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Superhéroes reciclados: “VENGADORES: LA ERA DE ULTRÓN”, de JOSS WHEDON

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Tal y como ya ocurría no solo en la primera entrega de Los Vengadores (The Avengers, 2012) (1), sino en la mayoría de los trabajos de Joss Whedon que le tienen a él tras las cámaras, Vengadores: La era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015) es una película más interesante por lo que sugiere que por lo que enseña. Sugerencias que, como también suele ser habitual en su autor, tienen más valor a nivel teórico que a nivel expresivo; o dicho de otra manera: Whedon me parece, al menos por ahora, un cineasta más atractivo y personal como guionista que como metteur en scène. Eso no significa, ni mucho menos, que me parezca un mal director, pues lo cierto es que no le faltan méritos como tal, sino, sencillamente, que su talento, estimable, con la cámara me parece menos brillante que su talento, más notable, como guionista.


Vaya por delante que, al igual que Los Vengadores, Vengadores: La era de Ultrón me parece un buen film, pero ninguno de los dos me parece excepcional: hay algo en ellos de formulario, de preconcebido, que frustra o cuanto menos limita el brillo de su planteamiento y resolución, arrojando un saldo por debajo de lo que prometen y que solo esporádicamente dan. Sin ir más lejos, la primera secuencia de Vengadores: La era de Ultrón—el ataque de los Vengadores al castillo de Strucker (Thomas Kretschmann)— es tan aparentemente brillante como, en el fondo, relativamente decepcionante. Brilla, como digo, en lo que se refiere a su planificación y montaje, tan correcto y eficaz como suele ser habitual en Whedon; pero, a la postre, decepciona por lo que tiene de repetición de lo ya ensayado por su mismo director en Los Vengadores, hasta el punto de repetir aquí (con escasas variaciones) el plano más celebrado de la anterior película: el que, a base de encuadres y reencuadres “imposibles” digitalmente ensamblados, nos muestra a Iron Man (Robert Downey Jr.), Capitán América (Chris Evans), Thor (Chris Hemsworth), Viuda Negra (Scarlett Johansson), Ojo de Halcón (Jeremy Renner) y Hulk (Mark Ruffalo) abriéndose paso entre el ejército de Strucker, actuando como si fueran un solo ser, o como a Whedon le gusta tanto, como un equipo, idea temática esta harto recurrente en toda su obra. El plano es bonito, cierto, pero… ya lo habíamos visto (y, con franqueza, tampoco había para tanto). Sensación de déjà vu que acaba convirtiéndose en el principal handicapde Vengadores: La era de Ultrón.


Tal y como está planteada, Vengadores: La era de Ultrón es poco más que una reiteración de lo ya expuesto en Los Vengadores, sobre todo en lo que a construcción narrativa se refiere: empieza con la ya mencionada secuencia de acción “a lo grande” (por más que esto último es algo endémico en el blockbusternorteamericano actual); prosigue con un (reiterado) dibujo de la tirantez que se da entre el arrogante Tony Stark/Iron Man y el idealista Steve Rogers/Capitán América, sazonado con algunas gotas destinadas a burlarse del carácter anacrónico y pomposo del dios Thor; y culmina, por descontado, con otra secuencia de acción “a lo más grande todavía” —la “batalla final” en Sokovia, equivalente a la “batalla final” en Nueva York del anterior film—, además de retomar, pasados sus primeros títulos de crédito del final, al personaje de Thanos (Josh Brolin), cuya presencia ya se intuía en el epílogo de Los Vengadores y en Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014, James Gunn) (2).


Empero, esa reiteración viene acompañada de algunas ligeras variantes y/o pequeños giros argumentales, en virtud de los cuales se aprecia una evolución de los personajes protagonistas. Está, sobre todo (aunque, hasta cierto punto, resulte bastante previsible), el dibujo de la incipiente atracción amorosa entre Natasha Romanoff/Viuda Negra y Bruce Banner/Hulk, quienes se reconocen el uno al otro dada su condición de “monstruos”: Viuda Negra tranquiliza a Hulk (propiciando su transformación en el pacífico científico Bruce Banner) cantándole una especie de nana; y, una vez recuperada su forma humana, Bruce se aproxima a Natasha, tratándola con un cariño y un respeto que ella jamás ha conocido. Pero no se vayan todavía, aún hay más: Stark encuentra la horma de su zapato al darse cuenta de que su más reciente y altruista creación cibernética, Ultrón (James Spader), no solo no le obedece, sino que incluso se ha propuesto erradicar de cuajo todos los problemas del planeta Tierra… exterminando lo que, a su juicio, es la responsable directa de los mismos: ¡la raza humana! Ironías aparte (bastante obvias, por otro lado), Stark se da cuenta de que su exceso de orgullo y vanidad ha desembocado en una amenaza de proporciones planetarias y, quizá por primera vez en su vida, siente algo que nunca había experimentado: vergüenza de sí mismo. La idea tampoco está mal, pero —al igual que toda la película en su conjunto— suena a reciclaje: el cuestionamiento de la arrogancia de Stark ya se hallaba planteado de un modo u otro en las tres películas de la franquicia Iron Man, de las cuales se vuelven a retomar, como ya se hizo en Los Vengadores, los primeros planos de la cabeza del personaje dentro de la armadura de su creación.
  

El interés se eleva considerablemente (aunque menos de lo que sería de esperar) a partir del momento de la intrusión del personaje de Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen), la superheroína conocida en los cómics como Bruja Escarlata —por más que no se la llame así en ningún momento del film—, militando al principio en el bando de Strucker y luego en el de Ultrón antes de unirse definitivamente a los Vengadores. Un interés que no nace del personaje en sí, una más bien convencional variante de los X-Men: ella y su “superveloz” hermano Pietro (Aaron Taylor-Johnson), el Quicksilver de los cómics, son mutantes marginados por una sociedad que no comprenden ni les comprende, al menos tal y como están presentados en la película. Más bien me refiero al hecho de que, como consecuencia de sus poderes mentales, Wanda/Bruja Escarlata sea capaz de penetrar en las mentes de Capitán América, Thor y Viuda Negra, y revelarnos —por medio de unos flashbacksun tanto molestos…— que Steve Rogers sigue románticamente enamorado de la agente Peggy Carter (Hayley Atwell); que el dios del trueno de Asgard tiene remordimientos de conciencia porque cree estar desatendiendo a su propio reino en su afán por proteger a los habitantes de la Tierra (y el interés amoroso que tiene en ella: el personaje encarnado por Natalie Portman en los por ahora dos films de la franquicia dedicada a Thor); y que Natasha fue, en el pasado, una niña inocente que desde muy joven, demasiado joven, fue obligada a convertirse en la letal máquina de matar que ahora es (en lo cual puede verse un anticipo de la posible película dedicada en exclusiva al personaje que, tarde o temprano, podría formar parte de los planes cinematográficos de los Marvel Studios). La idea de mostrar a estos superhéroes tan poderosos como seres que en el fondo esconden miedos, temores y dudas como cualquier hijo de vecino es sin duda alguna atractiva, pero también se queda en un mero apunte.


Con todo esto puede parecer que estoy diciendo que Vengadores: La era de Ultrónes una mala película, cuando lo cierto es que no lo es: tan solo resulta menos satisfactoria de lo que promete. Pero sin duda alguna también atesora puntos a favor. Se agradecen algunos toques de humor que contribuyen, más y mejor que cualquiera de las disquisiciones apuntadas en el párrafo anterior, a humanizar a los protagonistas: la escena en la que Steve Rogers y Tony Stark —este con su guante de Iron Man, y luego con la ayuda de su amigo James Rhode/Máquina de Guerra (Don Cheadle)— intentan levantar el martillo mágico de Thor, amén de divertida, expresa mejor que nada la amistad y el grado de compañerismo que ya existe a esas alturas entre los Vengadores. Rasgo de humor que reaparece, a modo de contrapunto disolvente, tras la secuencia de la presentación del nuevo miembro de los Vengadores, el superhéroe La Visión, quien se beneficia tanto de la labor del siempre excelente Paul Bettany como de ese detalle humorístico que enlaza con la escena antes mencionada: La Visión le entrega a Thor su martillo sin hacer, aparentemente, el menor esfuerzo… Cabe anotar en el haber de la película la inquietante escena de la primera aparición de Ultrón ante los Vengadores, convertido en un monigote robótico a medio montar pero mostrándose, a pesar de ello, amenazador y resolutivo: esta sí es una imagen digna de ser recordada.



“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de JUNIO 2015, a la venta

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Jurassic World (ídem, 2015), de Colin Trevorrow, es la película de portada del núm. 358 de Imágenes de Actualidad, correspondiente al mes de junio de 2015, la cual se complementa con el artículo Parques del terror. También se destacan en las nuevas películas de M. Night Shyamalan y David Ayer, The Visit (2015) y Suicide Squad (2016) respectivamente, dentro de la sección Primeras Fotos.


El otro estreno “fuerte” de junio es San Andrés (San Andreas, 2015), de Brad Peyton, cuyo reportaje se complementa con una entrevista con su protagonista masculino, Dwayne Johnson, el artículo Vibraciones tectónicas, y el retrato de su coprotagonista femenina, Alexandra Daddario. Otros contenidos destacados son los reportajes de Insidious: Capítulo 3(Insidious: Chapter 3, 2015), de Leigh Whanell; la nueva versión de Lejos del mundanal ruido (Far from the Madding Crowd, 2015), de Thomas Vinterberg; El niño 44 (Child 44, 2015), de Daniel Espinosa; Requisitos para ser una persona normal (2015), de y con Leticia Dolera; Lo que hacemos en las sombras (What We Do in the Shadows, 2015), de Jemaine Clement y Taika Waititi (cuyo estreno, a última hora, se ha retrasado hasta el 3 de julio); una entrevista con Brad Bird y George Clooney, director y protagonista masculino respectivamente de Tomorrowland: El mundo del mañana (Tomorrowland, 2015), con motivo de su inminente estreno; Dale duro (Get Hard, 2015), de Etan Cohen; Son of a Gun (ídem, 2014), de Julius Avery; El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014), de Bruno Dumont; y Losers(2015), de Oriol Pérez Alcaraz y Serapi Soler.


El número se completa con secciones como Series TV, que este mes habla de la producción británica The Game, incluyendo una entrevista con su creador, Toby Whithouse, la segunda temporada de True Detective, la tercera de Orange is the New Black, la también tercera de Hannibal, y la primera de Sense8; Primera Imagen; Noticias; Stars; Ranking; Hollywood Boulevardy Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Videojuegos, de Marc Roig; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


El Cult Movie de este mes lo he dedicado al film de Stuart Rosenberg Terror en Amityville (The Amityville Horror, 1979): “una (¡otra!) de tantas películas de terror estadounidenses de finales de los setenta y primeros ochenta que fueron masacradas por la crítica del momento, sobre todo a la vista del excelente rendimiento comercial que obtuvieron, y que revisadas a ojos de hoy resultan mucho mejores de lo que se dijo cuando se estrenaron. Buena parte del interés de “Terror en Amityville” reside en el tono seco y escéptico que le imprime el veterano realizador Stuart Rosenberg, en su única incursión en el cine fantástico –dejando aparte sus tres estupendos episodios para la mítica serie de Rod Serling “Dimensión desconocida”: “I Shot an Arrow into the Air” (1960), “He’s Alive” (1963) y “Mute” (1963)–, y no por casualidad recordado sobre todo por obras de corte realista, caso de los melodramas carcelarios “La leyenda del indomable” (1967) y “Brubaker” (1980), “thrillers” policíacos como el magnífico “San Francisco, ciudad desnuda” (1973) o el notable “Con el agua al cuello” (1975), y el estupendo melodrama antinazi “El viaje de los malditos” (1976)”.


Firmo, finalmente, la crítica de la espléndida Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller.


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Todo por la patria: “CAZA TERRORISTA”, de PAUL SCHRADER

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Dying of the Light (2014), film inédito en salas españolas pero que se estrena entre nosotros en formato doméstico con el título de Caza terrorista, viene precedida de una turbulenta “mala fama”, como consecuencia de las manipulaciones llevadas a cabo por su productora, Grindstone Entertainment Group. Su guionista y director, Paul Schrader, con el apoyo de los dos principales intérpretes, Nicolas Cage y Anton Yelchin, y el aquí productor ejecutivo Nicolas Winding Refn, ha expresado que la versión de la película que ahora conocemos es el resultado de un remontaje llevado a cabo sin su aprobación, incluyendo una manipulación de su banda sonora tampoco autorizada por él. Echando más leña al fuego, el director de fotografía Gabriel Kosuth denunciaba, en una carta publicada en Varietyel pasado 8 de diciembre, que toda su labor de iluminación había sido alterada digitalmente por la productora, arruinando completamente el diseño de colores llevado a cabo en estrecha colaboración con Schrader, y con ello, el sentido “emocional” que la elección que dicha paleta de colores tenía. Por tanto, Caza terrorista no es la película que Schrader quería hacer, sino tan solo algo que se le parece. Pese a todo, asumiendo que el film tal y como lo conocemos no “es” de su autor, con todas sus irregularidades, y a falta de haber visto The Canyons (2013) en el momento de escribir estas líneas, Caza terrorista me parece el trabajo más interesante de Schrader desde Desenfocado(Auto Focus, 2002).


Cierto es que en Caza terrorista se echa en falta el refinamiento estético propio del firmante de American Gigolo(ídem, 1980), El beso de la pantera(Cat People, 1982), Mishima (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985), Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992) y, sobre todo, la que me parece su obra maestra hasta la fecha, El placer de los extraños (The Comfort of Strangers, 1990); refinamiento visual presente incluso en un título dramáticamente tan fallido pero visualmente tan curioso como Forever Mine (ídem, 1999). Pero, aun ignorando si la película, tal y como la conocemos, fue construida por su autor de esta manera, Caza terrorista tiene mucho, y muy bueno, de la personalidad de esa fascinante mezcla de calvinista moralista y cineasta formalista que es Paul Schrader. El arranque me parece excelente: el agente de la CIA Evan Lake (Nicolas Cage, en su mejor interpretación en años), atado a una silla e indefenso, recibe una brutal paliza a manos del terrorista islamista Muhammad Banir (Alexander Karim) y sus hombres, quienes le someten a un despiadado interrogatorio en el curso del cual le mutilan parcialmente una oreja. Salvado de la muerte in extremis, recuperamos a Lake veintidós años después, luciendo todavía una fea cicatriz en su pabellón auditivo y lanzando un agresivo discurso patriótico a un puñado de jóvenes reclutas de la CIA. Pero las cosas ya no son las mismas para el protagonista: es verdad que ahora disfruta de un trabajo administrativo tranquilo, alejado de la línea de fuego, pero esa paz no le reconforta, sobre todo a partir del momento en que un joven colega suyo y amigo de confianza dentro de la Agencia, Milton Schultz (Anton Yelchin), le informa de que, contrariamente a lo que dicen todos los informes oficiales, Muhammad Banir sigue vivo. Este último no está mejor que Luke, ni mucho menos: vive escondido, y padece una enfermedad en fase terminal; es, precisamente, el rastro de un raro medicamento que Banir necesita la pista que le ha permitido a Schultz averiguar el paradero del terrorista. A pesar de sus esfuerzos, Luke no logra convencer a la Agencia de que reabran la búsqueda y captura de Banir, por lo que, con la única ayuda de Schultz, decide atraparle él mismo, por su cuenta y riesgo.


Luke y Banir son los polos opuestos de un choque de civilizaciones. Son, también, dos hombres a punto de apagarse: no solo Banir sufre una dolencia que le ha puesto a las puertas de la muerte: también Luke está afectado por una enfermedad cerebral cuyos primeros síntomas son desorientación y ocasionales pérdidas de memoria, como preludio a una muerte segura que se producirá en poco tiempo. No deja de resultar paradójico que el patriota Luke, el iracundo Luke, quien ha convertido su trabajo para la CIA en el eje de su existencia, una existencia, además, sustentada sobre su templanza personal y su capacidad para recordarlo todo, ahora se vea convertido en un hombre alcoholizado y envejecido prematuramente que está a punto de perder la memoria, es decir, alguien a punto de olvidar todo aquello por lo que ha luchado: por lo que ha vivido. Caza terroristaes una de las películas “de acción” menos heroicas que haya producido en estos últimos tiempos el cine norteamericano.


Evan Luke es un clásico antihéroe de Paul Schrader, empeñado en superar sus circunstancias personales —en su caso, como acabamos de ver, la captura de ese terrorista que se le escapó en el pasado y del cual quiere, digámoslo claro, vengarse—, y de paso, purgar sus viejos pecados; están presentes de nuevo, y como siempre en su autor, la culpa y el remordimiento, la expiación y el perdón de los pecados. Un sentimiento que, paradójicamente, no descubrimos en Banir, un islamista radical al cual la enfermedad ha “ablandado”, hasta cierto punto (sigue siendo un asesino implacable), pero que a estas alturas de su existencia solo piensa en pasar desapercibido, intentar curarse o, una malas, morir con la mayor placidez posible. En cambio, Luke es un hombre que vive en el pasado y para el pasado: su discurso a los novatos, ya mencionado, exalta los valores nacionales y el patriotismo, a pesar de que él mismo es consciente de que se trata de conceptos gastados, que solo pueden seguir motivando a jóvenes inmaduros o a mentes simples; en su periplo por Europa junto a Schultz, Luke se reencuentra con Michelle Zuberain (Irène Jacob), una antigua agente de la CIA que en el pasado fue su amante, la cual le ayuda en su investigación en pos de la pista de Banir, en un gesto que puede verse como una especie de despedida de este mundo: de última voluntad para un condenado a muerte.



Caza terroristaestá recorrida por una amargura y escepticismo que permite arrojar interesantes digresiones sobre cuestiones de actualidad, como el actual conflicto —¿o Tercera Guerra Mundial encubierta?— entre Occidente y Oriente, o la indiferencia con que se miran el pasado quienes no lo han vivido (ergo, sufrido) en sus carnes: los superiores jerárquicos de Luke se niegan a prestarle su apoyo en su intento de reabrir la busca y captura de Banir, perezosos y previamente convencidos de que el terrorista ya está muerto, y aferrados a la peligrosa idea de que es mejor no remover el pasado (lo cual es el caldo de cultivo perfecto para repetir los errores de ese pasado, si cabe, corregidos y aumentados); en suma, ninguno de los jefes de Luke puede entender sus motivaciones, porque ninguno de ellos fue sometido, como él, a una atroz tortura física: ninguno de ellos sabe lo que es el dolor. Dolor, precisamente, que es lo que marca en todo momento el devenir del relato: Luke sufre, como digo, pérdidas de memoria, preludio de que su final no está muy lejos; Banir se desplaza dificultosamente en su cubil, valiéndose para ello de un bastón, y suele pasarse el día sentado o postrado en su lecho… Pero, a pesar de ello (o, precisamente, por ello), Luke y Banir siguen siendo personas temibles, como si Schrader sugiriera de este modo que quienes han vivido perpetuamente en el dolor se apoyan, asimismo, en el dolor (sea el propio o el ajeno) para continuar existiendo. En contraposición a ese estado anímico, que impregna en muchos momentos el relato de una manera agobiante, las (escasas) escenas de acción y violencia tienen un tratamiento seco y austero, si bien contundente: el asesinato de uno de los hombres de Banir a manos de Schultz, quien le apuñala tras una fatigosa persecución a pie; el tiroteo al borde de la piscina, con las balas taladrando los cuerpos semidesnudos, indefensos, de los bañistas; la pelea final, cuerpo a cuerpo, cara a cara, de Luke y Banir… El auténtico dolor no está en la violencia rápida y fulminante, sino en el oscuro pozo sin fondo en que se ha convertido el alma de los protagonistas. 


El rastro de Debbie: “CENTAUROS DEL DESIERTO”, de JOHN FORD

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Dedicado, con cariño y respeto, a Joan Marí, q.e.p.d.


Sin duda alguna el más reputado western de John Ford, Centauros del desierto (The Searchers, 1956) parte de una novela de Alan LeMay, puesta en imágenes con el inestimable apoyo de dos de sus mejores colaboradores habituales, el guionista Frank S. Nugent y el director de fotografía Winton C. Hoch. La labor de este último es en Technicolor y VistaVisión, dato que no es ocioso, habida cuenta que la nitidez y definición de imagen que proporcionaba ese formato tan característico del cine de Hollywood de los cincuenta casa perfectamente con las intenciones y, sobre todo, los maravillosos resultados de esta famosa obra maestra, que si por algo se distingue es precisamente por la transparencia de sus encuadres, la claridad de sus composiciones visuales y la limpieza de su planificación, todo lo cual realza, por poético contraste, con la turbulencia de las ideas, emociones y sentimientos que pone en juego.


El plano inicial de Centauros del desierto anticipa en cierta medida la propuesta del relato como descripción de un viaje de las tinieblas a la luz. La pantalla a oscuras se ilumina con la apertura de una puerta, la de una granja, y la cámara hace un suave travelling siguiendo en plano americano la salida de Martha Edwards (Dorothy Jordan) al exterior para mostrar en todo su esplendor la llanura. Los miembros de la familia Edwards salen a recibir a un pariente que viene a visitarles tras tres años de ausencia: Ethan Edwards (John Wayne). Casi huelga comentar que la película se cierra, de forma circular, con un plano muy parecido al de apertura, y cuya cita se ha convertido en algo tan obligado como el que abre Sed de mal (Touch of Evil. Orson Welles, 1958) o la secuencia de la ducha de Psicosis(Psycho. Alfred Hitchcock, 1960): un plano general, tomado asimismo desde el oscuro interior de otra cabaña, en virtud del cual vemos cómo van entrando en la vivienda los principales personajes del relato —Debbie (Natalie Wood), la adolescente que, siendo niña, fue secuestrada por los comanches, su hermanastro Martin Pawley (Jeffrey Hunter), que ha intervenido directamente en su rescate, y Laurie Jorgensen (Vera Miles), la prometida de este último—, excepto uno, Ethan Edwards, quien si al principio llegaba tras un largo viaje ahora acaba de concluir otro, el más importante de su vida, tras el cual solo le queda dar media vuelta y alejarse.  


Centauros del desierto puede entenderse, pues así lo sugiere ese principio y ese final, como un viaje de las tinieblas a la luz: el de Ethan, un antiguo combatiente de la guerra civil reciclado en guía del ejército cuya característica más notoria, su odio sin cuartel hacia los pieles rojas, va dejando paso a un hombre que ahora sabe y comprende muchas más cosas de las que creía saber y comprender. Pero el film de John Ford es algo mucho más complejo que la evolución de un racista que acaba viendo más allá del color de la piel de sus enemigos, pues esos mismos planos de apertura y conclusión sugieren, asimismo, que Ethan es un hombre que vive solo y probablemente morirá solo: ese primer hogar al que arriba nada más comenzar el relato, el de los Edwards, luego será arrasado por los comanches del jefe Cicatriz (Henry Brandon); y, al final, ese otro hogar que ahora le abre agradecido su puerta, el de los Jorgensen, le está vedado de forma implícita, pues el personaje sabe que su lugar no se encuentra allí. Ha vivido, ha sufrido y ha matado demasiado.


Un poco como el Tom Dunson de Río Rojo igualmente encarnado por Wayne, Ethan es un hombre endurecido que hace una promesa de muerte: cuando recupere a Debbie, secuestrada por los comanches que asesinaron a su familia y se la llevaron consigo para criarla como a una piel roja, la matará. Pero si, en el film de Hawks, Dunson no cumple su amenaza de matar a su ahijado sin que ello suponga un cambio en las convicciones del personaje, Ethan al final no matará a Debbie porque los años que ha estado buscándola han jugado en su favor: el Ethan que vio los cadáveres destrozados de los Edwards ya no es el mismo que ahora reconocede nuevo a su sobrina Debbie, alzándola en volandas como a la niña que alzó en el pasado. El tiempo posee en Centauros del desierto un papel determinante: no solo hace madurar a personajes como a Ethan, a Martin (que empezará siendo un muchacho y acabará siendo un hombre) o a Laurie (que a punto estará de casarse con otro, harta de esperar el regreso de Martin), sino que alcanza él mismo un papel protagonista, convirtiéndose en un elemento presente en todo momento en el relato, bien sea marcando el paso de las estaciones del año, o sobre todo puntuando la evolución de personajes y situaciones: véase la extraordinaria manera que tiene Ford de convertir la lectura de una carta en el punto de enlace de una serie de secuencias destinadas a describirnos el desarrollo de las pesquisas de Ethan y Martin tras el rastro de Debbie.    


La inolvidable secuencia en la que los comanches de Cicatriz atacan al anochecer el hogar de los Edwards —y quien firma esto no tiene reparo en considerarla una de las más bellas de la historia del cine— es de una tensión insoportable: el atardecer de color rojo sangre; el gesto del padre, Aaron (Walter Coy), descolgando con gravedad su rifle cuando presiente el peligro o el de Martha, la madre, impidiéndole a Lucy (Pippa Scott), la hija mayor, que encienda el quinqué; el grito de terror de esta última cuando, sin más palabras, lo comprende todo; la sombra de Cicatriz cerniéndose sobre la pequeña Debbie (Lana Wood), antes de tocar el cuerno ordenando el ataque y que la imagen funda a negro. Posteriormente, en una secuencia de una dureza sin igual dentro del cine de Ford, Ethan tratará de identificar a Debbie entre un grupo de mujeres blancas que fueron cautivas de los indios, algunas de ellas ya cadáveres, otras completamente enloquecidas. Pero todo lo que el film sugiere tiene siempre su contrapunto: Cicatriz puede ser un sanguinario, pero él también ha tenido que ver cómo dos hijos suyos morían a manos de los blancos. En este sentido, la dinámica secuencia de la carga final comandada por Ethan, Martin y el reverendo Samuel Clayton (Ward Bond) contra el campamento comanche no tiene nada de heroico, sino que es presentada como una razzia pura y simple. Como todos los grandes títulos de su autor, Centauros del desierto es una película abierta y ambivalente, en la que todo cabe, lo bueno y lo malo, lo dramático y lo cómico, lo pacífico y lo violento. Una obra de arte universal.


“DIRIGIDO POR…”, JUNIO 2015, ya a la venta

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El núm. 456 de Dirigido por… dedica su portada a la última edición del Festival de Cannes 2015, cuya extensa crónica coescriben Ricardo Aldarondo y Gerard Casau.


La revista también incluye la primera entrega de un dossier de tres partes dedicado al cine de los Marvel Studios. Esta primera parte se compone del artículo Big Bang Marvel. La creación del universo cinematográfico marvelita, de Tonio L. Alarcón; Cuando Marvel encontró a Disney. El cambio de paradigma industrial dentro de las producciones Marvel, de Roberto Morato; Agentes de S.H.I.E.L.D. y Agent Carter. Derivaciones televisivas del universo Marvel, de Óscar Brox; y un artículo sobre la primera temporada de la serie de televisión Daredevil. Hombres sin esperanza, hombre sin miedo, también de Tonio L. Alarcón.


Este mes concluye el dossierMichael Curtiz, con la publicación de su tercera y última entrega, que se divide a su vez en los siguientes temas: El melodrama. Las mil caras de un género, de Joaquín Vallet Rodrigo; El cine histórico/épico. La Historia en el cine, de Óscar Brox; y Un cineasta para el New Deal. La Gran Depresión y Hollywood, de Antonio José Navarro.


El estreno de Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller, ha dado pie a la unión de un artículo de Antonio José Navarro, La trilogía Mad Max. Visiones sobre el Fin de la Humanidad, a propósito de los tres primeros films de la franquicia, y otro de Quim Casas, Atávico y digital. Mad Max: Furia en la carretera, sobre la última película de la misma.


Otros destacados contenidos del mes son la extensa crítica de Viaje a Sils Maria (Clouds of Sils Maria, 2014), de Olivier Assayas, que ha escrito Israel Paredes Badía; la de la serie de televisión estrenada en cines El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014), de Bruno Dumont, elaborada por Quim Casas; Jean Epstein, ese desconocido, de Rafel Miret, para la sección Filmoteca; el análisis que Ramon Freixas y Joan Bassa ofrecen de dos películas de Terence Fisher recientemente editadas en formato doméstico, Chantaje criminal (The Last Page, 1952) y Cara robada (Stolen Face, 1952), para la sección Flashback; la sección Home Cinema, con comentarios de otras novedades en formato doméstico escritos por Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Quim Casas, Tonio L. Alarcón, Antonio José Navarro y yo mismo; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol; y el comentario de The Black Scorpion (1957), de Edward Ludwig, también a cargo de Antonio José Navarro, dentro de la sección Cinema Bis.


Este mes mi contribución se limita a la crítica de la nueva versión de Poltergeist(ídem, 2015), a cargo de Gil Kenan…


…y a un par de comentarios para la sección Home Cinema: los de ¡Que vienen los rusos!  (The Russians Are Coming The Russians Are Coming, 1966), de Norman Jewison…,


…y de Los asesinatos de mamá(Serial Mon, 1994), de John Waters.

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El futuro es mujer: “MAD MAX: FURIA EN LA CARRETERA”, de GEORGE MILLER

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO, QUE COMPLEMENTA LA CRÍTICA QUE PUBLIQUÉ EN EL NÚM. 358 DE “IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Parece haber provocado no ya sorpresa, sino incluso una notable estupefacción, el hecho de que, en Mad Max: Furia en la carretera(Mad Max: Fury Road, 2015), George Miller otorgue la máxima importancia a los personajes femeninos, por encima incluso del teórico héroe, masculino, del relato, Max Rockatansky (Tom Hardy): la “guerrera de la carretera” Imperator Furiosa (Charlize Theron), el grupo de chicas que lleva consigo y que ha rescatado de las garras del tiránico Immortan Joe (Hugh Keays-Byrne) —Angharad (Rosie Huntington-Whiteley), Toast (Zoë Kravitz), Capable (Riley Keough), Dag (Abbey Lee) y Cheedo (Courtney Eaton)—, e incluso las veteranas mujeres pertenecientes a la antigua tribu de Furiosa: las Vuvalini —Miss Giddy (Jennifer Hagan), la Valkiria (Megan Gale), Keeper (Melissa Jafer) y sus compañeras (Melita Jurisic, Gillian Jones, Joy Smithers, Antoinette Kellerman y Christina Koch)—. Eso es tanto como olvidar, sin salirnos del ámbito de esta franquicia, que el personaje de Max —como ya han señalado otros—, más que un “protagonista”, es un hilo conductor de la trama —lo cual quedaba muy claro, sobre todo, en Mad Max 2: El guerrero de la carretera (Mad Max 2, 1981)—, y en especial, olvidar además la importancia que tenía como detonante de la acción el asesinato de la esposa de Max (Mel Gibson) en Mad Max: Salvajes de autopista(Mad Max, 1979), o la importancia de Aunty Entity (Tina Turner) y la líder de los “niños perdidos”, Savannah Nix (Helen Buday), en Mad Max: Más allá de la Cúpula del Trueno (Mad Max Beyond Thunderdome, 1985, codirigida con George Ogilvie). Por no hablar, por descontado, de los notables personajes femeninos presentes en otros títulos de Miller, caso de Las brujas de Eastwick(The Witches of Eastwick, 1987) (1)—donde, si me apuran, ya había un discurso “feminista” más fuerte que el de Furia en la carretera— o El aceite de la vida (Lorenzo’s Oil, 1992).


Es indiscutible que esa lectura “femenina” (que no “feminista”) de Furia en la carretera no solo da mucho juego, sino que se erige incluso en la esencia de un relato que me parece —lo digo ya— el mejor de la franquicia, en cuanto retoma, perfecciona y lleva más allá lo planteado en la que, hasta ahora, era la entrega más completa de la saga, Mad Max 2: El guerrero de la carretera. Miller ha contado en esta ocasión con un presupuesto más generoso del que dispuso para aquélla veinticuatro años atrás, con lo cual no resulta de extrañar que Furia en la carretera acabe siendo en parte una especie de pseudo-remake de El guerrero de la carretera, el cual deja en paños menores todo lo relativo a Humungus (Kjell Nilsson), el líder de los salteadores de caminos de esta última, si se lo contrasta con la descripción épica y “gargantuesca” que se ofrece de Immortan Joe y su reino de terror post-apocalíptico: un mundo donde el retorno a la barbarie apuntado en El guerrero de la carretera y Más allá de la Cúpula del Trueno ya se encuentra plenamente consolidado, gobernado por un tirano de aspecto atroz cuya siniestra máscara —que oculta el artilugio que necesita para respirar— no muestra sino lo que el personaje, en puridad de conceptos, es: la muerte personificada. No me parece casual, en este sentido, que el mismo actor que encarnaba al villano de Salvajes de autopista sea el mismo que interpreta a Immortan Joe en Furia en la carretera, el mencionado Hugh Keays-Byrne: más allá del guiño cómplice, ello marca una significativa evolución, en virtud de la cual quien fuera el responsable del asesinato de la familia de Max en la primera película (provocando, con su acto criminal, el final de la creencia de Max en la ley y el orden, y anticipando el inminente derrumbe de la civilización), tiene, ahora, las facciones enmascaradas del tirano que ejerce su despotismo cruel sobre una masa de súbditos sedientos y esclavizados sobre los que, ocasionalmente, arroja agua desde unas gigantescas tuberías, en lo que puede verse un símbolo fálico representativo de su posición de poder absoluto sobre algo que, en Furia en la carretera, se ha acabado volviendo más valioso que el control de la anarquía en Salvajes de autopista, la gasolina en El guerrero en la carreterao la concentración de recursos en Más allá de la Cúpula del Trueno: mujeres jóvenes en edad de procrear.


Volvemos así al discurso “femenino” del film. La tiranía de Immortan Joe se caracteriza por haber creado a su alrededor un blasfemo culto fanático que le tiene a él como divinidad y formado por hombres prácticamente idénticos entre sí (sin identidad, sin personalidad: sin humanidad) en virtud del maquillaje blanco que cubre sus pieles, sus cráneos rasurados y sus ojos tatuados en negro, lo cual unido a los chorros de pintura plateada arrojada en espray con que se adornan la boca y los dientes en los momentos de mayor excitación, hace que sus facciones parezcan calaveras, como el rostro de muerte de su líder. Son hombres vivos, sí; pero, en el fondo, también son hombres “muertos”, cuyo jefe “es” la muerte y que viven para la muerte, convertidos prematuramente en cadáveres ambulantes para los cuales lo único que importa es morir de la manera más espectacular posible a los ojos de sus compañeros (de ahí el grito de “¡Sed testigos!”, de resonancias mítico-blasfemas, que arrojan antes de llevar a cabo, con alegría y sin pensárselo, la más audaz de las acciones suicidas). Por el contrario, las mujeres que pueblan el relato sí que tienen una apariencia personal y diferenciada entre ellas, tanto da que sea una Imperator Furiosa que, por exigencias de su trabajo como conductora y una más entre los hombres de Immortan Joe, luce en su rostro un maquillaje cadavérico similar al de sus compañeros masculinos, como sobre todo el grupo de hermosas muchachas que formaban parte del harén de Immortan Joe y a las que Furiosa ayuda a escapar para librarlas de su cautiverio, pasando por las orondas mujeres esclavizadas por Immortan Joe a las que se ordeña como a ganado para alimentar a sus carceleros con su leche materna (en lo que puede verse un sarcástico comentario soterrado en torno al “nivel mental” de los hombres de Immortan Joe), o en particular las guerreras Vuvalini que han subsistido pasando penurias pero en libertad. Resulta significativo que el momento en que Max, Furiosa y las chicas del harén de Immortan Joe alcanzan por fin el territorio de las Vuvalini esté marcado por la presencia de una de ellas, la más joven —la Valkiria, que parece una revisión de la luchadora (Virginia Hey) de El guerrero de la carretera—, desnuda y subida en lo más alto de una especie de mirador de madera, a modo de “cebo” tentador para cualquier hombre estúpido (y los secuaces de Immortan Joe lo son con creces) que se atreva a pasar por allí, pero erigiéndose al mismo tiempo en una imagen de pureza sin corromper, de belleza natural contrapuesta al mundo de maquinaria grasienta y vehículos contaminantes de Immortan Joe.


Lo femenino tiene una parte muy activa en el desarrollo de la trama. Es la decisión de Furiosa de desafiar el poder de Immortan Joe, llevándose consigo a las muchachas del harén, lo que desencadena la acción principal del relato. Es la piedad de las mujeres, y acaso una especial sensibilidad para advertir qué hombres son peligrosos para ellas y cuáles no, lo que les permite intuir que puede fiarse hasta cierto punto de Max, otro ser torturado, esclavizado y marginal como ellas, si bien de otra manera, y lo que también da pie al conato de historia de amor entre la pelirroja Capable y Nux (Nicholas Hoult), un joven miembro del clan de Immortan Joe sensible a su pesar, y quizá por ello, más “femenino” que el resto de sus brutales compañeros. Es el anhelo de reencontrarse con las Vuvalini y la tribu donde nació lo que motiva a Furiosa a emprender la fuga desesperada que ha iniciado junto a las chicas. Es el cuerpo en estado de gestación de una de esas jóvenes, Dag, la cual espera un hijo, fruto de su unión a la fuerza con Immortan Joe, lo que impide a este último efectuar su disparo, so pena de acabar con ese hijo nonato que garantizará la supervivencia de su tiranía. Es el apoyo de las Vuvalini, y el sacrificio heroico de muchas de ellas, lo que hará funcionar el plan suicida de Max y Furiosa: regresar por donde han venido al reino de Immortan Joe y golpearle allí mismo.


Comprendo que pueda verse este discurso “femenino” como una simplificación, en virtud de la cual las mujeres son “buenas”, y los hombres, “malos” (excepto los que, como Max o en segunda instancia Nux, “las entienden”). Pero el contexto que describe Furia en la carretera no admite esa simpleza, habida cuenta de que lo que el film presenta es un mundo infernal donde los conceptos de civilización y sociedad han sido prácticamente derruidos en beneficio de la barbarie y la tiranía, y donde los hombres (y las mujeres) han sido reducidos a mera animalidad. Un mundo plagado, además, de imágenes de pesadilla: a las ya mencionadas del reino de Immortan Joe, donde las masas hacinadas y sedientas esperan a que su amo les remoje a su capricho, y las mujeres son utilizadas para engendrar y, cuando ya no sirven para eso, se las exprime como a vacas ordeñadas (y cabe sospechar que, dejando aparte su pericia como conductora, la propia Furiosa es una mujer “desechada” como procreadora como consecuencia de su invalidez: le falta el brazo izquierdo, simbólica “castración” que la inhabilita para el sexo); a todo ello, como digo, hay que añadir imágenes tan impactantes (y tan extraordinarias) como las de la gigantesca tormenta de arena; el espléndido fragmento que transcurre en el pantano al pie de un árbol de ramas retorcidas, y que arroja sobre el relato un toque gótico inesperado incluso en un realizador como Miller; o la imagen del secuaz de Immortan Joe, sujetado con cables sobre una plataforma rodante, ¡y sin ojos!, que va tocando una guitarra eléctrica que escupe fuego, arengando a sus compañeros en su orgía de destrucción. Todo ello, unido a las que son las mejores secuencias de acción automovilística de estos últimos años (con perdón de la franquicia Fast & Furious), erigen Mad Max: Furia en la carreteraen una película que roza lo excepcional. Si no acaba de serlo es, más que nada, por esos molestos y convencionales flashbacksque ilustran, a fogonazos (e innecesariamente), el trauma que arrastra Max: unos pegotes que “salpican” un film casi magistral. 



(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2014/08/de-john-updike-george-miller-las-brujas.html

La heroína descalza: “IT FOLLOWS”, de DAVID ROBERT MITCHELL

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Una de las convenciones visuales y narrativas más recurrentes dentro del cine de terror es la que “establece” (es una forma de hablar) que la planificación de los momentos de mayor inquietud jueguen no tanto con lo que ve como, sobre todo, con lo que no se ve: con lo que tan solo se intuye. Una secuencia de este estilo está construida, por tanto, haciendo un uso sugestivo de la planificación, de manera que la combinación estratégica de encuadres y movimientos de cámara, reforzada por el empleo de la música o el sonido (y, en ocasiones, la ausencia de ambos), imbuyen al espectador dentro de una atmósfera que en ocasiones se ha llamado “suspensión de la credulidad”, en virtud de la cual la sensación de amenaza para los personajes se crea en función de lo que se encuentra fuera de cuadro; o sea, de lo que no se ve. It Follows (ídem, 2014), el segundo y excelente largometraje de David Robert Mitchell, trabaja a fondo esta idea.


La primera secuencia está resuelta mediante un único plano general de larga duración, en virtud del cual asistimos a la aterrorizada carrera de una muchacha (Annie: Bailey Spry) a la que vemos entrar y salir de su casa, y correr por la calzada mirando hacia “algo” o “alguien” que aparentemente solo ella puede ver y cuya presencia está fuera de campo, hasta que al final emprende la fuga en coche, todo recogido en un coreográfico movimiento de cámara de 360º que, a partir de este momento, devendrá una pauta visual. La finalidad de dicho movimiento de la cámara es situar al espectador en el escenario de la acción dramática de la escena, a fin de que verifique con sus propios ojos (con su propia mirada) que, en apariencia, “nada” ni “nadie” persigue a la chica (o que, lo que lo hace, es “invisible”).


Una joven cuyo destino no puede ser más trágico, y que Mitchell resuelve por medio de dos cortas escenas: en la primera, vemos a Annie, de noche, sentada sobre la arena de una playa e iluminada por los faros del coche, manteniendo entre lágrimas una patética conversación telefónica que tiene mucho de despedida definitiva; impresión que se corrobora en la segunda y corta secuencia, consistente en dos planos: uno medio, de la joven muerta, tumbada sobre la arena, y otro general, que nos permite comprobar, en todo su horror, que el cuerpo de la chica ha sido destrozado…


Pero, como digo, aquel movimiento circular de la cámara se repetirá en determinadas ocasiones, dándonos a entender que lo que muestra (o, mejor dicho, lo que sugiere) va más allá del carácter meramente funcional (vuelvo a insistir: en apariencia) del mismo. Es decir: no es solo algo destinado a proporcionarnos una información explícita sobre el contenido de la escena, sino que también nos revela, en base a esa repetición, que las escenas que retrata de esta manera contienen, además, una información o contenido implícitos. Pero, antes de llegar a ese punto, Mitchell primero nos pone en antecedentes: Jay Height (Maika Monroe), la protagonista del film, es una joven de 19 años que, como consecuencia de una fugaz aventura sexual de una noche con un chico que dice llamarse Hugh pero que en realidad se llama Jeff (Jake Weary), se ve misteriosa e inexplicablemente “contagiada” por una terrorífica maldición: como le explica el mismo joven con el que ha copulado, al hacerlo le ha pasado a ella “algo” que hasta entonces padecía él y de lo que, según le cuenta, tan solo se librará si ella se lo “pasa” a una tercera persona usando el mismo procedimiento…


…y ese “algo” se manifiesta en forma de unas inesperadas apariciones de personas —una mujer desnuda, una anciana con un camisón hospitalario, un hombre alto y de ojos oscuros, un niño de similares características faciales, otro hombre desnudo, incluso dos “seres” idénticos a sus seres queridos: su amiga Yara (Olivia Luccardi) y, como descubrimos cerca del final…, ¡su padre! (Ele Bardha)—, las cuales, como digo, tan solo puede ser vistas por quien padece dicha insólita “maldición” y que se van acercando a ella, lentamente pero sin pausas: personas de las cuales tiene que alejarse de inmediato, consciente de que, si alguna la atrapa, morirá en sus manos.


Una vez establecida esta premisa argumental, el movimiento de cámara de 360º adquiere un sentido diferente. Es el caso, por ejemplo, del que emplea Mitchell para dibujar brevemente la actividad cotidiana en un pasillo de un instituto de enseñanza secundaria coincidiendo con ese momento en que Jay comprueba unos datos en la secretaría del centro; en un momento dado, vemos a través de un ventanal a una chica que avanza lentamente y de cara hacia la cámara, caminando con la misma parsimonia que los inquietantes “seres” que acechan a la protagonista. ¿Se trata de uno de esos mismos seres, o es una simple casualidad? Mitchell no lo aclara (la secuencia termina antes de que podamos comprobarlo), del mismo modo que tampoco ofrece una explicación “racional” sobre la maldición que persigue a Jay. Pero, de este modo, el realizador sugiere magníficamente la presencia de un horror inimaginable, agazapado y al acecho que adopta la forma de la más estricta cotidianeidad. O dicho de otro modo: que el horror también puede ser (y, de hecho, es) algo que convive en armonía con nuestra realidad cotidiana.


Se ha dicho hasta la saciedad estos días, con lo cual no descubro nada cuando afirmo que It Follows es una metáfora en clave de cine de terror sobre la madurez, expresada por la vía del conocimiento del sexo; algo que parece ser, y a falta de haberlo visto, ya se hallaba apuntado en el primer largometraje de Mitchell, The Myth of the American Sleepover (2010), si bien en clave de comedia dramática. Comparte, en este sentido, una parecida lectura que también salió a relucir cuando se estrenó una película con la cual hasta cierto punto se la ha comparado, La noche de Halloween (Halloween, 1978), de John Carpenter, entre otras cosas por el hecho de compartir el gusto por la composición horizontal en los encuadres. Del mismo modo que La noche de Halloween fue acusada de ser un panfleto moralista porque, se dijo, solo morían asesinados en ella los jóvenes que practicaban sexo, en tanto que sobrevivía la única que no lo hacía (la protagonista encarnada por Jamie Lee Curtis), podría verse en It Follows un discurso semejante en lo que se refiere a la utilización del sexo como medio de propagación del Mal, del tipo “quien folla, muere; quien no, sobrevive”. Desde luego que puede verse así, y es respetable hacerlo aunque no se comparta (es mi caso), pues me parece una apreciación muy superficial, habida cuenta de que el tratamiento del sexo en It Follows está, como digo, visto como vía de conocimiento: como aprendizaje vital.


Jay se ve “contagiada” por la “maldición” tras copular con Hugh/Jeff. Este le explica que la única manera de librarse de ella es pasándosela a otra persona por la vía de la transmisión sexual; mas lo cierto es que Hugh/Jeff no está seguro al cien por cien de haberse librado por completo del maleficio tras copular con Jay, pues sabe que si esta última muere antes de habérselo transmitido a alguien, “aquello” volverá a perseguirle a él con la misma intención homicida, reiniciándose el ciclo. Está claro, vuelvo a repetir, que esto puede verse como un discurso moralista sobre los “peligros” del sexo precoz y/o fuera del matrimonio, e incluso como una enésima metáfora del sida: la enfermedad que se transmite por vía sexual y que, al menos por ahora, no tiene cura posible. Pero, tal y como está planteado en It Follows, el sexo resulta más bien una puerta abierta a los sinsabores de la edad adulta. No solo por el hecho de que, antes de haber copulado con Hugh/Jeff, la protagonista comenta de pasada que este no es ni de lejos su primer amante. Como vemos bien avanzado el metraje en una escena que se cierra con una magnífica, sugerente elipsis, Jay está en la playa, ve a un grupo de chicos en una lancha cerca de la costa, se desprende de su camiseta y se lanza al agua en dirección a esa lancha, probablemente porque, desesperada como está, quiere ofrecerse sexualmente a esos muchachos con vistas a librarse de una vez de la “maldición”, sin conseguirlo. Puede que el sexo sea aquí equivalente a terror y muerte, pero lo es también a soledad y tristeza.


La actitud ante el sexo de los personajes viene a resumir, en cierto sentido, su actitud hacia la vida. Para Jay, supone algo enteramente natural el mantener relaciones carnales con cada nuevo chico que conoce y que le gusta, y por esa misma razón rechaza sistemáticamente las aproximaciones que le hace en este sentido su amigo Paul (Keir Gilchrist), por el cual siente afecto pero al que no desea sencillamente porque le parece poco (o nada) atractivo.


No obstante, una vez que la protagonista ha descubierto que es víctima de la “maldición”, Mitchell inserta una escena en la cual la vemos en el cuarto de baño de su casa y en ropa interior examinando su sexo, en cierto sentido como si lo viera por primera vez: es decir, como si por primera vez en su vida se diera cuenta de las peligrosas consecuencias de dar rienda suelta a la satisfacción de sus genitales, o dicho de otro modo, de que sus actos (sexuales o no) implican, de un modo u otro, una responsabilidad inherente al hecho de madurar: de estar volviéndose una adulta.


Por otro lado, y como digo, resulta palpable que Paul está enamorado de Jay, probablemente desde hace bastante tiempo, y que no consigue que ella se interese por él desde una perspectiva sexual sencillamente porque es (o a ella le parece) “feo”; por descontado, en su deseo de ayudarla, y de que se acueste con él para pasarle la maldición, existe una doble motivación.


En cambio, Jay cede al impulso de acostarse con Greg (Daniel Zovatto), acaso porque ella también tiene esa doble o parecida motivación para hacerlo: para librarse de la maldición, y para hacerlo con un chico atractivo, “guapo”, con “éxito” entre las chicas.


Otro aspecto muy curioso de It Follows reside en la escasez de personajes adultos relevantes en la trama salvo algunas de las monstruosas e impasibles figuras, masculinas y femeninas, que se aproximan a Jay con intenciones asesinas. Solo vemos a un hombre adulto en la secuencia inicial centrada en el personaje de Annie (probablemente su padre); a los policías y vecinos curiosos que están alrededor de Jay la misma noche es que es contagiada por la maldición y tras ser recogida por su hermana Kelly (Lili Sepe) y por sus amigos Paul y Yara (Olivia Luccardi); o a profesores y personal administrativo del instituto, contemplados como meras figuras de fondo. Es una idea que, argumentalmente hablando, está cogida por los pelos, pero que Mitchell utiliza de forma muy interesante para proporcionarle al relato una peculiar atmósfera de abstracción que viene a reforzar ese discurso sobre el despertar a la madurez de unos personajes jóvenes que, a causa de sus pocos años, ven en los adultos no ya a personas que no les comprenden desde un punto de vista generacional, sino incluso a alguien que, directamente, puede matarles: recordemos de nuevo la apariencia adulta de muchas de las aterradoras “cosas” que persiguen a Jay. Uno de los momentos más hermosos del film es aquel en el que Jay, Paul, Kelly, Greg y Yara dejan el barrio donde viven porque no lo consideran seguro y se instalan en una casa abandonada, convirtiéndose así en una especie de improvisada “familia” que vive su vida, por así decirlo, ajena a los “horrores” del mundo de los adultos (aunque adoptando, paradójicamente, formas de la vida adulta: Jay es la “madre”, Greg, el “padre”, y Paul, Kelly y Yara, los “hijos”).


It Follows es una bella película de horror, sombría y nihilista, que funciona excelentemente como metafórico (y terrorífico) proceso de madurez gracias a la fuerza elocuente de sus imágenes y a su notable capacidad de sugerencia. Es una pena que, estando tan lograda en este aspecto, la película ceda a la tentación de subrayar innecesariamente lo que pretende contar por medio de un detalle cargante que, a mi entender, se erige en el único “manchurrón” (mínimo, por suerte) de un film tan interesante. Me refiero al personaje de Aya, y sobre todo, a su lectura de El idiota, de Dostoievski, a través de su teléfono móvil en forma de concha marina de color rosa (sic), que viene a erigirse en un contrapunto representativo del estado de confusión de sus jóvenes personajes frente al horror del mundo adulto, pero cuya inclusión chirría, por forzada e inverosímil, por más que pueda verse en ello una determinada ironía (empezando, como digo, por el color rosa del móvil que Aya emplea para su lectura).


Esa perspectiva eminentemente subjetiva de los protagonistas jóvenes con respecto al mundo adulto que les rodea (y que esconde para ellos una amenaza mortal que solo pueden ver los “infectados” o implicados de modo indirecto en la “maldición”) se visualiza, sobre todo, desde el punto de vista de Jay. No resulta de extrañar, en este sentido, que Mitchell planifique diversos momentos del relato insertando planos desde la perspectiva de Jay. Es el caso, por ejemplo, de ese inserto en primer plano de la mano de Jay acariciando una pequeña flor que crece al lado del coche dentro del cual ha hecho el amor con Hugh/Jeff…;


…o, más adelante, el inserto de las rodillas de Jay, asimismo desde su punto de vista, poco después de la secuencia anteriormente mencionada y, sobre todo, de la terrorífica revelación que acaba de hacerle su amante.


Asimismo, en la ya famosa escena en la que Jay recupera el conocimiento, atada de pies y manos a la silla de ruedas donde la ha sentado Hugh/Jeff para explicarle en qué consiste la “maldición”, la actriz está frente a la cámara, como si estuviera sentada sobre la dolly (o bien es la cámara la que está sujetada a la silla y de cara a ella de algún modo), de manera que, cada vez que Hugh/Jeff mueve la silla, la cámara lo hace al unísono; estos excelentes planos expresan que, a partir de ese momento, todo el horror que vamos a presenciar de ahora en adelante se vehicula principalmente alrededor de la mirada de Jay, (además de proporcionar dosis adicionales de inquietud a la escena: Jay está indefensa ante “la cosa” que se va acercando a ella, y depende en última instancia de que Hugh/Jeff o bien la desate, o bien empuje la silla para alejarla rápidamente de lo que se le está acercando, como así ocurre).


Las sucesivas apariciones del horror que acecha a Jay y sus amigos están planificadas respetando en la mayoría de los casos la perspectiva subjetiva de la protagonista (lo cual, unido al hecho de que tan solo ella pueda ver lo que se le acerca porque está “infectada”, o que solo lo vea también Hugh/Jeff, que lo estuvo en el pasado antes de transmitirle la maldición pero que sigue sin estar completamente seguro de haberse librado de ella, permite que las personas de su alrededor no puedan menos que dudar en determinados instantes de la salud mental de ambos). Es el caso de la excelente secuencia de “suspense” que involucra a Jay, Paul y la rotura de una ventana en la casa de la primera, y que culmina con el descubrimiento que hace la protagonista de una mujer en la cocina, y orinándose encima (un detalle que parece sacado de El exorcista (The Exorcist, 1973, William Friedkin), y que puede interpretarse como un (otro) apunte sobre la genitalidad, tan presente en el trasfondo del relato)…;


…a renglón seguido, la aparición del hombre alto y de ojos oscuros que se vislumbra en la puerta de una habitación y justo a espaldas de Aya, sin que esta ni ningún otro de los presentes, salvo Jay, se dé cuenta de su presencia…;


…el ataque de ese horror en la playa adoptando, precisamente, la apariencia inofensiva de Aya, primero sujetando a Jay de su cabello (el cual parece levantarse mágicamente por sí solo) y luego empujando violentamente a Paul, para al final acorralar a los jóvenes en la cabaña de la playa y terminar irrumpiendo en la misma a través de un agujero practicado en la puerta bajo la forma de un niño de ojos oscuros…;


…el momento en que Jay corre hacia la casa de Greg…, justo a tiempo para verle morir a manos de “eso”; en particular, la magnífica resolución del clímax en la piscina, que como resulta fácil pensar se inspira en parte en una célebre escena de La mujer pantera (Cat People, 1942, Jacques Tourneur), no por casualidad otro relato fantástico centrado en torno al descubrimiento de la propia sexualidad.


En el primer tercio del relato, hemos visto a Jay nadando en la piscina desmontable del jardín de su vivienda, donde era subrepticiamente espiada por un par de chiquillos que intentan verla en traje de baño; pero si ese baño era, en cierto sentido, un acto cotidiano que expresa, indirectamente, la tranquilidad con que Jay todavía está afrontando la vida (la protagonista es una muchacha acostumbrada a que los hombres se la miren con deseo: esos niños son, en el fondo, una representación de la consideración que ella siente hacia el sexo masculino), el decisivo baño en la piscina municipal, destinado a servir de trampa para “eso” que persigue a Jay y que casi acaba con su vida, viene a erigirse en una suerte de definitivo “bautismo” por inmersión en los “horrores” de la vida adulta.


Resulta muy significativa la imagen que cierra la secuencia de la piscina: esa gran mancha de sangre que se extiende sobre el agua, como una suerte de enorme “menstruación” que marca el final de la inocencia.


It Followsconcluye, precisamente, con una aparente ruptura de la perspectiva eminentemente subjetiva que ha dominado el grueso del metraje. Jay y Paul terminan haciendo el amor, en un gesto que podemos interpretar como una claudicación de la primera a la insistencia del segundo, pero también como una constatación por parte de Jay de que Paul la quiere sinceramente, hasta el punto de correr el riesgo de contagiarse de la maldición y correr juntos la misma suerte. En la secuencia final, ambos pasean de la mano por la calle; Mitchell inserta un plano de Jay y Paul, avanzando frontalmente hacia la cámara, que retrocede en travelling, construido de tal manera que vemos a sus espaldas a alguien que camina detrás de ellos… con la misma parsimonia que hemos visto en las manifestaciones de “eso”; un plano, ahora a espaldas de la pareja, con la cámara siguiéndoles en travelling frontal, sugiere la presencia de un peligro a sus espaldas… ¿Jay y Paul han logrado acabar con “eso” en la piscina? ¿O tan solo han logrado retrasar lo inevitable?; es decir, la entrada en el mundo de los adultos, y con ello, a una etapa de la existencia donde se madura, se envejece y donde, más tarde o más temprano, llega (llegará) la muerte…


Un aspecto que me llama la atención de It Follows en particular es su utilización peculiar de una convención largo tiempo institucionalizada en el cine fantástico: la heroína descalza. Dejando aparte las connotaciones eróticas y/o fetichistas de esa imagen (Quentin Tarantino tendría mucho que decir al respecto), me atrevería a decir que la Jay del film de David Robert Mitchell es la heroína de un film de horror más descalza de los últimos años. Y lo es por un doble motivo: no solo porque aparezca de esta guisa en la mayor parte de las secuencias, sino también, y sobre todo, porque esa ausencia de calzado viene a definir en muchos instantes la evolución psicológica del personaje. Baste ver, sin ir más lejos, el contraste entre la descalza Jay y Annie, la primera víctima que vemos de “eso”, en la mencionada primera secuencia: esta última lleva unos vistosos zapatos de tacón de color rojo, que no perderá ni tan siquiera después de que su cuerpo aparezca horriblemente mutilado; es decir, nunca veremos a Annie tocando con los pies en el suelo.


En cambio a Jay la vemos casi desde el principio del relato sin zapatos; al principio, cómoda y relajada, dentro del coche de Hugh/Jeff después de haber hecho el amor, y, como hemos señalado antes, acariciando una pequeña flor.


Luego, la protagonista recobra el conocimiento en la silla de ruedas y en ropa interior; la imagen, desde luego, tiene connotaciones eróticas obvias, pero a un nivel más soterrado la desnudez parcial de la joven sirve para recalcar su indefensión.


Más tarde, cuando Jay es acosada por el hombre alto de ojos oscuros en su casa, salta por el balcón de la vivienda, descalza como va, se sube a una bicicleta y huye. Poco después, la vemos detenerse en un parque y sentarse en un columpio; Mitchell inserta un primer plano de sus pies desnudos, acariciando suavemente la arena con los dedos mientras se balancea, en un gesto que tiene algo de infantil (de esa inocencia que acaba de perder) y como indicación del deseo del personaje de no perder la razón: literalmente, de tocar con los pies en el suelo.


Más adelante, después del ataque en la playa, y de nuevo descalza, Jay coge un coche y se da a la fuga. También la veremos al amanecer, despertándose sobre la capota del vehículo, con los pies desnudos, poco antes de que, como ya hemos relatado, se acerque a la playa y, en un gesto de desesperación, se desprenda de su camiseta y nade hacia la lancha para (se supone) entregarse/“contagiar” a los muchachos que hay en ella.


Asimismo, Jay saldrá a la calle sin calzado para cruzar la acera y dirigirse a la casa de Greg, donde asistirá a una nueva y aterradora manifestación de “eso”. La heroína de It Follows es una de las más desamparadas que haya dado el género fantástico de estos últimos años: alguien que, en sentido literal, va pisando de manera física, directa, sin ningún apoyo sólido bajo los pies (sin calzado) un terreno resbaladizo, inseguro, doloroso. El sendero que la lleva a la edad adulta.


“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” y “DIRIGIDO POR…” de JULIO-AGOSTO 2015, a la venta

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Imágenes de Actualidad, núm. 359, y Dirigido por…, núm. 457, correspondientes a los meses de julio y agosto, acaban de salir a la venta casi simultáneamente. La portada de la primera está ocupada por la esperada Ant-Man(ídem, 2015), de Peyton Reed, así como por otros destacados títulos comerciales que se estrenarán este verano, como son Terminator: Génesis (Terminator: Genisys, 2015), de Alan Taylor; Misión: imposible. Nación secreta(Mission: Impossible. Rogue Nation, 2015), de Christopher McQuarrie; Operación U.N.C.L.E. (The Man from U.N.C.L.E., 2015), de Guy Ritchie; y Cuatro Fantásticos (Fantastic Four, 2015), de Josh Trank. También se anuncia en la tapa el avance del film de Ridley Scott Marte: Operación rescate(The Martian, 2015), dentro de la sección Primeras Fotos.


Los mencionados contenidos se complementan con una entrevista con el protagonista masculino de Ant-Man, Paul Rudd, y un retrato de su coprotagonista femenina, Evangeline Lilly; Bernie (ídem, 2011), de Richard Linklater; Una dama en París (Une estonienne à Paris, 2012), de Ilmar Raag; la entrevista con la protagonista femenina de Terminator: Génesis (y una de las estrellas de la teleserie Juego de tronos) Emilia Clarke, así como un artículo sobre la saga Terminator: ¡Volveré!; Amy (ídem, 2015), documental sobre Amy Winehouse dirigido por Asif Kapadia; Profanación: Los casos del Departamento Q (Fasandraeberne, 2014), de Mikkel Norgaard; Eliminado(Cybernatural/Unfriended, 2015), de Levan Gabriadze; Mr. Holmes (ídem, 2015), de Bill Condon; Eternal (Self/less, 2015), de Tarsem Singh; Unos días para recordar (Bon rétablissement!, 2014), de Jean Becker; Del revés (Inside Out, 2015), la celebrada producción Pixar realizada por Pete Docter; y Los Minions (Minions, 2015), de Pierre Coffin y Kyle Balda. Todo ello complementado a su vez por las secciones Noticias; Stars; Ranking; Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


El estreno de la quinta Misión: imposible me da pie a recuperar, para la sección Cult Movie, la primera y espléndida entrega: Misión: imposible (Mission: Impossible, 1996), realizada por el gran Brian de Palma: “Casi veinte años después de su estreno, “Misión: imposible” es uno de los mejores trabajos de Brian de Palma de la década de los noventa –junto con “Atrapado por su pasado” (1993)– y una de las mejores películas que haya hecho nunca Tom Cruise, así como el mejor «Bond sin Bond» jamás realizado (con perdón de los fans de la saga Jason Bourne y de Matthew Vaughn) y, a falta de haber visto “Misión: imposible - Nación secreta” en el momento de escribir estas líneas, también la más brillante entrega de esta franquicia”.


También firmo en este mismo número la crítica de Jurassic World (ídem, 2015), de Colin Trevorrow.




La segunda entrega del dossierMarvel acapara este mes la portada de Dirigido por… Dicha segunda parte está compuesta por los artículos Los primeros héroes Marvel. Superhéroes de corto vuelo, escrito por un servidor; El “blockbuster” Marvel y la revolución digital. El CGI como herramienta para animar un universo de superhéroes, de Óscar Brox; ¿Quién es el Capitán América? Las contradicciones de un mito, de Antonio José Navarro; En pequeño formato. Los One-Shots como expansión del Universo Marvel, de Tonio L. Alarcón; y antologías de Iron Man [Quim Casas], Iron Man 2 [Roberto Alcover Oti], Iron Man 3 [Tonio L. Alarcón], Thor[Óscar Brox], Thor: El mundo oscuro [Nicolás Ruiz], Los Vengadores [Roberto Morato], Vengadores: La era de Ultrón [Tonio L. Alarcón] y Guardianes de la Galaxia [Diego Salgado].


Otro importante contenido de este número es un dossier de una sola entrega dedicado al personaje de Sherlock Holmes, con motivo del estreno este verano del film de Bill Condon Mr. Holmes, cuya crítica firma Ángel Sala. Dicho dossier se compone en primer lugar de un par de artículos, Sherlock Holmes en el cine. La vuelta al mundo de un detective, escrito asimismo por mí, y Sherlock Holmes en la televisión. En permanente rehabilitación, obra de Ricardo Aldarondo; y luego, de las siguientes antologías: La marca de los cuatro, de Graham Cutts [Quim Casas], The Hound of the Baskervilles, de Sidney Lanfield [Juan Carlos Vizcaíno Martínez]; La garra escarlata, de Roy William Neill [Antonio José Navarro]; Terror by Night, de Roy William Neill [Quim Casas], El perro de Baskerville, de Terence Fisher [Antonio José Navarro], El collar de la muerte, de Terence Fisher [Ramon Freixas & Joan Bassa]; Estudio de terror, de James Hill [Israel Paredes Badía]; La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder; Elemental, Dr. Freud, de Herbert Ross; Asesinato por decreto, de Bob Clark [Quim Casas]; El secreto de la pirámide, de Barry Levinson [Tonio L. Alarcón]; y la versión de Sherlock Holmes de Guy Ritchie [Gerard Casau].


Otros contenidos destacados del mes son las extensas reseñas del film de Pixar/Pete Docter Del revés, a cargo de Ricardo Aldarondo; Bernie, de Richard Linklater, comentada por Quim Casas, quien también firma el análisis de la última película del malogrado Alain Resnais, Amar, beber y cantar(Aimer, boire et chanter, 2013); el artículo In Memoriam que Ramon Freixas & Joan Bassa han dedicado al recientemente fallecido Vicente Aranda; un comentario de dos films de John Gilling para Hammer Films reeditados en formato doméstico, La plaga de los zombies (1966) y El sudario de la momia(1967), a cargo también de Freixas & Bassa, para la sección Flashback; la serie Wayward Pines (ídem, 2015), comentada por Quim Casas en la sección Televisión; la sección Home Cinema, con textos de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Quim Casas, Tonio L. Alarcón, Antonio José Navarro e Israel Paredes Badía; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol; y el comentario de La paloma (Grobe Freiheit Nr. 7, 1944), de Helmut Kaütner, que aborda Rafel Miret en la sección En busca del cine perdido.


Como digo, mi contribución a este número ha consistido en mi aportación a la segunda parte del dossierMarvel, esto es, el artículo Los primeros héroes Marvel. Superhéroes de corto vuelo.


También contribuyo al dossierSherlock Holmes con el asimismo mencionado artículo Sherlock Holmes en el cine. La vuelta al mundo de un detective


…y con un par de antologías: La vida privada de Sherlock Holmes…,


…y Elemental, Dr. Freud.


Asimismo, firmo una serie de críticas: Terminator: Génesis


Elsa & Fred (ídem, 2014), de Michael Radford…,


Una dama en París, de Ilmar Raag…,


Insidious: Capítulo 3 (Insidious: Chapter 3, 2015), de Leigh Whannell…,


…y San Andrés (San Andreas, 2015), de Brad Peyton.

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Restos del pasado: a propósito de “JURASSIC WORLD”

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Cuestión de formatos: “TOMORROWLAND: EL MUNDO DEL MAÑANA”

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JASON STATHAM, actor

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“LA MUJER DE PAJA”, de BASIL DEARDEN, en CINE ARCHIVO

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Cine Archivoprosigue su encomiable esfuerzo de recuperación / reivindicación de un cineasta tan interesante y hoy en día tan lamentablemente olvidado como el británico Basil Dearden, con la publicación de la segunda y última parte del dossier que este portal le ha dedicado. Contribuyo al mismo con un comentario del film de Dearden La mujer de paja (Woman of Straw, 1964), protagonizado por Gina Lollobrigida, Sean Connery y Ralph Richardson: “La obra más conocida de [Catherine] Arley a nivel internacional sigue siendo “La femme de paille”, objeto no solo de la película que aquí nos ocupa como de otras tres adaptaciones para televisión: un telefilm francés de 1976 —basado, a su vez, en la propia versión teatral de su novela que Arley estrenó ese mismo año—, y otro nipón de 2001, amén de una serie entera asimismo japonesa, y de 65 episodios, realizada en 2006. “La femme de paille” fue la segunda novela de su autora y la más difícil de publicar, dado que fue rechazada por todas las editoriales francesas a las que fue ofrecida, siendo finalmente publicada, con gran éxito, por una editorial suiza. Diez años más tarde, el libro sería objeto de su primera y más famosa adaptación, a cargo del productor británico Michael Relph, colaborador habitual del director Basil Dearden, en la que sería la segunda de sus tres películas conjuntas realizadas en la década de los sesenta bajo el sello Michael Relph Productions (Novus) —junto con “El extraño caso del doctor Longman” (1963) y “Agentes dobles” (1965)—, y con distribución en Gran Bretaña, los Estados Unidos y a nivel internacional a cargo de United Artists”.


Cine Archivo:
Especial Basil Dearden (Parte II, 1960-1969):
Cazadores de fortunas: “La mujer de paja” (1964):

Terror vs. Realismo: “EL EXORCISTA”, de WILLIAM FRIEDKIN

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[NOTA PREVIA: Aunque doy por sentado que el argumento de esta película es sobradamente conocido, advierto que en el presente texto se revelan importantes detalles sobre su trama.] No es ningún secreto a estas alturas que uno de los caballos de batalla más frecuentes a la hora de abordar un análisis de El exorcista (The Exorcist, 1973) reside en el carácter extremadamente realista del film de William Friedkin, a pesar de estar lleno de elementos fantásticos. Tampoco han faltado quienes, por el contrario, valoran esta película en función precisamente de cómo su tono fantástico acaba imponiéndose sobre el realismo de su planteamiento. Ambas opciones me parecen válidas, habida cuenta de que el film, tal y como lo conocemos, es decir, en el montaje que se estrenó en cines en 1973 y el así llamado “montaje del director” con metraje ampliado que se estrenó en 2000, da pábulo a ambas teorías, la realista y la fantástica.


Para unos, El exorcista es la película de un escéptico, Friedkin, que se mira desde la fría distancia de un no creyente lo que para él no es sino una retahíla de barbaridades sobre una niña de 12 años (Regan: Linda Blair) que cree estar poseída por el diablo, o mejor dicho, sobre una serie de personas de su entorno que así lo creen —su madre (Chris: Ellen Burstyn), un sacerdote en plena crisis de fe (el padre Karras: Jason Miller), y el viejo exorcista convocado para supuestamente liberarla del Maligno (el padre Merrin: Max Von Sydow)—, pues en puridad de conceptos la pequeña jamás llega a decir que el demonio está en su interior. Para otros, en cambio, sería la fehaciente demostración de que en nuestro mundo y nuestra sociedad, se supone, modernos, científicos y tecnificados, lo sobrenatural tiene perfecta cabida, creamos o no en ello. Desde luego que estamos hablando en términos muy generales, pues en cualquier caso antes deberíamos preguntarnos qué entendemos por realismo o realista, y qué por fantástico o sobrenatural, y a renglón seguido, qué son esos conceptos aplicados al cine.


El exorcistaoscila tonal y narrativamente en torno a ese continuo contraste entre terror y realismo, con resultados ambiguos y para nada concluyentes, si bien es verdad que en el montaje estrenado en cines en 1973 el tono realista terminaba dominando sobre el fantástico de forma más acentuada que en el montaje estrenado en 2000, donde la adición de una serie de famosas secuencias cortadas en el momento de su primer estreno, no por casualidad en su mayoría de corte fantástico, convertían/convierten la propuesta de Friedkin en algo mucho más ambiguo. Basta con ver, por ejemplo, el principio del montaje del año 2000, consistente en un par de planos que preceden a los títulos de crédito: en el primero, vemos un plano general nocturno de la casa situada en Georgetown, Washington, donde como luego sabremos viven Chris y Regan, el cual se combina con un movimiento lateral de la cámara en grúa hacia la derecha del encuadre, mostrándonos la tranquilidad de la calle por la cual pasea, abrazada, una pareja; el segundo plano al que me refiero consiste en un primer plano de la estatua de la Virgen María (la misma que, posteriormente, aparecerá profanada) ocupando el lado derecho del encuadre, y al fondo, desenfocado, el recinto de la iglesia, también de Georgetown, donde dicha figura se encuentra erigida. De este modo, la película muestra desde sus primeros minutos ese contraste entre lo real (la calle) y lo sobrenatural (la estatua dedicada a la santa), algo que Friedkin prefirió desechar en 1973 porque le parecía (no sin razón) excesivamente obvio.


El “auténtico” arranque de El exorcista tiene lugar, como en la novela de William Peter Blatty en la que se basa fielmente convertida en guión cinematográfico por su autor, en la localidad iraquí de Nínive, al norte del país. Allí se encuentra el padre Merrin, participando en una expedición arqueológica. El tono de estas primeras secuencias en Iraq, fotografiadas de manera “ardiente” y a diferencia de las del resto del film por Billy Williams (la foto principal de la película está firmada por Owen Roizman), hacen gala de un abrupto realismo donde se hace patente uno de los principales méritos de la puesta en escena del film, si no el principal: el empleo del sonido. Es en este “prólogo iraquí” donde la confluencia entre realismo y terror resulta más patente: a priori, no sucede nada en ellas que pueda considerarse como de corte sobrenatural, pero desprenden una constante (y lograda) sensación de inquietud; inquietud que, de nuevo, casa con la ambigüedad de las intenciones de Friedkin, pues a fin de cuentas algo inquietante no tiene por qué ser necesariamente algo irreal o inexplicable.


Friedkin filma con abrupto sentido documental las escenas en Iraq pero, al mismo tiempo, cuestiona o parece cuestionar ese realismo por medio de la utilización del sonido. Por ejemplo, el repicar de los picos y palas de los hombres que trabajan en la excavación arqueológica, o sobre todo el tintineo de las herramientas de otros tres que trabajan en una forja (uno de ellos, tuerto, dirige una rara mirada a Merrin); tintineo que, no por casualidad, volveremos a oír ligeramente de fondo, ya bien avanzado el film, en la escena (resuelta en un único plano) en la cual Merrin, de espaldas a la cámara y subiendo una colina, recibe en Boston un telegrama convocándole para que efectúe el exorcismo de Regan. El sonido crea una inmediata asociación entre la presente escena y el prólogo iraquí, que las siguientes imágenes no hacen sino reforzar: el plano de Merrin recibiendo el telegrama se encadena con un gran primer plano del rostro demoníaco de la poseída Regan, y a continuación, con un nuevo encadenado en plano general nocturno de la calle donde la niña vive con su madre y del taxi que deja al anciano exorcista en la puerta de su vivienda.


Como digo, en teoría no vemos nada abiertamente sobrenatural en estas escenas iraquíes, pero en las mismas se termina sugiriendo esa presencia “invisible” a pesar de todo ese realismo ambiental: el hallazgo de una pequeña estatua que figura ser la cabeza de un ser demoníaco; el momento en que el reloj de pared colgado en el despacho de un amigo de Merrin detiene el movimiento de su péndulo; la escena en la que un carromato, donde viaja una anciana iraquí, está a punto de atropellar a Merrin; la famosa secuencia en la que Merrin vuelve a la excavación y se encara con la estatua de un demonio iraquí (Pazuzu), mientras un par de perros se enzarzan en una salvaje pelea… Nada de lo que describo es, en sí mismo considerado, sobrenatural: ni el hallazgo de la estatuilla, ni el péndulo del reloj que se detiene, ni el intento accidental de atropello, ni los perros peleándose, ni la estatua de Pazuzu.


Pero lo que confiere una aureola extraña a todo ello, malsana incluso, reside en el tono impreso por la planificación y el empleo narrativo/obsesivo de la pista sonora: los golpes de picos y palas de los trabajadores superponiéndose a la imagen de la estatuilla; el sonido del tictac, enmudeciendo al detenerse el péndulo; el del carromato, unido a la imagen sombría de la impasible anciana; los gruñidos de los perros y el silbido de la arena del desierto mezclados sobre el plano general que enfrenta a los dos viejos enemigos, el demonio y el exorcista. Es una pena que, en esta y en alguna otra ocasión, Friedkin estropee un poco esta tensa atmósfera por un exceso de énfasis en la planificación, tal es el caso del lento zoom que se aproxima al rostro de la estatua del demonio Pazuzu, un tic característico del cine de la época, por otro lado.


No me extraña, vuelvo a insistir, que en 1973 Friedkin considerara innecesariamente fantásticas las famosas escenas que fueron recuperadas en el montaje de 2000, pues rompían demasiado con el tono realista que quiso que fuera el prioritario. Tono realista, por otro lado, inherente a su manera de entender el cine —cf. Los chicos de la banda (The Boys in the Band, 1970), Contra el imperio de la droga (The French Connection, 1971), Carga maldita (Sorcerer, 1977), A la caza (Cruising, 1980), Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A., 1985), Desbocado (Rampage, 1987), Killer Joe (ídem, 2011)—, y sin que eso suponga, ni mucho menos, que no haya en todas ellas una cierta, e “irreal”, estilización: en cine, incluso el más “realista” de los estilos implica, forzosamente, una manipulación de la auténtica realidad, o si se prefiere, de la realidad cotidiana: implica, me atrevería a decir que necesariamente, la “intromisión” de un estilo. De ahí, por tanto, que en el montaje de 1973 Friedkin prefiriera eliminar de El exorcista no ya las escenas más impactantes desde una perspectiva fantastique—la escena en la que Chris vuelve a su casa y las luces se encienden y apagan como consecuencia de una tormenta (y en la que, a modo de flash, se intuye fugazmente el pálido rostro demoníaco que también se aparece en las pesadillas de Karras en torno a su difunta madre); y sobre todo, el célebre momento en que la poseída Regan baja las escaleras como si fuera una especie de “araña humana”—…,


… sino incluso aquéllas de carácter aparentemente más “cotidiano” pero que, de un modo u otro, insisten en contrastar lo real con lo fantástico: la asimismo recuperada escena en la que Chris habla con el Dr. Klein (Barton Heyman), y este le dice que, mientras examinaba a Regan, ella le ha dicho obscenidades (entre ellas, “aleja tus manos de mi maldito coño”), lo cual introduce una primera anomalía en la conducta habitualmente dulce de la niña; o aquélla, cerca del final, en la que Chris le da la medalla de Karras al padre Dyer (el en la vida real reverendo William O’Malley), y este se la devuelve, rogándole que la conserve, lo cual introduce (indirectamente) un elemento sobrenatural: el carácter sagrado de la medalla: la creencia en Dios, y por tanto, la creencia en el diablo.


¿Qué impulsó a Friedkin a imprimirle, por tanto, ese tono realista, o cuanto menos escéptico, a este relato eminentemente fantástico? Puede interpretarse, como hace poco ha hecho Jesús Palacios en su libro Hollywood maldito, que lo que Friedkin pretendió fue seguir una corriente de cine de terror de base realista y supuestamente basado-en-hechos-reales (en este caso, el supuesto caso real de exorcismo que, dicen, inspiró la novela de Blatty), en la línea de lo practicado por Roman Polanski en otra famosa película de temática demoníaca, La semilla del diablo(Rosemary’s Baby, 1968), por más que esta última no se basaba en absoluto en hechos reales sino en el libro homónimo de Ira Levin, pero que también partía de la construcción de una base tonal fuertemente cotidiana. Asimismo, como ya hemos apuntado, se ha dicho que Friedkin quería explicar un relato de miedo desde la perspectiva realista, empírica, del escéptico.


De ahí que la textura de la fotografía, y sobre todo (y perdón por la insistencia), el uso del sonido, acentúen esa “cotidianeidad”: los ruidos en el ático de la vivienda de Chris, que ella interpreta (lógicamente: cotidianamente) como provocados por ratones; el sonido del avión que impide que Chris pueda oír lo que el padre Karras le está comentando a otro sacerdote; el ruido atronador de las máquinas médicas que analizan a Regan; el telefonazo que asusta a Karras, absorto como está en la audición de las grabaciones de la poseída Regan hablando lo que parece ser una lengua muerta (signo, se dice, de posesión diabólica)… Como en las escenas que transcurren en Iraq, no hay nada explícitamente sobrenatural en los momentos que acabamos de explicar: los ruidos del ático pueden ser, efectivamente, de ratones (aunque ninguna de las ratoneras que coloca el mayordomo de Chris por expreso deseo de ella llegan a capturar a roedor alguno); el sonido del avión es algo cotidiano, como lo son los ruidos de las máquinas médicas o el sonido del teléfono. Pero la ambigüedad sigue siendo la nota dominante: ¿hay ratones en el ático, o hay algo más? ¿El sonido del avión ahogando las palabras del padre Karras no resulta inquietante? ¿No es el de las máquinas médicas una gráfica expresión del dolor de la niña ante el calvario que está sufriendo? ¿O el de ese teléfono, una expresión del miedo que se está apoderando paulatinamente de Karras, aun sabiendo que la supuesta “lengua muerta” que habla Regan no es sino inglés pronunciado al revés? Lo fascinante de El exorcistaes que todo parece muy claro, y al mismo tiempo nada lo es, sin que por ello el relato parezca confuso o incoherente.


Una de las lecturas más atractivas que ofrece El exorcista (y ello no es tanto mérito del film como de la novela de Blatty en la que se inspira y que, como decía, el escritor adaptó con notable fidelidad) reside en su posible interpretación como experiencia eminentemente subjetiva de sus personajes. Por ejemplo, del padre Merrin. Al principio, le vemos trabajando en una excavación en Iraq; también le vemos como a un hombre anciano y cansado al que, en un momento dado, y acaso como consecuencia de los “signos demoníacos” que ve o cree ver a su alrededor (el hallazgo de la estatuilla, la misteriosa detención del péndulo del reloj), descubrimos tomándose una medicación, síntoma indicativo de su mala salud y premonición del sobreesfuerzo que acabará con su vida en su enfrentamiento con el diablo. Resulta significativo que, tras llegar a la casa de Chris y antes incluso de ver a la niña poseída, Karras informa a Merrin de que, si quiere, puede enseñarle el expediente del caso, y luego le comenta de que, en su opinión, hay dos o tres personalidades ocultas dentro de la pequeña; pero Merrin se niega a ver el expediente y le replica a Karras, tajante, que “solo hay uno”; por tanto, puede verse en ello no tanto una muestra de la determinación y el conocimiento del personaje de Merrin sobre la naturaleza satánica de su adversario, como un ejemplo de su propia cerrazón y estrechez de miras: Merrin cree, ya de entrada, en la existencia del diablo, y no necesita que ni Karras ni nadie se lo asevere. A mayor ahondamiento, esa famosa escena en la que Merrin ve (o, de nuevo, cree ver) al demonio Pazuzu manifestándose al lado de la poseída Regan está planificada desde el punto de vista del personaje de Merrin: ¿él, y solo él, ve esa aparición sobrenatural, o todo está en la mente de un sacerdote viejo, enfermo y al borde de la muerte?


Algo muy parecido puede decirse del conflicto del padre Karras, un sacerdote católico versado en psiquiatría que, tras la muerte de su madre (Vasiliki Maliaros), de la cual se dice que fue hallada muerta en su miserable apartamento de los suburbios dos días después de su fallecimiento, sufre una crisis de fe, acentuada por el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad que le atormenta por no haber estado al lado de su progenitora en el momento de su muerte. Karras sufre una pesadilla, en la cual ve a su madre en la boca del metro, llamándole con la misma expresión de reproche con que le recibió cuando fue a parar temporalmente a un centro psiquiátrico, y en dicha pesadilla se inserta, brevemente, el blanco rostro del demonio. Se establece de este modo una relación (acaso excesivamente subrayada por ese inserto “demoníaco”) entre el deseo de Karras de ayudar a Chris y Regan con la purgación de ese sentimiento de culpa que arrastra como consecuencia de la muerte de su madre. No es casualidad, en este sentido, que el demonio que posee a Regan intente atormentar a Karras adoptando la forma física o la voz de su madre. ¿Karras ayuda a Chris y a Regan por altruismo, o en realidad se está ayudando a sí mismo a superar su propia pérdida y a perdonarse a sí mismo?


En cuanto a Chris y Regan, madre e hija, sus conflictos se encuentran estrechamente relacionados entre sí por un hecho que flota en diversos momentos a lo largo del relato: la ausencia del esposo y padre, respectivamente, de las protagonistas femeninas.


Todo parece indicar que Chris y el padre de Regan están divorciados, y este último se encuentra viajando (“por Europa”, se dice). En un momento de la película, vemos a Chris discutiendo por teléfono con el padre de la niña, en un plano general combinado con un lento zoomen retroceso que va abriendo la imagen hasta detenerse en Regan, quien se encuentra escondida detrás de una pared y escuchando los reproches que su madre dirige hacia su padre. Chris trabaja como actriz de cine; es, incluso, una figura famosa: ocupa junto a Regan la portada de la revista Photoplay, e incluso el cinéfilo teniente de policía Kinderman (Lee J. Cobb) le pide, tímidamente, un autógrafo… Pero eso no le impide estar sola, muy sola. No hay ningún otro hombre en su vida, y hasta cuando las cosas se ponen muy feas para ella y Regan, se niega a avisar al padre de la niña.


Una niña a un paso de la adolescencia, lo cual explica que, en un primer momento, los médicos vean en la conducta anómala de Regan una manifestación extrema de los cambios que va a sufrir su cuerpo con la entrada en la madurez. Resulta significativa esa escena, aparentemente “inofensiva” pero, en el fondo, repleta de alusiones a la sexualidad, en la cual la todavía no poseída Regan le explica a su madre que ha visto un caballo gris muy bonito en el parque, que su jinete le ha dejado montarlo un rato, y que quiere que su madre le compre uno tan pronto como pueda. Luego veremos a Regan enseñándole a su madre el tablero ouija con el que juega en el sótano, y con el cual, dice, ha invocado a un “amigo imaginario” que, tampoco por casualidad, es una figura masculina: “el capitán Howdy”.


Más adelante, la niña empieza a exhibir, de manera paulatina, una conducta violenta y hostil que se vehicula a través del sexo y la genitalidad: la escena en la que se orina encima y delante de los invitados en casa de Chris…;


… su lenguaje soez, siempre haciendo alusiones al sexo (“que te den por el culo”, “tu madre está en el infierno lamiendo coños”…); el momento en que ataca al psiquiatra que intenta hipnotizarla…, atenazándole los genitales…;


… la famosa escena en la que se viola a sí misma con un crucifijo, gritando: “¡Deja que Jesús te folle!”.


Hay un momento en que abofetea violentamente a su madre, a la que luego vemos acudiendo a una cita con Karras llevando unas enormes gafas de sol para disimular el moratón de su mejilla, exactamente igual que si fuera una mujer maltratada. En cierto sentido, la ausencia de sexo en la vida de Chris tiene su turbulento contrapunto en la conducta, pletórica de connotaciones sexuales, de lo que hasta pocas semanas antes no era más que una niña inocente.


Evidentemente, no hay explicación racional alguna a hechos físicamente imposibles como que la cama o los muebles de la habitación de la niña salten o se muevan por sí solos, o que la poseída Regan sea capaz de levitar en el aire, o de girar su cabeza 360º sin partirse el cuello, o de manifestar una fuerza física muy superior a la de una niña de su edad: recuérdese que, tal y como sospecha el teniente Kinderman, Burke Dennings (Jack McGowran), el director de la película que Chris está protagonizando, fue asesinado también girándole el cuello 360º y luego su cadáver fue arrojado, desde la ventana de la habitación de Regan, por las escaleras que conducen a una calle de nivel inferior: las mismas por las cuales se precipitará Karras para quitarse la vida y asegurar la salvación de Regan. El exorcista soslaya cualquier explicación “racional” (a pesar, no obstante, de estar llena de ellas: médicas y psiquiátricas) en beneficio de una ambigüedad que sigue siendo su principal atractivo. 

   

Pánico en el Transiberiano: “TRANSSIBERIAN”, de BRAD ANDERSON

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[NOTA: Si bien ya lo he hecho en alguna ocasión, hoy doy inicio a la publicación en este blog de una serie de textos que publiqué originalmente en la primera versión de mi blog en Blogspot.es. Más allá de alguna que otra corrección ortográfica, los textos se reproducen tal y como los publiqué en su momento, y es en el mismo donde deben ubicarse temporalmente. Empiezo con este, publicado el 13 de noviembre de 2008.]


Hasta hace muy poco no tenía en mucha estima al realizador norteamericano Brad Anderson, a pesar de la por lo general buena acogida dispensada a sus dos más conocidos trabajos para el cine, ambos inscritos en el género fantástico: Session 9 (ídem, 2001), un relato de terror psicológico harto atractivo sobre el papel que, a mi entender, fracasaba en su intento de crear una atmósfera insana por culpa de un desenlace absolutamente convencional y muy decepcionante; y El maquinista (ídem, 2004), la cual, sencillamente, me aburrió de principio a fin, a pesar de la como siempre excelente interpretación de Christian Bale como su atormentado, y huesudo, protagonista, y por más que fuera el inicio de la relación, hasta ahora fructífera, quién lo diría, de Anderson con el cine español, y más concretamente con la productora y distribuidora de Julio Fernández Filmax, que cuenta con él como una de las cabezas visibles de su política de realización de films con proyección internacional. De ahí que, con franqueza, en principio no me esperaba demasiado del nuevo proyecto de Anderson con Filmax, Transsiberian(ídem, 2007); y, por más que me esfuerzo en mantenerme impermeable o, como mínimo, distante respecto a las opiniones ajenas hasta no haberme formado la mía propia, los primeros balances negativos de esta nueva película pronunciados por algunos buenos amigos y colegas cuyos pareceres me parecen valiosos, coincidan o no con los míos, no me auguraban nada bueno.


Pues bien, cuál no sería mi sorpresa al comprobar que, contra todos mis pronósticos, Transsiberian me ha acabado pareciendo un interesante film y el mejor de los dirigidos por Anderson para el cine (hago la especificación porque este director tiene también una notable producción para la televisión, sobre la que no me puedo pronunciar al no haberla visto). En primer lugar, la película atesora un notable dibujo de personajes, inicialmente descritos con trazos sencillos y algo convencionales, cierto, pero que a medida que avanza la proyección van creciendo en humanidad y matices, creándose así una atractiva atmósfera de densidad. Tenemos, por un lado, a la pareja formada por Roy (Woody Harrelson) y Jessie (Emily Mortimer), una pareja de turistas norteamericanos que se encuentran en China y que deciden viajar desde Pekín hasta Moscú tomando el famoso tren transiberiano. Tenemos, por otra parte, a otra pareja, la que forman un joven español, Carlos (Eduardo Noriega), y una chica también estadounidense, Abby (Kate Mara), que aparentemente también viajan haciendo turismo y acaban compartiendo con los dos primeros el mismo compartimento con literas. Hay, asimismo, unos terceros personajes: el inspector de policía ruso Grinko (Ben Kingsley) y su ayudante, el impávido Kolzak (Thomas Kretschmann). Pues bien, ni las relaciones entre todos estos personajes se desarrollan según los cauces habituales en los que parecen inscritos, ni ninguno de ellos es exactamente aquello que aparenta a simple vista.


Para empezar, en las dos primeras parejas de turistas, hay un personaje “fuerte” que va acompañado de otro “menos fuerte”. En el caso de Roy y Jessie, es esta última la que hace gala de una personalidad más poderosa; Roy es un hombre afable y sencillo, cuyo empeño en tomar el transiberiano se debe a su afición a los trenes; Jessie, en cambio, oculta un pasado sórdido, en el cual era adicta a las drogas y vivía al borde de la legalidad; peso del pasado que está mucho mejor planteado y expresado que el de Kym (Anne Hathaway), la protagonista de la última y muy mediocre película de Jonathan Demme La boda de Rachel (Rachel Getting Married, 2008). En lo que se refiere a la pareja formada por Carlos y Abby, es el primero el que lleva la voz cantante: simpático, extravertido, parlanchín, en su actitud se sugiere, tal y como se descubre más adelante, la presencia de una máscara de fingimiento tras la cual hay algunos peligrosos secretos; Abby, silenciosa y en apariencia introvertida, está en cambio cerca de Jessie, y esta última siente hacia ella una callada pero perceptible corriente de simpatía, que se hace notable a partir del momento en que Jessie descubre que el cargamento de matrioshkas, las clásicas madres rusas de madera que Carlos lleva consigo, es en realidad un cargamento disimulado de droga, lo cual le hace ver entre otras cosas que Abby, más joven, es un poco como ella misma a su edad, y por tanto comprende mejor que nadie su situación. Para completar el círculo, y reforzar el suspense que se produce a partir del momento en que Jessie descubre el letal contenido de la mochila de Carlos, haciendo partícipe a Roy del mismo, y tras la dramática resolución del conflicto que se desata entre Jessie y Carlos (que no destriparemos aquí, en atención a quien todavía no haya visto el film), al final acabaremos descubriendo que tampoco Grinko es lo que aparenta ser; de hecho, tan solo ver a Kolzak, y la amenaza que transmite su sola presencia, basta para intuir por dónde irán los tiros.


Transsiberianes una película sólidamente construida y que avanza de manera pausada pero muy precisa (acostumbrados a los actuales ritmos de montaje del 90% del cine comercial, muchos espectadores pueden considerarla, injustamente, “lenta”). La primera secuencia, en la que Grinko examina el cadáver de un hombre asesinado que sus subalternos han descubierto en la bodega de un barco de carga, introduce el componente policíaco que dominará la segunda mitad del relato. Pero, hasta que el intríngulis detectivesco no se apodera de la misma, la narración se sostiene excelentemente en una puesta en escena sencilla pero eficaz, en la que Brad Anderson demuestra que sabe planificar con soltura y sacar un notable provecho de la dirección de actores, convirtiendo buena parte del recorrido en este tren transiberiano cargado de sospechas y mentiras en un bonito discurso sobre las falsas apariencias muy bien sostenido sobre las miradas y los silencios de los personajes, todos muy bien interpretados: Woody Harrelson vuelve a demostrar lo buen actor que es; Kate Mara también está muy bien; Thomas Kretschmann transmite fuerza a su, todo hay que decirlo, estereotipado personaje de matón ruso frío e insensible; Eduardo Noriega demuestra que ha aprendido mucho desde sus primeros trabajos con Alejandro Amenábar; Ben Kingsley, huelga decirlo, está tan admirable como siempre; pero sin duda quien se merece una mención especial es Emily Mortimer, excelente actriz que demuestra ser capaz de cargar con el peso del relato de manera absolutamente convincente.


Si bien el último tercio acaso resulta un tanto precipitado, creo que se trata más bien de un defecto de guión que no de realización, muy controlada en todo momento por Brad Anderson. El clímax, que tampoco destriparé aquí ya que la película se ha estrenado recientemente y no soy amigo de, como suele decirse, “chafar los finales” (espero no haber explicado demasiado de la trama; si es así, mis disculpas), hace gala tanto de una bella resolución visual —me recordó mucho, y en el sentido más positivo de la expresión, al de El tren del infierno(Runaway Train, 1985), una estupenda y me temo que hoy muy olvidada película del no menos interesante y nada recordado Andrei Konchalovsky—, como sobre todo de un notable espesor dramático. Lo mejor de Transsiberian consiste en ver cómo los personajes van evolucionando a lo largo del metraje, descubriéndonos así la entereza y comprensión de Roy (quien sabe más y conoce mejor a su esposa de lo que esta última se piensa) o los matices de la personalidad de Grinko. Una buena película, mejor de lo que se ha dicho de ella.  

La despersonalización de James Bond: “007: QUANTUM OF SOLACE”, de MARC FORSTER

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[NOTA: Originalmente publicado el 26 de noviembre de 2008 en la primera versión de mi blog en Blogspot.es.] Lo he dicho (y escrito) en más de una ocasión, pero vuelvo a repetirlo: no soy un incondicional de la serie de películas dedicadas al agente secreto inglés con licencia para matar James Bond 007, pero tampoco de los que arrugan la nariz ante ellas. Las considero, en sus líneas generales, producciones por encima de la media dentro del macro-género del así llamado “cine de acción”; y a nivel más específico, hay una por cada actor que ha interpretado al personaje creado por Ian Fleming —Sean Connery, en James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, 1964, Guy Hamilton); George Lazenby, en 007 al servicio secreto de Su Majestad (On Her Majesty’s Secret Service, 1969, Peter Hunt); Roger Moore, en La espía que me amó (The Spy who Loved Me, 1977, Lewis Gilbert); Timothy Dalton, en 007 licencia para matar (License to Kill, 1989, John Glen); Pierce Brosnan, en Muere otro día (Die Another Day, 2002, Lee Tamahori); Daniel Craig, en 007: Casino Royale (Casino Royale, 2006, Martin Campbell)— que me parece muy digna de estima.


Esta introducción me ha parecido necesaria dado que, a continuación, diré que la nueva entrega de la serie, 007: Quantum of Solace (Quantum of Solace, 2008), me parece el inicio de la despersonalización del personaje (además de una producción cinematográfica, en sí misma considerada, harto discutible). Comprendo que puede parecer un purismo por mi parte, como si fuese un admirador ciego e irreductible de lo que ha sido la saga 007 en el cine; por eso he querido dejar claro desde el principio que, primero, no soy un fan (tampoco un detractor); y, segundo, que tampoco me considero un inmovilista. Precisamente una de las cosas que más me gustaron de la anterior entrega de la serie fue la inteligente renovación de contenidos llevada a cabo por sus responsables a raíz de la incorporación a la serie de un nuevo y excelente actor, Daniel Craig. 007: Casino Royaleera a la vez tradicional e innovadora; conservaba todos los principales atributos de la saga Bond, y al mismo tiempo sabía poner al día al personaje mediante un incremento de la violencia y una caracterización más dura y sombría del protagonista, a lo cual ayudaba, y no poco, tanto aquí como en 007: Quantum of Solace, la interpretación de Craig.


007: Casino Royale, una de las mejores películas de la serie (en más de un sentido, la mejor), era un modelo a seguir. Sin embargo, en 007: Quantum of Solace, la cosa va por otros derroteros. En vez de potenciar o intentar establecer variantes de las inteligentes innovaciones introducidas por el film de Martin Campbell, la nueva película, inesperadamente firmada por un realizador con cierta pátina “autoral” como es Marc Forster, se ha limitado a potenciar la “modernización” del personaje en detrimento de la tradición instaurada por las más de veinte películas que la preceden, incluyendo aquí hasta el famoso “Bond pirata” que fue Nunca digas nunca jamás (Never Say Never Again, 1983, Irvin Kershner). Y eso me parece un grave error, habida cuenta que el resultado final hace gala de una llamativa, ergo lamentable, ausencia de personalidad. Dicho de otro modo, en 007: Casino Royale la modernización del personaje conservaba los atributos que lo diferencian de otros héroes del panorama del cine de acción; en cambio, en 007: Quantum of Solace, la tradición de la saga está tan en segundo término, en beneficio de la consolidación del personaje de Bond como, aseguran, “un héroe del siglo XXI”, que por el camino ha perdido casi todo su sabor. Si el protagonista del film de Marc Forster se llamase, por ejemplo, “el agente secreto Smith”, lo que explica el argumento no cambiaría básicamente en nada. Insisto: no es una cuestión de conservadurismo o inmovilismo, sino de estilo y coherencia.  


Una cuestión que puede ser polémica —y aquí mi amigo de Los Ángeles Josep Parera, que ya me lo había advertido hace unos días, se va a reír— es la adopción que en 007: Quantum of Solace se lleva a cabo del estilo de secuencias de acción puesto de moda, exitosamente, por las tres películas dedicadas al agente secreto norteamericano Jason Bourne, protagonizadas por Matt Damon y basadas en sendas novelas del malogrado Robert Ludlum: El caso Bourne (The Bourne Identity, 2002, Doug Liman), El mito de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum, 2007), estas dos últimas firmadas por el británico Paul Greengrass, principal responsable del estilo al que me refiero, caracterizado por una estética “sucia”, casi documental, con abundante cámara en mano, planificación muy corta y montaje muy rápido. Cierto: ya he dicho en alguna ocasión que esta manera de resolver las secuencias de acción no me gusta porque me parece confusa, atropellada y más bien aburrida, por ininteligible (con independencia de que haya realizadores que también lo hagan de esta manera, y además muy bien, como es el caso de Michael Mann o el Christopher Nolan de El caballero oscuro / The Dark Knight, 2008). Pero la cuestión no es esa: la cuestión es porqué ahora las películas de James Bond tienen que parecerse a las de Jason Bourne, cuando pienso que el “estilo Bourne” ya está bien para las películas de Bourne; que Bond tenía (tiene) su propio estilo, y no necesita adoptar otros, al igual, pongamos por caso, que los films de Indiana Jones, los de la serie Jungla de cristal o incluso los de Arma letaltienen su propio estilo. A cada cual lo suyo. Que “una película Bond” parezca ahora “una película Bourne” es tan ridículo como si la cuarta aventura cinematográfica de Bourne, que ya está en preparación, pareciese “un Indiana Jones”. Debe ser una ingenuidad por mi parte, pero creo que lo bonito es la variedad de estilos, y no que todos tiendan a unificarse en uno.  


Dejando aparte la “cuestión Bourne”, creo que, por otro lado, 007: Quantum of Solace no termina de funcionar en sí misma considerada. De entrada, la trama es una de las menos elaboradas e interesantes de las últimas aventuras para el cine del agente secreto con licencia para matar, además de un mero refrito de situaciones planteadas en anteriores títulos de la serie. Que Bond actúe motivado por la venganza ya estaba planteado, y mejor explicado, en 007 licencia para matar; hasta el guiño directo a James Bond contra Goldfinger, el cadáver de la pobre agente Fields (Gemma Arterton) ahogada en petróleo, que hace referencia a la famosa imagen de la chica asesinada por asfixia cutánea cubriendo su cuerpo desnudo con pintura de oro, tiene aquí tan poca gracia que casi podrían habérselo ahorrado. Dominic Greene, el villano de la función, carece de relieve, e incluso un buen actor como su intérprete, Mathieu Amalric, está aquí francamente mal: Amalric no se cree el papel, engrosando así la nada ilustre relación de los peores villanos de la saga, encabezada por el nefasto Christopher Walken de Panorama para matar(A View To a Kill, 1985, John Glen) o el ridículo Jonathan Pryce de El mañana nunca muere (Tomorrow Never Dies, 1997, Roger Spottiswoode). Hasta las “chicas Bond”, la vengativa Camille (Olga Kurylenko) y la ya mencionada agente Fields, son aquí más prescindibles que nunca: sin ellas, la trama quedaría exactamente igual (por otro lado, es bastante absurdo que los jefes de 007 le envíen, para convencerle de que regrese a su cuartel general, a una agente tan inexperta y de la cual, se dice, “trabajaba en los archivos”, como Fields, lo cual además choca de frente con el pretendido afán de “realismo” que sus responsables pretenden inyectar a este nuevo Bond; dicho sea de paso, también me pregunto qué necesidad hay de que un personaje tan fantástico como el del agente 007 sea “realista”: por qué se considera que la mejoría de la serie, como si esta estuviese enferma, aquejada de un “exceso de fantasía”, pasa por su curación mediante la inyección de una sobredosis de “realismo”: por qué se cree a pies juntillas que, en cine, cualquier cosa es mejor si es, o parece, “realista”: por qué el sello “realista” siempre equivale en cualquier película a “bueno”, “mejor” o “de calidad”).  


Buena prueba de que la trama del film no da para mucho reside en un par de datos. El primero, que 007: Quantum of Solace es la película más corta del agente 007 en años, 108 minutos créditos incluidos, dando la sensación de que en el suelo de la sala de montaje pueden haberse quedado bastantes metros de celuloide; no por casualidad, es la más corta desde la que, a mi entender, era la peor película Bond de estos últimos años, la ya mencionada El mañana nunca muere, que duraba 119 minutos; y, aún así, a ratos 007: Quantum of Solace se hace larga, mucho más que 007: Casino Royale… con sus 144 estupendos minutos. En segundo lugar, esa reducción de metraje redunda en beneficio de las secuencias de acción, cierto, pero aún así creo que hay demasiadas: nada más empezar, el film arranca con una persecución automovilística que empieza casi por su apogeo, sin prolegómenos; pero con ello se tiene la sensación, aquí más que nunca, de que los momentos, digamos, “de reposo” son meros paréntesis entre secuencias de acción, y que lo que se nos explica entre “acción” y “acción” carece del menor interés. Aquí es donde, creo, se nota, o mejor dicho, no se nota la mano del director, un despistado Marc Forster que ha acabado siendo una mala elección. Autor de películas de pequeño formato –algunas tan interesantes como Monster’s Ball(ídem, 2001), Descubriendo Nunca Jamás(Finding Neverland, 2004) o Tránsito(Stay, 2005)—, sospecho que Forster se ha visto desbordado por la gigantesca producción que requiere cada film del agente 007, y eso se nota en el resultado final, que parece depender más que nunca de las segundas y terceras unidades. Hay momentos en que se tiene la impresión de que el realizador titular del producto no se aclara con el mismo: por ejemplo, durante la conversación en el puerto del villano Greene con su secuaz boliviano, el general Medrano (Joaquín Cosio), Forster inserta un gratuito plano con la cámara colocada detrás de un enrejado, cuya única finalidad parece ser la de “animar” su aburrida planificación; o el no menos gratuito plano general en semipicado que inserta en la charla en la terraza de Bond con su colega Mathis (Giancarlo Giannini), una imagen puramente decorativa; o la sensación de que no acaba de sacar todo el partido posible a secuencias teóricamente atractivas, pero mecánicamente resueltas: es el caso del momento de suspense en el teatro de la ópera, una bonita idea que Forster resuelve echando mano de un pesado montaje en paralelo; o la pelea final en el futurista hotel situado en medio del desierto boliviano, un formidable decorado del cual tampoco extrae el menor provecho. Por no hablar del recurso a tópicos visuales tan manidos, como los consabidos insertos del público que mira un espectáculo ecuestre tradicional en Siena mientras, en paralelo, Bond persigue a un asesino por calles y tejados.


No es de extrañar, en este sentido, que lo que al final acaba funcionando mejor de 007: Quantum of Solace sean, precisamente, sus pocas escenas de “pequeño formato”. Señalo la escena de la pelea en la habitación de un hotel haitiano de Bond contra un sicario con cuchillo, esta sí muy bien planificada y montada, y con un final magnífico: 007 apuñala al sicario en el cuello y lo sujeta por el brazo, esperando fría y pacientementea que se muera para soltarlo: la escena vale lo que la mirada y gestualidad de Daniel Craig, quien sí tiene claro a su personaje. En particular, el momento de la muerte de Mathis en brazos de Bond y cómo a continuación este último se deshace del cadáver… arrojándolo a un contenedor de basura; “¿Así tratas a tus amigos?”, apostilla Camille, presente en la escena; “No le habría importado”, replica Bond: una buena manera de dibujar el duro estilo de vida del protagonista y de los demás personajes de su entorno profesional. Pero, a pesar de todo esto, el film sabe a poco, y más teniendo en cuenta la excelente impresión dejada por 007: Casino Royale; impresión que, sospecho, habrá sido determinante para mucha gente a la hora de acudir en masa a ver esta nueva entrega.



A propósito del “western” moderno: “EL TREN DE LAS 3:10” y “APPALOOSA”

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[NOTA: Originalmente publicado el 6 de diciembre de 2008 en la primera versión de mi blog en Blogspot.es.]Este año se han producido en nuestro país los estrenos de dos recientes producciones norteamericanas inscritas en el género del western, en primer lugar El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 2007, James Mangold), nueva versión del clásico homónimo de Delmer Daves de 1957, y Appaloosa (ídem, 2008), dirigida y coprotagonizada por el actor Ed Harris, en su segundo trabajo tras las cámaras después de la correcta Pollock(ídem, 2000). La coincidencia en cartelera de ambas películas con escasos meses de diferencia nos permite hablar nuevamente de cuál es el estado del western en la actualidad, en un debate que de un tiempo a esta parte se reabre esporádicamente con la llegada de algún nuevo título inscribible en el género, bien sea producciones precedidas por la aureola del “prestigio”, como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007, Andrew Dominik), o bien de otras nada despreciables pero que pasan más desapercibidas como consecuencia de su escasa o casi nula difusión, como es el caso de Enfrentados (Seraphim Falls, 2006, David Von Ancken).


Empezaré hablando de El tren de las 3:10, versión 2007, y dejando constancia, de entrada, de la enorme decepción que me produjo; y no será porque no tuviese unas buenas expectativas ante ella a la hora de verla (tampoco niego la posibilidad de que esas mismas expectativas fueran lo que provocaran mi decepción), y más teniendo en cuenta que el film se inscribe en un género, el western, que siempre ha sido uno de mis favoritos junto con el fantástico; además, la película está protagonizada por dos muy buenos actores, Russell Crowe y Christian Bale, cuya labor suele ser para mí un aliciente a la hora de ver cualquier film en el que intervengan; y, en tercer lugar, es un film de James Mangold, realizador irregular que tiene en su haber un par de buenas películas inscritas, asimismo, en los márgenes de géneros codificados: Cop Land (ídem, 1997) e Identidad (Identity, 2003), esta última particularmente jugosa por lo que tiene de manipulación de determinados mecanismos narrativos “tradicionales”.


Sin embargo, a pesar de todas esas buenas referencias, confieso que “desconecté” de El tren de las 3:10 casi desde el principio, y por las siguientes razones. Ya en el primer tercio del relato, la secuencia en la que Ben Wade (Crowe) y su banda asaltan el furgón blindado que protege el agente de la Pinckerton ByronMcElroy (Peter Fonda) y sus hombres me produjo un distanciamiento por culpa de sus concesiones a una supuesta “modernidad”, o mejor dicho, “modernización” (no es lo mismo lo moderno, en su acepción de contrapuesto a lo clásico, que lo “modernizado”, acción mediante la cual alguien o algo para a ser moderno: lo moderno nace, lo “modernizado” se hace: lo primero es genuino, lo segundo, resultado de una manipulación). Volviendo a la secuencia en cuestión, me crearon una distancia el abuso del montaje corto (peaje insalvable a estas alturas en el cine comercial norteamericano) y de los efectos especiales (el furgón blindado acaba volcando de una manera “explosiva”, muy a lo “cine del siglo XXI”: numerosos planos de detalle “espectacularizan”, y perdón si estoy abusando de barbarismos, el batacazo del vehículo). Dicho rápidamente, El tren de las 3:10, de James Mangold, no me parece un western, sino una imitación puesta al día mediante trucos, más bien baratos, del cine comercial dominante.


Esa mala impresión se me hizo más patente a la hora de dibujar a determinados personajes. Por ejemplo, en las primeras secuencias que describen la vida cotidiana del granjero Dan Evans (Bale), hay un momento para mi gusto muy chirriante: en un arranque de sinceridad, Evans le confiesa a su esposa Alice (Gretchen Mol) que no ha terminado de enjugar la deuda que sigue pesando sobre su granja porque destinó una parte del dinero destinado a hacerlo a comprar comida para el ganado; Alice le replica algo así —cito de memoria, pues tan solo he visto la película una vez— como que debería haberlo consultado con ella antes de haber tomado esa decisión respecto al dinero. Pues bien, con franqueza, esa escena es completamente inverosímil: ninguna mujer de finales del siglo XIX, y además una granjera, se atrevería a discutirle a su esposo, otro granjero de esa misma época, cómo debe administrar la economía hogareña, y probablemente ese mismo granjero, por comprensible que fuera, acabaría abofeteándola ante semejante intromisión. Naturalmente que habrá quien diga que los personajes de un relato de ficción no tienen por qué hablar y comportarse exactamente igual que las personas de la época retratada, que existen determinadas licencias artísticas de cara a la elaboración de una determinada dramaturgia comprensible para el espectador actual; estoy de acuerdo, pero no hasta el punto de que los personajes hablen y se comporten como si fueran personas de la actualidad; desde este punto de vista, El tren de las 3:10 chirría, y mucho, porque ver y oír a personajes de la época en la cual transcurre el relato moverse y hablar como personas de principios del siglo XXI me parece un mecanismo de identificación con el espectador actual excesivamente forzado, demasiado “familiar”, y en consecuencia el resultado es artificial e impostado.


Por desgracia, no es el único apunte “actualizado”, o “puesto al día”, que da al traste con la consistencia dramática de El tren de las 3:10. Pienso también en el penoso personaje de Charlie Prince (Ben Foster), la mano derecha de Ben Wade, descrito como un sádico insensible cuya homosexualidad y su inclinación amorosa hacia Wade están demasiado puestas en primer término del relato (asimismo, la afectada interpretación de Ben Foster tampoco ayuda demasiado a humanizar el personaje). No es la primera vez que en el contexto de un western se introducen connotaciones homosexuales o referencias a la condición de tal de algún personaje; pienso, sobre todo, en la magnífica El hombre de las pistolas de oro (Warlock, 1959, Edward Dmytryk), en la cual el cojo Tom Morgan (Anthony Quinn) seguía fielmente al pistolero Clay Blaisedell (Henry Fonda) porque este último era, en opinión del anterior, “el único hombre que nunca me ha llamado cojo”. Pero, definitivamente, el tiempo de las sutilezas parece haber pasado a mejor vida. Aquí, el dibujo de la atracción homosexual que Charlie siente hacia su jefe está visualizado en una secuencia que roza el ridículo: Ben Wade se detiene en el saloon del pueblo, cerca del lugar donde han asaltado el furgón blindado, y se toma un whisky mientras mira con avidez las carnes apetitosas, hay que reconocerlo, de la cantinera, Emma Nelson (Vinessa Shaw, con lo cual lo de las carnes está plenamente justificado); en un primer plano risible, vemos a Wade desnudando con la mirada a la chica, mientras que a su lado el sibilino Charlie le dice que “puede esperarle él allí todo el tiempo que haga falta…”. El personaje de Ben Wade —por lo demás interpretado tan bien como siempre por Russell Crowe (sus apariciones en pantalla son lo único salvable de la muy convencional última película de Ridley Scott Red de mentiras / Body of Lies, 2008)— todavía aglutina otro apunte de “modernización” particularmente detestable: ese momento en que, tras haber matado a Byron McElroy por haberle recordado su condición de bastardo, exclama: “Hasta los malos queremos a nuestras madres”, execrable apunte de diálogo que parece herencia (una más) de los latiguillos meta-fílmicos a lo Quentin Tarantino. Otro elemento distanciador.


Por otro lado, y dejando ya el tema de esa supuesta “modernización”, o mejor dicho, de esa modernidad mal entendida, creo que El tren de las 3:10tampoco acaba de funcionar en sí misma considerada. El guión da muchas, muchísimas vueltas, algunas de ellas bastante absurdas: no se entiende, por ejemplo, que Wade y su banda lleven a cabo un ardid para que el sheriff del pueblo y sus ayudantes se larguen pitando hacia el lugar donde los primeros han atracado el furgón únicamente para que el protagonista y sus bandidos puedan entrar tranquilamente en el pueblo… para repartirse el dinero en el saloon, cuando podrían haberlo hecho, con más seguridad, en cualquier otro sitio (parece, por tanto, un mero ardid de guión destinado a facilitar que Wade vaya al pueblo, donde con la ayuda de Dan Evans será detenido); y qué decir del más bien absurdo episodio en el campamento de montaña donde un grupo de ingenieros supervisan la construcción de la vía del tren llevada a cabo, en condiciones denigrantes, por obreros chinos: dejando aparte que hay en esta secuencia otro ridículo apunte “modernizado” (el hijo mayor de Evans, William / Logan Lerman, mira con compasión a un chico oriental de su misma edad que trabaja como un esclavo; esa piedad en el contexto, insisto, de finales del siglo XIX y por parte de personajes de escasa cultura, vuelve a ser inverosímil), la secuencia se distingue por su mediocre construcción dramática (casualmente, los ingenieros también tienen cuentas pendientes con Wade y aprovechan que cae en sus manos… para torturarle con descargas eléctricas) y su mera condición de excusa para introducir más espectacularidad en el relato: en dicho escenario se producirá un par más de tiroteos, acompañados de explosiones de dinamita.


No es de extrañar, en este sentido, que ante tal cúmulo de inconsistencias y despropósitos, el espectador llegue cansado al clímax del relato: la larga situación de suspense en virtud de la cual Evans tiene que trasladar él solo a Wade hasta el tren que conducirá a este último a la prisión de Yuma bajo la lluvia de balas disparadas por Charlie y el resto de los bandidos de Wade. Hay que reconocer, empero, que tanto aquí como, en sus líneas generales, en el resto del film, James Mangold demuestra que sabe rodar y construir una planificación coherente y con sentido. Pero llegados a este punto, el interés de El tren de las 3:10 ya se ha desvanecido casi por completo: frente a algún buen apunte, como el retrato de Evans que Wade garabatea en su cuaderno (donde, se nos dice, el forajido dibuja con gran pericia todo aquello que le gusta), el tópico más siniestro vuelve a hacer aquí su aparición: antes de morir, Evans le confiesa atropelladamente a su hijo que durante la guerra civil se comportó como un cobarde; pero uno tiene legítimo derecho a preguntarse: ¿y qué?


Appaloosa ya es otra cosa. De entrada, carece de ese sonsonete moderno, o posmoderno, que destroza las buenas intenciones de El tren de las 3:10. Aquí vemos a seres humanos que, como mínimo, parece que hablan y se comportan como personas de la América de finales del siglo XIX; insisto en la cuestión de que las películas no tienen porqué ser lecciones de Historia, o “históricamente correctas”, pero sí en el hecho de que tiene que haber cuanto menos cierta coherencia entre el dibujo de personajes y el contexto en el que desarrollan. Un primer aspecto de Appaloosaque llama la atención (puntualización para posibles quisquillosos: a mí me llamó la atención) es la singularidad de su construcción narrativa. En su primera secuencia, el sheriff de la localidad de Appaloosa y sus ayudantes llegan al rancho propiedad del terrateniente Randall Bragg (Jeremy Irons) para detener a dos de sus hombres, acusándoles de un homicidio; Bragg advierte a los hombres de la ley que su rancho queda fuera de su jurisdicción, y ante la insistencia del sheriff acaba asesinándoles, a él y a los ayudantes, a tiros. Poco después llegan a Appaloosa Virgil Cole (Ed Harris) y su socio Everett Hitch (Viggo Mortensen), pistoleros a sueldo que trabajan dentro de la legalidad (curioso, y paradójico, concepto del oficio de matón), quienes alcanzan un rápido acuerdo económico con las fuerzas vivas del pueblo para que Cole sea nombrado nuevo sheriff y Hitch su ayudante, a cambio de la promesa de librar a Appaloosa de la tiranía de Bragg y sus hombres; dicho y hecho, inmediatamente después de haber acordado las condiciones de su trabajo, Cole y Hitch hacen frente a cuatro hombres de Bragg que están armando bronca en el saloony les liquidan expeditivamente. A pesar de lo contundente de esta presentación de personajes, por lo demás excelente, la trama de Appaloosa no va a girar en torno al enfrentamiento de los dos bandos presentados, sino que, curiosamente, la lucha contra el terrateniente acaba pareciendo una mera excusa para mostrarnos otras cosas, en particular el dibujo de la relación de amistad y camaradería que vincula desde hace más de diez años a Cole y Hitch. A la confianza total y respeto mutuo que se profesan hay que añadir una singular complementariedad: Cole es más activo y emprendedor (toma la palabra a la hora de negociar y adopta la estrategia a seguir); Hitch, aparentemente más pasivo, es también más reflexivo e incluso más culto que su colega (no por casualidad, su narración en offfocaliza en gran medida el punto de vista bajo el cual se narra el film); por ejemplo, cuando Cole necesita completar una frase con la palabra adecuada, es Hitch quien se la proporciona; cuando Cole tiene que hacer frente a cualquier situación violenta de las varias que se producen a lo largo del relato, Hitch siempre está detrás suyo respaldándole.


La segunda singularidad que otorga una personalidad propia a la película es la presencia de un inesperado personaje femenino que no sigue los cauces habituales, por más que al principio esté presentado, engañosamente, como una figura estereotipada. Me refiero a Allison French (Renée Zellweger), la cual se instala en Appaloosa poco después de que lo hayan hecho Cole y Hitch, contratándose como pianista del saloon. Los modales refinados y un tanto remilgados de Allison, que en un primer momento parecen contrastar con los de los duros Cole y Hitch (en particular del primero: la primera vez que conversan los tres, mientras desayunan, Cole se pregunta en voz alta si Allison no habrá sido en el pasado… prostituta), son en realidad una frágil apariencia bajo la cual se esconde una mujer procaz y sexualmente muy activa, una suerte de depredadora que se va arrimando a todos los hombres con una cierta posición de poder que encuentra en su camino: primero a Cole, que es el sheriff de Appaloosa; luego, se insinúa abiertamente a Hitch porque, tal y como dice este último más adelante, necesita un “recambio” para el caso de que Cole muera durante el desempeño de su peligrosa profesión; a continuación, tras ser secuestrada por el pistolero a sueldo Ring Shelton (Lance Henriksen) que ha sido contratado por Bragg, también se acuesta con él, por si las moscas…; y, finalmente, tontea con el mismísimo Bragg después de que este último se haya librado de la prisión y regrese a Appaloosa para instalarse allí. Allison es una superviviente nata, una mujer que usa “armas de mujer” con tal de sobrevivir en un contexto violento donde los hombres usan “armas de hombre”. La personalidad de Allison contrasta con la de Katie (una fugaz Ariadna Gil), la prostituta “oficial” de Appaloosa que se acuesta esporádicamente con Hitch, por más que este aspecto esté poco trabajado: el contraste entre la puta profesional, que ofrece su sexo a cambiose dinero, y la puta, digamos, “vocacional”, que en el fondo hace lo mismo pero buscando a la vez la apariencia de respetabilidad social que proporciona una relación de pareja estable. Contra todo pronóstico, resulta un acierto la elección de una actriz tan extraña como Renée Zellweger para interpretarla: el físico poco convencional e incluso un tanto desagradable de la intérprete casa a la perfección con la heterodoxia de su personaje.


Antes he mencionado la palabra supervivencia. En gran medida, esta es la que mueve a todos los personajes: a Cole y a Hitch, yendo de pueblo en pueblo para que les contraten como como “pacificadores” profesionales; a Allison, como ya hemos visto; a Bragg, que se va adaptando a las circunstancias, primero como poderoso granjero y, aprovechando sus contactos nada menos que con el presidente de la nación, como no menos poderoso ciudadano de Appaloosa; al pistolero Ring Shelton, evidentemente; incluso al muchacho que trabaja para Bragg y que, temeroso de que todo acabe al final en una gran matanza, decide denunciar a su jefe a la justicia por el asesinato del primer sheriffde Appaloosa y sus ayudantes, para luego poner pies en polvorosa después del juicio que condena a Bragg…


Appaloosa es una muy agradable “película de resistencia”, absolutamente a contracorriente de las modas que imperan actualmente en el cine comercial norteamericano, a la que si se le tuviera que reprochar algo sería, únicamente, que la apuesta que hace en materia de puesta en escena sea, a pesar de su excelente solidez, demasiado deudora de patrones narrativos tradicionales. Dicho de otro modo: no trato de decir que Appaloosa me parezca demasiado “clásica” ni nada por el estilo, sino que creo que la radicalidad de su propuesta, entendida siempre dentro del contexto actual del cine contemporáneo, hubiese resultado más expeditiva en el supuesto de que Ed Harris, director, se hubiese planteado la posibilidad de enriquecer el lenguaje cinematográfico del western y llevarlo un poco más allá, como sí logró hacerlo, a mi entender, Clint Eastwood. Ello no desluce ni desmerece la calidad del resultado: basta con ver el magnífico provecho sacado de la dirección de actores (todos magníficos, incluido claro está el propio Harris) o el planteamiento y resolución de los momentos de violencia, secos y cortantes, que por sí solos acreditan el estimulante carácter singular que atesora el film. 

El adiós al pasado: “LAS HORAS DEL VERANO”, de OLIVIER ASSAYAS

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[NOTA: Originalmente publicado el 15 de diciembre de 2008 en la primera versión de mi blog en Blogspot.es.]Hace unos meses se montó una buena entre mi amigo y colega Antonio José Navarro y el portal de Internet Miradas de Cine como consecuencia de una airada opinión del primero en torno al film de Olivier Assayas Boarding Gate (2007), por cierto y si no me equivoco todavía no estrenado en España, publicada en el número 380 de Dirigido por… (julio-agosto 2008), y que fue objeto de una réplica firmada por Alejandro Díaz en el número 78 (septiembre 2008) del mencionado portal. Pero no trato aquí de reabrir polémica alguna ni de darle o quitarle la razón a nadie, principalmente porque como no he visto Boarding Gateno puedo pronunciarme; lo menciono solo como ejemplo de cómo en ocasiones hasta qué punto se soliviantan los ánimos a la hora de hablar de cine y, de un tiempo a esta parte, cuando el nombre de Olivier Assayas sale a colación.  


Conozco poco del cine de este realizador y excrítico de cine francés, con la excepción de Demonlover (ídem, 2002), que me pareció interesante, y de Quartier des Enfants Rouges, su correcto episodio para el muy flojo film colectivo París, je t’aime (Paris, je t’aime, 2006). Sé que tiene un puñado de títulos de prestigio —Irma Vep (1996), Finales de agosto, principios de septiembre (Fin août, début septembre, 1998), Les destinées sentimentales (2000), Clean (ídem, 2004)—, que iré recuperando cuando lo considere conveniente. He visto Las horas del verano(L’heure d’été,2008), su más reciente trabajo estrenado entre nosotros, y si bien adelanto que me ha parecido una magnífica película, una de las mejores que se han estrenado en España a lo largo de este año, no termino de comprender que se hable de Assayas como si fuera uno de los grandes renovadores del lenguaje del cine, siendo así que Las horas del veranohace gala precisamente de una gran sencillez formal (por más que la misma encubra, en el fondo, una gran elaboración); quizá se trate de la aparente heterodoxia estilística de la cual parece hacer gala su filmografía, pues ciñéndome a lo que he visto de él Las horas del verano se encuentra, como suele decirse, en las antípodas de la fría sofisticación tecnológica de Demonlovero de la “estética de reportaje” de su sketchpara París, je t’aime, por más que el último tercio de Las horas del veranose acerca un poco a aquélla. Por tanto, a falta de haber visto más títulos de Assayas y como doctores tiene la iglesia, prefiero dejar la cuestión sobre la relevancia de este realizador en el contexto del cine mundial para cuando tenga mayor elemento de juicio.


Lo que sí puedo afirmar es que Las horas del verano me parece un excelente film que, de entrada, tiene la nada despreciable virtud de sugerir muchas cosas de forma sencilla y clara, que no simple, en un relato que avanza impecablemente en virtud de la fuerza y consistencia de secuencias bien construidas y bien filmadas. La del principio, sin ir más lejos, es muy bella: un grupo de niños de diversas edades juegan por los bosques y jardines que rodean la casa de campo de su abuela Hélène (Edith Scob); el juego infantil sirve para introducir al espectador en el escenario principal en torno al cual girará la acción principal del relato y al mismo tiempo crea una determinada atmósfera que se verá corroborada por lo que vendrá a continuación: la casa de campo de Hélène será el objeto de “juego” de otros antiguos niños que en el pasado también corretearon por sus alrededores y que ahora son adultos, o juegan a serlo: los hijos de Hélène, Frédéric (Charles Berling), Adrienne (Juliette Binoche) y Jérémie (Jérémie Renier). Pero eso será más tarde: en el primer tercio del relato, hijos y nietos de Hélène se congregan a su alrededor para celebrar con ella su 75º aniversario. Entre entregas de regalos, comida y bebida al aire libre, se van perfilando los principales rasgos de los personajes: Frédéric vive con su esposa y su hija en París, mientras que Adrienne es una diseñadora de éxito que reside en Nueva York y Jérémie trabaja para una empresa en China. Por una cuestión de proximidad, no solo geográfica sino también sentimental, Hélène escoge a Frédéric para, aprovechando una pausa en la celebración de su cumpleaños, ponerle al corriente de sus planes para cuando muera: la casa pertenecía a Paul Gauthier, reputado pintor de la época indirectamente emparentado con ella, y contiene diversos tesoros artísticos en forma de dibujos de Gauthier, dos cuadros de Corot, grabados de Redon y piezas de mobiliario de otros relevantes artistas; Hélène quiere que, a su muerte, esas obras de arte vayan a parar al Museo de Orsay (anotemos que Las horas del verano forma parte de una serie de films destinados a conmemorar el vigésimo aniversario de esta institución), mientras que los hermanos heredarán la casa de campo para hacer con ella lo que les plazca.


Ya en ese primer tercio del relato queda perfectamente claro que de los tres hermanos es Frédéric el que siente una mayor vinculación de afecto hacia la casa donde transcurrieron los felices veranos de su niñez, de ahí que, a la muerte de Hélène al año siguiente, sea el único que desearía que la vivienda no se vendiera y siguiera formando parte del patrimonio familiar. Pero su deseo choca de frente con el de sus hermanos, cuyas vidas están lejos de Francia y a los que la distancia geográfica se les hace enorme: Adrienne sigue trabajando en los Estados Unidos y a Jérémie acaban de renovarle su contrato por cinco años, durante los cuales él y los suyos deberán vivir en China. Pero lo que más le duele a Frédéric no es tanto que Adrienne y Jérémie aleguen tantas dificultades para poder seguir haciéndose cargo de la casa de campo como, sobre todo, que demuestren tanto desapego hacia la casa en sí misma considerada: que, para ellos, la vivienda de su madre, de sus abuelos, de Paul Gauthier, carezca de lo que suele denominarse como “valor sentimental”. Es significativo el momento, ya apuntado entre otros por Quim Casas en su reseña publicada en Dirigido por…, en el que Frédéric se aparta de los demás y se pone a llorar en la oscuridad de un dormitorio. También lo es, añado por mi parte, que Frédéric manifieste en voz alta cierto embarazo ante las sugerencias “escandalosas” de que su madre pudo haber sido la última amante en la vida de Paul Gauthier, algo que sus hermanos, en cambio, se toman más bien a risa.


Lo que Las horas del verano propone sotto vocce, sin estridencias, es un agudo dibujo de ese desprecio hacia el pasado tan característico del mundo moderno, y de qué manera las diferencias culturales y en particular económicas del mundo contribuyen a que cualquier objeto, incluso cualquier persona, pronto sea considerados viejos, ergo inútiles y prescindibles. Es significativo que Adrienne trabaje en los Estados Unidos, la superpotencia económica por excelencia, y Jérémie lo haga en China, la superpotencia económica en auge por excelencia; se trata, además, de países con una cultura joven (el primero) o que acaban de nacer al modo de vida contemporáneo (el segundo). En cualquier caso, naciones para las cuales los tesoros artísticos que contiene la antigua casa de campo de Paul Gauthier son tan solo vestigios de un pasado que ya casi nadie parece tener interés en recuperar. La digresión que propone Assayas podría extenderse, si se quiere, al triste papel que parece jugar Europa en la actualidad como referente de una cultura que, a los ojos de los florecientes Estados Unidos y de los pujantes países de Oriente, es algo viejo y, horror, “pasado de moda” (en un discurso que podría extrapolarse a la situación actual del cine, dominado por un lado por la hegemonía estadounidense y por otro por el notable mercado asiático, coyuntura dentro de la cual Europa también ha perdido hace tiempo su papel de cinematografía de referencia).


No obstante, lo mejor de Las horas del verano es que ese discurso abstracto está ahí, insinuado entre líneas, entre planos, pero a pesar de eso la película resulta profundamente humana, en absoluto sermoneadora, y además aguda e inteligente. Hay que anotar, de nuevo en el saldo de lo positivo, otros grandes momentos, como el de la visita de los expertos del Museo de Orsay a la casa de campo acompañados por Frédéric y Adrienne: mientras los primeros se limitan a mirar y tasar los objetos de arte de la vivienda con la formalidad fría y técnica de los funcionarios, Frédéric mira con nostalgia un lugar que sabe que está viendo en su integridad original por última vez, a la vez que Adrienne, por su parte, se dedica a revolver la casa y llevarse aquellos recuerdos que quiere/le interesa conservar, haciendo gala de una gran rapacidad. El colofón de la secuencia es extraordinario: Frédéric le regala a la vieja criada de la familia, Eloise (Isabelle Sadoyan), un jarrón de cristal donde la primera tenía por costumbre poner los ramos de flores frescas para Hélène cuando esta aún vivía; resulta que ese jarrón tiene un extraordinario valor artístico (ergo, para los especialistas del Museo de Orsay, comercial), ya que forma parte de una serie diseñada por un prestigioso diseñador (otra pieza de la misma serie permanece en la casa), pero para Frédéric y Eloise, ignorantes de ese “valor de mercado”, lo único que realmente les importa es su “valor sentimental”: que ese era el jarrón preferido de Hélène, el jarrón para sus flores. Y basta.


La conclusión del relato es, asimismo, devastadora. Por un lado, Frédéric y su esposa van a visitar el Museo de Orsay, donde se exhiben algunos de los viejos muebles de la casa de campo, ya vendida; un grupo de adolescentes, que forman parte de una visita guiada al museo, pasan por su lado sin siquiera mirárselos: para ellos no tienen valor ni interés alguno. En la secuencia final, la casa de campo, como ya hemos dicho vendida pero todavía no ocupada, se convierte en el escenario de una concurrida fiesta para adolescentes organizada por la hija de Frédéric (la misma chica que, secuencias atrás, hemos visto detenida por la policía y recogida por su padre en comisaría por haberla pillado fumando porros). Dicha secuencia final contrasta visualmente con la del principio, por más que ambas sean conceptualmente muy parecidas: si antes hemos visto niños correteando por la casa, ahora son adolescentes que fuman, beben y escuchan algo parecido a música a todo volumen; la planificación “clásica”, casi mágica, de la primera secuencia, contrasta con la planificación abrupta, “moderna”, cámara en mano, casi documental, con que se recoge la diversión de los muchachos. Pero todavía queda un apunte final. La hija de Frédéric y su novio se alejan de la casa, salen al campo, saltan un muro y se detienen en un prado: allí, en plena naturaleza, alejados de todo referente civilizado, brota espontáneamente un hermoso recuerdo de infancia de la muchacha, en el cual evoca un día que pasó en el campo con su abuela Hélène. Puede que todavía haya, a fin de cuentas, una esperanza para unos jóvenes, una Europa desnortada, en un simbólico retorno a la esencia de las cosas. Las horas del verano lo sugiere excelentemente, sin retórica ni disquisiciones inútiles, con un sentimiento a la vez hondo y pausado, profundo pero sin estridencias. Otra cosa más que hay que agradecerle: Juliette Binoche no sale demasiado, por más que su presentación inicial dentro del relato (ese corte de montaje que parece hecho ex profeso para introducirla en pantalla) acaso sea la única concesión al divismo de la actriz en la que incurre Olivier Assayas.    

Gus Van Sant y el juego de Hollywood: “MI NOMBRE ES HARVEY MILK”

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[NOTA: Originalmente publicado el 27 de enero de 2009 en la primera versión de mi blog en Blogspot.es.]Tengo la sensación de que la mayoría de opiniones que se pueden leer estos días en nuestro país respecto a la recientemente estrenada película de Gus Van Sant Mi nombre es Harvey Milk (Milk, 2008) están más preocupadas en ubicarla en el seno y el contexto de la filmografía de su realizador que en entrar en sus valores como obra cinematográfica (los cuales, adelanto ya, los tiene). No descubro nada cuando recuerdo que la obra de Van Sant, iniciada en el seno del cine indieestadounidense en la época en la que este último todavía era realmente independiente, con blasones como Mala noche (ídem, 1985), Drugstore Cowboy(ídem, 1989), Mi Idaho privado (My Own Private Idaho, 1991) o la increíble Ellas también se deprimen (Even Cowgirls Get the Blues, 1993), dio de repente una especie de giro hacia una, digamos, “producción normalizada” y de carácter cada vez más hollywoodiense gracias a títulos como Todo en una noche (To Die For, 1995), El indomable Will Hunting(Good Will Hunting, 1997), Psicosis (Psycho, 1998) y Descubriendo a Forrester (Finding Forrester, 2000), para a continuación dar otro giro y regresar al seno del cine más experimental y radical con obras como Gerry(ídem, 2002), Elephant (ídem, 2003), Last Days (ídem, 2005) o la todavía inédita en España Paranoid Park(2007).


Han sido Gerry, Elephant y Last Days (a falta de haber visto Paranoid Park en el momento de escribir estas líneas) las que han convertido en estos últimos años a Gus Van Sant en el cineasta independiente norteamericano por excelencia y en uno de los paladines de la vanguardia cinematográfica internacional. El carácter abstracto de esas propuestas, que enlazan con la primera etapa de su filmografía, han hecho de él un icono de los amantes del cine no convencional, pero al mismo tiempo han generado un lógico debate en relación al evidente contraste que se produce, aparentemente, entre sus films, digamos, experimentales y sus films, sigamos diciendo, hollywoodienses. La polémica, ciertamente interesante —con independencia de que Van Sant guste o no, y lo cierto es que a mí no me gusta mucho, pero a pesar de ello me interesa—, suele girar en torno a quienes prefieren sus experimentos a sus trabajos para Hollywood, y viceversa. Dejando a un lado cuestiones que, de un modo u otro, pueden influir en este debate (como por ejemplo la nula diferencia que existe hoy en día entre muchas producciones norteamericanas con el sello de “independientes” y algunas producciones de Hollywood), no es la primera vez que un cineasta suscita controversia en virtud de un aparente giro radical en su obra. Han habido muchísimos ejemplos a lo largo de la historia del cine: Terence Fisher, en un momento dado de su carrera y con una importante cantidad de películas de todos los géneros a su espalda, entró en Hammer Films, se especializó en cine fantástico y no abandonó este género hasta el final de su trayectoria profesional; Federico Fellini también tiene, en apariencia, una “primera etapa” formada por los films que rodó desde el principio de su carrera y hasta La dolce vita (ídem, 1960), siendo esta última una especie de película-bisagra tras la cual arranca una “segunda etapa” más abstracta y experimental, oficialmente inaugurada con 8 y medio(8 ½, 1963); incluso un realizador con una obra claramente enmarcada dentro de la maquinaria industrial de Hollywood como Steven Spielberg, con un estilo y una manera de hacer consolidados, de pronto se plantea dar un giro temático firmando La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993); ¿y qué decir de Steven Soderbergh, otro cineasta tan parecido a Van Sant en lo que se refiere a sus “coqueteos” con Hollywood sin abandonar por completo el espíritu indie en el cual se formó como cineasta?


Desde este punto de vista, ya hay quien considera, a la luz de experimentos como Gerry, Elephant y Last Days, que Mi nombre es Harvey Milk es un (otro) acomodaticio giro hacia lo convencional por parte de su realizador, mientras que, por el contrario, quienes no sean amigos de esos u otros experimentos similares del realizador pueden considerar que Mi nombre es Harvey Milk es una agradable incursión de Van Sant en el terreno de un cine, digamos, “clásico”. Por mi parte he de decir, sin ánimo de adoptar posturas salomónicas o conciliadoras, que Mi nombre es Harvey Milk me parece un cruce entre los dos estilos dominantes en la obra de Van Sant, hasta el punto de que, como película “normal”, resulta bastante “anormal” (hay en ella numerosas interferencias vanguardistas que la hacen menos convencional de lo que pueda parecer a simple vista), y como película hasta cierto punto experimental resulta más audaz de lo que su factura made in Hollywood pueda dar a entender. Quizá eso se deba a que, al igual que los ejemplos que he mencionado en el párrafo anterior, no creo que en el cine de Van Sant haya una diferencia tan abismal, o por lo menos no tan evidente como suele decirse, entre sus títulos “normales” y “anormales”; es más, casi me atrevería a decir que, según cómo se miren, El indomable Will Hunting, Psicosis, Descubriendo a Forrester y Mi nombre es Harvey Milk pueden llegar a verse como experimentos más audaces que Gerry, Elephant o Last Days, en cuanto estos últimos son títulos hechos sin nada que perder, propuestas radicales, cerradas en sí mismas y sin solución de continuidad, mientras que las otras son encargos de los grandes estudios de Hollywood, por tanto proyectos en mayor o menor medida “controlados” por ojos ajenos, que Van Sant llena, pasándolos “de contrabando” (en afortunada expresión de Martin Scorsese), con anómalos recursos de puesta en escena que nada tienen que ver con el estilo hollywoodiense más adocenado. No sé hasta qué punto no es más arriesgado hacer en Hollywood un film como Mi nombre es Harvey Milk que hacer Elephant, sabiendo de entrada que esta última que irá a parar a circuitos selectos y a un público minoritario pero predispuesto. Con ello pretendo decir dos cosas: que Van Sant sigue siendo, en el fondo, el mismo cuando hace un tipo u otro de film: lo que de un caso a otro cambian son las formas (del mismo modo que, cuando Fisher, Fellini, Spielberg, Soderbergh y tantos otros dieron esos aparentes “giros”, siguieron siendo a pesar de todo iguales a sí mismos); y que Mi nombre es Harvey Milk es hasta la fecha su más conseguido intento de experimentación con las formas convencionales del cine de Hollywood, o dicho de otro modo, la más clara demostración de su capacidad para llevar a término un proyecto convencional sin traicionarse en lo esencial a sí mismo.


Desde luego que, en gran medida, Mi nombre es Harvey Milk es un film que sigue con fidelidad muchos de los tópicos del género biopic. La trama está construida alrededor de una larga confesión del protagonista (un magnífico Sean Penn), que va grabando sus impresiones y recuerdos en una cinta magnetofónica en la soledad de su apartamento en el barrio de Castro en San Francisco; de esta manera, las evocaciones de Milk dan paso a una larga serie de flashbacksque nos van ilustrando en torno a los orígenes del personaje, sus primeros pasos dentro del incipiente movimiento de reivindicación de los derechos civiles de los homosexuales, sus amantes, sus amigos, sus colaboradores, etc., etc. Ni siquiera hay sorpresas en lo que se refiere a la resolución del relato, pues incluso si algún espectador ignoraba que Harvey Milk fue asesinado por el rencoroso exconcejal del ayuntamiento de San Francisco Dan White (un no menos excelente Josh Brolin), la película nos lo desvela en flash-forward, dentro de los primeros minutos de metraje, por mediación de imágenes de reportajes de televisión. Como todo está narrado como si fuera una evocación, y tratándose de los recuerdos subjetivos de una persona que ya no está en el mundo de los vivos, el relato admite así alguna que otra licencia dramática en relación a los hechos históricos, que es la justificación habitual de este tipo de films biográficos cuando tienen que reconocer que guionistas y directores se han visto obligados a transformar auténticas experiencias humanas en una ficción coherente con planteamiento, nudo y desenlace.


Sin embargo, aceptadas estas “reglas de juego” del género, subgénero o variante genérica del biopic, Van Sant demuestra tener la suficiente habilidad como para ir insertando en medio de la narración su propio sello, y haciéndolo además con armonía; el realizador no intenta hacerse notar, pero a pesar de ello se nota, positivamente, su impronta; y hay que creer que se debe a que la historia de Harvey Milk le interesa de manera personal, pues lo cierto es que el resultado resulta apasionado, atractivo y convincente. Lo que menos me interesa a mí de Mi nombre es Harvey Milk, en este sentido, es lo que pueda tener de juego con las convenciones del biopic; lo mejor reside en la forma como Van Sant se apodera de este material mediante sutiles apuntes de puesta en escena. Pienso, por ejemplo, en la secuencia que visualiza uno de los primeros recuerdos de Milk, el flashback que rememora su encuentro en el metro de Nueva York con Scott (James Franco), su primer compañero sentimental estable: Van Sant utiliza un extraño plano medio muy cerrado, casi primer plano, que relaciona a Milk, a la izquierda del encuadre, con Scott, situado a la derecha; pero el plano está tomado de tal manera que, al principio del mismo, solo vemos bien a Milk, pues la cabeza de Scott está casi fuera de cuadro: tan solo cuando el diálogo de mutua seducción entre ambos va aumentando en intensidad, Van Sant va abriendo el encuadre y dejando que la cabeza de Scott se vea totalmente, expresando así que Scott acaba de entrar por completo en la vida de Milk (el cual, a fin de cuentas, es quien está recordando este episodio): un plano de este tipo encajaría perfectamente en los trabajos más vanguardistas de su autor.


Otro aspecto relevante de la puesta en escena del film es que, tal y como se reconoce abiertamente en sus títulos de crédito finales, el mismo es en gran medida deudor del prestigioso documental de Rob Epstein The Times of Harvey Milk (1984), del cual incluye algunas imágenes (en concreto: los planos generales de las masas que, en la oscuridad de la noche y portando velas, rindieron homenaje a Milk después de su asesinato, llenando de luz las calles de San Francisco). En cierto sentido, puede pensarse incluso que Mi nombre es Harvey Milk es respecto a The Times of Harvey Milk lo que su versión de Psicosis era en relación con el clásico original de Alfred Hitchcock de 1960, es decir, una especie de vampirización, una película elaborada a partir de otra película, con la importante diferencia, respecto al “experimento Psicosis” (afortunado o no, esa es otra cuestión, pero experimento a fin de cuentas), de que en esta ocasión Van Sant bebe de un documental para llevar a cabo a partir del mismo una ficción, basada en hechos reales pero, en definitiva, una reconstrucciónimaginaria.


Ello explica que, a ratos, Mi nombre es Harvey Milk adopte subrepticiamente la estética de un documental; sobre todo, y coherentemente, en los momentos en que visualiza algunas actividades públicas de Milk; en cambio, las escenas “privadas” del personaje y su entorno tienen una planificación más “clásica” o, si se prefiere, funcional. Lo cual sirve para dibujar, por un lado, el alcance popular (y populista) de la política de Harvey Milk; y, por otra parte, para señalar que el personaje también tenía su lado oscuro, o como mínimo “turbio”: oscuridad, o turbiedad, que no se identifica con su homosexualidad (ello iría en contra de las intenciones reivindicativas de la película), sino más bien con el hecho de que, una vez que estuvo en el poder, Milk también lo ejerció en ocasiones de manera interesada: véase al respecto cómo se describe en el film su relación con Dan White, su rival en el ayuntamiento con el cual trata, a pesar de todo, de congeniar: Milk respeta las ideas conservadoras de White, aunque naturalmente no las comparte y aún sabiendo que este último, en el fondo, le desprecia por ser “un marica” (en otro ejemplo de planificación, digamos, extraña, Van Sant muestra la tensa conversación que ambos personajes tienen en una lujosa estancia, al lado del salón donde Milk está celebrando su cumpleaños, empleando planos generales en los cuales los dos actores aparecen en el extremo izquierdo del encuadre como empequeñecidos, simbólicamente aplastados por el “peso” del entorno institucional donde se mueven). Incluso hay un momento en el que Milk se jacta ante el alcalde de San Francisco George Moscone (Victor Garber) de haberse convertido en “un homosexual con poder” (sic).


El dibujo de la homosexualidad que se hace en el film también resulta curioso, por contradictorio. Por un lado, hay una cierta “suavidad” a la hora de mostrar la promiscua actividad “homo” de Milk y sus amigos, teniendo en cuenta, claro está, que la misma se enmarca —y volvemos al principio— en el seno de una producción de Hollywood destinada a un público mayoritario. Pero, por otra parte, Van Sant incluye alguna que otra pincelada provocativa, destinada a que el público, sea homo u heterosexual, “entre” en el mundo de Milk: ahí está esa secuencia amorosa entre Milk y Scott, en la cual el abrazo del uno al otro en plano/contraplano está filmado con grandes primeros planos, como si la cámara también participase en esos abrazos. Una de cal y otra de arena: el dibujo de la homosexualidad del protagonista es, a ratos, algo convencional, no nos engañemos. Está, sin ir más lejos, la afición de Milk a la ópera; puede que en la vida real —dato que ignoro por completo— el auténtico Milk tuviese esa afición, pero no puede evitarse la sensación de que la asociación entre ópera y sensibilidad gay es algo, a estas alturas, demasiado explotado (tal y como se hacía, sin ir más lejos, en Philadelphia/ídem, 1993, Jonathan Demme). Sin embargo, por otra parte, las referencias operísticas sirven para establecer un contrapunto poético al asesinato de un personaje que, a fin de cuentas, reúne en su persona las características de los héroes trágicos: Milk asiste a una representación de la ópera de Puccini Tosca, uno de cuyos temas musicales más emblemáticos es el titulado Adiós a la vida; cuando Dan White se presenta en el despacho de Milk —cuyo tenso recorrido por los pasillos está seguido por una cámara móvil que recuerda los largos travellings de Elephant— y le asesina a tiros, la escena se cierra con un primer plano del rostro del moribundo protagonista, sobre el cual se proyecta, por mediación del cristal de la ventana, el teatro de la ópera donde se representa Tosca; ignoro, asimismo, si el auténtico teatro de la ópera de San Francisco está realmente en frente del ayuntamiento de la ciudad, o se trata de una manipulación parecida a la llevada a cabo por Spielberg en un plano onírico de La terminal (The Terminal, 2004), pero que en cualquier caso resulta tremendamente eficaz. Mi nombre es Harvey Milk se mueve hábilmente entre contradicciones de todo tipo.

“REVOLUTIONARY ROAD” – “MAMÁ SANGRIENTA” – “LOS CRONOCRÍMENES” – “LA DUDA”

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[NOTA: Originalmente publicado el 14 de febrero de 2009 en la primera versión de mi blog en Blogspot.es.]

Revolutionary Road (ídem, 2008), de Sam Mendes.- El último trabajo del director de American Beauty, Camino a la perdición y Jarhead, el infierno espera me ha decepcionado considerablemente. Basada en una prestigiosa novela de Richard Yates, Vía revolucionaria es el título de su edición en castellano, que no he tenido el gusto de leer, la película del británico, formalmente tan pulcra como tiene por costumbre, lleva a cabo un esforzado pero insuficiente dibujo de personajes en el cual falla, para mi gusto, la pobre descripción de su entorno, la América de mediados de la década de los cincuenta, el cual determina mucho las circunstancias de la pareja protagonista, de ahí que la crisis matrimonial entre Frank (Leonardo DiCaprio) y April Wheeler (Kate Winslet) devenga, a grandes rasgos, una simple discrepancia entre el primero, un hombre pragmático y sin complicaciones, y la segunda, una mujer soñadora e idealista convencida de que irse a vivir a París solucionará sus inquietudes personales. La descripción de la rutina laboral de Frank y del quehacer cotidiano como ama de casa de April no tienen la suficiente fuerza como para justificar por sí solos un melodrama existencial de trágica resolución en el que constantemente se tiene la sensación de que falta algo, a pesar de los apuntes diseminados aquí y allá, la entregada labor de los actores o la presencia de un personaje secundario, el demente John Givings (Michael Shannon), que pretende erigirse en la voz de la lucidez y la mala conciencia de los personajes. Revolutionary Roades, como le comentaba hace poco a un buen amigo, como un Bergman sin Bergman, o peor aún, una mala imitación del maestro sueco.




Mamá sangrienta (Bloody Mama, 1970), de Roger Corman.- Hacía tiempo que no había vuelto a ver esta pintoresca película, uno de los últimos trabajos de Corman como realizador poco antes de firmar El barón rojo (Von Richtofen and Brown, 1971) y llevar a cabo un largo paréntesis como director hasta Frankenstein Unbound (1990), su insuficiente lectura del excelente Frankenstein desencadenado de Brian Aldiss. Si no me equivoco, Mamá sangrienta acaba de ser editada en DVD aunque yo la he revisado en una copia —bastante deficiente, por cierto— que emitió hace algunas semanas Barcelona TV. No es uno de los mejores trabajos de Corman —está lejos de los aciertos de su famosa serie Edgar Allan Poe/Vincent Price o del que probablemente es su mejor film, La matanza del día de San Valentín (The St. Valentine’s Day Massacre, 1967)—, pero resulta francamente curioso de ver hoy en día, sobre todo por su estimulante “incorrección política”: el retrato que ofrece de Kate “Ma” Baker (Shelley Winters) y la banda de atracadores de la América de la Depresión que formaba junto con sus cuatro hijos varones no puede ser más feroz y subversivo. Al principio del relato, la pequeña Baker es violada por su propio padre con la ayuda de sus hermanos (sic); una vez adulta, “Ma” se lanza a una carrera criminal marcada por una insaciable sed de riqueza y poder, y sobre todo por una enfermiza voracidad sexual que la lleva a practicar de manera regular el incesto con sus propios hijos. Los cuatro son auténtica “piezas”, pero destacan en particular tres: Herman, el mayor (Don Stroud), un psicópata violento que asesina impulsivamente; Fred (Robert Walden), un homosexual que descubre las delicias del masoquismo en una estancia en prisión gracias a la persona que, a partir de ese momento, será su compañero sentimental y de andanzas criminales, Kevin Dirkman (Bruce Dern); y Lloyd (un juvenil Robert De Niro), un drogadicto que acabará falleciendo de sobredosis. Este cuadro humano, unido al estilo abrupto y un tanto agresivo de Corman, convierte Mamá sangrienta en un film coherentemente feo, dislocado, amoral y compulsivo, a ratos hasta incómodo de ver. Es una pena, empero, que Corman —quien pocas veces se distinguió por ser un refinado estilista— desaproveche el material que se trae entre manos a causa de su efectismo, ya que la película podría haber sido más, mucho más de lo que es (sobre todo contando con la entusiasta labor, espléndida y sin prejuicios, de dos intérpretes tan excelentes como Shelley Winters y Don Stroud).




Los cronocrímenes (2007), de Nacho Vigalondo.- Recientemente he “repescado” en DVD esta celebrada ópera prima del hasta hace poco cortometrajista Nacho Vigalondo, y la decepción no ha podido ser mayor. Una buena premisa de guión no es suficiente para sostener el interés de un relato en el cual, más allá de la ingeniosa mecánica de la trama (que, por lo demás, también se agota antes de finalizar el metraje), una planificación más o menos correcta (aunque muy convencional) y un montaje habilidoso (pero que no termina de jugar con el punto de vista con toda la fuerza que sería de desear), no tiene absolutamente nada. De acuerdo que, como debut, se sitúa por encima de la media del actual cine español (media nacional que, ahora mismo, está casi a ras del suelo); que Vigalondo demuestra que tiene ganas de hacer cosas diferentes a lo que se hace aquí, lo cual es de agradecer; y que, como siempre, Karra Elejalde le echa grandes dosis de profesionalidad a un personaje que, si no fuera por él, sería, tal y como se lo presenta en el guión, literalmente inexistente. Pero eso no es suficiente para compensar un film que se mira como lo que es, un juego chocante e incluso divertido en sus mejores momentos; funciona bien el arranque (algo lógico, habida cuenta que el espectador todavía está desinformado por el meollo del asunto); y la resolución, con esa espectacular aunque hueca panorámica final con grúa, es efectiva. En cambio, todo lo relacionado con el personaje que interpreta Bárbara Goenaga es lo más ridículo que he visto en mucho tiempo en una pantalla de cine, de tan cogido por los pelos que está (en particular, el penoso juego con la camiseta, dicho sea con el debido respeto a las tetas de la actriz). Habrá que esperar al siguiente trabajo de Vigalondo para conocer la medida de su talento, a no ser que volvamos a caer en el “síndrome Orson Welles” y vayamos viendo supuestas genialidades en primeras películas hechas con ahínco.



La duda (Doubt, 2008), de John Patrick Shanley.- Contra todo pronóstico, la segunda película del dramaturgo y guionista John Patrick Shanley, después de su debut con esa ya algo lejana (y simpática, de puro estrafalaria) comedia titulada Joe contra el volcán (Joe Versus the Volcano, 1990), es una obra harto interesante, mucho mejor de lo que se ha dicho de ella. La duda es uno de esos films que, por regla general y salvo honrosas excepciones, la crítica suele despachar en función de sus elementos más aparentes, aquellos que saltan a simple vista: la solidez del guión de Shanley, basado a su vez en su propia y muy exitosa obra de teatro, y la superlativa labor de sus cuatro principales intérpretes —Meryl Streep, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams y Viola Davis—, en el momento de escribir estas líneas (a mediados de febrero de 2009) todos ellos finalistas al premio Oscar. Cierto: el texto, en sí mismo considerado, es muy bueno. Verdad: los actores están extraordinarios. Pero, sin menospreciar esos elementos, lo que a mí particularmente me interesa de La duda es la labor de puesta en escena de John Patrick Shanley, quien aquí demuestra ser un inteligente profesional, que a pesar de su larga trayectoria como dramaturgo parece tener claras las diferencias entre teatro y cine, y que sin renunciar a los orígenes teatrales de su texto sabe hacer, a partir del mismo, cine. Dicho de otro modo, La duda no es teatro filmado, sino una película que maneja elementos teatrales con resultados cinematográficos. Llaman la atención, en este sentido, determinados detalles de puesta en escena que expresan visualmente el conflicto de intereses y maneras de entender no ya la religión sino incluso la vida misma que se entabla entre el padre Flynn (Philip Seymour Hoffman), un sacerdote considerado “progresista” dentro del contexto histórico en el cual se desarrolla el relato (la Américade principios de los sesenta, mucho mejor presentada aquí que la de los cincuenta en Revolutionary Road), y la hermana Aloysius (Meryl Streep), que lleva a cabo feas insinuaciones respecto a la supuesta relación turbulenta que puede haberse dado entre el padre Flynn y un alumno negro, el primero de esta raza en el seno de un colegio religioso como resultado de la política de integración racial del gobierno norteamericano de la época. Lo que se dirime en el fondo de La duda, revestido de disquisiciones sobre la religión y la moralidad, lo correcto y lo incorrecto, la verdad y la mentira, es en realidad una lucha de poder que sacude el interior del colegio donde transcurre el grueso del relato: de ahí esos apuntes visuales a lo que me refería, como el contraste entre el plano en contrapicado que muestra a la hermana Aloysius mirando al padre Flynn desde una perspectiva de supuesta “superioridad” moral, y el contraplano en semipicado de este último, convertido así a los ojos de su inquisidora en un ser pequeño y despreciable; el subrepticio empleo de planos torcidos, expresando así la desquiciada atmósfera persecutoria que va impregnando el lugar por culpa de la perversa certeza de la hermana Aloysius; el gran plano picado que cierra la secuencia del diálogo de la hermana Aloysius con la Sra. Miller(Viola Davis), la madre del chico negro: ¿expresión de la mala conciencia que acabará apoderándose de la hermana Aloysius, visualización de ese “ojo de Dios” que todo lo ve…? Una planificación, por descontado, al servicio del texto y de los actores, pero que también funciona en sí misma considerada.


“CALLES DE FUEGO” – “EL DESAFÍO: FROST CONTRA NIXON” – “SLUMDOG MILLIONAIRE”

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[NOTA: Originalmente publicado el 14 de febrero de 2009 en la primera versión de mi blog en Blogspot.es.]

Calles de fuego (Streets of Fire, 1984), de Walter Hill.- Hace poco he revisado en DVD esta película de Walter Hill que, sin estar entre lo mejor de su director, me ha parecido mucho más curiosa de como la recordaba (téngase en cuenta que la primera y creo que hasta ahora única vez que la vi fue en el momento de su estreno en cines). A pesar de que su argumento roza la más completa nadería —el rescate de una estrella del rock, Ellen Aim (Diane Lane), secuestrada por una banda de motoristas liderada por Raven Shaddock (Willem Dafoe), que deben llevar a cabo el duro exnovio de la cantante, Tom Cody (Michael Paré), la actual pareja y mánager de la chica, Billy Fish (Rick Moranis) y una no menos dura exmujer soldado que responde a la nada femenina denominación de McCoy (Amy Madigan)—, y de contar con un protagonista insoportable —el citado Paré, cuya carrera no tardó en derivar hacia producciones de segunda fila—, el conjunto resulta simpático, de puro delirante. Anunciada ya desde sus mismos créditos como “una fábula de rock & roll” (sic), la acción de Calles de fuegotranscurre en una ciudad imaginaria (una Nueva York recreada en estudio) y en una época inconcreta entre los años 50 y la actualidad, lo cual explica la notable estilización visual del producto. Con abundancia de secuencias nocturnas que transcurren en calles solitarias de aceras mojadas sobre las cuales destellan luces de neón de variados colores, Calles de fuego retoma, por un lado, la estructura narrativa de una de las más famosas películas de Hill, The Warriors (Los amos de la noche) (The Warriors, 1979), en lo que concierne a la huida nocturna de los héroes tras el rescate de la cantante; por otro, está considerada —no sin razón— una de las primeras producciones cinematográficas de Hollywood que experimentó con el lenguaje del videoclip, algo que se hace patente en las escenas de las actuaciones musicales de Ellen Aim a ritmo de Jim Steinman. El resultado, insisto, no está completamente conseguido, en gran medida por culpa de la pobreza de personajes y situaciones, y comprendo que pueda disgustar o decepcionar, pero aún así hace gala de un vigor y una personalidad que se echan en falta en el Hollywood de hoy en día.

     


El desafío: Frost contra Nixon (Frost/Nixon, 2008), de Ron Howard.- También me ha decepcionado un poco el último trabajo del firmante de Una mente maravillosa(A Beautiful Mind, 2001), quizá porque las primeras impresiones auguraban que nos hallábamos ante la mejor película de su realizador, el cual a pesar de la tónica generalmente discreta, cuando no mediocre, de su filmografía tiene para mi gusto un par de títulos dignos de estima: el interesante westernDesapariciones (The Missing, 2003), injustamente menospreciado por el mero hecho de venir firmado por Howard, y la correcta aunque excesivamente convencional Cinderella Man (ídem, 2005), respecto a la cual me remito al comentario que he escrito para el portal Cine Archivo. El desafío: Frost contra Nixon es un film no menos digno que los mencionados y que se sitúa rápida y un tanto fácilmente entre lo más interesante de Howard, por más que para mi gusto la película no termine de colmar todas las posibilidades del texto del que parte, una obra de teatro original de Peter Morgan adaptada al cine por su mismo autor. Al contrario que La duda, que comento en otro lugar de este blog, El desafío: Frost contra Nixon busca rehuir su origen teatral y lucha con tal de erigirse en un film con autonomía cinematográfica propia. Ello, en teoría respetable, da pie en la práctica a una película a la cual se le nota demasiado este esfuerzo antiteatral, sobre todo por mediación de una serie de (falsos) insertos documentales en los cuales asistimos a las declaraciones, en tiempo supuestamente actual, de diversos personajes que estuvieron relacionados en la entrevista televisiva real que el periodista británico David Frost (Michael Sheen) logró concertar con el expresidente de los Estados Unidos Richard Nixon (Frank Langella) en 1976, tan solo dos años después de que el mandatario se viera obligado a dimitir de su cargo para eludir un proceso judicial por su implicación en el famoso caso Watergate. Por otro lado, esa inserción de declaraciones de diversos personajes —como el asesor de Nixon Jack Brennan (Kevin Bacon) y los tres colaboradores de Frost, James Reston (Sam Rockwell), John Birt (Angus Macfadyen) y Bob Zelnick (Oliver Platt)— está resuelta, asimismo, convencionalmente, dando a entender una vez que Howard es de esos cineastas que, cada vez que se acercan a un género codificado, lo hacen aplicando las reglas del manual y sin molestarse en intentar hacer con ellas algo diferente: El desafío: Frost contra Nixon es una aproximación por parte de Ron Howard tan formularia e impersonal al, digamos, “thriller político” como Willow (ídem, 1988) lo fue a la fantasía heroica, Llamaradas (Backdraft, 1991) al cine de catástrofes, Un horizonte muy lejano (Far and Away, 1992) al western, Rescate (Ransom, 1996) al thriller policíaco o Cinderella Man al “melodrama pugilístico”: actos de pleitesía a las convenciones de cada uno de esos géneros. El resultado, a pesar de todo, no es desagradable y tiene buenos momentos, en gran medida gracias a sus magníficos actores. 




Slumdog Millionaire. ¿Quién quiere ser millonario? (Slumdog Millionaire, 2008), de Danny Boyle.- Hay veces que, ante películas como esta, precedidas de tanta fama, tantos premios y tantos, tantísimos elogios, no tengo más remedio que cuestionarme seriamente mi salud mental, dado que este último film de Danny Boyle me ha parecido un engendro de campeonato. Este realizador de Manchester nunca ha sido santo de mi devoción; con las excepciones, relativas, de su ópera prima, Tumba abierta (Shallow Grave, 1995), de su divertidísimo telefilm Strumpet(2001) y de la hasta cierto punto simpática Millones(Millions, 2004, otra de niños y dinero…), nada de lo que le he visto me ha impresionado particularmente —28 días después (28 Days Later…, 2002), Sunshine(ídem, 2007)—, cuando no me ha aburrido profundamente —Trainspotting (ídem, 1996), Una historia diferente (A Life Less Ordinary, 1997), La playa (The Beach, 2000)—… Slumdog Millionaire me parece, y lo digo sinceramente, una “película de temporada”, que puede producir (y, por lo visto, está produciendo) un gran impacto en el momento en que se ve, pero que se olvida con facilidad. Una fotografía llamativa que no es más que puro fuego de artificio, un esteticismo vulgar, y un montaje corto, cortísimo, que va dando pinceladas de aquí y de allá pero que impide que nada, absolutamente nada, quede prendido en el ánimo del espectador, son los rasgos más destacados de un relato que, a falta de conocer la novela de Vikas Swarup en la que se inspira, hace gala además de un guión simplón y sin matices, particularmente ridículo en sus tramos finales (los cuales, en atención a quienes todavía no hayan visto el film, me abstendré de comentar). Lo peor, lo más irritante del mismo, es que a ratos parece que realmente pretende ser una película, digamos, “seria”, cuando en la práctica todo lo que muestra es o bien efectista, o bien simplemente decorativo: hasta las montañas de basura donde los famélicos niños de Mumbai buscan algo que comer resultan “bonitas”, lo cual no puede ser más vergonzoso. En mi opinión, un film muy, muy mediocre. 

              
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