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“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de DICIEMBRE 2015, a la venta

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Por si alguien todavía lo dudaba, Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015), de J.J. Abrams, es la me atrevería a decir que inevitable película de portada del núm. 363 de Imágenes de Actualidad. La revista ofrece un espectacular reportaje gráfico del film, que se complementa con el artículo El futuro de “Star Wars”, sobre los proyectos vinculados a la continuación de la saga galáctica de George Lucas en el seno de Disney; el reportaje Generación “Star Wars”, en el que directores y productores de la última generación del cine español nos comentan su película favorita de la saga; y el retrato de Adam Driver, sobre quien ha recaído el honor de interpretar al gran villano del film de Abrams, el ya popular Kylo Ren. 


El último número de este año se compone también de los destacados reportajes dedicados a: En el corazón del mar (In the Heart of the Sea, 2015), acompañado a su vez con una entrevista con su realizador, Ron Howard; El puente de los espías (Bridge of the Spies, 2015), de Steven Spielberg, complementado a su vez con una entrevistacon su principal protagonista, Tom Hanks; la nueva versión de Macbeth (ídem, 2015), de Justin Kurzel; Hiena (Hyena, 2014), de Gerard Johnson; Dope (ídem, 2015), de Rick Famuyiwa; Palmeras en la nieve(2015), de Fernando González Molina; El desafío (The Walk) (The Walk, 2015), de Robert Zemeckis; y Carlitos y Snoopy: La película de Peanuts(The Peanuts Movie, 2015), de Steve Martino.


Como todos los meses, la revista completa su información en las siguientes secciones: Primeras Fotos, con avances de Warcraft (2016), de Duncan Jones, y Victor Frankenstein (ídem, 2015), de Paul McGuigan; Series TV, donde hallamos contenidos tan variados como el artículo sobre la nueva televisión de pago en España Bienvenido Mr. Netflix, el estreno del film de Cary Joji Fukunaga Beasts of No Nation (ídem, 2015), que se emite en exclusiva en Netflix, y otras producciones, como el especial televisivo A Very Murray Christmas, dirigido por Sofia Coppola y protagonizado por Bill Murray, y la reposición íntegra en Wuaki.tv de Breaking Bad; Noticias; Stars; Ranking; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


Este mes, el estreno de En el corazón del mar me ha dado pie a incluir en la sección Cult Movie uno de esos así llamados clásicos-de-toda-la-vida: Moby Dick (ídem, 1956), la extraordinaria adaptación de la novela homónima de Herman Melville dirigida por John Huston, a partir de un guión escrito por él mismo en colaboración con Ray Bradbury: “No resulta difícil ver en “Moby Dick” uno de los mejores trabajos de John Huston junto con “Dublineses” (1987), su admirable adaptación del relato de James Joyce «Los muertos». Haciendo gala de una gran comprensión del libro de Melville, y conscientes de que resultaba imposible condensar todo su contenido en un largometraje de menos de dos horas, Huston y Bradbury se concentraron en una de las lecturas que ofrece la novela, procurando desarrollarla tan a fondo como les fuera posible partiendo de las limitaciones y convenciones establecidas en un largometraje de Hollywood. Sus esfuerzos se dirigieron a destacar lo que el libro de Melville tiene de simbólica interpretación de la lucha del Hombre contra Dios, de manera que Moby Dick, la gigantesca ballena blanca, vendría a ser una representación de la divinidad contra la cual se rebela a su vez un representante de esa humanidad reprimida bajo el yugo de lo divino, el capitán Ahab (un magnífico Gregory Peck), con la finalidad de destruirla, o lo que es lo mismo: con la intención de liberar al Hombre de la tiranía de Dios”.


Mi contribución a este número se completa con las críticas de, en primer lugar, esa obra maestra (como siempre, hablo por mí) que es Sicario(ídem, 2015), del gran Denis Villeneuve...,


…y del estupendo film de animación Hotel Transilvania 2 (Hotel Transylvania 2, 2015), de Genndy Tartakovsky, una secuela mejor que el original y muy por encima de lo que se ha dicho.



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Sinfonía visual en rojo: “LA CUMBRE ESCARLATA”, de GUILLERMO DEL TORO

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO, QUE COMPLEMENTA MI RESEÑA DE ESTE FILM PUBLICADA EN EL NÚM. 361 DE “IMÁGENES DE ACTUALIDAD” (1), SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE SU TRAMA.] No es ningún secreto a estas alturas que Guillermo del Toro es un enamorado de lo gótico: eso salta a la vista viendo Cronos (ídem, 1993), Mimic(ídem, 1997), El espinazo del diablo(2001), Blade II (ídem, 2002), Hellboy (ídem, 2002) / Hellboy II: El ejército dorado (Hellboy II: The Golden Army, 2008)), El laberinto del fauno (2006) y la serie de televisión The Strain (ídem, 2014- ), con independencia de los méritos de cada uno de esos títulos. La cumbre escarlata(Crimson Peak, 2015) viene a ser su culminación al respecto, pues adopta la forma de un homenaje a las fuentes del cine gótico y combina en su argumento una serie de evidentes referencias literarias con guiños cinematográficos a clásicos del terror gótico.


Sin ánimo de exhaustividad, en La cumbre escarlata su protagonista, la joven norteamericana Edith Cushing (una siempre excelente Mia Wasikowska), escribe relatos que mezclan, se nos dice, una trama amorosa con el cuento de fantasmas; además, ella misma afirma su deseo de querer ser “como Mary Shelley”. Yendo un poco más lejos (quizá demasiado, lo admito), podría verse un vago paralelismo entre la atracción amorosa que Edith siente hacia el noble británico Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) con la relación que Mary Shelley tuvo con el poeta Percy Shelley. A fin de cuentas, tanto en un caso como en el otro, Mary/ Edith son ejemplos de jóvenes vírgenes que descubren el amor/ el sexo en los brazos de Thomas/ Percy, amantes apasionados con aureola de “malditos”: el Thomas de La cumbre escarlata tiene mucho de antihéroe romántico, con sus largos cabellos, sus ropajes oscuros y su aire decadente y misterioso. También está presente, por descontado, la Jane Eyre de Charlotte Brontë, con Edith convertida en una nueva Jane, Thomas en un equivalente a Rochester, y su hermana Lucille (Jessica Chastain), en una tránsfuga de la esposa de Rochester, demencia homicida incluida, con la diferencia de que, en este caso, Lucille da rienda suelta a su locura con total libertad y haciendo valer su prevalencia sobre su hermano menor.


Edith también tiene más de un punto en común con la protagonista de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, otro título clarísimamente evocado en La cumbre escarlata. Si bien en el relato de James se trata de un ama de llaves contratada para cuidar a los hijos del señor de la casa, mientras que Edith es la esposa recién casada del señor de la mansión, ambas mujeres comparten no solo la inexperiencia sexual, sino también que sus miedos y temores vienen acompañados de apariciones espectrales que las atormentan, que pueden ser o no reales en el caso de la protagonista de Otra vuelta de tuerca, y que en cambio sí lo son para la de La cumbre escarlata, y la acompañan desde su más tierna infancia. Están, finalmente, los ecos de una novela que no es sino una irregular heredera de la literatura gótica escrita en el siglo XX: Rebeca, de Daphne Du Maurier, con Edith asumiendo un rol parecido al de la muchacha sin nombre que se casaba con Maxim de Winter, en su caso conociendo la viudedad de su esposo y yéndose a vivir con él a una suntuosa mansión repleta de extraños ecos del pasado y de la(s) anterior(es) esposa(s) de Maxim/ Thomas.


También lo son, a nivel estrictamente fílmico, los guiños al cine gótico (sea o no de terror), empezando por la presencia de Mia Wasikowska, quien interpretara a Jane Eyre en la interesante versión dirigida en 2011 por Cary Joji Fukunaga, y si me apuran, a otra heroína con connotaciones vagamente góticas: la protagonista de Alicia en el País de las Maravillas/ Alice in Wonderland, 2010, Tim Burton (1); por no hablar del apellido de su personaje, en evidente referencia a Peter Cushing. Dejando aparte los vagos ecos de ¡Suspense!(The Innocents, 1961), la extraordinaria lectura de Otra vuelta de tuerca llevada a cabo por Jack Clayton, Del Toro no puede/ no quiere resistir la tentación de homenajear a clásicos del cine de fantasmas y casas encantadas firmados por Robert Wise —el momento en que Edith intenta abrir una puerta que, de repente, se cierra de golpe por sí sola, recuerda The Haunting (1963)—, Peter Medak —ese hermoso plano que muestra, fugazmente, una figura fantasmal sentada en una silla de ruedas y como flotando en medio del polvo, que hace pensar, claro está, en Al final de la escalera (The Changeling, 1980)— y Stanley Kubrick —el momento en que el cadavérico fantasma de una mujer se levanta de la bañera trae a la memoria uno de los instantes más recordados de El resplandor (The Shining, 1980)—, aunque la referencia estética a Mario Bava, sobre todo en lo que se refiere al uso del color, me parece la más destacable. Por descontado, el suntuoso decorado de Allerdale Hall, la mansión de los Sharpe, con su aspecto medio derruido, sus grietas y su frialdad, reflejan el carácter decadente de sus habitantes de una manera parecida a como lo ensayara Roger Corman en una de sus mejores películas, La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960).


Pero lo que llama la atención de La cumbre escarlata no es ese destilado de citas, inevitables a día de hoy en el cine actual y que, por lo visto, no pueden “faltar a la cita”, valga la redundancia. Lo más atractivo es el rotundo desprecio que Del Toro lleva a cabo del carácter inverosímil de una trama que bebe a tragos largos de toda esa tradición cultural literario-cinematográfica en torno a lo gótico. Una trama de la que no se preocupa de disimular ni su carácter folletinesco ni sus elementos, digamos, “excesivos”; por el contrario, más bien potenciándolos. El resultado, para el que suscribe muy bello, está siendo/ será discutido por su carácter eminentemente formalista, que va en detrimento de su dramaturgia, la cual está puesta en todo momento al servicio de la plástica de una realización en la que la forma acaba siendo el fondo del relato. Del Toro presenta un desaforado melodrama gótico salpicado de aterradoras apariciones fantasmales (por más que se haya “vendido” así, La cumbre escarlata no es exactamente una película “de” fantasmas, sino más bien “con” fantasmas), sin disimular en ningún instante los mimbres del argumento: desde el principio intuimos que Edith está siendo víctima de un diabólico engaño por parte de su marido Thomas y de su pérfida hermana Lucille. Perfidia que, como digo, Del Toro no solo no disimula, sino que incluso potencia desde el primer momento. En este sentido, la mirada de desprecio de Lucille la primera vez que ve a Edith, sus negras vestimentas, su frialdad y su arrogancia ante la protagonista no dejan lugar a dudas sobre las malas intenciones del personaje, que Jessica Chastain incorpora con plena conciencia de estar dando vida (o, mejor dicho, movimiento) a un arquetipo.


Dicho de otra manera: lo que aparentementenarra La cumbre escarlata no tiene mayor interés que el que Del Toro le confiere desde un punto de vista estrictamente enunciativo, por más que tampoco esté exento por completo de atractivo. Se le podría reprochar al film que lo que cuenta carece de sorpresa u originalidad alguna (sobre todo, claro está, si se conoce mínimamente la literatura y el cine góticos), aunque también cabe pensar que lo que ha hecho Del Toro es, precisamente, hacer una película gótica no tanto para amantes de lo gótico como para desconocedores de lo gótico. Desde este punto de vista, la trama de La cumbre escarlata es tan excesiva como suelen serlo las historias góticas. De hecho, lo gótico es, por definición, excesivo (en el sentido de exuberante) y recargado (en el de denso, espeso, asfixiante). No existe un gótico sobrio ni moderado; lo gótico lo es o no lo es, sin medias tintas.


Puede interpretarse esa indiferencia por el argumento, entendido como algo que puede servir entre otras cosas para “contar historias”, como un desprecio por parte de Del Toro hacia la noción de que las películas tienen que contar “algo”, y que ese “algo” tiene que ser, preferentemente, una “historia”. La vieja idea de que el cine sirve solo para eso: para contar historias. En efecto, en La cumbre escarlata hay una historia, y Del Toro la cuenta impecablemente, por más que la misma no sea demasiado complicada, más allá de un par de golpes de efecto o “giros de guión” destinados a hacerla avanzar: el asesinato del padre de Edith, Carter Cushing (Jim Beaver), en el cuarto de baño de su club, que más adelante descubrimos que fue cometido por la demente Lucille; o la revelación de la evidente naturaleza incestuosa de la relación entre Thomas y Lucille. Lo primero sirve para que Edith termine aceptando la proposición matrimonial de Thomas, pues ese asesinato no es sino un recurso para hacer avanzar la acción. Del Toro lo demuestra resolviendo elípticamente la boda de Edith y Thomas, ansioso como está de situarles a donde quiere llegar, esto es, Allerdale Hall. Lo mismo podemos decir de lo segundo, a partir de lo cual Edith es consciente de que su vida corre peligro mientras permanezca dentro de la mansión por culpa de las maquinaciones de una Lucille psicópata y sin escrúpulos, y no de las almas en pena que periódicamente se le aparecen atormentándola (en realidad, advirtiéndola: la función canónica de los fantasmas).


Si seguimos entendiendo que lo que narra La cumbre escarlata“es” la película/ la historia que salta vemos ante nuestros ojos a simple vista, puede comprenderse que haya quien vea en la misma una obra de interés limitado. Pero si entendemos, viendo la manera como Del Toro la cuenta, que esa historia no es más que un instrumento o un medio para llegar a lo que verdaderamente le interesa contar, es entonces cuando La cumbre escarlata se revela como un film de extraordinario interés. Porque los auténticos protagonistas de la película no son ni Edith, ni Thomas, ni Lucille, ni el resto de personajes, sino todo aquello que compone la parafernalia estética que narra sus vicisitudes: la puesta en escena. La auténticarazón de ser de La cumbre escarlata, lo que le confiere su verdadero sentido, reside en el despliegue visual de Del Toro para contar una trama que le interesa solo en la medida que le sirve de apoyo para todo lo demás.


¿Y qué es todo lo demás? Lo que conforma no ya la mayor baza de la película, sino casi me atrevería a decir que la única: su atmósfera. Una atmósfera tan intrínsecamente pegada al relato que es lo que acaba confiriéndole, como digo, todo su sentido. Atmósfera que recorre todo el metraje y que está muy presente, a base de golpes de intensidad, en los momentos “fuertes”: las escenas de las apariciones espectrales. No hay que olvidar que el film arranca con una corta escena, luego recuperada en las escenas finales, en la cual vemos a Edith, con un vestido blanco y las manos y el rostro manchados de sangre, corriendo por un blanquísimo paisaje nevado (los alrededores de Allerdale Hall), y empuñando un cuchillo con el cual intenta defenderse de “alguien” o “algo”. Es una apertura clásica que sugiere que el relato, o al menos la mayor parte del mismo, va a ser contado desde el punto de vista de Edith y que, a modo de prólogo, da paso a un largo flashback que arranca con los primeros recuerdos de una Edith infantil (Sofia Wells), evocando cómo, poco después de su defunción, su propia madre se le presentó en su alcoba convertida en un horrendo espectro negro (Doug Jones) para hacerle una advertencia: “¡Cuidado con la cumbre escarlata!”.


Llama la atención que las apariciones fantasmales estén relacionadas con figuras maternas, de las cuales se ofrece una visión pavorosa: la madre de Edith, que, como digo, se aparece aterradoramente por primera vez ante la protagonista siendo una niña; y luego, el esquelético espectro que recorre Allerdale Hall, que no es sino el alma en pena de una de las exesposas de Thomas, asesinada estando embarazada de su primer hijo. Las apariciones de ambas se producen en pasillos: el que conduce al dormitorio de la pequeña Edith (extraordinario el plano general en el que vemos, al fondo del encuadre, la sombra de las siniestras manos del fantasma de la madre proyectándose sobre la pared); y el pasillo cercano, asimismo, al dormitorio de la Edith adulta en Alledarle Hall, donde un esqueleto sanguinolento brota del suelo y se arrastra hacia la protagonista. Es fácil pensar en otras producciones de Del Toro de planteamientos similares –El orfanato (J.A. Bayona, 2007), No tengas miedo a la oscuridad (Don’t Be Afraid of the Dark, 2010, Troy Nixey), y sobre todo Mamá (Mama, 2013, Andy Muschietti) (2)—, donde se producía, asimismo, un vínculo de tipo materno-filial entre los vivos y los muertos.


Ya he mencionado que la madre de Edith se le aparece siendo esta última una niña: la pequeña, lógicamente aterrorizada, y en un gesto que denota su inmadurez, trata de eludir la visión de esa presencia fantasmagórica escondiéndose bajo las sábanas de su cama; inútil gesto de defensa que, claro está, no impide al fantasma materno acercarse al lecho y posar una mano negra y cadavérica sobre el hombro de la niña. Muchos años después, la madre de Edith vuelve a manifestársele de manera parecida, apareciendo al fondo del pasillo que conduce a su dormitorio. En esta ocasión, la ya adulta Edith trata de evitar esa horrenda visión con otro gesto inmaduro e inútil: cerrando la puerta; naturalmente, eso no sirve para impedir que las manos del fantasma atraviesen la madera y la sujeten, obligándola a escuchar de nuevo su advertencia: “¡Cuidado con la cumbre escarlata!”.


No me parece casual que ambos encuentros sobrenaturales se produzcan en el dormitorio de Edith, y más teniendo en cuenta que, durante buena parte del metraje, flota alrededor de la protagonista la cuestión de su virginidad e inexperiencia sexual. Ese “cuidado con la cumbre escarlata” (de color rojo sangre: como la menstruación, como la desfloración) guarda relación con el hecho de que, estando recién casados, Edith y Thomas no han consumado su matrimonio porque la primera sigue muy afectada por el asesinato de su padre, hasta el punto de dormir temporalmente en habitaciones separadas. El aparente pudor y sensibilidad de Thomas hacia Edith no es sino, como luego sabremos, reflejo del miedo que siente a que su incestuosa hermana Lucille se ponga furiosa si él demuestra un excesivo interés carnal hacia su joven esposa. Pero no es menos cierto que el proceso de madurez psicológica de Edith en Allerdale Hall corre parejo a su madurez sexual. Por eso tampoco es casual que la primera relación sexual entre ambos esposos se produzca fuera del escenario de la mansión, aprovechando una noche que tienen que pasar alojados en una cabaña refugiándose de una tormenta. Del Toro planifica esa primera (y única) noche de amor mostrando a Thomas como una suerte de “vampiro” que se arroja con avidez sobre su “víctima”; en lo que puede verse, además, la influencia estética (más bien, esteticista) del famoso Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola, con el que La cumbre escarlata comparte diseñador de producción: Thomas E. Sanders.


Inmediatamente después de la segunda aparición del alma en pena de su madre, y como consecuencia de la misma, Edith acepta la invitación de Thomas para ir al baile. La forma como lo resuelve Del Toro es magnífica: aterrorizada por esa segunda aparición espectral de su progenitora, la joven baja corriendo las escaleras que la conducen a la planta baja de su casa, y allí se encuentra con Thomas, quien, ajeno a la experiencia que la muchacha acaba de sufrir, le propone que la acompañe; entonces, el realizador inserta un plano en ligero semipicado, con la cámara colocada en lo alto de la escalera, el mismo lugar hacia donde Edith dirige su atemorizada mirada, y a continuación corta, mostrándonos ya a Edith y Thomas llegando al baile: el plano en semipicado desde (se sugiere) el punto de vista del fantasma de la madre, y el corte de montaje a la siguiente secuencia / al siguiente decorado, bastan para expresar que la asustada protagonista ha aceptado la proposición de Thomas para no tener que volver a subir a su dormitorio…


Una vez en Allerdale Hall, las manifestaciones sobrenaturales en presencia de Edith reinciden en la idea de un acercamiento físicoa su persona que está sutilmente relacionado, además, con su evolución como personaje y como ser humano: como mujer. Una de ellas tiene lugar mientras la protagonista está tomando un baño, en una escena en la cual se reincide en el escenario de un pasillo: planos generales de Edith dentro de la bañera combinados con lento travelling de aproximación / contraplanos desde su punto de vista, mostrando la puerta abierta del cuarto de baño que da al oscuro pasillo. Es la primera vez que intuimos el cuerpo desnudo de la protagonista: Edith sale de la bañera, y Del Toro inserta un primer plano de sus pies desnudos y mojados apoyándose en el suelo. Es un procedimiento narrativo sencillo y bastante habitual en este tipo de secuencias de “suspense”, pero eficaz en cuanto contribuye a ir dibujando, lentamente, esa madurez psicológica y sexual de la protagonista, puesta en relación con sus miedos y temores.


A mayor ahondamiento, y como ya hemos apuntado, una de las más aterradoras apariciones del fantasma de la mujer que ronda por Allerdale Hall tiene lugar dentro de la bañera, con un hacha de carnicero hundida en su frente, indicativa del procedimiento por el cual fue asesinada. Teniendo en cuenta que fue Lucille la responsable de su muerte, y que la demente hermana de Thomas mantiene una posesiva relación incestuosa con este último, no es descartable el pensar que ese gesto asesino fue perpetrado con la intención de destrozar un cuerpo femenino sexualmente deseable para su hermano: el cuerpo de una rival amorosa. Que la asesinara en la bañera, aprovechando que estaba desnuda e indefensa, y el encarnizamiento empleado, así lo sugieren. Por otra parte, el asesinato de esa mujer en la bañera enlaza, en cierto modo, con el asesinato, también a manos de la psicópata Lucille, del padre de Edith, que ha tenido lugar, asimismo, en unos aseos, en este caso los de su club.


En otro momento del film, a solas en su dormitorio y en camisón, Edith presiente al espectro que la está rondando, y extiende su mano, con vistas a establecer contacto. Una sombra fugaz (como un barrido de la cámara) pasa a su lado, rozándola. Dejando aparte el hecho de que la escena guarda ecos, una vez más, de The Haunting, la misma se erige en una nueva expresión de la evolución de la protagonista: el fantasma no solo es visible para la vista, sino también al tacto. La introducción de esa fisicidad sobrenatural devendrá así una especie de metáfora del proceso de madurez de Edith.


No es de extrañar que cuando Edith por fin sea consciente de la personalidad del fantasma (una de las varias esposas de Thomas, si bien a diferencia de las otras con las que se casó para robarles todo su dinero, esta además le dio un hijo, también asesinado), la misma se le aparezca con su hijo en brazos, en una macabra imagen maternal que no puede menos que recordar el clímax de Mamá. Además, los espectros de madre e hijo se manifiestan ante Edith en el hueco de una escalera, volando por encima de su cabeza como si fueran una versión fantasmagórica de la Inmaculada Concepción, algo que Del Toro realza en ese plano tomado en contrapicado, con los fantasmas flotantes en primer término y Edith al fondo del encuadre, estableciendo una irónica superioridad/ inferioridad entre ambas mujeres, la muerta y la viva, la que ha recorrido su ciclo vital (maternidad incluida) y la que apenas está empezándolo, la que ya ha cruzado el umbral de la muerte y la que todavía no lo ha hecho.   


Con el apoyo inestimable del operador Dan Laustsen y el decorador Thomas E. Sanders, Guillermo del Toro convierte La cumbre escarlata en una fiesta para amantes de lo gótico, construyéndola como si fuera una sinfonía visual en rojo: el rojo de la sangre; de la arcilla que rodea Allerdale Hall, impregnando de manera sanguinolenta el suelo de la mansión y de la nieve que la circunda; de la luz irreal que baña los decorados. Hemos mencionado a Mario Bava: los rojos que emplea Del Toro evocan tanto sus mejores films fantásticos en color de lo sesenta —Las tres caras del miedo (I tre volti della paura, 1963), La frusta e il corpo (1963), Seis mujeres para el asesino (Sei donne per l’assassino, 1964), Operazione paura(1966)— como los peores —Ercole al centro della Terra (1961), Terror en el espacio (Terrore nello spazio, 1965), Diabolik(ídem, 1968)—.


Si, en cine, entendemos el trabajo tras la cámara como el auténtico generador de sentido de lo que se nos está contando, en detrimento del guión (no tan malo como se ha dicho, o no tan malo como pueda serlo el de Seis mujeres para el asesino, sin ir más lejos), el sentido de La cumbre escarlata lo hallamos en las atmosféricas secuencias que hemos descrito y en la densa escena del asesinato del padre de Edith en los lavabos del club, donde Del Toro efectúa un interesante contraste entre el elegante trabajo de ambientación e iluminación (esa luz carmesí que baña el decorado) y la brutalidad con que muestra la muerte del mencionado Carter Cushing (unas manos, enfundadas en unos guantes negros muy de giallo, sujetan su cabeza y la golpean contra el lavabo, hasta destrozar ambos); la llegada de Edith a Allerdale Hall, con esa combinación de planos generales en ligero contrapicado (destinados a mostrar tanto la magnificencia del decorado como la sensación de pequeñezde la protagonista en su nuevo y suntuoso hogar), y de travellings siguiendo a Edith con la cámara situada en las plantas superiores del salón (expresando de nuevo no solo esa pequeñez de la protagonista, sino también sugiriendo la presencia de un “punto de vista invisible”, fantasmal, que la está acechando); el sótano repleto de esos pozos llenos de la arcilla rojo sangre que Thomas extrae con una máquina de su invención, en uno de los cuales vemos flotar unos restos esqueléticos; el contraste radical entre el rojo y el negro predominantes en el interior de Alledale Hall, y el blanco reluciente y helado de sus exteriores nevados, donde Edith y Lucille tienen su último y mortal enfrentamiento, ambas en camisón: dos mujeres enfrentando cuerpo a cuerpo su feminidad y su amor hacia un mismo hombre.


Pero, incluso contemplándola desde el punto de vista exclusivo de su argumento (por más que ello sea empobrecedor, y por definición, anti-cinematográfico), el guión, urdido por Del Toro en colaboración con Matthew Robbins —a quien se le debe, como director, una de las mejores fantasías heroicas de los ochenta: la estupenda El dragón del lago de fuego(Dragonslayer, 1981)—, no es ni mucho menos tan despreciable como se ha dicho. Si su construcción dramática es deliberadamente convencional, dado su carácter de recopilación de lugares comunes de la literatura y el cine góticos, su sentido del detalle brilla, por compensación, a considerable altura. Están, por un lado, los que compensan el superficial personaje del Dr. Alan McMichael (Charlie Hunnam), amigo de la infancia de Edith y, huelga decirlo, secretamente enamorado de ella. Por un lado, vemos a Alan llevando a cabo con la protagonista una pequeña sesión de proyección de diapositivas, en las cuales aparecen supuestas imágenes de fantasmas reales que han sido captadas accidentalmente, y descubiertas una vez reveladas las placas fotográficas de la época. Del Toro le imprime a esta secuencia un tono cotidiano y, por contraste con el que predomina en el resto del film, para nada fantastique; ello se debe a que el propósito soterrado de la secuencia no es sorprender al espectador con esa fotos de almas en pena, sino más bien sugerir el grado de afecto que Alan siente hacia Edith, a la que le enseña dichas imágenes porque, conocedor de la “visita espectral” que tuvo la protagonista siendo niña, sabe que ese tema es importante para ella y pretende así captar su atención (algo unido, además, a los celos que empieza a sentir hacia Thomas en cuanto advierte el interés de Edith hacia este último). Otro buen detalle relacionado con el personaje de Alan se produce en el clímax del relato: sospechando que Edith está corriendo peligro, Alan se presenta de improviso en Allerdale Hall dispuesto a ayudarla (en un giro de guión que, desde luego, hace pensar en el tercio final de El resplandor, la novela de Stephen King y la película de Kubrick); consciente, asimismo, de la peligrosidad de Lucille, y de la prevalencia que tiene sobre su hermano, pero también de que este último tiene que obedecer a regañadientes la orden de Lucille de apuñalarle, Alan aconseja en voz baja a Thomas dónde tiene que herirle sin afectar un punto vital, a fin de engañar a la demente Lucille.


Antes de casarse con Thomas, Edith pasea por un jardín con Lucille, coge una mariposa muerta y comenta que es una lástima que alto tan hermoso pueda ser al mismo tiempo tan frágil. Bien avanzado el relato, y ya casada y viviendo en Allerdale Hall, Edith se percata de la presencia por toda la mansión de montones de mariposas negras que vuelan o se posan en las viejas paredes: recordemos la existencia de ese antiguo mito que relaciona las mariposas negras con la mala suerte, o también, con las almas en pena. En este caso, el comentario de Lucille, y el posterior descubrimiento de estos insectos en la mansión por parte de Edith, guardan una estrecha relación: no es casual que la mariposa de la primera escena mencionada esté muerta en manos de Lucille, alguien acostumbrada a matar “mariposas” (ergo, personas), destinadas a convertirse en almas en pena.


Edith descubre a Thomas en su habitación dedicándose a la construcción de autómatas, extraño hobby que, no obstante, guarda también una estrecha relación con los conocimientos de ingeniería y mecánica del personaje, los mismos que le han llevado a diseñar y construir la máquina extractora de arcilla que quiere patentar. Es tan solo un apunte, pero suficiente para insinuar algo que pronto se verá confirmado: que Thomas no es sino un “autómata” en manos de Lucille, la persona que dirige a distancia sus movimientos y efectúa por él todos los planes. Pero si hay un detalle que define, más y mejor que nada, la fragilidad de la relación entre la pareja protagonista es aquella hermosa secuencia en la cual Edith y Thomas se enamoran bailando un vals mientras sostienen una vela de la cual, se dice, no debe apagarse, a fin de demostrar la destreza y sobre todo la perfecta coordinación entre los bailarines.


No falta en La cumbre escarlata alguna que otra torpeza. Pienso, por ejemplo, en el breve e innecesario flashback que visualiza algo que ya sabemos de antemano: que fue Lucille la asesina del padre de Edith; o la aparatosa caída de Edith desde la planta alta de la casa (amortiguada, eso sí), ¡y de la cual sale prácticamente indemne!: un exceso, este sí, excesivo, valga la redundancia. Pero a pesar de ello La cumbre escarlata es un bonito melodrama gótico “con” fantasmas, triste y melancólico: al final, Edith logrará salir con vida de la trampa mortal urdida por Lucille en colaboración con Thomas, pero a costa de ver rotos sus sueños de juventud y verse abocada, probablemente, a un nuevo matrimonio con alguien más convencional, menos “romántico” y más “a ras del suelo”, como Alan (cuya profesión de médico es, asimismo, indicativa de su sentido de la vida, más prosaico y no tan poético, más racional y poco o nada fantasioso). El destino de los hermanos Sharpe es, si cabe, peor: Thomas, convertido en un triste fantasma de pálidos contornos, como si recuperara en la muerte esa pureza precozmente perdida en su adolescencia entre los brazos de su posesiva hermana; y esta última, transformada a su vez en otro aterrador espectro oscuro y, a tono con su desorden mental, eternamente condenada a tocar el piano en el salón de Allerdale Hall. Inquietante destino que Del Toro sella visualmente con un travelling de aproximación que se detiene en las cadavéricas manos de Lucille tocando las teclas, mientras la voz en off de Edith cierra el relato con un tono que, salvando las distancias, guarda ecos de la escalofriante línea de diálogo final de, una vez más, The Haunting, heredada a su vez de la extraordinaria novela de Shirley Jackson en la que se inspiraba: “Los que andamos por aquí, lo hacemos en soledad”.




“DIRIGIDO POR…” de DICIEMBRE 2015, a la venta

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El núm. 461 de Dirigido por… consagra su portada a la primera entrega del dossieren dos partes que dedica a Stanley Kubrick. En esta primera parte, el lector hallará sendos artículos de introducción (Quim Casas) y biográfico (Israel Paredes Badía), para a continuación adentrarse en un repaso de la carrera de este influyente cineasta, que comprende desde sus cortometrajes (Carles Balagué) y hasta 2001: Una odisea del espacio, de la cual se comenta el propio film (Antonio José Navarro) y la revolución que supuso en el terreno de los efectos visuales (Ángel Sala), pasando por sendos comentarios de Fear and Desire (Carles Balagué), El beso del asesino(Carles Balagué), Atraco perfecto (Tonio L. Alarcón) y su influencia en el posterior cine policíaco (Jordi Batlle Caminal), Senderos de gloria(Ricardo Aldarondo) y su pertenencia al cine antibelicista (Anna Petrus), Espartaco(Juan Carlos Vizcaíno Martínez) y su complejo proceso de producción (Jordi Batlle Caminal), Lolita (Rafel Miret) y el peso que tuvo la participación de Vladimir Nabokov en su elaboración (Tonio L. Alarcón), y ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Ramon Freixas y Joan Bassa) y su carácter de sátira de la Guerra Fría y la amenaza nuclear (Diego Salgado).


Otros destacados contenidos de este número son las críticas de Steve Jobs (ídem, 2015), que se complementa con una entrevista con su realizador, Danny Boyle; firma la crítica Israel Paredes Badía, quien también escribe las de El cuento de los cuentos (I racconto dei racconti, 2015), de Matteo Garrone, y El desafío (The Walk) (The Walk, 2015), de Robert Zemeckis; se destaca, asimismo, la crítica de Langosta (The Lobster, 2015), de Yorgos Lanthimos, escrita por Carlos Tejeda.  


A todo ello hay que unir el artículo de Quim Casas Independientes por un día, analizando el reciente fenómeno de cineastas norteamericanos indies que inmediatamente han dado el salto a Hollywood; las crónicas de las últimas ediciones de los festivales de Cine Europeo de Sevilla (Gerard Casau), Zinebi – Bilbao (Rafel Miret) y la Semana de Cine Fantástico y de Terror de Donostia (Antonio José Navarro); los comentarios del film distribuido en exclusiva por Netflix Beasts of No Nation (ídem, 2015), de Cary Joji Fukunaga, analizado por Óscar Brox, y de las series Heroes Reborn (ídem, 2015) y Scream Queens (2015), que comentan Quim Casas y Héctor G. Barnés, respectivamente, todo ello en la sección Televisión; la recuperación de la sección de cine inédito en salas españolas Fuera de Campo, con el comentario a cargo de Antonio José Navarro del film de Aleksey Balabanov Voyna (2002); el comentario de la edición en Blu-ray del director’s cut de La Puerta del Cielo(Heaven’s Gate, 1980), de Michael Cimino, que escribe un servidor para la sección Flashback; y, como todos los meses, las secciones Home Cinema(con comentarios de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Ramon Freixas, Antonio José Navarro y el que suscribe), Libros(con comentarios de Ramon Freixas, Quim Casas, Antonio José Navarro, Israel Paredes Badía y Anna Petrus) y Banda Sonora (Joan Padrol); y el comentario de Parsifal (1951), de Daniel Mangrané y Carlos Serrano de Osma, abordado por Ramon Freixas dentro de la sección En busca del cine perdido.   


Ya he mencionado que mi contribución a este nuevo número de Dirigido por…consiste, en primer lugar, en el comentario del film de Michael Cimino La Puerta del Cielo…,


…y en un par de textos para la sección Home Cinema: uno dedicado a Horror en la mansión Fordyke (The Black Torment, 1964), de Robert Hardford-Davis,…


…y otro de Hidden: Terror en Kingsville(Hidden, 2015), realizada por The Duffer Brothers.


También firmo las críticas de La verdad (Truth, 2015), de James Vanderbilt…,


Ocho apellidos catalanes (2015), de Emilio Martínez-Lázaro...,


…y El becario (The Intern, 2015), de Nancy Meyers.



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007 serial: “SPECTRE”, de SAM MENDES

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No es ningún secreto a estas alturas que el concepto de “serialización” parece haberse impuesto en la narrativa audiovisual de estos últimos quince años. Fue el cine quien planteó por primera vez dicho concepto, como demuestra la existencia de los seriales silentes de Louis Feuillade —cf. Los vampiros (Les vampires, 1915); sus aproximaciones a personajes como Fantômas y Judex—, y los seriales sonoros norteamericanos de los años treinta y cuarenta, con el establecimiento de una determinada mecánica narrativa que siempre buscaba cerrar cada entrega mediante la creación de un cliffhanger, una situación de peligro llevada al límite, con vistas a lograr la fidelización del público y “obligarle” a volver al cine a la semana siguiente para ver la resolución de aquél. Muchos años después fue la televisión la que lo renovó en una serie policíaca que en su momento fue muy famosa y pionera de esta idea: Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues, 1981-1987). En virtud de la “serialización”, cada uno de sus episodios contenía la clásica trama central autoconclusiva (se planteaba, desarrollaba y concluía a lo largo del capítulo), y además incluía una o varias subtramas secundarias que se iban desarrollando a lo largo de los siguientes episodios, de manera que el espectador se veía obligado a ir viendo episodio tras episodio, temporada tras temporada, para no perder el hilo de dichas subtramas. Estructura que luego heredarían otras teleseries tan famosas y/ o influyentes como Expediente X (The X-Files, 1993-2002) y que, en cierto sentido, llegó a su punto culminante en 24 (ídem, 2001-2010), The Wire (Bajo escucha) (The Wire, 2002-2008) o Perdidos (Lost, 2004-2010) (1), entre otras, las cuales se caracterizan por que cada una de sus temporadas es el equivalente a un largometraje de varias horas de duración. Concepto que también impregnó el cine gracias a los éxitos de George Lucas y su saga galáctica, y en especial, de Peter Jackson con El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, 2001-2003) (2): una única película destinada a ser “consumida” en tres partes de alrededor de tres horas cada una, más el metraje adicional de sus ediciones extendidas y comercializadas en formatos domésticos, que no por casualidad coincidió en el tiempo con el inicio del boomde las series de televisión estadounidenses de la década del 2000.


Llegados a este punto, conviene aclarar que el concepto de “serialización” no es equivalente al de secuela, por más que ambos coinciden en determinados aspectos. En una serie de televisión y en una película para el cine dividida en varios films como El Señor de los Anillos hay una continuidad argumental, característica de este tipo de “súper relatos”, tal y como ocurre en las secuelas. Pero, a diferencia de estas últimas, esa continuidad es, por así decirlo, orgánica e intrínseca, en cuanto forma parte de un mismo entramado argumental que exige haber visto todos los episodios y/ o películas que la componen (táchese lo que no proceda) para su comprensión, teniendo en cuenta además que ese carácter de “súper relato” es lo que le confiere su sentido. Este sería el caso de las franquicias Star Wars y El Señor de los Anillos/ El hobbit, o por citar otros ejemplos recientes, la de Harry Potter, Crepúsculo, Los juegos del hambre o La serie Divergente, a las cuales, por tanto, podríamos denominar franquicias seriales. Este no sería el caso de franquicias como las de Indiana Jones, Rocky, Rambo, Mad Max, Arma letal, Jungla de cristalo Fast & Furious, por más que en ocasiones se repitan en sus sucesivas entregas determinados personajes o situaciones a modo de auto-referencia o, si se prefiere, auto-guiño, pues en la práctica cada nueva secuela/ entrega funciona de manera independiente. Serían, por tanto, franquicias en serie. La saga cinematográfica del agente secreto James Bond 007 perteneció durante muchos años a este tipo de franquicias en serie, en las que cada nueva película funcionaba en sí misma considerada, más allá de algún guiño esporádico a otros films que la componen. Pero las cosas cambiaron a partir de la incorporación a la franquicia del actor Daniel Craig en el papel protagonista, como bien demuestran 007: Casino Royale (Casino Royale, 2006, Martin Campbell), 007: Quantum of Solace (Quantum of Solace, 2008, Marc Forster) (3), Skyfall (ídem, 2012) (4)y ahora SPECTRE (ídem, 2015), ambas realizadas por Sam Mendes.


A partir de ese momento, la serie Bond se ha puesto al día en lo que su “serialización” se refiere. Las cuatro Bond movies protagonizadas hasta la fecha por Craig forman, a grandes rasgos, una “súper película”, algo que se hacía patente, por ejemplo, en la secuencia inicial de 007: Quantum of Solace, que enlazaba con la final de su predecesora, 007: Casino Royale, lo cual vuelve a ocurrir en SPECTRE, donde la trama establece puntos de conexión con el clímax escocés de Skyfall, e incluso tiende puentes directos con las tramas y los personajes de los dos primeros films. De este modo, descubrimos, por medio de un ardid de guión, que los responsables en la sombra de todas las desdichas de la vida de Bond —sobre todo, la muerte de Vesper Lynd (Eva Green) en 007: Casino Royale, o los sucesos posteriores al asesinato de los padres de Bond, del cual se hablaba en ese tercio final de Skyfall— no son sino los miembros de la organización criminal SPECTRA, muy presente en la franquicia, sobre todo, en las seis primeras películas protagonizadas por Sean Connery.


SPECTRE viene a ser una combinación de los logros de las dos mejores películas Bond protagonizadas por Craig, 007: Casino Royale y Skyfall, y los trazos tradicionales de la franquicia. El personaje mantiene los rasgos durísimos y despiadados imprimidos por Craig, corrigiendo y aumentando los instaurados en su época por Connery y respetados, en la medida de lo posible, por Pierce Brosnan, pero en SPECTRE se ha recuperado, un poco más que en Skyfall, el soterrado sentido del humor, y cierto sentido del nonsense característico de la franquicia, que se hace notar no solo en la reaparición de SPECTRA y su líder, el “súper villano” Franz Oberhauser, más conocido por su alias, Ernst Stavro Blofeld (Christoph Waltz), sino también en la reedición del concepto de la “base secreta”. A todo eso se suman la presencia de detalles muy concretos: el famoso gato persa blanco de Blofeld, presente en la etapa Connery de la franquicia; o el hecho de que Blofeld luzca, en las escenas finales, una cicatriz en la cara idéntica a la que tenía el primer actor que prestó su rostro a Blofeld, Donald Pleasence, en Solo se vive dos veces (You Only Live Twice, 1966, Lewis Gilbert).


Ello ha venido acompañado de una suavización de la violencia, muy presente en 007: Casino Royale y 007: Quantum of Solace—las dos entregas más violentas de la serie, superando con creces el relativo hito establecido en la interesante 007: Licencia para matar (License to Kill, 1989, John Glen)—, y ya algo rebajada, en comparación con aquéllas, en Skyfall: el momento más cruento en SPECTRE es aquél en el que el fornido secuaz de Blofeld, Mr. Hinx (Dave Bautista) —otra convención de la serie: el sicario fortachón—, ciega a un miembro de la organización hundiéndole los pulgares en ambos ojos, y que Mendes resuelve por la vía de la sugerencia. Pero a pesar o con independencia de su dosificación de la violencia, lo cual no es ni bueno ni malo en sí mismo considerado (eso dependerá de hasta qué punto uno esté de acuerdo o no con esa tontería de que una película es más adulta cuando es más violenta y viceversa), lo más interesante de SPECTRE reside en esa fusión entre lo viejo y lo nuevo de la franquicia bondiana.


Su arranque supone —como ya lo era la de Skyfall— un guiño a la tradición: una primera gran secuencia de acción, en este caso con Bond llevando a cabo “una misión” en México D.F., coincidiendo (otra convención de la serie) con una vistosa festividad local destinada a darle vistosidad. Ahora bien, el hecho de que la fiesta no sea sino el Día de los Muertos, unido a la primera aparición de 007 disfrazado con una máscara en forma de calavera y un traje con un esqueleto pintado en el traje, contribuye a imprimirle un tono sombrío a la secuencia. En una idea que hace pensar vagamente en el Douglas Sirk de Ángeles sin brillo (The Tarnished Angels, 1957), Bond no solo es portador de muerte, sino la Muerte misma; y más teniendo en cuenta que, a renglón seguido, el protagonista se desprende de su disfraz y, fusil en mano, se aventura por los tejados y se coloca en una posición estratégica para asesinar a sangre fría a alguien situado justo en el edificio de enfrente.


Esto último encaja a priori con la “línea dura” imprimida al personaje en la etapa Craig, pero no lo que le sigue a continuación: la explosión de ese edificio contiguo, la caída de parte de su fachada que a punto está de aplastar a Bond, y la persecución que lleva a cabo 007 de un sospechoso, Marco Sciarra (Alessandro Cremona), que culmina en una espectacular pelea a bordo de un helicóptero en vuelo, que corrige y supera la vista en la secuencia-prólogo de Solo para sus ojos (For Your Eyes Only, 1981, John Glen), acaso no por casualidad la despedida oficial del personaje de Blofeld de la franquicia, dejando ahora aparte su reaparición no-oficial en Nunca digas nunca jamás (Never Say Never Again, 1983, Irvin Kershner).


Como ya ocurría en las anteriores entregas de la etapa Craig (empleando aquí el tópico en virtud del cual la franquicia del agente 007 se ha dividido en tantas “etapas” como actores se han hecho cargo del personaje), SPECTREhace gala de una referencialidad que era una de las principales razones de ser de la anterior entrega, Skyfall, como ya expliqué en su momento, el primer Bond posmoderno de la historia (de nuevo nota 4). Cierto: la secuencia de la persecución en la nieve —Bond persigue a Mr. Hinx y sus secuaces, quienes acaban de secuestrar a Madeleine Swann (Léa Seydoux), empleando una avioneta— y la pelea en el tren —donde Bond y Mr. Hinx se enfrentan cuerpo a cuerpo— guardan ecos de otras similares escenas de acción de la franquicia, las persecuciones en la nieve de 007 al servicio secreto de Su Majestad (On Her Majesty’s Secret Service, 1969, Peter Hunt) o de la mencionada Solo para sus ojos, y la pelea en el tren de Desde Rusia con amor (From Russia With Love, 1963, Terence Young) y la de La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, 1977, Lewis Gilbert). Por descontado, ello puede verse como una mera concesión a los fans, guiños cómplices destinados a proporcionar placer a los connaisseurs de la franquicia bondiana. Pero, como en Skyfall, SPECTRE plantea, a partir de ese posible conocimiento previo de la saga 007 por parte del espectador, una hábil digresión sobre el personaje, por más que muy diferente a la expuesta en Skyfall. Si en esta era la psicología de Bond la que estaba en tela de juicio, en SPECTREla reflexión alcanza a la franquicia entera, sobre la cual se arroja una mirada entre crítica y nostálgica, entre incisiva y respetuosa, como si se preguntara cuál es el lugar y sobre todo el sentido, en el contexto del cine actual, de una saga fílmica con más de cincuenta años de existencia.


La figura de Bond, y su entorno entero, son puestos en cuestionamiento en diversos momentos del relato. De regreso de México D.F., su superior, Gareth Mallory, el nuevo M (Ralph Fiennes), le reprocha que haya actuado por su cuenta. Para asegurarse de que no hará nada a espaldas del control del MI-5, M ordena a Q (Ben Whishaw) que le inyecte a Bond un compuesto en su sangre que permitirá tenerle localizado las 24 horas del día en cualquier lugar del mundo. Por otro lado, un burócrata llamado Max Denbigh, alias C (Andrew Scott), anuncia a M que está a punto de conseguir que el gobierno británico apruebe un nuevo sistema de seguimiento informático cuya activación supondrá de facto la desaparición del MI-5, pues hará en teoría innecesarios a los agentes secretos como Bond. Ni que decir tiene que todo esto supondrá un estímulo para 007, quien está dispuesto a seguir la pista que ha descubierto en México D.F. contando para ello con la ayuda de sus mejores amigos en el MI-5: Q, quien sutilmente le “sugiere” que el compuesto localizador que le ha inyectado no estará activado durante un cierto período de tiempo (durante el cual, por tanto, podrá actuar y moverse sin que nadie sepa ni dónde está ni qué hace); y Eve Moneypenny (Naomie Harris), la secretaria de M, que también le encubre.


Hay al respecto varias escenas significativas: la primera, aquélla en la que Moneypenny visita a Bond en su apartamento, y ante la escasez de mobiliario del mismo le pregunta si es que acaba de mudarse, a lo cual 007 responde diciendo que no, claro indicio de la austeridad de su modo de vida cuando se encuentra en Londres entre misión y misión. Más tarde, es Bond quien telefonea a Moneypenny para que le proporcione una información, y cuando se da cuenta de que no está sola (se intuye la presencia de un hombre en su cama), se lo comenta, divertido, a lo que ella replica: “Se llama vida. Deberías probarlo”.


A ello hay que unir el hecho de que Bond tenga una tensa entrevista con un viejo conocido/ enemigo suyo, Mr. White (Jesper Christensen), presente en 007: Casino Royale y 007: Quantum of Solace, y que al término de la misma este utilice la pistola de 007 para suicidarse, poniendo fin al sufrimiento que le está produciendo una enfermedad terminal. Más adelante, Bond se persona ante la hija de Mr. White, Madeleine, diciéndole que su profesión es aquello que, en el fondo, el personaje siempre ha sido: un “asesino”. Por si fuera poco, acabaremos descubriendo que Blofeld no es sino una especie de “hermano” de 007: cuando, siendo niño, perdió a sus padres en su casa de Escocia (recuérdese Skyfall), Bond fue adoptado por una familia: el cabeza de la misma no era sino el padre de Blofeld. Bond y Blofeld terminan revelándose las dos caras de una misma moneda, diferenciándose únicamente por el hecho de “trabajar” (si es que a lo que hacen se le puede llamar trabajo) en lados separados de la legalidad.


A pesar de su regreso a la tradición bondiana, SPECTRE lleva a cabo una curiosa reformulación de la misma. La influencia de los tres anteriores films de la etapa Craig pesa de tal modo que esa recuperación de los viejos trucos de la saga 007 está impregnada de una atmósfera sombría. Está, por ejemplo, la sempiterna love story fugaz de Bond con una mujer relacionada con su investigación, en este caso Lucia Sciarra (Monica Bellucci), viuda del hombre al que mató en México D.F. Mendes, realizador con una tendencia al esteticismo que a veces le funciona —cf. Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002), la misma Skyfall— y a veces no —Revolutionary Road (ídem, 2008) (5)—, reviste todo el episodio centrado en Bond y Lucia de un embeleso estético similar al empleado en Skyfall para retratar la relación de 007 con Sévérine (Bérénice Lim Marlohe). De hecho, como ya comenté en su momento respecto a la anterior película bondiana de Mendes, “esa mirada hacia el pretérito se percibe también en la caracterización de la “chica Bond” Sévérine, la no menos clásica “chica Bond mala” que se redime ayudando al agente 007 en su misión (peaje sexual incluido) y que pierde la vida por ello: la actriz Bérénice Lim Marlohe ofrece una imagen tan sexy y “glamourosa” del personaje que la hace irreal y distante, como si el personaje no perteneciera a esta película; y, en cierto sentido, no pertenece: Sévérine responde a un arquetipo cinematográfico de mujer que ya forma parte del pasado, una “chica Bond” de otra época, de otro universo fílmico, que es aquel del cual “Skyfall” se va desprendiendo hasta llegar a su, insisto, sorprendente conclusión; de ahí, sin ir más lejos, el obvio contraste de Sévérine con la agente Eve, activa “chica Bond” de raza negra —aunque tampoco sea la primera: recordemos a la agente Jinx (Halle Berry) de “Muere otro día” [Die Another Day, 2002, Lee Tamahori]— que se mide cara a cara con el agente 007. Llama asimismo la atención que aquí la consabida escena sexual de Bond con la “chica mala redimida” es más formularia que nunca: la misma se produce porque hay una tradición detrás que la respalda y reclama su existencia únicamente a efectos de identificación popular, o expresado vulgarmente, “porque toca”” (véase de nuevo la nota 4).


Otro tanto ocurre con el dibujo de la relación entre Bond y Lucia en SPECTRE: la primera vez que Bond y Lucia se ven en el cementerio, durante el funeral del esposo de esta última, Mendes imprime una peculiar estilización, jugando con la composición de los encuadres y los colores pálidos del decorado, que contrastan con los oscuros ropajes de los personajes presentes. La estilización prosigue en la secuencia nocturna que se desarrolla en la casa de los Sciarra en Roma, donde se produce un intento de asesinato de la mujer a manos de los pistoleros de SPECTRA que es frustrado por la oportuna intervención de Bond. Momento que, por cierto, está resuelto con ingenio: una serie de travellings en retroceso nos muestran a Lucia recorriendo las estancias de su enorme vivienda romana; la mujer sale al jardín, precedida por la cámara, y la imagen se va abriendo hasta que percibimos a sus espaldas, en segundo término del encuadre y desenfocados, a dos hombres, preparando sus pistolas y dispuestos a abrir fuego contra Lucia; la mujer es consciente de su presencia, pero se resigna a su destino, convencida de que no tiene escapatoria alguna, y permanece inmóvil, esperando la muerte; de repente, suenan en off dos disparos de un arma con silenciador, y ambos sicarios se desploman; sin cortar el plano, Bond aparece detrás de Lucia, también desenfocado, y avanza hasta colocarse en primer término del cuadro, junto a la mujer. A renglón seguido, y tan conseguir la información que anda buscando, Bond besa a Lucia, en una escena que se desarrolla ante un espejo que subraya, si cabe, el por así llamarlo “artificio bondiano” de la misma.


La secuencia nocturna en Roma culmina con un fragmento de belleza sombría: el momento en que Bond, siguiendo las indicaciones de Lucia, se infiltra en el seno mismo de una reunión secreta de SPECTRA, donde por primera vez intuimos, entre sombras, la presencia de Blofeld, el jefe de la organización. De nuevo un tópico de la franquicia (la intromisión de 007 en la “base secreta”, o en una de ellas, del villano) presenta un aire renovado tras pasarlo por otro cedazo estético: lejos de la iconografía pop cercana a la ciencia ficción de las viejas Bond movies de Connery y Roger Moore, producto de otra época y otra mentalidad no solo a nivel cinematográfico, la cumbre de SPECTRA está visualizada en una casi completa oscuridad y mostrada como una reunión de hombres y mujeres de negocios que hablan de sus crímenes, y de las lucrativas ganancias que les reportan, como si fueran una versión corregida y aumentada de la Mafia. Incluso el director de fotografía Hoyte Van Hoytema parece evocar, en parte, al Gordon Willis de las tres partes de El Padrino en su combinación de tonos negros y dorados.


Una secuencia inmediatamente posterior a la que acabamos de describir, la persecución automovilística por las calles de Roma en la cual Bond es perseguido por Mr. Hinx, hace gala de un soterrado sentido del humor a la hora de presentar otras convenciones del universo 007: Bond ha “tomado prestado” un nuevo modelo de coche diseñado por Q y, en teoría, dotado de sofisticados sistemas de defensa; pero, a la hora de la verdad, todos y cada uno de los ingenios van fracasando porque el vehículo todavía no ha culminado su puesta a punto, salvo dos: el chorro de fuego que permitirá a 007 despistar a Mr. Hinx, mientras sale propulsado del coche, haciendo referencia, en este caso, a un celebrado gadget de James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, 1964, Guy Hamilton).


También resulta llamativo, además de otra variante de las convenciones del universo fílmico del agente 007, que uno de los momentos culminantes, la consabida destrucción de la “base secreta” de SPECTRA a manos de Bond, esté resuelta con una sorprendente sobriedad cinematográfica, dentro de su aparatosidad. El protagonista y Madeleine logran huir del refugio erigido por Blofeld en el desierto de Marruecos; se produce un intercambio de disparos entre Bond y los esbirros de SPECTRA, hasta que una de las balas de 007 impacta en un conducto de gas, provocando una gigantesca explosión que arrasa la base entera; la sorpresa no reside en el gesto en sí (es una convención), sino en la manera como Mendes la resuelve, mostrando la explosión en un sostenido plano general fijo, y sin ceder a la tentación de insertar planos más cerrados destinados a alargar la espectacularidad de la escena; una solución de puesta en escena tampoco novedosa —pudimos verla no hace muchos años en el clímax de la menospreciada Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008, Steven Spielberg)—, pero que elude, en este caso, los procedimientos narrativos típicos del cine de acción.


Pero, por encima de estas y otras consideraciones sobre la naturaleza auto-reflexiva de una Bond movie que no solo es consciente de su carácter convencional, sino que además sabe jugar hábil e irónicamente con sus “reglas de juego”, se nota que Mendes se ha tomado SPECTREcon tantas o más ganas que Skyfall. La puesta en escena está pletórica de morceaux de bravoure, como sin ir más lejos el estupendo plano-secuencia con que se abre la excelente secuencia inicial en México D.F. Incluso las clásicas escenas de acción inevitables en la franquicia, caso de la mencionada huida automovilística en Roma, o la aparatosa (y muy rogermooriana, si se me permite el “palabro”) persecución de los coches donde viajan una secuestrada Madeleine, Mr. Hinx y sus esbirros por parte de un Bond a los mandos de un avión, hacen gala de una limpieza narrativa agradable de ver, lejos, por fortuna, de los excesos à la Bournede la mediocre 007: Quantum of Solace. La asimismo citada pelea de Bond y Mr. Hinx en el tren está planificada con competencia, y tiene una conclusión que sabe fusionar muy bien la ironía de la vieja tradición bondiana y el trasfondo psicológico explorado en la etapa Craig: tras haberse deshecho de Mr. Hinx, Bond y Madeleine se abrazan y besan apasionadamente, haciendo por primera vez el amor. También resulta atractiva la visualización de la secuencia que implica a Bond, Madeleine y Blofeld en la sala de tortura de este último, decorada con paredes, suelo y techo blancos e iluminada con viveza, contrastando con la oscuridad de la presentación de la sede romana de SPECTRA.


Como ya ocurría en Skyfall, SPECTRE depara lo mejor de su andadura para su tercio final, corrigiendo y aumentando el planteamiento de la primera. Me refiero al clímax en el viejo edificio del MI-5, todavía destrozado por el atentado con bomba que sufrió en Skyfall—no era la primera vez que eso ocurría en la franquicia: recuérdese El mundo nunca es suficiente (The World Is Not Enough, 1999, Michael Apted)—, y en el cual se produce una situación harto atractiva: Blofeld ha preparado todo el edificio para que se convierta en una trampa mortal para 007 mientras intenta rescatar a Madeleine; Bond recorre el edificio abandonado y lleno de explosivos, siguiendo el rastro de unos hilos de color rojo expresamente colocados por Blofeld a modo de telaraña, los cuales le conducen hasta el lugar donde está Madeleine atada y amordazada; además, Blofeld ha “decorado” el camino hacia Madeleine con fotos de los viejos enemigos del agente secreto —Le Chiffre (Mads Mikkelsen), en 007: Casino Royale; Dominic Greene (Mathieu Amalric), en 007: Quantum of Solace; Silva (Javier Bardem), en Skyfall—, así como con una del gran amor frustrado de su vida —la citada Vesper Lynd, equivalente, salvando las distancias, a la Tracy (Diana Rigg) de la asimismo mencionada 007 al servicio secreto de Su Majestad—, en una secuencia de tono “pesadillesco” que supone la culminación de la “serialización” de la etapa Craig, la cual se cierra aquí, simbólicamente, con una imagen tan contundente como, en el fondo, acaso necesaria: la completa destrucción del edificio del MI-5, y con él, de una manera de entender no ya al personaje de Ian Fleming como el cine de agentes secretos.


Además de auto-reflexiva y con un punto melancólico —como la canción de los títulos de crédito interpretada por Sam Smith, Writing’s On the Wall: la mejor desde la ignorada The World Is Not Enough, interpretada por Garbage, para la también citada El mundo nunca es suficiente, muy superiores ambas a la sobrevalorada canción homónima de Skyfall—, SPECTRE tiene tanta fuerza en sus mejores momentos, que se hace perdonar algunas torpezas de guión, como la nada disimulada manera como Mr. Hinx y sus hombres secuestran a Madeleine ante la mirada de un siempre vigilante Bond (¡cómo van a pasar desapercibidos en un edificio, la empresa donde trabaja Madeleine, cuyas paredes son en su mayoría de transparente cristal!); o que, después de la destrucción del edificio del MI-5, Bond todavía tenga tiempo para disparar desde una lancha contra el helicóptero en el cual Blofeld intenta darse a la fuga, derribándolo in extremis y por los pelos… El epílogo, con Bond marchando con Madeleine a bordo del viejo Aston Martin, convertido en icono de la franquicia desde su primera aparición en James Bond contra Goldfinger, tiene a la vez mucho de nostálgico como algo de reivindicativo: el signo distintivo de una franquicia que, tras más de medio siglo de existencia, intenta renovarse sin perder de vista las esencias de su propia tradición.       

“LA AMENAZA FANTASMA”, de GEORGE LUCAS, para ALETEIA

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Ayer mismo se publicó en la web de Aleteia un comentario mío dedicado a Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma (Star Wars: Episode I – The Phantom Menace, 1999), de George Lucas, dentro de una especie de dossier que esta misma página dedica, cómo no, a la saga galáctica de Lucas en su sección Arte y Espectáculos. Qué mejor momento para hablar de ello que hoy, que se estrena en cines Star Wars: El despertar de la Fuerza(Star Wars: The Force Awakens, 2015), de J.J. Abrams. Cuando no puedas con ellos, únete a ellos; y el que no quiera caldo, dos tazas…


“La amenaza fantasma”: O cómo un niño generoso acabaría siendo Darth Vader:



Encontraréis otras entradas dedicadas a la saga galáctica en el siguiente enlace:

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de ENERO 2016, a la venta

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Todavía no ha acabado 2015, y ya es año nuevo para Imágenes de Actualidad, cuyo núm. 364, correspondiente al mes de enero, exhibe en su portada un avance del esperado Capitán América: Civil War (Captain America: Civil War, 2016), de Anthony y Joe Russo, dentro de la sección Primeras Fotos, la cual se completa con los avances de X-Men Apocalipsis (X-Men: Apocalypse, 2016), de Bryan Singer, La serie Divergente: Leal (The Divergent Series: Allegiant, 2016), de Robert Schwentke, y Ninja Turtles: Fuera de sombras (Teenage Mutant Ninja Turtles: Out of Shadows, 2016), de David Green.  


Otro esperadísimo film destacado en portada es Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015), cuyo reportaje se complementa con una entrevista con su famoso realizador, Quentin Tarantino. El resto de películas destacadas en este número son: Steve Jobs (ídem, 2015), de Danny Boyle, complementado a su vez con un artículo sobre otras aproximaciones a su figura, El genio de la manzana; Spotlight(ídem, 2015), de Thomas McCarthy, que se complementa con una entrevista con uno de sus protagonistas, Mark Ruffalo; Pesadillas(Goosebumps, 2015), de Rob Letterman; Jem y los Hologramas (Jem and the Holograms, 2015), de John M. Chu; La chica danesa (The Danish Girl, 2015), de Tom Hooper, complementado a su vez con un retrato de su protagonista femenina, Alicia Vikander; Maggie (ídem, 2015), de Henry Hobson; El hijo de Saúl (Saul fia, 2015), de László Nemes; Padres por desigual (Daddy’s Home, 2015), de Sean Anders; The End of the Tour(ídem, 2015), de James Ponsoldt; Midiendo el mundo (Die vermessung der welt, 2012), de Detlev Buck; La gran apuesta (The Big Short, 2015), de Adam McKay; El gran día (Le grand jour, 2015), de Pascal Blisson; y Joy (ídem, 2015), de David O. Russell.


La revista se completa con las siguientes secciones: Series TV, con reportajes sobre la emisión en Netflix del film The Ridiculous 6 (ídem, 2015), de Frank Coraci, y sobre las series The Frankenstein Chronicles y Las crónicas de Shannara; Stars; Ranking; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


El Cult Movie de este mes está dedicado a un famoso film que en 2015 ha conmemorado (sin que prácticamente nadie se haya hecho eco) el 30º aniversario de su estreno: Manhattan Sur (Year of the Dragon, 1985), de Michael Cimino: “es la mejor película de Michael Cimino, junto con “El cazador” y “La Puerta del Cielo”. Treinta años después de su realización, y una vez superada esa controversia que acompañó a su estreno, según la cual la película era fascista-y-racista porque también lo era su protagonista (la teoría, felizmente superada, de que el protagonista era «la voz» del film), “Manhattan Sur” se revela uno de los films policíacos más brillantes del cine norteamericano de los ochenta”.


Mi contribución a este número se completa con tres críticas: la de una película a mi entender muy mediocre cuyo desmesurado prestigio, con franqueza, se me escapa: The Assassin (Nie yinniang, 2015), de Hou Hsiao-hsien…,


…la en cambio muy simpática Krampus: Maldita Navidad (Krampus, 2015), de Michael Dougherty…,


…y la olvidable Los juegos del hambre: Sinsajo – Parte 2 (The Hunger Games: Mockingjay – Part 2, 2015), de Francis Lawrence.



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Viejos héroes, miradas renovadas: “STAR WARS: EL DESPERTAR DE LA FUERZA, de J.J. ABRAMS

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Por más que en ningún momento se especifica cronología alguna, la acción de Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015) se sitúa muchos años después de la tercera película y episodio sexto de la saga galáctica creada por George Lucas, El retorno del Jedi (Return of the Jedi, 1983, Richard Marquand). En los habituales títulos iniciales de la saga que se van alejando del espectador hasta perderse en la negrura del espacio sideral, y que nos ponen en antecedentes sobre las premisas que sustentan este episodio séptimo, tampoco se dan mayores datos al respecto: la misteriosa desaparición del ahora Maestro Jedi Luke Skywalker (Mark Hamill) y la búsqueda de su paradero, el surgimiento de una variante del antiguo Imperio Galáctico rebautizada como la Primera Orden, y la organización de una Resistencia contra la misma que lidera la ahora general Leia Organa (Carrie Fisher).


Es evidente que la razón de ser de una franquicia como la de Lucas, ahora propiedad de Disney, reside en la nostalgia que existe (o que se ha prefabricado) hacia lo que se conoce como la trilogía original, esto es, los tres primeros films que se estrenaron en su momento: La guerra de las galaxias(Star Wars, 1977, Lucas), El Imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980, Irvin Kershner) y la mencionada El retorno del Jedi. El realizador J.J. Abrams, también coguionista junto a uno de los veteranos de esa trilogía original, el asimismo director Lawrence Kasdan (que participó en los libretos de El Imperio contraataca y El retorno del Jedi), y Michael Arndt, es consciente de que esa nostalgia es uno de los principales motores de El despertar de la Fuerza, y se entrega a ello con reverencia. De ahí que no cueste ver que El despertar de la Fuerza retoma la estructura narrativa de La guerra de las galaxias original: el plano de apertura es una variante del que abría el film de Lucas —el famoso encuadre que mostraba a un crucero imperial persiguiendo la pequeña nave de la princesa Leia, entrando en cuadro por la parte superior de la imagen hasta casi ocuparla por completo—, solo que aquí el crucero lo que hace es cubrir de negro la brillante superficie plateada de un planeta; el villano Kylo Ren (Adam Driver) es, a su vez, otra variación del popularísimo Darth Vader, del mismo modo que el Líder Supremo Snoke (Andy Serkis) y el general Hux (Domhnall Gleeson) son otro tanto del Emperador y Grand Moff Tarkin, respectivamente; la misión de Kylo Ren es muy parecida a la de Vader: recuperar unos planos (en este caso los que indican el paradero de Luke Skywalker); el primer tercio transcurre en un planeta desértico, Jakku, idéntico al Tatooine del primer film; hasta los envejecidos Han Solo (Harrison Ford) y su inseparable wookie Chewbacca (Peter Mayhew) han vuelto a su antiguo oficio, el contrabando; el cubil de Maz Kanata (Lupita Nyong’o) está lleno de variopintos alienígenas de todas las razas, tamaños y colores, exótica orquesta incluida, como la cantina de Mos Eisley en la película original; también hay en El despertar de la Fuerzala muerte, a manos del villano del relato, de uno de los principales personajes, equivalente en importancia a la de Obi-Wan Kenobi en La guerra de las galaxias; y, para no alargarnos, parte del clímax de la función consiste en el ataque de los cazas con alas en forma de X de la Resistencia contra los cazas en forma de H que defienden la nueva estación espacial gigante de la Primera Orden, la base Starkiller, cortada por el patrón de la Estrella de la Muerte (¡otra vez!: recordemos que la Estrella de marras ya reapareció en El retorno del Jedi).


Además de esa reiteración o, si se prefiere, variación estructural (¿es ya La guerra de las galaxias una obra de repertorio?), también reaparecen los androides C-3PO (Anthony Daniels) y R2-D2 (Kenny Baker). Asimismo, el relato está salpicado de pequeños guiños: por ejemplo, a bordo del célebre carguero de Han Solo, el Halcón Milenario, Finn (John Boyega) se encuentra casualmente con la bola que disparaba pequeños rayos con la que el joven Luke practicaba con su sable láser en La guerra de las galaxias; poco después, Finn activa accidentalmente el ajedrez tridimensional con el que Chewie y R2 jugaban una partida … Y, por descontado, el veterano John Williams ofrece una nueva partitura que, no obstante, recupera tanto el tema principal de La guerra de las galaxias, presente en la cabecera de todas las entregas de la saga, y retoma puntualmente las notas de otros temas no menos célebres, como la “Marcha Imperial” o el “tema de amor” de El Imperio contraataca. Puede parecer que toda la razón de ser de El despertar de la Fuerza reside en esa nostalgia destinada a dar placer al fandom y, de paso, irritar a quienes no entran en el juego (ni tienen por qué). Afortunadamente, a pesar de que la película de Abrams cumple con creces con esa “obligación” de complacer a los fans, su interés no se limita a eso: hay otras muchas cosas en ella.


Lo mejor de El despertar de la Fuerza reside en la habilidad con la que Abrams, por sí mismo o en estrecha colaboración con Lucas, Kasdan, la productora Kathleen Kennedy y otros creadores/ responsables de la trilogía original, ha conseguido extraer algunas notables ideas aun partiendo de esa estructura tan férrea y preestablecida. Me parece muy bella, por ejemplo, la presentación de Rey (una estupenda Daisy Ridley), y en particular, de qué modo a través de este personaje se construye una bonita reflexión sobre la saga. La primera vez que la vemos es recorriendo el interior de un gigantesco recinto, buscando piezas de chatarra reciclables que luego canjea por alimento; Abrams planifica la secuencia de ese saqueo combinando primeros planos y planos generales no demasiado abiertos, de manera que no percibamos dónde se encuentra exactamente la muchacha hasta que no sale al exterior del recinto: es entonces cuando inserta un gran plano general muy abierto, que nos permite descubrir que Rey estaba saqueando los restos de un crucero imperial estrellado en las arenas de Jakku. La sugerencia se repite más tarde: después de haber canjeado las piezas halladas por una miserable ración de comida, Rey regresa a su refugio; de nuevo, la planificación nos escamotea dónde se encuentra exactamente ese lugar, hasta que el inserto de un plano general lo suficientemente abierto nos descubre que la joven vive en los restos de una de esas naves imperiales “caminantes” que se hicieron célebres a raíz de la secuencia de la batalla de Hoth en El Imperio contraataca. A mayor ahondamiento, mientras come, sentada sobre la arena fuera de esa nave inutilizada, se coloca un viejo casco de piloto de las fuerzas rebeldes…


Dicho de otro modo: de la misma manera que Rey sobrevive a base de hurgar en la chatarra de los viejos restos del Imperio y de los Rebeldes, también El despertar de la Fuerza, y con ella todo el revival que Lucas y Disney han montado alrededor de la saga galáctica del primero, no es sino un intento de seguir removiendo/ exprimiendo “la chatarra” de la misma. Pero haciéndolo con autoconciencia. Yendo más lejos, nada más empezar el film, Abrams presenta a las tropas de asalto de la Primera Orden, cuyos uniformes son idénticos a los del antiguo Imperio Galáctico, en una serie de primeros planos de iluminación parpadeante, como si fueran sombras que son literalmente arrancadas del pasado(de la saga/ del cine) y de nuevo expuestas a la luz.


No es la única reflexión meta-cinematográfica que aflora a lo largo de El despertar de la Fuerza, confiriéndole personalidad propia y diferenciada dentro del conjunto de la saga. Está, por otro lado, la atractiva descripción del personaje de Kylo Ren, encarnado con convicción por Adam Driver. Si bien a simple vista resulta obvio que el personaje es esa variante de Vader antes mencionada (supervillano enmascarado con temibles poderes porque se ha pasado al Lado Oscuro de la Fuerza, etc., etc.), en la práctica la película consigue extraer intensidad de esta patente falta de originalidad, ahondando en la personalidad del personaje. Más que por el hecho de que sea hijo de Solo y Leia, y por tanto nieto de Vader, lo mejor consiste en que Kylo Ren arrastra un notable complejo de inferioridad porque, a pesar de sus esfuerzos y su duro entrenamiento, no ha conseguido aún alcanzar el dominio del Lado Oscuro de la Fuerza del que hizo gala su abuelo, cuyo viejo y destrozado casco conserva como un tesoro, y ante el cual se confiesa en voz alta, en una secuencia que tiene vagos ecos shakespearianos: Kylo Ren parece aquí un sosías de Hamlet reflexionando ante el absurdo de la existencia ante la calavera de Yorick. Por tanto, conscientes de su imposibilidad de conseguir otro villano a la altura de Vader sin caer en una copia burda y simple, lo que Abrams y sus colaboradores han hecho es caracterizar a Kylo Ren en base a esa frustración que le supone el no estar a la altura de su predecesor. Lo cierto es que, al contrario que Vader en la trilogía original, El despertar de la Fuerza nos descubre a Kylo Ren como un alumno aventajado en el Lado Oscuro que todavía no ha completado su entrenamiento; no hay más que ver su falta de entereza a la hora de afrontar las contrariedades: cuando se enfurece, pierde el control, desenvainando su sable láser y emprendiéndola contra las paredes, en una actitud inmadura en la que su abuelo jamás hubiese incurrido salvo, quizá, en su juventud. De este modo, Kylo Ren enlaza simbólicamente con el joven Vader, esto es, el Anakin Skywalker de los episodios segundo y tercero de la saga, El ataque de los clones (Star Wars: Episode II – Attack of the Clones, 2002, Lucas) y La venganza de los Sith(Star Wars: Episode III – Revenge of the Sith, 2005, Lucas).


De todo ello resulta una superproducción hollywoodiense que, cierto, paga el preceptivo peaje de las “necesarias” dosis de espectacularidad que deben ir incluidas en este tipo de films: el ataque de los soldados de la Primera Orden al campamento en Jakku donde el piloto de la Resistencia Poe Dameron (Oscar Isaac) recibe la información sobre el paradero de Luke de manos de Lor San Tekka (Max Von Sydow, magnífico como siempre, dando lustre al reparto); la huida de Finn y Poe del crucero imperial; la persecución, primero en tierra y luego aérea, que sufren Rey y Finn por parte de las tropas de asalto de la Primera Orden; la situación de “suspense” (más bien gratuita) que se produce a bordo de la nave de Solo y Chewie, con la irrupción de dos bandas que andan exigiéndole al veterano contrabandista el pago de sus deudas, y que culmina con la liberación de los tres voraces monstruos que Solo lleva a bordo como carga; la batalla en el planeta donde vive la mencionada Maz Kanata; o el asimismo citado final en la estación espacial Starkiller. Secuencias de acción bien resueltas por Abrams y su segunda unidad, pero que tampoco son lo más destacable de una función que, contra todo pronóstico, encuentra sus mejores momentos en la descripción de personajes y el dibujo de las relaciones que se producen entre ellos.


Así, lo más interesante de la secuencia del ataque a la aldea donde se citan Poe y Lor San Tekka al principio de la película reside en la habilidad con que Abrams trenza los mimbres de la trama y establece lazos entre los personajes en virtud de determinadas sugerencias de la planificación. Por ejemplo, la manera como describe inicialmente a Finn, quien es presentado como un miembro más de las tropas de asalto de la Primera Orden pero que, a diferencia de sus compañeros, se resiste a cumplir órdenes que impliquen el asesinato de inocentes desarmados y a sangre fría, lo cual acabará conduciéndole a su decisión de desertar. Abrams le distingue mediante un detalle: uno de los compañeros de Finn cae muerto de un disparo de láser, y antes de morir, mancha con su mano ensangrentada el casco de Finn; a partir de ese instante, esa mancha de sangre permitirá diferenciarle de todos los demás soldados idénticos que le rodean: de este modo, veremos cómo se niega a obedecer la orden de Kylo Ren de asesinar a todos los aldeanos (es el único de los soldados que no lo hace); y veremos, también, cómo cruza premonitoriamente su mirada con Kylo Ren, en un plano general abierto que los pone en relación.


Más adelante, de regreso al crucero de la Primera Orden, Finn, a quien seguimos distinguiendo gracias a esa mancha de sangre, se quita el caso; descubrimos entonces por primera vez su rostro, sudoroso y desencajado por el miedo y la repugnancia; a sus espaldas aparece uno de sus superiores, la capitana Phasma (Gwendoline Christie), quien le ordena volver a ponerse el casco; Abrams corta el plano justo en el momento en que Finn vuelve a cubrir su rostro, y a continuación inserta un primer plano de Rey, con el suyo cubierto por un casco, unas telas y unos anteojos, estableciendo de este modo una relación, por equivalencia visual, entre ambos. Ese primer plano de Rey es el que abre la citada secuencia de su saqueo de chatarra de los restos del crucero imperial, y más adelante descubriremos el sexo del personaje cuando descubre su rostro ante la cámara.


Llama la atención que la evolución de los personajes más jóvenes del relato, Rey, Finn y Kylo Ren, pase por sendos procesos de madurez. En este sentido, no cuesta ver en Rey a uno de esos personajes femeninos tan del gusto del Abrams televisivo, la protagonista de la serie Alias (ídem, 2001-2006), Sydney Bristow (Jennifer Garner), o la Kate Austen (Evangeline Lilly) de Perdidos (Lost, 2004-2010); las tres son mujeres marcadas por hechos de su pasado, que esconden una gran sensibilidad bajo una capa de dureza autoimpuesta por las duras circunstancias personales que han atravesado. En el caso de Rey, el trauma que arrastra por haber sido abandonada siendo una niña en Jakku, y su ingenua ilusión de que tarde o temprano los suyos volverán para recogerla: ¿acaso no son todas las heroínas de Abrams mujeres abandonadas a su suerte? Pero, al igual que Sydney y Kate, Rey planta cara a su destino, y Abrams insiste en describírnosla con agilidad y dinamismo. Por ejemplo, la primera vez que la vemos cargar en su “moto voladora” la chatarra que ha encontrado, el realizador inserta una serie de planos cortos para detallarnos cómo traslada con energía y decisión los cachivaches que ha hallado. También es ella la encargada de rescatar en el desierto a BB-8, el pequeño androide rodante que —por descontado, como el R2 de La guerra de las galaxias— atesora en su memoria los valiosos planos de localización del paradero de Luke ansiados por la Primera Orden; además, planta cara a los sicarios enviados por el tipo al que le vende la chatarra cuando intentan quitarle el androide; luego se abalanza hecha una furia sobre Finn, convencida en un primer momento de que es un enemigo; también es la que toma la decisión de huir del ataque de la Primera Orden a bordo del Halcón Milenario, y que ella misma pilota (lo cual da pie, cierto es, a incluir el guiño/ chiste de esa vieja línea de diálogo de La guerra de las galaxias que describía a la vieja nave de Solo como “un montón de chatarra”). No obstante, hay momentos en que ese dinamismo resulta excesivamente precipitado: es el caso de la secuencia onírica en la cual, al tocar el sable láser de Luke Skywalker, Rey tiene una serie de rápidas y fugaces visiones del pasado y el futuro. La misma tiene lugar en la residencia de Maz Kanata inmediatamente después de que Finn le haya expresado a Rey su decisión de abandonar la lucha contra la Primera Orden, y se pasa de una situación a otra de una forma excesivamente rápida y forzada, lo cual se erige en lo peor de la función.


Los momentos más atractivos de El despertar de la Fuerza giran alrededor de Rey y Kylo Ren, del cual ya hemos hablado. Ambos son mucho mejores que todo lo que concierne, por ejemplo, a Finn, cuyo interés no va más allá del hecho de tratarse de un antihéroe y un desertor que, violando la “programación” bajo la cual ha sido adiestrado, se niega a seguir luchando al lado de la Primera Orden, aunque al principio tampoco quiera saber nada ni de aquélla ni de la Resistencia (como Han Solo en la película seminal), involucrándose solo por su anhelo de rescatar a Rey, de la que está secretamente enamorado. O lo que respecta al personaje de Poe Dameron, presentado como el-mejor-piloto-de-la-galaxia, pero del que no sabemos gran cosa, salvo su firme oposición a la Primera Orden y el hecho estar dibujado mediante disolventes toques de humor: la primera vez que se encuentra cara a cara a Kylo Ren se muestra burlón con él, preguntándole quién de los dos va a hablar primero, o diciéndole que le cuesta entender lo que le está preguntando a través de esa máscara tan gruesa (sic).


En su tercio final, El despertar de la Fuerza depara esa intensidad siempre buscada, pero no siempre encontrada. Tiene fuerza (valga la redundancia…) el momento en que Kylo Ren interroga a una cautiva Rey, atada con argollas metálicas a una silla de tortura tal y como le ha ocurrido a Poe en el primer tercio del relato: la secuencia vale por la excelente interpretación de Daisy Ridley y Adam Driver, por su relevancia dramática (queda claro que hay en Rey la suficiente “Fuerza” como para resistir el poderoso sondeo mental de Kylo Ren), y por ese momento en que el villano descubre, por fin, su rostro tras la máscara, mostrándonos no a alguien deformado como su abuelo, sino a un joven maldito de apariencia romántica a lo Lord Byron.


Está, por descontado, uno de los momentos cruciales de la función, de esos que no-se-pueden-explicar a quien todavía no haya visto el film (quedan advertidos): la muerte de Han Solo a manos de Kylo Ren, bien sostenido sobre la labor de sus intérpretes, Driver y un excelente Harrison Ford, y que culmina con un detalle conmovedor: antes de precipitarse al vacío, Solo acaricia la mejilla de su hijo.


Y el duelo final a sable láser de Kylo Ren contra, primero, un esforzado pero insuficiente Finn, y luego contra Rey, bien rodado y bellamente realzado por el escenario en el que transcurre: un sombrío bosque nocturno y nevado del cual se saca un óptimo partido estético.


El despertar de la Fuerza concluye, acaso también “inevitablemente”, con el definitivo paso de testigo entre la trilogía original y la nueva etapa de la saga ahora iniciada; y lo hace con una solemne secuencia sin diálogos donde se produce el punto de encuentro definitivo entre lo viejo y lo nuevo: el que tiene lugar entre Rey y un envejecido Luke Skywalker que, coherente con el planteamiento general de la película, se desarrolla en un escenario repleto de connotaciones míticas, o si se prefiere, mitológicas: una isla repleta de ruinas donde el viejo Maestro Jedi recupera su espada láser de manos de la que promete ser su alumna más aventajada. Luke Skywalker es a estas alturas un “ser mitológico” creado por el cine y alimentado por la cultura popular, y ese ofrecimiento del sable láser por parte de Rey, un gesto de pleitesía de las nuevas generaciones donde reaparecen, de nuevo, ecos de parte de las viejas raíces originarias de la saga galáctica de Lucas, esto es, el mito artúrico y la Tierra Media de Tolkien. 


Hombre firme: “EL PUENTE DE LOS ESPÍAS”, de STEVEN SPIELBERG

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No soy el primero en decirlo, lo hizo ya el colega Diego Salgado en su excelente crítica de esta película publicada en el núm. 460 de Dirigido por…(1): el plano inicial de El puente de los espías(Bridge of Spies, 2015) tiene mucho de simbólico resumen del estado actual de la carrera de su realizador, Steven Spielberg. Recordémoslo: Rudolf Abel, un magnífico Mark Rylance, está en su apartamento de Brooklyn llevando a cabo un autorretrato al óleo. No es ningún secreto a estas alturas que el autor de Encuentros en la tercera fase está construyendo una obra excepcional por lo que tiene de valiente y decidida apuesta por una manera de entender el cine, dirán, “clásica” e incluso “anticuada”, pero que a mi entender, y en la formulación que le proporciona su creador (y Spielberg, mal que pese, lo es), lo hace siempre con la mirada puesta en el viejo (que no caduco) estilo narrativo del así llamado Hollywood clásico, pero también lo hace siempre con un pie puesto en el actual estado de la técnica cinematográfica, en una mezcla de lo viejo y lo nuevo que le proporciona, digan lo que digan, una asombrosa modernidad.


En este sentido, que El puente de los espías empiece con uno de sus protagonistas pintándose un autorretrato no es solo una especie de sutil reivindicación de sí mismo por parte de un Spielberg que hace gala, aquí, de un dominio tal de los recursos de su arte que roza una casi repelente perfección. Es más que eso: es la constatación no ya de una forma de entender el cine, sino de una forma de entender el mundo, o mejor dicho, de mirar el mundo. De hecho, hay en el film otro momento que lo define, si cabe, con mayor precisión: en una de sus conversaciones en la cárcel, Rudolf Abel, acusado por el gobierno de los Estados Unidos de haber traicionado a su país espiando para la Unión Soviética (nos hallamos en 1957), le comenta al abogado que ha sido elegido para defenderle, James Donovan, un excelente Tom Hanks, que le recuerda a alguien de quien oyó hablar en el pasado; entonces, Abel le relata a Donovan una anécdota de su infancia, protagonizada por un amigo de su padre a quien los nazis no paraban de golpear una y otra vez, y a pesar de ello ese hombre volvía a ponerse en pie; según Abel, aquel era un “hombre firme”. Más allá del hecho, claro está, de que la anécdota relatada por Abel pueda hacer pensar en La lista de Schindler, el hecho de que, para Abel, Donovan sea un “hombre firme” no es tanto una bellísima manera de expresar la admiración y el respeto que el primero siente hacia el protagonista como, sobre todo, una muestra de la propia firmeza de Spielberg hacia su forma de entender, y hacer, el cine. Un cine que, por descontado, recrea con tecnología moderna el estilo narrativo formado en Hollywood en su así llamado período clásico, décadas de los 30, 40, 50 y bien entrados los 60 del pasado siglo, pero que al mismo tiempo es la más fehaciente demostración de la imposibilidad de volver a hacer ese “viejo cine” exactamente igual a como era el-cine-de-antes. El cine “viejo” de Spielberg es consciente de que lo es, pero al mismo tiempo resulta de lo más contemporáneo porque aplica técnicas actuales con vistas no a actualizar ese cine “viejo”, sino a perfeccionarlo, pero sin traicionar sus esencias originales. Spielberg va incluso más lejos que Quentin Tarantino, los hermanos Coen o Todd Haynes en su recreación de ese “cine del pasado”, pues a diferencia de ellos su mirada no es “posmoderna”, sino moderna: no es el resultado de una impostura, sino de una fe absoluta.


No resulta de extrañar, en este sentido, que el protagonista de El puente de los espías sea, como el propio Spielberg, un idealista que cree en los “viejos” valores porque está convencido de que esos ideales, sean anticuados o no, siguen siendo perfectamente válidos ahora y siempre. Desde esta perspectiva, puede verse la película como el proceso de descubrimiento de la amarga realidad de un mundo dividido por la reaccionaria política de bloques por parte de un idealista que, aun consciente de la suciedad de ese mundo y de las sociedades humanas que lo sustentan (Donovan no es un estúpido ni un ingenuo: lleva muchos años trabajando como abogado), nunca hasta ahora se había visto implicado en un asunto donde esa suciedad, esa mierda, fuese tan gigantesca, no ya a escala nacional sino incluso internacional. Donovan acepta, un poco a la fuerza, la defensa de Rudolf Abel, el hombre más odiado de Norteamérica por haber estado espiando para “los rojos” (convirtiéndose, después de Abel, en “el segundo hombre más odiado de América”), pero lo hace con entereza y conciencia de su trabajo: toda persona, haya hecho lo que digan que ha hecho, es inocente mientras no se demuestra lo contrario. Lo hace, además, consciente de que está participando en una charada con apariencia de respetable legalidad, pues sabe de antemano que Abel va a ser condenado por alta traición y espionaje o a la silla eléctrica o a cadena perpetua: basta con ver la intolerancia y estrechez de miras de la cual hace gala el magistrado encargado de procesar a Abel, el juez Byers (Dakin Matthews), quien ya ha dictado sentencia de condena antes siquiera de haber oído los argumentos de Donovan, el cual presencia impotente cómo el tribunal rechaza sus alegaciones en el sentido de que Abel fue objeto de una detención ilegal, y en consecuencia, las pruebas obtenidas contra él carecen de valor probatorio y debería ser puesto inmediatamente en libertad.


A lo largo de más de 140 minutos que pasan como un suspiro —toda una lección para ineptos que van de artistas por la vida sin serlo, del calibre de Hou Hsiao-hsien o Paula Ortiz—, El puente de los espías desarrolla con magistral minuciosidad una tan amarga como irónica digresión sobre esa confrontación entre idealismo y realidad que se encuentra en consonancia no solo con la postura de Spielberg como cineasta (como artista), sino también con la ironía del planteamiento argumental (por cierto, los ya citados Joel y Ethan Coen han participado en el guión, lo cual probablemente habrá servido a los listos de siempre, los guardianes de lo cinematográficamente correcto, para atribuirles los principales méritos del film; y es que no hay peor ciego que el que no quiere ver). Mientras el gobierno de los Estados Unidos prepara, con toda la pomposa parafernalia característica de los poderosos, el proceso judicial contra el traidor Rudolf Abel, convertido así en una cruzada contra los horrores del bloque comunista, paralelamente asistimos a los preparativos de una flota de aviones espías norteamericanos, destinados a volar sobre la Unión Soviética, violando su espacio aéreo, a fin de tomar fotografías de sus enclaves militares secretos. Los pilotos de los aviones espías tienen órdenes específicas, en el caso de ser detectados por los soviéticos, de quitarse la vida, bien sea accionando el dispositivo explosivo instalado en sus cabinas de pilotaje, o bien pinchándose con la diminuta aguja envenenada que llevarán consigo oculta… dentro de una moneda de dólar.


Este último no es sino uno de los muchos detalles que contribuyen a reforzar la intensidad y el dramatismo de lo narrado por un Spielberg en plenitud de facultades: si, como acabo de explicar, una moneda de dólar oculta una aguja envenenada, otra, en posesión de Rudolf Abel, es en realidad una diminuta cajita que, una vez abierta, esconde en su interior un pequeño mensaje cifrado. Más aún: Abel abre esa moneda falsa utilizando como palanca un trozo de hoja de afeitar sujetado con una cajita de cerillas: una idéntica a la que, mucho más tarde y ya en la cárcel, recibirá de manos de Donovan, cuando este le lleva tabaco y él puede así encenderse su primer cigarrillo en mucho tiempo. Son detalles que apuntalan la narración, dotándola de una densa complejidad: las monedas sirven para poner en relación el trabajo de espía de Abel con el que llevan a cabo sobre territorio soviético los pilotos norteamericanos, de la misma manera que Donovan entrega la cajita de cerillas a Abel ignorando para qué las utilizaba además de para prender sus cigarrillos, pero basta una sutil mirada de Abel (gran actor Mark Rylance) para que el espectador lo recuerde. Lecciones de economía narrativa.


En dos ocasiones, Donovan le dice a Abel que le sorprende su serenidad ante situaciones peligrosas para él: la primera vez que se lo dice, Abel está pendiente de ese juicio que le supondrá la condena a muerte o la perpetua, y la segunda, cuando está a punto de ser intercambiado por Francis Gary Powers (Austin Stowell), el piloto norteamericano derribado sobre territorio soviético; en ambas ocasiones, Abel responde al comentario de Donovan con estoicismo: “¿Ayudaría?”. Esa misma serenidad es su mejor arma frente a los agentes del FBI que irrumpen en su apartamento al principio del relato, incapaces de darse cuenta de que Abel está destruyendo pruebas delante de sus narices: con la excusa de tener que limpiarse los zapatos, Abel utiliza el papelito con el mensaje cifrado para hacerlo, y de paso, borrar su contenido, sin que aquéllos se den cuenta. Llegado el momento de su intercambio en el puente Glienicke de Berlín, “el puente de los espías”, Abel advierte a Donovan, a una pregunta de este, que su vida no correrá peligro si, una vez llegado al otro lado del puente, sus superiores le reciben con un abrazo, pero que podría darse el caso de que no fuese así, y eso Donovan lo sabría si ve que, en vez de abrazarle, le suben sin más a la parte trasera del coche…, cosa que ocurre. Por más que un rótulo final nos informa de que Abel falleció en la antigua Unión Soviética en 1971 y no en 1962, momento en el que se produce el intercambio, lo relevante no es ese detalle histórico, sino la admirable tensión que crea Spielberg en la magnífica secuencia del intercambio, y en particular, la pincelada en torno a la corriente de simpatía que se ha establecido entre Donovan y Abel a pesar de sus diferencias.


Pero, lo que para Abel forma parte de su rutina como espía, de su conocimiento de un mundo secreto y despiadado, sin emociones, sin sentimientos, ante el cual es inútil perder la calma (de ahí ese reiterado “¿Ayudaría?”), para Donovan su entrada en el mundo del espionaje y la Guerra Fría tiene visos de auténtica pesadilla. El mero hecho de hacerse cargo de la defensa de Abel le supone una inmersión en un contexto repleto de peligros. Así, poco después de hacerse público que llevará su defensa legal, Donovan es seguido de noche, en plena calle y bajo la lluvia por un hombre misterioso, al cual intentará, en vano, despistar; todo ello, en el curso de una secuencia de “suspense” excelentemente planificada que, al mismo tiempo, tiene algo de burlesco, a tono con la inexperiencia de Donovan en estas cuestiones; a mayor ahondamiento, el hombre que le está siguiendo, y con el cual luego se va a tomar a tomar una copa mientras conversan, es en realidad un agente de la CIA que le “recomienda” que no se esfuerce demasiado en la defensa de alguien que, como Abel, ha sido “condenado” de antemano… La atmósfera de cine negro de la secuencia de la persecución callejera y la inmediatamente posterior conversación en el bar contribuye a reforzar la ironía y la amenaza latentes de dichos momentos. Más adelante, la propia casa de Donovan es tiroteada, y su hija adolescente Carol (Eve Hewson), está cerca de ser herida por los disparos que rompen el cristal de la ventana del salón donde la chica está viendo la tele. La presencia de la policía, que se persona poco después en el lugar de los hechos, tampoco es tranquilizadora: uno de los agentes está a punto, incluso, de agredir a Donovan, acusándole a él de ser el responsable del atentado contra su familia por culpa de su empecinamiento en defender a un traidor…


Por un capricho del destino, el piloto Francis Gary Powers es derribado —en el curso de una corta pero espléndida secuencia aérea— sobre territorio soviético; y, por más que no consigue hacerlo, intenta cumplir las órdenes recibidas y quitarse la vida antes de ser capturado, pulsando sin éxito el botón de autodestrucción de su avión. El azar también lleva a un joven estudiante norteamericano en Berlín Occidental, Frederic Pryor (Will Rogers), a ser detenido por las autoridades de Alemania Oriental mientras cruzaba el recién levantado Muro, y a ser acusado, asimismo, de espionaje. Donovan recibe el encargo, secreto y extraoficial, de negociar con los soviéticos la liberación de Powers, proponiendo él un intercambio utilizando a Abel pero exigiendo además que se incluya en el trato a Pryor, cuya vida carece de la más mínima importancia para las autoridades estadounidenses, aun tratándose de un ciudadano suyo.


La entrada de Donovan en los, digamos, “dominios” de la Guerra Fríaes otro calvario peor, si cabe, que el vivido por haber defendido a Abel. El Berlín de 1962 es un infierno similar a los ambientes retratados en La lista de Schindler, solo que en El puente de los espías el tono es más sereno y controlado, más irónico y al mismo tiempo más sombrío, pero a la vez menos tremendista. Resulta modélica la resolución del primer paseo a pie de Donovan por Berlín, camino de su reunión con un representante de los soviéticos en el lado oriental de la ciudad; esa espléndida escena en la que un grupo de jóvenes, cordiales pero a la vez amenazadores, se quedan con su abrigo a cambio de indicarle cómo llegar a la dirección que le han dado; y la mordaz escena que tiene lugar una vez Donovan se presenta en el lugar de la cita…, encontrándose no a la persona con la que se ha citado, sino con la confusa familia de Rudolf Abel.


Llegados a este punto, huelga añadir que no hay en El puente de los espíasni una visión heroica ni patriótica de los hechos que narra (sean, o no, históricos; es decir, ocurrieran o no de manera literal a como los narra el film); por el contrario, la visión que se nos ofrece es amarga y desencantada: al gobierno de los Estados Unidos tan solo se interesa por rescatar a Powers y le es indiferente la liberación y la vida misma de Pryor, pues el primero les resulta valioso (tiene “información”) y el otro no (tan solo es un pobre desgraciado que estaba-en-el-lugar-equivocado-y-en-el-momento-equivocado); y los soviéticos están dispuestos a soltar a Powers solamente si antes pueden sacarle el máximo de “información”, y si están seguros de que Abel no ha hablado con los norteamericanos más de la cuenta… Spielberg, que siempre ha tenido una habilidad innata para filmar diálogos —baste recordar, sin ir más lejos, Lincoln (ídem, 2012)—, convierte las arduas negociaciones de Donovan para conseguir el intercambio ideal (el de Abel por Powers en el puente Glienicke, y paralelamente, la liberación de Pryor en el Checkpoint Charlie) en una brillante coreografía de gestos y miradas, magníficamente mostrados por una planificación exhaustiva y un inmejorable elenco de intérpretes, que culmina en uno de los fragmentos más bellos de su carrera: el ya mencionado del intercambio en el “puente de los espías”, por descontado, cuya fuerza reside no solo en la precisión de su planificación como en la adhesión emocional creada hacia los personajes y la tensión que se extrae de cada detalle: los bandos enfrentados, ritualmente colocados a ambos lados del puente; la asimismo citada despedida, repleta de incógnitas y miedos, entre Donovan y Abel; el “suspense” que se crea alrededor de Joe Murphy (Jesse Plemons), un joven piloto que tiene que identificar visualmente a Powers antes de consumar el intercambio; la espera de una crucial llamada telefónica, advirtiendo de la liberación en paralelo de Pryor en Checkpoint Charlie… Clásicos de Hollywood, o considerados como tales, como John Ford, Raoul Walsh o William A. Wellman, no hubiesen desdeñado tener una secuencia así en sus filmografías.
  

Una vez consumado el intercambio de Powers por Abel y la liberación de Pryor, Donovan regresa a los Estados Unidos, y a su casa, en otra secuencia asimismo muy “clásica” (en el mejor sentido de la expresión), y magistralmente resuelta: el protagonista se presenta en el porche de su casa; allí le recibe su esposa Mary (Amy Ryan); Donovan, que ha prometido guardar silencio sobre su misión secreta en Berlín (le dijo a Mary que estaría en Londres), nada le dice al respecto, limitándose a entregarle un pequeño encargo que ella le hizo antes de partir; luego, Mary ve por televisión la noticia de la liberación de Francis Gary Powers…, y que en la misma ha estado involucrado el abogado norteamericano James Donovan; pero cuando, emocionada, sube al dormitorio para felicitar a su marido…, se lo encuentra tumbado boca abajo sobre la cama, vestido, y profundamente dormido, agotado por el esfuerzo de esos últimos días.


Hay en El puente de los espías un momento que ha sido duramente criticado, me consta (y lo respeto, por descontado), pero que a nivel particular me parece bellísimo y, contrariamente a lo que se ha dicho, en absoluto obvio. Al poco de llegar a Berlín, Donovan toma el metro para viajar al extremo oriental de la ciudad; en un momento dado, el tren viaja fuera del túnel y sobre un tramo elevado que cruza sobre el recién construido Muro; en ese instante, por la ventana, Donovan y otros pasajeros son testigos impotentes del asesinato de un pequeño grupo de personas que, aprovechando la oscuridad de la noche, intentan saltar el Muro, siendo ametralladas a sangre fría por la espalda. La secuencia “criticada” a la que me refiero viene más adelante: de regreso a los Estados Unidos, Donovan viaja en metro por Nueva York, y como ocurriera en Berlín, en un momento dado el tren viaja por el exterior en un tramo elevado; sentado junto a la ventana, el protagonista mira la calle y sonríe, satisfecho de verse de nuevo reincorporado a la vida cotidiana tras su terrible aventura; de pronto, ve a unos niños saltando la valla de un jardín, y es entonces cuando la expresión de Donovan se torna sombría: el recuerdo de otro obstáculo, aquel no inofensivo, y de otros jóvenes, que no sobrevivieron, le asalta por mediación de ese sencillo, poético, genial recordatorio visual.


Desde que rodara La lista de Schindler, el interés de Spielberg por retratar páginas de la historia ha sido notorio, tal y como ha demostrado en otros momentos de su carrera. En este sentido, puede verse e interpretarse El puente de los espías como una enésima variante de ese interés por los relatos de o con trasfondo histórico, muy presentes en su carrera: El Imperio del Sol, Amistad, Salvar al soldado Ryan, Munich, Lincoln, e incluso, en clave jocosa…, 1941. Pero, aún siendo una buena película, La lista de Schindler no me parece de lo mejor de su autor: se nota demasiado que era un film “diseñado” para conseguir esa reputación-de-cineasta-serio que siempre anduvo buscando, por más que a mi entender nunca la necesitara: suponiendo, claro está, que exista eso que algunos llaman cineastas serios (sic), Spielberg para mí siempre lo ha sido, y sobradamente. Su cine siempre ha hablado por sí mismo, y sigue haciéndolo. El puente de los espíasme parece uno de sus títulos más perfectos y compactos de estos últimos años, y una de sus obras maestras junto con Tiburón, Encuentros en la tercera fase, En busca del arca perdida, E.T., el extraterrestre, El Imperio del Sol, A.I. Inteligencia Artificial y Minority Report.    

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2015/11/dirigido-por-de-noviembre-2015-la-venta.html

“DIRIGIDO POR…” de ENERO 2016, a la venta

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Dirigido por…empieza el año nuevo dedicando la portada de su núm. 462 a la esperada película de Alejandro González Iñárritu El renacido (The Revenant, 2015), que se ofrece a modo de avance, dado que su estreno en España no tendrá lugar hasta principios de febrero. Firma la reseña Roberto Morato. La crítica se complementa con una entrevista con Iñárritu.


Otro gran contenido de este número es la segunda parte del dossier dedicado a Stanley Kubrick, compuesto por los artículos Los límites del control (Héctor G. Barnés), La naranja mecánica + La naranja polémica (firmados por un servidor), Barry Lyndon (Quim Casas) + Una luz distinta (Gerard Casau), El resplandor + Stanley Kubrick y Stephen King: enemistades peligrosas (también escritos por mí), La chaqueta metálica + Entre la crítica y el revanchismo. La guerra de Vietnam (los dos de Antonio José Navarro), Eyes Wide Shut (Israel Paredes Badía) + Valses de Viena(Ricardo Aldarondo), Kubrick y sus colaboradores(Diego Salgado), Stanley Kubrick y la creación de la banda sonora (Joan Padrol), El Kubrick que no pudo ser (Ángel Sala), Método y pensamiento: Kubrick al habla. Selección y montaje (Quim Casas), bibliografía (Quim Casas) y filmografía (Jaume Genover).


El segundo gran contenido destacado del número es un estudio dedicado a J.J. Abrams. ¿Neoclásico o posmoderno?, firmado por Quim Casas, con motivo del estreno de Star Wars: El despertar de la Fuerza.


Destacan, asimismo, las críticas de El hijo de Saúl (Saul fia, 2015), de László Nemes, escrita por Antonio José Navarro; Spotlight(ídem, 2015), de Thomas McCarthy, analizada por Carlos Tejeda; Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015), de Quentin Tarantino, abordada por Hilario J. Rodríguez; Mia madre (ídem, 2015), de Nanni Moretti, reseñada por Israel Paredes Badía; y La juventud (Youth, 2015), de Paolo Sorrentino, cuya reseña escribe Nicolás Ruiz.


El número se completa con los comentarios de las series Jessica Jones (ídem, 2015- ), a cargo de Tonio L. Alarcón, y Show Me a Hero (ídem, 2015), de Paul Haggis, comentada por Héctor G. Barnés, dentro de la sección Televisión; el esperado estreno en España, si bien en formato doméstico, de la controvertida película de Srdjan Spasojevic A Serbian Film (Srpski film, 2010), comentada por Ramon Freixas y Joan Bassa en la sección Flashrecent; la sección Home Cinema, con films comentados por Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Quim Casas, Antonio José Navarro, Tonio L. Alarcón y el que suscribe; las secciones Libros (textos de Ramon Freixas, Quim Casas, Israel Paredes Badía y Óscar Brox) y Banda Sonora (Joan Padrol); y Cinema Bis, que este mes incluye un texto sobre Oro maldito (Se sei vivo spara, 1967), de Giulio Questi, escrito por Ramon Freixas.


Como ya he avanzado, mi contribución mensual consiste, en primer lugar, en cuatro pequeños artículos para el dossier Stanley Kubrick: la antología de La naranja mecánica, y un texto comentado los problemas de censura que el film sufrió en algunos países…;


…y la antología de El resplandor, acompañada a su vez de un texto poniendo en relación esta película con otras adaptaciones cinematográficas de la obra de Stephen King.


También firmo un par de críticas: por un lado, la de una buena película de animación, a mi entender, injustamente despreciada: El viaje de Arlo (The Good Dinosaur, 2015), de Peter Sohn…,


…y la de un film cuya reputación no puede menos que sorprenderme, dada su apabullante mediocridad: La novia (2015), de Paula Ortiz.


Completo mi aportación con una pequeña reseña para la sección Home Cinema: la de la curiosa, aunque insuficiente, película de Joseph Ruben La gran huida (Dreamscape, 1984).


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Adiós, BOWIE, adiós…

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Yo, Cristina F (Christiane F. – Wir kinder vom bahnhof zoo, 1981), de Uli Edel:


El beso de la pantera(Cat People, 1982), de Paul Schrader:


El juego del halcón(The Falcon and the Snowman, 1985), de John Schlesinger:


Principiantes (Absolute Beginners, 1986), de Julien Temple:


Dentro del laberinto(Labyrinth, 1986), de Jim Henson:

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de FEBRERO 2016, a la venta

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Imágenes de Actualidad, núm. 365, correspondiente al mes de febrero, dedica su portada a Deadpool (ídem, 2016), de Tim Miller.  


Otro gran estreno destacado en portada es el de El renacido (The Revenant, 2015), de Alejandro González Iñárritu, que se complementa con una entrevistacon su protagonista, Leonardo DiCaprio. Al mismo hay que añadir los reportajes de películas como Creed. La leyenda de Rocky(Creed, 2015), de Ryan Coogler, que se complementa con una entrevista con uno de sus protagonistas, Sylvester Stallone, y con un artículo sobre la saga Rocky, titulado Sangre, sudor y Balboa; El mal que hacen los hombres (The Evil That Men Do, 2015), de Ramon Térmens; El regalo (The Gift, 2015), de y con Joel Edgerton; Zootrópolis(Zootopia, 2015), de Byron Howard y Rich Moore; Brooklyn (ídem, 2015), de John Crowley; Anomalisa (ídem, 2015), de Charlie Kaufman y Duke Johnson; La verdad duele (Concussion, 2015), de Peter Landesman; El abrazo de la serpiente (2015), de Ciro Guerra; Carol (ídem, 2015), de Todd Haynes; y Tenemos que hablar (2016), de David Serrano.


También hallamos las secciones Series TV, que este mes incluye reportajes de Making a Murderer, Madres forzosas (Fuller House), Better Call Saul T.2, y 11.22.63; Primeras Fotos, con avances de Inferno (ídem, 2016, Ron Howard), La chica del tren (The Girl on a Train, 2016, Tate Taylor), Alicia a través del espejo (Alice Through the Looking Glass, 2016, James Bobin), El cazador y la reina del hielo (The Huntsman: Winter’s War, 2016, Cedric Nicolas-Troyan), y Daredevil T.2; Además…; Noticias; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Hollywood Babilonia y Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Primera Imagen; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Este mes, y a modo de aperitivo del dossier en dos partes dedicado a David Lynch que publicará Dirigido por… en sus números de febrero y marzo, dedico el Cult Movie a la famosísima Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986): “«El mundo es extraño», dicen los protagonistas de “Terciopelo azul”, una de las mejores películas de David Lynch. Es un resumen perfecto de lo que es el film: una mirada perturbadora hacia el horror que se encuentra soterrado, al acecho, bajo la capa de las más vulgar de las «normalidades». También es, más allá de la sordidez de su planteamiento y de la violencia física y psicológica de sus escenas más impactantes, una fehaciente demostración del soterrado sentido del humor (negro) de un cineasta que es el primero que sabe reírse de sí mismo. Este es, precisamente, uno de sus muchos puntos de conexión con Alfred Hitchcock, otro soterrado «humorista», otro feroz caricaturista de la condición humana, disfrazado bajo los ropajes de un virtuoso de la puesta en escena”.


Completo mi contribución a este número con las críticas de un par de magníficas películas: El desafío (The Walk) (The Walk, 2015), de Robert Zemeckis…,


…y Legend (ídem, 2015), de Brian Helgeland.

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“DIRIGIDO POR…” de FEBRERO 2016, a la venta

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El núm. 463 de Dirigido por… dedica su portada a la primera entrega de un dossierde dos partes dedicado a: David Lynch. Mundos extraños.


La primera parte del dossier consta de los siguientes contenidos: el artículo introductorio Un estilo definido en muchas disciplinas (Quim Casas); el texto biográfico-analítico Retrato imperfecto de un artista fílmico(Antonio José Navarro); un artículo sobre las relaciones de Lynch con la industria, Itinerario de un cineasta solitario(escrito por un servidor); el artículo Independiente, experimental, vanguardista. Lynch en la encrucijada (Quim Casas), sobre el carácter atípico de su obra; el artículo Rapsodias industriales (Tonio L. Alarcón), que gira en torno a sus cortometrajes; y las antologías de los largometrajes Cabeza borradora (Diego Salgado), El hombre elefante (Ricardo Aldarondo), Dune (escrita por mí), Terciopelo azul (Israel Paredes Badía) y Corazón salvaje (Gerard Casau).


El segundo contenido importante del número consiste en un bloque dedicado al realizador Todd Haynes, y que consta de la crítica de su más reciente film, Carol(ídem, 2015), firmada por quien esto suscribe; una entrevista; y un estudio: Todd Haynes. Cine clásico, perspectiva moderna, que hemos escrito a cuatro manos Quim Casas y yo.


Otros destacados contenidos de este mes son las críticas de Anomalisa (ídem, 2015), de Charlie Kaufman y Duke Johnson, firmada por Israel Paredes Badía; El abrazo de la serpiente(2015), de Ciro Guerra, que comenta Anna Petrus; La habitación (Room, 2015), de Lenny Abrahamson, reseñada por Israel Paredes Badía; y El mal que hacen los hombres (2015), de Ramon Térmens, que analiza Nicolás Ruiz.


El número se completa con textos no menos interesantes dedicados a: Loft (2008), de Erik Van Looy, comentada por Antonio José Navarro en la sección de cine inédito Fuera de Campo; el retrato del director de fotografía Miroslav Ondricek, escrito por Christian Aguilera para la sección Paralelismos; las semblanzas de los malogrados operadores Haskell Wexler y Vilmos Zsigmond, escritas por Carles Balagué para la sección In Memoriam; el análisis de la película El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo (L’étrange couleur des larmes de ton corps, 2013), de Hélène Cattet y Bruno Forzani, a cargo de Antonio José Navarro, para la sección Flashrecent; y los análisis del telefilm Sherlock: La novia abominable (Sherlock: The Abominable Bride, 2015, Douglas Mackinnon) y de la miniserie Las crónicas de Frankenstein (The Frankenstein Chronicles, 2015, Benjamin Ross), firmados, respectivamente, por Tonio L. Alarcón y Antonio José Navarro para la sección Televisión.


El número se completa con las secciones Home Cinema, con comentarios de otras novedades en formato doméstico a cargo de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Quim Casas, Antonio José Navarro y, de nuevo, un servidor; la sección Cine On-Line, que ahora amplía su espacio a dos páginas, con comentarios de diversas producciones para cine y televisión visibles a través de plataformas o canales de televisión de pago, que hemos firmado Óscar Brox, Roberto Alcover Oti y el que suscribe; la sección Libros, con comentarios de novedades editoriales a cargo de Ramon Freixas, Quim Casas, Israel Paredes Badía y Carlos Tejeda; la sección BSO, de Joan Padrol; y la sección En busca del cine perdido, que este mes incluye un texto sobre el raro film de Roy William Neill Black Moon (1934), firmado por Joaquín Vallet Rodrigo.


Tal y como ya he mencionado, mi contribución a este mes consiste, en primer lugar, en la crítica de la magnífica película de Todd Haynes Carol.


También he escrito la mitad de un estudio dedicado, asimismo, a Haynes, para quien esto escribe el mejor cineasta independiente de los Estados Unidos en la actualidad.


Firmo, asimismo, un par de textos para esta primera entrega del dossier David Lynch: uno dedicado a los problemas del realizador con la industria del cine y de la televisión…,


…y una antología de su famosa película Dune, según la novela homónima de Frank Herbert.


A ello añado un par de críticas para la sección de las primeras páginas de la revista: la del insuficiente film de John Crowley Brooklyn(ídem, 2015) …,


…y la del curioso, aunque meramente correcto, La verdad duele (Concussion, 2015), de Peter Landesman.


Para la sección Home Cinema, he comentado la estupenda producción británica de Roy Ward Baker La última noche del Titanic (A Night to Remember, 1958).


Y, para la sección Cine On-Line, un modesto pero atractivo título, asimismo de producción británica: el thrillerTiger House (2015), de Thomas Daley.



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Nieve de confeti: “JOY”, de DAVID O. RUSSELL

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Doble sorpresa (o triple). 1) Joy es la mejor película de su irregular director desde Tres reyes (Three Kings, 1999), y me sorprende que lo sea a pesar de que: 2) recupera, en parte, el tono de comedia enloquecida de su peor film, el insufrible Extrañas coincidencias (I Heart Huckabees, 2004), si bien aquí mucho más trabajado y controlado; y 3) también me asombran, por eso mismo, las críticas negativas que ha recibido, en el sentido de que nos hallamos, dicen, ante la enésima exaltación del american way of life. Es lo que suele ocurrirle a realizadores que, como Russell y tantos y tantos otros, han “subido” demasiado alto y demasiado rápido, y haciéndolo además con películas todo lo más estimables, pero de un prestigio desmesurado, sobre todo en los Estados Unidos: The Fighter (El luchador) (The Fighter, 2010), El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, 2012) y La gran estafa americana (American Hustle, 2013); y eso a falta de ver esa rareza “maldita” titulada Accidental Love (2015), que Russell firmó con el seudónimo de Stephen Greene.


Joy ofrece una visión muy socarrona y para nada idealizada del Sueño Americano. De entrada, plantea una visión de la familia, la de la principal protagonista, Joy Mangano (Jennifer Lawrence), que nada tiene de idílica, más bien todo lo contrario. Joy es una joven mujer divorciada y madre de familia que se ve obligada a compartir una casa que se cae a pedazos con su madre, Terry (Virginia Madsen), otra mujer divorciada pero ociosa que se pasa el día echada en su cama mirando “culebrones” televisivos; su padre, Rudy (Robert De Niro), quien acaba de regresar al mismo hogar después de su enésima aventura amorosa fallida; y su exmarido, Tony (Édgar Ramírez), que vive con ella bajo el mismo techo pero en el sótano, porque no tiene a dónde ir (sótano que, además, se verá forzado a compartir con su antiguo suegro, que nunca le ha soportado, porque no hay más espacio libre en la vivienda). El único miembro de la familia con el que Joy se lleva bien es su abuela Mimi (feliz reencuentro con Diane Ladd), la única persona que siempre la anima y que trata de apaciguar los ánimos soliviantados.


Puede alegarse que ese retrato tan bizarro de la familia de Joy está justificado tan solo al principio, mientras las cosas, como suele decirse, “marchan mal”, pero que en el fondo nos hallamos ante el enésimo retrato positivo de la institución familiar made in USA. Nada más lejos de la realidad, habida cuenta de que, tal y como el film la presenta, la familia de la protagonista solo le presta apoyo a su proyecto (la fabricación de un nuevo y revolucionario modelo de fregona) en cuanto ven las posibilidades de ganar mucho dinero con el mismo. Más que interés familiar, destaca sobre todo el interés económico. De hecho, tras una temporada en las cual las cosas “marchan bien” (la fregona de Joy se vende como rosquillas), las cosas empiezan a torcerse, entonces toda su familia deja sola a Joy, que es quien, individualmente, deberá resolver los problemas. Mientras tanto, el retrato de la familia de la protagonista no evoluciona precisamente a mejor, por más que, cierto es, tampoco evoluciona a peor, sino que la bizarría sigue estando presente: Terry sale por fin de la cama, tras años de haber estado echada en ella, porque se enamora de Toussaint (Jimmy Jean-Louis), el fontanero africano que solo habla francés y que se presenta en casa para reparar una avería en el suelo de su dormitorio (detalle en el cual puede verse, por descontado, algo con intención simbólica); Rudy se echa una nueva y adinerada novia, Trudy (Isabella Rossellini), a la que él y Joy convencen para que invierta en la fregona; y Tony se convierte en la mano derecha de la protagonista, pues acaban descubriendo, una vez divorciados, que no servían para estar casados pero sí para ser amigos. A mayor ahondamiento, el único personaje “positivo” en el sentido más prosaico de la expresión, la abuela Mimi, muere sin que Joy pueda estar presente en ese momento decisivo.


Es de suponer, pues tampoco está nada claro, que las acusaciones vertidas hacia Joy en cuanto supuesta exaltación del modo-de-vida-americano se derivan del hecho de que, tal y como se muestra en el film (y como, dicen, ocurrió poco más o menos en la vida real, pues Joy Mangano no es un personaje ficticio), la protagonista del relato acabó, como suele decirse, “triunfando” gracias a la patente de una ingeniosa fregona que podía escurrirse sin necesidad de agacharse, invento que alcanzó ventas millonarias en los Estados Unidos gracias a su difusión en un programa de tele-tienda. Dejando aparte el hecho de que hacer una película sobre una mujer que se hizo famosa gracias a una fregona, y lo que es mejor, que dicha película funcione tan bien como lo hace Joy no deja de tener su gracia, sigo sin ver que el film presente de una manera favorecedora el Sueño Americano, más bien todo lo contrario.


La Joy encarnada, con considerable energía, por Jennifer Lawrence (una actriz que ya hace tiempo que está pidiendo a gritos que le dejen mostrar de una vez sus innatas cualidades para la comedia más desenfrenada), empieza como un ama de casa agobiada y con una familia con la cual resulta muy difícil vivir el día a día, y que, con tal de salir adelante, acaba convirtiéndose en una estrella de la tele-tienda. Cuando, en un momento dado, todo su negocio está a punto de irse al traste como consecuencia de una triquiñuela legal de la empresa que se encarga de fabricarle sus fregonas, la protagonista adopta la pose y la determinación de una delincuente para hacer frente al responsable de sus desdichas (el cual, no por casualidad, se presenta ante ella luciendo el típico sombrero Stetson made in USA: los cowboysse han reciclado en hombres de negocios, pero siguen siendo y comportándose con los demás como cowboys). La secuencia final me parece, asimismo, muy elocuente, con Joy convertida en la versión femenina de Vito Corleone, recibiendo la pleitesía de los desfavorecidos a los que ella acoge bajo sus alas, consciente de que ha tenido que jugar duro, y sucio, para llegar a convertirse en lo que ahora es: otra hija de puta con influencia.


Como digo, y a la vista de lo expuesto, Joy no solo no me parece una exaltación del american way of life, sino más bien un cuento para adultos cargado de mucha, mucha mala leche. Además, consciente de este planteamiento irónico y, en el fondo, mucho más amargo de lo que se ve a simple vista (aunque no lo parezca, esta no es una película para perezosos), David O. Russell hace gala aquí de un interesante planteamiento en su puesta en escena que, con todas sus irregularidades y altibajos (cierto: Joy no es una obra maestra del cine, pero tampoco un film mediocre: como en muchas otras cosas, y no solo en cine, hay un honroso punto medio), tiene, como digo, un considerable atractivo. La ironía está muy clara ya desde el principio, con esa sarcástica escena resuelta en base a un plano general fijo de considerable duración, donde cuatro estrafalarios personajes “adinerados” –entre los cuales hallamos a algunas auténticas reinas del “culebrón made in USA” tipo Dallas, Falcon Crest o Dinastía, como Susan Lucci y Donna Mills, prestándose al juego–, interpretan un supuestamente dramático, y más bien risible, “drama familiar”. Desde luego que no tardaremos en averiguar que dicha escena pertenece, en realidad, a una de las casposas telenovelas que se traga la madre de Joy desde la cama, pero puede verse en ella una malvada transposición, convenientemente caricaturizada y exagerada, del “drama familiar” de la propia Joy. Este arranque en cuestión introduce en el film desde el film una idea muy concreta: la del artificio.


Será gracias a ese gigantesco, monstruoso, irreal artificio que es la tele-tienda con el que Joy alcanzará “el éxito”. Y resulta coherente en este sentido que la persona que introduce a la protagonista en la tele-tienda, el ejecutivo de televisión Neil Walker (Bradley Cooper), esté presentado como un ser casi angelical: el personaje no es sino una proyección de los sueños de Joy, una representación de ese hombre maravilloso que siempre anduvo buscando y que nunca tuvo porque, sencillamente, no existe más que en su imaginación. Antes del final, vemos a Joy saliendo, triunfante, del sórdido hotel donde ha logrado vencer al hombre que pretendía arruinarla usando una estratagema tan sucia como la que aquél ha usado en contra de ella: la protagonista se detienen ante el aparador de una tienda y, de repente, se pone a nevar; pero, inmediatamente después, Russell “rompe” el efecto idílico, ensoñador, de esta escena, aparentemente, de sublime triunfo de Joy, descubriéndonos que dicha nieve no es real, sino confeti blanco que arroja una máquina de esa misma tienda para hacer publicidad navideña. ¿Acaso no es eso también, en el fondo, toda la gloria de la protagonista de Joy? ¿Vender como si fuera algo maravilloso un invento tan volátil, tan fugaz, como el confeti? 


El misterio de la Mercería de Minnie: “LOS ODIOSOS OCHO”, de QUENTIN TARANTINO

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No es ningún secreto a estas alturas que el cine de Quentin Tarantino tiene mucho de juego narrativo. Dependiendo de las ocasiones y del grado de inspiración de su autor (menos regular de lo que sus admiradores quieren reconocer), ese juego puede ser más o menos brillante –Reservoir Dogs (ídem, 1992), Django desencadenado (Django Unchained, 2012) (1)–, irregular –Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009) (2)–, cuando no mediocre –Jackie Brown (ídem, 1997), Kill Bill. Volumen 1 & 2 (Kill Bill: Vol. 1 & Vol. 2, 2003-2004), Death Proof (ídem, 2007)–, o decididamente malo –Pulp Fiction(ídem, 1994)–. De ahí que, ante semejantes precedentes, que solo pueden convencer a los convencidos de antemano (hay que reconocerle a Tarantino su extraordinaria habilidad para vender humo como si fuera oro puro), me he llevado una grata sorpresa con Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015), su más reciente propuesta, entre otras razones porque, en esta ocasión, el juego narrativo me parece más ingenioso, divertido y mucho mejor resuelto de lo que acostumbra su director, hasta el punto de que me atrevería a afirmar que nos hallamos, si no ante su mejor película, por lo menos ante la que a mí, personalmente, más y mejor me ha convencido.
  

En una de las primeras escenas de Los odiosos ocho, Tarantino recupera un pequeño detalle que ya había utilizado en la menos mala de las dos entregas de Kill Bill, el “Volumen 2”. Justo en la secuencia inicial de este último, veíamos a Uma Thurman hablando hacia la cámara, y cómo al final de su parlamento guiñaba un ojo. Ese guiño, que Tarantino copió del final de Family Plot (La trama) (Family Plot, 1976), tenía en Kill Bill. Volumen II el mismo sentido que en la extraordinaria última película de Alfred Hitchcock: erigirse en una llamada de atención al espectador, dándole a entender que todo lo que acababa de ver una vez llegados al final de Family Plot (La trama), o todo lo que iba a ver a continuación en Kill Bill. Volumen II, no era/ es sino un artificio que convenía/ conviene no tomarse demasiado en serio. Como digo, el guiño de ojos reaparece al principio de Los odiosos ocho: a bordo de la diligencia que les conduce hacia la Mercería de Minnie, Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), la prisionera que conduce John “La Horca” Ruth (Kurt Russell) camino de su ejecución, le guiña un ojo al cazador de recompensas que les acompaña, el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), y este, divertido, se lo devuelve… Naturalmente que resulta lícito pensar, en virtud de ese intercambio de guiños, que ambos personajes están secretamente “compinchados”. Una vez muy avanzada esta larga, muy larga película (167 minutos en su versión “Multiplex” en copia digital, 187 minutos en su versión “Roadshow” en copia de 70 mm, que no he visto, pero que parece ser que incluye con respecto a la anterior 4 minutos de obertura musical y 12 minutos de intermedio), pero que a pesar de su extenso metraje no se hace para nada pesada, lo cual es un mérito indiscutible que es justo reseñar en el haber de Tarantino; como digo, lo gracioso es que hacia la mitad de tan larga proyección descubrimos que Daisy y Marquis no son cómplices. El espectador puede sentirse legítimamente estafado ante ese hecho, habida cuenta de que ese cruce de guiños no quería decir que hubiera complicidad entre los personajes. Pero, desde otro punto de vista, podemos interpretar que esos guiños no iban sino dirigidos hacia el público, si bien de una manera no tan evidente como lo hizo Hitchcock o como lo repetiría Tarantino en Kill Bill. Volumen II.


Lo cierto es que, a partir de ese cruce inicial de guiños, Los odiosos ocho se mueve en el terreno del juego narrativo tan querido por su director. Un juego del gato y el ratón que, como muy bien se ha apuntado estos días, vendría a ser un equivalente o, si se prefiere, una especie de revisión en clave westerniana de Reservoir Dogs, protagonizada, recordemos, por otros “odiosos” personajes; que transcurría asimismo en un escenario principal del cual solo “salíamos”, como aquí, vía flashbacksambientados en otros escenarios; y donde había un personaje que no era quien parecía o decía ser. De hecho, la situación que se plantea en Los odiosos ocho, donde un puñado de indeseables se ven obligados a pasar unos días juntos por culpa de una tormenta de nieve que les mantiene aislados en la posta para diligencias conocida como la Mercería de Minnie, evoca hasta cierto punto la primera y mejor secuencia de Malditos bastardos: la de la cabaña. Recordemos que, en esta última, la tensión y el “suspense” que se creaban lo hacían alrededor del descubrimiento de unos personajes escondidos bajo el suelo de la cabaña, justo debajo de los pies de los que conversan en el piso superior.


Pues bien, en Los odiosos ocho, el relato toma un giro inesperado a partir del momento en que descubrimos no solo que hay más de un “odioso” presente en la posta y que, estos sí, son cómplices de Daisy, sino que también hay un personaje escondido, literalmente, en el sótano de la Mercería de Minnie, o lo que a efectos prácticos es casi lo mismo, en un segundo nivel, oculto, del relato: Jody (Channing Tatum), el hermano de Daisy. En Los odiosos ocho, los personajes son, en puridad de conceptos, piezas de un retorcido ajedrez de vida y muerte que asumen desde el principio su condición de títeres: de partícipes de ese juego narrativo que, por una vez y sin que sirva de precedente, Tarantino desarrolla haciendo gala de una admirable autoconciencia de que lo que está ofreciendo es eso, un juego, y además planteándolo y resolviéndolo con brillantez.


Como siempre en Tarantino, se ha hablado y probablemente se seguirá hablando del caudal de referencias a otras películas que inunda las imágenes de Los odiosos ocho, empezando por la incorporación a la banda sonora de una partitura del veterano Ennio Morricone que remite, por descontado, a la sonoridad que utilizó en sus cuantiosas contribuciones al eurowesternitaliano, además de incluir la recuperación de un fragmento de su banda sonora para Exorcista II: El hereje(Exorcist II: The Heretic, 1977, John Boorman), y sobre todo, fragmentos descartados para la partitura de la magnífica La cosa (The Thing, 1982). Respecto a esto último, huelga añadir que la presencia en el reparto de Kurt Russell no es sino uno de los evidentes homenajes/ guiños/ copias del clásico de John Carpenter que atesora Los odiosos ocho: Russell es el primero en “morir” (mientras que, en La cosa, era uno de los dos únicos supervivientes), y lo hace, además, soltando un espectacular vómito de sangre que no puede menos que recordar los extraordinarios efectos especiales de maquillaje creados por Rob Bottin para ese film; además, mucho antes hemos visto cómo un par de personajes tienden unas cuerdas en medio del paisaje nevado para poder ir y volver de la posta a la letrina sin perderse en medio de la nieve, tal y como se hacía en La cosa.


Pero, como digo, esa carga referencial me parece lo menos interesante del cine de Tarantino en general y de Los odiosos ocho en particular. Es la parte menos atractiva de su juego, por lo que tiene de obvio; véase, sin ir más lejos, el movimiento de grúa descendente que, al principio del relato, nos descubre a Marquis en medio del camino y delante de la diligencia, que se detiene justo en ese instante para no atropellarle; es un movimiento de cámara que hemos visto cientos de veces, y por tanto no tiene mayor valor que el referencial, ni más interés que el anecdótico. Me parece mucho más atractivo aquí algo que a Tarantino suelen reprocharle, incluso, sus exégetas: ese exceso de verborrea, esos diálogos larguísimos, a veces inacabables, pero que en esta ocasión me parecen más justificados que nunca. Los personajes hablan y hablan, cierto, pero con independencia de lo que digan o del cómo lo digan (y resulta obligado anotar de inmediato que todos los intérpretes están magníficos, sin excepción, aunque creo que Walton Goggins se merece una mención especial), lo interesante es que, a pesar de lo mucho que hablan, de lo mucho que aparentemente parecen explicar sobre sí mismos, todos ellos tienen de principio a fin algo de misterioso, de oculto. Los diálogos de Los odiosos ochocontribuyen a reforzar lo que el film tiene de juego, de artificio, de simulacro de realidad. Y a desvelar lo que, en el fondo, es la película: un relato de misterio.


De ahí que, para mi gusto (gusto “no tarantiniano”, se entiende), lo mejor de Los odiosos ocho reside en su faceta, digamos, “policíaca”, y en la forma como Tarantino construye los mimbres de un relato bañado de ambigüedad que va creciendo en intensidad e interés a medida que avanza, y que lo hace, además, sostenido sobre la base de unos personajes que de tan “odiosos” resulta imposible empatizar con ninguno de ellos. Nunca hasta ahora Tarantino se lo había puesto más difícil a los espectadores, e incluso a sus incondicionales, sometidos tanto unos como otros a la inmersión en un ajedrez al cual no hay dónde agarrarse a nivel emocional. Tarantino, por fin, se la ha jugado, y a fondo. Y con un resultado casi perfecto.


Además del ya mencionado cruce de guiños entre Daisy y Marquis, que dejando aparte su carácter de mero jugueteo con el espectador sirve para introducir un poso de misterio en el relato, este avanza muy bien a base de detalles que van cargando la atmósfera de espesor: la puerta rota de la Mercería de Minnie, que hay que abrir de una patada y volver a clavar cada vez que se cierra (y luego sabremos a qué se debe que esté rota); el hallazgo de un pequeño caramelo rojo en el suelo de la posta por parte de Marquis nada más llegar (lo cual, también, tiene su explicación); la conversación, repleta de suspicacias, de Marquis con Bob el mejicano (Demián Bichir) en el establo (que, más adelante, reflotará); el estofado recién hecho de Minnie, cuando se supone que la mujer, propietaria del establecimiento, hace ya dos días que se fue (otro detalle premonitorio); el momento en que Daisy toca la guitarra y canta una canción repleta de maliciosas referencias a su situación y la de sus compañeros (lo cual parece gratuito pero, en el fondo, no lo es); en particular, el excelente flashbackque nos los desvela todo, y que reconstruye minuciosamente cómo Jody y sus compinches –Oswaldo Mobray (Tim Roth), Joe Gage (Michael Madsen) y el citado Bob– llegaron a la Mercería de Minnie antes de que lo hicieran Hunt, Daisy, Marquis y el conductor de la diligencia O.B. Jackson (James Parks); una vez allí, cómo asesinaron a Minnie (Dana Gourrier), su marido Dave (Gene Jones), a la chica encargada del establo, Judy “Seis Caballos” (Zoë Bell), y a dos criados negros, Charly (Keith Jefferson) y Gemma (Belinda Owino); y cómo obligaron al anciano general Sandy Smithers (Bruce Dern) a participar de su farsa, so pena de matarle.


A todo ello hay que unir la secuencia más cruel y dolorosa jamás rodada por Tarantino: la tensa conversación de Marquis y el mencionado general Smithers, un sureño radical que odia a los negros del cual el primero se venga sádicamente, relatándole que él fue el responsable de la muerte del hijo de Smithers, Chester (Craig Stark), al cual torturó y humilló sin piedad haciéndole caminar desnudo por la nieve durante más de dos horas, y luego le obligó a hacerle una felación antes de matarle. El diálogo entre Marquis y Smithers, excelentemente planificado, se combina con insertos que, a modo de flashbacks, visualizan el tormento y la vejación que Marquis infligió al hijo del general, en una secuencia cuya fuerza reside en que, más allá de dar pie al consabido chiste fácil made in Tarantino (el celebrado de las “pollas negras en bocas blancas”), contribuye a reforzar la ambigüedad del relato: el flashback puede ser, en efecto, una visualización de lo que ocurrió, o sencillamente una visualización de la posible mentira que Marquis le está contando a Smithers para atormentarle y obligarle a que intente dispararle, a fin de matarle él primero, tal y como ocurre.


Los odiosos ocho, aun siendo un film excelente y a ratos realmente magnífico, no termina de ser la consabida obra maestra que los incondicionales de Tarantino siempre proclaman antes incluso de haberla visto por culpa, como siempre, de la tendencia del cineasta a, por así decirlo, “darles gusto” a los fans, insertando detalles de brocha gorda destinados a regocijarles. Pienso, en concreto, en los feos insertos de chorreo de sangre como consecuencia de las hemorragias internas provocadas por el veneno echado en el café o como resultado del impacto de las balas, que se nota demasiado que están hecho de cara a la galería: para que la “peña tarantiniana” se divierta, vamos. Pese a todo, es pecata minutaen el conjunto de un largometraje, vuelvo a insistir, difícil y misterioso, narrativamente complejo y psicológicamente retorcido, y en esta ocasión en absoluto vacío. Algunos rumores apuntan a que Tarantino podría estar preparando una película de terror. Si es así, quién me lo iba a decir poco tiempo atrás, tengo mucha curiosidad por verla.

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2009/09/paradojas-de-la-segunda-guerra-mundial.html

¡Hurra! ¡Estamos en crisis!: “LA GRAN APUESTA”, de ADAM McKAY

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Si tuviera que elegir, ahora mismo tendría dificultades para decidir qué es peor: si las películas que el cine norteamericano de estos últimos años ha dedicado a la Guerra de Iraq, o las que ha centrado sobre la actual crisis económica internacional. Probablemente, en el supuesto de que fuera necesario hacerlo, me decantaría por las primeras, y no porque me entusiasmen, sino porque al menos han proporcionado una obra maestra al cine: El francotirador (American Sniper, 2014), de Clint Eastwood (1). No puedo decir lo mismo de las segundas: dejando aparte los documentales, pues me estoy refiriendo exclusivamente a films de ficción, acaso me quedaría con Margin Call (ídem, 2011, J.C. Chandor), y aun así con reparos, pues sin ser una mala película está lejos, muy lejos de ser un gran film. Con todo, me parece preferible a La gran apuesta (The Big Short, 2015), coescrita y dirigida por Adam McKay y que, lo digo de entrada, me parece una buena oportunidad perdida, pues si bien es verdad que se trata de una película con un planteamiento interesante, al menos en teoría (esto es, a nivel de guion, que a pesar de todo tampoco es una maravilla, como luego veremos), su realidad práctica (su puesta en escena) me parece un completo desastre.


No he tenido el gusto de ver las comedias dirigidas por Adam McKay, pues la prudencia me aconsejó no hacerlo, si bien no falta quien comenta maravillas de El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, 2004), Pasado de vueltas (Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby, 2006), Hermanos por pelotas (Step Brothers, 2008), Los otros dos (The Other Guys, 2010) y Los amos de la noticia (Anchorman 2: The Legend Continues, 2013). Pero si, como dicen algunos de esos maravillados, La gran apuesta es su mejor película hasta la fecha, creo que seguiré sumido en esa ignorancia al menos durante una larga temporada. Vuelvo a insistir en que, a priori, el planteamiento de este film no es en absoluto malo; por el contrario, está lleno de posibilidades, y de hecho las apunta todas, por más que a mi entender no desarrolla ninguna con la suficiente creatividad. Básicamente, La gran apuesta consiste en la reconstrucción dramatizada del origen y el estallido de la actual crisis económica, que tuvo lugar en los Estados Unidos y no tardó en propagarse al mundo entero, narrada desde la perspectiva de cuatro personajes: el experto financiero Michael Burry (Christian Bale), personaje real que predijo, desgraciadamente con acierto, el estallido de la burbuja inmobiliaria norteamericana, esto es, la fragilidad de un mercado de bienes raíces (bienes inmuebles) sostenido sobre la base de una serie de hipotecas-basura que, tan pronto como quedaran impagadas, acarrearían el hundimiento de todo el mercado inmobiliario, como así ocurrió; el agente de Wall Street Mark Baum (Steve Carell), basado a su vez en el personaje real de Steve Eisman, quien al frente de su equipo de colaboradores se asoció con el tercer gran personaje de la intriga, el bróker Jared Vennett (Ryan Gosling), un trasunto del auténtico Greg Lippmann, de cara a conseguir lo que Burry intentó pero no logró, esto es, sacar tajada de la inminente crisis mediante una compleja operación de compra y venta de activos “dañados”; y Ben Rickert (Brad Pitt), un exagente de cambio y bolsa basado en el personaje real de Ben Hockett, que presta su pericia y su experiencia negociadora a otros dos jóvenes aspirantes a tiburones de Wall Street, Charlie Geller (John Magaro) y Jamie Shipley (Finn Wittrock), quienes no son sino personajes de ficción basados en los reales Charlie Ledley y Jamie Mai respectivamente. Añadamos que el guion de McKay, coescrito con Charles Randolph, se basa en el libro de investigación del periodista Michael Lewis The Big Short: Inside the Doomsday Machine (2010), inédito en España salvo error del que suscribe.


Teniendo en cuenta que todavía estamos inmersos en esta crisis económica inacabable, y que aún la estamos sufriendo en nuestras carnes y en nuestras mentes, resulta lógico que lo que narra La gran apuesta“toque” la fibra sensible, el ánimo o la conciencia del espectador. Además, a pesar de la experiencia previa de McKay en el terreno de la comedia, y de que en el film abundan los momentos irónicos e incluso humorísticos, La gran apuesta no hace un retrato ni frívolo, ni fácil, ni cómodo de lo que narra, sino por el contrario duro, áspero, cínico y amargo. Sus intenciones son muy claras, y no deja lugar a dudas: todos los protagonistas de la película son una caterva de hijos de la gran puta, por decirlo suavemente, que intentaron aprovecharse de la desgracia ajena, de la ruina financiera de millones de inocentes que perdieron su dinero, sus casas y sus bienes sin que nadie moviera un dedo por ellos, y que en los casos concretos de Vennett/ Lippmann, Rickert/ Hockett, Geller/ Ledley y Shipley/ Mai, y de tantos y tantos otros, acabaron sacando una substanciosa tajada de todo ello. Una infamia que La gran apuesta muestra tal cual, sin paliativos ni paños calientes. Pero una cosa son las intenciones, loables en el caso de La gran apuesta, y otra es el cine.


De entrada, el guion en sí mismo considerado resulta, como mínimo, discutible. Estamos de acuerdo en que el libreto hace un esfuerzo notable para narrar con el máximo detalle posible el prácticamente incomprensible intríngulis económico que desató la crisis, pero aun así su planteamiento resulta bastante molesto. Acaso con la intención de hacer lo más cercano posible al espectador neófito (entre los que me incluyo) todo ese galimatías financiero, los responsables del film apuestan, en primer lugar, por un acercamiento irónico-humorístico, no desprovisto de cinismo. De este modo, en un par de escenas concretas aparecen nada menos que la actriz Margot Robbie, metida en un baño de espuma, y la actriz y cantante Selena Gómez, jugando a las cartas en Las Vegas, ambas interpretándose a sí mismas y hablando hacia la cámara para ofrecer unas complicadísimas explicaciones verbales sobre un par de tecnicismos económicos. Dejando aparte el sarcasmo de la aparición de ambas actrices –que tiene su (malévolo) sentido: Robbie fue la coprotagonista femenina de El lobo de Wall Street(The Wolf of Wall Street, 2013, Martin Scorsese) (2), mientras que Selena Gómez es… Selena Gómez–, sus apariciones, lo que cuentan y cómo lo cuentan no tiene más valor que el anecdótico, o si lo prefieren, el de un chiste (fácil, por añadidura). Por no hablar de la más bien bochornosa escena en la que Vennett se ayuda de una torre de juguete a base de pequeñas piezas de madera para explicarles a Baum y su equipo el funcionamiento del mercado financiero y cómo este, literalmente, se derrumbará tan pronto como fallen las partes fundamentales para sostenerlo.


Siempre cabe la posibilidad de, como en mi caso, desinteresarse del intríngulis financiero, habida cuenta de que, tal y como está planteado y resuelto, no tiene interés alguno, y concentrarse en otros aspectos del relato, tales como la descripción de los personajes y la puesta en escena del mismo. Pero, por desgracia, incluso viéndola desde estas perspectivas en exclusiva, el asunto no mejora. Los personajes, y los intérpretes que se hacen cargo de ellos, dejan bastante que desear. El más penoso es el de Michael Burry, descrito con una serie de tics que pretenden erigirlo en una especie de “genio loco” o de “sabio despistado”: se pasea descalzo por la oficina, oye música rock a un volumen exagerado, toca la batería como un poseso, y habla poco, en voz baja y entre risitas. Cabe la posibilidad, por descontado, de que el auténtico Burry sea exactamente así, pero en cualquier caso no convence ni el personaje (que, con franqueza, parece más bien un tarado que un genio), ni su intérprete: Christian Bale, que por regla general es un buen actor, hace aquí la peor interpretación de su carrera.


No menos cargante resulta el personaje (de alguna manera hay que llamarlo) de Rickert, empezando por la labor de su intérprete, un Brad Pitt haciendo, como siempre, de Brad Pitt (o sea, nada), y acabando con la caracterización de su (ejem) personaje: Rickert está descrito como una especie de figura antisocial que, a capricho del guion, dado que sus motivaciones nunca quedan del todo claras, decide ayudar a Geller y Shipley en su jugada financiera para-joder-al-sistema. El personaje (sic) puede tener gracia si no se es exigente, pero a la hora de la verdad resulta difícil de creerse a alguien que fue un poderoso agente de Wall Street, dejó de serlo para dedicarse a cuidar su huerto, accede a colaborar con Geller y Shipley apenas se lo piden, y una vez hecho (no sin llevarse una buena tajada), regresa a su huerto… Lo dicho: quizá Hockett, la figura real en la que se inspira el personaje de Rickert, fuera así en la vida real; pero, tal y como se lo presenta en el film, resulta burdo, incomprensible y facilón.


Hay dos honrosas excepciones. La primera es el personaje de Mark Baum, el mejor perfilado de la función, el cual se beneficia de la magnífica interpretación –esta sí– de Steve Carell. Con todo, el personaje cojea en un apartado que, tal y como está planteado en ese guion que no para de ganar premios y alabanzas, carece de interés alguno: el hecho de que Baum –y, quizá, también Steve Eisman, la figura real que le sirve de base, cosa que no puedo corroborar dado que lo desconozco– esté traumatizado por la muerte de su hermano. Desde luego que Baum es el único personaje que muestra una humanidad de la cual los demás carecen: su asombro ante el inminente estallido de la burbuja inmobiliaria, su estupefacción ante una catástrofe económica desorbitada e imparable, están muy bien expresados por Carell, vuelvo a insistir, espléndido en su papel: todo el asunto de su hermano, sencillamente, sobra. La segunda excepción a la que me refiero es el personaje de Jared Vennett, la versión de ficción de Greg Lippmann, y que es el único que mantiene su coherencia desde el principio y hasta el final. No me parece casual que sea precisamente el cínico, amoral y arrogante Vennett quien, al igual que Margot Robbie y Selena Gómez, se dirija hacia el espectador hablándole mirando a cámara: en cierto sentido, es “la voz” del film porque es quien tiene claro desde el principio cuál es su propósito: ganar dinero a costa de la ruina del prójimo. Un hijo de puta integral. Además, Ryan Gosling lo interpreta muy bien.


Si los personajes tampoco son lo suficientemente atractivos como para justificar un largo, muy largo metraje de 130 inacabables minutos, siempre cabe la posibilidad, repito, de concentrarse en el trabajo de puesta en escena de la película, o expresándolo en palabras de Alberto Moravia, ver cómo el director se las ha arreglado. El problema es que en La gran apuesta no hay un trabajo de puesta en escena digno de esa expresión, dicen algunos, ya anticuada, pero todavía muy elocuente mientras nadie invente algo mejor. A no ser que entendamos, o mejor dicho interpretemos, como “trabajo de realización” la propensión de Adam McKay a insertar esos típicos primeros planos/ planos medios de los personajes en los que la cámara se mueve, ligeramente “temblorosa”, incluso en las abundantes escenas en las que estos se limitan a estar sentados hablando mucho (pero, en el fondo, sin decir nada), acaso para expresar que son como los tiburones (de los de Wall Street, por supuesto), que necesitan estar siempre en movimiento so pena de ahogarse (algo que ya ensayó, por cierto, el ínclito Oliver Stone en otro engendro de similares y premonitorias características, la inefable Wall Street, ídem, 1987); o bien consideremos que “trabajo de realización” consiste en montar planos cortos y crear una especie de coreográfica presentación de localidades estadounidenses, combinando planos generales y planos de detalle, con vistas a captar así el frenesí de la sociedad norteamericana, en lo que puede verse una especie de revisión liofilizada del estilo de Martin Scorsese. Los responsables de la crisis deben haberse reído mucho viendo La gran apuesta, un film que casi consigue que el mayor robo de la historia, y el más impune, parezca un simple juego de niños traviesos. ¿Una historia real? Pueden metérsela por el culo.    


El hombre de una tierra salvaje: “EL RENACIDO”, de ALEJANDRO G. IÑÁRRITU

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Como cada vez que uno pone, digamos, “pegas” a una película que genera un consenso generalizadamente positivo, volveré a hacer honor al tópico y empezaré diciendo la consabida frase hecha: vaya-por-delante-que… El renacido (The Revenant, 2015) me ha gustado. Es una buena película, repleta de grandes momentos, y en sus líneas generales se merece la elevada consideración de la que goza en estos instantes. Pero no es menos cierto que, con todas sus virtudes, también me ha parecido más irregular de lo que me esperaba de ella, o si se prefiere, no termina de estar a la altura de las expectativas que me había creado, sobre todo, a raíz de la magnífica impresión que me dieron los dos anteriores trabajos de su director, el mexicano Alejandro González Iñárritu: la espléndida y todavía hoy muy menospreciada Biutiful (ídem, 2010) (1), y sobre todo la extraordinaria Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance), 2014) (2).


Empezaré hablando de lo que no me gusta, o que me gusta menos. En general, y con la excepción hecha de sus mejores instantes, El renacido me ha parecido, sorprendentemente, un film carente de la debida intensidad, o si se prefiere, menos intenso de lo que su planteamiento dramático, duro y violento como pocos, podría dar a entender. No es solo que haya una diferencia entre sus, digamos, “momentos fuertes” (los cuales, insisto, me parecen estupendos), y sus momentos, sigamos diciendo, “menos fuertes” (hablo en términos muy generales). Además, hay que decir a favor de la película que, a pesar de su larga duración (156 minutos), mantiene un ritmo excelente y con escasos altibajos. Lo que me molesta un poco de El renacido es que, incluso en esos buenos momentos, el realizador mexicano haga gala de un estilo tan brillante como pomposo, tan virtuoso técnicamente como un tanto huero formal y narrativamente. Por ejemplo, y sin ir más lejos, la secuencia del ataque en el borde del río de los indios arikaras a la expedición que lidera el capitán Andrew Henry (Domhnall Gleeson), a poco de empezar el film: desde luego que hay que quitarse el sombrero ante el trabajo de planificación del realizador (y el de iluminación del operador Emmanuel Lubezki), repleto de dinámicos movimientos de cámara que recogen, con agilidad y dinamismo, el movimiento de los actores dentro del encuadre, con resultados de notable belleza. Pero, incluso en medio de una secuencia tan lograda, se percibe algo que irá apareciendo a lo largo de la proyección: un cierto embelesamiento formal puramente esteticista que, si bien no llega en ningún momento a estropear el resultado, sí que impregna El renacido de cierto amaneramiento que, por paradójico que suene, empaña su brillo.


Otro aspecto discutible, si bien tampoco grave y, hasta cierto punto, “externo” del film, en cuanto ni lo mejora ni lo empeora, reside en la interpretación que Leonardo DiCaprio hace del protagonista, el explorador Hugh Glass. Quede claro que DiCaprio me parece un buen actor, no tan extraordinario como suele decirse, pero sí competente, y que su actuación en El renacido me parece buena, pero tampoco por encima de lo habitual en él. Por comparación, me parece mucho mejor la interpretación, muy matizada, que en El renacido lleva a cabo el siempre excelente Tom Hardy, estupendo en su papel del trampero traidor y rastrero Fitzgerald.


Desde luego que hay muchas cosas muy buenas en El renacido. Dejando aparte la brillantez de secuencias como la ya mencionada del ataque de los arikaras a la orilla del río; la a estas alturas famosa del ataque de la osa a Glass, dejándole malherido; el momento del asesinato del hijo de Glass, el mestizo Hawk (Forrest Goodluck), a manos de Fitzgerald; la secuencia en la que Glass huye de los arikaras dejándose arrastrar por los rápidos del río, a riesgo de morir ahogado o aplastado contra las rocas; el rescate de Powaqa (Melaw Nakehk’o) por parte de Glass, secuestrada por los cazadores de pieles franceses que lidera Toussaint (Fabrice Adde); la escena en la que el protagonista destripa un caballo y, desnudo, se refugia dentro del vientre del animal para evitar morir congelado; o la violenta pelea final entre Glass y Fitzgerald. Como digo, si algo resulta de agradecer de una película como El renacido es el hecho de hallarnos ante un film que, cosa rara hoy en día, efectúa una notable valoración de los elementos telúricos, haciéndolo además de una manera muy física. El frío, el hambre, las heridas, “duelen” a ojos del espectador.


A pesar de la aspereza de los escenarios naturales y de las situaciones que se viven en ellos, no faltan los apuntes líricos: el mejor, probablemente, sea el plano en contrapicado de los árboles, agitados por el viento, que coincide con el momento en que un compungido Glass, abrazado al cadáver de su hijo, alza la vista. Menos convincentes resultan las escenas oníricas, como la corta del principio: una serie de breves imágenes en las cuales vemos a Glass con su fallecida esposa india (Grace Dove) y su hijo todavía pequeño, las cuales forman parte de un flashbackposterior en el que el protagonista rememora el asesinato de su mujer a manos de unos soldados blancos. O aquella en la que, en su delirio, Glass cree ver el espíritu de su esposa, flotando encima suyo, para confortarle. Digamos que El renacido está a ratos cerca de esa “obra maestra” que intenta ser pero que, por más que pone empeño en ello, se queda a mitad de camino.   

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2015/02/exodus-dioses-y-reyes-big-eyes.html

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de MARZO 2016, a la venta

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La que se anuncia como la película más espectacular de esta primavera, Batman v Superman: El amanecer de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016), de Zack Snyder, acapara la portada del núm. 366 de Imágenes de Actualidad. El extenso reportaje dedicado a este film se complementa con el artículo Murciélago contra acero, que glosa otros enfrentamientos de estos famosos superhéroes en las páginas del cómic, y un retrato de una de sus protagonistas femeninas, Gal Gadot.


Otros estrenos destacados del mes que ocupan sendos reportajes son los de La serie Divergente: Leal (The Divergent Series: Allegiant, 2016), de Robert Schwentke, que se complementa a su vez con el artículo Jóvenes y distópicos; Bone Tomahawk(ídem, 2015), de S. Craig Zahler; La hora decisiva (The Finest Hour, 2015), de Craig Gillespie; La habitación (Room, 2015), de Lenny Abrahamson, complementado con una entrevistacon su protagonista femenina, la reciente ganadora del Oscar a la Mejor Actriz Protagonista Brie Larson; los estrenos simultáneos de El cuento de la princesa Kaguya(Kaguyahime no monogatari, 2013), de Isao Takahata, y El recuerdo de Marnie(Omoide no Mâni, 2014), de Hiromasa Yonebayashi, que se complementa con el artículo El recuerdo de Miyazaki. El brumoso horizonte de Studio Ghibli; Nuestra hermana pequeña (Umumachi Diary, 2015), de Hirokazu Koreeda; El bosque de los suicidios (The Forest, 2016), de Jason Zada; Cien años de perdón (2016), que se complementa con entrevistas con su protagonista masculino, Luis Tosar, y con su director, Daniel Calparsoro; Kung Fu Panda 3 (ídem, 2016), de Jennifer Yuh Nelson y Alessandro Carloni; y Mustang(ídem, 2015), de Deniz Gamze Ergüven.


El número se completa con el artículo Mercenario con futuro: “Deadpool”. Consecuencias de un éxito inesperado; y las secciones Además…, con el resto de estrenos cinematográficos del mes; Series TV, con reportajes sobre Juego de tronos T.6, El infiltrado (The Night Manager), complementado con una entrevista con su creadora y realizadora, Susanne Bier, Lovey El Ministerio del Tiempo T.2; Primeras Fotos, con avances de Animales fantásticos y dónde encontrarlos(Fantastic Beasts and Where to Find Them, 2016), de David Yates, Money Monster (2016), de Jodie Foster, y Assassin’s Creed (2016), de Justin Kurzel; Noticias; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Hollywood Babilonia y Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Como homenaje a David Bowie, he dedicado el Cult Movie del mes a una de las más populares películas que protagonizó: Dentro del laberinto(Labyrinth, 1986), de Jim Henson: “una curiosísima mezcla de los talentos de los principales implicados en la misma: el arte de ese gran marionetista que fue Jim Henson, unido a un nada despreciable sentido del cine, ya demostrado con creces en la no menos excelente “Cristal oscuro”; el cáustico sentido del humor de Terry Jones, que hace que a ratos el film recuerde vagamente (si bien en versión suavizada) sus trabajos con los Python, o incluso el cine de su colega Terry Gilliam; la desbordante imaginación de los diseños de Brian Froud; y la carismática presencia de David Bowie, como es sabido, gran amante de las ciencias ocultas y los fenómenos extraños en la vida real, y que debía sentirse a gusto (y debió divertirse de lo lindo) encarnando a ese mago que, además, canta y baila las magníficas canciones compuestas por él mismo y que, lejos de ser un pegote, contribuyen en no poca medida a la extravagancia del conjunto. Quien menos «se ve» es, precisamente, George Lucas, quizá porque “Dentro del laberinto” resulta menos «familiar» y más maliciosa de lo que al creador de “Star Wars” le hubiese gustado”.


También firmo un par de críticas: la de la interesante (al margen, o a pesar, de haber ganado el Oscar a la Mejor Película) Spotlight(ídem, 2015), de Tom McCarthy…,


…y la de la meramente simpática ¡Ave, César! (Hail, Caesar!, 2016), de Joel y Ethan Coen.


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“DIRIGIDO POR…” de MARZO 2016, a la venta

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Dirigido por..., núm. 464, dedica su portada a la décima temporada de la serie Expediente X (The X-Files, 2016), que comenta Quim Casas en la sección de Televisión.


La segunda entrega del dossieren dos partes dedicado a David Lynch incluye este mes los comentarios de la serie de televisión Twin Peaks (Ángel Sala) + despieces dedicados a las series En el aire y Hotel Room (ambos a cargo de Quim Casas), y de los largometrajes Twin Peaks: Fuego, camina conmigo (Tonio L. Alarcón), Carretera perdida (Antonio José Navarro), Una historia verdadera (Anna Petrus), Mulholland Drive (Ramon Freixas & Joan Bassa), e Inland Empire (Héctor G. Barnés), además de aproximaciones a otras facetas artísticas de este realizador: Sinfonías para una oreja cercenada (Gerard Casau) + despiece dedicado a su contribución al Blues industrial, pop y electrónica(Quim Casas), Obra pictórica (Quim Casas), Como fotógrafo (Diego Salgado), Publicidad (Quim Casas), y Lynch 2.0 (Israel Paredes Badía), completándose con una bibliografía(Quim Casas) y una filmografía (Jaume Genover).


El reciente fallecimiento de Jacques Rivette justifica la publicación de un análisis aproximativo al global de su obra: Jacques Rivette. Notas sueltas sobre un cineasta ejemplar, que también firma Quim Casas.


También destacan las reseñas de ¡Ave, César! (Hail, Caesar!, 2016), de Joel y Ethan Coen (Quim Casas); Nuestra hermana pequeña (Umimachi Diary, 2015), de Hirokazu Kore-eda (Israel Paredes Badía); 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi (13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi, 2015), de Michael Bay; y Victor Frankenstein (ídem, 2015), de Paul McGuigan.


A todo ello hay que añadir la crónica de Berlín 2016 (Ángel Sala); el artículo de la sección In Memoriamdedicado al asimismo recientemente malogrado Ettore Scola. Testigo crítico de la sociedad italiana (Rafel Miret); la sección Fuera de Campo, donde este mes se comenta Hyena Road (2015), de Paul Gross (Antonio José Navarro); la segunda temporada de la serie The Leftovers (ídem, 2015- ) (Óscar Brox), también comentada en la sección Televisión; la sección Home Cinema (Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Quim Casas, Antonio José Navarro, Joaquín Torán y un servidor); la sección Cine On-Line (Antonio José Navarro, Israel Paredes Badía, Joaquín Torán y, de nuevo, un servidor); las secciones Libros(Ramon Freixas, Quim Casas, Israel Paredes Badía, Ricardo Aldarondo y Óscar Brox) y Banda Sonora (Joan Padrol); y la sección Cinema Bis, donde comento Matar o no matar, este es el problema (Theatre of Blood, 1973), de Douglas Hickox.


Mi contribución a este número consiste, en primer lugar, en un par de críticas: la de la muy interesante Bone Tomahawk (ídem, 2015), de S. Craig Zahler…,


…y la del magnífico film del últimamente menospreciado (no comprendo el porqué) Atom Egoyan, Remember(ídem, 2015).


También firmo un comentario para la sección Home Cinema: el de la curiosa película dirigida por Cornel Wilde Contaminación (No Blade of Grass, 1970).


Asimismo, comento otra película para la sección Cine On-Line: la más que interesante Queen of the Desert (2015), de Werner Herzog.


Concluyo mi participación, como ya he avanzado con el comentario para Cinema Bis de un film que, lo reconozco, es uno de mis mayores “placeres (más o menos) culpables”: Matar o no matar, este es el problema.


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Mi nuevo blog: EL CINE DE ATTICUS FINCH

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Aparte de todo lo relacionado con el escribir sobre cine, otra parte importante de mi vida profesional y, por qué no, también personal la ha ocupado el Derecho. Soy licenciado por la Universidad de Barcelona (UB), y he ejercido como abogado durante más de una década. De la mezcla de esas dos inquietudes nace la idea de un blog, hecho con la única pretensión de comentar películas abordándolas exclusivamente desde el punto de vista de lo que a mí me sugieren en el terreno de lo jurídico (algo, por lo demás, nada original, pues me consta que hay otras páginas en la Internet que abordan la misma temática), pues para hacerlo desde perspectivas fílmicas ya existe El Cine según TFV y lo que escribo para otros medios. Puede darse el caso de que comente films cinematográficamente malos, pero “jurídicamente” interesantes o al revés, pero en cualquier caso mi intención no es otra que separar ambas disciplinas y divertirme con ello, pues El Cine de Atticus Finch no es para mí nada más que un hobbie sin más pretensiones ni trascendencia. Ni que decir tiene, como sabrán de sobras quienes conozcan la para mí extraordinaria novela de Harper Lee Matar un ruiseñor o al menos la no menos espléndida adaptación cinematográfica homónima que realizó Robert Mulligan en 1962, que el personaje del abogado Atticus Finch, interpretado en esta última por Gregory Peck, es un icono de justicia, rectitud, honestidad y dignidad que representa por sí solo lo mejor de la, por lo general, popularmente denostada figura del “picapleitos”, y que me viene de perlas para simbolizar lo mejor de la unión entre cine y Derecho. Como parto de la convicción de que cualquier película tiene, en un momento dado, connotaciones jurídicas de diversa índole, estreno este nuevo blog con el comentario “jurídico” de un film sobre el que ya escribí en su momento y que, aunque no lo parezca a simple vista, no está exento de esas implicaciones cercanas al mundo del Derecho: Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015, J.J. Abrams). No descarto, por descontado, que mis elucubraciones al respecto puedan estar total y completamente equivocadas. Pero jamás he pretendido que nadie comulgue con piedras de molino. Leer o no leer lo que escribo es, asimismo, un ejercicio de libertad: un ejercicio de pleno derecho.

El Cine de Atticus Finch:

Golpes de estado e hijos abandonados:
“STAR WARS: EL DESPERTAR DE LA FUERZA”:

El superhéroe antihéroe: “DEADPOOL”, de TIM MILLER

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] A la hora de ver, y apreciar, Deadpool (ídem, 2016, Tim Miller) parto al mismo tiempo de una desventaja y de una ventaja. Desventaja: nunca he leído ni un solo cómic de las aventuras de Deadpool, creado en 1991 por Rob Liefeld y Fabian Nicieza, y también conocido en España como Masacre (sic). Con lo cual, soy incapaz de decir si la película de Tim Miller es o no una buena, mala o regular adaptación de un original gráfico que, como lector de cómics, me resulta completamente ajeno. A ello hay que añadir que, en el caso de que en el film haya guiños/ alusiones/ referencias a los cómics, dirigidos a los connaiseurs de los mismos, todo ello se me ha pasado absolutamente por alto. Ventaja: precisamente el ignorarlo todo sobre el cómic me ha permitido acercarme al film con “ojos vírgenes” y una mirada relativamente “limpia” (y subrayo lo de la relatividad, pues ya son muchos años viendo cine en general, y de superhéroes en particular), teniendo una idea previa lo suficientemente borrosa como para que la película pudiera convencerme por sí misma. Y así ha sido: con todas sus insuficiencias y defectos, que los tiene, Deadpool: the movie me ha parecido un interesante film.


Pese a todo, tampoco vi la película completamente “desarmado”: como mínimo, tenía constancia de la fama de iconoclasta, cínico, amoral y poco convencional del original gráfico. Y lo cierto es que, nada más empezar el film, y con independencia (vuelvo a insistir) de si es o no es fiel-al-original, la primera secuencia de Deadpool es toda una declaración de principios: mientras se suceden unos sarcásticos títulos de crédito, que entre otras lindezas nos informan de que la película está protagonizada –al menos, en su traducción al castellano– por “un pibón de tía” (aludiendo a Morena Baccarin), asistimos a la aparatosa situación que vive Deadpool (Ryan Reynolds) dentro de un coche que va dando giros y giros en el aire a cámara lentísima, hasta destrozarse por completo. Toda esa larga primera secuencia, consistente en un enfrentamiento de Deadpool contra la banda mafiosa dirigida por otro superdotado como él, Ajax (Ed Skrein), y que culmina con la aparición de un par de componentes de los X-Men, Coloso (voz de Stefan Kapicic) y una adolescente que responde al apabullante nombre de Negasonic Teenage Warhead (Brianna Hildebrand), establece las pautas de elevada violencia, lenguaje soez, humor burlón y distanciamiento narrativo que van a presidir el grueso del metraje. 


Lo mejor de Deadpool es, precisamente lo que, sospecho, menos ha gustado de este film dinámico e iconoclasta, que en el contexto actual del cine de superhéroes se presenta como una alternativa heterodoxa que consigue, por la vía de ese humor distanciante, lo que, salvando las distancias, también lograron, en su caso por la de la ironía más cruel y paradójica, Alan Moore y Dave Gibbons con Watchmen(algo que tan bien supo captar Zack Snyder en su versión cinematográfica homónima de 2009 –1–): brindar una epopeya súper-heroica desagradable y anti-heroica. Al menos –insisto de nuevo– en su adaptación a la pantalla, Deadpool es la antítesis del superhéroe noble, honrado, altruista, desinteresado y amigo de ayudar a la comunidad; no es, para entendernos, ni el semidiós Superman ni su amigo y vecino Spiderman; y, a pesar de que sus orígenes están marcados por el dolor y la tragedia, carece de la aureola trágica y noirde Batman.


Por el contrario, Deadpool, que en su vida civil responde al nombre de Wade Wilson, es un exmercenario (o sea, un exasesino a sueldo) que, al principio del largo flashback que cubre el primer tercio del relato y nos detalla su conversión en (es un decir) “superhéroe”, se gana la vida dando de hostias a aquellos que no pagan puntualmente sus deudas a los prestamistas que le contratan para poner en vereda a los deudores. Más tarde, vemos cómo se enrolla con una mujer tan lumpen como él, una guapa bailarina de striptease llamada Vanessa (Baccarin; ya saben: “el pibón”); pero su relación sale bien, se enamoran e incluso planean casarse, hasta que sucede algo que trastoca todos sus planes: Wade sufre un cáncer incurable que va a acabar con su vida en muy pocos meses. Desesperado, abandona a Vanessa, incapaz de soportar que ella tenga que asistir impotente a su decadencia física y su fallecimiento inevitable, y accede a someterse a un atroz experimento ilegal, supervisado por el mencionado Ajax y su fornida ayudante mutante Angel Dust (la simpática pero inexpresiva Gina Carano), del cual renacerá curado y convertido en Deadpool, si bien dispuesto a vengarse de los torturadores que han deformado su cuerpo a costa de haberle transformado en un superdotado.


De la lectura de esta sinopsis se deduce que el interés de Deadpool no se deriva de lo que plantea, una trama de venganza convencional como pocas. Ya he mencionado que lo mejor del film no reside en lo que cuenta (más bien vulgar), sino en el cómo lo cuenta. En este sentido, el realizador debutante Tim Miller proporciona una bastante agradable sorpresa por su manera, fresca y desenfadada, pero a ratos muy elaborada, con que resuelve esta nueva epopeya súper-heroica made in Marvel que no solo no tiene nada que ver con el tono general del grueso de la producción “marvelita” para el cine hasta la fecha, sino que termina haciendo gala de una singular personalidad propia gracias a esa forma jocosa de mirar a personajes y situaciones, y sobre todo, de mirarse a sí misma como “película de superhéroes” con sentido de la autoconciencia. El humor de Deadpool: the movie recuerda a ratos el demostrado, años atrás, por el hoy olvidado Richard Lester, quien en su momento hizo un par de disolventes aportaciones progresivamente humorísticas a la franquicia de Warner dedicada al Hombre de Acero, muy suaves en comparación con Deadpool, por descontado, pero de similar espíritu subversivo. Pero lo que en Lester era el resultado de una impostura, incluso de un completo descreimiento (en su época, llegó a declarar que ni leía cómics ni le gustaban…), en Miller es el resultado, por el contrario, de un amor al cómic que, no obstante, no está reñido con el sentido del humor.


De acuerdo que las referencias meta-fílmicas de Deadpool tienen gracia: las alusiones chistosas a la franquicia cinematográfica de la Fox dedicada a los X-Men; las coñas lanzadas al intérprete fílmico de Lobezno, Hugh Jackman; las bromas que Ryan Reynolds se dedica a sí mismo proclamando lo mal actor que es (que lo es); las escenas de los títulos de crédito finales, con Deadpool enmascarado y con albornoz (sic) dirigiéndose directamente a los espectadores mirando hacia la cámara, tal y como hace en numerosas ocasiones a lo largo del film; etcétera, etcétera. Pero todo eso, que está bien en sí mismo considerado, no sería absolutamente nada si no viniera refrendado por un trabajo de realización interesante, y es aquí donde la película gana enteros y da realmente la sorpresa.


Señalo, en primer lugar, algo que acabo de apuntar: que Wade/ Deadpool se dirige varias veces hacia el público, un truco narrativo distanciante que no es sino una herencia de viejas figuras teatrales como el coro griego o el aparte; además de por sus posibilidades humorísticas, en cuanto vemos en esos apartes al protagonista comentando él mismo y en voz alta las jugadas, su inserción (bien dosificada, además) permite ver el film “desde fuera”, hasta el punto de erigirse, junto con la ya citada Watchmene incluso con otras películas de superhéroes, digamos, “apócrifas” como Darkman (ídem, 1990) o El protegido (Unbreakable, 2000, M. Night Shyamalan), en una de las más curiosas auto-digresiones que hasta la fecha se haya hecho a sí mismo el cine de superhéroes. Por otro lado, esas “confesiones a cámara”, ¡que en ocasiones interrumpen a veces las escenas de acción! (véase de nuevo, sin ir más lejos, la secuencia inicial en la autopista), están incluso integradas directamente en la narración, como si la cámara estuviera realmente presente en aquellas escenas que retrata; hay un gran momento al respecto: esa escena en la que Deadpool se reencuentra con el reclutador (Jed Rees) al servicio de Ajax que le convenció para someterse al tratamiento contra el cáncer, y le da su merecido…, no sin antes apartar él mismo la cámara de ellos, mientras le dice al público: “Mejor que no vean esto…”.


Por otro lado, Miller demuestra una considerable destreza en la resolución de las escenas de acción, caso de la repetida mencionada del principio, la feroz pelea cuerpo a cuerpo de Wade y Ajax en el laboratorio en llamas, o la consabida “batalla final” que enfrenta a Deadpool, Coloso y la mutante adolescente de nombre impronunciable contra Ajax, Angel Dust y sus secuaces en el muelle. Asimismo, la captación de ambientes degradados, como el bar de moteros que regenta el mejor amigo de Wade, Weasel (T.J. Miller), el local de striptease donde trabaja Vanessa, o el humilde apartamento donde Wade y Vanessa conviven, confiere al film una capa de sordidez que no habíamos visto en una película “súper-heroica” desde, de nuevo, Watchmen o incluso El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008, Christopher Nolan). Desde luego que hay momentos en que la pescadilla se muerde la cola, y el humor de Deadpool no siempre funciona, haciéndose excesivamente repetitivo, cuando no demasiado de brocha gorda: cf. el chiste fácil a costa del escote de Gina Carano durante la pelea de Coloso contra Angel Dust. Pese a todo, resulta comprensible el entusiasmo generado ante este film que, cierto es, no se pliega antes las convenciones habituales del cine de superhéroes, por más que no termine de abandonarlas del todo, sobre todo en el tercio final de su metraje. ¿Habrá más audacia en las ya anunciadas secuelas del invento? Esperémoslo.

Otro análisis de “Deadpool” en:


(1)   http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2009/04/el-caballero-oscuro-vs-watchmen-el.html
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