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Solos en la oscuridad: “NO RESPIRES”, de FEDE ÁLVAREZ

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] La historia del cine de terror y/ o “suspense” (ambos términos no son excluyentes) ha sido pródiga a la hora de mostrarnos a personas aquejadas de una discapacidad convertidas en víctimas potenciales de criminales alevosos. La obra maestra de esta temática posiblemente sea La ventana indiscreta (Rear Window, 1954, Alfred Hitchcock), con un James Stewart con una pierna escayolada sufriendo el acoso del hombre que ha asesinado a su esposa en el apartamento situado en frente de la vivienda del protagonista, pero ha habido otros famosos ejemplos: desde la también inmovilizada Barbara Stanwyck de la excelente Voces de muerte(Sorry Wrong Number, 1948, Anatole Litvak), hasta la sordomuda protagonista de las diversas versiones de La escalera de caracol (The Spiral Staircase) –la mejor de toda, sin duda alguna, la de Robert Siodmak de 1945–, pasando por Van Johnson, Audrey Hepburn y Mia Farrow, los invidentes protagonistas de A 23 pasos de Baker Street (23 Paces to Baker Street, 1956, Henry Hathaway), Sola en la oscuridad (Wait Until Dark, 1967, Terence Young) y Terror ciego(See No Evil, 1971, Richard Fleischer), respectivamente.


No respires(Don’t Breathe, 2016) le da argumentalmente la vuelta a estas y otras películas en las cuales una persona invidente es la víctima propiciatoria de los desalmados que tratan de aprovecharse alevosamente de su teórica inferioridad física. Su planteamiento es sencillo: tres jóvenes delincuentes, Rocky (Jane Levy), Alex (Dylan Minnette) y Money (Daniel Zovatto), que llevan tiempo saqueando con éxito diversas viviendas de su localidad, Detroit, aprovechando la ausencia de los propietarios, deciden dar un último y definitivo “golpe”: el robo de un jugoso botín de 300.000 dólares en metálico que esconde en su casa un hombre ciego (Stephen Lang), veterano de la guerra de Irak que vive solo en una vivienda situada en un barrio miserable y abandonado donde no hay nadie a kilómetros a la redonda. Lo previsible se invierte a partir del momento en que, contra todo pronóstico, son los tres ladrones, atrapados en la casa del ciego, quienes se convertirán en las víctimas de este último, un personaje letal y despiadado que les dará caza sin cuartel.


No respiresparte de lo que, en términos de guion, suele denominarse una situación límite, con todo lo que tiene de inconveniente a nivel dramático y narrativo –las situaciones límite tienen una fácil tendencia a agotarse antes de que finalice el metraje: cf. Infierno azul (The Shallows, 2016, Jaume Collet-Serra) (1)–, cosa que en No respires se nota, y mucho, en sus aproximadamente quince minutos finales, que proponen un agotador –por más que hábil– encadenado de “falsos finales”. Pero, por otro lado, la película dirigida por el uruguayo Fede Álvarez, a partir de un guion propio escrito con Rodo Sayagues, hace gala de una sólida construcción, muy de agradecer teniendo en cuenta su escaso metraje (88 minutos), lo cual denota su voluntad de hacer algo “pequeño” pero lo más consistente posible.


Se agradece el esfuerzo por caracterizar la psicología de los personajes, sobre todo los de Rocky y Alex, por más que su descripción se sustente sobre convenciones. Rocky es una muchacha que vive con Ginger (Katia Bokor), su madre alcohólica –la cual acaba de instalar en su humilde apartamento a su nuevo amante, para disgusto de su hija mayor–, y que sueña con ahorrar lo suficiente para irse a California con Diddy (Emma Bercovici), su hermana pequeña, todavía inocente, ajena a la miseria económica, y mental, de su entorno. Una vez planteada y dejada bien clara su motivación, a lo largo del metraje Rocky hará gala de una determinación que nace no solo de su instinto de supervivencia, sino también de su decisión de salir económicamente adelante: la manera en que se introduce por la ventana de la casa del ciego nada más llegar; las decisiones a vida o muerte que toma, como aventurarse por el conducto de ventilación, o la encerrona que improvisa para librarse del acoso del feroz perro guardián del ciego dentro del coche; ayuda sobremanera la convicción de la actriz Jane Levy, la mejor del reparto junto con el siempre eficaz Stephen Lang. En cuanto a Alex, personaje cuyo aspecto sensible contrasta con sus actividades delictivas y con la rudeza y brusquedad de su colega Money, halla su justificación, primero, en su habilidad para desconectar rápidamente las alarmas electrónicas de las casas donde entran a robar –se nos aclara que el padre de Alex, al que detesta, trabaja en una empresa de seguridad, y a través de él ha aprendido “trucos” del oficio–, y segundo, en su mal disimulado enamoramiento de Rocky: esta última es novia de Money pero no se mira con malos ojos a Alex; y Money, consciente de esa creciente atracción entre ambos, trata con hostilidad a Alex. Money es, por comparación, el personaje peor descrito de los tres: un joven impulsivo y expeditivo al que, en la primera secuencia en la que vemos a los tres robando en otra casa, aparece fingiendo burlonamente una masturbación con una botella mientras sus compañeros se afanan en el robo, y el primero que vulnera las reglas del grupo trayendo una pistola para robar al ciego; pero, como de los tres jóvenes ladrones es el primero que desaparece de la función, tampoco es necesario explayarse más en él.


¿Y el ciego? Se nos dice del mismo que es un veterano de la guerra de Irak; que perdió la vista en una acción de combate; que, no mucho tiempo atrás, fue “noticia” a causa de la desdichada pérdida de su única hija, una adolescente que falleció estúpidamente atropellada por otra chica de elevada posición social, de la cual se rumorea que, gracias al mucho dinero de su familia, logró librarse de la cárcel tras llegar a un acuerdo extrajudicial con el ciego, ergo, una cantidad de dinero: los 300.000 dólares que, según todos los indicios, guarda en su casa. De hecho, Rocky y Alex al principio ignoran que ese hombre es ciego: Money no se lo ha dicho de buenas a primeras, y cuando los tres, de día, le espían a distancia desde su coche, es cuando aquéllos se dan cuenta de ello; Alex afirma que robarle a un ciego da “mal rollo”. El ciego vive rodeado de fuertes medidas de seguridad: una alarma en la puerta, candados y rejas en las ventanas, un perro guardián que duerme en el exterior de la casa… Lo que Rocky y Alex acabarán descubriendo es que todas esas cautelas no son tanto para que no entre nadie en la casa como para que no salga nadie de ella… De este modo, lo que empieza siendo un robo con fuerza acaba convirtiéndose en una situación de creciente horror, propiciada por un personaje, el ciego, que acaba demostrando ser un digno pariente de Norman Bates, Michael Myers, Jason Voorhees o Hannibal Lecter.


Fede Álvarez insinúa que el ciego ni tan siquiera es un hombre “normal”. Money se introduce subrepticiamente en su dormitorio y libera un gas que lleva preparado dentro de un botellín de plástico, gracias al cual el invidente dormirá durante horas; sin embargo, cuando los tres ladrones están forzando la puerta del sótano, convencidos de que allí abajo se oculta el dinero, de repente el ciego aparece, soñoliento, aparentemente indefenso y confuso: ¿el efecto del gas ha pasado antes de tiempo?, ¿o, sencillamente, al ciego no le afecta? Ya en el tercio final del relato, una vez llegado el un tanto alargado clímax de la función, el ciego sobrevive, “milagrosamente”, a los martillazos que le propina Alex cuando está a punto de “inseminar” a Rocky, o a la brutal caída al interior de su propio sótano donde es arrojado por la muchacha. Podemos pensar que, dada la gran fortaleza física del personaje, es posible que ninguno de esos golpes haya sido lo suficientemente certero. Pero, puestos a imaginar, también resulta lícito considerar al ciego un ente maligno sobrehumano, no ya por sus diabólicas acciones –todo lo relativo a Cindy (Franciska Töröcsik), la muchacha que mantiene cautiva en su sótano, y en particular, el terrible intento de “inseminación” de Rocky–, como por su capacidad para no morir: tras su caída al sótano, Álvarez cierra la escena con un gran primer plano de su rostro desencajado y sus ojos ciegos abiertos, sobre los cuales se abaten las sombras tan pronto como Rocky cierra sobre él la trampilla del sótano, pero esos mismos ojos “sin vida” continúan brillando, tenuemente, en la oscuridad (gran trabajo del director de fotografía Pedro Luque); y la abierta secuencia final no es tanto un pie de cara a la consabida secuela como, mejor aún, un apunte sobre el carácter indestructible e imperecedero del Mal a lo John Carpenter.


Más allá de estas y otras disquisiciones que se pueden hacer, lo mejor de No respires reside en la calidad de su realización, que eleva por encima de sus teóricas posibilidades este material a ratos dramática y narrativamente cogido por los pelos, dotándolo de elegancia, estilización y capacidad de sugerencia. En este sentido, cabe felicitar al realizador Fede Álvarez por el resultado y, en particular, por el esfuerzo demostrado a la hora de superar, con éxito, el resultado de su anterior largometraje, el insuficiente remakede Posesión infernal (Evil Dead, 2013) (2), pues en esta ocasión su planificación rebosa buenas soluciones fílmicas. El impactante plano general aéreo en semipicado con el que se abre el film, con la cámara descendiendo sobre la imagen premonitoria (un flash-forward) del ciego arrastrando por en medio de la calle a la inconsciente Rocky; la magnífica dosificación del “suspense”, elaborada en función de la construcción de los encuadres y el juego espacio-temporal que resulta de la combinación del movimiento de los intérpretes y de la ceguera del temible propietario de la casa (con momentos tan conseguidos como la escena en la que el ciego atraviesa el pasillo justo por delante de un aterrorizado Alex, o aquella otra en la que este último y Rocky se hallan a merced de los disparos a ciegas del invidente); la secuencia de persecución en el sótano en total oscuridad, filmada mediante cámaras infrarrojas que confieren una peculiar textura grisácea a la imagen (con permiso del Antonio Buero Vallejo de El concierto de San Ovidio, y del Jonathan Demme de El silencio de los corderos, The Silence of the Lambs, 1990, también inspiradora de la secuencia final en el aeropuerto de No respires); la asimismo mencionada escena de “suspense” de Rocky y el perro dentro del coche… Pero, al menos al margen de la brillantez de estas y otras set-piecespor el estilo, en No respires destaca la armonía con que el “suspense” se conjuga, y complementa, con el dibujo de los personajes, cuyas desesperadas circunstancias personales se encuentran siempre en el fondo del relato.     

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2013/04/oz-un-mundo-de-fantasia-posesion.html




“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de OCTUBRE 2016, a la venta

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El estreno teóricamente más “fuerte” (ergo, comercial) de este mes de octubre, Doctor Strange (ídem, 2016), de Scott Derrickson, es el principal tema de portada del núm. 372 de Imágenes de Actualidad. El extenso reportaje de este film se complementa con un artículo, ¡Abracadabra!, sobre otros poderosos magos del cómic, el cine y la televisión.


Aparecen destacados en portada otros reportajes dedicados a otros tantos y esperados estrenos previstos para octubre: los de Inferno (ídem, 2016), de Ron Howard; Un monstruo viene a verme (A Monster Calls, 2016), que se complementa con una entrevista con su realizador, J.A. Bayona; y La chica del tren (The Girl on the Train, 2016), de Tate Taylor.


Destacan, asimismo, los reportajes dedicados a El contable (The Accountant, 2016), de Gavin O’Connor; Mike y Dave buscan rollo serio (Mike and Dave Need Wedding Dates, 2015), de Jake Szymanski, que se complementa con el retratode una de sus protagonistas femeninas, Anna Kendrick; Ouija: El origen del mal (Ouija: Origin of Evil, 2016), de Mike Flanagan, complementado a su vez con un artículosobre otros films que han abordado, en todo o en parte, el tema de los tableros ouija, Tablero diabólico; Hardcore Henry (ídem, 2015), de Ilya Naishuller; Sing Street (ídem, 2016), de John Carney; Snowden (ídem, 2016), de Oliver Stone, que se complementa a su vez con una entrevista con su protagonista masculino, Joseph Gordon-Levitt; La reconquista (2016), de Jonás Trueba; La fiesta de las salchichas (Sausage Party, 2016), de Conrad Vernon y Greg Tiernan; Que Dios nos perdone (2016), de Rodrigo Sorogoyen; y Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016), de Ken Loach. A ello hay que añadir las secciones Series TV, con reportajes de Luke Cage, la tercera temporada de The Flash y Love Nina; Primeras Fotos, con avances de La gran muralla (The Great Wall, 2016), de Zhang Yimou, y Rules Don’t Apply (2016), de y con Warren Beatty; Además…, con el resto de estrenos del mes; Noticias; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Hollywood Babilonia y Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Con motivo del inminente estreno en España de El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares, de Tim Burton, he dedicado el Cult Movie a uno de los primeros éxitos de este cineasta: Bitelchús(Beetlejuice, 1988), “Casi treinta años después de su estreno, poco ha variado mi opinión sobre “Bitelchús” con respecto a la que vertí en un estudio sobre este cineasta publicado en los núms. 254 y 255 (febrero-marzo 1997) de «Dirigido por...», y que aquí reitero”.


Completo mi contribución a este número con un par de críticas: la de la extraordinaria película de Paul Verhoeven Elle (ídem, 2016)...


…y la del interesante thriller de Jean-François Richet Blood Father (ídem, 2016).



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“DIRIGIDO POR…” de OCTUBRE 2016, a la venta

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La primera parte de un dossierde tres entregas dedicado a Raoul Walsh es el principal contenido de portada del núm. 470 de Dirigido por…


Esta primera parte del dossier consta de los siguientes artículos: Raoul Walsh, una introducción. Emotion Picture, de Quim Casas; Walsh y el cine negro. Muerte y transfiguración de un género, de Joaquín Vallet Rodrigo; El “western” (1). La época de los pioneros, escrito por un servidor; y El “western” (2). La era clásica del género, también de Quim Casas.


Asimismo, aparecen destacados en portada otros contenidos: las extensas críticas dedicadas, a modo de primicia, de Sully(ídem, 2016), de Clint Eastwood, cuyo estreno en España está previsto para principios de noviembre, y cuya reseña firma Hilario J. Rodríguez; Snowden(ídem, 2016), analizada por Israel Paredes Badía, que se complementa con una entrevista con el realizador de este film, Oliver Stone, a cargo de Gabriel Lerman; El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares (Miss Peregrine’s Home for Peculiar Children, 2016), de Tim Burton, que firma el que suscribe; e Historia de una pasión (A Quiet Passion, 2016), de Terence Davies, comentada por Quim Casas.


A ello hay que sumar el artículo de Óscar Brox Eternos debutantes. Una mirada al cine de Jonás Trueba, con motivo del estreno del más reciente film de este director, La reconquista (2016); las crónicas de las últimas ediciones de los festivales de cine de Venecia, San Sebastián y Toronto, firmadas por Víctor Esquirol Molinas, Diego Salgado y Marc Servitje, respectivamente; y el comentario de Luke Cage (ídem, 2016) a cargo de Tonio L. Alarcón, para la sección Televisión, que se complementa con una entrevista con el showrunner de dicha serie, Cheo Hodari Coker.


El número se completa con el comentario del estreno en formato doméstico de La reina del desierto(Queen of the Desert, 2015), de Werner Herzog, que ha escrito Quim Casas para la sección Flashback; la sección Críticas, con comentarios de otros estrenos; la sección Home Cinema, con comentarios de otras novedades en formato doméstico escritos por Ramon Freixas, Juan Carlos Vizcaíno Martínez y yo mismo; la sección Libros, con comentarios de novedades editoriales a cargo de Ramon Freixas, Quim Casas, Ricardo Aldarondo y, de nuevo, un servidor de ustedes; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol; y la sección Cinema Bis, en la cual Antonio José Navarro comenta The Old Dark House (1963), de William Castle.


Tal y como he avanzado, mi contribución de este mes a Dirigido por…consiste, en primer lugar, en el artículo para el dossier Raoul Walsh titulado El “western” (1). La época de los pioneros, donde comento principalmente tres películas: The Life of General Villa (1914), de Christy Cabanne; En el viejo Arizona (In Old Arizona, 1929), que consta como codirigida por Walsh e Irving Cummings; y La gran jornada (The Big Trail, 1930), el primer gran western sonoro de su autor.


He escrito la extensa crítica del film del siempre interesante (y, últimamente, poco pontificado) Tim Burton El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares.


Para la sección Críticas, firmo los comentarios de la atractiva ópera prima de Luke Scott Morgan (ídem, 2016)…,


…y de la más bien insignificante comedia de Sharon Maguire Bridget Jones’ Baby (Bridget Jones’s Baby, 2016).


Para la sección Home Cinema, firmo el comentario de una curiosidad realizada por Michael Almereyda: Guerra total (Cymbeline, 2014).


Y, para la sección Libros, el comentario de un estupendo volumen firmado por Paul Verhoeven sobre Jesús de Nazaret.


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“RICHARD MATHESON: EL MAESTRO DE LA PARANOIA”, ya a la venta

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Me enorgullece anunciar la publicación de un interesante ensayo en el cual he tenido el inmenso placer de participar: Richard Matheson: El maestro de la paranoia, un volumen colectivo coordinado por Sergi Grau y publicado por Gigamesh dentro de su colección Miscelánea que, si no me equivoco, es la primera obra escrita en lengua castellana de estas proporciones (más de 300 páginas) dedicada a analizar la obra literaria, sus guiones para cine y televisión, así como las diversas adaptaciones para ambos medios que ha conocido la admirable producción literaria de este gran escritor norteamericano.


La obra se divide en los siguientes contenidos. En la primera parte, Prolegómenos, hallamos los artículos ¿De qué hablamos cuando hablamos de paranoia?, de Sergi Grau; y Una aproximación bibliográfica, de Joan Renter. En la segunda, bajo el genérico Narrativa, tenemos sendos análisis de Los cuentos de Richard Matheson, por Lluís Vilanova; Soy leyenda: La metamorfosis del vampiro, de David Roas; El hombre menguante: Un viaje de dos metros al interior de la conciencia, de Carlos Díaz Maroto y Juan Manuel Santiago; El último escalón: Fantasmas en Revolutionary Road, de Álvaro San Martín; La casa infernal vs La leyenda de la mansión del infierno, escrito por un servidor; En algún lugar del tiempo: La eterna suspensión de la incredulidad, de Sergi Grau; Más allá de los sueños, de Jordi Ardid; La metafísica de Richard Matheson, de Álvaro San Martín; y Otros mundos: Richard cogió su fusil, de Juan Manuel Santiago.


La tercera parte, Guiones para cine y televisión, se divide a su vez en: Las ficciones de Richard Matheson, de José María Latorre, recuperación de un viejo texto publicado en Dirigido por… a cargo del malogrado Latorre, a quien el libro está dedicado; El increíble hombre menguante: Yo sigo existiendo, de Juan Carlos Vizcaíno Martínez; Albert Zugsmith y Richard Matheson, pareja de conveniencia; En la dimensión desconocida, de Lluís Vilanova; ¿Soy leyenda?: Las adaptaciones fílmicas, de Jordi Ardid; En la American International Pictures, de Joaquín Vallet Rodrigo; Guiones catódicos: Los años sesenta, también escrito por mí; Sobrenatural y británico, de Adrián Sánchez; Las colaboraciones con Dan Curtis, de Tonio L. Alarcón; El último cuento; la primera película, de Sergi Grau; La edad de oro del téléfilm fantastique, de Carlos Díaz Maroto; Entre el revival y la decadencia, también del que suscribe; El último fulgor del crepúsculo, asimismo de un servidor; y Proyectos perdidos, de Álex Barba. Y la cuarta parte, Inédito en España, se compone a su vez de Noir, emoción y escalofrío, de Adrián Sánchez; Richard Matheson y las novelas del Oeste, de Álvaro San Martín; En las trincheras, de Sergi Grau; Otra vuelta de tuerca, de Lluís Vilanova; En el País de las Maravillas, de Jordi Ardid; El corazón de las tinieblas, de Joaquín Vallet Rodrigo, Regreso al fantástico, de Joaquín Vallet Rodrigo; y Cierre autobiográfico, de Sergi Grau. Además de unas completas bibliografía y filmografía de Matheson.


Ya he avanzado que mi contribución a este volumen consiste, en primer lugar, en el capítulo La casa infernal vs La leyenda de la mansión del infierno, donde analizo la novela de Matheson La casa infernal y, a renglón seguido, su adaptación para el cine, La leyenda de la mansión del infierno (The Legend of Hell House, 1973), dirigida por John Hough.


En el capítulo Guiones catódicos: Los años sesenta, comento los trabajos de Matheson como guionista para las series de televisión El pistolero de San Francisco, Lawman, Bourbon Street, La hora de Alfred Hitchcock, La hora de los famosos, Thriller, Combat!, Star Trek, The Girl from U.N.C.L.E. y otros telefilms.


En Entre el revival y la decadencia, hablo de los guiones y las adaptaciones de Matheson llevadas a cabo durante los años ochenta, dando por resultado títulos tan dispares como The Incredible Shrinking Woman, En los límites de la realidad, Jaws 3D: El gran tiburón o Un tiro por la culata, y ya para televisión, Crónicas marcianas, Más allá de los límites de la realidad, Cuentos asombrosos y El soñador de Oz.


Finalmente, en El último fulgor del crepúsculo, escribo sobre dos cuentos de Matheson, Botón, botón y Acero, y de sus respectivas adaptaciones al cine: The Box(ídem, 2009), de Richard Kelly, y Acero puro (Real Steel, 2011), de Shawn Levy.

“LOS SIETE MAGNÍFICOS” + “TARDE PARA LA IRA” + “UN MONSTRUO VIENE A VERME”

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]

Por un puñado de dólares: Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 2016), de Antoine Fuqua. Es evidente que esta nueva versión de Los siete magníficos no solo pretende evocar el estupendo western homónimo dirigido por John Sturges en 1960, hasta el punto de que sus personajes protagonistas son, poco más o menos, variantes de los perfiles originales: el cazador de recompensas Chisolm (Denzel Washington), el líder de “los siete”, vendría a ser una reinvención de Yul Brynner; el tahúr Josh Faraday (Chris Pratt), de Steve McQueen; Goodnight Robicheaux (Ethan Hawke), el infalible francotirador al que, tras años y años experimentando una vida de violencia, primero como soldado y luego como matón a sueldo, le tiemblan las manos cada vez que empuña su fusil, equivaldría a Robert Vaughn; el rudo trampero Jack Horne (Vincent D’Onofrio) vendría a ser Brad Dexter; y el oriental que acompaña a Robicheaux y se hace llamar Billy Rocks (Byung-hun Lee) sería un equivalente de James Coburn, más que nada por su pericia con los cuchillos, si bien es cierto que la presencia de la estrella surcoreana puede entenderse, también, como un guiño indirecto a la fuente oriental de las dos versiones de Los siete magníficos, esto es, la maravillosa Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), del japonés Akira Kurosawa. Por el resto, difícilmente pueden hallarse equivalencias entre los otros dos componentes de “los siete”, el pistolero mexicano Vasquez (Manuel García-Rulfo) y el guerrero piel roja Red Harvest (Martin Sensmeier), y los otros dos intérpretes de la película de Sturges que todavía no hemos mencionado, Horst Buchholz y Charles Bronson, a no ser que veamos una relación –muy cogida por los pelos, lo reconozco– entre el hecho de que el personaje de Buchholz también era de nacionalidad mexicana, y Bronson interpretó a pieles rojas en numerosas ocasiones. Pero, más allá de estas y otras posibles concomitancias, me llama particularmente la atención que en esta nueva versión de Los siete magníficos pueda verse otra referencia, sutil, a otro clásico del cine de samuráis nipón: Jûsan-ni no shikaku (1963), de Eiichi Kudô, conocido en Occidente en estos últimos años gracias al excelente remake firmado por Tahaski Miike, 13 asesinos(Jûsan-ni no shikaku, 2010). Lo digo porque hay, al menos, una importante coincidencia argumental: “los siete” preparan la defensa del pueblo amenazado por el terrateniente Bartholomew Bogue –un Peter Sarsgaard, sorprendentemente, menos convincente que de costumbre, y para nada un equivalente del gran Eli Wallach del film de 1960–, convirtiendo la localidad en una especie de trampa-ratonera para los hombres de Bogue (tal y como ya ocurría, asimismo, en Los siete samuráis); pero, como en las películas de Kudô y Miike, el terrateniente se presenta con un auténtico ejército, muy superior a lo que “los siete” habían previsto, y para más inri, armados con una potente ametralladora… Puede verse así, del mismo modo que puede entenderse como una concesión a la espectacularidad del tipo de cine hollywoodiense de hoy en día: estos “siete magníficos”, no lo olvidemos, son del año 2016, no de 1960; esperar otra cosa sería, es, una ingenuidad. Pero, dejando aparte esto, y alguna que otra convención de guion –cf. es evidente, a poco que se haya visto algo de cine made in USA, que Robicheaux, quien la noche antes del ataque del ejército de Bogue abandona el pueblo, convencido no sin razón de que lo que se va a vivir al día siguiente será una masacre de inocentes, al final reaparecerá para luchar, codo con codo y hasta la muerte, al lado de sus compañeros–, como digo, esta nueva versión de Los siete magníficos resulta sumamente agradable de ver: está hecha con convicción, y se nota. Los actores, por lo general, están bien; la variedad racial de estos nuevos “siete magníficos” logra no tanto modernizarla al gusto “políticamente correcto” de la actualidad como, sobre todo, conferirle una segunda lectura inesperadamente densa, sobre todo si tenemos en cuenta, como ya hemos apuntado, que en esta ocasión el villano no es el forajido mexicano de Sturges, y el relato tampoco transcurre ahora en México, sino en unos Estados Unidos donde un norteamericano adinerado, Bogue, explota y asesina a sus semejantes de su misma identidad por el mero de ser rico, y ellos, pobres; esto, unido a esa variedad racial antes mencionada, confiere a estos nuevos “siete magníficos” un carácter metafórico nada despreciable. A ello hay que sumar, como siempre, la pericia de Antoine Fuqua para las escenas de acción, todas muy bien resueltas, dando por resultado un film sensiblemente superior a lo que cabía esperar de él.  

Sed de venganza: Tarde para la ira (2016), de Raúl Arévalo. Curro (Luis Callejo) sale de la cárcel, a donde fue a parar durante siete años por no haber querido pactar una reducción de condena a cambio de denunciar a los compañeros junto con los cuales participó como chófer en un atraco. Fuera de prisión no solo le espera Ana (Ruth Díaz), su novia, que durante todos estos años no ha faltado a ningún vis-à-vis con él: también lo hace José (Antonio de la Torre), un hombre poco hablador, taciturno, aparentemente introvertido, pero con un propósito claro. Curro no tardará en conocerle: José se le acerca, y le explica que la mujer que murió en ese atraco perpetrado hace siete años era su prometida, y que el hombre mayor que, como consecuencia de una paliza propinada por los atracadores, quedó en estado de coma, su padre. Curro se ve forzado a ayudar a José para que encuentre a los hombres que participaron en ese atraco y que siguen impunes, a fin de que pueda vengarse de ellos… Tarde para la ira, ópera prima como realizador del actor Raúl Arévalo, tiene cualidades que la hacen digna de estima. La primera de ellas, el interesante giro tonal del primer tercio del relato: la manera como una situación que, al principio, parece dominada por Curro, aparentemente el más fuerte y duro de los personajes, de pronto cambia, y es el silencioso José el que, por así decirlo, pasa a tomar la voz cantante, logrando que, con su aspereza y su determinación, su sed de venganza, Curro pase a parecer, a su lado, débil, desvalido. El film juega hábilmente al contraste existente entre los dos protagonistas masculinos para hacer avanzar una intriga repleta de paradojas. Al principio, mientras Curro todavía no ha salido de la cárcel, vemos cómo José y Ana devienen amantes de una noche; resulta lógico pensar que la mujer empieza a estar harta de su difícil relación personal con Curro, y del sexo limitado a sus encuentros semanales en el vis-à-vis, y que en consecuencia vea en José la posibilidad de dar un giro a su existencia; pero luego descubriremos que ha sido José quien se ha acercado a Ana con vistas a estar cerca de Curro, tenerle controlado y, luego, utilizarle para sus intenciones. Llama la atención, asimismo, que los dos primeros asesinatos de los excompañeros de atraco de Curro que comete José sean explícitos, prolongados, muy violentos: al primero, le apuñala repetidas veces con un destornillador; al segundo, lo acribilla a tiros en un granero. En cambio, el tercero y último está resuelto fuera de campo: solo oímos el sonido del disparo: para José, esta última muerte tiene algo de trámite, de formulario, de punto final, y, en consecuencia, Arévalo la filma, asimismo, con frialdad, a distancia. Tarde para la iraes un buen film, bien sostenido sobre la encomiable labor de los intérpretes, si bien peca en su contra su recurso a un estilo de feísmo visual, que, naturalmente, quiere ser (y es) coherente con el tono sombrío, sucio y deprimente de los personajes y su humilde extracción social, pero que a estas alturas resulta ya demasiado estereotipado. Me refiero a ese tipo de planificación cámara en mano y con abundancia de primeros planos, donde no falta el tropo más saqueado de estos últimos tiempos: la cámara siguiendo a los personajes como si estuviese, casi, pegada a sus espaldas; como dice el amigo Diego Salgado, ese “cine de cogotes” que, a base de reiteraciones, ha devenido una fórmula convencional. Tampoco falta el homenaje, o guiño, al film noirestadounidense: véase el plano-secuencia del principio, con la cámara colocada dentro del coche conducido por Curro durante el atraco, a lo El demonio de las armas (Gun Crazy, 1950, Joseph H. Lewis).

Mamá se muere: Un monstruo viene a verme (A Monster Calls, 2016), de J.A. Bayona. Al contrario del que suele ser el parecer general, y como ya he dicho en numerosas ocasiones, particularmente no veo problema alguno en el hecho de que una película sea, dicen, “sentimental”, o que sea, siguen diciendo, de las que pretenden “hacer llorar”. ¡Ojalá hubiese más cine sentimental que nos hiciese llorar! Sin salirnos del ámbito del cine, del mismo modo que aceptamos (o, si pretendemos ser ecuánimes, deberíamos aceptar) que se hagan películas sórdidas, sanguinarias y crueles hasta decir basta, pues para eso existe algo llamado libertad de expresión –cf. sin alejarnos de este blog: Al interior (À l’intérieur, 2007), de Julien Maury y Alexandre Bustillo (1)–, igualmente tenemos que ser permisivos con films enfocados hacia lo sentimental. Evidentemente, ni un tipo ni otro de cine, o, mejor dicho, de tonalidad cinematográfica (el cine es, o suele ser, cuestión de tono), son válidos per se, sino en función de cómo están resueltos: del interés de la mirada que el realizador ha sabido imprimir en ellos. Toda esta digresión viene a cuento a raíz del cine de J.A. Bayona en general, y de Un monstruo viene a vermeen particular, sobre todo ante la fama cosechada tanto gracias a esta última película como a sus dos anteriores largometrajes, El orfanato (2007) y Lo imposible (The Impossible, 2012), de cineasta dotado para “lo sentimental” y para hacer films que “hacen llorar”. Lo dicho: ¡ojalá fuera así! A falta de conocer por mí mismo la novela de Patrick Ness en la que se inspira, adaptada al cine por su mismo autor –y que, a la vista de lo que es la película, pocas ganas tengo de leer–, Un monstruo viene a verme me parece tan poco (o nada) conmovedora como ya me lo parecieron en su momento El orfanato y Lo imposible(2). Y eso que, en teoría, hay material dramático para conmoverse, o, dicho de otro modo, material dramático teóricamente conmovedor: el pequeño Conor (Lewis MacDougall) es en el fondo consciente de que su joven madre (Felicity Jones), enferma de cáncer, se muere, por más que él se niega a aceptar esa cruel realidad; además, tiene que vivir ese drama, esa tragedia inminente, soportando a sus compañeros de clase, que le maltratan, a su abuela materna (Sigourney Weaver), a la que no soporta, y la ausencia del padre (Toby Kebbell), separado de la madre desde hace tiempo. Ni que decir tiene que el monstruo (voz y gestos de Liam Neeson) que Conor “convoca” no es sino una expresión de sus miedos, de su ira, de su desesperación ante el hecho, irrefutable, de que su madre va a morir. Bayona subraya en todo momento, desde el principio mismo del relato, que ese monstruo no es real: que es el fruto de los pensamientos atormentados, de la imaginación desbordada, de un Conor que ha heredado de su madre, pintora, el gusto por el dibujo, por el arte, por la imaginación. Dicho planteamiento, en principio correcto, no va más allá de su enunciado: una vez planteada la situación dramática básica (la enfermedad de la madre), y la consecuencia directa de la misma (la “invocación” del monstruo), el relato, literalmente, no avanza, contentándose con ser una variación continua de la situación inicial: el monstruo le dice a Conor que le va a contar tres historias, una por cada vez que vaya a visitarle, y que, al final, será el propio Conor quien le contará a él una cuarta historia, sobre sí mismo; justo al empezar el film, hemos presenciado una aparatosa pesadilla recurrente de Conor, en la cual el cementerio cercano a su vivienda, el mismo donde está plantado el tejo que por las noches se convierte en el monstruo, se hunde, arrastrando consigo a la madre del niño, a la cual este intenta, infructuosamente, salvar. Este planteamiento provoca sonrojo, de tan obvio: la pesadilla de Conor es una (evidente) expresión de su miedo a ver morir a su progenitora, y por descontado, la cuarta historia, la que acabará contándole al monstruo, no será sino una confesión sobre su lado oscuro, su muy humano egoísmo: que, en el fondo, desea que todo acabe de una vez, que su madre muera, para que él y todos los de su entorno también puedan, por fin, descansar… Pero nada de todo eso está mostrado con la suficiente fuerza –más allá, como siempre, del buen gusto, más artesanal que creativo, de Bayona a la hora de elegir y filmar los encuadres, o de realzar los excelentes efectos visuales–, y en contra de lo que sería deseable, termina por aburrir. No ayuda la inserción de las largas, interminables y no muy logradas secuencias de animación mediante las cuales se visualizan los moralizantes cuentos “con doble sentido” que el monstruo le relata a Conor, y que parecen más bien un recurso destinado a abaratar costes de producción; o, en particular, el tono supuestamente “delicado”, en realidad esquivo y timorato, con el que se muestran las escenas del acoso escolar, las cuales se supone, también, que deberían conmover, y con franqueza, no lo hacen en absoluto. 

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/10/desastres-lo-imposible-de-ja-bayona.html

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de NOVIEMBRE 2016, a la venta

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El número 373 de Imágenes de Actualidad dedica su portada al estreno más espectacular previsto para este mes de noviembre: Animales fantásticos y dónde encontrarlos (Fantastic Beasts and Where to Find Them, 2016), de David Yates, reportaje que se complementa con el artículo Glosario “potteriano” urgente.


La portada también destaca los otros tres estrenos más vistosos previstos para el mismo mes: Jack Reacher: Nunca vuelvas atrás(Jack Reacher: Never Go Back, 2016), de Edward Zwick; Sully (ídem, 2016), de Clint Eastwood; y La llegada (The Arrival, 2016), de Dennis Villeneuve, que se complementa con una entrevista con su protagonista, Amy Adams. También aparecen destacados los avances que, dentro de la sección Primeras Fotos, se ofrecen de Power Rangers (Dean Israelite, 2017) y Ghost in the Shell (Rupert Sanders, 2017), sección que además incluye los de La Torre Oscura (The Dark Tower, 2017, Nikolaj Arcel) y Cincuenta sombras más oscuras (Fifty Shades Darker, 2017, James Foley). Así como, dentro de la sección Series TV, los reportajes dedicados a The Crown y a la nueva temporada de Las chicas Gilmore (que se complementa con una entrevista con uno de sus intérpretes secundarios, Scott Patterson), y a 7 años (2016), de Roger Gual, la primera película española producida y disponible en Netflix (cuyo reportaje se complementa a su vez con una entrevista con dos de sus principales intérpretes, Paco León y Juana Acosta).


El número se completa con los reportajes dedicados a: El extraño (Goksung, 2016), de Na hong-jin; Marea negra (Deepwater Horizon, 2016), de Peter Berg; Infiltrado (The Infiltrator, 2016), de Brad Furman (que, justo después del cierre, se ha confirmado el aplazamiento de su estreno hasta el próximo 16 de diciembre); The Neon Demon (ídem, 2016), de Nicolas Winding Refn; Después de la tormenta(Umi yori mo nada fukaku, 2016), de Hirokazu Koreeda; Un traidor como los nuestros(Our Kind of Traitor, 2015), de Susanna White; Dead Slow Ahead (2015), de Mauro Herce; Blair Witch (ídem, 2016), de Adam Wingard; Comanchería (Hell or High Water, 2016), de David Mackenzie; y Amor y amistad (Love & Frienship, 2016), de Whit Stillman. A todo ello se añade el resto de secciones: Además…, con otros estrenos del mes; Noticias; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Hollywood Babilonia y Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El inminente estreno de Jack Reacher: Nunca vuelvas atrás me ha llevado a elegir como Cult Movie de este mes la película que, precisamente, convirtió a Tom Cruise en una estrella, y de la cual este mismo año se cumple el 30 aniversario de su estreno: Top Gun (Ídolos del aire) (Top Gun, 1986), de Tony Scott: “Es inútil intentar entrar en una película como “Top Gun” desde el punto de vista de su argumento, pues no resiste análisis alguno: el film no es –y probablemente tampoco pretendía ser– sino un batiburrillo de tópicos sobre el honor, la amistad, el amor, la lealtad y el patriotismo “made in USA”, todo ello relatado a través de la evolución personal del personaje de Maverick, un piloto bravucón, arrogante y vanidoso, firmemente convencido de su pericia para el vuelo, que acaba aprendiendo el valor del trabajo en equipo aun a costa de perder, por culpa de su temeridad, a su mejor amigo, Goose; planteamiento, por cierto, no muy lejos de otro famoso artefacto reaccionario “made in Hollywood” de esa época, “Oficial y caballero” (Taylor Hackford, 1982), que comparte con “Top Gun” que parte de su éxito se aposentó en el tirón popular de una canción, «Up Where We Belong» en el caso de la primera, «Take My Breath Away» en el de la segunda, ambas premiadas con el Oscar”.


Completo mi contribución a este número con tres críticas: la de la meramente entretenida Inferno (ídem, 2016), de un rutinario Ron Howard...


…el estupendo film de animación de Nicholas Stoller y Doug Sweetland Cigüeñas (Storks, 2016)…


…y, completando este mes tan “animado”, la de la no menos divertida (pero de muy diferente tono) La fiesta de las salchichas (Sausage Party, 2016), de Conrad Vernon y Greg Tiernan.   

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Emily de los Dickinson: “HISTORIA DE UNA PASIÓN”, de TERENCE DAVIES

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hace tiempo que el británico Terence Davies viene ofreciéndonos algunas de las películas más bellas de estos últimos tiempos –cf. The Deep Blue Sea (ídem, 2011) (1)y, este mismo año, Sunset Song (ídem, 2015) (2)–, pero, sinceramente, creo que ha conseguido lo imposible, superarse a sí mismo, con su más reciente propuesta: esta hermosísima recreación de la poetisa norteamericana Emily Dickinson titulada en España –bastante convencionalmente– Historia de una pasión (A Quiet Passion, 2016). Lejos de tratarse de un biopic al uso, por más que narra la vida de Dickinson siguiendo un planteamiento aparentemente tradicional, Davies, también firmante del guion, lo plantea de una manera harto personal.


Historia de una pasiónno evita conferirle cierto carácter de representacióna la biografía de Dickinson, de manera que, en virtud de la elección de los encuadres, la iluminación y la dirección de actores, la película toma conciencia de su propia e intrínseca condición de “película”, e indirectamente, sugiere de este modo la imposibilidad de que un film, cualquier film, pueda albergar en toda su profundidad la vida de un personaje histórico. De este modo, Historia de una pasión no solo es consciente de su artificio, o si se prefiere, de lo artificioso que es reconstruir la vida de una persona real convirtiéndola en una ficción (cinematográfica en este caso, pero también puede ser literaria o teatral), sino que, además, se vale de esa autoconciencia de sí misma para desarrollar una ficción que, si bien respeta una determinada cronología de hechos reales (los de la vida de Dickinson, desde sus primeros años de juventud y hasta su fallecimiento), en segunda instancia propone una aproximación poética y lírica a aquéllos. Puede parecer una facilidad redundante por mi parte el calificar de “poética” a una película que trata precisamente sobre una poetisa; pero, si recordamos la definición académica de lírica –transmisión de sentimientos, sensaciones o emociones respecto a una persona u objeto de inspiración–, y que la lírica suele expresarse por medio del poema, sea este en verso o en prosa, Historia de una pasión sería entonces un poema, cinematográfico, dedicado a Emily Dickinson.


Historia de una pasiónes, a grandes rasgos, la descripción de la relación de Emily con su entorno. No es casual, en este sentido, que el film arranque con una secuencia que transcurre, precisamente, fuera del hogar de los Dickinson. Nos hallamos en una escuela religiosa para señoritas, en la cual la directora va ordenando a sus alumnas que se separen en grupos, según tengan o no la firme convicción de salvar sus almas en base al siguiente criterio: por un lado, las que quieran dedicar sus vidas a profesar la fe cristiana tomando los hábitos; por otro, las que quieren poner en peligro su salvación (y, por ende, su “pureza”) accediendo a contraer matrimonio; y, finalmente, las que quieran ver condenadas sus almas por no querer aceptar ni la santidad de la vocación ni el sacramento del matrimonio. Una única muchacha forma parte de este restringido grupo de pecadoras predispuestas a arder en el Infierno cuando mueran: Emily Dickinson (encarnada de joven por Emma Bell). Una Emily que no solo no acepta ser encasillada en ninguna categoría restrictiva y coactiva de su libertad, sino que además planta cara a la directora, exponiendo sus razonamientos. El sentido que Davies confiere a esta secuencia por medio de la planificación –que alterna, en plano/ contraplano, una serie de planos generales/ planos medios de las alumnas/ la directora y Emily/ la directora elaborados con espléndido sentido de la composición de imagen– no es tanto la presentación del carácter librepensador y avanzado de Emily en comparación con el de la mayoría de mujeres norteamericanas de su época y clase social (que también), como sobre todo dibujar, mediante la severidad de esos encuadres, la rigidez del sistema educativo, y por ende, del mundo donde la protagonista ha nacido.


Resulta paradójico, en este sentido, que tan pronto como, una vez terminados sus estudios en esa escuela, y de vuelva a su hogar, veamos Emily abriendo los brazos en cruz, en un gesto de alegría, y exclamando: “¡El hogar!”. Paradoja que no se va a hacer evidente hasta que no avance la descripción del modo de vida de los Dickinson, en particular del despotismo, rayano en la tiranía, que ejerce su padre, Edward Dickinson (un recuperado Keith Carradine), un respetado abogado que, al principio, hace gala de cierta tolerancia en su comportamiento –cf. no tiene problema alguno en permitir que Emily baje de noche al salón a escribir su poesía, agradeciéndole incluso que su hija tenga primero la consideración de pedirle permiso para hacerlo–, para, a medida que empieza a envejecer, mostrarse cada vez más huraño, colérico e intolerante.


Hay tres momentos extraordinarios en este primer tercio del film que expresan perfectamente aquel carácter de representación al que me refería líneas arriba. El primero es la escena, resuelta sobre la base de un movimiento de 360º de la cámara, la cual recorre el salón de los Dickinson, de noche, alumbrado a la tenue luz de las velas; la cámara va mostrando a Emily y a su familia –su padre; su madre, Emily Norcross (Joanna Bacon); sus todavía jóvenes hermanos Vinnie (Rose Williams) y Austin (Benjamin Wainwright)–, recogidos todos dentro de ese movimiento circular, cerrado en sí mismo, que sugiere magníficamente la cerrazón y el aislamiento del hogar de los Dickinson, el mundo de Emily, por mucho que ella lo ame lo comparte con quienes son para ella sus seres más queridos, los miembros de su familia.


El segundo momento al que me refiero tiene lugar durante un recital de canto al que asisten los Dickinson: Davies planifica esta asimismo corta secuencia abriéndola con un plano general fijo de la cantante sobre el escenario, acompañada por un pianista; de pronto, la quietud del plano se rompe cuando la cámara se alza lentamente en grúa hacia la derecha del encuadre, deteniéndose en un par de palcos donde están sentados los Dickinson; resulta perceptible, a simple vista, que toda la familia está disfrutando con la actuación de la cantante excepto el padre, quien comenta que le parece “indecoroso” que una mujer se exhiba sobre el escenario de esa forma, y a continuación también critica la música que la cantante está interpretando; Emily, divertida ante el comentario de su progenitor, le replica con suavidad…; tras este paréntesis, esta acotación sobre la psicología de los personajes, la cámara regresa hacia el escenario, si bien Davies corta el plano antes de que vuelva a la posición inicial, sugiriendo de este modo que lo relevante no es ni la cantante ni la música, sino la valoración puritana, en el borde mismo de lo reaccionario, que acaba de formular el padre de Emily.


El tercer gran momento de este primer tercio del film es el que expresa brillantemente el tránsito de la juventud a la madurez en el caso de Emily y sus hermanos Vinnie y Austin (ahora con los rasgos de Cynthia Nixon, Jennifer Ehle y Duncan Duff, respectivamente), y de la madurez a la vejez en el de los patriarcas, que Davies resuelve con otra virtuosa secuencia: una supuesta sesión fotográfica de los Dickinson, compuesta de una serie de planos que, desde el punto de vista de la cámara del fotógrafo que les retrata, se van acercando en lento travelling frontal a cada uno de los miembros de la familia que están posando para el objetivo del fotógrafo, a medida que envejecen paulatinamente ante nuestros ojos mediante un discreto efecto de morphing.


A pesar de estar hablándonos de Emily Dickinson, la-gran-poetisa-norteamericana, Davies se centra, sobre todo, en Emily, la de los Dickinson: el retrato de la mujer, del ser humano llamado Emily con sus virtudes y sus imperfecciones, se impone sobre el retrato de Emily Dickinson, la artista. Eso no significa, por descontado, que la película minimice la labor poética de Dickinson; por el contrario, la poesía se halla presente a lo largo de todo el metraje, si bien su presencia es sobre todo implícita, a pesar de haber numerosas escenas –o, más que escenas, planos de corta duración insertados entre escenas más largas o secuencias más desarrolladas–, en las cuales vemos a Emily escribiendo sus amados versos. Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Historia de una pasión es, cinematográficamente hablando, una especie de equivalente fílmico de lo que en literatura se denomina poesía en prosa o prosa poética; algo definido, pero a la vez indefinible; concreto, pero a la vez abstracto; sencillo y al mismo tiempo sumamente complejo. Esa sensación la desprende Davies, como digo, en virtud de una minuciosa puesta en escena en apariencia muy sencilla, pero en realidad extraordinariamente elaborada, en la que la introducción de cada nuevo personaje, el planteamiento de cada nueva situación, no hace más que reforzar, por contraste, el perfil psicológico de la protagonista y del resto de personajes de su entorno.


La película ofrece cuantiosos ejemplos al respecto. Véase, sin ir más lejos, la ternura y, sobre todo, la complicidad de la relación de Emily con su hermana Vinnie: una amistad, un afecto, que está por encima del simple vínculo de sangre, y que contrasta, sin ir más lejos, con la relación de la protagonista con su hermano Austin, menos sensible que sus hermanas y más condicionado por su autoritario padre, en particular en todo lo que tiene que ver con el papel de “hombre” que la sociedad de su época le tiene reservado: Austin contrae matrimonio con Susan Gilbert (Jodhi May), una muchacha sencilla a la que Emily y Vinnie acogen con cariño, dada su bondad, y a la que Emily, en cierto sentido, toma bajo su protección, sobre todo a partir del momento que se descubre la reiterada infidelidad de Austin con la señorita Mabel Loomis Todd (Noémie Schellens). Pero Austin no es un personaje de una pieza, sino alguien también, como Emily, víctima de las circunstancias: incluso siendo ya un hombre casado y padre de familia, se ve obligado a seguir obedeciendo a su padre, quien le exige que no vaya a la recién declarada guerra civil –el padre pagará la tasa de 500 dólares de la época para que su hijo no tenga que alistarse–, sin importarle ni su opinión ni que los demás piensen de él que es un cobarde. Del mismo modo, la fiel Vinnie no dudará en plantar cara a Emily, reprochándole sus defectos, echándole en cara sus errores, cuando considera que, a pesar de su enorme inteligencia y exquisita sensibilidad, se ha equivocado.


Como en anteriores películas de Davies –La casa de la alegría (The House of Mirth, 2000), The Deep Blue Sea, Sunset Song–, el matrimonio y la sexualidad (y su insatisfacción) vuelven a estar presentes. Emily, eternamente soltera, afirma que se siente casada con su familia; en otras ocasiones, explica que ve muy difícil encontrar a un marido que la deje ser, sentir, comportarse y vivir como ella quiere (pues sabe que lo más probable es que un esposo no sea sino una variante de su propio padre). Eso explica la simpatía que le inspira su cuñada Susan, e indirectamente, la atracción, imposible de ser correspondida, que siente hacia el reverendo Wadsworth (Eric Loren), un alma sensible que sabe apreciar el inmenso valor de sus versos y que, como ella, está atrapado en una convención social –su matrimonio con su puritana y antipática esposa (Simone Milsdochter)– que le impide que su mutuo afecto, su comunión de ideas y de almas, pueda ir más allá de una mera amistad formal. Esa misma impotencia afectiva, esa represión erótica, se encuentra en la base de la amistad y la admiración que Emily siente hacia Vryling Buffam (Catherine Bailey), una joven inteligente, aguda y deslenguada que es todo aquello que Emily no se atreve o no se decide a ser; es significativo que, en la escena de la boda de Vryling, Emily llore, y no de alegría, sino consciente de que, en cierto sentido, el alma de su amiga va a “morir”, simbólicamente, bajo el peso de una institución, el matrimonio, que supone la muerte en vida para mujeres como Emily, Vinnie y Vryling, acostumbradas a pensar por su cuenta. Ese mismo trasfondo de insatisfacción sexual se encuentra en todo lo relativo al Sr. Emmons (Stefan Menaul), el joven admirador y, en el fondo, pretendiente de Emily al cual esta le obliga a conversar con ella a distancia, él al pie de la escalera que conduce a la planta superior de la casa de los Dickinson donde Emily tiene su dormitorio: Emily, firme en sus convicciones, no quiere ver a Emmons ni a hombre alguno porque es consciente de que el hombre ideal por el que ella suspira, sencillamente, no existe, pero, consciente de su debilidad (de su reprimido apetito sexual), no quiere que un contacto visual le haga debilitarse y cometer un error.


Historia de una pasiónes, entre otras muchas cosas, una crónica melancólica sobre el desamor. La madre de Emily, explica, prefiere mantenerse en silencio y no intervenir en las conversaciones, porque teme que “mi opinión pueda ser interpretada como un prejuicio”; huelga añadir de dónde han heredado Emily y Vinnie su inteligencia y su sensibilidad. Más aún: la madre viste siempre de negro, como si fuera viuda, por más que su marido no fallece antes que ella hasta edad avanzada; pero, en un sentido simbólico, la madre siempre ha sido viuda: su marido nunca ha sido el marido que ella hubiese deseado. No es casual que no veamos a la madre vestida de otro color que no sea negro, en este caso un camisón blanco, sino en el momento de su agonía y muerte, amorosamente atendida hasta el final por sus hijas. Estrechamente vinculado con lo que acabamos de mencionar, la descripción que lleva a cabo el film de la dolencia –la enfermedad de Bright– que acabaría llevando a Emily Dickinson a la tumba con tan solo 55 años está íntimamente relacionada con esa insatisfacción a la que no venimos refiriendo: el cuerpo de Emily enferma, degenera y muere porque –se sugiere– es un cuerpo con un déficit de amor físico, la carcasa de un alma viva, pero que a la vez está atrapada dentro de una carne que agoniza sin haber sido amada. Este año, la cartelera de nuestro país se está mostrando pródiga en la exhibición de obras maestras del cine moderno –como siempre, hablo solo por mí: El cuento de la princesa Kaguya(Kaguyahime no monogatari, 2013, Isao Takahata), Tres recuerdos de mi juventud (Trois souvenirs de ma jeunesse, 2015, Arnaud Desplechin), Mi amigo el gigante (The BFG, 2016, Steven Spielberg), Kubo y las dos cuerdas mágicas (Kubo and the Two Strings, 2016, Travis Knight), Elle (ídem, 2016, Paul Verhoeven) y, naturalmente, Sunset Song–, a las cuales se une esta inconmensurable Historia de una pasión.



La mejor lectura para Halloween: “EL IMPERIO DEL MIEDO”, de ANTONIO JOSÉ NAVARRO

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Es bien conocido a estas alturas el interés demostrado por Antonio José Navarro en dos materias no excluyentes entre sí: el análisis de los contenidos políticos y socioculturales del cine, y el del cine fantástico como género. Intereses que alcanzan una feliz fusión en este interesantísimo, apasionante y apasionado ensayo: El Imperio del Miedo. El cine de horror norteamericano post 11-S, publicado por la siempre excelente editorial Valdemar en su no menos espléndida colección Intempestivas. El cambio operado por el mundo en general, y por el cine de horror estadounidense en particular, tras los ataques terroristas al World Trade Center de Nueva York y al edificio del Pentágono en Arlington el 11 de septiembre de 2001 –dramática fecha de inicio, qué duda cabe, del presente siglo–, es objeto de un minucioso, exhaustivo y muy documentado análisis que sorprende agradablemente en el contexto actual de los libros de cine publicados en España escritos por autores nacionales, tan poco dados salvo honrosas excepciones –esta es una de ellas– a profundizar en las temáticas que abordan, contentándose con la pincelada superficial y/ o anecdótica, propias de las publicaciones dirigidas al fandom.


Navarro es consciente de que las casas no hay que empezarlas por el tejado, de ahí que sus tesis –y El Imperio del Miedo es un libro “de tesis”, en el mejor sentido de la expresión– se sustentan sobre una serie de argumentos coherentes y bien ensamblados. La obra arranca con una introducción (El día que cambió el mundo, el cine…) y un primer capítulo (La naturaleza del horror. Más allá del cine de género) que nos sitúan adecuadamente en la base de su argumentación, esto es, el impacto a todos los niveles del 11-S dentro de la sociedad norteamericana y, dentro de la misma, en el cine de horror, puntualizando –en la que me parece la primera gran aportación de este libro al estudio de cine fantástico– que no es exactamente lo mismo cine de terror que cine de horror. En sus propias palabras, el terror se describe generalmente como un sentimiento de temor y/ o expectación que precede a una experiencia espantosa, mientras que el horror es el pavor desbocado que, normalmente, aparece después de haber experimentado algo terrorífico; el terror es una formade expresión artística, una visión, un sentimiento fuertemente subjetivo, una experiencia psicológica; en cambio, el horror es una experiencia fisiológica, vinculada con la repulsión innata que sentimos ante una violencia desmesurada; el horror es una emoción extrema, una obscenidad que rompe las normas más o menos rígidas existentes en cada sociedad sobre el vicio y la virtud e incluye siempre un matiz de placer.


Por ejemplo, “podemos sentir terror mientras recorremos ávidamente con la vista el tenebroso teatro donde las brujas de “The Lords of Salem” [ídem, Rob Zombie, 2012] invocan a Satán, o ante la suntuosidad del extraño palacio neoclásico donde habita el Demonio, acompañados por el “Réquiem” de W.A. Mozart. Pero el horror nos oprime cuando Leatherface (Andrew Bryniarski), en “La matanza de Texas” [The Texas Chainsaw Massacre, 2003, Marcus Nispel], empieza a desmembrar con su sierra mecánica a los jóvenes que tienen la desdicha de cruzarse en su camino”. Concluyendo: “La razón por la cual el actual cine de horror norteamericano es, precisamente, “de horror”, es porque opera en los márgenes de la “cultura”. (…) Desde una óptica filosófica, el cine de horror es el género cinematográfico más subversivo que existe, el más congénitamente crítico hacia los valores de nuestra sociedad liberal-burguesa. (…) El cine de horror, como arte “perverso”, trabaja cultural y hermenéuticamente en los contenidos “fuera de cuadro” que articulan subrepticiamente cada película”.


En el capítulo El horror es real. El 11-S como trauma cultural, Navarro desarrolla las que son, a su entender, las características principales del cine de horror norteamericano post 11-S, donde destaco dos conclusiones fundamentales; la primera, que “uno de los elementos artísticos del cine de horror post 11-S es el retorno a una cierta iconografía siniestra “pura”, sin los excesos del “hipercine” de terror de los noventa”; y que “los cuantiosos films de horror rodados tras el 11-S no tendrían el mismo sombrío significado, la misma fuerza, si no fuera por la intensidad emocional/ poética de su puesta en escena”; tal y como ejemplifican –por citar solo dos de los muchos films analizados en este capítulo– Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004, Zack Snyder) y Silencio desde el mal (Dead Silence, 2007, James Wan).


Se pasa a continuación, en el capítulo Más allá hay monstruos, a analizar las consecuencias del 11-S en temáticas fantásticas, digamos, “clásicas”, como los vampiros –cf. 30 días de oscuridad (30 Days of Night, 2007, David Slade)– o los zombis –cf. La tierra de los muertos vivientes (Land of the Dead, 2005) y El diario de los muertos (Diary of the Dead, 2007), ambas del veterano George A. Romero–; y deteniéndose, en el siguiente (Oscuro bosque oscuro), en el gran papel jugado por el cine de horror post 11-S que transcurre en paisajes boscosos –cf. evidentemente, El bosque (The Village, 2004, M. Night Shyamalan)–.


Este repaso a los temas vertebrales del género en los Estados Unidos en la actualidad se completa con el capítulo dedicado a la temática del Demonio y los exorcistas (Ese olor a azufre… Nuevos demonios y viejos exorcistas), donde se aborda el conocido como Satanic Panic o Satanic Ritual Abuse–esto es, la soterrada identificación, típica del cine de horror post 11-S entre el terrorismo islámico, el extranjero, el Otro, con el Diablo, el Mal absoluto y las posesiones diabólicas– dentro de una amplia filmografía donde destacan la reciente La bruja (The Witch, 2016, Robert Eggers) y la muy significativa e influyente El exorcismo de Emily Rose(The Exorcism of Emily Rose, 2005, Scott Derrickson).


En Diversión vs. condenación: Halloween, se abordan las películas que, después del 11-S, han dotado de resonancias muy particulares a aquellos relatos de horror ambientados en la festividad, típicamente norteamericana, de Halloween (entre ellos, el estupendo Truco o trato. Terror en Halloween, Trick’r Treat, 2007, Michael Dougherty). Y, como su título indica –Back to 70’s. “Remakes” y otras revisiones inquietantes–, luego hallamos un denso capítulo analizando en profundidad las nuevas versiones de clásicos del cine de horror estadounidense de la década de los setenta, tal es el caso del ya citado de La matanza de Texas firmado por Marcus Nispel (así como sus propias secuelas), La última casa a la izquierda(The Last House on the Left, 2009, Dennis Iliadis), la asimismo mencionada Amanecer de los muertos, Carrie (ídem, 2013, Kimberly Peirce), Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 2006, Alexandre Aja), I Spit On Your Grave (Steven R. Monroe, 2010) y Halloween: El origen (Halloween, 2007, Rob Zombie).


Turbadoras presencias en primera persona. El “mockumentary” de horror, representado principal pero no exclusivamente por la franquicia inaugurada por Paranormal Activity (ídem, 2007, Oren Peli) y El último exorcismo (The Last Exorcism, 2010, Daniel Stamm), arroja un análisis exhaustivo sobre el cine de horror de estética documental también conocido como found footage. Mockumentaryde horror que “recrea esa realidad “exterior”, y en cierto modo “invisible”, como una nueva forma de pensamiento mágico”. Mi casa, mi infierno. Fantasmas y “home invasions” pone en solfa otra temática recurrente en el cine de horror norteamericano post 11-S, la fragilidad y falsa inviolabilidad del sacrosanto hogar made in USA, bien sea por culpa de la perturbación provocada por fantasmas vengativos –cf. la franquicia inaugurada por Insidious (ídem, 2010, James Wan)–, o por asaltantes gratuitos y violentos –cf. Los extraños (The Strangers, 2008, Bryan Bertino)–.


El capítulo final, El “Torture Porn”. La política de la crueldad, aborda con lucidez y sin prejuicios una de las parcelas más polémicas e incómodas del género en la actualidad, ejemplificada en las franquicias inauguradas por Saw (ídem, 2004, James Wan) y Hostel (ídem, 2005, Eli Roth), y en el cine de, de nuevo, Rob Zombie: el libro concluye, precisamente, con un excelente comentario de su más reciente propuesta: 31(2016).



El Imperio del Miedohace gala de muchas cualidades: la claridad de ideas, la lógica de sus argumentos y la extensa documentación no solo cinematográfica, sino también perteneciente a otros campos del saber, que lo refrenda. Pero una de las más atractivas reside en la posibilidad de descubrir a lo largo de sus páginas un importante caudal de películas de estos últimos quince años muy poco o nada conocidas en España, de las cuales se habla, además, con conocimiento de causa, es decir, habiéndolas visto; cada capítulo es, en este sentido, una gozosa revelación de films, muchos de los cuales ni tan siquiera han sido distribuidos entre nosotros en formatos domésticos, y que demuestran que el cine de horror norteamericano post 11-S no es un fenómeno cultural de corto alcance sino, por el contrario, algo notablemente consistente. Un fenómeno donde hallamos al auténtico cine independiente que se hace en estos momentos en los Estados Unidos –y que nada tiene que ver con el falso cine indie que llega a nuestras carteleras impostado bajo el “sello de calidad” de los festivales–, el cual ha convertido el panorama actual del género de horror estadounidense en un turbulento espejo imaginario de los miedos ocultos, y no confesados, de una nación que ha convertido la violencia en una de sus marcas culturales distintivas.

“GUILLERMO DEL TORO. LAS FÁBULAS MECÁNICAS”, ya a la venta

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Ya se encuentra disponible en librerías otro estupendo volumen en el que he tenido la enorme satisfacción de colaborar en fecha reciente. Se trata de Guillermo del Toro. Las fábulas mecánicas, una obra coordinada por Juan Andrés Pedrero Santos que publica Calamar Ediciones en una edición particularmente cuidada a nivel de calidad de impresión, papel y amplia oferta fotográfica en color.


Con prólogo de Santiago Segura, este ensayo de más de 240 páginas aborda la carrera de este brillante y simpático realizador mexicano a través de los siguientes contenidos: un texto introductorio, Guillermo del Toro. Una vida entre fábulas, a cargo de Pedrero Santos; y, a continuación, un comentario de todos y cada uno de sus largometrajes hasta la fecha: Cronos. Mala sangre, por Tonio L. Alarcón; Mimic. La humanidad en peligro, por Rubén Higueras Flores; El espinazo del diablo. De la esencia de los fantasmas, por Carlos Díaz Maroto; Blade II. Entre la experimentación y el encargo, por José Luis Salvador Estébenez; Hellboy. La mano de piedra del destino, por Adrián Sánchez; El laberinto del fauno. Las pruebas mágicas de Ofelia, escrito por un servidor; Hellboy II. El ejército dorado. Y aun así, nunca seremos humanos…, por Javier G. Romero; Pacific Rim. Monstruos contra monstruos, por Pedrero Santos; y La cumbre escarlata. Gótico tardío, por Diego Salgado. El volumen culmina con una extensa Entrevista con Guillermo del Toro a cargo, también, de Pedrero Santos; y con una serie de apéndices: la Biografía de un personaje: Lucille Sharpe, escrita para la ocasión por el propio Del Toro; Filmografía, Bibliografía e Índice onomástico.


Como he apuntado, mi contribución a esta obra colectiva consiste en un comentario sobre El laberinto del fauno: “lo más destacable de “El laberinto del fauno” reside, como siempre en Del Toro, en su decidida convicción a la hora de expresar la convivencia, casi me atrevería a decir que “natural”, entre lo fantástico y lo real. Para Del Toro, la Fantasía y la Realidad no solo conviven en un plano de estrecha igualdad, sino que incluso la existencia de la una sería completamente imposible sin la de la otra, y viceversa”.


“DIRIGIDO POR…” de NOVIEMBRE 2016, a la venta

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La llegada (The Arrival, 2016), de Denis Villeneuve, es la película destacada en la portada del núm. 471 de Dirigido por…, correspondiente al mes de noviembre de 2016.


Otros contenidos destacados en la tapa son un artículo que hemos escrito a medias Quim Casas y un servidor sobre Estructura, tiempo e historia en los biopic de Clint Eastwood, elaborado con motivo del estreno de su más reciente propuesta tras las cámaras, Sully(ídem, 2016); así como la crítica de The Neon Demon (ídem, 2016), asimismo escrita por mí, que se complementa con una entrevista con su director, Nicolas Winding Refn, que ha elaborado Roberto Morato; y la reseña, también extensa, de La próxima piel (La propera pell, 2016), de Isaki Lacuesta e Isa Campo, escrita por Anna Petrus.


También hay que destacar la segunda entrega del dossier en tres partes dedicado a Raoul Walsh, y que este mes consta de los siguientes contenidos: “Westerns” tardíos. Últimos paseos por el Oeste americano, escrito por Juan Carlos Vizcaíno Martínez; Walsh y la aventura. Como razón y como pasión, de Ramon Freixas & Joan Bassa; Comedias y musicales. Walsh a la sombra de otros géneros, que firma el que suscribe; y Tipologías en el cine de Walsh. Los hombres que conducen la acción, de Quim Casas.


El número se completa con el artículo Teatro digital. ¿Pueden las artes escénicas mirarse en el espejo del cine?, escrito por Óscar Brox, que inaugura la nueva sección Opinión; la crónica del Festival de Sitges 2016, firmada por Roberto Alcover Oti; el artículo In Memoriam de Rafel Miret dedicado al malogrado Andrzej Wajda; la sección Flashrecent, escrita por Quim Casas, que este mes recupera el film de Brian de Palma Passion (2012), con motivo de su emisión en Movistar Acción; el comentario de la primera y segunda temporada de la serie Narcos (ídem, 2015-2016), escrito por Óscar Brox para la sección Televisión; la sección Críticas, con reseñas de otros estrenos destacados del  mes; la sección Home Cinema, con comentarios de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Tonio L. Alarcón, Quim Casas y Ramon Freixas & Joan Bassa; la sección Cine On-Line, con textos de Israel Paredes Badía y Joaquín Torán; la sección Libros, con comentarios de Ramon Freixas, Quim Casas, Israel Paredes Badía, Diego Salgado y Óscar Brox; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol; y la sección En buca del cine perdido, que este mes incluye una estimulante rareza de Vittorio Cottafavi, Traviata ’53 (1053), que analiza Valerio Carando.


Ya he avanzado que mi contribución a este número de Dirigido por…consiste, en primer lugar, en una extensa crítica del interesante film de Nicolas Winding Refn The Neon Demon


…y del comentario de la película de Clint Eastwood Sully que cierra el artículo coescrito con Quim Casas dedicado a las aproximaciones de este cineasta al género del biopic


…así como un artículo para el dossierRaoul Walsh: Comedias y musicales. Walsh a la sombra de otros géneros.


A ello hay que añadir la crítica del film de Na Hong-jin El extraño (Goksung, 2016).

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“EL CONTABLE” + “LA CHICA DEL TREN” + “QUE DIOS NOS PERDONE”

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]

Lazos de sangre: El contable (The Accountant, 2016), de Gavin O’Connor. Por razones que, lo confieso, se me escapan por completo (y sobre las cuales no pienso perder el tiempo polemizando), el realizador neoyorquino Gavin O’Connor arrastra una, a mi entender, injusta “mala fama”, que si bien puedo entenderla a la vista del mediocre largometraje que le brindó su primer prestigio dentro de los circuitos y/ o entre los amantes del mal llamado cine indienorteamericano –me refiero a Tumbleweeds(ídem, 1999), aquella chorrada sobre un chico genial al que le gustaba chuparse el pulgar…–, me resulta completamente incomprensible a la vista de la recepción que han tenido, al menos en España, sus dos últimos largometrajes: el muy apreciable western moderno La venganza de Jane (Jane Got a Gun, 2016) y el interesantísimo thrillerque nos ocupa, El contable. A falta de haber visto sus trabajos anteriores a Tumbleweedsy sus diversos quehaceres televisivos, así como El milagro (Miracle, 2004) –la cual, lo admito, como suele ocurrirme con todas las películas de temática deportiva, a priori me da considerable pereza– y Warrior (2011) –que algún buen amigo cuyo criterio respeto me ha aconsejado que no deje correr–, lo cierto es que ni La venganza de Jane, ni El contable, ni otro thriller suyo que tuve ocasión de comentar en su momento desde las páginas de Dirigido por…, el notable Cuestión de honor(Pride and Glory, 2008), me parecen razón suficiente para justificar tanto desdén.


El contabletiene una particularidad que lo hace enormemente atractivo, por atípico. Si bien inscrito en los márgenes del género del thriller, y al igual que ya ocurría con Cuestión de honor, o incluso con La venganza de Jane con respecto al género del western, El contable es, en el fondo, un melodrama. Abundan en él los vínculos afectivos, empezando por todo lo relacionado con su extraño personaje protagonista, sus turbulentos recuerdos del pasado, su extravagante presente y su muy impredecible futuro. Christian Wolff (Ben Affleck) es, a simple vista, un simple contable, y en la práctica, un superdotado para los números; tanto que, de hecho, está diagnosticado desde su infancia como autista. Su pulcritud, su parquedad a la hora de hablar y comunicarse con los demás, y sus “rarezas” –su manera de sentarse a trabajar, de colocar sus lápices y bolígrafos perfectamente alineados en la mesa, su forma de sentarse a comer, etc.–, le catalogan automáticamente como una persona “anormal”. A mayor ahondamiento, una investigación de la agente federal Marybeth Medina (Cynthia Addai-Robinson) bajo la supervisión de Ray King (J.K. Simmons) descubre que Wolff trabaja para mafiosos o jefes de cárteles de las drogas “maquillando” sus cuentas y “lavando” su dinero, de manera que sus ingresos procedentes del delito no sean fácilmente detectados. Pero, siendo niño, Wolff fue sometido por su padre (Robert C. Treveiler), de profesión militar, a un durísimo entrenamiento físico y mental, destinado, según su progenitor, a ayudarle a crecer fuerte y sabiendo defenderse de la crueldad del mundo. La vida de Wolff, de hecho, ha estado marcada por dos “padres”: el primero, el biológico, y el segundo, un viejo mafioso llamado Francis Silverberg (Jeffrey Tambor), al que conoció y de quien se hizo amigo durante una estancia que compartieron ambos en prisión. No son, como digo, los únicos vínculos “paternos” o “fraternales” que se dan entre los personajes, con independencia de que haya entre ellos un auténtico lazo de sangre: Ray King se convierte, en cierto sentido, en el “padre” de la agente Medina, una exdelincuente que intenta redimirse con su ingreso en el FBI a fin de lavar su pasado; asimismo, Dana Cummings (la siempre estupenda Anna Kendrick), joven y talentosa contable que ha descubierto un desfalco en las cuentas del empresario Lamar Black (John Lithgow, magnífico como de costumbre), mantiene una relación casi paterno-filial con este último, al que venera por su altruismo. Hay otro importante personaje que pulula por el relato, un asesino a sueldo llamado Brax (Jon Bernthal), que guarda asimismo una estrechísima relación personal con Wolff, la cual no se revela hasta los últimos minutos y que, en atención a quien todavía no haya visto la película, tampoco desvelaré, pero que se encuentra en la misma línea de lo apuntado.


A pesar de tratarse de un thriller–y, además, espléndidamente realizado: todas las escenas de acción, sin ir más lejos, son excelentes–, El contableavanza a base de intensos golpes melodramáticos. Dana se enamora de Wolff, quien ha sido contratado por Black para que compruebe el desfalco que ha descubierto la muchacha, porque ambos son seres solitarios, y como suele decirse, dos almas condenadas a entenderse. Hay una primera secuencia, cuyo sentido definitivo no conoceremos hasta bien avanzado el relato, en la cual un misterioso asesino entra en un edificio de apartamentos y mata a un jefe mafioso que vive en el recinto y a todos y cada uno de los sicarios a sus órdenes; más adelante, sabremos que el entonces agente de policía King estuvo presente en el lugar de los hechos, y casi muere a manos de ese mismo asesino que le sorprendió por la espalda, quien le perdonó la vida porque, a punta de pistola, le obligó a confesar que, con su dedicación a su trabajo policial, King había descuidado a su esposa y a sus hijos… Naturalmente, el asesino en cuestión no es sino Wolff, quien con esa matanza está vengando el asesinato de su viejo mentor Silverberg. El contablees una película de padres traicioneros e hijos abandonados, revestida con los ropajes de un vigoroso relato de acción y “suspense” repleto de golpes ingeniosos, de giros y sorpresas de guion, que O’Connor filma con gran solidez; funcionan muy bien, vuelvo a insistir, las escenas de acción –cf. el mencionado tiroteo del principio, que vemos en su versión más completa al albur del relato oral que King hace sobre esos mismos hechos; la secuencia en la que Wolff llega a tiempo al apartamento de Dana para impedir que unos sicarios acaben con ella; o el magnífico clímax nocturno en la casa en las afueras donde vive Black–, pero lo mejor de El contable es que, en todo momento, hay un profundo trasfondo humano: el pasado de los personajes tiene una importancia fundamental en su presente y es la base de su futuro; son personajes marcados por un destino si no fatal, cuanto menos fatalista, no muy lejos de lo que tanto le gustaba a Fritz Lang. Un film mucho mejor de lo que se ha dicho.


Un “thriller” insulso: La chica del tren (The Girl on the Train, 2016), de Tate Taylor. No he leído la popular novela de Paula Hawkins en la que se basa esta película, y tampoco había visto hasta ahora nada lo que ha realizado hasta la fecha el realizador Tate Taylor, quien ha estrenado previamente en España Criadas y señoras (The Help, 2011) y I Feel Good: La historia de James Brown (Get On Up: The James Brown Story, 2014). Dicho esto, una vez vista La chica del tren no me han quedado ganas ni de leer la novela de Hawkins, ni de volver a ver otro film de Taylor. No me ha gustado ni la trama, ni mucho menos el desarrollo de la misma, más allá de las posibilidades hitchcockianas que pudiera tener en teoría. Rachel (Emily Blunt) es una mujer que no ha podido resistir la separación de su marido, Tom (Justin Theroux), y desde entonces, sin trabajo y alcoholizada hasta las cejas, se dedica a coger un tren y espiar “voyeurísticamente” a su exesposo, el cual ha contraído nuevas nupcias con Anna (Rebecca Ferguson), madre de un hijo en común. Hete aquí que, aprovechando la pausa que hace el tren cada vez que se para delante de la casa de Tom y Anna (y no me dirán que no está cogido por los pelos…), Rachel descubre y se obsesiona con la pareja que vive justo en la casa de al lado de aquéllos: la que forman Megan (Haley Bennett) y Scott (Luke Evans). Se nos dice, de palabra –puesto que Tate Taylor es incapaz de expresarlo con su trabajo (es un decir) tras la cámara–, que Rachel ha idealizado a Megan y Scott, quienes le parecen “la pareja perfecta” –esa “pareja perfecta” que ella creía formar con Tom en sus buenos tiempos juntos–, y que al final resultan ser, pura y simplemente, seres humanos, pues Rachel sospecha, con horror, que Megan está engañando a Scott con el psiquiatra al que visita con frecuencia, el Dr. Kamal Abdic (Édgar Ramírez). Hay más cosas: Megan también es una mujer con “un pasado” (pulula por ahí un hecho traumático que la marcó de por vida); y, tras otra noche de borrachera, de la cual no recuerda apenas nada, Rachel sospecha que ella pudo haber asesinado a Megan en un arranque de celos y de decepción, dado que esta última ha desaparecido y no existen pistas sobre su paradero… Tate Taylor resuelve todo este embrollo, más complicado que complejo y en el fondo de una vulgaridad aplastante, haciendo gala de una planificación no menos vulgar y adocenada, donde el primer plano reina por encima de cualquier otra consideración. Queda para el recuerdo la buena labor de sus tres actrices protagonistas, las cuales se esfuerzan por meter toda la carne en un asador donde en ningún momento prende llama alguna. “Hay cosas que preferirías no haber visto”, reza el eslogan publicitario de este film. La chica del tren es una de ellas…


Madrid, 2011: Que Dios nos perdone (2016), de Rodrigo Sorogoyen. Que Dios nos perdone hace gala de tres de las secuencias mejor construidas que hayamos visto últimamente en el cine español. Una de ellas está cerca del principio del relato: los inspectores Luis Velarde (Antonio de la Torre) y Javier Alfaro (Roberto Álamo) investigan el escenario de un crimen que, a simple vista, sus compañeros ya han catalogado de manera superficial: la muerte de una anciana, cuyo cadáver ha sido hallado en el rellano de la escalera donde vivía, en teoría asesinada a manos de un ladrón que se coló en su piso y al cual ella intentó, fatídicamente, detener; Velarde, introvertido, silencioso, tartamudo, aseado, y Alfaro, extravertido, rudo, sudoroso, a veces violento, inspeccionan la vivienda de la anciana –mejor dicho: Alfaro deja espacio a su compañero Velarde, porque confía en su intuición más que nadie, para que lleve a cabo dicha inspección–, y, al final, Velarde concluye, con acierto, que la anciana, además de asesinada, ha sido violada; todo ello filmado de una manera directa, naturalista, pero al mismo tiempo minuciosamente atenta a los gestos y miradas de sus magníficos actores. La segunda secuencia a la que me refiero es la que lleva a cabo uno de los dibujos más precisos de la singular psicología del personaje de Velarde; antes de llegar a ella, hemos visto a Velarde observando con interés a Rosario (María Ballesteros), la mujer que se encarga de la limpieza en la escalera donde vive; luego, en la secuencia a la que me vengo a referir, Velarde invita a entrar en su piso a Rosario, quien acepta de buena gana la invitación porque siente asimismo interés hacia él; pero, poco después, Velarde intenta propasarse sexualmente con Rosario, y como consecuencia de ello, la mujer cae al suelo, se golpea en la cara con la esquina de un mueble, mancha de sangre la alfombra y, dolida, humillada y avergonzada, se marcha sin decir palabra, y sin que Velarde, avergonzado, haga nada por deternerla: el realizador Rodrigo Sorogoyen –de quien, visto lo visto, tendré que ir recuperando sus anteriores trabajos para el cine, 8 citas (2008) y Stockholm(2013)– resuelve excelentemente este tenso momento mediante un bello plano-secuencia atento, asimismo, a la labor de los intérpretes y al adecuado aprovechamiento del espacio escénico. Un gran momento que, posteriormente, tiene un curioso contrapunto de construcción inversamente proporcional: Velarde se presenta en el domicilio de Rosario, y llama a su puerta; la mujer abre la puerta…; elipsis: Velarde y Rosario duermen juntos, después de haber hecho el amor: el carácter explícito, crudo, del anterior plano-secuencia contrasta ahora con la resolución elíptica, pudorosa, del perdón de Rosario a Velarde por su violento impulso anterior, y la reconciliación sellada en la cama. La tercera gran secuencia es justamente la del final: una especie de epílogo, temporalmente situado años después de la acción principal del relato y que no voy a “destripar” en atención a quien todavía no haya visto el film, pero del cual sí que puedo decir que, a pesar de su carácter extravagante, casi de anticlímax, constituye un colofón tan amargo como lúcido y coherente con todo lo que hemos anteriormente en relación a la psicología de los personajes.


Que Dios nos perdonetranscurre en Madrid, en el verano de 2011, coincidiendo con la visita del papa Benedicto XIV a la capital española; y, por más que este aspecto no acabe de estar debidamente profundizado, lo cual es una lástima, la coincidencia de la visita papal con la investigación llevada a cabo por Velarde y Alfaro en torno a los supuestos crímenes de un asesino en serie que, además de matar a ancianas solitarias con inusitada violencia, las viola con no menos crueldad, da pie a una dolorosa paradoja: la estancia del representante de la Iglesia Católica en Madrid, lejos de ser una “bendición”, parece más bien una especie de invocación al Mal: la ciudad está impregnada de calor, de abarrotamiento humano, de perversión, de maldad, justo en su momento (se supone) más “beatífico”. Es una pena, asimismo, que haciendo gala de tanto atractivo en los buenos momentos que hemos mencionado, a ratos la película se disperse un poco: cf. todo lo relativo a la crisis personal, matrimonial y familiar de Alfaro, aunque bien planteado, tiene un relativo interés, contribuyendo más que nada a aumentar el metraje de un film acaso demasiado largo (127 minutos). También se cuela alguna que otra torpeza: cf. el momento en que, por pura casualidad, Velarde identifica en plena calle al violador y asesino de ancianas porque le ve haciendo un gesto que, en principio, le delata: darle de comer a un gato; es un defecto más de guion que de otra cosa, por más que está cogido por los pelos, y sin perjuicio de que, a cambio, sirva de justificación para una vigorosa secuencia de persecución a pie por las calles y el metro de Madrid. Pese a todo, Que Dios nos perdonees un interesante y a ratos muy intenso thriller, que se inscribe fácilmente entre los mejores exponentes de la reciente y, con todas sus irregularidades, muy estimulante ola de cine policíaco nacional –sin ánimo de pontificar: No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu), La isla mínima (Alberto Rodríguez), El Niño (Daniel Monzón) y El desconocido(Dani de la Torre)–, que está haciendo mucho por subir el nivel medio de calidad de un cine, el “nuestro”, que no está para grandes alegrías, mal que pese en las instancias oficiales. 

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de DICIEMBRE 2016, a la venta

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Por si alguien lo dudaba, la portada del núm. 374 de Imágenes de Actualidadla ocupa totalmente el estreno de Rogue One: Una historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story, 2016), de Gareth Edwards. El extenso reportaje del film se complementa con los artículos Más historias de Star Wars, donde una serie de famosos jóvenes cineastas españoles nos explican, con gran sentido del humor, cuáles son los spin-offs de la saga galáctica de George Lucas que querrían ver o hacer; Starwarsploitation, que repasa algunas de las más famosas imitaciones que tuvo en su época lo que se conoce como trilogía original; y una entrevistacon Diego Luna, coprotagonista de Rogue One: Una historia de Star Wars.


También se destacan en portada los otros tres grandes estrenos comerciales previstos para este diciembre: los de Assassin’s Creed (ídem, 2016), cuyo reportaje se complementa con sendas entrevistas con su protagonista masculino (y coproductor) Michael Fassbender, y con su realizador, Justin Kurzel; Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), el retorno a la dirección de Mel Gibson, que se complementa con un artículo dedicado a recordar los últimos trabajos como actor de este realizador, Qué fue de Mel Gibson; y Vaiana (Moana, 2016), de John Musker y Ron Clements, la película de animación Disney para estas fiestas. A ello hay que añadir los títulos que se avanzan este mes en la sección Primeras Fotos: La bella y la bestia(Beauty and the Beast, 2017), de Bill Condon; y Logan (ídem, 2016), de James Mangold.


La portada también destaca otra importante novedad: un extenso reportaje comentado de la primera serie de televisión escrita, dirigida y protagonizada por Woody Allen: Crisis in Six Scenes (2016), dentro de la sección Series TV, donde también se comenta la sexta temporada de American Horror Story (2016), subtitulada Roanoke.


El número se completa con los reportajes dedicados a Animales nocturnos (Nocturnal Animals, 2016), de Tom Ford, que se complementa con un retrato de uno de sus protagonistas masculinos, Armie Hammer; Passengers (ídem, 2016), de Morten Tyldum; Paterson (ídem, 2016), de Jim Jarmusch; Aloys (ídem, 2016), de Tobias Nölle; 1898: Los últimos de Filipinas (2016), de Salvador Calvo; Operación Anthropoid (Anthropoid, 2016), de Sean Ellis; La doncella (Ah-ga-ssi, 2016), de Park Chan-wook; El tesoro (Comoara, 2016), de Corneliu Porumboiu; Las apariencias engañan (Keeping Up with the Joneses, 2016), de Greg Mottola; y Aliados (Allied, 2016), de Robert Zemeckis. A todo ello, como siempre, se suman las secciones Además…, con otros estrenos del mes; Noticias; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Hollywood Babilonia y Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Si no puedes con ellos, únete a ellos. Con motivo del estreno de, cómo no, Rogue One: Una historia de Star Wars, dedico el Cult Movie a la famosísima El Imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980), de Irvin Kershner: “No resulta de extrañar que “El Imperio contraataca” siga estando considerada la mejor entrega de la saga galáctica creada por George Lucas. Todo en ella funciona con precisión milimétrica, y, además, su “look” visual ha envejecido menos que el de “La guerra de las galaxias”, sin ir más lejos (que acusa, siquiera un poco, la estética «setentera» del momento de su realización) y que el de la asimismo vagamente «ochentera» “El retorno del Jedi””.


Cierro mi aportación a este número con un par de críticas: la de la, para mí (siempre para mí), extraordinaria La llegada (Arrival, 2016), de Denis Villeneuve…


…y la de la nada despreciable Ouija: El origen del mal (Ouija: Origin of Evil, 2016), del interesante Mike Flanagan, y, por descontado, muchísimo mejor que la horrible primera entrega. 


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“DIRIGIDO POR…” de DICIEMBRE 2016, a la venta

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Dirigido por…despide oficialmente el año 2016 con su núm. 472, destacando en su portada el retorno a la dirección de Mel Gibson, Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), cuya extensa reseña firma el que suscribe. La crítica se complementa con una entrevista exclusiva con Mel Gibson.


También se destacan en portada las detalladas reseñas de Paterson (ídem, 2016), de Jim Jarmusch, que firma Quim Casas; Animales nocturnos (Nocturnal Animals, 2016), de Tom Ford, que analiza Israel Paredes Badía; y La doncella (Ah-ga-ssi, 2016), de Park Chan-wook, asimismo reseñada por Quim Casas.


Con motivo del inminente estreno de Rogue One: Una historia de Star Wars, hemos dedicado un pequeño dossier con respecto a la saga galáctica de George Lucas: Star Wars. Galaxias, “merchandising” y Lado Oscuro, con textos de Quim Casas (introducción + El Imperio contraataca + El ataque de los clones), Joaquín Vallet Rodrigo (El retorno del Jedi), Emilio M. Luna (La amenaza fantasma) y un servidor (La guerra de las galaxias+ El despertar de la Fuerza).


Este mes concluimos el extenso dossierdedicado al gran Raoul Walsh con la publicación de la tercera entrega del mismo, la cual consta de los siguientes contenidos: Walsh antinazi. Más acción que propaganda, de Ricardo Aldarondo; Walsh y el cine bélico. Donde los hombres viven y mueren, de Héctor G. Barnés; Raoul Walsh y el “péplum”. De Hollywood a las orillas del Tíber, de Valerio Carando; Walsh y el (melo)drama. Dialogando con otros géneros, de Israel Paredes Badía; Raoul Walsh y Hollywood. La carrera de un director, la vida de un hombre, que he escrito yo; y Filmografía, por Jaume Genover.


Otros destacables contenido de la revista son las crónicas del Festival de Sevilla, firmada por Gerard Casau, y de la Semana de cine fantástico y de terror de Donostia-San Sebastián, firmada al alimón por Tonio L. Alarcón y Antonio José Navarro; el análisis de la tercera temporada de Black Mirror (ídem, 2016), que rubrica Héctor G. Barnés para la sección Televisión; la sección Críticas, con reseñas de otros estrenos destacados del  mes; la sección Home Cinema, con comentarios de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Quim Casas y Tonio L. Alarcón; la sección Libros, con comentarios de Ramon Freixas, Quim Casas e Israel Paredes Badía; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol; y la sección Cinema Bis, para la cual he escrito el comentario del film de Terence Fisher Spaceways (1953).


Además de mi reseña de la magnífica Hasta el último hombre, mi contribución a este número de la revista consiste, en primer lugar, en dos antologías para el dossierdedicado a la franquicia Star Wars: las del film inaugural de la misma, La guerra de las galaxias, de George Lucas, y la de la película que, por ahora, cierra la cronología oficial de la misma, Star Wars: El despertar de la Fuerza, de J.J. Abrams, sobre la cual hablé extensamente en El Cine según TFV (1) y en El Cine de Atticus Finch (2).


También firmo el artículo para el dossierWalsh titulado Raoul Walsh y Hollywood. La carrera de un director, la vida de un hombre, donde recojo numerosas declaraciones de este extraordinario cineasta en torno a su vida y su carrera extraídas de su famosa autobiografía La vida de un hombre.


Asimismo, he escrito la crítica de la más bien olvidable película de Emmanuelle Bercot La doctora de Brest (La fille de Brest, 2016).


Y, para la sección Cinema Bis, la reseña de un film pequeño pero simpático y harto curioso del siempre recomendable Terence Fisher, Spaceways.




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Las MEJORES PELÍCULAS de 2015-2016, según “DIRIGIDO POR…”

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Como en años anteriores, la Filmoteca de la Generalitatde Catalunya ha pedido a la revista Dirigido por… una lista de las diez mejores películas estrenadas en cines en España, en este caso entre el 31 de octubre de 2015 y el 31 de octubre de 2016, con vistas a realizar, a partir de esa lista y de las solicitadas a otros medios, un ciclo con las mejores películas del último año estrenadas entre esas fechas, de ahí que el lector pueda echar en falta films notorios que ya se habrán estrenado o se estrenarán en cines españoles entre el 1 de noviembre y el 31 de diciembre de 2016, ausentes en virtud del criterio establecido por Filmoteca. La lista solicitada era, de nuevo, de diez títulos, pero el resultado final, computado a partir de las puntuaciones de los colaboradores de la revista a lo largo del año, es de trece películas (no seamos supersticiosos…), como consecuencia de los empates de votos en los puestos números 1 (dos films) y 7 (otros dos); las películas más votadas, de menor a mayor, son:

En el número 10: empate entre BONE TOMAHAWK, de S. Craig Zahler, y…

CEMETERY OF SPLENDOUR, de Apichatpong Weerasethakul.

En el número 9: EL RENACIDO, de Alejandro González Iñárritu (1).

En el número 8: THE ASSASSIN, de Hou Hsiao-sien.

En el número 7: empate entre LA BRUJA, de Robert Eggers, y…

LA INVITACIÓN, de Karyn Kusama.

En el número 6: ELLE, de Paul Verhoeven.

En el número 5: SPOTLIGHT, de Tom McCarthy.

En el número 4: SUNSET SONG, de Terence Davies.

En el número 3: EL PUENTE DE LOS ESPÍAS, de Steven Spielberg (2).

En el número 2: AHORA SÍ, ANTES NO, de Hong Sang-soo (3).

En el número 1: empate entre CAROL, de Todd Haynes, y…

EL CUENTO DE LA PRINCESA KAGUYA, de Isao Takahata.

(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2016/06/una-trama-dos-variantes-un-film-ahora.html

“DOCTOR STRANGE (DOCTOR EXTRAÑO)” + “ANIMALES FANTÁSTICOS Y DÓNDE ENCONTRARLOS”

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]


Magos (I): Doctor Strange (Doctor Extraño) (Doctor Strange, 2016), de Scott Derrickson. Adecuadamente subtitulada Doctor Extraño–para refrescar la memoria de quienes conocimos por ese apelativo al personaje creado por Steve Ditko en las primeras ediciones españolas de los cómics Marvel a cargo de la desaparecida Ediciones Vértice–, lo peor de Doctor Strange, más que en su convencional construcción dramática, destinada a mostrarnos de nuevo, como suele decirse, “el origen” del personaje, reside en su a ratos excesivamente chirriante sentido del humor, patente, sobre todo, en un exceso de réplicas “graciosas” puestas en boca de su personaje protagonista. Se ha dicho hasta la saciedad que, dentro de la actual producción superheroica hollywoodiense, las películas de Warner o de Fox basadas en personajes de DC Cómics o de Marvel hacen gala de una severidad, una sombría seriedad, que las películas superheroicas producidas por Marvel y distribuidas actualmente por Disney intentan evitar/ contrarrestar mediante mayores dosis de humor. Eso puede estar bien a la hora de tratar personajes “ligeros” como Spiderman, o para suavizar y/ o relativizar las connotaciones políticas de otros tan espinosos como el Capitán América, pero cuadra mal con uno como el quiromántico Doctor Strange. Más teniendo en cuenta que, dejando aparte todas esas pinceladas de humor (barato) diseminadas aquí y allí en los diálogos del protagonista –y que, si se hacen mínimamente soportables, es porque al menos se ha tenido el cuidado/ la decencia/ la astucia de ponerlas en boca de un actor tan excelente como Benedict Cumberbatch–, el trasfondo de un personaje como el Doctor Extraño es, mal que pese, inquietante, macabro y siniestro, por mucho que se disfrace de ligereza. Así parece haberlo entendido el realizador a cargo de la función, el estimable Scott Derrickson, quien, tras una sólida trayectoria previa en el terreno del cine fantástico, variantes terror –El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005), Sinister (ídem, 2012), Líbranos del mal (Deliver Us from Evil, 2014)– y ciencia ficción –su nada despreciable remake de Ultimátum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 2008)–, afronta con firmeza esta incursión en el cine de superhéroes, pero sin olvidar las lecciones aprendidas en su paso previo como director, y también como guionista, por los terrenos del fantastique.


Consciente de estar metido en otro juego y con otras reglas, Derrickson factura la que, con todos los defectos mencionados, me parece una de las más interesantes películas superheroicas de Marvel (las cuales, mal que pese, mejoran considerablemente cuando hay un realizador con talento/ habilidad/ astucia para sacar provecho de producciones tan estandarizadas como las de Kevin Feige: ahí están el Joe Johnston de Capitán América: El primer Vengador/ Captain America: The First Avenger, 2011 –1–, y el Peyton Reed de Ant-Man/ ídem, 2015, quienes han firmado los films de los Marvel Studios mejor dirigidos allí donde fracasaron Jon Favreau, Louis Leterrier, Kenneth Branagh, Shane Black, Joss Whedon, Alan Taylor, James Gunn o los hermanos Russo). Doctor Strange brilla en particular en todas sus escenas fantásticas, que son las que ocupan la mayor parte del metraje, lo cual consigue que la balanza se incline bajo el peso de lo positivo. No le falta razón al amigo Diego Salgado cuando comentó, en su crítica de este film publicada en Dirigido por…, que, por más que a simple vista la influencia más notoria de determinadas secuencias de Doctor Strange sea Origen (Inception, 2010, Christopher Nolan) y sus famosos “edificios plegables”, la referencia más notoria de la película de Derrickson es, en realidad, la saga Matrix de los Wachowski. Tanto esta última como Doctor Strange comparten un substrato muy parecido, esto es, el cuestionamiento de la noción de realidad, la posibilidad de vivir y explorar en dimensiones paralelas a la nuestra, y en definitiva, el muy cuestionable sentido de nuestra existencia en función de ese engaño que ha venido en llamarse el ser dueño del propio destino. La diferencia, fundamental, es que Derrickson y su coguionista, Jon Spaihts, exponen este discurso de una forma más directa y más mordaz, menos pretenciosa, que como lo hacían los Wachowski. En este sentido, la evolución del personaje de Stephen Strange, un médico cirujano tan brillante como pretencioso, tan eficiente como pagado de sí mismo, y su conversión en algo más allá de sus sueños, más allá de su imaginación, tras haber sufrido un aparatoso accidente automovilístico que le abre las puertas a un cambio radical en su existencia, me parece un discurso sobre esa relatividad del sentido de la vida al que me refería líneas arriba mucho más eficaz, y humano, que el expuesto en Matrix. Además, me gusta la ligereza –esta sí– con la que Derrickson trata las escenas de acción, convirtiendo los combates entre Strange, su colega Mordo (Chiwetel Ejiofor) y su maestro, la mujer paradójicamente llamada El Anciano (Tilda Swinton), contra el malvado hechicero Kaecilius (Mads Mikkelsen) y sus esbirros, en un festival de poderes mágicos repleto de una inventiva visual: la primera batalla del Anciano contra Kaecilius y sus seguidores, el primer combate de un inexperto Strange contra el mismo villano en la sede oculta de los magos en Londres, o el clímax en las calles de Hong Kong, son extraordinarios. Asimismo tiene gracia –esto también– la utilización cómica, pero con humor de buena ley, del interés amoroso de Strange, la doctora Christine Palmer (Rachel McAdams): lo que, para Strange, es algo que ahora forma parte de su actividad “normal” como mago –abandonar su cuerpo mediante el viaje astral–, es para Christine lo que sería para cualquier persona normal y corriente, es decir, una experiencia aterradora: de ahí que Derrickson planifique desde el punto de vista de Christine las escenas del hospital de la segunda mitad del film, como si pertenecieran a una genuina película de terror.  


Magos (II): Animales fantásticos y dónde encontrarlos(Fantastic Beasts and Where to Find Them, 2016), de David Yates. Nunca he sido un fan de la saga Harry Potter. En lo que se refiere a los libros, tan solo he leído uno, el último, Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, que me pareció una actualización del estilo de literatura juvenil practicado en su momento por la, entonces, muy popular (hoy, quizá, ya no tanto) Enid Blyton, autora de las famosísimas novelas (hoy, quizá, tampoco tanto) protagonizadas por Los Cinco. Y, en cuanto a la franquicia cinematográfica, los ocho films que lo componen me parecen en sus líneas generales excesivamente largos, a ratos aburridos (sobre todo, los firmados por David Yates) y, desagradable sorpresa, no demasiado imaginativos, lo cual es grave teniendo en cuenta que giran alrededor de la magia, esto es, la imaginación por excelencia. De ahí que, sin pretender tampoco lanzar las campanas al vuelo, me he llevado otra sorpresa, en este caso más agradable, con Animales fantásticos y dónde encontrarlos, que, como es bien sabido a estas alturas, no es sino un spin-off de la saga literario/ fílmica de Harry Potter, el cual parte de un guion original de la misma autora de los libros de Potter, J.K. Rowling, inspirado a su vez en una premisa ya presente en aquéllos: las aventuras de Newt Scamander (Eddie Redmayne), un joven mago que, en la década de 1920, escribió, a partir de sus propias experiencias como –se nos dice– “magizoólogo”, experto en animales fantásticos, el volumen que da título tanto a esta nueva película como a, recordemos, una de las obras de consulta de Potter mientras estudiaba en Hogwarts. La sorpresa es doble teniendo en cuenta que Animales fantásticos y dónde encontrarlos viene firmada por el citado (y temible) David Yates: el mismo que, hace poco, estrenó una de las más aburridas películas jamás realizadas a partir de la creación de Edgar Rice Burroughs, La leyenda de Tarzán/ The Legend of Tarzan, 2016).


Con todos sus defectos, Animales fantásticos y dónde encontrarlos depende menos de lo que cabía esperar de la previa franquicia literario-cinematográfica Harry Potter. Hay un importante cambio no solo de época, sino también de escenario (del Reino Unido y Hogwarts a Nueva York), y, sobre todo, de personajes, que ahora no son niños, sino adultos. Y, si bien es verdad que, pese a esto último, el relato mantiene un tono ligero, en correspondencia con su carácter de superproducción familiar, el resultado es menos blando de lo esperado. Ayuda sobremanera el hecho de que, en esta ocasión, la perspectiva de los seres humanos normales y corrientes, los no-magos –llamados “muggles” en el universo potteriano previo, y “nomajs” en su acepción típicamente estadounidense–, esté más acentuada que en las anteriores peripecias de Harry Potter & Cia., un “universo” cerrado en sí mismo y solo apto para iniciados y/ o interesados cuyas adaptaciones al cine tan solo interesaban a ratos a esos no-iniciados/ no interesados (pero eso, claro está, era un problema derivado de las deficiencias de las películas). En este sentido, un personaje que acaba siendo fundamental es el “nomaj” Jacob Kowalski, un humilde ser humano que intenta que el banco le financie su modesta pastelería, no solo gracias a la magnífica labor de Dan Fogler (el mejor del reparto), sino también a que su presencia parece estimular la calidez humana del resto de personajes “mágicos” que le rodean, y en cuyas aventuras mágicas se ve involucrado a la fuerza: no es el caso del excéntrico Newt Scamander –al cual Eddie Redmayne, histriónico, le confiere una cualidad que no es de este mundo–, pero sí el de sus compañeras de aventuras, las magas Tina Goldstein (Katherine Waterston) y su hermana Queenie (Alison Sudol), cuyas actitudes transmiten mayores cargas de humanidad a ras de suelo. Otro tanto puede afirmarse del resto de personajes adultos del relato, en particular lo que atañe a los “villanos”: por un lado, el director de seguridad Percival Graves (Colin Farrell), y por otro, el freakCredence Barebone (Ezra Miller), que ejerce de espía para el primero: las escenas que comparten a solas sugieren, contra todo pronóstico, un poso de sordidez en su relación que, dado el contexto de fantasía para-todos-los-públicos del film, resulta como mínimo chocante. Cierto es que la blandura es la que se impone: el conato de romance entre Newt y Tina, o sobre todo el que se da entre Kowalski y Queenie (a los cuales se dedica un epílogo “reconfortante”), así como la ambigüedad de la relación entre Graves y Credence, nunca va más allá de lo planteado. Pero, contra todo pronóstico, los personajes y su descripción se erigen en lo mejor de una función menos infantilizada de lo que cabía prever, y sin perjuicio de que ceda a la tentación del gran despliegue final de efectos visuales, reiterando la ya a estas alturas muy tópica demolición de edificios gracias a la “magia” de la imagen digital.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2011/08/apuntes-sobre-el-cine-del-verano-el.html


Misión suicida: “ROGUE ONE: UNA HISTORIA DE STAR WARS”, de GARETH EDWARDS

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] De entrada, que Rogue One: Una historia de Star Wars(Rogue One: A Star Wars Story, 2016) sea una película pensada para complacer a los fans de la franquicia galáctica creada por George Lucas y actualmente gestionada por Disney no tiene nada ni de bueno ni de malo, salvo que no se encuentre un equilibrio entre el homenaje puro y simple y la expresión personal de quien está tras las cámaras. En este sentido, que el film que ha realizado Gareth Edwards dependa tanto de la fama de los seis largometrajes escritos, producidos y en su mayor parte realizados por Lucas entre 1977 y 2005, y que esa dependencia se haga palpable por medio de la inclusión de numerosas referencias/ numerosos guiños centrados, sobre todo, en la popularmente conocida como trilogía original –La guerra de las galaxias, El Imperio contraataca y El retorno del Jedi–, es un inconveniente con el que tendrá que cargar cualquier director que pretenda firmar una nueva entrega de la saga, sea un Episodio o un spin-off. J.J. Abrams salió, a mi entender, bastante airoso del reto (por más que ni siquiera él pudo desprenderse por completo de esa “operación deleite”), y habrá que ver qué quieren o qué pueden hacer Rian Johnson y Phil Lord & Chris Miller en un futuro próximo.


El problema de Rogue One es que, sin ser en absoluto una mala película (tiene suficientes elementos que la hacen, cuanto menos, estimable), se nota demasiado, mucho más que en el caso de la ya de por sí excesivamente referencial Star Wars: El despertar de la Fuerza(1), esa dependencia de la franquicia preexistente. La diferencia principal con esta última es que Abrams fue consciente desde el primer momento de ese inconveniente y, en vez de obviarlo, jugó con él (a mi entender, inteligentemente), consiguiendo un film autoconsciente de su condición de continuación-de-la-saga-más-famosa-de-la-historia-del-cine, extrayendo interesantes resultados que, sospecho, siguen sin haber sido apreciados en su justa medida. Edwards, que es un cineasta que ha demostrado anteriormente cierta personalidad –Monsters(ídem, 2010), Godzilla (ídem, 2014)–, ofrece en Rogue One un trabajo tan solvente como impersonal, tan bien construido y ensamblado como carente de auténtica inspiración, una sólida película que juega con la mitología de la serie pero que no consigue ir más allá de la misma, por más que lo intenta en ocasiones. El peaje, en sí mismo considerado, no sería molesto si no se notara tanto.


Rogue Onearranca con el consabido plano general del espacio estelar combinado con un movimiento de cámara que nos desvela la superficie de un planeta y una nave espacial del Imperio disponiéndose a aterrizar en su superficie; la diferencia con los siete episodios anteriores es que, en esta ocasión, no hay un rótulo de introducción poniéndonos en antecedentes, lo cual se agradece. Rogue One se presenta, así, como lo que es: un spin-off, una trama paralela al argumento principal de la franquicia, que dentro de la cronología de la misma se sitúa años después de la acción de La venganza de los Sith, pero inmediatamente antes de La guerra de las galaxias, caprichosamente retitulada a posteriori por Lucas como Una nueva esperanza. Y de esperanza se habla, y mucho, en Rogue One, cuyo intríngulis consiste, básicamente, en explicarnos lo que no se detalló al principio de La guerra de las galaxias, o sea, cómo consiguieron los rebeldes robar los planos de la Estrella de la Muerte que luego la princesa Leia Organa confiaría a los androides C-3PO y R2-D2. Pero, como decía, ese arranque es tan solo el primero de una larga serie de guiños, los cuales incluyen –sin ánimo de extendernos demasiado en esto, pues empieza a resultar cansino– las apariciones estelares, nunca mejor dicho, de Darth Vader –de nuevo con la voz, en V.O., de James Earl Jones, y las “perchas” de los actores Daniel Naprous y Spencer Wilding– e incluso de Grand Moff Tarkin –con el actor Guy Henry convertido, digitalmente, en una inesperada réplica de Peter Cushing–, así como la recuperación de determinados temas musicales de John Williams insertados en la partitura –por lo demás, muy competente– de, cómo no, Michael Giacchino. Todo ello rematado por una secuencia final (y, si todavía no han visto esta película, dejen de leer aquí si quieren “sorprenderse” cuando lo hagan) que no es sino lo-que-no-vimos en La guerra de las galaxias, esto es, la princesa Leia –la actriz Ingvild Delia “transformada”, digitalmente, en Carrie Fisher– recibiendo la información que tanta sangre y sufrimiento ha costado recabar: los planos de la Estrella de la Muerte.


Edwards se entrega al homenaje con el entusiasmo de un niño con zapatos nuevos, ese mismo niño que probablemente devoró durante su infancia las películas galácticas de Lucas y que ahora se encuentra firmando él mismo una contribución a una saga que, mal que pese y guste o no, tiene ganado el afecto de millones de espectadores. Salvo error de apreciación, me inclino a pensar a la vista de lo que sugiere el film que Edwards no ha querido jugar con las convenciones del universo Star Wars–como sí hizo, dentro de un orden, Abrams– y se ha entregado a placer a las mismas, rindiéndoles pleitesía sin intentar cuestionarlas o, al menos, matizarlas. El problema es que ese exceso de respeto e incluso de cariño hacia la saga da como resultado una película con una inevitable sensación de déjà vu que, vuelvo a insistir, aunque también se daba en buena parte del metraje de El despertar de la Fuerza, al menos dejaba cierto margen para la acotación personal, cosa que aquí no se da.


Naturalmente que una opción perfectamente válida consiste en intentar ver Rogue One olvidándose de que pertenece a la franquicia Star Wars (cosa difícil cuando eso es recordado al espectador a cada minuto de metraje de manera constante), y concentrarse en la variación argumental más o menos diferenciadora que propone. De ahí que, dejando aparte las ¿inevitables? apariciones de Vader, Tarkin, Leia, Williams y, sí, 3PO y R2, el primer rasgo diferenciador de la película consiste en la presentación de nuevos personajes, si bien son dos los que centran la mayor atención. El primero es Jyn Erso (Felicity Jones), una especie de desperadogaláctica que es reclutada a la fuerza por la rebelión porque su padre, el científico Galen Erso (Mads Mikkelsen), es uno de los principales creadores de la Estrella de la Muerte, y Jyn posee la clave para contactar con él e intentar que suministre los famosos planos de aquélla. El film incluye un prólogo, bastante convencional, en el que vemos a Jyn en su infancia, siendo testigo de cómo el oficial del Imperio Orson Krennic (Ben Mendelsohn) obligó a su padre a participar en la construcción de la nueva arma imperial, secuestrándole tras haber asesinado a la esposa de Galen y madre de Jyn, Lyra (Valene Kane); además, descubrimos que la pequeña Jyn se crió hasta llegar a adulta en compañía del excéntrico Saw Gerrera (Forest Whitaker), líder de una especie de facción anarquista e independiente de los rebeldes. La trayectoria de Jyn contiene el germen de uno de los aspectos más interesantes, arriesgados y conseguidos de Rogue One: el hecho de ser un personaje marcado, desde el inicio de su existencia, por el estigma de la violencia, y, en consecuencia, por un fatalismo que la llevará –recuerden que les he avisado– a encontrar la muerte junto con todos los miembros del Rogue One, el equipo de voluntarios rebeldes que participarán en la misión suicida del robo de los planos de la Estrella de la Muerte. Por desgracia, la pésima interpretación de una Felicity Jones que, literalmente, no se cree el papel, consigue dar al traste con el interés del personaje (no hay más que compararla, sin ir más lejos, con las ganas que le echó Daisy Ridley al suyo en El despertar de la Fuerza).


El segundo personaje principal del relato, el capitán rebelde Cassian Andor (Diego Luna), es otro de los más trabajados de la función, por más que su caracterización no rebase el nivel de lo estereotipado (y a pesar de que, al contrario que Jones, Luna es un buen intérprete). Cassian no tiene nada que ver ni con la inocencia casi naíf de Luke Skywalker ni con la arrogancia burlona de Han Solo: en una escena que también puede calificarse como de arriesgada, dentro del contexto de espectáculo para todos los públicos que es la saga Star Wars en general y Rogue One en particular, vemos cómo Cassian asesina, por la espalda, a un confidente que le ha “soplado” una información de importancia vital para la rebelión. Más adelante, los superiores de Cassian le orden que acompañe a Jyn para que ambos encuentren a Galen y le traigan consigo, si bien las instrucciones específicas que Cassian recibe a espaldas de Jyn consisten en que debe asesinar a Galen tan pronto como le tenga a tiro. Y, precisamente en uno de los mejores momentos de la película –que, siendo generosos, evoca un poco al Fritz Lang de El hombre atrapado (Man Hunt, 1941)–, se producirá un cambio substancial en el comportamiento y la actitud de Cassian: teniendo a Galen a tiro en la mirilla telescópica de su rifle láser, el personaje advierte de repente que Krennic no solo ha ordenado asesinar a los compañeros científicos de Galen, sino que además está a punto de hacer lo mismo con este último, lo cual no cuadra con la imagen de científico al servicio leal del Imperio que Cassian tenía de aquél, y eso le hace recapacitar.  


Los personajes secundarios tampoco rebasan ciertos estereotipos, más allá de algunas pinceladas exóticas y/ o extravagantes. Dejando aparte los ya mencionados del villano Krennic –una mera variante de Grand Moff Tarkin, y ello sin perjuicio de la siempre excelente labor de Ben Mendelsohn–, y Saw Gerrera –un Forest Whitaker algo salido de madre–, hallamos a K-2SO (Alan Tudyk), el androide del Imperio reprogramado para servir de ayudante de Cassian, que es poco más o menos una variante, más aguerrida, de 3PO. Chirrut Înwe (Donnie Yen, una clara concesión al mercado cinematográfico asiático), el guerrero ciego que en sus letanías oratorias afirma constantemente que la Fuerza está con él, no va más allá de su enunciado; como tampoco lo hace su fiel amigo y compañero de armas, el robusto Baze Malbus (Wen Jiang). Y Bodhi Rook (Riz Ahmed), piloto al servicio del Imperio ahora pasado al bando de los rebeldes –un desertor, como el personaje encarnado por John Boyega en El despertar de la Fuerza–, ejerce las funciones de “secundario cómico”.


Lo mejor de Rogue One hay que encontrarlo en otra parte. Por ejemplo, en ese fatalismo, ya mencionado y que resulta sorprendente en el contexto de una superproducción hollywoodiense más o menos “familiar”, en cuanto rompe por completo las expectativas más reconfortantes del público. Sin entrar en muchos detalles, esa decidida inclinación hacia la fatalidad proporciona al film una inesperada pátina adulta que, si bien no compensa todas sus imperfecciones, al menos le confiere una personalidad particular, e incluso, cierta simpatía al conjunto. Dicho de otro modo: no habrá Rogue One 2, por la sencilla razón de que los protagonistas de esta película son personajes, en cierto modo, “sentenciados a muerte” desde el principio del relato y cuyo único pecado consiste en el mero hecho de ser los protagonistas de un accesorio de la saga de los Episodios: alguien robó los planos de la Estrella de la Muerte, se nos contó al principio de La guerra de las galaxias, y ninguno de los que participaron en esa hazaña heroica sobrevivió para revelar el detalle fundamental de esos planos: la existencia de un fallo de seguridad introducido expresamente por Galen Erso.


Otro aspecto positivo consiste en el esporádico vigor de la puesta en escena de un Gareth Edwards que, pleitesías aparte, en ocasiones se esfuerza por conferirle a Rogue One una pátina estética relativamente diferente a la del grueso de la saga. Y a pesar de que, en una secuencia muy concreta, a Edwards le sale el tiro por la culata, dado que una de las más bellas escenas del film, si no la que más, es un desvergonzado acto de genuflexión a la mítica creada por Lucas –la primera aparición de Darth Vader, rodada con “solemnidad” y realzada por un juego de luces y sombras a lo Michael Curtiz–, a pesar de ello, el realizador huye, en la medida de lo posible, de la “estética Lucas”. Hay un atractivo tratamiento “sucio”, realzado por el uso de cámaras ultraligeras de última generación, que destaca sobre todo en las secuencias de acción, en particular las que transcurren en tierra firme (las escenas de batallas de naves espaciales son, en este sentido, más tradicionales, por más que su resolución sea, en sus líneas generales, irreprochable). El tercio final, la larga operación de sustracción de los famosos planos del arma destructora de planetas creada por el Imperio, atesora asimismo los momentos de acción mejor resueltos de un espectáculo, en definitiva, bastante digno, pero del cual, quizá, se esperaba más de lo que pretendía ofrecer. Puede que, por comparación, El despertar de la Fuerza sea revalorizada al alza.


(1) Véase El Cine según TFV: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2015/12/viejos-heroes-miradas-renovadas-star.html + El Cine de Atticus Finch: http://atticusfinchcinefilia.blogspot.com.es/2016/03/golpes-de-estado-e-hijos-abandonados.html

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de ENERO 2017, a la venta

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¡Ya es año nuevo en Imágenes de Actualidad! El núm. 375 dedica su portada a la más vistosa de las películas de las cuales se ofrecen sendos avances en la sección Primeras Fotos: Spider-Man: Homecoming (2017), de Jon Watts. Otros films de los cuales también se brindan esos avances en la misma sección son Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017), de James Gunn; La momia (The Mummy, 2017), de Alex Kurtzman; Fast & Furious 8 (The Fate of the Furious, 2017), de F. Gary Gray; y War for the Planet of the Apes (2017), de Matt Reeves.


Aparecen asimismo destacados en portada tres de los principales estrenos previstos para este mes de enero: Múltiple(Split, 2016), que se complementa con una entrevistacon su director, M. Night Shyamalan, y con el artículo Personalidades escindidas; La ciudad de las estrellas – La La Land (La La Land, 2016), de Damien Chapelle; y Vivir de noche (Live by Night, 2016), complementado con una entrevista con su director y protagonista, Ben Affleck.


Hay más, mucho más: los reportajes dedicados a Silencio (Silence, 2016), de Martin Scorsese; Loving(ídem, 2016), de Jeff Nichols; Train to Busan (Busanhaeng, 2016), de Yeon Sang-ho; Shin Godzilla (Shin Gojira, 2016), de Shinji Higuchi e Hideaki Anno; La luz entre los océanos (The Light Between Oceans, 2016), de Derek Cianfrance; La tortuga roja (La tortue rouge, 2016), de Michael Dudok de Wit; Solo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016), de Xavier Dolan, que se complementa con un retrato de una de sus protagonistas femeninas, Léa Seydoux; Underworld: Guerras de sangre (Underworld: Blood Wars, 2016), de Anne Foerster; Los del túnel (2016), de Pepón Montero; La autopsia de Jane Doe(The Autopsy of Jane Doe, 2016), de André Ovredal; xXx: Reactivado (xXx: The Return of Xander Cage, 2017), de D.J. Caruso; y Toni Erdmann (ídem, 2016), de Maren Ade. Y las secciones Además…, con el resto de estrenos del mes; Noticias; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El estreno de Silencio, de Scorsese, me permite hacer referencia a otra famosa película de temática relativamente similar dentro de la sección Cult Movie: La misión (The Mission, 1986), de Roland Joffé. “A la vista de las mediocres películas firmadas por Roland Joffé posteriores a “La misión”, esta última se erige en uno de sus mejores trabajos junto con “Los gritos del silencio”, si no el mejor. Buena parte de sus méritos residen en el inteligente guión de Robert Bolt, el cual, más allá de sus posibles inexactitudes históricas, sabe exponer con agudeza el conflicto entre fe y pragmatismo, entre idealismo y realismo, que se encuentra no solo en la base del argumento de “La misión”, sino también en la de sus mencionadas colaboraciones para David Lean y en su obra de teatro «A Man for All Seasons»”.


También he escrito para este número las críticas de dos hermosas películas: Aliados (Allied, 2016), de Robert Zemeckis…


…y Vaiana (Moana, 2016), de John Musker y Ron Clements. 


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Cobardes y vengativos: “ANIMALES NOCTURNOS”, de Tom Ford

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No me canso de repetir que el conocimiento de las novelas, obras de teatro, cómics o lo-que-sea previos a sus adaptaciones en forma de películas es esencial a la hora de valorar, en profundidad y con conocimiento de causa, las cualidades de los films adaptadores desde el punto de vista de dicha adaptación. Tampoco descubro nada cuando afirmo que una buena película puede serlo desde un punto de vista exclusivamente cinematográfico y, al mismo tiempo, ser una mala adaptación de la novela, obra de teatro, cómic, etc., que traslada a imágenes, y a la inversa, una película puede ser mala, fílmicamente hablando, pero a pesar o con independencia de ello una buena adaptación del material previo que la inspira. Naturalmente, todo esto plantea una segunda, y necesaria, reflexión: ¿qué se entiende por “buena” o “mala” adaptación? ¿La que sigue fielmente la obra casi al pie de la letra (es decir, la que reproduce tal cual su trama argumental, caso de hallarnos ante obras literarias y/ o gráficas)? ¿O la que, por el contrario, “traiciona” esa fidelidad, pero a cambio refleja eso tan difícil de describir, de expresar, de sentir, que se conoce como el espíritu? Lo cual todavía nos llevaría a una tercera reflexión: ¿qué es o qué entendemos por espíritu de una obra artística, no solo las literarias y/ o gráficas sino incluso las pictóricas, escultóricas, arquitectónicas o musicales?


Esta digresión previa me parece necesaria a la hora de abordar un comentario de Animales nocturnos (Nocturnal Animals, 2016), habida cuenta de que, al menos por lo que da a entender su trama argumental, y a la vista de las informaciones existentes al respecto, sospecho que este film escrito y dirigido por Tom Ford depende, y mucho, de la novela en la que se inspira: Tony and Susan(1993), de Austin Wright, publicada en España como Tony y Susan por Destino (1994), y luego reeditada por Salamandra (2012) como Tres noches. Vaya por delante que Animales nocturnos me parece una buena película, interesante en sí misma considerada, pero mi desconocimiento de la novela de Wright me hace pensar que no pocas de las mejores ideas del film son mérito de esta última, sobre todo teniendo en cuenta que la trama de la película de Ford gira alrededor de la literatura, y en concreto, de la idea de una novela/un film dentro-del-propio-film, habida cuenta de que en el libro hay, también, una-novela-dentro-de-la-propia-novela.


Susan Morrow (Amy Adams) es una galerista de arte, casada en segundas nupcias con Hutton Morrow (Armie Hammer); el matrimonio de ambos no va bien: su relación es cada vez más fría y distante, más incómoda, y Susan sospecha –con acierto– que Hutton tiene una amante. Todo cambia cuando recibe un borrador de una novela, asimismo titulada “Animales nocturnos” y escrita por Edward Sheffield (Jake Gyllenhaal), su primer marido, del cual se divorció hace ya diez años, quien le pide que se la lea y le exprese su sincera opinión. La novela de Edward, que Tom Ford visualiza, planteando así una película-dentro-de-la-película, gira en torno a Tony Hastings (también interpretado por Jake Gyllenhaal), un padre de familia que viaja por carretera en su coche con su esposa Laura (Isla Fisher) y su hija adolescente India (Ellie Bamber). Una noche, el coche de los Hastings es apartado de la carrera por el vehículo de tres indeseables: Ray Marcus (Aaron Taylor-Johnson), Lou (Karl Glusman) y Turk (Robert Aramayo). Tras un conato de pelea, Tony se ve brutalmente separado de Laura e India. Es abandonado en medio del desierto por uno de sus agresores, y escapa por poco de morir cuando dos de ellos regresan a donde le han dejado, con toda seguridad para acabar con su vida. A la mañana siguiente, tras pedir ayuda a la policía, la tragedia se consuma con el hallazgo de los cadáveres de Laura e India, desnudas, violadas y asesinadas, la esposa a golpes, la hija por estrangulación. Pero, con la ayuda de un teniente de la policía local, el detective Bobby Andes (Michael Shannon), Tony seguirá la pista de los asesinos, movido por la venganza.


A lo largo de Animales nocturnos se produce una continua interacción entre la trama que relaciona, digamos, en el “mundo real” a Susan, Edward y Hutton, y la de la novela escrita por Edward. Por ejemplo, una de las claves de ambas tramas, la “real” y la “imaginaria”, está estrechamente vinculada con la idea de la cobardía. En el libro de Edward, su protagonista masculino, el mencionado Tony Hastings, se reprocha sobre todo la cobardía que, según él, demostró a la hora de defender a su esposa e hija de la agresión de Ray, Lou y Turk; de hecho, es lo que más lamenta de la tragedia que ha vivido, pues su convencimiento de que no actuó adecuadamente cuando la situación lo requería, que no supo o no pudo ser todo lo valiente que cree que debería haber sido, es lo que les costó la vida a Laura e India. Al hilo de la lectura de la novela de Edward, Susan rememora cómo fue su relación con su exmarido, y recuerda precisamente que una de las cosas que ella siempre le reprochaba, hasta el punto de provocar su divorcio, es que no se decidiera a encarrilar su carrera de escritor hacia opciones “de éxito”; o, dicho con otras palabras, siempre estaba echándole en cara su “cobardía”. A mayor ahondamiento, es a partir de los recuerdos de Susan sobre su vida junto a Edward, visualizados mediante los preceptivos flashbacks, cuando vemos por primera vez al escritor y descubrimos que está interpretado por el mismo actor que encarna a Tony, esto es, Jake Gyllenhaal. Entonces comprendemos que la desazón que la lectura de Animales nocturnos provoca en Susan se deriva no tanto de su dureza, que también, como de lo que tiene de simbólico, grotesco retrato encubierto de determinados aspectos de su vida junto a Edward.


Hay ocasiones en que Tom Ford emplea el montaje para forzar la relación entre los dos planos narrativos del relato mediante asociaciones visuales destinadas a crear paralelismos entre situaciones parecidas, al menos, a nivel visual (por más que no siempre vengan a significar lo mismo). Es el caso, por ejemplo, del plano medio en picado sobre Tony, echado sobre el lado derecho de una cama, que por corte se asocia con un plano medio en picado prácticamente idéntico de Susan asimismo echada en otra cama pero ocupando el lado izquierdo del lecho; de este modo, se establece una relación entre ambos personajes, el “real” (Susan) y el “imaginario” (Tony), pero casi “real” en la imaginación de la primera en cuanto es una representación simbólica del “auténtico” Edward; y, de paso, se sugiere la soledad de ambos personajes, en virtud de la ausencia de un ser amado que compartía su cama, su vida, con ellos, en el caso de Susan, Edward, y en el de Tony, su asimismo “imaginaria” esposa Laura, en la cual podemos ver un trasunto de la Susan de carne y hueso (de hecho, ¿no hay una cierta semejanza física entre las actrices Amy Adams e Isla Fisher?). Otro ejemplo de ese tipo de asociación por medio del montaje se da en la escena en la que Susan lee en la novela de Edward (y Tom Ford visualiza) el terrible momento en que Tony, Bobby Andes y otro agente de policía descubren los cadáveres de Laura e India: madre e hija muertas han sido depositadas, desnudas, sobre un viejo sofá situado en medio de las ruinas de una casa abandonada en medio del campo; los cadáveres están dispuestos sobre ese sofá como si estuvieran delicadamente abrazadas y mirándose la una a la otra. La descripción de esa dura escena impulsa a Susan a detener su lectura y efectuar una rápida llamada telefónica a su hija adolescente Samantha (India Menuez), fruto de su matrimonio con Hutton, la cual en ese momento está durmiendo, también desnuda, abrazada a su amante, en una pose prácticamente idéntica a la de los cadáveres de Laura e India.


Animales nocturnoses, como digo, una interesante película tanto por lo que cuenta como por el cómo lo cuenta, por más que en relación a esto último afloren algunas debilidades inherentes al estilo cinematográfico que ha demostrado Tom Ford tanto aquí como en su anterior largometraje, el a pesar de todo no menos atractivo Un hombre soltero (A Single Man, 2009). Me refiero, principalmente, a cierta delectación esteticista que, si bien a ratos resulta pertinente –como comentaba hace poco el amigo Tonio L. Alarcón en su crítica para Imágenes de Actualidad, el brillante contraste entre el acristalado apartamento donde vive Susan, expresión de su propia frialdad de carácter, y los escenarios calurosos, soleados, casi febriles donde transcurre la mayor parte de la acción de la novela escrita por Edward–, en ocasiones le proporciona a la película una relativa altivez “artística”, una cierta pátina relamida, que más bien favorece una determinada desconexión (quizá deliberada) con el drama de los personajes. Pienso, por ejemplo, en la chocante secuencia de los títulos de crédito, consistente en una serie de planos de antiguas cheerleaders maduras y obesas, bailando desnudas y a cámara lenta, que en realidad no forman parte sino de una provocativa exposición de arte contemporáneo que se exhibe en la galería de Susan. O en escenas como aquélla en la que Susan se fija por primera vez en un enorme cuadro que está colgado en la galería de arte que dirige, y que consiste en unas enormes letras negras y chorreantes, como si estuvieran ensangrentadas, donde se lee “REVENGE” (venganza); más adelante, y una vez llegados a la secuencia final, se hará evidente algo que venía a señalarnos esa pintura abstracta: que el propósito de Edward al enviarle su novela a Susan, y luego citarla a una cena a solas, no era otro que la revancha: restregarle por la cara que, finalmente, logró escribir una buena novela, y además, dejarla plantada en el restaurante, tal y como ella hizo con él en el pasado… Ello no obsta, insisto, para que el resultado final se incline más hacia lo positivo que hacia lo negativo, a lo cual resulta de justicia añadir la excelente labor de sus intérpretes.


Plan A, plan B, plan C: “LA DONCELLA”, de Park Chan-wook

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Lo comentaba hace poco en mi reseña de Animales nocturnos(1), y vuelvo a insistir en ello: hay películas cuyas mejores ideas son mérito de las novelas, obras de teatro, poemas o cómics que adaptan o en los que se inspiran. Aparentemente, La doncella (Ah-ga-ssi, 2016) toma lo más interesante de Falsa identidad (2002; edición española: Anagrama, 2009), el libro de Sarah Waters del cual parte y que lamento desconocer –tampoco he visto la adaptación previa, en formato de miniserie para la televisión británica, de la misma: Fingersmith (Aisling Walsh, 2005)–, aunque, a juzgar por las referencias existentes, lo mejor del film coescrito y realizado por el surcoreano Park Chan-wook ya se encontraba en la novela: su construcción narrativa.


Dicha construcción, aparentemente compleja, es en el fondo más sencilla que lo que los retruécanos argumentales que la acompañan en el film puedan dar a entender: la eficacia de La doncella en particular, y del cine de Park Chan-wook en general, depende mucho de las apariencias. A diferencia del libro de Waters, Park y el coguionista Jeong Seo-kyeong trasladan la acción a la Corea de la ocupación japonesa (1910-1945), durante la década de los treinta. El primer tercio del relato está narrado desde el punto de vista de Sook-Hee (Tae-ri Kim), una joven coreana que entra a trabajar como sirvienta en la mansión donde vive una refinada dama japonesa, Hideko (Min-hee Kim), en compañía de su viejo tío Kouzuki (Jin-woong Jo). En realidad, Sook-Hee es cómplice de un timador que, adoptando la identidad del conde japonés Fujiwara (Jung-woo Ha), pretende engañar a Hideko, aprovechándose de su ingenuidad, a fin de seducirla, casarse con ella y llevársela a Japón, donde, una vez se haya apoderado de su dinero, conseguirá que la encierren de por vida en un centro psiquiátrico. La misión de Sook-Hee es convertirse en la doncella de Hideko, tomar nota de todos los detalles de su vida y pensamiento, y pasarle esa información a Fujiwara para ayudarle en su farsa. Lo que no estaba previsto es que Sook-Hee se enamore de Hideko, y que ambas devengan amantes. Los celos devoran a Sook-Hee, la cual no soporta que Fujiwara toque a Hideko; pero, incapaz de echarse atrás, sigue adelante con el plan, el cual funciona tal y como estaba previsto: Fujiwara consigue seducir a Hideko (por más que esta se niega a renunciar a la compañía, y sobre todo a las atenciones sexuales, de Sook-Hee), y convencerla para que contraigan nupcias y viajen a su país de origen acompañados de la fiel doncella. Pero, una vez allí –y cuando ya llevamos alrededor de una hora de metraje–, el relato da un giro imprevisto: llegado el momento de entregar a la desdichada Hideko al centro psiquiátrico donde será encerrada, ¡será Sook-Hee, confundida con la auténtica Hideko, la que acabará dando con sus huesos en dicha institución!


¿Qué ha ocurrido? Una serie de flashbacksnos lo desvelan: sin que Sook-Hee lo supiera, Hideko no es, ni por asomo, la mujer frágil que aparentaba ser, sino por el contrario una persona astuta que vive encerrada por su tío Kouzuki. Este tampoco es el honorable caballero nipón que parece, sino un depravado que ha obligado desde pequeña a Hideko a convertirse en lectora y actriz de sesiones privadas de lectura de novelas eróticas, para solaz de Kouzuki y su selecto grupo de degenerados amigos. Más aún: la tía de Hideko y esposa de Kouzuki (So-ri Moon) era, en el pasado, la encargada de protagonizar esas sesiones de lectura e interpretación eróticas, y de instruir a la pequeña Hideko en ellas, hasta que, destrozada por la humillación, los maltratos de Kouzuki y la locura, acabó quitándose la vida, ahorcándose en el árbol que corona el jardín de la mansión y que Hideko ve cada noche desde su ventana…


A espaldas de Sook-Hee, Hideko y Fujiwara, que también contra todo pronóstico se ha enamorado de la mujer a la que pretendía embaucar y ha acabado confesándole cuáles eran sus secretas intenciones, han trazado juntos un plan B: Hideko fingirá que Fujiwara ha logrado camelarla para, más adelante y una vez casados e instalados en Japón, encerrar a Sook-Hee en el psiquiátrico haciendo creer a los médicos que ella es la señora, mientras que Hideko fingirá ser la doncella… Un plan diabólicamente perfecto, pero que vuelve a dar paso a otro giro de guion en virtud de la existencia de un plan C: Hideko y Sook-Hee se han confesado la una a la otra lo que ocultaban, y han preparado ese tercer plan, en virtud del cual Sook-Hee será temporalmente encerrada en el psiquiátrico pero logrará escapar gracias a la ayuda de Hideko, la cual mientras tanto se habrá librado de Fujiwara, llevándose consigo todo el dinero para luego huir con Sook-Hee, y dejara Fujiwara a merced del vengativo Kouzuki y sus sicarios…


El principal problema de La doncella es que, más allá de los dos efectos sorpresa derivados de tan tramposa construcción narrativa, y de algunos curiosos detalles, no ofrece gran cosa. Despojado de esos golpes de efecto, el film es un decorativo pero hueco melodrama erótico-criminal que, en sus peores momentos, Park ilustra con esos trazos de brocha gorda tan característicos de su efectista estilo. Cierto: la película está llena de muchos y muy variados movimientos de cámara, de esos que gustan tanto y que dotan a cualquier director del marchamo de “estilista” (sic); se ha comparado con frecuencia al cineasta surcoreano con Brian de Palma o Dario Argento, pero en la práctica carece de las virtudes de ambos, sobre todo si tenemos en cuenta que sus travellingsno son nada más que pirotecnia destinada a rellenar el más absoluto de los vacíos. Un reproche que durante mucho tiempo se les ha formulado a De Palma y Argento, con la diferencia de que estos (en particular, el primero) saben convertir el travelling en un recurso bello, algo atractivo en sí mismo considerado y con indiferencia, cuando no abierto desprecio, hacia lo que se conoce como “funcionalidad narrativa”. Por el contrario, los movimientos de cámara de Park, aparte de ser de una notable fealdad, están ejecutados con la intención de subrayar algo: cf. el vuelo de la cámara, siguiendo la admirada mirada de Sook-Hee la primera vez que entra en la suntuosa mansión de sus nuevos amos japoneses (los movimientos de la cámara son tan rápidos que apenas permiten apreciar la belleza del decorado, y ni mucho menos, compartir el embelesamiento del personaje); o el veloz travellingfrontal que, desde el punto de vista de Sook-Hee, nos descubre a Hideko y su tío Kouzuki conversando en la cámara secreta que, como luego sabremos, es el escenario de las performances de la segunda (con el cual se pretende suplir, “artísticamente”, una sensación de sorpresa de Sook-Hee equivalente al que podría haberse logrado, sin tantas florituras, con un simple zoom).


La mencionada construcción del relato de Sarah Waters da pie a Park a elaborar, asimismo, un ejercicio de montaje inspirado en los llevados a cabo (con resultados mucho más brillantes) por De Palma. Hasta cierto punto, puede entenderse que la superficialidad del primer tercio del relato –solo compensada por la excelente interpretación de los actores y la belleza formal de la fotografía– resulta hasta cierto punto “deliberada”, habida cuenta de que, tan pronto como la trama presenta su primera “sorpresa” (el plan B), una serie de flashbacks nos devuelven al primer tercio del metraje, y es entonces descubrimos, por así decirlo, los encuadres que faltaban en las escenas que hemos presenciado antes y que ahora, una vez añadidos, le confieren su auténtico y completo sentido. Descubrimos, así, que cuando Hideko gritó en mitad de la noche, lo hizo para atraer a la doncella a su lecho, y empezar así el proceso de seducción; que, cuando Sook-Hee descubrió a Hideko y Fujiwara apasionadamente abrazados en el bosque, el gesto de los amantes estaba en realidad dirigido hacia la doncella para crearle una falsa impresión; o que, cuando Sook-Hee vio la mancha de sangre en el lecho de Hideko y Fujiwara tras la noche de bodas de estos últimos, certificando aparentemente que Fujiwara había desvirgado a Hideko, en realidad esa mancha no era sino resultado de un corte que Hideko se infligió en una mano con un cuchillo para simular esa desfloración. El resultado, empero, no resulta todo lo enigmático e ingenioso que, se supone, debería ser, sino por el contrario mecánico, pesado y bastante aburrido. De ahí que, una vez establecida esa “mecánica sorpresiva”, el seguro giro de la trama (el plan C) no haga sino acrecentar la sensación de que La doncella es poco más que una gigantesca tomadura de pelo, revestida, eso sí, de una elegancia formal que no es sino un mero paliativo de cara a disimular, sin éxito, el más absoluto de los vacíos.


Pese a la presencia de ciertos detalles que impiden que la película se hunda por completo, hay en ella demasiados aspectos que terminan inclinando la balanza hacia el saldo de lo negativo, tales como la sempiterna costumbre, tan característica del cine surcoreano, de alargar los metrajes más allá de lo estrictamente necesario (sus 144 minutos acaban pesando sobremanera); o el pobre recurso de la voz en off de Sook-Hee en el primer tercio de la trama; o la inacabable secuencia, cerca del final, en la que Fujiwara descubre que el viejo Kouzuki ha reemplazado la satisfacción de una pulsión sexual que, dada su edad, ya se ve incapaz de satisfacer, por la satisfacción de una pulsión, más perversa, hacia la tortura: Park Chan-wook no puede decepcionar a los fans que le encumbraron gracias a la mediocre Oldboy (Oldeuboi, 2003), la más conocida chorrada de la carrera de un director cuya filmografía ya tiene unas cuantas, léase Joint Security Area(Gongdong gyeongbi guyeok JSA, 2000), Sympathy for Mr. Vengeance (Boksuneun naui geot, 2002), Thirst (Bakjwi, 2009) o Stoker(ídem, 2013), por limitarme a las que he tenido la desgracia de ver.    

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2016/12/cobardes-y-vengativos-animales.html

Televisión de ayer, televisión de hoy

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Hablar de televisión, entendiendo por tal la producción de ficción que se elabora expresamente para la misma en forma de serie (emisión por temporadas) o de miniserie (emisión de una única temporada), hace tiempo que ha dejado de estar considerado algo culturalmente irrelevante en comparación con el cine. El actual boom de las series de televisión norteamericanas de estos últimos años, impulsado por el éxito de Perdidos (Lost, 2004-2010) y cuyo cenit es en estos momentos Juego de tronos(Game of Thrones, 2011- ), ha acabado convirtiendo en obsoleto la utilización del adjetivo “televisivo” como algo peyorativo. Desde los años setenta y hasta hace muy poco, muchos críticos de cine españoles –como siempre, hablo de lo que conozco– solían despachar una película hecha para el cine calificándola como “televisiva”, o de “estilo televisivo”, cuando lo que pretendían decir de la misma era que se trataba de una producción realizada con un estilo rutinario, o dicho con otros tropos típicos de la crítica, con un estilo “funcional”, “académico” o “de manual”, refiriéndose así a films rodados de manera insípida e impersonal. Si bien ahora mismo no lo recuerdo –casi treinta años escribiendo sobre cine facilitan estos “tapones” mentales–, estoy seguro de que yo utilicé en más de una ocasión el adjetivo “televisivo” para tildar así a alguna mala película. Pero en estos momentos está muy claro que decir de un film que es “televisivo” ha perdido su razón de ser, habida cuenta de que dicho adjetivo se ha visto vaciado de sus connotaciones negativas con el paso del tiempo.


La televisión o, mejor dicho, las series de ficción para la televisión están atravesando al entender de muchos una “Edad de Oro” que se justifica en base a muchas y muy variadas razones, sobre las cuales no vamos a profundizar demasiado pero que vamos a dejar apuntadas. Uno de los primeros argumentos, que tiene ya muchos años pero que sigue repitiéndose con frecuencia hoy en día como si se hubiese inventado ayer, es que las actuales series de televisión hacen gala de un nivel de calidad artística superior al de las producciones para el cine, sobre todo las de Hollywood. Otro es el que afirma que las series permiten desarrollar en profundidad las tramas argumentales gracias a que disponen de un metraje mucho mayor que el de las producciones hechas para el cine; sin ir más lejos, cada temporada de Juego de tronos dura alrededor de diez horas, repartidas en otros tantos episodios de unos 50-60 minutos cada uno, y sus actuales seis temporadas ya suponen, por tanto, unas 60 horas de intriga: ni siquiera Andy Warhol llegó tan lejos. Un tercer argumento reside en que muchas de las actuales series de televisión estadounidenses abordan temáticas “adultas” que probablemente no tendrían viabilidad comercial si fueran hechas para el cine, sobre todo si fueran carísimas producciones hollywoodienses, porque no encontrarían un público masivo que garantizara su rentabilidad. El cuarto argumento a favor de la televisión contemporánea consiste en la facilidad de acceso a los contenidos televisivos: es el caso, por ejemplo, de la posibilidad de ver todas las temporadas de una serie de forma simultánea a su emisión en los Estados Unidos gracias a su disponibilidad inmediata en plataformas como Netflix o HBO España, por no hablar de la posibilidad de verlas en artilugios portátiles domésticos, lo cual redunda en detrimento de la asistencia a salas para ir a ver películas hechas para el cine, situación que en España hace tiempo que ha alcanzado extremos alarmantes de cara a la continuidad a medio o largo plazo de la exhibición cinematográfica en nuestro país (por no hablar, claro está, del tristemente célebre, y muy gravoso, “IVA cultural”, expresión que, ya de por sí, es de una imbecilidad apabullante). Todas estas cuestiones no deben asimilarse como un axioma intocable, unas tablas de la ley televisiva grabadas en piedra por el showrunnerde turno: hay que irlo viendo caso por caso.


Desde luego que hay muchas series de televisión que son mejores que Independence Day: Contraataque, por poner un ejemplo sencillo, aunque quizá ya no hay tantas que superen La llegada o Historia de una pasión, aunque todo depende del prisma, ergo, nivel de exigencia, de cada uno. Por otro lado, que una serie de televisión disponga de más horas para desarrollar una trama que una película para el cine más o menos estándar de alrededor de 120 minutos de duración tampoco significa, necesariamente, que sea mejor; dependerá, asimismo, de qué manera, con qué talento, se llenan esas horas, o, mejor dicho, de si verdaderamente se llenan, o de si se limitan a rellenarlas. Resulta asimismo discutible la consideración de qué es una temática “adulta” y qué no lo es, y sobre todo, la extendida idea de que las temáticas para adultos solo se encuentran ahora en la televisión y que las más ligeras se reservan exclusivamente para el cine, pues si bien es verdad que series como Breaking Bad o House of Cards hacen gala de un nivel de exigencia intelectual indiscutiblemente superior al que puedan demandar producciones cinematográficas como Un espía y medio (es otro ejemplo fácil, lo reconozco), no es menos cierto que también hay mucha producción de ficción televisiva de corte familiar, cuando no directamente pueril y simplona (cf. las series en imagen real del Disney Channel). Como ya hemos apuntado líneas arriba, conviene no generalizar. En cuanto a la rapidez de su disponibilidad, tampoco hay en ello el menor signo de calidad artística distintiva respecto al cine, sino una mera cuestión técnica que permite saciar el hambre de producción seriada por parte de un público condicionado. De hecho, el consumo voraz de series de televisión, esa perenne necesidad de “estar al día” de tal o cual serie o de tal o cual temporada de la misma, responde a una estrategia comercial, si me apuran, más manipuladora que las del cine de Hollywood, en cuanto se basa en una teórica “libertad de elección”, un mírala-cuando-quieras-dónde-quieras-y-como-quieras (pero-mírala…) que no es sino una incitación al consumo pura y dura. Con independencia, claro está, de la validez de las producciones que cine y televisión puedan proponer.


Todo el mundo habla mucho de las actuales series de televisión norteamericanas, pero a pesar de eso dudo mucho de que exista una auténtica cultura televisiva. En primer lugar, a todos se les llena la boca alabando las excelencias de la producción serial televisiva de los Estados Unidos: Juego de tronos, Breaking Bad, Los Soprano, Boardwalk Empire, House of Cards, 24, Stranger Things, Orange Is the New Black, etc., etc. Parece como si no se hiciera televisión en ningún otro lugar del planeta. Naturalmente, algunos saltarán deprisa, diciendo que también hay muchas buenas series de televisión en el Reino Unido: Sherlock, Downton Abbey, Wallander… Incluso en España se ha hecho una serie que goza de un estatus “de culto” equiparable al de las mencionadas, por más que sea principalmente a nivel nacional: El Ministerio del Tiempo. Puestos a rebuscar, no faltará quien reivindicará las excelencias de series “exóticas” como la coproducción nórdica The Killing (Forbrydelsen, 2007-2012) –a pesar de que, probablemente, sean muchos más quienes conozcan su remakeestadounidense (2011-2014)–, la danesa Borgen(ídem, 2010-2013) o la francesa Les revenants (ídem, 2012-2015). Pero tan solo son excepciones que confirman la regla.


Con ello no pretendo afirmar lo contrario, que la producción televisiva norteamericana es mala, y la de fuera de los Estados Unidos, buena; dejo esas simplificaciones para los dogmáticos de salón. Lo que insinúo es que la televisión estadounidense ha creado a nivel internacional un monopolio equivalente o en ciertos aspectos superior al del cine, de manera que se ha convertido, o está a punto de convertirse, en el epítome de la televisión “de calidad”. Comprendo que haya quien afirme que eso es así, sencillamente, porque se lo merece. Ya he dicho que no niego el alto nivel de calidad de la actual televisión made in USA: lo que niego es que tenga que ser, necesariamente, el modelo a seguir, la pauta a imitar, el canon a adoptar en materia de producción dramática serial para televisión. Exactamente lo mismo que ocurre, a nivel cinematográfico, con Hollywood. Por otro lado, me parece una enorme falta de rigor, rozando directamente la hipocresía, la actitud de quienes alaban la actual producción para televisión norteamericana contraponiéndola a la actual producción para cine asimismo estadounidense, cuando a la hora de la verdad ambas venden prácticamente lo mismo: una uniformidad del lenguaje del audiovisual. Y, si tanto me apuran, eso lo hace sobre todo la televisión, donde dicha homogeneidad visual resulta particularmente llamativa.


Salvo contadas excepciones, las actuales series de televisión estadounidenses hacen gala de una uniformidad apabullante a nivel de puesta en escena. Prácticamente da lo mismo ver un episodio de 24dirigido por Stephen Hopkins que uno de Juego de tronos firmado por Alan Taylor: sus estilos visuales tras las cámaras son casi idénticos. La diferencia, en el caso de los ejemplos escogidos, reside en la estética particular de las series para las que han trabajado ambos: en 24, el formato semi-documental de un episodio-una hora de tiempo real (y no del todo, habida cuenta de que esos sesenta minutos no son exactos, dado que cada episodio dura en realidad unos cuarenta y cinco); en Juego de tronos, el tono sombrío marcado por una iluminación tenebrosa y casi expresionista. Se dirá que ello es mérito de los respectivos showrunnersde ambas series, los cuales son de factolos auténticos “autores” de las mismas. Y quienes así lo afirman tienen toda la razón del mundo: la autoría de las series de televisión no pertenece a sus directores, sino a sus verdaderos responsables, llámeseles “creadores” o showrunners. “Creadores” que, por cierto, han existido desde siempre, no siendo en absoluto un invento de ahora: ahí está, por ejemplo, Rod Serling. Otro indicio, si no prueba, de lo afirmado reside en el hecho de que los realizadores implicados en dichas series casi nunca han hecho nada de provecho (ergo, bueno) para el cine: ahí están los citados Hopkins y Taylor; o Rob Bowman, firmante de nada menos que treinta y cuatro episodios de Expediente X (The X-Files, 1993-2002/2016), o David Nutter, quien también trabajó en Expediente X y en Juego de tronos, cuyos esporádicos trabajos para el cine han sido filfas como El imperio del fuego y Elektra en el caso del primero, o como Comportamiento perturbado en el del segundo, por si alguien todavía las recuerda…


La ponderación de, si no todas, la mayoría de series de televisión, no pasa en primera instancia por cuestiones de estilo visual. Se valoran, principalmente, cuestiones relacionadas con la trama argumental, la descripción de personajes o la complejidad de determinadas construcciones narrativas (algo patente, por poner el mismo famoso ejemplo, en Perdidos), pero las cuestiones de puesta en escena no suelen ir más allá de las ya mencionadas en relación al planteamiento general estético de la serie vista en su conjunto, el cual suele ser obra del showrunnery no del director contratado al efecto. Y eso con independencia de que los “creadores” sean también los realizadores de los episodios pilotos o de los primeros episodios, a fin de marcar la pauta a los directores de los siguientes, caso por ejemplo de J.J. Abrams en la repetidamente mencionada Perdidos, o de Bryan Singer en House. Una práctica que, por cierto, tampoco es de ahora: recordemos al David Lynch de las dos primeras temporadas de Twin Peaks (ídem, 1990-1991), quien ahora ha asumido la realización en solitario de la tercera temporada que veremos este año.


De todo ello se deriva algo que resulta paradójico. Claro que no hay una única manera de ver y apreciar el cine y la televisión, pero si partimos de la base de que la mejor manera de valorar las cualidades artísticas del cine (o, al menos, una de las mejores) reside en la ponderación de la calidad de su lenguaje específico –del mismo modo que valoramos la buena literatura, la buena música o la buena pintura y escultura gracias a la estimación de sus calidades, y cualidades, literarias, musicales o plásticas, pues es el lenguaje de cada una de las artes lo que las distingue específicamente–, este argumento no suele aplicarse, o como mínimo se aplica con mucho menos rigor, cuando se valoran las cualidades artísticas de la televisión, cuyos criterios de apreciación oscilan más hacia los valores temáticos, dramatúrgicos o de estética general. Salvo honrosas excepciones, no puede evitarse la sensación de que muchos comentarios críticos sobre series de televisión soslayan los posibles valores de puesta en escena en beneficio de los otros, como si los relevantes fueran estos últimos y no los teóricos méritos de realización. Justo lo contrario de lo que suele ocurrir con el cine, donde en ocasiones se disculpan o se minimizan los posibles defectos dramatúrgicos o de caracterización de personajes ante el brillo del trabajo del director tras las cámaras. Para quienes gustamos de analizar puesta en escena, puesta en imágenes, planificación, movimientos de cámara, montaje, etc., las actuales series de televisión norteamericanas nos proporcionan escasas alegrías salvo, vuelvo a insistir, honrosas excepciones. Y con ello no pretendo, ni mucho menos, sugerir la pertinencia de la reimplantación del calificativo “televisivo” en sentido peyorativo; un adjetivo que, en su sentido negativo y tanto ahora como antes, siempre ha sido, y es, rotundamente injusto, o al menos, inadecuado. Lo que señalo es una paradoja, consistente en la existencia –vuelvo a repetir: salvo honrosas excepciones– de un doble rasero crítico a la hora de valorar cine y televisión, en virtud del cual a la segunda se le disculpan, o se le pasan por alto, aspectos relativos a expresividad audiovisual que focalizan, si no toda, buena parte de los análisis en profundidad hechos a las obras cinematográficas; y, a la inversa, en ocasiones hallamos análisis “temáticos” de las series de televisión que menoscaban –incluso inconscientemente– al cine, en aras de una supuesta superioridad de contenidos de la televisión que no suele verse refrendada por un lenguaje audiovisual a la altura de dicha, y teórica, “superioridad”.


Comprendo que a esta reflexión que acabo de apuntar se le puede objetar, de entrada, lo siguiente: cine y televisión se parecen, pero no son, necesariamente, lo mismo. El cine es cine, y la televisión, televisión. De ahí la diferencia de lenguajes, y al albur de los mismos, de valoraciones: lo que es bueno para el cine o, mejor dicho, lo que se considera bueno en cine es la puesta en escena (ergo, lenguaje, entiendo yo; y, como siempre, quede claro que hablo por mí); y lo que es bueno para la televisión, o lo que se considera bueno de ella, son sus contenidos temático-dramatúrgicos. El cine sería realización; y si, encima, está respaldado por un buen guion, pues mejor. Y la televisión sería guion; si, además, ese libreto está filmado con solvencia, pues mejor; y si, tal y como ya hemos apuntado, viene revestido de una estética atractiva, pues mejor todavía… Pero, ¿esto es así? ¿O, sencillamente, hemos acabado creyéndonos que es así?


En toda esta discusión hay un error de base que, a pesar de su obviedad, o precisamente a causa de ella, acostumbra asimismo a soslayarse. Que el cine existió antes que la televisión. Que, cuando esta nació, el cine llevaba funcionando en todo el mundo casi medio siglo, y su lenguaje había alcanzado cotas de sofisticación que, si me apuran –y no lo digo por nostalgia–, su evolución posterior desde los años cincuenta del pasado siglo y hasta el momento actual no puede compararse con la extraordinaria vitalidad e innovación constantes demostradas por el cinematógrafo desde su invención por los Lumière y hasta el surgimiento de la televisión. Cuando empezó a rodarse ficción dramática para televisión, la referencia visual de los primeros realizadores televisivos era, principalmente, el cine; y no solo el cine, sino también una de las fuentes primigenias del mismo: el teatro, como bien demuestran la existencia de famosos espacios dramáticos emitidos en vivo y en directo como, por ejemplo, Studio One (1948-1958). Pero, con independencia de que el teatro fuese una importante referencia para la televisión de esa época, y de que, sin salirnos de los EE.UU., con el tiempo se diera el fenómeno de los realizadores profesionalmente formados en la televisión que luego dieron “el salto” al cine –cf. la célebre “generación de la televisión”–, está muy claro que, al principio de su historia y todavía en la actualidad, la televisión se nutrió y sigue nutriéndose del cine. Baste recordar, a guisa de ejemplo, la plantilla de realizadores procedentes del cine que llenaron buena parte de la de la mítica serie de Rod Serling Dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964) –Jacques Tourneur, Mitchell Leisen, John Brahm, Robert Florey, Joseph M. Newman, Robert Parrish, Don Siegel–; y la participación en producciones para televisión de cineastas del prestigio de Alfred Hitchcock, Ingmar Bergman o Roberto Rossellini, y mucho más recientemente, nombres como los de Lynch, Martin Scorsese, David Fincher, Steven Soderbergh o M. Night Shyamalan.


¿Qué el actual cine norteamericano también ha recibido contagios de la televisión? Por descontado. Cine y televisión no son compartimientos estancos, sino que siempre han interactuado entre sí. Películas hechas para el cine han sido luego adaptadas a la televisión: cf. Shaft(ídem, 1973-1974), a partir de Las noches rojas de Harlem (Shaft, 1971, Gordon Parks), o la recentísima Westworld (ídem, 2016- ), en base a Almas de metal (Westworld, 1973, Michael Crichton); y muchas series han conocido sendas versiones para el cine: cf. Los intocables de Eliot Ness, Misión: imposible, Los hombres de Harrelson, Starsky y Hutch, Los ángeles de Charlie, El Equipo A… ¡Hasta Los vigilantes de la playa! Pero no nos olvidemos que, en cualquier caso y mal que pese, la fuente primigenia es, sigue siendo y siempre será el cine. La planificación, el encuadre, el movimiento de cámara, la profundidad de campo, el montaje, etc., etc., son conceptos del lenguaje cinematográfico que la televisión ha heredado y, en ocasiones, adaptado en virtud de sus propias necesidades específicas, que las tiene: cf. la “necesidad”, característica de la “pequeña pantalla” de la televisión con respecto a la “gran pantalla” de las salas de exhibición cinematográfica, de potenciar los primeros planos/ planos medios de los personajes/ intérpretes, en detrimento de los encuadres más abiertos, los cuales no lucen adecuadamente vistos en una pantalla mucho más pequeña que la de las salas de cine (por más que la creciente implantación de receptores domésticos con pantallas de hasta 60 pulgadas está dejando obsoleto un concepto, el de “pequeña pantalla” aplicado a la televisión, en el fondo no menos peyorativo que el calificativo “televisivo” en su anticuada acepción despectiva). [Nota bene: Muchas de las reflexiones aquí vertidas con respecto a cine y televisión son perfectamente aplicables a las relaciones entre cine y videojuegos: estos últimos han tomado del cine muchas estructuras narrativas y convenciones visuales –en particular, el movimiento de cámara desde el punto de vista subjetivo del personaje/ jugador–, y a renglón seguido, el cine ha tomado del videojuego la mecánica narrativa de acción/ reanudación que lo caracteriza, como bien demuestran películas como Al filo del mañana/ Edge of Tomorrow, 2014, Doug Liman.]


Llegados a este punto, resulta imposible eludir una cuestión que nos hemos limitado a anotar líneas atrás: la inexistencia de una adecuada cultura televisiva. Para la generación de espectadores venidos al mundo entre la última década del siglo pasado y la primera del presente, el cine moderno arranca con Pulp Fiction (1992), y la película más “antigua” que conocen, o que puede que conozcan, acaso sea… La guerra de las galaxias (1977); ya ni me atrevo a afirmar que es El Padrino(1972): resulta demasiado “vieja”. Del mismo modo, para esta misma generación, la televisión actual “nace” con Perdidos, y con un poco de suerte, a lo mejor han oído hablar, e incluso visto, Twin Peaks y/ o Expediente X. Que no se tome esto como una diatriba contra la juventud: muchos espectadores/ telespectadores veteranos adolecen del mismo desinterés /la misma desinformación hacia el cine y la televisión “antiguos”, lo cual sin duda alguna es mucho menos injustificable. Y, como ocurre con el cine, me pregunto: ¿cómo puede verse/ valorarse la actual producción serial televisiva estadounidense si no se ha visto o por lo menos no se tienen referencias de series y miniseries que tanto éxito tuvieron en su época, y no solo en los Estados Unidos sino a nivel internacional, como la ya mencionada Dimensión desconocida, o como Los intocables (The Untouchables, 1959-1963), Bonanza (ídem, 1959-1973), Star Trek (1966-1969 [La conquista del espacio en su primera emisión en España]), Hawai 5-0(Hawaii Five-0, 1968-1980) –¿para qué verla, o tan siquiera saber de su existencia, si ya tenemos la “moderna” (2010- )?–, Colombo (ídem, 1971-2003), Las calles de San Francisco (The Streets of San Francisco, 1972-1977), Kung Fu (ídem, 1972-1975), Kojak (1973-1978), La casa de la pradera (Little House  on the Prairie, 1974-1983), Hombre rico, hombre pobre (Rich Man, Poor Man, 1976), Capitanes y reyes (Captains and the Kings, 1976), Raíces (Roots, 1977), Holocausto (Holocausto, 1978) y un larguísimo etcétera? Por no hablar de Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues, 1981-1987), la serie que, como comenta Steven Johnson en su libro Everything Bad Is Good for You: How Today’s Popular Culture Is Actually Making Us Smarter(2005; edición catalana: Si és dolent t’ho recomano. Com la cultura de masses ens fa més intel·ligents. Edicions La Campana, 2009), fue quien implantó en la televisión estadounidense el moderno concepto de una trama de fondo cuyo desarrollo se va alargando a lo largo de sucesivos episodios, rompiendo la tradición establecida de que cada capítulo de una serie debía tener una trama “cerrada”. Algo que hoy damos por hecho en las series actuales y que resulta que ya se inventó hace más de dos décadas.


El agravio comparativo entre la televisión del pasado y la del presente no se limita al ámbito geográfico estadounidense, por descontado. Ciñéndonos al del Reino Unido, puede (o debería) ser un descubrimiento placentero para mucha gente que, dejando aparte series cómicas como Un hombre en casa (Man About the House, 1973-1976) y su spin-offLos Roper (George & Mildred, 1976-1979), o los popularísimos espacios de humor de Benny Hill, los Monty Python (juntos o por separado), Rik Mayall y Rowan Atkinson, las islas británicas no solo son el territorio catódico de Sherlock y Downton Abbey, sino también de otras adaptaciones de las aventuras de Sherlock Holmes –en particular, las protagonizadas por Peter Cushing (1968) y Jeremy Brett (1984-1985/1986-1988/1991-1993/1994)–, La saga de los Forsyte (The Forsyte Saga, 1967-1970), Las seis esposas de Enrique VIII (The Six Wives of Henry VIII, 1970), Ovni (UFO, 1970-1973), Arriba y abajo (Upstairs, Downstairs, 1971-1977), La línea Onedin (The Onedin Line, 1971-1980), El padre Brown(Father Brown, 1974), Espacio 1999(Space: 1999, 1975-1977), Yo, Claudio(I, Claudius, 1976), Dickens de Londres(Dickens of London, 1976), Elizabeth R(ídem, 1971), Poldark (ídem, 1975-1978), William Shakespeare (Will Shakespeare, 1978), Los Mallen (The Mallens, 1979-1980), Nosotros, los acusados (We, the Accused, 1980), Retorno a Brideshead (Brideshead Revisited, 1981), Los Borgia (The Borgias, 1981), La joya de la corona (The Jewel in the Crown, 1984), EastEnders (1985- ), y tantas otras de elevada calidad. Agravio que podríamos extender a la producción serial dramática española para televisión, pues mucho antes de El Ministerio del Tiempo existieron, también, Historias para no dormir (1964-1968/1982) y La huella del crimen (1985).


Sea como fuere, ello demuestra que adoptar posiciones maximalistas, en virtud de las cuales la televisión (y el cine) “de ahora” es la única cosa que vale la pena recordar/ analizar/ disfrutar, en detrimento de televisión y cine “de antes”, resulta no ya arriesgado sino inexacto, cuando no improcedente. Con el debido respeto a David Simon, quien llega al extremo de subtitular su libro sobre la serie de televisión The Wire: Bajo escucha (The Wire, 2002-2008) como “10 dosis de la mejor serie de televisión” (edición española: Errata Naturae, 2010) –una serie, y que me perdonen ahora los numerosísimos fans de la misma, que acabé abandonando tras ver sus tres primeros episodios…–, no puedo menos que preguntarme si realmente hay no ya rigor, sino incluso sinceridad, a la hora de efectuar ciertos análisis o de realizar determinadas reflexiones. Hace poco les comentaba a unos amigos, medio en serio medio en broma, que la mejor serie de televisión que se ha hecho nunca, siempre a mi entender, o, mejor dicho, la mejor miniserie, es Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982), de Ingmar Bergman. ¿Realmente se ha hecho, en Estados Unidos o en donde sea, una miniserie mejor que esta? Quizá The Wire: Bajo escucha lo sea, y, sencillamente, yo no sé apreciarlo. O quizá no. Quizá es cuestión, en definitiva, de ponderar la televisión con los mismos criterios con los que valoramos el cine, y aceptarlo como lo que en el fondo es, cine hecho para televisión, dejando aparte que nos guste –o estemos acostumbrados– a diferenciar cosas que acaso no son tan distintas como se pretende, más allá de cuestiones –metrajes, disponibilidad– meramente técnicas y formales.


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