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Variantes del cine de autor: a propósito de “AMOR”, de MICHAEL HANEKE, y “TABÚ”, de MIGUEL GOMES

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[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DEAMBOS FILMS.] Están coincidiendo estos días en nuestras carteleras dos de las películas “de autor” más esperadas y celebradas de estos últimos meses: Amor (Amour, 2012), del austríaco Michael Haneke, y Tabú (Tabu, 2012), del portugués Miguel Gomes. Ambas conforman dos posibles tendencias dentro del cine contemporáneo y, más específicamente, del cine llamado “de autor” o considerado como tal. Por un lado, el film del ya veterano Haneke vendría a ser un ejemplo de consolidación de un estilo que se ha ido fraguando con el paso del tiempo, mientras que el del recién llegado Gomes (1) supondría una alternativa bajo otro punto de vista. Resulta sumamente curioso que estas dos películas coincidan en nuestros cines en virtud de azares de distribución: en el caso de Amor, ganadora de la Palmade Oro en Cannes 2012, porque ha logrado así subirse al carro promocional de las nominaciones al Oscar que le han caído en suerte; y, en el de Tabú, por haber considerado su distribuidora que podría resultar propicio estrenarla a modo precisamente de “alternativa” a los grandes nombres, o considerados como tales, que estos días compiten por el Oscar (entre ellos, el propio Haneke). Y esa curiosidad nace del hecho de que, asimismo de modo casual, ambas vienen a erigirse en representaciones de estilos de cine “de autor” que se complementan entre sí casi perfectamente, conformando en conjunto una especie de resumen de, si no de todas, sí de algunas de las tendencias o, como les gusta decir a algunos, “derivas” del cinematógrafo actual.

El plano y el contraplano
Amor y Tabú parecen la una el contraplano de la otra. Las dos proponen, cada una a su manera (a su estilo), sendas “historias de amor”, si bien la ofertada por Haneke se aleja considerablemente del sentido más convencional y estereotipado del término de lo que en cine se llama love story o se considera como tal, mientras que, por el contrario, la ofrecida por Gomes abraza, a mi entender deliberadamente, algunas de las formas cinematográficamente más tradicionales de representación de una love story, si bien jugando con ellas desde una perspectiva que, a simple vista y como luego veremos, puede calificarse como de posmoderna, pero que en la práctica podríamos denominar —y perdón por el barbarismo— “post-posmoderna”. Las diferencias fundamentales, más allá de la obviedad de que Amor esté filmada en color y Tabú en blanco y negro, radican en primer lugar en la tonalidad adoptada por sus respectivos realizadores a la hora de contar lo que quieren contar y, por encima de todo, la manera de contarlo, pues no olvidemos que el estilo siempre acaba siendo el argumento decisivo que permite apreciar la valía de cualquier creador en toda rama artística. Las dos son love stories, cierto, pero sumamente distintas en lo que a planteamiento y resolución dramáticas se refiere: Amor muestra a una pareja en el ocaso de su existencia, Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva), mientras que Tabúrecrea, en parte, la historia de amor extraconyugal entre dos jóvenes amantes finalmente separados por las circunstancias, Aurora (Ana Moreira) y Ventura (Carloto Cotta). La primera se centra en lo que ocurre en torno a sus protagonistas a partir del momento en que el deterioro físico de la mujer como consecuencia de la vejez y la enfermedad trastoca por completo su rutina cotidiana, mientras que la segunda no se centra en la historia de amor de Aurora y Ventura sin antes haber descrito en su primera mitad de metraje los últimos días de existencia de la ya anciana Aurora (Laura Soveral), y ni siquiera lo hace desde el punto de vista de ella, sino desde el de su vecina y amiga Pilar (Teresa Madruga) y el de Santa (Isabel Cardoso), la criada negra que la cuida. Tanto Amor como Tabú son películas muy estilizadas, por más que la primera pueda no parecerlo a simple vista, dada su recurrencia a un único escenario cotidiano (el piso donde vive la pareja protagonista), al revés de la segunda, que hace del estilo, y su manera de resaltarlo, su principal razón de ser. Como suele ser habitual en él, Haneke emplea un tono seco y austero, en el que cada corte de montaje casi “golpea” la vista del espectador, mientras que Gomes apuesta, al menos en lo que a Tabú se refiere, por una sensualidad a flor de piel. Eso no significa que en el film de Gomes no haya, como en el de Haneke, planos de larga duración —cfr. aquel en el que la anciana Aurora le explica a Pilar sus razones para haberse reventado el dinero en el casino—, pero su intencionalidad es bien distinta, más evocativa y por tanto “mágica” en el caso de Tabú, más desnuda y descriptiva en el de Haneke.

Amor apuesta por la sequedad porque seco y áspero es lo que cuenta, y en consecuencia, seca y áspera es su manera de narrarlo. Tabú hace gala, en cambio, de una variedad estilística que tiene como primera y singular característica su sencillez, e incluso, si me apuran, su humildad. Haneke plantea Amor a modo de lo que suele denominarse —un tanto arbitrariamente— ejercicio de estilo, donde todos y cada uno de sus encuadres parecen fruto del deseo de imprimir en ellos casi desesperadamente un sello autoral; tanto que, sobre todo en su resolución (a mi entender, equivocada), ese deseo se impone sobre cualquier otra consideración; en este sentido, Amor está planteada como diciendo: “soy un-film-de-Michael Haneke: lo tomas o lo dejas”: se convierte, por tanto, en una especie de reafirmación personal de su director y de su estilo, hasta el punto de que casi podría decirse que ese estilo acaba siendo el auténtico protagonista de la función. En cambio, Gomes no parece tomarse tan a pecho Tabúsin por ello dejar de hacer una película personal, y lo hace asumiendo la herencia de toda la historia del cine que le precede, tal y como veremos más adelante, adoptando ante esa herencia, como digo, una postura de cierta modestia, de ahí que sus resultados acaben siendo sumamente simpáticos. Hasta los títulos de ambos films pueden interpretarse, asimismo, como simbólicos reflejos de las pretensiones de sus respectivos autores: para Haneke, “Amor” es la expresión de un sentimiento universal en torno al cual formula, en consecuencia, un-gran-discurso; pero, para Gomes, “Tabú” no es tanto una asimismo humilde evocación del clásico homónimo de Murnau como un simple indicativo del carácter clandestino de la relación amorosa de los personajes de Aurora y Ventura en sus años de juventud.

“Amor”, o “porque yo quiero”
Amor me parece una especie de ejercicio de exacerbada “autoría” por parte de un Haneke aparentemente obsesionado en dejar su firma a toda costa, lo cual creo que redunda en detrimento del resultado global de un film, en sus líneas generales digno de estima pero en última instancia malogrado. Aunque el resultado está por encima de otros artefactos de su firmante —las dos versiones de Funny Games (1997-2007), La pianista (2001), la soporífera Le temps du loup (2003), Caché (Escondido) (2005)—, no alcanza el excelente nivel de los que me parecen los dos mejores trabajos que le conozco, Código desconocido (2000) y La cinta blanca(2009) (2). Y es una pena, porque hay en Amor algunos de los planos más bellos del cine de su autor, tal es el caso de aquel con el que arranca el film, ese gran plano general del público asistente a un concierto con la cámara colocada en posición frontal, de manera que Georges y Anne se mezclan casi imperceptiblemente entre toda esa gente, acaso sugiriendo de este modo que su historia puede ser una de tantas escogida al azar; ese otro en el cual, como producto de la imaginación de Georges, este último ve o cree ver a Anne, recuperada y tocando el piano en el mismo salón de su casa donde se halla el primero; esa escena en plano fijo, acaso la mejor del film, en la cual Eva, la hija de los protagonistas, vela a su madre enferma e incapaz de hablar mientras ella intenta entretenerla con una conversación insulsa sobre su trabajo, poniéndose de relieve así no solo la gravedad del estado de Anne como la enorme distancia que separa a esta última de su hija, cuyo carácter y sensibilidad son completamente ajenos a los de sus progenitores; o el encuadre que cierra la película: ese plano general del interior de la vivienda, ahora ocupada únicamente por Eva, que transmite una notable sensación de vacío y soledad.

Sin embargo, me parece un grave error el hecho de que Haneke resuelva la terrible y patética situación humana que plantea del modo en que lo hace en el tercio final del relato. No voy a entrar en detalles al respecto, dado que la película está recientemente estrenada y no me parece necesario el hacerlo para dar a entender lo que quiero decir. Me limitaré a apuntar que dicha resolución no es que sea mala en sí misma considerada; es más, resulta perfectamente comprensible y coherente el modo en que se plantea y de qué forma se llega a ella; y la resolución cinematográfica de la misma, sobre la base de otro plano fijo de larga duración, me parece hecha en concordancia con el resto del relato. Lo que me parece discutible es que, de todas las opciones posibles, Haneke acabe optando, por así decirlo, por “la más Haneke”, ergo, la más tremenda y efectista. Naturalmente que puede alegarse a favor de ello que se trata, por descontado, de su opción personal y su decisión como artista: que él ha escrito el film, además de dirigirlo, y por tanto lo concluye como él quiere. No hace mucho, veía un telefilm de Julian Jarrold titulado The Girl (2012), centrado en la conflictiva relación que mantuvieron Alfred Hitchcock (encarnado aquí por Toby Jones) y la actriz Tippi Hedren (Sienna Miller) durante el rodaje de Los pájaros y Marnie, la ladrona, donde también se planteaba, por así decirlo, el carácter demiúrgico de las decisiones de un artista, sea un realizador cinematográfico o alguien que practique cualquier otra arte. En The Girl, Hedren discute con Hitchcock sobre el porqué su personaje, Melanie Daniels, tiene que subir al ático de la casa ella sola, convirtiéndose así en víctima propicia de un ataque de las gaviotas, y el cineasta inglés zanja la cuestión respondiendo secamente: “Porque yo quiero”. Lo mismo puede aplicarse a Steven Spielberg y su manera de cerrar Lincoln (ídem, 2012), con ese plano de la luz del quinqué que ilumina tenuemente la habitación donde el presidente acaba de fallecer y que sirve para encadenar con un último discurso de Abraham Lincoln, sugiriendo de este modo que, una vez muerto el Hombre, nace el Mito; si se le preguntara sobre el porqué lo ha hecho así, Spielberg también podría contestar: “Porque yo quiero”. Exactamente lo mismo diría Haneke con respecto a su forma de concluir Amor, y estaría en su legítimo derecho de hacerlo.

Pero la cuestión no estriba a mi entender en si se comparten o no las razones por las cuales el realizador ha adoptado su postura (eso tan solo le concierne a él), sino en si se comparte o no la necesidad de dicha postura dentro del contexto establecido por el film. Volviendo a los ejemplos citados, comprendo la necesidad de que Melanie Daniels suba sola al ático en Los pájaros y de que la muerte del presidente dé pie a una postrera evocación mítica y casi mística en Lincoln, pero no la necesidad de que Amor concluya como lo hace. Es decir, comprendo y comparto que, en Los pájaros, Melanie suba sola al ático porque ello es el punto culminante de la evolución psicológica del personaje a la cual hemos asistido a lo largo de todo el relato: esa subida al ático no es tanto un acto reflexivo como sobre todo instintivo; o que, en Lincoln, y después de haberse desarrollado ante nuestros ojos cómo la modificación constitucional más progresista de la historia fue el resultado de un calculado complot para comprar votos a base de corruptelas y presiones de toda índole (o incluso, como se insinúa en la decisiva secuencia de la votación, fruto de una especie de histeria colectiva o de impulso entusiasta), resulta asimismo coherente que el relato se cierre recuperando el idealismo casi mesiánico de un presidente nacido (y fallecido) humano que luego fue convertido por el inconsciente colectivo en un ser mítico, que es lo que al fin y al cabo se visualiza en ese final. Pero, aun comprendiéndola, no comparto la decisión de Haneke en Amor, que además de parecerme tremendista creo que es innecesaria. No me parece la mejor manera de concluir el relato, aunque sea la más Haneke. Habrá quien dirá que se trata de un final coherente con el conjunto del cine de su autor, y además de una gran dureza. Tampoco niego esa coherencia ni esa dureza. A mi entender, hubiese sido igualmente coherente pero además muchísimo más duro, y más a tono con la idiosincrasia de sus personajes protagonistas, si la trama hubiese seguido su curso “natural” hasta sus últimas consecuencias. Se dirá —lo ha dicho el propio Haneke estos días— que su postura es el resultado de su aversión al sentimentalismo en el cine, pero eso es partir de la base de que no existe otra forma de mostrar el irreversible proceso de decadencia de una pareja de ancianos y se contradice con lo que muestra el film —admirablemente y sin sentimentalismos— en su primera mitad. Como ya ocurría en Funny Games, La pianista y Caché (Escondido), Haneke malogra en Amorbuena parte de sus propios e interesantes planteamientos en beneficio de cierto sentido, inane, del golpe de efecto.

Más allá de la posmodernidad
Mucho más honesta me parece la apuesta “autoral” de Miguel Gomes en Tabú. A falta de haber visto otras películas de su director, vuelvo a insistir, y aún estando lejos de parecerme una maravilla (tanto a Tabú como a Amor el calificativo “obra maestra” les viene ancho), lo que más me ha llamado la atención del trabajo de Gomes es su manera, fresca y a la vez elaborada, ingenua pero a ratos primorosamente calculada, de dar un paso más allá de la posmodernidad, de ese “cine hecho a base de cine” que ha marcado buena parte de las “derivas” del cinematógrafo de lo que llevamos de este siglo y todavía parece tener cuerda para rato, aunque sea metamorfoseado bajo la apariencia de propuestas que, como Tabú, juegan por enésima vez a la “cinefilia”, pero desde una perspectiva más intelectualizada que otras recientes evocaciones de la estética del cine silente del tipo The Artist (ídem, 2011, Michel Hazanavicius) (3) o Blancanieves (Pablo Berger, 2012) (4). Vaya por delante, asimismo, que la simpatía que me produce Tabú no se deriva únicamente de ese punto de vista intelectual sobre las convenciones del cine desde una perspectiva posmoderna, sino sobre todo por la gracia con la que está resuelto el invento. Explicada muy rápidamente, Tabú arranca con una descarada evocación del cine silente en la cual, no obstante, podemos hallar en un momento dado sutiles ecos del cine de Manoel de Oliveira, en particular de los ambientes selváticos de No, o la vana gloria de mandar (Non, ou a va glória de mandar, 1990): la evocación de las andanzas de un explorador que, finalmente, decidió suicidarse arrojándose a las fauces de un cocodrilo, que Gomes visualiza, como digo, evocando el cine del período silente, con la única diferencia con respecto a aquél de que substituye los preceptivos rótulos por la voz en off de un narrador. En cambio, tras esta primera secuencia que, en cierto sentido, actúa de modo ilustrativo (indicada el tono y el estilo que van a dominar el film) y anticipativo (anuncia los escenarios exóticos en los cuales se desarrolla la segunda de las dos partes bien diferenciadas en las cuales se divide el relato), la película da un giro temático y estilístico, aunque en el fondo también cinéfilo-posmoderno, cuando la trama pasa a centrarse en la historia de Pilar, su anciana vecina Aurora y la criada Santa, adoptando entonces un tono y un estilo que, combinados con el blanco y negro, hacen pensar en los primeros trabajos de la nouvelle vague. El sonido aparece, haciendo hincapié en los ruidos naturales y cotidianos, haciendo realidad el viejo aforismo —ya lo era cuando se esgrimió en los años sesenta— de que las cámaras tenían que salir a la calle para captar la realidad de la existencia.

La segunda parte del relato, que arranca a partir del momento en que se produce el fallecimiento de Aurora y de que su antiguo amante Ventura, ahora también anciano (Henrique Espírito Santo), empieza a explicar la larga historia de sus amores, la cual ocupa toda la segunda mitad del film, tiene un carácter especial, habida cuenta de que recupera en parte la técnica del silente —solo oímos la voz en off del viejo Ventura narrando los acontecimientos, música y canciones, y algunos sonidos ambientales—, y a la vez evoca no pocas de las numerosas convenciones del cine “romántico” y de aventuras made in Hollywood. No me parece casual que la primera vez que veamos al anciano Ventura lo haga vestido de una forma prácticamente idéntica a… Indiana Jones —o, si lo prefieren, igual que el Charlton Heston de El secreto de los incas (Secret of the Incas, 1954, Jerry Hopper), que fue de donde George Lucas y Steven Spielberg copiaron la indumentaria que luciría Harrison Ford—, ni que una de las primeras cosas que dice, al empezar su narración, sea: “Aurora tenía una granja en África”… ¡frase que es prácticamente idéntica al “yo tenía una granja en África” con el que Karen Blixen/Mery Streep empezaba la evocación de sus recuerdos en Memorias de África (Out of Africa, 1985, Sydney Pollack)! De este modo, Gomes sitúa al espectador en un contexto irreal y “cinematográfico”, un relato repleto, como suele decirse coloquialmente, de cosas-que-solo-ocurren-en-las-películas, en virtud del cual narra el romance extraconyugal de Aurora y Ventura, debidamente enmarcado en un escenario exótico y repleto de situaciones “mélo” llevadas al límite, que incluyen el dibujo de la atracción entre los futuros amantes por mediación de ese detalle del pequeño cocodrilo —guiño a la primera secuencia— que Aurora cría en el estanque de su mansión (el amor visto como algo a la vez bello y dañino), la huida de los amantes malditos a través de la selva y su parada forzosa en un poblado indígena para que Aurora dé a luz al hijo de su legítimo esposo, quien acudirá para recogerlos y llevárselos a su casa, no sin antes haber propinado el preceptivo puñetazo de marido indignado al amante.

Me parece exagerado que se vea en todo esto una excepcional renovación del lenguaje del cine, sobre todo teniendo en cuenta, como digo, la humildad de la que hace gala Gomes a la hora de poner las cartas sobre la mesa y de mostrar tan al desnudo los mecanismos de su cine. Pero no es menos cierto que, con respecto a otras muestras de cine posmoderno, Tabútiene la virtud de utilizar de manera expresiva y beneficiosa el caudal previo de toda la historia del cine, pero sin necesidad de recurrir en exceso a los guiños, más allá de los expresamente citados en el párrafo anterior. He mencionado al principio de estas líneas que podríamos calificar Tabú como de película “post-posmoderna” (y pido perdón de nuevo por la palabreja, indicativa de que el lenguaje crítico convencional también tiene sus límites y sus convenciones, y por qué no reconocerlo, sus tópicos); nos hallaríamos, por tanto, ante un ejemplo de cine posmoderno que no se nutre de referencias cinematográficas directas, sino más bien de las que podríamos considerar “indirectas”: las configuradas alrededor de los patrones narrativos de los géneros clásicos del cine, o considerados como tales, en un conjunto que recurre a conceptos como “silente”, “nouvelle vague” o “Hollywood” entendidos no ya como entelequias sino como códigos que a pesar de su carácter fílmico han acabado convirtiéndose en tropos de un lenguaje artístico universal. Es, por tanto, cine más que posmoderno: va más allá de la posmodernidad, o al menos de la posmodernidad tal y como la conocíamos hasta ahora, para apuntar siquiera tímidamente a que el lenguaje del cine hecho a partir de cine puede dar pie a otro cine no necesariamente mimético y sí, en cambio, personal y creativo, por más que, reitero, como experimento Tabúme parece atractivo aunque de corto alcance, más un borrador de lo que pueden ser futuros logros que una obra verdaderamente consistente.           

(1) Nada puedo decir con respecto a sus anteriores y prestigiosas A cara que mereces (2004) y Aquele querido mës de agosto (2008), dado que no las he visto, y no me gusta hablar de oídas (ergo, por referencias) de lo que no conozco personalmente.
(4) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/10/blancanieves-de-pablo-berger-telegrama.html

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