrece el caudal de sugerencias habitual en él, contentándose con ofrecer y estirar hasta la extenuación dos o tres conceptos que no dan de sí ni mucho menos. Para colmo de males, To the Wonder atesora el que me parece sin lugar a dudas el más execrable momento de toda su filmografía: esa secuencia en la que, paseando por las calles del pueblo tras su segundo reencuentro y boda con Neil, Marina escucha la insoportable perorata de su amiga Anna (Romina Mondello), que la conmina a ser libre, libre, libre…; no por casualidad, es el único momento en el que se habla más de la cuenta, y más demagógicamente, dentro de una película en la que, como viene siendo habitual en Malick, hay escasos diálogos, en su mayoría intrascendentes (la trascendencia, insisto, se sitúa en el terreno visual), y una subrepticia utilización subjetiva de la voz en off destinada a ofrecer un contraste con la imagen (en ocasiones, acertado: véase ese instante en el cual se contraponen hermosas imágenes de los paseos de Marina por París con la afirmación en over de la protagonista: “Odio París”). A pesar de todo, no faltan momentos e imágenes, estas sí, verdaderamente sugerentes: es el caso, por ejemplo, del fundido a negro que cierra el primer episodio protagonizado por Neil y Marina inmediatamente después de su separación, y cómo la imagen se abre a continuación sobre un plano de Jane, anunciando de este modo la llegada de una nueva mujer a la vida del protagonista masculino; o el plano que muestra al padre Quintana en la oscuridad y soledad de su vivienda, con la cámara en el interior de la misma, captando al unísono a una famélica mujer con aspecto de drogadicta que llama a su puerta sin que el sacerdote se vea capaz de hacerle caso, inmerso en sus dudas místicas y existenciales. Pero me parece un pobre balance viniendo del firmante de Malas tierras. Habrá que ver si, como en algunos instantes se intuye, To the Wonder no es más que la pieza de un puzzle que Knight of Cups, Untitled Terrence Malick Project y Voyage of Time podrían venir a completar, dándole su sentido definitivo.

“OZ, UN MUNDO DE FANTASÍA” – “POSESIÓN INFERNAL (EVIL DEAD)” – “MEMORIAS DE UN ZOMBIE ADOLESCENTE”

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El origen del Mago: Oz, un mundo de fantasía (Oz the Great and Powerful, 2013), de Sam Raimi.- [ADVERTENCIA:EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Me ha decepcionado considerablemente este nuevo trabajo del firmante de Posesión infernal (la buena), quien en esta ocasión se ha limitado a orquestar con profesionalidad y poco más un espectáculo familiar que adopta una perspectiva muy habitual dentro de este tipo de producciones que intentan arrojar una mirada renovada sobre los así llamados clásicos de la literatura infantil y/o juvenil. Una opción al respecto es idear continuaciones o, si se prefiere, secuelas de los títulos originales, especulando más o menos libremente sobre qué-ocurrió-después, tal es el caso sin ir más lejos y sin salirnos del ámbito de la obra de L. Frank Baum de otra película de casi idéntico título español, el muy curioso y apreciable único largometraje dirigido por el genial montador y diseñador de sonido Walter Murch Oz, un mundo fantástico (Return to Oz, 1985). La otra opción es, como aquí, proponer una especulación sobre qué-ocurrió-antes, a modo de prólogo o de introducción imaginarios al relato primigenio (“precuela”, para los amigos de los “palabros”). De este modo, Oz, un mundo de fantasía no hace sino contarnos el origen del Mago de Oz, presentado inicialmente como un charlatán de feria asimismo llamado Oz (James Franco) que, por arte de birlibirloque, acaba yendo a parar al mágico país del mismo nombre para acabar terciando en una guerra de hechiceras encabezada por Glinda (Michelle Williams), “la buena”, y Evanora (Rachel Weisz) y Theadora (Mila Kunis), “las malas”, de la cual saldrá triunfante, of course, y acabará coronándose como el Mago de Oz hasta el fin de los tiempos.
Nada tiene de malo (ni de bueno) este planteamiento, tan adecuado como cualquier otro a la hora de hacer un buen film, y si alguien piensa que los así llamados “cuentos de hadas” no son importantes, peor para él. Lo que pesa en Oz, un mundo de fantasía es la excesiva dependencia de la película con respecto a la más famosa versión cinematográfica de la obra de Baum, la todo lo entrañable que se quiera pero bastante mediocre El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), firmada por Victor Fleming y en realidad dirigida parcialmente por este último junto con Richard Thorpe, King Vidor y Mervyn LeRoy (y George Cukor en calidad de asesor), de la cual el film de Raimi retoma la idea de filmar en blanco y negro y formato cuadrado las escenas iniciales de presentación del personaje de Oz —las mejores de la función, como ya ocurría en la versión de 1939, donde fueron realizadas por King Vidor—, para luego pasar al color y formato panorámico tan pronto como el protagonista llega a aquel fantástico país —el cambio de formato tampoco es algo novedoso: ya lo puso en práctica, p. e., Robert Redford en El hombre que susurraba a los caballos (The Horse Whisperer, 1998)—; así como la caracterización de Theadora tan pronto adopta la malvada forma de la Bruja del Oeste, idéntica a la de la actriz Margaret Hamilton en la versión de Fleming & Cia. El problema es que, más allá de estas servidumbres, acaso difíciles de soslayar en el contexto posmoderno del cine actual, la labor de Raimi tras las cámaras no resulta particularmente inspirada (ni especialmente defectuosa), limitándose a facturar con oficio un rutilante espectáculo que funciona mejor cuando el relato adopta un formato más “pequeño” e intimista —caso de las escenas de la Niña de Porcelana y la mencionada transformación de Theadora en un ser vil y grotesco (Antonio José Navarro dixit)— que cuando el formato “grande” se apropia de la pantalla (la mayor parte de sus larguísimos 130 minutos de duración). Puestos a ver un film “familiar” pero inventivo y rodado con ingenio, recomiendo preferentemente la visita al mundo de Jack el caza gigantes (Jack the Giant Slayer, 2013, Bryan Singer). 

Regreso a la cabaña del bosque: Posesión infernal (Evil Dead) (Evil Dead, 2013), de Fede Álvarez.- [ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.]Y seguimos con Raimi, ahora en calidad de productor de este remake de su famosísimo primer largometraje y que, con franqueza y a la vista del resultado, más le valdría habérselo ahorrado, a no ser que haya en el propósito de financiar esta nueva versión la soterrada (mala) intención de realzar las virtudes de su original, que no eran pocas. Posesión infernal, año 2013, parte a mi entender de un error de planteamiento que perjudica seriamente sus resultados, esto es, considerar que lo más notorio del primer Posesión infernal (The Evil Dead, 1981) era su para la época generosa exhibición de atrocidades gore, o dicho de otra manera, que-molaba-porque-había-mucha-sangre. Me parece un concepto muy pedestre, sobre todo porque de este modo se viene a dar la razón al espectador “viejo” que reniega de entrada de este tipo de producciones fantastiques alegando el mismo motivo en virtud del cual estas entusiasman al espectador “joven”: la mucha sangre que contienen. Eso, además, contribuye a alimentar todavía más ese burdo concepto de cine fantástico = cine sangriento, marcando todavía más la separación irreconciliable —y fomentada, a la hora de la verdad, por intereses puramente económicos: los mismos que hablan tanto de “cine para adolescentes” como de “cine para mujeres” o “cine para niños”— entre los adultos, o que se consideran como tales, quienes desprecian el género exclusivamente en función de esos “excesos”, y los jóvenes, o catalogados así, que lo abrazan en función de esa misma procacidad, por más que detrás de la misma no suela haber nada más que una provocación pueril, y a la postre, inofensiva. 
Puede alegarse, con razón, que los personajes del primer Posesión infernal tampoco eran un prodigio de complejidad, pero la gracia de este film consistía no solo en su exhibición de detalles gore, más irónica que otra cosa, sino también y por encima de todo en su atmósfera, la verdadera protagonista de un relato que asumía de entrada la condición de sus personajes como simples peleles en torno a los cuales construir un cuento de miedo “granguiñolesco” (y perdón por el nuevo “palabro”). Como se ha dicho con razón estos días, la sensación general que transmite Posesión infernal (2013) es que se toma demasiado en serio a sí misma, empezando por la necesidad de tener que darles a sus personajes (también peleles, aunque se esfuercen en no serlo) algo así como una “motivación”; en este caso, la reunión de amigos en la cabaña del bosque —Mia (Jane Levy), su hermano David (Shiloh Fernandez), Eric (Lou Taylor Pucci), Olivia (Jessica Lucas) y Natalie (Elizabeth Blackmore)— tiene como finalidad el acompañar y arropar a la primera de las mencionadas entre guiones en su enésimo intento de liberación de su adicción a las drogas, ayudándola a superar “el mono”. Tanto da que se haya planteado así como no, habida cuenta de que ni siquiera se intenta sacar algún provecho dramático de la condición de adicta a los estupefacientes de Mia; por ejemplo, proponiendo una distorsión del punto de vista subjetivo de esta última, de forma que se sugiriera que los demonios convocados por el Libro de los Muertos (que aquí se llama de otra manera: también da igual) no fueran sino reflejos de su propio y turbulento inconsciente de enferma. Pero está muy claro que el film no está para sutilidades de este tipo —eso ya lo planteó, muy bien, John Carpenter en su menospreciada Fantasmas de Marte (Ghosts of Mars, 2001), y casi nadie se lo agradeció—, y sí, en cambio, para —vuelvo a insistir: equivocadamente— limitarse a recoger la herencia “sangrienta” del original de Raimi, intentando corregirla-y-aumentarla, pero despreciando por completo la creación de nada parecido a una atmósfera. Ello no obsta para que haya algún momento bien planificado por el realizador uruguayo Fede Álvarez, más contento que un niño con zapatos nuevos en su rol de pleitesía a su maestro Raimi (como ya apuntó, de nuevo, Antonio José Navarro: la pelea de Eric y la poseída Olivia en el cuarto de baño), aunque al final las teóricas “innovaciones” de esta Posesión infernal—el (horrible) prólogo, y el renovado protagonismo que se le otorga aquí al pelele Mia— tan solo contribuyen al discreto aburrimiento que produce la función. Por favor, basta de remakes del cine de terror norteamericano de los 70-80 (La matanza de Texas, Viernes 13, Las colinas tienen ojos, Piraña, Noche de miedo); o que se los den tan solo a Rob Zombie y Zack Snyder.    

¡Quiero vivir!: Memorias de un zombie adolescente (Warm Bodies, 2013), de Jonathan Levine.- [ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay películas que parecen tener todos los números para que, antes siquiera de haberlas visto, podamos decir de cada una de ellas que era tan-mala-como-me-la-había-imaginado. Es el caso de este film escrito y dirigido por Jonathan Levine, basado a su vez en una novela de Isaac Marion —inicialmente publicada en España por Mondadori con el título de R y Julie; como suele ser usual, las más recientes ediciones llevan, como reclamo, el título español de la película a la cual ha dado pie—, y anunciado como un intento de aprovechamiento del filón de la tediosa saga fantástico-romántica-juvenil Crepúsculo, en la línea de la reciente y todavía más aburrida, que ya es decir, The Host (La huésped) (The Host, 2013, Andrew Niccol), esta última asimismo a partir de una obra de Stephenie Meyer. ¡Hasta la joven actriz australiana Teresa Palmer, que asume el principal papel femenino de Memorias de un zombie adolescente, se parece físicamente (pero en rubia y saludable…) a Kristen Stewart! Semejantes credenciales son, como mínimo, desmoralizadoras. A ello hay que añadir, desde un punto de vista estrictamente personal de quien esto suscribe, el escaso entusiasmo que por lo general me produce la temática zombi dentro del género fantástico, más allá de aportaciones puntuales (no todas) de George A. Romero, Zack Snyder y, sorprendentemente, el español Jorge Grau de No profanar el sueño de los muertos (1974) (y por no remontarnos a los lejanos tiempos de La legión de los hombres sin alma/White Zombie, Victor Halperin, 1932, o de The Plague of the Zombies, 1966, John Gilling). De ahí la sorpresa, pequeña desde la perspectiva del equilibrio entre sus intenciones y sus resultados, pero grande bajo el punto de vista de sus “escalofriantes” antecedentes fílmicos, que acaba proporcionando, aún con todos sus defectos, Memorias de un zombie adolescente.
Debo empezar confesando que parte de mi (positiva) estupefacción ante este modesto pero a la postre agradable film se debe a mi desconocimiento previo de la labor del realizador Jonathan Levine, cuyos tres anteriores largometrajes —All the Boys Love Mandy Lane (2006; editada en España en formato doméstico como Seducción mortal), The Wackness (2008), y sobre todo 50/50 (2011)— gozan de cierta estima. Me parece plausible, habida cuenta de que muchos de los mejores aciertos de Memorias de un zombie adolescente se derivan principalmente de su labor de puesta en escena, por más que buena parte de la inesperada “chispa” que transmite el conjunto se deba a su planteamiento de guión (planteamiento, sobre todo, dado que como luego veremos su desarrollo, y a falta de haber leído el libro de Isaac Marion, no está exento de graves defectos). A diferencia del “cine de zombis” habitual, Memorias de un zombie adolescente tiene un planteamiento más cercano a las convenciones de la comedia que a las del cine de terror, pero sin alcanzar los tintes paródicos de El regreso de los muertos vivientes (The Return of the Living Dead, 1985, Dan O’Bannon) y sus secuelas —La divertida noche de los zombies (Return of the Living Dead II, 1988, Ken Wiederhorn), Mortal Zombie (Return of the Living Dead III, 1993, Brian Yuzna), Return of the Living Dead: Rave to the Grave (2005) y Return of the Living Dead: Necropolis (2005), estas dos últimas de Ellory Elkayem—, ni los de la famosa Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004, Edgar Wright), por más que de esta última se recupera en parte uno de sus más logrados gags: esa escena en la que el protagonista, a quien conoceremos como R (Nicholas Hoult), le dice a la joven humana que ha tomado bajo su protección, Julie (Teresa Palmer), que camine “como una muerta” a fin de disimular su apetitosa presencia en medio de un numeroso grupo de muertos vivientes.   
Memorias de un zombie adolescente gira alrededor del proceso de “rehumanización” de R, un joven muerto viviente desde cuyo punto de vista —apuntalada sobre la voz en off, pues al principio nuestro zombi es, como todos, incapaz de hablar— se desarrolla el grueso del relato. La película se sostiene, básicamente, sobre una premisa de guión —cada vez que R y sus compañeros zombis comen cerebros humanos, absorben los recuerdos de sus víctimas: una dieta que, a medio plazo, les va “humanizando” de nuevo—, una convención propia de la comedia juvenil adolescente —R se enamora de alguien que-no-es-para-él: la humana Julie— y una idea que, esta sí, está en la línea del temible tono suavizador del cine basado en Stephenie Meyer: dentro de los zombis existe una variedad, esta maligna sin remisión, formada por los muertos vivientes degenerados hasta el esqueleto a los que conoceremos como “los huesudos” (sic), en la línea de la división maniquea entre vampiros “buenos” y “malos” de Crepúsculo, o la que se da en The Host (La huésped) entre invasores alienígenas “buenos” (Saoirse Ronan), “malos” (Diane Kruger) e “indiferentes” (todos los demás). Dicho de otra manera, Memorias de un zombie adolescente navega entre la comedia adolescente y el cine de terror, proponiendo de manera alternativa una parodia de ambos géneros (sobre todo, curiosamente, del primero), con resultados, a pesar de todo, como mínimo curiosos. Hay, como digo, algunos pegotes de guión que dañan considerablemente la solidez del conjunto, como la escena —típica de comedia adolescente norteamericana— en la que R y Julie prueban un deportivo descapotable por los alrededores del aeropuerto donde R tiene su refugio nocturno (un avión de pasajeros abandonado): no se entiende demasiado bien que la joven no aproveche antes ese veloz vehículo que tiene a mano para intentar escapar, como luego sí hace; o ese otro momento en que la acción da un “salto”, sin aclarar cómo Grigio, el padre de Julie y líder de los supervivientes humanos en guerra contra los zombis, logra librarse de Nora (Analeigh Tipton), la amiga de Julie, que le está apuntando a la cabeza con una pistola (cabe preguntarse, asimismo, qué caray hace John Malkovich, intérprete de Grigio, haciendo un papel tan esquemático). 
Pero, a cambio, Memorias de un zombie adolescente ofrece detalles divertidos y pequeños momentos que elevan el interés de la función: el contrapunto irónico de algunos de los pensamientos en off de R, como cuando le vemos salir del aeropuerto “para comer” acompañado de otros zombis (“¡Mira que somos lentos!”), o intentando no poner “cara de zombi” con tal de no asustar más a Julie (“¡No des miedo, no des miedo!”); hay que añadir que el personaje se beneficia enormemente de la excelente interpretación que del mismo lleva a cabo Nicholas Hoult; esa escena en la que R recuerda la época, antes de la plaga zombi, en la que los componentes de la raza humana se relacionaban cálidamente entre sí…, y su comentario cae sobre un irónico plano/flashback de los transeúntes del aeropuerto consultando sus teléfonos móviles y similares, completamente ajenos a su prójimo; ese instante en el cual se parodia la célebre escena del balcón del Romeo y Julieta de Shakespeare, en un guiño obvio pero por lo demás nada cargante y bien dosificado. Llama la atención, también positivamente, la utilización de la música dentro del relato: el proceso de “rehumanización” de R pasa en parte por el extraño gusto del joven muerto viviente de escuchar viejos discos de vinilo en su refugio; hay un momento inesperadamente logrado al respecto: R pone música para animar a Julie; a continuación, Jonathan Levine inserta un plano general nocturno del avión de pasajeros donde los protagonistas están escondidos, sobre el cual se oye, atenuada, la música que sale del tocadiscos, a modo de recordatorio del peligro que acecha a la muchacha, caso de que esa música sea oída por los hambrientos compañeros de R; pero hay otro instante en el que el empleo de la música da pie a otro buen momento: Julie y su amiga Nora deciden maquillar a R para que su presencia pase inadvertida entre los seres humanos de su campamento; mientras lo hacen, de fondo musical se oye la famosa canción de Roy Orbison Oh, Pretty Woman, enormemente popularizada —y, desde entonces, estrechamente vinculada a la comedia americana de estos últimos años— a raíz del éxito de Pretty Woman (ídem, 1990, Garry Marshall); pero hete aquí que la canción de Orbison no forma parte de la banda sonora de Memorias de un zombie adolescente, por más que al principio así lo parece…, sino que en realidad es un disco que suena “diegéticamente”, puesto en marcha por Nora para ambientar el proceso de camuflaje de R, hasta que Julie le obliga a quitarlo.

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, MAYO 2013, ya a la venta

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Una vez más, un título de la sección Primeras Fotosacapara la portada de Imágenes de Actualidad en su núm. 335, correspondiente al mes de mayo: Lobezno inmortal (The Wolverine, 2013), de James Mangold. Otras destacadas novedades que aparecen en esta misma sección son los avances de Elysium(2013), de Neil Blomkamp; Kick-Ass 2: Con un par (Kick-Ass 2, 2013), de Jeff Wadlow; Blue Jasmine (2013), de Woody Allen; y 2 Guns (2012), de Sebastian Kormákur.
El grueso del número lo ocupan los estrenos más destacados para el mes que viene, como son Fast & Furious 6 (ídem, 2013), de Justin Lin; R3sacón—¡menudo título!— (The Hangover Part III, 2013), de Todd Phillips, que se completa con una entrevista con uno de sus protagonistas, Bradley Cooper; El gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013), de Baz Luhrmann; Objetivo: La Casa Blanca(Olympus Has Fallen, 2013), de Antoine Fuqua; Stoker (ídem, 2012), de Park Chan-wook, acompañado a su vez de una entrevistacon una de sus protagonistas femeninas, Mia Wasikowska; The Lords of Salem (ídem, 2012), de Rob Zombie; Dead Man Down: La venganza del hombre muerto (Dead Man Down, 2013), de Niels Arden Oplev; Cruce de caminos (The Place Beyond the Pines, 2012), de Derek Cianfrance; Un amigo para Frank (Robot & Frank, 2012), de Jake Schreier; y La mula (2013), de Michael Radford, firmando como Anónimo como consecuencia de una serie de problemas legales. El número se completa con las secciones habituales: Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Gran Víay Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.
A partir de este mes, la revista incorpora una nueva sección: Videojuegos, escrita por Marc Roig, que llamará la atención sobre las principales novedades en este campo que estén más estrechamente vinculadas con el mundo del cine.
El propósito de buscar un Cult Movie que encajara de un modo u otro con la temática de la acción sobre ruedas que propone Fast & Furious 6 ha hecho que la elección haya recaído en un gran clásico: el famosísimo telefilm de Steven Spielberg El diablo sobre ruedas (Duel, 1971): “Como se ha dicho en infinidad de ocasiones, el apellido [del protagonista] Mann suena fonéticamente igual que «man», hombre en inglés. Acabamos de ver que su esposa le viene a reprochar que no se comportara como-un-hombre defendiendo su honorabilidad (defendiendo a su hembra). Dejando aparte el hecho fehaciente de que este apunte vuelve a demostrar, una vez más, que desde el principio de su carrera su autor no ha hecho otra cosa que mostrar matrimonios destrozados (y mal que les pese a quienes siguen insistiendo ciegamente en que Spielberg es el-defensor-de-la-familia-feliz), el realizador y Richard Matheson, virtual co-autor de este excelente telefilm, proponen una metafórica fábula sobre el proceso de recuperación de su virilidad (y autoestima) por parte de un hombre simbólicamente castrado. ¿Y qué mejor manera de recuperarla que enfrentándose a alguien que no es sino uno de las recurrentes representaciones de la masculinidadexacerbada, esto es, un camionero?”.
También he firmado la crítica de la interesante última película de Gus Van Sant, Tierra prometida (Promised Land, 2012).

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“LA CARNE Y EL DEMONIO”, de JOHN GILLING, en CINE ARCHIVO

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Nueva colaboración en el portal Cine Archivo, en este caso comentando la reciente edición en disco digital versátil de la extraordinaria película de John Gilling La carne y el demonio (The Flesh and the Fiends, 1960), dentro de la sección de DVD: “es junto con “La sangre del vampiro” (1958), de Henry Cass, y “Jack the Ripper” (1959), de Robert S. Baker y Monty Norman, una de las tres mejores películas producidas por los citados Baker y Norman a través de su productora Tempean Films, si no la mejor de todas ellas. A partir de un guión escrito por el propio Gilling en colaboración con Leon Griffiths, el film reconstruye el famoso caso real de William Burke y William Hare, popularmente conocidos como Burke & Hare, una pareja de ladrones de cadáveres de Edimburgo que, a lo largo de diez meses durante el año 1828, cometieron la friolera de dieciséis asesinatos, con la finalidad de proveer de cuerpos frescos al prestigioso cirujano, anatomista y zoólogo escocés Robert Knox (1791-1862), quien se convirtió así en encubridor de los crímenes de Burke & Hare. Tras ser detenidos por la policía, a punto estuvieron de no ser inculpados por culpa de la escasez de evidencias en su contra; no fue así porque Hare aceptó un trato con las autoridades, acusar a Burke de los asesinatos a cambio de su libertad, de manera que Burke acabó sus días en la horca y Hare en paradero desconocido, si bien se especula con que pudo haber sido asesinado por la muchedumbre (el final de “La carne y el demonio” abona, además, una de las teorías al respecto, que relacionan a Burke con un ciego que deambulaba por Edimburgo). El Dr. Knox nunca fue acusado de colaborador e incluso siguió ejerciendo la medicina, negando siempre su participación en los crímenes de Burke & Hare. “La carne y el demonio” es la más reputada versión cinematográfica de esta historia, aunque no la única: la misma también ha dado pie a otras películas dignas de estima, como “El doctor y los diablos” (1985), de Freddie Francis, o la más reciente “Burke & Hare” (2010), de John Landis, y ha inspirado tratamientos menos conocidos, como la versión de “Burke & Hare” (1972) realizada por Vernon Sewell, o films tan solo inspirados parcialmente en aquélla, caso del interesante “The Body Snatcher” (1945), de Robert Wise (en realidad, una adaptación de un relato de Robert Louis Stevenson), y “The Greed of William Hart” (1948), de Oswald Mitchell (no por casualidad ya con guión de John Gilling, y protagonizada por la hoy olvidada estrella del cine de terror inglés de principios del sonoro Tod Slaughter)”.

Cine Archivo:
DVD Cine Archivo:

La carne y el demonio (1960): 

“MAÑANA ES VIVIR”, de IRVING PICHEL, y entrevista con NEKANE E. ZUBIAUR, en CINE ARCHIVO

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A renglón seguido de mi más reciente colaboración para el portal Cine Archivo (véase mi entrada del pasado 25 de abril), anuncio otra, mi comentario del interesante film de Irving Pichel Mañana es vivir (Tomorrow is Forever, 1946), con motivo de su edición en DVD: “Distribuida por RKO, la realización de “Mañana es vivir” corrió a cargo del también actor Irving Pichel, un profesional que entre 1932 y 1954 participó en la dirección de treinta y siete largometrajes, siendo los más conocidos “El malvado Zaroff” (1932), su ópera prima, co-realizada con uno de los futuros firmantes de la primera versión de “King Kong” (1933), Ernest B. Schoedsack; “La diosa del fuego” (1935), la primera versión sonora —y, probablemente, también la mejor que se haya realizado— de la famosa novela de H. Rider Haggard, asimismo co-dirigida, en este caso con Lansing C. Holden; y el film de ciencia ficción “Con destino a la Luna” (1950); anotemos, a título anecdótico, su labor no acreditada en la película de Jean Renoir “Aguas pantanosas” (1941). “Mañana es vivir” es el primero de los dos largometrajes que dirigió para International Pictures —el otro fue “Tentación” (1946)—, y parte de un guión de Lenore J. Coffee basado a su vez en una novela de Gwen Bristow cuya tonalidad, según parece —explica Tommy Meini en el folleto que acompaña a la edición en DVD de “Mañana es vivir”—, fue considerablemente alterada por Coffee, quien por lo visto se mantuvo bastante fiel a la trama principal pero eliminó sus aspectos más turbulentos y no incidió en sus insinuadas posibilidades como “thriller”, para dejar el esqueleto de lo que acaba siendo, con todas las de la ley, un melodrama “hollywoodiense” muy característico del momento de su realización”.
Aprovecho la ocasión para añadir que he ampliado mi comentario del libro Peter Weir, de Nekane E. Zubiaur, publicado por Cátedra (véase mi entrada del pasado 17 de abril), complementándolo con una entrevista con su autora, de la cual destaco aquí su respuesta a mi primera pregunta, “¿por qué un libro sobre Peter Weir?”: “En primer lugar por una razón tan sencilla y poco académica como que disfruto mucho con su cine. Como espectadora siempre he admirado sus películas, y como analista me sorprendía que no existiera ningún estudio monográfico en castellano sobre su obra.  Hasta el momento ha desarrollado una de las carreras más regulares y solventes de las últimas décadas. De hecho, me atrevería a afirmar que no tiene ninguna película manifiestamente mala, y no creo que pueda decirse lo mismo de muchos directores que llevan catorce largometrajes a sus espaldas”.

Cine Archivo:
DVD Cine Archivo:
Mañana es vivir (1946): 
Peter Weir (Cátedra) y entrevista a Nekane E. Zubiaur:

El hombre marcado: “LA CAZA”, de THOMAS VINTERBERG

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEESTE FILM.] No es la primera vez que el realizador danés Thomas Vinterberg ha hecho gala de su interés, gusto o inclinación (táchese lo que no proceda) hacia el dibujo hostil de la sociedad contemporánea: recuérdese, sin ir más lejos, la película del fútil movimiento Dogma95 que cimentó su prestigio, Celebración (Festen, 1998), la cual giraba en torno a las dramáticas consecuencias de un aniversario de boda sacudido por el exceso de ventilación de trapos sucios de una familia durante el curso de esa velada, y que puede verse como un precedente siquiera parcial de la primera mitad de Melancolía(Melancholia, 2011), de Lars von Trier (1); su extraña It’s All About Love (2003), la historia de amor crepuscular de una joven pareja al borde del divorcio…, con el fin del mundo como telón de fondo (2); su interesante Querida Wendy (Dear Wendy, 2004), en torno a la pasión enfermiza por las armas de fuego de un grupo de muchachos; o su melodramática, si bien fallida, Submarino (ídem, 2010), en torno a dos hermanos cuya tendencia a la autodestrucción arranca desde la muerte accidental de su hermano más pequeño, apenas un recién nacido (3); nada puedo opinar en torno a la comedia Cuando un hombre vuelve a casa (En mand kommer hjem, 2007), dado que no la he visto, si bien su planteamiento argumental también parece girar, como las anteriores, en torno a conflictivas relaciones de familia con el fondo de un ácido retrato social.
Muchos de esos conceptos reaparecen en el más reciente film de Vinterberg, La caza (Jagten, 2012), el cual, como Celebración y Submarino, vuelve a arrojar una mirada cruel sobre determinados hábitos sociales y el concepto estándar de relaciones familiares, en este caso a través de la historia de Lucas (un magnífico Mads Mikkelsen), un profesor de párvulos separado y padre de un hijo adolescente, Marcus (Lasse Fogelstrom), al cual solo puede ver en-fines-de-semana-alternos, vive con la única compañía de su perrita y cuya existencia deviene un infierno a partir del momento en que una de sus alumnas, la pequeña de 5 años Klara (Annika Wedderkopp), que además es la hija menor de uno de sus mejores amigos, Theo (Thomas Bo Larsen), insinúa que Lucas ha podido cometer algún tipo de abuso sexual sobre su persona. La credibilidad del protagonista, no ya como docente sino incluso como ser humano, se hace añicos por culpa de las gravísimas sombras de sospecha que se abaten sobre él desde todos los ángulos (la escuela, los amigos, el pueblo donde vive), del mismo modo que, salvando las distancias, la confesión del protagonista de Celebración en mitad de la fiesta de aniversario de boda de sus padres destrozaba la respetabilidad de todo su núcleo familiar, o el traumático sentimiento de culpa que arrastran desde su infancia los hermanos protagonistas de Submarinoha condicionado la totalidad de su existencia. Pero también reaparece, en parte, la fascinación por las armas de fuego de Querida Wendy, si bien aquí relacionándola con el dibujo social que se propone de fondo: Lucas y sus amigos forman parte de un club de caza, y periódicamente quedan para cazar venados; uno de los miembros del grupo es Bruun (Lars Ranthe), el único amigo de Lucas que en los peores momentos sigue creyendo en su inocencia y padrino de su hijo Marcus, a quien en las escenas finales regala un rifle de caza que certifica ante los demás el momento en que “el niño” pasa a ser oficialmente “un hombre”.
Thomas Vinterberg, autor del guión junto con Tobias Lindholm (su co-guionista en Submarino), pone mucho cuidado desde el principio en dejar bien claro que la “acusación” de la niña contra Lucas carece de fundamento alguno. Resulta excelente, en este sentido, la minuciosidad con que están construidas las secuencias anteriores al desencadenamiento del drama del protagonista, en las cuales vemos a Lucas mostrándose afectuoso y juguetón con los niños y niñas de los que se ocupa, y cómo el déficit de atención que arrastra la pequeña Klara —cuyos padres, Theo y su esposa Agnes (Anne Louise Hassing), discuten con frecuencia—, unido a una pequeña broma que le gastan sus hermanos mayores —le enseñan unas fotos pornográficas donde aparecen “pitos” erectos—, acaba desencadenando una confusión afectiva en la niña, propia de sus pocos años, con respecto a Lucas: la niña vuelca en este último el cariño que no recibe o cree no recibir de sus padres; Klara le regala (anónimamente) a Lucas un juguete en forma de corazón, pero intuyendo que ha sido la pequeña quien se lo ha obsequiado y siendo consciente de su situación familiar, Lucas rechaza el regalo; enfadada, la niña le dice a la directora de la escuela, Grethe (Susse Wold), que Lucas le ha enseñado “el pito” y que este “apuntaba hacia arriba” (sic). El efecto de esa inconsciente declaración será demoledor. Pero lo más interesante de La caza no reside, a mi entender, en el suspense que se crea alrededor de la situación de Lucas y el descubrir cómo logrará salir de la misma (por más que todo ello sea de por sí apasionante gracias a la fuerza que Vinterberg le imprime), sino —y, de nuevo, como en Celebración, pero corregido y aumentado— todo el corrosivo caudal de sugerencias sobre el modo de vida de la sociedad, o al menos de una parte de ella, que acaba saliendo a relucir a raíz de ese turbio asunto.
Dejando aparte el hecho de que la película apunta a otra idea de penosa actualidad estos días en nuestro país, la triste realidad de los así llamados “juicios paralelos”, y sin por ello pretender minorizar la gravedad de esta cuestión, lo que subyace en el fondo de La caza es el retrato terrible y sin concesiones de una sociedad que saca a la luz lo peor de sí misma apenas se produce una mínima sospecha ni tan siquiera confirmada de vulneración del orden establecido. No cuesta demasiado ver un obvio paralelismo en el hecho de que Lucas y sus amigos sean cazadores de venados y la “cacería” a la que el protagonista se ve sometido por sus semejantes sin permitirle que dé explicación alguna en su defensa: Lucas es y será para siempre una persona “marcada” por el signo de la ignominia y el prejuicio, como se encarga de perfilar la extraordinaria secuencia final. Pero lo más aterrador reside en la manera como Vinterberg dibuja con precisión un sistema social basado en ritos aparentemente “civilizados” y que, a poco que se rasque en su superficie, dejan al descubierto el poso de barbarie y de pasiones y sentimientos primitivos que ocultan; véase, sin ir más lejos, cómo la camaradería de los amigos y compañeros de cacería de Lucas, inicialmente dibujada a través de la participación del protagonista en salidas campestres, bromas y cenas acompañadas de canciones y regadas con alcohol, se hace literalmente añicos —con la única excepción de Bruun— tan pronto como se desencadena el drama, poniendo de relieve la fragilidad de todas esas apariencias. No se trata solo (que también) de la aguda reflexión que plantea el film en torno a la necesidad del ser humano de pertenecer a un grupo, sino de la pavorosa facilidad con la que una persona puede ser excluida no ya del grupo, sino del mundo entero, en virtud de prejuicios e ideas preconcebidas como la que asevera que los-niños-nunca-mienten (sic).
Otro acierto de esta magnífica película, que me parece la mejor de Vinterberg hasta la fecha o al menos la mejor de las que le conozco, reside en que, sin dejar de mostrar la condición de Lucas como víctima de una injusticia insoportable, no se olvida de dibujar los aspectos menos favorecedores de la psicología del protagonista. Lejos de ser alguien pasivo y que acepta con sumisión la asfixiante presión de su entorno, Lucas lucha por su dignidad y su autoestima. Pero, de la misma manera que la sociedad que le rodea saca a relucir sus aspectos más “animalescos” contra su persona, el protagonista se revuelve asimismo con fiereza cuando es llevado al extremo: véase, por ejemplo, la durísima secuencia del supermercado a donde Lucas acude intentando comprar, en la cual el personaje acaba respondiendo con la misma gratuita brutalidad de la cual ha sido objeto un momento antes. O cómo reacciona ante las dudas de su amante Nadja (Alexandra Rapaport), la cocinera que trabaja en su mismo colegio de párvulos y con la cual acaba de iniciar una relación amorosa, echándola de su casa. O ese momento extremo en que, con el rostro lleno de las cicatrices, Lucas se presenta en la iglesia del pueblo para la misa de Navidad, ceremonia de paz y reconciliación que —de nuevo, como en Celebración— deviene un doloroso ejercicio de hipocresía social en la cual aquello que se predica, el amor, la caridad, la piedad y la comprensión hacia los semejantes, brilla por su ausencia. Esta secuencia, tensa hasta decir basta, apunta asimismo una cuestión colateral que flota a lo largo del relato pero que aquí se hace un poco más evidente: la temática de la fe; más allá del hecho de que la comunidad retratada dé la espalda a Lucas —¿un nombre bíblico acaso por casualidad?—, demostrando que no creen verdaderamente en aquello de lo que presumen creer, además se contrapone la fe del protagonista, que se sabe inocente a los ojos de Dios, y la fe de Theo, a quien Lucas le reprocha precisamente su falta de fe en su amistad; el gesto posterior de Theo, visitando a Lucas en su casa y llevándole comida y bebida, tiene mucho de acto de contrición.
Resulta admirable la sobriedad con que Vinterberg muestra esta trama en el borde mismo del tremendismo, pero sin incurrir nunca en él, y ello gracias a una puesta en escena de corte naturalista: una mirada que observa sin intervenir y muestra sin interferir, descargando los mejores momentos en la captación de gestos que expresan mejor que mil palabras el fondo de dolor de lo narrado: la visita de Lucas a casa de Theo y Agnes para intentar explicarles lo ocurrido, y la airada reacción de la mujer; el momento en que Lucas asusta sin querer a su propio hijo Marcus, creyendo que se trata de alguien que intenta forzar la vivienda de su casa (un vecino airado: cualquier vecino airado); el injusto “castigo” que recibe Marcus en casa de los padres de Klara cuando intenta que la pequeña diga la verdad; Bruun descubriendo a Lucas en su jardín, cavando bajo la lluvia la tumba para su perrita… Ello no obsta para que no haya apuntes sofisticados en su labor, si bien tan sutiles que fácilmente pueden pasar desapercibidos, tal es el caso del plano general abierto que cierra la escena en la que el desesperado Lucas intenta hablar con Grethe en el jardín de la escuela (que expresa tanto la incomodidad de la mujer, quien rechaza hablar con Lucas porque teme las repercusiones legales que pueda sufrir si lo hace, como la distancia, física pero también emocional, que se ha abierto entre ambos personajes); o la soterrada tensión que flota en las ambiguas miradas que Lucas recibe, un año después de esos terribles hechos, cuando él, Nadja (reconciliada) y Marcus asisten a la partida de caza en la cual este último recibirá de manos de su padrino su primer rifle de caza…, y donde, poco después, el propio Lucas estará cerca de morir de un balazo nada accidental disparado por alguien que ni perdona ni olvida: tanto da, en este sentido, quién haya jalado el gatillo y quién sea la figura que, a contraluz, le mira y desaparece en medio del bosque: Lucas será para siempre un hombre marcado.
 
   
(3) Véase mi crítica publicada en Dirigido por…, núm. 404 (octubre 2010): http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2010/10/dirigido-por-octubre-2010-ya-la-venta.html

Los superhéroes van al psiquiatra (a propósito de “IRON MAN 3”)

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[NOTA BENE: Las presentes líneas no pretenden ser un comentario crítico sobre “Iron Man 3” abordada en su totalidad (publico una crítica sobre este film en el núm. 433 de “Dirigido por…” correspondiente al mes de mayo), sino una digresión sobre un aspecto concreto de la misma.] El reciente estreno de Iron Man 3(ídem, 2013, Shane Black) ha permitido comprobar por enésima vez que las franquicias hollywoodienses en general, y las de superhéroes en particular, obedecen a un determinado patrón narrativo preestablecido. Esto que digo no es nada nuevo, hace muchos años que viene repitiéndose y analizándose con frecuencia, pero no por ello deja de resultar llamativo sobre todo cuando se dan casos como el de la película de Shane Black, de la cual se ha destacado por encima de todo su “originalidad” (sic) con respecto a sus predecesoras dentro de su propia franquicia, Iron Man (ídem, 2008) y Iron Man 2 (ídem, 2010), ambas de Jon Favreau, cuando a poco que se contemple con un mínimo de detenimiento no se tarda en descubrir que Iron Man 3 es una “tercera parte” que cumple con prácticamente todos los requisitos “obligatorios” en muchas “terceras partes” de su estilo, y que ese carácter de “tercera parte” se hace particularmente evidente en el contexto maniqueísta de la mayoría de adaptaciones al cine de cómics de superhéroes, tanto da que sean de Marvel o D.C. Comics: una determinada corriente temática las hermana. Me refiero al hecho de que las “terceras partes” de cualquier franquicia de Hollywood acostumbran a ser replanteamientos de lo ya mostrado en la “primera entrega” de la saga o serie, dígase como se quiera, pero bajo la perspectiva de una determinada reflexión hecha desde el presente sobre hechos relacionados con el pasado de los personajes protagonistas o con los acontecimientos narrados, asimismo, en esa “primera entrega”.
Téngase en cuenta, antes de continuar, que cuando hablamos de primeras, segundas o terceras entregas, capítulos, episodios o partes de una franquicia, saga o serie, estamos usando —deliberadamente— el lenguaje convencional preestablecido por Hollywood para referirse a un fenómeno que no es sino una estandarización de algo que, en realidad, es tan antiguo no ya como el propio cine, sino como el arte en general: la producción de continuaciones de éxitos precedentes, las cuales se llevan a cabo porque generan un negocio lucrativo; en realidad, y salvo honrosas excepciones, no existe ni jamás ha existido la más mínima “obligación” de hacer continuaciones de una película de éxito, salvo por la posibilidad de seguir explotando un filón, bien sea en forma de secuelas (continuaciones en sentido estricto), “precuelas” (secuelas, o mejor dicho, “presecuelas” que se remontan a los hechos supuestamente acontecidos antes de la trama del film originario) o spin-offs(derivaciones de las películas originarias centrándose por lo general en otros personajes o aspectos de la trama de, de nuevo, el film matriz; por ejemplo, y sin salirnos del ámbito “superheroico”, Elektra, ídem, 2005, Rob Bowman, con respecto a Daredevil, ídem, 2003, Mark Steven Johnson). Ello es así con absoluta independencia de que la “parte”, “entrega”, “episodio” o “capítulo” resultantes, sea secuela, “precuela” o spin-off, pueda resultar artísticamente relevante: aseverar la nulidad de una película por el mero hecho de su pertenencia a una franquicia, y a la inversa, presuponerle valores meritorios por el mero hecho de dicha pertenencia, es en ambos un prejuicio. El ejemplo paradigmático que suele citarse casi siempre que sale a colación esta cuestión se titula El Padrino II (The Godfather, Part II, 1974, Francis Ford Coppola).
Decía que Iron Man 3 hace honor a su condición de “tercera parte” —o de “cuarta parte”, o de “parte 3 punto 2”, o de “parte 3 bis”, si tenemos en cuenta que su acción no prosigue tal y como quedó al final Iron Man 2, sino que retoma al superhéroe de la armadura en el punto en que quedó en Los Vengadores (The Avengers, 2012, Joss Whedon)— llevando a cabo un planteamiento muy típico de toda “película 3” que se precie, consistente en un retorno a los orígenes del personaje protagonista, una especie de borrón y cuenta nueva que viene a erigirse en una especie de digresión sobre el pasado, el presente y el hipotético futuro del multimillonario exfabricante de armas Tony Stark, alias Iron Man (Robert Downey Jr.). Planteamiento que, como digo, no tiene nada de novedoso, y que incluso llegó a ser enunciado de una forma muy diáfana por Coppola, again, cuando abordó en su momento la realización de El Padrino III (The Godfather, Part III, 1990) definiéndola como la entrega A’ de una serie previamente formada por A (El Padrino) y B (El Padrino II). En este sentido, Iron Man 3 presenta a un “nuevo” villano directamente extraído del acervo de los cómics del personaje, El Mandarín (Ben Kingsley), pero que en el film está presentado como un súper terrorista modelo Al Qaeda que no puede menos que recordarnos a los terroristas afganos en cuya cueva “nacía” el primer Iron Man. Más allá de este hecho anecdótico —y que, como ya sabrán quienes hayan visto la película, tiene su miga: no voy a revelar spoilers—, Iron Man 3 propone ese “retorno a los orígenes” al que me refería a partir de una destrucción radical de la lujosa vivienda del protagonista junto al mar, y con ella su sofisticadísimo laboratorio de diseño y construcción de armaduras, obligándole literalmente a empezar de cero: en primer lugar, Stark es dado por muerto, lo cual le forzará a “resucitar”; luego, su nueva armadura es defectuosa (se trata de un prototipo no perfeccionado), de ahí que en esta ocasión el personaje tenga que jugarse el cuello en no pocas ocasiones sin contar con la inestimable ayuda de su famosa coraza multiusos; a mayor ahondamiento, el tormento del superhéroe está aquí condimentado por noches de insomnio y ataques de ansiedad, reflejo de su turbulento estado interior; huelga añadir que, al final, acabará triunfando sobre los villanos, mas lo importante no es tanto eso como lo que el gesto de reafirmación que esa victoria supone: en las escenas finales, Stark lleva a cabo una serie de reflexiones en off y concluye: “Soy Iron Man”.
Esta afirmación supone el punto culminante del proceso de auto-reconocimiento del protagonista de Iron Man 3, quien tras haber sufrido un calvario que ha puesto en cuestionamiento todo “su mundo” (su casa, su novia, su credibilidad, su propia vida), acaba llegando a la conclusión que no solo “es” Tony Stark, sino que además “es” Iron Man. Es un planteamiento dramático, como digo, muy típico de las “terceras partes”; sin ir más lejos, se daba ya en la asimismo mencionada El Padrino III en materia de retorno a los orígenes —el viaje a Sicilia, donde-todo-empezó— y reafirmación de la propia personalidad —Michael Corleone (Al Pacino) envejece, y muere, como lo hizo su padre, el patriarca fundador del imperio familiar Don Vito (Marlon Brando)—, y si bien, al contrario que en Iron Man 3, no se decía en voz alta, Michael Corleone también acababa llegando a la conclusión de que ya no podía dar marcha atrás y dejar de ser lo que siempre había sido —el “padrino”—, por más que en esta ocasión la conclusión fuera, por descontado, trágica y shakespeariana, no triunfalista como la de Iron Man 3.
Valoraciones sobre la película aparte, Iron Man 3reincide, como digo, en un tipo de construcción narrativa característico de la típica “tercera parte” que se ha dado con frecuencia dentro del cine basado en superhéroes del cómic. Si, en cierto sentido, aquí Tony Stark se enfrenta a su mímesis, que no es sino Aldrich Killian (Guy Pearce), una especie de versión en negativo de sí mismo, o mejor dicho, alguien que ahora es en lo que Stark pudo haberse convertido —un megalómano egocéntrico y convencido de su superioridad sobre los demás— de no haber mediado su transformación en Iron Man, algo parecido ocurría en Superman III(ídem, 1983), la “tercera parte” de la franquicia sobre el Hombre de Acero, en la cual Superman (Christopher Reeve) se enfrentaba, literalmente, a una versión perversa de sí mismo como consecuencia del inesperado “efecto Jekyll & Hyde” de un fragmento de kryptonita adulterada. Desde luego que la idea era en el fondo tan pedestre como toda la película de Richard Lester en su conjunto, pero daba pie, inesperadamente, a una curiosísima digresión sobre la naturaleza dual, humana y divina, del superhéroe venido de Krypton, que se materializaba, además, en la mejor secuencia del film: aquélla en la que un Superman “degenerado”, malvado, se enfrenta contra la versión “pura”, bondadosa, de sí mismo, esta última bajo los rasgos no de Superman sino de su alter ego humano, Clark Kent, en el escenario de un cementerio de coches. En el clímax de la secuencia, Clark Kent, el hombre, acababa destruyendo al Superman malvado, el dios, gracias a lo cual el primero volvía a ser el Superman heroico de siempre. O sea, ante la disyuntiva de ser un tirano semidivino o un ser humano con principios, el último hijo de Krypton acababa asumiendo esto último previa aniquilación de su oculto lado perverso: ese que, en el supuesto de ser liberado, le permitiría someter al planeta entero a su entera voluntad. Dicho de otra manera, Superman decide “ser” un (súper) hombre y no un dios, en un acto de reafirmación no muy alejado del “soy Iron Man” que cierra Iron Man 3.
Como acabamos de ver, la idea esbozada en Superman III, junto con la mecánica general de las “terceras partes”, ha influido parcialmente en Iron Man 3, pero esta no fue la única. Antes de ella estuvo Spider-Man 3 (ídem, 2007), en la que Sam Raimi planteaba un enfrentamiento maniqueo del superhéroe arácnido contra el “lado oscuro” de sí mismo, en este caso como consecuencia de la influencia de una negruzca substancia extraterrestre que convierte a Peter Parker, alias El Hombre Araña (Tobey Maguire), en una versión en negativo de sí mismo, y como paso previo al posterior “nacimiento” del villano Venom. De este modo, se corregía y ampliaba una idea ya apuntada en la anterior entrega de la serie asimismo firmada por Raimi, la muy superior Spider-Man 2 (ídem, 2004): que Peter Parker quiere recuperar su vida cotidiana y dejar atrás su etapa como lanzador de redes. Pero, al contrario de lo que ocurría en Superman III, en la cual el ver a Clark Kent / Superman enfrentado consigo mismo cual titánicas versiones del Dr. Jekyll y Mr. Hyde era el momento más llamativo de la película de Lester, en Spider-Man 3 las escenas de Parker convertido en una versión “negra” de sí mismo, cual macarra de discoteca, eran para cerrar los ojos… de pura vergüenza ajena.
Sin embargo, mucho antes de que llegaran Spider-Man 3y Iron Man 3, la misma idea de la reafirmación del superhéroe atormentado por problemas derivados de su dura doble vida aparecía, con escasas variaciones, en Batman Forever (ídem, 1995), primera de las dos desdichadas incursiones de Joel Schumacher en el universo del superhéroe creado por Bob Kane y “tercera parte” de la franquicia sobre el Hombre Murciélago inicialmente empezada por Tim Burton, que pese a su mediocridad atesoraba siquiera a nivel de guión un concepto interesante, por más que mal desarrollado: la posibilidad de que Bruce Wayne, alias Batman (Val Kilmer), acabe superando el famoso trauma infantil del asesinato de sus padres, el mismo que le impelió a convertirse en el Señor de la Noche, y al final decida por propia voluntad continuar asumiendo su esquizofrénica lucha contra el crimen; “Ahora soy Batman porque elijo serlo”, afirmaba, poco más o menos, tras haber vencido a sus enemigos. Se insinuaba, incluso —por más que, insisto, sin sacarle jugo—, que Wayne es alguien que podía requerir atención psiquiátrica: a fin de cuentas, ¿qué ve el protagonista, en las manchas del famoso test de Rorschach que decoran el despacho de la Dra. Chase Meridian (Nicole Kidman), sino… un murciélago?   
Un nuevo acto de reafirmación se encontraba esbozado en otro film sobre el mismo personaje que, si bien es la sexta entrega de la franquicia, es desde otro punto de vista la “tercera parte” de lo que ya se conoce como la trilogía del caballero oscuro. Me refiero, naturalmente, a El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012, Christopher Nolan), sobre la que ya hablé más extensamente en el momento de su estreno (1), donde se ofrece una variante sobre ese planteamiento, en virtud del cual aquí Bruce Wayne (Christian Bale) sueña con algo con lo que ya especulaba en la anterior El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008, Nolan), es decir, dejar de ser Batman y que alguien ocupe su lugar en esa lucha contra el crimen que tan solo le ha proporcionado dolor, penalidades y un cuerpo lleno de golpes y cicatrices, las mismas que en La leyenda renace casi le han convertido en un inválido prematuramente envejecido; y, si bien en la vibrante escena final, parece ser que alguien por fin va a recoger su testigo —el joven e idealista agente de policía John (Robin) Blake (Joseph Gordon-Levitt)—, no es menos cierto que, hasta que ese relevo no se atisba, un Wayne dolorido en cuerpo y alma se ve obligado a regresar a Gotham City para poner orden porque, a fin de cuentas, él “es” Batman. ¿Nos apostamos algo a que las futuras “terceras partes” de las aventuras de los X-Men, Lobezno, Superman, el Capitán América, Spiderman, Thor, Hulk o los 4 Fantásticos que actualmente se están cociendo a fuego lento acabarán planteando las dudas existenciales de todos estos Prodigios y su deseo de colgar, dependiendo del caso, las zarpas, la capa, el escudo, las telarañas o el martillo, para vivir una vida “normal”, antes de darse cuenta de que han nacido para “ser” lo que son? 

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/07/la-caida-y-el-regreso-del-murcielago-el.html

“DIRIGIDO POR…”, MAYO 2013, ya a la venta

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El núm. 433 de Dirigido por… ofrece en portada su contenido principal, que no es sino la primera entrega de un dossierdedicado a uno de los más grandes cineastas del así llamado Hollywood clásico: Howard Hawks.
Dicho dossier está compuesto, en primer lugar, por una votación en la cual han participado amigos y colaboradores de la revista, a quienes se les ha pedido que voten las diez mejores películas de Hawks (o sus diez películas favoritas), así como otras dos “rarezas” dentro de su filmografía (o consideradas como tales), a fin de evitar que en la votación figuraran solo los títulos habituales que siempre salen a colación cuando se habla de este cineasta. A continuación, el dossierincluye cuatro artículos: uno sobre la etapa silente de la filmografía de Hawks, a cargo de Tonio L. Alarcón; otro sobre su cine policíaco y cine “negro”, que firma Israel Paredes Badía; otro sobre su contribución al cine de aventuras, escrito por Ricardo Aldarondo; y otro sobre sus westerns, que ha elaborado Antonio José Navarro. Los artículos van acompañados de una serie de antologías seleccionadas entre lo mejor de los films hawksianos de los géneros mencionados, tal es el caso de Scarface, el terror del hampa (Tonio L. Alarcón), Solo los ángeles tienen alas(José María Latorre), La ciudad sin ley (Lluís Satorras), Tener y no tener (Oreste de Fornari), ¡Hatari! (Antonio José Navarro), Río Rojo (Quim Casas), Río de sangre (Juan Carlos Vizcaíno Martínez) y Río Bravo (Tonio L. Alarcón).
El resto del contenido viene marcado por las críticas de los estrenos más importantes del mes, entre los cuales se destacan los de Un verano ardiente (Un été brûlant, 2011), primer film del reputado Philippe Garrel que conoce estreno comercial en España, y que analiza Quim Casas, quien asimismo firma un artículo sobre la Exposición Pasolini Roma, que a partir del próximo 22 de mayo dedica el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) a la obra de Pier Paolo Pasolini y su relación con la capital italiana. El artículo se complementa con una aproximación al carácter contracultural del cine de Pasolini, el cual es abordado por Antonio José Navarro, quien asimismo firma la reseña de otra de las películas destacadas del mes, Objetivo: La Casa Blanca(Olympus Has Fallen, 2013), de Antoine Fuqua. Otra de las críticas destacadas es la de Stoker (ídem, 2012), debut norteamericano del surcoreano Park Chan-wook, abordada por Ángel Sala. Más interesantes contenidos de este número son una entrevista con Bazz Luhrmann, a cargo de Gabriel Lerman, con motivo del próximo estreno de su versión de El gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013), que inaugurará próximamente el Festival de Cannes; un recuerdo para la figura del recientemente desaparecido cineasta español Jesús Franco, escrito por Ramon Freixas y Joan Bassa; el comentario de la serie The Following (ídem, 2013- ), a cargo de Tonio L. Alarcón, para la sección Televisión; el de dos clásicos del cine francés de todos los tiempos, Boudu salvado de las aguas (Boudu sauvé des eaux, 1932), de Jean Renoir, y Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945), de Marcel Carné, comentadas por Juan Carlos Vizcaíno Martínez dentro de la sección Flashback, con motivo de sus recientes ediciones en formatos domésticos; y el de una rareza de William Dieterle, Ludwig der Zweite, König von Bayern(1930), analizada por Rafel Miret para la sección En busca del cine perdido. Las secciones Pantalla Digital, de José María Latorre, Banda Sonora, de Joan Padrol, y Críticas completan la revista.
Mi primera aportación a este número de Dirigido por…consiste en la crítica destacada del film de Rob Zombie The Lords of Salem (ídem, 2012), sobre el cual ya tuve ocasión de hablar extensamente en este mismo blog (1).
También firmo un par de antologías de dos famosas películas de Howard Hawks. La primera es la de El sueño eterno (The Big Sleep, 1946): “vendría a ser una nueva y soterrada digresión sobre la temática de la así llamada «guerra de los sexos», tan característica de la a su vez conocida como “screwball comedy”, pero con la diferencia de tonalidad que le proporciona la sombría atmósfera propia del film “noir”, la cual a pesar de ello no consigue solapar el denso erotismo que recorre la que posiblemente sea una de las películas más sutilmente eróticas de la historia del cine negro norteamericano, si no la que más”.
La otra es la de, lo confieso, una de mis películas de cabecera de toda la vida: El Dorado (ídem, 1967): “A pesar de la atmósfera distendida y amistosa que flota en muchos momentos del relato, “El Dorado” es una obra que anuncia la decadencia de los clásicos, pero Hawks no intenta dinamitar las convenciones del “western” ni mostrar el aspecto más patético de los viejos héroes del género, sino que asume su condición anacrónica con un elevado sentido de la dignidad: en el final de “El Dorado”, Thornton y Harrah, heridos y con muletas, pasean triunfantes por las calles de ese pueblo que han pacificado «al viejo estilo», acompañados por un “travelling” tan lento como sus pasos y, al mismo tiempo, igual de orgulloso”.
Asimismo, he escrito un artículo en memoria de Bigas Luna: “Había, como digo, muchas cosas buenas en los primeros años de la carrera de Bigas Luna: esa mirada feroz e irónica, de inspiración buñueliana, hacia la burguesía, que de hecho impregna de un modo u otro la totalidad de su filmografía; y esa franqueza a la hora de retratar las pulsiones sexuales, bien fuera la obsesión fetichista de Leo (Àngel Jové) por Bilbao (Isabel Pisano) en el film homónimo, o el caprichoso bestialismo que movía a los protagonistas de “Caniche”, o la franqueza carnal que agitaba el triángulo amoroso-sexual entre Robert (Patrick Bauchau), Mario (Feodor Atkine) y Lola (Ángela Molina) asimismo en la película homónima; sexualidad que, como digo, dejó de ser perturbadora, caliente, casi «maloliente» en sus tenues fronteras entre animalidad y humanidad, a partir del aburrido carrusel de perversiones liofilizadas de “Las edades de Lulú”, o el juego erótico-gastronómico de “Jamón, jamón”, auténtico punto de inflexión en la carrera de Bigas Luna gracias a su inesperada repercusión”.
Cierro mi contribución mensual a la revista con la crítica de Iron Man 3 (ídem, 2013), de Shane Black…
…y la de Un amigo para Frank (Robot & Frank, 2012), de Jake Schreier.


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La caída del Olimpo: OBJETIVO: LA CASA BLANCA, de ANTOINE FUQUA

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Al principio de Objetivo: La Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013) hay dos secuencias de construcción prácticamente idéntica. En la primera nos hallamos en Camp David, la famosa residencia de descanso del presidente de los Estados Unidos, aquí llamado Benjamin Asher y con los rasgos de Aaron Eckhart. El presidente Asher y su Primera Dama, Margaret (Ashley Judd), comparten unos momentos de “intimidad conyugal” en los cuales la mujer sonríe comprensivamente ante los despistes de su marido, consciente de que este último soporta sobre sus hombros el peso de una gran responsabilidad, algo que queda todavía más claro en una escena posterior cuando, ya dentro del coche oficial camino de una recepción a la que han sido invitados, Margaret bromea con su esposo diciéndole que tiene pensado rasurarse la cabeza (sic), y él, distraído con su trabajo, sus insoportables obligaciones, le contesta mecánicamente: “Me parece estupendo” (otro sic); contraplano de Margaret: nueva sonrisa de complicidad y comprensión. La acción da un salto de dieciocho meses y llegamos así a la segunda secuencia a la que me refiero: la que muestra al exagente de seguridad del presidente Asher Mike Banning (Gerard Butler) en el apartamento que comparte con su pareja Leah (Radha Mitchell) en Washington D.C.; la situación es, como digo, muy parecida a la de la primera secuencia: él tiene un trabajo administrativo en el Departamento del Tesoro, y ella es doctora en un hospital; asimismo, ella le reprocha a su compañero sentimental que esté tan absorbido por su trabajo (por más que, como queda claro, él lo detesta) porque ello está repercutiendo negativamente en su relación. De este modo, se crea un vínculo entre los personajes del presidente Asher y Mike Banning sobre la base de su elevado sentido del deber y de la responsabilidad: ambos hombres, se nos viene a decir, en el fondo son idénticos, por más que el primero sea el primer mandatario de la-nación-más-poderosa-del-mundo, y el segundo, un funcionario relegado a tareas de administración como consecuencia del penoso incidente que, expliquémoslo ya, cerró la primera secuencia: un accidente automovilístico en el cual Banning salvó in extremis al presidente Asher pero no consiguió hacer lo mismo con la Primera Dama. 
No cuesta demasiado ver en este planteamiento, y sobre todo a la luz de lo que ocurrirá a continuación, una enésima variante de ese concepto tan típicamente norteamericano como es el de la segunda oportunidad: la que se le brindará a Banning para “enmendar su error”, y de paso “redimirse”, cuando un inesperado —y más bien inverosímil— ataque paramilitar por parte de un aguerrido comando de terroristas norcoreanos lleve a cabo el más-difícil-todavía, la toma de la Casa Blanca (“el edificio más seguro del mundo”, como afirma enfáticamente una línea de diálogo), y él se convierta así en “la última esperanza” para deshacer semejante entuerto de proporciones épicas (que no líricas). Más aún: el planteamiento dramático de Objetivo: La Casa Blanca no puede menos que recordar la premisa que sustentaba la película de Wolfgang Petersen En la línea de fuego (In the Line of Fire, 1993) —la cual, por cierto, y sea o no deliberado, comparte a un mismo actor en su reparto que Objetivo: La Casa Blanca: Dylan McDermott—, en la cual el guardaespaldas presidencial interpretado por Clint Eastwood seguía remordido por el hecho de no haber sabido (o podido) proteger más eficientemente al presidente Kennedy el día del magnicidio en Dallas, y ahora está más que dispuesto a impedir que un nuevo primer mandatario de la nación caiga asesinado ante sus narices; aquí también Banning nota sobre su conciencia el peso de haberle “fallado” a su presidente y, además, amigo: véase la enorme familiaridad que hay entre ellos en esa misma primera secuencia, así como la complicidad que se da entre Banning y el hijo de Asher, Connor (Finley Jacobsen).
Lo mejor de Objetivo: La Casa Blanca se concentra en sus aproximadamente treinta primeros minutos de metraje, y lo hallamos, en primer lugar, en el momento del accidente de coche que acaba costando la vida de la Primera Dama (un inserto del parabrisas del coche en el que viajan Asher y Margaret cubierto de nieve y azotado por la ventisca, con la cámara en el interior del vehículo, sugiere muy bien ese peligro inminente); y sobre todo, la brillante secuencia que sigue a la mencionada presentación de personajes protagonistas, esto es, la toma de la Casa Blanca, en la cual el realizador Antoine Fuqua saca a relucir de nuevo su pericia para las escenas de acción, logrando hacer creíble, como digo, una situación en el borde mismo de la ciencia ficción. Por desgracia, a pesar de esos buenos momentos y de que, en sus líneas generales, la película está tan bien rodada como suele ser habitual en Fuqua, Objetivo: La Casa Blanca está más cerca de sus trabajos para mi gusto más anodinos —Asesinos de reemplazo (The Replacement Killers, 1998), Bait (ídem, 2000), Lágrimas del sol (Tears of the Sun, 2003), Shooter (El tirador) (Shooter, 2007)— que de las bastante más interesantes Training Day (Día de entrenamiento) (Training Day, 2001), El rey Arturo (King Arthur, 2004) y Los amos de Brooklyn (Brooklyn’s Finest, 2009). En este sentido, lo peor del film se revela en su recurso a todo tipo de tópicos destinados a rellenar un relato que, a mi entender, empieza “demasiado fuerte” (esos mencionados treinta primeros minutos) y luego es incapaz de mantener el interés, sosteniéndose sobre un exceso de estereotipos nada convincentes y destinados a ir alargando la acción hasta el “esperado” cara a cara final entre Banning y Kang (Rick Yune), el sádico líder de los terroristas norcoreanos responsables del desaguisado. La mediocridad del guión tampoco ayuda a Fuqua a inspirarse, pero a fin de cuentas acaba siendo de su responsabilidad que acabe echando mano a las convenciones de rigor para ilustrar, por ejemplo, la “inevitable” alternancia de secuencias entre los movimientos secretos de Banning por la Casa Blanca, lo que acontece en la cámara de seguridad donde el presidente Asher y sus colaboradores permanecen secuestrados, y las reacciones del “centro de control” desde el cual los poderes fácticos —personificados en el personaje del “presidente en funciones” encarnado, con su parsimonia habitual para estos casos, por Morgan Freeman— luchan por hallar una solución a semejante atolladero (ni siquiera falta el consabido “militarote” a cargo de Robert Forster empeñado en solucionar la crisis por la fuerza de las armas); que no consiga sacar más provecho del penoso personaje secundario del “agente secreto traidor” a cargo del mencionado Dylan McDermott (el momento en que este reacciona a los puñetazos de Banning diciendo: “Perdí el camino” es involuntariamente cómico); o el suspense a contrarreloj y hasta el último segundo en torno a la detonación de unos misiles nucleares, que viene repitiéndose desde los tiempos de James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, 1964, Guy Hamilton). Como apuntaba hace poco Antonio José Navarro en su crítica para Dirigido por…, queda para el recuerdo el desvergonzado empleo de la típica iconografía made in USA que lleva a cabo el film en su enésima evocación indirecta del traumático 11-S: el derrumbe, provocado por el ataque norcoreano, del monolito dedicado a George Washington, planificado de tal manera que evoca ladinamente el desplome del Trade World Center; los planos de la bandera norteamericana acribillada por las balas de los terroristas, y luego siendo arrojada (a cámara lenta) desde lo alto de la Casa Blanca; las escenas de Leah en la sala de urgencias de un hospital abarrotado de heridos…

“Dossier” BRIAN DE PALMA, en CINE ARCHIVO

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El dossier mensual que propone el portal Cine Archivo consiste en esta ocasión en la primera entrega de un especial dedicado al realizador norteamericano Brian De Palma, al cual he contribuido comentando dos de mis películas favoritas suyas, sobre todo la primera: La furia(The Fury, 1978) e Impacto (Blow Out, 1981).
La furia:En el excelente libro-entrevista que le dedicaron Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud, “Brian De Palma por Brian De Palma” (Alba Editorial, 2003), el realizador afirmaba no haber leído la novela de Farris en la cual el film se basa —originalmente publicada en los Estados Unidos en 1976 y adaptada al cine por su mismo autor, existe una edición española de la misma a cargo de Grijalbo (1979)—, y que el guión le llegó a su manos poco después del éxito de “Carrie” (1976). El resultado sería una película que, pese a contar con un presupuesto superior al de aquélla, se saldó con un resultado comercial inferior. No es la primera vez que un film de Brian De Palma ha necesitado del paso del tiempo para ser colocado en el elevado pedestal que se merece: había ocurrido antes con “Fascinación” (1976), volvería a ocurrir con “Impacto” (1981) y “El precio del poder” (1983), y a día de hoy todavía no se ha consumado en el caso de “Femme Fatale” (2002), una de las películas más bellas de la primera década del siglo XXI”.
Impacto:La historia es bien conocida a estas alturas. En 1959 Julio Cortázar publicaba su famoso cuento “Las babas del diablo” (dentro de su antología de relatos “Las armas secretas”), la historia de un fotógrafo que, tras haber estado tomando instantáneas por un jardín de París, al revelarlas descubre accidentalmente en ellas la perpetración de un asesinato. En 1966 Michelangelo Antonioni, en colaboración con los guionistas Tonino Guerra y Edward Bond (para los diálogos en inglés), tomaba el cuento de Cortázar y a partir del mismo realizaba “Blow Up (Deseo de una mañana de verano)”, trasladando la acción a Londres. Ocho años después, Francis Ford Coppola retomaba en parte esa idea sin citar explícitamente a Cortázar, y sustituyendo la fotografía por una grabación de sonido, y París y Londres por San Francisco, dirigía a partir de un guión propio “La conversación” (1974). La imagen y el sonido que, combinados, conducen a la revelación de la comisión de un crimen es la premisa sobre la que se sustenta “Impacto” (1981), “Blow Out” en su título original en inglés”.

Cine Archivo:
Especial Brian De Palma (Parte I, 1966-1983):
Demonios de la mente (+ Poderes ocultos, por Lluís Nassarre): La furia (1978):
Anatomía de un asesinato: Impacto (1981):
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