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JOSÉ MARÍA LATORRE en el recuerdo

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Recuerdo que la primera vez que vi a José María Latorre… ¡no le reconocí! Era la época en que él acababa de publicar su ya clásico libro El cine fantásticopara la colección Serie Mayor de Dirigido por…, y yo, por aquel entonces ávido lector de la revista y sobre todo de las críticas de Latorre, fui a hacerme con un ejemplar a la misma redacción de la revista (cuando todavía estaba ubicada en la Rambla Catalunya de Barcelona). Latorre en persona me atendió, pero sin que yo supiera que era él y sin que él tampoco se identificara, enseñándome un ejemplar del libro, y me lo cobró. Fue luego, al llegar a casa, quitar el plástico que envolvía el volumen y fijarme en la foto del autor en la solapa cuando me di cuenta. ¡Mierda, y yo sin pedirle que me lo dedicara! Cosa curiosa, nunca le pedí que lo hiciera con ninguno de sus libros.


La segunda vez que le vi fue en un pase especial que hizo la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya con motivo del estreno del último (y horrible) film de Samuel Fuller, Calle sin retorno (Street of No Return, 1989), al cual asistió el propio Fuller y buena parte de la plantilla de Dirigido por…, entre ellos Latorre. Cosas de la vida, pocos meses después, en enero de 1990, empezaba yo a colaborar en la revista, primero en Imágenes de Actualidad, donde publiqué mi primera crítica —Melodía de seducción(Sea of Love, 1989, Harold Becker)—, y poco después en Dirigido por…, si bien antes, por así decirlo, pasé una especie de “examen”: me pidieron que escribiera una crítica para la revista, y me recalcaron que “Latorre se la va a mirar con lupa”. Era la crítica de El escándalo Blaze (Blaze, 1989, Ron Shelton). Pasé el “examen”, y a partir de ese momento empecé a colaborar en ambas revistas todos los meses. Ya han transcurrido desde entonces casi veinticinco años.


Sé que en ocasiones se me ha reprochado el ser una especie de “discípulo” de José María Latorre. Es una herencia que asumo sin problemas, habida cuenta de que tanto antes como ahora, y dicho sea con el debido respeto a mis compañeros (y excompañeros) de Dirigido por…, Latorre ha sido el mejor crítico que ha pasado por la revista y uno de los mejores críticos de cine de España de su generación, si no el mejor. No se me caen los anillos a la hora de reconocer que aprendí mucho de sus textos sobre cine, los que publicó en Dirigido por… y los que hizo para otras editoriales, como su excelente ensayo sobre cine y literatura Los sueños de la palabra o su imprescindible Nino Rota. La imagen de la música, dedicado, huelga decirlo, a un compositor que fue siempre una de sus “filias” más reconocidas y difundidas.


De Latorre asimilé muchas de las intuiciones que luego me sirvieron a la hora de ver cine. “Cosas” que, para muchos a los cuales ahora se les llena la boca con palabrería indefinida que ni dice nada ni sabe a dónde va del tipo hay-otras-maneras-de-ver-el-cine (pero sin aclarar cuáles…), probablemente tampoco significan nada, pero que a mí me han resultado de enorme utilidad a la hora de establecer e ir creando y (espero) perfeccionando mi propio criterio. “Cosas” que, dicen esos mismos, ya están superadas (pero sin presentar la más mínima prueba ni el menor argumento sólido al respecto), como el concepto de puesta en escena, o como a Latorre le gustaba decir en algunos de sus últimos textos, puesta en imágenes, en virtud del cual la calidad de un film se desprende de la calidad de su planificación: del sentido que imprime el realizador sobre lo que está narrando mediante la elección de un determinado encuadre o la inserción de un movimiento de cámara: de su mirada. “Cosas” como que una película puede tener un buen guión y a pesar de eso ser un mal film por culpa de la falta de pericia de quien está tras las cámaras, y al revés, cómo en ocasiones un buen director es capaz de sacar provecho de un libreto convencional o hasta mediocre en virtud de su trabajo creativo tras esas cámaras. “Cosas” como la valoración de la novela u obra de teatro, y su conocimiento de las mismas, a la hora de determinar qué ideas de una película son aportación de los autores de los originales literarios que las inspiran y cuáles pertenecen al director, o también, a su guionista o guionistas. “Cosas” como que el valor de un film no se mide en virtud de sus cualidades “temáticas” (“el tema”: ¡el puto “tema”!), sino que a veces se encuentra en texturas enfocadas más bien hacia las emociones y la sensibilidad más recónditas del espectador: ese conjunto de entelequias de difícil o a veces imposible definición, pero al mismo tiempo perfectamente claras a simple vista, que se conoce genéricamente como atmósfera. “Cosas” como que el cine de género no es un código preestablecido a partir del cual elaborar ficciones fílmicas convencionales sino, por el contrario (y siempre y cuando se haga con talento), una herramienta de expresión en virtud de la cual los así llamados géneros codificados —el cine fantástico, el western, la comedia, el cine de aventuras, el melodrama— eran caudales repletos de arte y talento.


Si aceptar esto significa ser un “discípulo” de Latorre, sin duda alguna lo soy. Y, como yo, muchos otros compañeros de oficio cuyos nombres resulta ocioso mencionar, incluyendo en no pocos casos a algunos de los detractores del propio Latorre, cuya opinión acaso podían no compartir —yo mismo no siempre la compartía—, pero que a pesar de ello le tenían por un referente, aunque pudiese ser uno de tipo negativo: un ejemplo de lo que no les gustaba de la crítica de cine pero al que les resultaba imposible dejar por completo de lado. Según como se mire, Latorre ha tenido y tiene dos clases de “discípulos”, los que han disfrutado con sus textos sobre cine y los que no, pero de un modo u otro todos ellos han acabado convirtiéndolo en ese referente. Gustaran o no, las críticas de cine de Latorre eran un portento de excelente redacción, desarrollo minucioso de sus argumentos y ejemplos prácticos de lo que afirmaba; es decir, estaban argumentadas, y además regadas con sus grandes conocimientos en materia de literatura, arte y música, no solo la de Nino Rota, por descontado. Críticas eruditas escritas por alguien muy culto, pero con una enorme capacidad de comunicación, perfectamente comprensibles para cualquier lector.


Contrariamente a lo que mucha gente pueda creer, nunca tuve mucho trato personal con Latorre en estos veinticinco años. La mayor parte de nuestras conversaciones eran de tipo profesional y por teléfono. Recuerdo haber asistido a algunas de las presentaciones de sus libros, coincidir en el Festival de Sitges, hacerlo una vez al mes en la redacción de Dirigido por… e Imágenes de Actualidad, en los consejos de redacción y poco más. No presumo en absoluto de haberle conocido bien ni de ser uno de sus mejores amigos. Él y yo éramos muy distintos. No soy un “continuador” de su obra ni nada por el estilo; que carguen otros con ese papel, si quieren, o pueden. Pero la importancia que ha tenido en mí como crítico de cine está fuera de toda duda, y si eso no gusta —me consta—, basta con no leer lo que escribo: yo suelo ser el primero en decir que hay cosas mejores que leer. Las necedades de este estilo hace tiempo que no hacen otra cosa sino aburrirme.


Me consta que la devoción de Latorre por Rota (entre otras muchas cosas) iba más allá de lo intelectual y entraba, de lleno, en el terreno de lo sentimental, algo que un profesional del escepticismo como él jamás habría querido reconocer. Un escéptico que se miraba con respeto, pero también con prudente distancia, la creencia en la vida ultraterrena, algo que dejó en evidencia en una necrológica que escribió para Dirigido por… sobre su admirado (y admirable) Peter Cushing, a quien le dedicó su libro de cine fantástico, donde se hacía eco de la famosa creencia del actor según la cual confiaba que, cuando muriera, se iba a reencontrar con su querida esposa y su viejo amigo Terence Fisher (realizador que, huelga decirlo, debe no poco a Latorre su posterior reconocimiento entre la crítica de cine de nuestro país). ¿Se imaginan ustedes un encuentro en el otro barrio entre Latorre y Rota? Caso de haberse producido —chi lo sa?—, seguro que tienen cuerda para rato.


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